Soy un juguete del destino

Santiago está en ruinas. Mientras yo dormía en un expreso Singer rumbo a Puerto Iguazú, después de haber leído a Edwards sobre Neruda, un sismo de 8.8 grados sacudía la capital de Chile. Lo supe horas más tarde, cuando ya me había instalado en el hostal del pequeño pueblo, donde llovía a raudales.

Pensé en muchas cosas. Sentí tristeza por los chilenos. Todo era tan inesperado, y también sentí un poco de tristeza por mí misma, si es que cabe tal muestra de egoísmo ramplón en este blog. ¿Qué sería de mí? ¿A dónde partiría después? ¿Qué habría pasado con Bernardo, Pelao, los chicos de La Serena? ¿Qué sería de esa ciudad mítica que, a fuerza de imaginarla, se ha convertido en una de mis mayores obsesiones?

El país que propició todo este viaje, el que más ganas tenías de conocer, era Chile. Sabía que no me quedaría mucho tiempo, porque allá todo es más caro que en el resto de Sudamérica, pero me emocionaba visitar los sitios donde había ocurrido esa historia reciente que tanto me impresiona: como los alemanes, como los españoles, como muchos de sus hermanos latinoamericanos, los chilenos se habían levantado de entre las cenizas, habían sobrevivido a una dictadura brutal, y habían construido un país fuerte. Nuevamente reciben la desgracia.

Al mismo tiempo, yo vivía mis propias desgracias personales, representadas en Banamex e Ixe, que no tuvieron reparo en dejarme sin dinero durante días.

No quiero prolongar demasiado la historia, ni hacer un recuento pormenorizado de todo lo que ha sucedido por culpa de estos zoquetes. He gastado horas de mi vida y cientos de pesos en llamarlos una y otra vez, para saber si ya tenían: 1) mi avance de efectivo “de emergencia” (dos semanas para dar respuesta, nada más) y 2) mi tarjeta de “emergencia” (a quién le importa si los igualmente zoquetes de DHL son incapaces de encontrar el número 2075 de la calle Corrientes).

A Iguazú me fui con pocos pesos, suficientes para los autobuses, el hostal, la entrada al parque nacional y cualquier baratija para comer. A pesar de todo, traté de tener buen ánimo. Conocí a un italiano en el dormitorio, Massimo, con el que apenas pude comunicarme: todo el tiempo me hablaba en un italoñol extraño al que, invariablemente, yo contestaba de forma afirmativa. Luego me fui a las cataratas, donde conocí a unas colombianas nefastas que no tienen idea de la diplomacia y empezaron a decir pelotudeces sobre México (“es que a mí no me gusta cómo hablan los mexicanos, ¡qué horror! y “todo el tiempo me toman por una mexicana, arhg, qué molestia”). Luego hice el trekking (o senderismo) de ocasión por los innumerables puentes y caminos del parque: vi las cataratas, esa imponente fuerza de agua a no sé cuántos kilómetros por hora, que en los claros forman arcoiris, y supe que el viaje de 17 horas con grandes incomodidades sí había valido la pena. Luego me subí a una lancha para recorrer el río, donde conocí a unas parejas de Seattle entradas en sus cuarenta. Charlé con ellos, llegaban de Chile apenas, y estaban un poco perturbados, pero fueron muy amables; me prestaron sus binoculares para ver la fauna: un cocodrilo, un tucán, tortugas gigantes. Fue trés chido.

El viaje de regreso fue más cómodo y más rápido. En cuanto puse un pie en Buenos Aires, mi pesadilla continuó de nuevo: llamadas de una hora cada vez, zoquetes en “servicio” a cliente, gente inmunda que no se detiene a pensar en ayudar a la gente en problemas, y dos grandes bancos que defraudan a sus clientes de esta forma. ¿Qué pasaría si no estuviera quedándome en casa de Esteban? ¿Les importa dejar a sus tarjetahabientes en el extranjero durante dos semanas sin efectivo? ¿Les interesa siquiera?

Soy débil. En todos esos momentos de tensión, cada que una y otra vez explicaba mi problema y repetía mi número de expediente y confirmaba mis datos, en lugar de EMPUTARME como la gente decente, sólo hacía una cosa: llorar en silencio. Salía de los locutorios en lágrimas, me arrastraba por las calles de Buenos Aires con esa sensación de no tener a dónde ir, y me iba a esperar la llamada que jamás llegaba. Ayer, por ejemplo, me leí todo un libro de Harry Potter que encontré en el librero de Esteban (quien es Harry Potter: la misma montura circular de los anteojos, los ojos grandes y expresivos, el cabello lacio cayendo en flequillo sobre la frente, la misma delgadez y palidez inglesas) mientras esperaba que algún palurdo de Banamex se dignara a enviar un fax a Master Card. Mi vida dependía de un fax que no llegaba.

Los de Visa también me hicieron el día: me llamaron y me dijeron que recogiera mi tarjeta de “emergencia” en una bodega DHL. Llamé y me dieron una dirección cerca de Parque Patricio, una zona bastante lúgubre por lo demás, o me dijeron que esperara a que hoy la enviaran a una sucursal más cercana. Como me urgía, dije que iría: tomé el ómnibus y me interné por la horrible zona, donde cada tres pasos algún trabajador de construcción me gritaba alguna lindura. Desde luego, ni activar la tarjeta, porque ya todos los bancos argentinos habían cerrado para entonces.

Pero luego, oh, una de esas paradojas que tanto encantarían a Sherlock Holmes: en tarjeta de débito, Ixe no da adelanto de efectivo sino tarjeta de emergencia (política exactamente contraria a Banamex con la misma tarjeta). Cuando uno quiere ir a retirar efectivo de un banco, ningún banco tiene por política efectuar retiros de tarjetas extranjeras de débito (como no tiene NIP, es imposible hacerlo de un cajero). ¡Ah! Y los comercios tampoco aceptan la tarjeta extranjera.

De modo que ahora tengo un pinche pedazo de plástico que no me sirve para nada salvo para mirarlo y recordar todas mis desgracias.

Con mis últimos diez pesos de ayer, me comí un sándwich de milanesa y me bebí un vaso de vino (aquí el vino corriente es más barato que el agua o la Coca-Cola). Luego esperé a que llegara el temblor.

Por fin, en la mañana, Banamex me habló para decirme que ya podía ir a retirar el adelanto de efectivo que pedí (luego de dos semanas). Eran sólo 150 dólares, que hoy ya se esfumaron pagando deudas, y por esa mugrosa cantidad me la hicieron de pedo durante cantidad de días y llamadas.

Creo que hoy estuve a punto de darle un bofetadón a alguien, desde el grosero empleado de Banco Nacional que me envió a un tal Banco Piano (¿qué clase de puñetero nombre para un banco es ese?), y luego de vuelta, con visita a otros dos bancos, sólo para informarme que por ningún motivo me dejarían retirar efectivo con esa tarjetita.

No dejo de pensar en el ladrón que me robó la cartera, con todos los 60 pesos que llevaba consigo. Sesenta estúpidos pesos que ni siquiera alcanzan para una comida decente, y en cambio yo he sido lamida por las llamas del infierno de la burocracia, he llorado de rabia y frustración, he sobrevivido a base de manzanas y estupideces de bajo costo, le he colgado a tres empleados de Banamex, y le he llorado a uno de Visa, que se hasta se conmovió por mi caso. Espero, con todo mi corazón, que esos pocos pesos le aprovechen, y que encuentre gran regocijo en mirar mis credenciales y burlarse de la pendeja distraída con acento chistoso del subte.

Es curioso cómo, antes de venir, pronostiqué que me sentiría sola y muerta de miedo a cinco mil kilómetros de distancia. Sabía que sufriría, sabía que me las vería duras, pero nunca pensé que fuera por un asunto tan burocrático como éste. Lo que es más curioso es que, en todo momento, tuve a quién llamarle. Tuve a quién llorarle mis penas. Y, finalmente, luego de comprobar que ningún puñetero banco de este mundo iba a ayudarme, resolvimos recurrir a la última opción: los ladrones de Western Union.

Y ahora que mi pequeña pesadilla burguesa está llegando a su fin, retorno a mis dolores ajenos: Machu Picchu está cerrado hasta abril, es difícil cruzar a Chile, luego del Calafate mis planes se vuelven borrosos e imprecisos.

Pero entonces, mientras arrojaba un teléfono dentro de un locutorio, pensé en las cosas que debía hacer. En las cosas que estoy obligada hacer. Mis penas pueden transformarse, porque el poder de hacerlo está en mis manos.

PD. Mañana parto al Calafate a las 6 de la mañana, cruzaré tres mil kilómetros de territorio argentino en cuatro horas, y luego seré testigo de esos raros milagros de la naturaleza. Al volver, postearé fotos de la selva argentina y de su contraparte, el glaciar. Supongo que nada malo puede ocurrir después de ver dos maravillas naturales en tan poco tiempo. Espero.

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República Oriental del Uruguay

El lunes por la noche, confundida por mis planes próximos, tomé la resolución espontánea de irme a Uruguay. Me levanté a las seis de la mañana, dejé una nota y partí hacia Puerto Madero.

El viaje en buquebus, un ferry inmenso de dos pisos, duró unas tres horas. Leí, escribí, me asomé a la cubierta, donde el Río de la Plata divide a ambos países con su franja de agua, y me dormí. Cuando abrí los ojos, llegábamos al puerto de Colonia.

La pequeña ciudad uruguaya causó una gran impresión en mí. Días antes, abrumada por la perspectiva de viajes larguísimos a tierras lejanas, las contantes llamadas a Banamex e Ixe, el adelanto de efectivo que se escurría como agua en mis manos y cierta melancolía que no me abandonaba, había llegado a sentir un cansancio atroz. Supongo que a todos los viajeros les pasa, sobre todo a la exacta mitad de su viaje: no es tanto el famoso homesick como una sensación de que algo está fuera de lugar. No diría que me dieron ganas de regresar, sino que perdí cierto entusiasmo por seguir viajando.

Y de pronto, mientras caminaba por las calles de estilo portugués de Colonia del Sacramento, toda la emoción volvió a mí. Uno nunca deja de sorprenderse, no cuando se descubren sitios tan hermosos como éste.

El casco histórico de Colonia, uno de los asentamientos más antiguos de Sudamérica, es muy pequeño: su totalidad se recorre en una hora. Está todo rodeado por el río y sus calles son de piedra, llenas de árboles. Como cambié pocos pesos argentinos, estaba limitada de recursos: comí empanadas y manzanas en un parque, luego renté una bici y recorrí todos sus senderos. Fue una de las tardes más felices de mi vida, pues la belleza de un lugar así puede alegrar al corazón “más frío del universo, oh”.

Calle de los suspiros. Creo que me estafaron porque no suspiré ni un poquito.

 

Acá con mi súper bici rentada por treinta pesos “uruguashos”

 

Semejantes imágenes no merecen pies de foto jocosos. Además no se me ocurre ninguno.

No era mi plan original quedarme a dormir, pero decidí hacerlo de último minuto. En el hostal conocí a una pareja de australianos con los que charlé un rato. Me contaron que llevaban una semana en Sudamérica, y que iban a recorrer todos los países hasta subir a México por los próximos seis meses. Les pregunté a qué se dedicaban, y me dijeron, pero después agregaron convencidos: we are professional travellers. Me di cuenta de que para muchos esto no se trata de simples paseos, sino de un modo de vida. Tuve que pensar qué era para mí este viaje, y creo que aún lo estoy decidiendo.

Por la mañana tomé un autobús a Montevideo. Mi plan era pasear unas horas y regresar por la noche a Buenos Aires, pero también me di cuenta de que no tenía caso, así que me quedé de nuevo en otro hostal.

Montevideo es una ciudad melancólica. A pesar de ser una capital federal, me sorprendió lo solitarias que están algunas calles. Casi no hay tráfico, hay mucho viento y oscurece poco después de las nueve de la noche. A pesar de esto, pude hacer algunas conclusiones apresuradas: los uruguayos son más reservados y callados que los argentinos, carecen de esa altivez y desenfreno que tienen los porteños. Por otro lado, paradójicamente, los hombres son más coquetos: no tienen reparo en lanzar piropos desde el coche o desde la ventana, y con esto reactivan en un trescientos por ciento la autoestima de la piropeada.

Willy me había contado que los uruguayos tomaban más mate que los argentinos, y de forma desquiciante (por ejemplo, que lo cebaban mientras conducían o entregaban las cartas montados en una bicicleta). No lo descreí, pero cuando llegué al Uruguay tuve que admitir que mi buen amigo se quedó corto.

Los uruguayos no toman mate: hacen de ello el centro de su existencia. Caminan por la calle agarrados del termo, bajo la axila, como si fuera una prolongación de su cuerpo. Lo beben como agua de uso, con una naturalidad e insistencia que no hace menos extravagante la venta de mates, materas, boquillas y paquetes de hierba mate en todas las presentaciones posibles cada dos metros.

Las calles de Ciudad Vieja son angostas y largas, y de alguna forma todas llevan al puerto. Hay una vibra de algo antiguo y elegante en sus edificios venidos a menos, de colores grises con manchas de humedad.

Al cabo de una larga caminata ya había hecho mi resolución: si alguna vez me exilio, elegiré Uruguay para vivir.

Palacio Legislativo

 

Plaza Independencia de noche. Jugando con los colores de la cámara.

Uno de esos edificios antiguos, semi-descuidados, hermosos, de Ciudad Vieja.

 

 

Por la mañana caminé en la playa, de agua helada, cerca del barrio de Pocitos.

Anecdotario Jocoso:

En mi dormitorio había cuatro chilenos. Uno de ellos se parecía a Claudio Valenzuela y me hablaba de usted: “¿Lleva mucho tiempo en Uruguay? ¿Le ha gustado? ¿Va a regresar a Buenos Aires después?”

Me contaron que al día siguiente se irían a Colonia en autobús, y luego de ahí tomarían un ferry a Buenos Aires. Yo partiría directo de Montevideo.

En la noche dejé mi iPod conectado al cable conectado al adaptador de usb conectado al adaptador del enchufe uruguayo conectado al enchufe uruguayo, que era algo como esto:

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Por la mañana sólo tomé el “aipaaad” y, luego de desayunar con todos los otros huéspedes y de decir algunas chabacanerías, me largué a caminar. Cuando volví, no estaban ni mi cablerío ni los chilenos. Tanto la dueña del hostal como yo pensamos que los tomaron sin querer, así que me dio el correo de uno de ellos para ver si lo podía contactar en Buenos Aires o, ya de plano, en Santiago.

Estoy harta de ser tan estúpidamente distraída, y de perder las cosas todo el tiempo (la otra vez dejé mi diario con pensamientos máximos y profundos en un locutorio, maldita sea) (pero lo recuperé). Decidí no satanizarme tanto y me fui al terminal. De ahí salió un bus de nuevo a Colonia, y de ahí un Seacat a Buenos Aires. La mitad del camino leí, y la otra mitad me dormí. Cuando arribamos al puerto, cansada de largas filas, esperé en mi lugar hasta que el ferry se vaciara por completo. Cuando me levanté, los chilenos venían por el mismo pasillo. Jamás se me hubiera ocurrido que tomarían el mismo ferry. Antes de decir nada, uno de ellos sacó mi cablerío y me dijo “¡Mira!”.

Fue fenomenal y me hizo sentir menos estúpida.

Sección de letreros chistosos:

Este letrero sólo puede tener sentido en esta parte del mundo.

 

 

Estamos de acuerdo en que todo este comercio, que no sé ni de qué era, sería un enorme albur en México.

Perspectivas a futuro:

Creo que visitar la tierra de Onetti, Benedetti y Galeano me dio un segundo aire, y refrescó mi perspectiva del viaje. Aún me faltan los trayectos más pesados, que serán una prueba de resistencia para mi cuerpo y mi mente. Pero también falta lo mejor: las cascadas de Iguazú, el glaciar de Perito Moreno, los Andes, Machu Picchu… Las glorias sagradas del continente. Tengo otra vez la energía. En una hora, por ejemplo, parto hacia Puerto Iguazú. Treinta y cinco horas de viaje en total, ida y vuelta, pero valdrá la pena, estoy segura. O eso quiero pensar. Me reportaré si no pierdo la cabeza.

 

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Me verás caer

Inevitablemente, me sentí sola. Caminé por las calles de Buenos Aires esperando encontrar una cara conocida, pero no había nada.

Y luego, de la nada, en Santa Fe con Uriburu, enfrente de una zapatería con descuentos, la vi.

Cuando estaba en el DF y caminaba por la Roma y la Condesa, o por San Ángel, o por Polanco, o por cualquier lugar que se prestara a mi propósito, mi actividad favorita era cazar artistas. Ignoro por qué, si en el fondo tengo alma de paparazzi como sentenciaban los estudiantes de Sociología de mi facultad, o sencillamente voy con los ojos muy abiertos, o he leído demasiadas TvNotas en el baño de mi casa, o tengo el morbo en la sangre: siempre reconozco a los actorcillos y cantantillos de nuestro espectáculo nacional. No sólo sé exactamente dónde vive Carlos Reygadas (fácil, entrente de Elisa) o reconozco a un integrante de Tierra Cero o veo a Alberto Estrella leyendo un libro en un Vips o sé quién puñeta es Beatriz Moreno porque la vi en Zacatecas con Orizaba… mi proyecto ocioso era abrir un blog sólo con avistamientos (El Cha! en El Imperial, viernes 12, 10:30 pm) por diversión. Empiezo a pensar que me voy a emplear como fotógrafa freelance SECRETA para el pasquín mencionado.

Esta vez vi a Sabrina Sabrok. Sí, la mujer con los senos más grandes del mundo, argentina de nacimiento, que paseaba por Buenos Aires tomada de la mano de su juguete de ocasión. Y en lugar de sentir sorpresa o curiosidad, sentí tristeza: la mujer no sólo tiene senos falsos, sino nalgas falsas, labios falsos, ojos falsos, cabello falso y está virtualmente inhabilitada para sonreír.

Mi soledad se acortó un poco.

El viernes salí con Guillermo/Billy/Willy, de Couch Surfing. Comimos empanadas y hablamos de libros y de historia y de situación política, todo lo cual nos hizo sentir personas muy importantes, hasta que salimos y nos empapamos hasta la médula con la lluvia torrencial de Buenos Aires. Fue una tarde agradable, después de todo, y luego corrimos a su casa y cebamos mate mientras charlábamos de comida. Conocí a sus papás y a su hermana en su bello departamento estilo francés, y luego caminamos hacia un lugar que, dijo, era como de cuento de Roberto Arlt: “Los amigos de Carlitos”. Lo malo: estaba cerrado. De modo que volvimos a caminar, pero ahora hacia el “comedero de estudiantes pobres”, un sitio de pizzas donde comes parado y tomas un vino muy dulce que parece jerez. Estuvimos a tiempo de cruzar la calle y comprar los boletos más baratos para ver Hedwig and the angry inch, el musical. Al entrar a la sala, como estaba casi vacía, la acomododadora nos dejó en la tercera fila al frente por una propinita. Salimos ganones.

Recordé entonces esa emoción que sentí, a los dieciséis años, cuando vi The Velvet Goldmine por primera vez. Fanny y yo éramos fans de Placebo, como hasta ahora, y por ende lo éramos también del glam rock. Esa película fue entonces una revelación, como lo fue algún tiempo después Hedwig… Hay un post al respecto, que viene a cuento: esa tarde, séptimo semestre de licenciatura, sucedió aquello que no creí que sucedería. Oh, todo tiene alguna conexión y es a la vez tan irrelevante. Por partes…

Ayer fui a Tigre, un pueblito a una hora de Buenos Aires. Me subí a un catamarán que navegó por el río, y que pasó por cada hermosa casa de campo con su muelle particular, mientras yo leía El libro de García Ponce, la historia de amor entre un profesor y su alumna.

El pueblito tiene una pinta muy Nueva Orleáns, un estilo isleño pero al mismo tiempo europeo. Para ir se tiene que tomar el tren desde la estación El Retiro, y viajar durante una hora a través de barrios de clase alta como San Isidro, y también de lugares desoladores y sucios. Es impresionante.

 

Estando ahí di una vuelta en catamarán por el río, rodeado de flora espesa.

Una de mis materias, en el séptimo semestre, era de ciencias políticas. El profesor era un argentino guapísimo que parecía César Évora. Por no sé qué razón, charlábamos mucho, entre clases en la facultad y por correo fuera de ella: nos gustaba leer novelas y eso nos unía, fuera de lo demás. Me acuerdo que me invitó a tomar un café y, lo que es estúpido, mi mamá no me dejó ir y, lo que es más estúpido aún, le obedecí. Ahí terminó una historia de amor que ni siquiera empezó.

Esa tarde, después de la desolación de mi irresuelto affaire profesor-alumna, vi Hedwig en compañía de Fanny y de mi buen amigo El Chalu, día en que por cierto inauguramos la rara costumbre de tomar café soluble Dolca sabor canela (a partir de entonces, todos los saludos de Chalu eran “¿Cuándo unos Dolca?”).

Es increíble. Tres años después todo se une, con un grado más de intensidad.

A los porteños recomiendo enfáticamente que vean el musical. La adaptación es muy afortunada, y la forma en que trasladan el personaje de Michael Pitt a Hedwig es impresionante. La historia es divertida y conmovedora, tiene un poco de cabaret y stand-up comedy, tiene chorcha e interacción con el público, tiene música en vivo y letras desgarradoras, tiene lágrimas y risas. Fue en verdad fascinante.

Mi otra aventura: Willy trabaja en una librería de viejo poseedora de verdaderas joyas. Acá, una primera edición de Los Lanzallamas.

Por ahora estoy resolviendo los últimos puntos de mi viaje. Cuando se viaja de esta forma, se pasan varios días en la planeación. Mis próximas paradas: Uruguay, Iguazú y Calafate. No puedo morir sin ver los glaciares.

 

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Buenos Aires, mon amour

Maxi y Esteban, mejores amigos, viven juntos desde 2007. Ambos son rubios, menuditos, de grandes ojos. Uno es periodista deportivo y el otro estudia sociología. A pesar de que su departamento no es grande, me dieron una cama, un juego de llaves y me dijeron que hiciera lo que quisiera en la cocina/área común/baño.

¿Recuerdan esa percepción generalizada -sostenida incluso por mí misma en mi estadía en Taganga- sobre la arrogancia de los argentinos? Nada podría ser más falso. De hecho, tuve que elaborar una teoría según la cual, algunos argentinos dan mala imagen sólo en el extranjero. En su país de origen, son encantadores.

Desde el señor en el bus rumbo a Boca que te habla de cuando llegó a Ushuaia en 1947, de familia italiana. La mesera que te trae los cafés. Los cocineros de la pizzería Kentucky, afuera del subte Plaza Italia, que dicen “fue un placer” y “¿le sirvo otro vaso de vino de la casa?” (por doce pesos mexicanos uno se puede emborrachar con un vino poco fino, pero delicioso). La rubia vegetariana del hostal que defiende su estilo de vida ardientemente. Una pareja hablando puras linduras halagadoras de México en el bus, sin saber que yo era mexicana. Las personas que te piden direcciones en la calle -increíblemente, lo han hecho conmigo e, increíblemente también, he podido ayudarlos gracias a mi mapa. He visto por todos lados Jake Gyllenhaals tímidos, charlando con Brad Pitts callados en el subte. Por poco dinero, uno come como los dioses: carne, empanadas, pizzas, tartas de espinaca, alfajores de dulce de leche, café con medialunas…

Hay mucha melancolía en Buenos Aires, una ciudad que sólo puede conocerse a pie. He elegido, por gusto, recorrerla en soledad. Del jardín japonés, donde sufrí con los inmensos peces reptilianos, hasta Puerto Madero de noche. De los bosques de Palermo al cementerio de Recoleta. Me he tomado un expresso en cada café que he encontrado a medio camino, y charlado poco, porque de pronto se me quitan las ganas.

Es verdad que, después de un tiempo, uno se siente abrumado por las grandes cantidades de turistas. Se siente como si entorpecieran la percepción de la ciudad, como si mancharan la esencia de algo separado de ellos, algo que debe coexistir sólo entre las calles y los porteños. Después de un tiempo, uno ya no quiere ser turista, sino fundirse. No quiere preguntar por direcciones con un acento diferente, sino moverse como pez en el agua. No ver más flip flops y bermudas, sino sentarse en un bar a conversar de algo más que cómo se dice resaca en ocho dialectos distintos.

La razón por la que viajo sola y no con amigos es que siempre necesito mi soledad. Hay días en que no me dan ganas de hablar con nadie, no por melancolía, sino porque me gusta disfrutar del paisaje, leer mi libro y caminar con los audífonos. Buenos Aires se presta mucho para eso.

Algunas fotos de ocasión:

La tumba de Evita, que no es ni remotamente tan bella como otras en el mismo cementerio. Por supuesto, es la única que atrae a los turistas por montones, fascinados con el mito. Desde luego, no pude evitar ir a ver, porque yo también siento cierta fascinación -y cómo no, si Eloy Martínez nos hizo sentir más curiosidad por el cadáver que por la mujer en “Santa Evita”. Por cierto, una tristeza su muerte reciente.

Más chisme en el Museo de Evita: sus vestidos (claro que no hay tanto chisme como en la novela citada, pero es igualmente recomendable).

En el jardín japonés hay peces asquerosos nadando en el estanque. Yo, que padezco ofidiofobia, crucé los puentes con las manos temblorosas y los ojos apretados (el lugar sería un mini-paraíso para Jair Trejo, por ejemplo)

La calle Jorge Luis Borges, en Palermo, le daría vergüenza a Borges: es como Tamaulipas en la Condesa, llena de lugares nice para ir a tomar una copa, tiendas de ropa con nombres curiosos (“No me toques” o cosas así) y gente con onda. Acá el complejo Borges, donde cualquier escritor que no se respete querría vivir.

Mi prima, que es muy hipster-fashionista-escenosa-pero-jipi-orgánica y lleva cuatro años viviendo en Buenos Aires, me recomendó una peluquería llamada Roho en Palermo. Ayer fui a que me arreglaran mi corte y me sentí como en el bar con más onda del universo, sólo que ahí me lavaron el pelo en una sala pintada de negro con fosforescencias, y mientras yacía acostada veía una película en pantallas pegadas al techo con Tim Robbins (mientras tanto, la señorita me enterraba los dedos con fruición, como si nunca me hubiera lavado el cabello o apenas regresara de una aventura en las montañas). Luego un tipo delgado me hizo unos cortes menores para asegurar que el pelo me siga creciendo, y mientras tanto música tecno-indie resonaba en mis orejas. Al final, el corte ni se nota pero ah, qué bien la pasé.

Por cierto: la escena es paradójica. Yo en Buenos Aires, y mi prima -con su acento aporteñado- en casa de mis papás, tal como me escribió. El mundo está al revés.

 

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¡Denme un solaz!

Hoy iba en el subte charlando con un chileno que conocí en el hostal y que habla hasta por los codos de temas enciclopédicos varios (de la trombosis al corazón al nombre científico de todas las palmas africanas con pata de elefante a las variedades de “ají” boliviano a los músculos ejercitados en las fuercitas a las técnicas de hipnosis al sicoanálisis puntual de mi persona). Cuando bajamos en la estación Plaza Italia, noté que mi bolsa estaba abierta. No necesité revisar para saber que me habían robado la cartera.

Tres horas empleé para cancelar mis tarjetas y comunicarme tanto con Ixe como con Banamex, y por ende con Visa y Master Card. La lección: Banamex es una auténtica mierda incompetente y abyecta, Ixe es lo máximo, y las ejecutivas sudamericanas de Visa y Master Card son increíblemente pacientes, bondadosas y altruistas. El subte es un túnel oscuro y sucio donde es imposible hablar con acento extranjero, y yo soy una pelmaza distraída sin remedio.

No perdí mucho dinero (sólo tenía unos sesenta pesos argentinos) y bloqueé mis cuentas, pero me duele haber extraviado:

1) Mi credencial de elector -en la foto salgo, cosa rara, fotogénica. En la siguiente seguro saldré con el ojo chueco y el cabello enmarañado.

2) Mi RFC enmicado.

3) La cartera Old Navy que mi hermano me regaló a los dieciséis años.

4) Mi credencial de la UAQ, recuerdos universitarios que se irán.

5) 250 pesos mexicanos y varios billetes colombianos y venezolanos de recuerdito.

6) Muchas monedas argentinas, que en este país escasean y son preciadas.

Luego de eso traté de ser positiva, y Nicolás y yo nos encaminamos al Jardín Botánico después de comer unas rebanadas de pizza sentados en el parque. Allá fuimos devorados por los zancudos, un auténtico ataque que nos hizo arrastrarnos entre maldiciones varias y lamentos lejos del paraíso botánico. El diagnóstico fue picaduras extremas por todo el cuerpo, tantas que tuvimos que caminar por algunas calles de Palermo y Recoleta rascándonos la piel hasta dejarla en carne viva.

No lo parece, pero en el fondo sufro, ¡sufro!

Es curioso: mi primera mañana en Buenos Aires me encontraba desayunando en un hostal en la calle Florida. De pronto, un chileno se sentó junto a mí y me preguntó si era venezolana (he escuchado que me dicen ecuatoriana, colombiana, venezolana, chilena o argentina; nadie jamás dice México en primer lugar: supongo que mis paisanas no viajan mucho al sur, maravilladas con Europa, ¡éjele!)

Bernardo es un mapuche moderno, de cabello largo y ojos rasgados. Me contó que estudia historia en la Universidad de Chile y que vino a Argentina buscando unos libros en específico. Terminamos acordando visitar la Boca juntos: fuimos a el Caminito, nos sacamos toda clase de fotos turísticas idiotas, vimos el estadio del Boca Juniors, y acabamos vagando por las calles lejanas a la zona turística, la Boca verdadera.

Clásica foto pendeja para Facebook… que ya mismo subo.

 

Cuando vi estos zapatos pensé en Plaqueta y cómo tal vez le encantarían

 

Para que todos mis amigos pamboleros sientan ira, envidia, dolor…

En una cantina-restaurante típico nos comimos un bife de chorizo, seis centímetros orgásmicos de espesor que me hacen sentir pena por los vegetarianos, acompañado de un litro de Quilmes negra.

Conocencias casuales

En la mesa de al lado había un señor callado acompañado por dos argentinas de unos cincuenta años, rubias y alegres, que me dijeron que soy idéntica a Verónica Castro (?). Terminamos platicando con ellos sobre infinidad de cosas, y al final una de ellas (la carola, le decía Bernardo) nos invitó a su casa, uno de los departamentitos miserables de lámina clásicos de Boca, y cebamos mate con ella. Resultó medio bruja y le leyó las cartas a Bernardo, pero yo me rehusé a que hiciera lo mismo conmigo (todo lo esotérico me produce ronchas y jamás en mi vida voy a consentir que me embarren en sus ondas). Tal vez varios en mi situación se hubieran sentido tentados, que les leyeran las cartas gratis, pero no yo. La carola decía cosas tan evidentes, cosas que a todo mundo le diría (“sos un líder”, a Bernardo: “vas a llegar lejos” y “sos bien distraída”, a mí; lo primero algo que todos quieren escuchar, lo segundo algo evidente a simple vista).

Salimos de ahí después de haberle prometido visitarla luego. Tal vez lo haga.

Par mí que esto es Boca y no las bailarinas de tango cobrando por la foto…

Al día siguiente paseamos por San Telmo con un ecuatoriano del hostal, un tipo callado y tímido. Caminamos por sus calles típicas, y de nuevo comimos otros seis centímetros de paraíso, acompañados de papas fritas. Todo es tentador: las antigüedades, la carne, los alfajores, la vista, la arquitectura. Buenos Aires es tan hermosa que es difícil escribir conclusiones apresuradas sobre ella, y además todo está empañado, cubierto por una densa capa de calor: ayer estuvimos a 37 humedísimos grados centígrados.

En la calle Bolívar encontré la librería El Rufián Melancólico, que desde luego me hizo pensar en Rufián y en Roberto Arlt. Me saqué la foto de ocasión:

Con look de carnicera (o butcherette)

Hay tanto aún por conocer de Buenos Aires y de Argentina que mi robo furtivo no me duele tanto. Acumulo puntos kármicos, supongo, así que pronto algo realmente bueno me ocurrirá. O no. Al menos mañana me mudo con un couch-surfero, Esteban, que vive en Corrientes: cerca de todo y con tiempo suficiente para caminar, recorrer y aprender. Ésta es, verdaderamente, la ciudad de la furia. Y de los sueños.

 

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¡Dios!

La expresión que más escuché durante mi estadía con el camarada Reindertot fue “¡Dios!”. No con una connotación religiosa, ni como resultado de una sorpresa no calculada. Mientras jugábamos Rock Band, veíamos Friends, comíamos tequeños acompañados de cubas libres, o bajábamos por los incontables pisos de Parque Central, el “¡Dios!” era una forma de expresar diversos sentimientos: sorpresa, risa o solidaridad. En mi post anterior he contado que mi suerte cambió una vez que pisé Caracas. Ahí fui recibida cálidamente tanto por el camarada como por Nathaly -verdadero ejemplo de la belleza venezolana-, y enseguida comí arepas caseras y bebí ron auténtico de piratas. Por la noche fuimos a bailar al famosísimo El Maní es Así, sitio emblemático de salsa, donde un sambo me sacó a bailar. No sé por qué accedí, si mi torpeza trasciende ritmos, pero al menos lo intenté. También conocí a Carlos Sicilia, figura emblemática del humor en Venezuela, con el que charlé un rato (sobre todo de Rius).

Lo interesante de Venezuela ocurre una vez que se pisa la frontera: el país está increíblemente politizado (como siempre, mi guía Fodor’s me recomendó no enredarme en discusiones de política, cosa que es casi imposible de evitar). Caracas, por ejemplo, es una ciudad muy moderna, repleta de rascacielos, oficinas y restaurantes. El nivel de vida de los caraqueños es alto, tanto que la ciudad es el triple -o cuádruple- de cara que en el resto del país (naturalmente, mi marrez a ultranza me obligó a escandalizarme con los precios de los sándwiches de pernil, la merengada de Óreo o la arepa de cuajada o de caraotas, acostumbrada como estaba a la mala vida que me di en Colombia en términos culinarios).

Visité El Hatillo, un pueblo típico en el que los capitalinos se refrescan los fines de semana, y también subí al Ávila, el imponente cerro que vigila la ciudad. El teleférico es larguísimo y estúpidamente alto (la subida dura veinte minutos), no apto para los que sufren de vértigo. Debo decir que emprender dichas actividades con mis anfitriones fue un verdadero placer, tanto que me sentía como la refugiada de guerra a la que han acogido en un ambiente seguro y tranquilizador.

Por supuesto, en mi estadía tuve que buscar la forma de obtener mi pasaje a Argentina, empresa que fue todo menos fácil (en el ínter me metí a ver Nine, que me pareció hermosa: ¡gran número -el segundo- de la Cotillard! También leí un libro muy ad hoc con mi viaje, Radio Ciudad Perdida, de Daniel Alarcón) (lo que me pone a pensar que siempre busco literatura acorde con mi destino: Bajo el Volcán en el volcán Pululahua, La Playa en la playa de Taganga y éste en Caracas; en Argentina leo al maestro Sabato).

Comentarios al pie: los venezolanos, al menos aquellos con los que me relacioné en intercambios comerciales, son extremistas… Viajan de la cortesía más encantadora a la hostilidad sin cortapisas, y se enojan cuando uno pide algo que viene incluido en la carta pero que no tienen. Reductos del estrés de las grandes ciudades, supongo.

El rumor de las chicas “con complejo de miss” (camarada dixit) es casi enteramente verdadero. Sólo en Medellín vi a tantas muchachas tan arregladas, pero lo que me pareció más importante es que los hombres venezolanos son más guapos que los colombianos (!).

Finalmente, cuando miraba las montañas detrás del Ávila y la bruma que se forma alrededor de ellas (lo que hace suponer pozos, mundos inexplorados de cara al Caribe), me di cuenta de que el quid de un viaje a Sudamérica no son tanto las ciudades como esos paisajes imponentes: la belleza natural de la tierra y sus accidentes geográficos, esas ciudades que siempre crecen rodeadas de cúspides y volcanes.

Por fin, el miércoles pasado, me encontré en el aeropuerto internacional (sangrada económicamente) para viajar a la tierra del gaucho y el mate. Ahí conocí a un argentino jipioso, Leandro, que viajaba con poca “plata”. Compartimos indignación por los 190 bolívares que tuvimos que pagar para abandonar Venezuela, y luego esperamos sentados en el piso de la sala de abordaje. Me contó de su travesía a través de Bolivia y el barco en un afluente del Amazonas, por Brasil (un viaje que quise hacer, pero que al final me pareció demasiado peligroso estando sola), para llegar a Venezuela. En un momento dado sacó una baguette enorme y un pedazo de mortadela. Se preparó un “sánguche” improvisado y lo partió en dos.

– ¿Querés?

En ese momento pude ver la belleza de conocer viajeros en el camino. Acepté el sánguche y me lo comí con gusto, sabiéndome acompañada. Coincidimos en las fortalezas de los viajes, en esa resistencia que se desarrolla luego de pasar quince horas seguidas dentro de un bus terrible que viaja por carreteras angostas de cara a despeñaderos, y cómo un viaje de seis horas por avión parece pan comido (también comentamos que luego de esos trayectos, las montañas rusas son la cosa más ñoña del mundo, pues no incluyen el auténtico y necesario miedo a morir).

Luego de dos comidas de cartón, dos películas malas, tres niños llorando, y el atardecer más rápido que recuerde, aterrizamos en la ciudad de la furia. Compartimos un taxi hacia el barrio de San Telmo, por escandalosos cien pesos argentinos. Una vez en la avenida 9 de julio, mi aventura argentina comenzó de manera oficial…

 

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Aventura en la frontera II

En mis últimos días en Cartagena pasé el tiempo paseando por la ciudad amurallada, mirando hacia el mar, sabiendo que era tiempo de partir. El jueves salí rumbo a la terminal a eso de las nueve de la mañana, y cuando llegué ya no había autobuses directo a Venezuela -ni a Caracas ni a Maracaibo. Según mi fiel amigo Google, mi otra opción era partir rumbo a Maicao y de ahí cruzar tranquilamente a la tierra del tequeño y el ron auténtico de piratas.

Tomé una buseta Expreso Caribe, un viaje que me pareció infernal de casi nueve horas, en las que paré en cada lugar en el que ya había estado antes, pero ahora como a través de un cristal. Para añadirle dramatismo a mis desgracias, ya no traía pesos colombianos, y en el camino me comí un kilo de mandarinas para paliar mi dolor (y porque era para lo único que me alcanzaba).

Llegué a Maicao de noche, casi a las nueve, y en el pueblo no había terminal, como pensé primero, sino una calle miserable llena de comercios y gente vendiendo chorizo y arepas. En cuanto me bajé, un tipo me preguntó si iba a Maracaibo, y enseguida tomó mi mochila y la metió en la cajuela de un coche tipo lancha, un Malibú setentero que se caía a pedazos. Yo intenté resistirme, pero pronto descubrí que era la única opción: el viaje me costaría 80 bolívares y me dejaría en Maracaibo, desde donde podría tomar un bus a Mérida -la que, pensé, sería mi primera parada venezolana.

Me consoló saber que viajaría con otros cinco pasajeros, entre ellos una casi adolescente de mirada furtiva, y una señora que no se subió a la lancha sino hasta que se terminó su café tinto. El chofer pasó todo el camino diciendo que él no acostumbraba hacer esta ruta de noche, porque era muy peligrosa, pero que llevaba tres días sin comer y había decidido no fijarse en los detalles. Un puesto de control tras otro, hasta que llegamos a las oficinas de migración. En la primera parte mostré mi pasaporte, se me preguntó qué hice en Colombia (“vacacionar”, contesté con un tono muy casual), y salí de ahí como si nada.

Fue hasta el segundo puesto que ocurrió la desgracia. Para este punto, yo sabía que no podías viajar sin perder algo, que los viajes placenteros y sin contratiempos sólo existen en la mente del que no viaja. También tenía una lejana idea sobre algún impuesto fronterizo, y cuando el policía me dijo que tenía que pagar 50 dólares por “el convenio entre México y Venezuela”, no dudé y sencillamente lo hice. No hubo resistencia de mi parte, no hubo escepticismo, no hubo un “¿qué te pasa, hijoeuputa? ¿Qué tú crees que yo soy una pendeja ingenua sin idea?”. No lo hubo. Sólo caminé hacia la lancha, saqué mi mochila y busqué el billete de 100 dólares. Mientras lo buscaba entre mis calcetines y mis playeras, la señora del tinto me apuraba. “No quiero dormir en el terminal de Maracaibo, ¿por qué no tienes tus cosas a la mano, niña?”. Yo no escuchaba. Sólo pensaba en el billete, en el impuesto y en la pérdida.

Convenientemente, el policía no tenía cambio de un billete de cien dólares. Me dio cien bolívares fuertes y me sonrió, como el beso de Judas. Yo sabía que estaba siendo estafada, pero algo en mí me impelía a actuar mansamente y obedecer. No dije nada.

En la lancha todos me preguntaron cuánto me cobró y enseguida me hiceron notar, de forma repetitiva si he de ser detallista, que me vieron la cara. Yo no quería saberlo, aunque lo supiera. No pensaba en los casi 80 dólares que había perdido, ni en lo fácil que había sido para el policía, sino en cuánto deseaba que todo acabara de una buena vez. El tipo tenía un arma, y aunque no tengo experiencia al respecto, si la tuviera ella me diría que nunca debes negarte ante un hombre armado. Además, trataba de ser positiva: el policía había resulto involuntariamente el problema de los bolívares que había de pagarle al chofer de la lancha-taxi-colectivo.

El camino a Maracaibo fue pesado e incluyó una carga de gasolina en una casa con las luces apagadas, donde se dedicaban al contrabando de gente. Incontables retenes donde a cada tanto tuvimos que mostrar nuestros documentos, y hasta una revisión exhaustiva de nuestro equipaje. Una carretera llena de huecos y sin señalizaciones. Los comentarios del chofer, siempre catastrofistas, y la hostilidad de mis compañeros de viaje, tan acostumbrados al cruce fronterizo.

En el terminal no había buses ni para Caracas ni para Mérida; de hecho, no había buses en lo absoluto. Dejé mi mochila en la sala de espera y me resigné a esperar hasta la mañana siguiente. Charlé un rato con un taxista, un negro de ojos bondadosos al que terminé contándole el robo del que fui parte, y que me contó de sus hijas y hasta me ofreció su casa para pasar la noche. Me negué primero, pero supongo que habría terminado aceptando si hubiera insistido más. Le dije que no sabía si ir a Mérida (quería pasar a la famosa heladería Coromoto y turistear un poco por la ciudad andina) o a Caracas directamente. Me dijo que tenía que decidir qué haría, y sólo farfullé que quería ver a mi amigo (el camarada) y de ahí decidir.

-Lo que usted quiere es el calorcito de una cara conocida.

Cuando lo dijo quise llorar, porque era cierto. Qué ganas quedaban de turistear después del robo y el viaje. Acordamos vernos a las seis de la mañana para que me llevara a un cajero (yo sólo tenía cuatro bolívares en el bolsillo, suficientes para un tequeño gigante), y me acomodé en una silla. Pronto me dormí.

Como a eso de las tres, un flaco canoso me despertó. Me dijo que había un carro a Valencia, y que de ahí sería fácil tomar un autobús a Caracas. Primero dudé, pero luego vi que la señora del tinto y otro de los que venían de Maicao iban a tomar el carro. Se trataba de una lancha similar, más sórdido que la anterior, y esta vez no dudé en permitir que amarraran mi mochila con mecates a la cajuela.

En el camino dormité la mayor parte del tiempo, y siempre tuve pesadillas. En cada parada deseé un café, pero no tenía dinero: ni pesos colombianos ni bolívares ni nada. Salimos a las cuatro de la mañana de Maracaibo. Llegamos a las once y media a Valencia. En el camino, uno de los pasajeros se enfrascó en una pelea con el chofer. Al principio yo observaba la discusión sin entender qué pasaba, hasta que un colombiano-venezolano a mi lado me explicó que, en realidad, era por mí: el chofer quería pasar a un cajero a que yo sacara dinero, y el otro tipo (un negro impresionante que, ironías, primero me pareció guapísimo) alegaba que tenía prisa y que no era justo que se detuvieran para semejante idiotez. La hostilidad era tan evidente que ya ni siquiera me provocaba nada, era sólo parte del viaje infernal para llegar a tierra conocida, una serie de trámites molestos para alcanzar un sitio seguro.

En Valencia me comuniqué con Gregory, me comí una arepa y me bebí una malta, y tomé el bus a Caracas. A mitad del camino nos cambiaron de unidad, porque a ésta se le había descompuesto el aire acondicionado, y durante todo el trayecto sufrí por un dolor de cabeza atroz (tal vez somaticé, tal vez el aire acondicionado me jode más de lo que me gustaría).

Llegué al departamento del camarada a las cuatro de la tarde. Me recibió con una Pepsi y un sofá muy cómodo. Aunque hablé del robo y del viaje como una desgracia, algo me decía que pudo haber sido peor. Y aunque intenté justificar mi torpeza con la policía, en el fondo aún tengo la certeza de que pudo haber sido peor negarme. O eso me gusta decir, nunca he sido buena defendiendo mis derechos.

No todo es trágico. En cuanto pisé suelo caraqueño, mi suerte cambió. Pero de mis aventuras en esta ciudad, oh amigos, he de hablar en otra ocasión.

 

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En Cartagena

Desde hace ya varios días, todas mis comidas incluyen alguna porción de arroz blanco y plátano macho. Estoy al borde de la locura. Hace rato, después de que mi alma lo implorara, me comí una crepa de Nutella en un lugarcito en Cartagena. Mientras esperaba mi orden, languideciendo en una silla de plástico en la calle, un gringuito pasó caminando. No podría lucir más turista ni aunque lo intentara: huarache-tennis, bermudas y un sombrerito ridículo que, de acuerdo a sus razonamientos, le refrescaría la cabeza.

Nos preguntó si era un buen lugar para comer. Como nadie había comido nada, le dijimos que no sabíamos. Se quedó pensativo, ponderando la situación. Decidió irse por donde venía. A los tres minutos apareció de nuevo y, alzando dramáticamente las cejas, dijo que ese camino no era aconsejable para la gente decente. Desapareció otra vez. Cuando le di la primera mordida a mi crepa, el tipo ya estaba sentado en el mismo lugar pidiendo una pizza. Me pareció encantador.

El hostal en Taganga estaba lleno de argentinos. Todo esto lo conté -o lo contaré próximamente- en mi columna de El Chamuco, pero da igual: los dueños son dos bogotanos, uno llamado Jairo y el otro sepa cómo, que se la pasan fumando mota todas las tardes. Ahí mismo, tirada en las hamacas, escuché conversaciones increíbles y chuscas entre Jairo y los argentinos (que no hacían otra cosa que rolarse los porros indiscriminadamente).

Uno de ellos, por ejemplo, dijo que conoció a uno de los paisas. “Pero, ¿cómo? ¿Vos sos de Medellín?”, le preguntó el argentinito. “No, soy de los Paisas, de los Paisas, che” (le contestó, presuntamente, el narco). Ahí supe que los sicarios ganan de tres a diez mil dólares por muertito, dependiendo del grado de dificultad e importancia de la víctima, y que una vez un sicario, siempre un sicario. Un oficio ingrato, como puede verse.

Otra tarde, mientras veía a Carmen Aristegui sobre la hamaca del área común, un argentino me preguntó si era mexicana. La conversación hubiera quedado ahí atascada de no ser porque se fue la luz y nos vimos forzados a intercambiar datos culturales, halagando mutuamente nuestras culturas. Mientras yo hablé airadamente de la literatura argentina, el tipín se limitó a nombrar a Café Tacvba como su banda favorita de pubertad. Después se puso a despotricar contra Borges con tal ira e intensidad que temí haber dicho algo malo, inventé una excusa, y me deslicé a otra hamaca con rapidez.

Las argentinas, en cambio, eran todas unas perras.

Paréntesis políticamente correcto: Odio los estereotipos culturales. Los odio como el niño odia los lunes, como el empleado a su jefe, como el inquilino al casero, como la anoréxica al espejo. Me duele ser tan dependiente al picante y que la gente se ría y diga “claro, mexicana”, y que se diga que los argentinos son todos unos arrogantes… Pero, carajo, estas tipas le hacían honor al cliché.

Me quitaban de la mesa para “cenar”, apagaban la luz de la cocina aunque me vieran ahí adentro picando pepinos, y monopolizaban la televisión con tal saña que parecían hacerlo sólo para joder (por supuesto, ni quién quiera ver la tele en sus vacaciones en el Caribe… err… sí).

Hace rato las vi caminando por el centro de Cartagena, ¡por Alá! Un viaje de cinco horas para encontrármelas ocho después, ¿de qué se trata esto?

Ahora sí me siento atlética. He hecho mucho trekking en lugares que casi me han llevado a la muerte sólo para traerles fotos como ésta, que ni siquiera tiene gracia:

Si sienten que la calidad de mis posts ha disminuido, no están en un error. Pero ya casi me voy de Colombia, y las cosas adquirirán un tinte dramático una vez que esté en Venezuela. ¡Arrozconplátano!

 

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La playa

Tengo la creciente sensación de que esto no es la realidad. De que volver a mi vida cotidiana, donde no hay cervezas sobre hamacas en una playa caribeña, será un golpe demasiado duro de afrontar, el balde de agua fría después de un sueño pacífico y conciliador. Debí escuchar a Luis Frost cuando me dijo que no lo hiciera, que no viajara, porque después todo pierde sentido. Es difícil hacerse a la idea de que uno debe tragarse sus vacaciones y volver a la vida oficinística/freelancera, pagar la luz y el agua, comprar leche cada tercer día, estar al día con la tarjeta y visitar a la familia con regularidad.

En Santa Marta me sentí como personaje de Fernando Vallejo: el pueblo es pequeño y sofocante, las calles son como túneles por donde uno transita con el sudor en la espalda, y las prostitutas no hacen distingos entre hombres o mujeres. Yo había viajado afiebrada desde Barranquilla, y todo parecía estar en otra parte, donde no podía alcanzar nada.

Ahora, en Taganga, me siento como personaje de Alex Garland. Hay un paraíso allá afuera al que debo llegar, pero hay como una pared, y esa pared es mi trabajo y mi vida cotidiana.

Quizás todo sea producto de la cerveza sobre la hamaca, en efecto. O los arrecifes de ayer, en Parque Tayrona, a los que se llega luego de una caminata por la selva de 45 minutos. El mar es hermoso, entre azul y verde, y la arena es como rocas diminutas. Por supuesto, mostraría la foto… pero olvidé la cámara. Deben ser las cervezas tropicales. Ustedes me dispensarán.

 

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Shakira, Shakira (fotopost vegetariano)

El vuelo Medellín-Bogotá ha sido uno de los más angustiosos: en la casi media hora de vuelo sólo hubo turbulencias violentas, y el piloto se la pasó diciendo sandeces para que nadie sintiera terror. Conclusión: todo era culpa del cambio de temperatura -y tal vez de la aerolínea de bajo costo que, según Lina en Bogotá, es la que tiene mayor número de accidentes en Colombia.

Una hora en una ciudad tan linda, pero no pude ver a los amigos. En lugar de eso, esperamos unas dos horas como zopencos a que saliera el vuelo rumbo a Barranquilla. Ahí, por supuesto, todo fue tranquilo… de no ser por un escuincle que se la pasó llorando y pataleando sin cesar. Al salir del avión, el hornazo fue tan evidente e impactante que me dieron ganas de arrojar mis ropas a los policías y decirles “¡¿Cuál es su maldito problema?! ¡¿Cómo pueden vivir con este calor endemoniado sin tener la clara convicción de cometer suicidio todos los días?!”

Después de eso me metí en un taxi y juré no ser una quejumbrosa… a pesar de que mi cuerpo sea como un camarón al horno con múltiples ardores.

Algunas impresiones sobre la tierra que vio crecer a Shakira representadas en fotografías (advertencia, algunas imágenes pueden herir nuestro imaginario histórico y resultar en una deshonra para la cultura nacional):

Esta sopa de gandul es como Alá personificado: tiene los tubérculos más usados por acá, ñame y yuca y otras cosas cuyos nombres no recuerdo y de las que jamás hemos oído hablar en México, como el 70% del departamento de frutas y verduras de Colombia.

 

Combinado (pollo, lomo, butifarra, banano y sepa qué más) con mazorca desgranada y papas a la francesa. Un golpe de grasa directo al torrente sanguíneo. Lo mandaré como colaboración al This is why you’re fat

Todo lo cual nos lleva a la siguiente imagen:

Sujeto femenino no identificado caminando por la calle -inserte número que no recuerdo- al final de la comparsa precarnavalera. Cankle evidente (guiño a los que vieron Shallow Hal)

 

En exclusiva para los lectores de la Isla a Mediodía: el depto de Shakira en Barranquilla, hijoeputa.

También me gusta ofrecer diversos servicios a los incautos lectores de este cuchitril. Dos ejemplares -masculino y femenino- que te regalan cigarros mentolados y te dejan sacarles fotos y dicen “ay marica” a discreción:


***

 

Si a veces se preguntan cuál es la imagen de México en el extranjero, no busquen más: nuestros héroes nacionales son todos sombrerudos con bigote, “sí iñor”

La vista engaña: ¿es esto un flan napolitano? ¡No! Es cuajada con panela derretida en un disfraz de flan napolitano. Esos colombianos, siempre tan bromistas.

La verdad esta foto es sobre el Peñón de Guatapé, cerca de Medellín, pero está bien bonita. Es como ¡el milagro de la naturaleza!

 

 

Esta foto también es en Medellín, pero ilustra la teoría de la influencia cortazariana en la arquitectura sustentable colombiana -ejem. No confundir parque con parque.

También en Medellín, pero da igual, porque hay Crepes & Waffles por todo el país. Una vez más, algún heroicillo nacional se está revolcando en su tumba.

 

***

El punto es: después de perseguir una playa desde mis aciagos y ventosos días en el Ecuador, y mis consecuentes pasos por ciudades calurosas con todo el ánimo costero pero sin playa, ansiaba llegar a la arena, tumbarme frente al mar y beberme una cerveza Águila sin pensar en el mañana. Desde que tenía 16 años, me vestía toda de negro y escuchaba banditas goth para mariquitas, ir a la playa me parecía un placer mundano: odiaba llenarme de arena, sentirme pegajosa, que las olas me revolcaran y tragarme agua de mar sin querer.

Después de años de no ir, por gusto, fue lo primero que quise hacer en Colombia. Más de dos semanas viajando, apretada y cocida a fuego lento dentro de busetas diminutas, hospedada en hoteluchos menos dos estrellas, o en casas de personas excelentes, comiendo delicias gastronómicas y anticipando el placer. No pude ir el primer día en Barranquilla, ni el segundo, pero hoy, después de media hora de camino y un retén… por fin lo vi.

El imponente mar.

 

 

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Lo inviable de una comida tan deliciosa

Cuando estábamos en casa de Patton, lo que ocurría gran parte del tiempo en Bogotá, todos nos concentrábamos en una tarea solamente: leer sus revistas SoHo.

La revista parece, a simple vista, un compendio de las mejores cirugías estéticas de Colombia. Una segunda leída, sin embargo, nos deja pensando que los de Letras Libres deberían decantarse por las tetas falsas y ser tan buenos como estos tipos. Creo que, sin exagerar, es la mejor revista que he leído.

En uno de sus números se dedicaron a analizar las razones por las que Colombia es inviable, con tan mala leche que uno tiene que levantarse de la alfombra, aplaudir y hacer una reverencia para su autocrítica voraz. Uno de los artículos hablaba de las comidas colombianas: no hay desayuno ejecutivo que se respete que no incluya una buena tajada de arroz con plátano frito; a la hora del almuerzo, cuando los oficinistas se comen su sancocho y su seco con carne, nada puede ser más entorpecedor que la lenta digestión de los componentes gastronómicos de la comida colombiana. En una palabra: comen como cerdos, y eso desacelera la efectividad de la población activa.

Pero me encanta esa comida para cerdos, aún cuando la mayoría de veces no puedo terminarme todo lo que hay en mi plato (y pregúntenle a mis conocidos, porque yo jamás desperdicio media morona).

En estos días he probado la ya famosa fritanga, el ajiaco con mazorca, las empanadas de carne con papa, las otras empanadas en forma de bola con pollo y papa, el mondongo, la cuajada con panela (que es como un pedazo de plástico -queso- bañado en jugo de caña de azúcar), la arepa rellena de queso (con chorizo o salchicha), la oblea de arequipe y el bocadillo con queso, los “fríjoles”, el jugo de lulo, el chontaduro -una fruta con sabor parecido a la zanahoria- con sal y miel, las almojábanas, y algunos tipos de café, aunque la mayoría son con leche y nada del otro mundo.

A pesar de que he hecho ejercicio como nunca, estoy segura de que estas comiditas me dejarán unos kilos de recuerdo.

Sobre mi aventura en Medellín

Tengo una lección para todos: no hagan dedo (sin albur) (con albur siéntanse libres) en Colombia, porque no lograrán nada, salvo quizás conocer un par de tipos chistosos en el camino: un checador de buses que nos dijo que las mujeres lo perseguían “por su trabajo” y un señor camino a Honda -literalmente, un hoyo de barbacoa, el pueblo más caluroso de todo el país- que nos regaló unos panes rellenos de bocadillo -ate.

Medellín debe ser la ciudad más moderna de Colombia: las cabinas del metro son inmensas y corren audaces por los aires, todos los taxistas son honestos y eficientes, las chicas tienen un ideal de belleza más cercano a Shakira que en ningún otro lado, y hasta hay un parque de los pies descalzos, donde efectivamente puedes quitarte los zapatos y quemarte las plantas en su arena hirviendo -pero es perfectamente factible meterte a las fuentes y usarlas como sustitutos de balneario.

Ayer estuvimos en el cerro Nutibara, el lugar más fresco de toda la ciudad, pues es un bosque. Hoy decidimos poner a prueba nuestra condición física -que probó ser una mierda- y subir los casi 700 escalones del Peñón de Guatapé, un pueblito a dos horas de Medellín donde está el lago más hermoso que jamás he visto.

Estos días en un país tan contrastante como Colombia, donde todo es más cálido y feliz que mis aciagos días en el Ecuador (de donde he sacado la historia más entrañable que pudiera imaginarme), me parecen como un sueño demasiado plácido que alguien más está viviendo. No hay preocupaciones ni temores al caminar por las calles numeradas, saludar a las personas, probar el “ají” en grandes cantidades ante la mirada atónita de los colombianos, y relajarse con una buena cerveza cada dos horas de caminata.

Espero que todo transcurra tan fácil como hasta ahora. Eso, desde luego, si no me secuestran en Barranquilla, la tierra de la chica cuyas caderas no mienten.

 

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I’m felising Bogotaning Hilton (chiste local)

 

Bogotá se las da de ser una ciudad muy ordenada, con calles que parecen coordenadas: calle 123A con carrera 10, 45 con 98, 113d con 5. No hay forma de perderse entre sus avenidas limpias y perfectamente señalizadas, entre las carreras que van de occidente a oriente y las calles que sólo corren de norte a sur. Bogotá es un mapa vivo… hasta que, por supuesto, caminas y das la vuelta en una calle y te topas con un callejón sin salida y todas tus ideas sobre lo viable de la ciudad se vienen abajo. ¿Dónde está tu orden inmaculado, Bogotá? ¡Que alguien me explique cómo salir de un callejón sin salida en una ciudad tan organizada!

 

Lo anterior lo escribí a petición de Maria(), pues después de que hice este comentario mientras caminábamos por el norte, me dijo: “esto lo vas a escribir en tu blog, ¿verdad?” No tenía pensado hacer un comentario tan negativo sobre esta ciudad en la que sólo la he pasado bien. La charla anterior, por ejemplo, fue efectuada mientras nos dirigíamos en bola a jugar tejo.

 

El tejo es, según los colombianos, deporte nacional. Consiste en lanzar una especie de piedra tallada, el tejo, sobre una superficie cubierta con lodo. En el centro hay un círculo trazado, y en cada polo un triangulito con pólvora. El objetivo es hacer mecha, o sea: explotar el triángulo, o mínimo darle lo más cerca al círculo. Todo, acompañado de un “petaco”: una caja con 30 cervezas Águila -patrocinadora oficial de este bello deporte que tiene todo: fuego, pirotecnia, lodo, y lanzamiento de piedra con posible descalabro.

 

Durante esa amena tarde en la cantinita de mala muerte sacamos importantes conclusiones, como que México debería estar en el lugar que ocupa Venezuela (sin ofender a mi camarada), ya que aparentemente somos bien cuates/parceros, nos la pasaríamos bien chido/chévere, todo sería padre/bacano, nos curaríamos la cruda/guayabo juntos, diríamos ay güey/ay marica a discreción y nuestra vida sería un bacanal con cajeta/arequipe, y pozole/ajiaco. Somos el uno para el otro.

 

Área de juego

 

 

El ganador fue, obviamente, el experimentado Patton, pero todos nos divertimos igual. Después cenamos unas arepas rellenas de queso con chorizo, y un Soka de lulo.

 

Valentin, Lina, Andrés, María, Patton et moi

 

En algún momento, una señora borracha se emocionó mucho por la presencia de dos extranjeros (yo creo que más por el rubiecillo que dice cosas como suben-estrujan-bajan), y nos decía que el cielo estaba con nosotros y que Méxicolindoyquerido y que algo sobre Alemania, y nos abrazaba y nos ofrecía su casa y todo fue muy surreal.

 

Dos videos al respecto:

 

Uno

 

Dos

(nótese cómo ya soy una experta en el acento colombiano, hueón)

 

Hoy estuvimos en la catedral de sal, la primera maravilla de Colombia según la intrépida publicidad, en el pueblito de Zipaquirá. También comimos fritanga, de la que mostraré el antes y el después:

Comienza la aventura…

La “gaseosa” Colombiana -de cola roja- también se acabó.

 

Somos unos cerdos, sólo díganlo.

La plaza principal de Zipaquirá, el pueblo que más me ha costado pronunciar a la fecha.

¿Qué sería de nosotros si no pudiéramos burlarnos de los nombres castellanizados de los guías que te muestran los recovecos de las catedrales de sal bajo tierra? ¿Qué?

María y Patton me explicaron qué era una mamona, y que naturalmente hacía este letrero menos gracioso, pero ya lo olvidé.

Estas papas me destemplaron, aunque ellos dicen que son las mejores. Y sí saben a pollo.

 

 

Lo mejor para mí fueron estos amigos que hice en Colombia. Esa noche viendo videos de YouTube a instancias de María y mía -todo Miranda!, Pimpinela, Pandora y Flans-, el gran video del “I’m felising in Cartagening Hilton” (acá), los huevos con bocadillo -sin albur-, que es como el ate; las obleas de arequipe y las cervezas Club Colombia, los paseos como reses en Transmilenio, las lecturas concienzudas de las SoHo de Patton, los desayunos noquea-vísceras de Andrés, mi búsqueda por la esmeralda más grande sin cortar en el Museo del Oro, y todas las risas que compartí con ellos.

 

Esto, y nada más, me basta para llevar a Colombia en mi corazón toda la vida -lágrima rutilante.

 

 

 

Siguiente parada: Medellín.

 

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Bogotá y la aceptación de mi pobreza

Hoy por la mañana llegué a Bogotá. Valentin y yo compramos los boletos en la mañana para salir a las diez de la noche, pasar todo el viaje durmiedo (pobres ilusos) y estar frescos para recorrer la ciudad. Como tuvimos todo el día libre en Cali, y ya la habíamos recorrido, y moríamos de calor, decidimos hacer lo único que una persona sensata haría: ir al cine, el único lugar con aire acondicionado donde podríamos refrescarnos mientras salía el autobús. Vimos Sherlock Holmes y Paranormal Activity. Por cierto: los cines colombianos son todos lujosos, te asignan un lugar y un acomodador te lleva a él con una linternita.

El viaje, por supuesto, fue un tanto incómodo y no dormimos una puñeta. A las cuatro de la mañana, a pesar de ser un expreso directo, el chofer se paró en Ibagué y se comió un sancocho con toda la tranquilidad del mundo. Por fin llegamos a las 9 de la mañana, hechos porquería de perro abandonado.

No necesito decir que nos perdimos, que un californiano hippioso nos dijo cómo llegar a la Candelaria y compartimos el taxi con él, que desayunamos un pastel malo con café tinto, y que por fin me encontré a Andrés Godoy en la Plaza Bolívar -él, fresquísimo. Yo, por lo menos, me sentía un poco desorientada, sin haber dormido, con el cabello enmarañado y la cara de una huérfana a la que han pateado en las hipotéticas bolas.

Después de eso fuimos a dejar nuestras mochilas a casa de Patton, donde conocimos a María(), que aparentemente se divirtió mucho con mi acento mexicano. El resto de la tarde fue verdaderamente encantador: subimos por Teleférico a la iglesia de la Monserrate, y al regresar tuvimos una experiencia cercana a la muerte -ejem- cuando éste se detuvo y se balanceó sobre su eje. Después comimos en Dominó un bistec a lo pobre, que resultó ser todo lo contrario: muy abundante y, por supuesto, muy caro.

Cuando hice cuentas y me di cuenta de que estaba pagando 10 dólares por cada comida, ya en casa de Patton mientras charlábamos alegremente, supe que estaba ocurriendo lo que siempre temí.

Los turistas que he conocido en mi travesía aman ir a lugares que no son para turistas. Mientras más amigable con el turista, más chupabolas sea el lugar, menos les gusta: muchos paisanos como ellos, rubios con sus cámaras en la mano y sus bermudas con flip-flops, muchos bares como “Senior Alacrán Billy” y lugares donde te puedes tomar una cerveza local mientras escuchas música típica.

Todos ellos son como Richard en The Beach: quieren ir más allá, donde la gente como ellos no pueda llegar. Quieren descubrir playas vírgenes, hablar con los lugareños en mal español en pueblitos olvidados por la mano de Alá, quieren subirse a un autobús destartalado y viajar durante 38 horas a través de la carretera más peligrosa del mundo (Bolivia TM), y emprender largas caminatas por zonas totalmente diferentes a los parques nacionales, en caminos apenas hechos por donde sólo pocos han transitado. Quieren ser diferentes. No irían a Cancún, pero sí a Playa del Carmen. No se tomarían una margarita sabor fresa, pero sí un mezcal con gusano. No se acostarían con la dueña del hostal, pero sí con la que hace la limpieza (por supuesto, también exagero sólo para darle la nota jocosa al post).

Y todos ellos, a pesar de sus flip-flops y sus bermudas y sus cámaras en la mano, harían cualquier cosa antes que convertirse en esas parejas de más de cincuenta que viajan con su guía Lonely Planet, contratan tours, están bien asesorados por una agencia de viajes y por una oficina de turismo, y sólo van a lugares donde les den agua embotellada y todos sus alimentos estén endulzados con Splenda. Me dije que yo tampoco sería así, que debía atenerme a un presupuesto limitado, carecer de un plan estricto y poco flexible, quedarme donde quiera si me apetece, y pedir el eventual aventón para aminorar costos.

De pronto, al convertir los 20 mil pesos colombianos de mi “económica” cena-comida-almuerzo en pesos mexicanos, me di cuenta de que estaba dilapidando el dinero como si no hubiera un mañana. Y tal vez sea cierto, si continúo con esta gastadera.

Hoy, mientras miraba el enorme valle de la ciudad de Bogotá, decidí arrojarme aún más a la aventura. El turismo de guía de viajes no es el verdadero. O tal vez sí… para la gente rica.

Por lo pronto, me acerco a la playa. Nada podría emocionarme más.

And now for something completely different… fotos.

 

 

Vista desde la iglesia de Monserrate.

 

 

Aparentemente, dar el paseíto en llama es la cosa más normal del mundo en la Plaza Bolívar

 

 

Me gusta cómo se ve la bandera.

 

 

Sección de fotos plaquetosas-chistosas:

 

En el baño de señoritas en Ibagué.

 

 

Cartel en la terminal de autobuses de Cali con clara influencia cortazariana: “al subir levante el pie”.

 

 

En esa iglesia sí son modernos y no dan una naranjada por el cambio climático.

 

(entrada original)

Aventura en la frontera / Colombia es lo máximo

Escribo desde un hostal en Cali, Colombia. Se llama Pelícan Larry. A mi lado está un japonés graciosísimo que toma un poco de cerveza mientras me mira escribir. El hostal está repleto de alemanes, a los que no le gusta encontrarse entre ellos mientras viajan por Sudamérica. Todo mundo está tirado en sillones con un libro en la mano, o leyendo su correo, y todos parecemos como muertos, sudando como “chanchos”.

Pero mi verdadera aventura empezó en Otavalo, cuando estaba tomando el autobús a Tulcán. Me hice amiga de un lugareño que me dijo que Cali era peligrosísima, y que no fuera. Me subí al bus con un poco de miedo, pensando en formas de llegar a Bogotá sin tener que pasar por Cali. Una vez en la frontera, un taxista me llevó a Rumichaca, donde hice todos los trámites necesarios en la aduana. Ahí mismo, un rubio bastante tímido estaba en cuclillas haciendo unos dibujos mientras esperaba. Me olvidé de él y crucé a Colombia.

Ipiales no es una ciudad muy linda, así que sólo pensaba en tomar el camión a Cali o Bogotá, y olvidarme. Pero he aquí que, como era un día feriado, no había lugar en ningún bus a ningún lado. Tampoco había aviones. Desesperada, traté de que un taxista me llevara a Bogotá, pero tenía que contactar a tres personas más. De pronto, vi a cuatro extranjeros formados en la fila para Pasto.

Zed, de Australia; Katrin y Valentin, de Alemania; y Matan (!) de Israel. En ese momento nos hicimos amigos y, al no encontrar bus a Pasto, nos quedamos a dormir en Ipiales, en el hostal Belmondo.

Todo el lunes estuvimos viajando: de Ipiales a Pasto, de Pasto a Popayán, y de Popayán a Cali. Unas doce horas en total. Durante todo el camino reímos cuando Matan se quedaba dormido sobre el chofer, o su preocupación por llegar a Bogotá antes del miércoles para tomar su avión a Tel Aviv, donde -oh, los estereotipos- llegará a un bar mitzvah.

Y durante esas seis o siete horas de Pasto a Popayán descubrí que Valentin era el rubio tímido dibujando en la aduana de Ecuador. Nos la pasamos platicando, y eso me distrajo del terror que me provocan las carreteras colombianas: muchas curvas, despeñaderos, y caminos muy estrechos. En Popayán, Matan encontró un boleto a Bogotá, y perdimos a un miembro del grupo.

Finalmente: Cali. Es una ciudad MUY calurosa, moderna, muy amigable con el turista. Esa noche cenamos (yo comí un perro italosuizo-mexicano, con chimichurri, y todos probamos el jugo de lulo). De vuelta al hostal nos encontramos con un montón de alemanes del Pelícan Larry que nos invitaron una cerveza. Al final, los diez resultamos estar hospedados en el mismo cuarto lleno de literas. Saldo: cero ronquidos y cero ruidos sospechosos.

Por la mañana desayunamos un típico desayuno colombiano (creo): huevos, arepas, arroz blanco, plátano frito, lentejas, coliflor y café. Después caminamos por las calles de Cali, donde cada dos cuadras -oh, los estereotipos- algún tipo nos gritaba -a ellos, que son todos rubios- “¡gringos!”, y luego nos ofrecía marihuana o coca.

Fuimos a tomar café colombiano a una cadena, Juan Valdez, que es como un Starbucks exótico. Ahí sólo nos relajamos, ahora con un nuevo integrante, Nicolai, berlinés de rizos alborotados que también viaja solo. Después volvimos al hostal y cada quién revisó sus asuntos en internet. Más tarde fuimos a un supermercado a comprar cosas de comer y una botella de ron que bebimos en la calle. Aparentemente, es legal beber en las calles de Colombia. Para entonces, el japonés ya estaba con nosotros, Masao, y es tan gracioso que creo que hace mucho no me reía tanto (siempre dice “duuuuuude” y canta canciones de los Backstreet Boys entre comentario y comentario).

En la noche fuimos a bailar salsa, pero en realidad nuestro objetivo era ponernos muy estúpidos, lo cual logramos con creces. También bailamos descalzos con poca gracia, y luego caminamos por la avenida sexta de Cali buscando a Valentin, que de pronto desapareció. Hicimos una pausa para comer empanadas, y luego seguimos por todos lados, preguntando por el tipo rubio de ojos azules con una playera amarilla.

 

Zed y Valentin hicieron una apuesta a ver si el segundo podía pasar todo el día sin fumar (jamás había conocido alguien tan adicto). Perdió, claro.

 

 

Nos dormimos a las 5 de la mañana charlando con un tipo de Nueva Órleans que venía de Bogotá. Hoy por la mañana no podría estar más cruda.

Este post fue escrito en dos tiempos. Hace unos minutos, Zed, Katrin y Nicolai se acaban de ir. Los primeros, a Medellín. El segundo, a la zona cafetera. Quedamos Masao, Valentin y yo. El japonés chistoso va a Popayán, y nosotros a Bogotá. Al pensar en las doce horas de camino en autobús, crudos, sólo me dan ganas de morirme.

Estos días con ellos han sido excelentes, y me han enseñado algo que nunca pude aprender en México: a relajarme. Cuando conocí a Zed primero en la estación de autobuses en Ipiales, yo estaba preocupadísima porque no había autobuses y no quería quedarme a dormir ahí. Pero él sólo me dijo que dejara de preocuparme y que me dejara ir. Estos tipos que pasan tantos meses de su vida viajando, sólo por el placer de hacerlo, ven las cosas con más calma de la que yo jamás he tenido. Quién diría que tenía que hacer un viaje tan difícil para aprender esta lección.

 

 

 

(entrada original)

Desde Otavalo, Ecuador

Ayer temprano, después de comprar víveres en una tiendita de La Pampa, Martín, Arturo y yo nos encaminamos al volcán del Pululahua. Mi idea, un tanto de guía turística amistosa con el gringo, era ir al TelefériQo, pagar 7 dólares por subir a la punta, sentir mareos repentinos y luego bajar como si nada. Ahora que lo veo, no era un plan muy excitante.Para ir pedimos aventón, porque yo sólo traía 50 centavos en el bolsillo. Luego descubrí dos dólares en mi cartera y pudimos subirnos a un camioncito (al que me he acostumbrado a llamar “bus”). Cerca de la una de la tarde, después de cruzar la exacta mitad del mundo (aunque, según tecnología GPS avanzada, la verdadera mitad está a unos trescientos metros de donde está el monumento), nos bajamos en una especie de comunidad. Subimos una cuesta no muy empinada, pero por supuesto yo estuve a punto de escupir mis vísceras, y llegamos al mirador. Ahí había coches con gringos que, luego de viajar unas dos horas desde Quito, se asoman por el barandal, dicen “oh, qué lindou, qué preciousou”, y se regresan a su hotel.

El Pululahua es un volcán activo, pero en el cráter hay algunas casas y un hostal. Desde el mirador se puede ver un camino recto al que sólo se puede llegar bajando por un desfiladero al costado del volcán. No creí que fuéramos a hacer eso, pero de pronto nos encontrábamos bajando la vereda llena de piedras resbalosas, y yo sólo pensaba “nomamesnomamesnomames”. Era evidente que no podría hacer ese mismo camino de subida, pero igual los seguí como si nada.

El cráter por dentro es hermoso, y por supuesto, no es nada como nuestras mentes educadas por la televisión creen. No hay lava ni piedra volcánica ni hollín por todas partes. De hecho, es una meseta muy fértil, donde se cultiva de todo (hasta maíz). Es un placer caminar por la vereda, con los volcanes alrededor, como si se estuviera sumergido en una maqueta.

No he podido subir mis fotos al internet, pero ésta es la exacta vista desde el mirador. El camino delgado que se observa a la izquierda, rodeado de árboles, fue el que seguimos hasta cruzar el primer volcán.

Encontramos una casa abandonada, y nos quedamos ahí disfrutando del paisaje. Después seguimos caminando, durante dos o tres horas. Nos encontramos a unos caminantes españoles que nos aconsejaron seguir hasta Niebli, una comunidad dentro del volcán. No necesito decir que el objetivo de Martín y Arturo era -y no hay vergüenza en la confesión- encontrar hongos alucinógenos. Me río mucho al pensarlo, porque nadie tenía experiencia ni conocimiento alguno para reconocerlos. Pero, como dijeron ellos, la esperanza muere al último.

Como a mí no me interesaba mucho el viaje, y estaba más preocupada por la subida durante la noche, me quedé esperándolos afuera de una finca. Traía un libro que tomé del librero de Martín, y que en ese momento fue estúpidamente literal: “Bajo el volcán”.

Cuando la bruma bajó, sentí miedo. Miedo del regreso, miedo de caer por el desfiladero durante la subida, de que pasara un lugareño con negras intenciones. Como no me movía de la piedra desde donde estaba, el cuidador de la finca salió a preguntarme en qué estaba.

Fingí el acento tan bien que jamás creyó que fuera mexicana, hasta que mejor se lo confesé (creo que, a pesar de todo, tengo buen oído). Me dejó entrar a su baño, saludé a su esposa embarazada, y continuamos esperando a los zoquetes estos -desde luego, yo ya estaba enojada, porque me juraron regresar en media hora para poder emprender la subida con luz.

Cuando vi a Arturo emerger de la bruma, que para ese entonces ya estaba al nivel del piso, me sentí aliviada… pero luego preocupada otra vez. Sólo me dijo que no encontraron nada y que camináramos mientras hubiera luz (Martín estaba un kilómetro retrasado).

Yo estaba muy cansada, pero sentí que era una carrera contra la luz, así que caminé rápido. Pasamos por señales conocidas: una vaca muerta, un perro muerto (yo dije que nos preocupáramos de veras al encontrar al primer ser humano muerto), y la cruz de una niña que, al parecer, cayó al desfiladero (o sea: el momento para preocuparse).

Fue casi como una señal del cielo, debo decirlo, a pesar de mi escepticismo. Justo al 5 para las siete, con el último rayo del sol, escuchamos una camioneta. Le hicimos la señal del dedo y atrás, con sus cabellos delgados al aire, estaba Martín. “Súbete, loco, súbete”. Al hacerlo, nos recargamos en la puerta de atrás y casi morimos desnucados -oquei, estoy siendo dramática porque para entonces ya estaba angustiadita.

Atrás viajaban tres quichuas que venían desde el lugar más profundo del Pululahua, que para efectos intensos, se llama El Infiernillo. Al alivio del aventón le sucedió mi ya ancestral pánico a las hondanadas. Me la pasé apretando los ojos sólo de pensar que la camioneta se volcaría al abismo, y para colmo el conductor era un cafre que manejaba rapidísimo. Ni siquiera sentía frío (estábamos en una de las partes más altas del Ecuador), ni miedo de que nos secuestraran, aunque cada tanto los quichuas hacían cálculos en voz alta sobre el valor de nuestras cabezas, y luego reían. Nosotros reaímos con ellos, más nerviosa que felizmente, y mientras tanto yo proyectaba qué hueso se me rompería primero y en qué momento perdería el conocimiento.

Tal vez fue un miedo absurdo, pero es el miedo más intenso que he sentido en toda mi vida. El auténtico miedo a morir. Y de pronto todo se sentía tan lejos, mi familia en México, y las tardes agradablemente perdidas viendo Friends, y los frapuchinos con crema, todas las cosas superficiales que a uno lo hacen feliz. Todo en peligro cuando se sube un volcán de noche, con desconocidos que a duras penas hablan español, y el abismo abajo.

Uno de ellos, cómo olvidarlo ahora, tenía cara de gato. No eran tanto los rasgos duros, sino el color de la piel, anaranjado, como si le hubiera caído ácido ardiente. Sin pestañas y con los labios partidos. Cuando las luces de los coches, ya en la autopista, le daban de frente, los ojos se le ponían rojos. Como de gato.

Yo no quería decir que era de México, porque siempre es más conveniente fingir el acento y decir “qué cargoso, había full gente en el volcán, pero todo fresco, loco”. Sin embargo, Martín me delató. El único comentario del cara de gato fue: “Claro, México es más pobre que nosotros”. No dije nada y sólo me reí y traté de no verle esos ojos tan extraños.

Cuando estuvimos en la autopista me sentí mejor. Ya no sentía frío, a pesar del viento mortal. Los quichuas nos dejaron cerca del barrio de La Pampa, al que llegamos con otro aventón (al parecer, hacer dedo es la costumbre más normal por acá).

El camino a casa de Martín me pareció el más feliz, a pesar de que ahí también he sentido mucho miedo. La casa es antigua, la madera cruje, la abuelita es un espectro, cuando hay ruidos extraños Martín se pone nervioso, y apenas dos semanas atrás entraron a robar un arma a través del cuarto donde dormía.

Sin embargo, nos bañamos, cenamos y tomamos vino. Ahí Martín habría de contarme la historia más fantástica e interesante que he escuchado. Ahí todo cobró sentido. Ahí supe a qué había venido al Ecuador: sólo para conocerlo a él, y asomarme un poco a sus abismos, que son más grandes que los del Pululahua.

He sentido tanto miedo esta semana en Ecuador que siento que estoy acabándome la reserva para toda la vida, y eso es bueno. Desde ir a apagar todas las luces por la noche, hasta enfrentarme a su perro, hasta caminar por el centro histórico de Quito y no saber qué metrobús tomar, y caminar de noche sin luz, y tratar de encontrar la entrada a casa de Martín en la noche por el camino rural. Todo ha sido una prueba constante, casi como un cara a cara con mis temores. Estoy segura de que llegaré mucho más valiente a México -y con mejor condición física- de lo que jamás he sido.

Hoy, por ejemplo, fue otra aventura. Para resumir: fui a visitar a Linda Rogers y agradecerle su ayuda, sin saber que me ayudaría de nuevo. Su esposo, Daniel (que luce como el Brad Pitt “joven” de Benjamin Button) me llevó hasta la terminal de autobuses de Quito, donde partí hacia Otavalo.

El camino, para no variarle, fue en una carretera angosta pegada a la cañada. Otro paso en falso y la muerte en autobús. No pude disfrutar ni un solo minuto de las dos horas del viaje, con todo y su película mala sobre la leyenda de Excalibur.

Otavalo es pequeño y nada bonito. Llegué a un hostal que, según mi guía Fodor’s, era barato. ¡42 dólares por una noche! Decidí probar suerte en otro, a pesar de que la dueña -una gringa que no habla nada de español- me dijo que tuviera mucho cuidado, viajando sola, con mi mochila al hombro.

Llegué a uno de diez dólares, feo pero poco atractivo. No tiene desayuno incluido, pero al menos tengo baño propio y una pequeña televisión con cable. Mañana parto a Tulcán, a la frontera con Colombia, y desde Ipiales tomaré un autobús a Cali. Allá me espera una couch-surfera, Lorena Casas.

Los eucatorianos siempre dicen que Colombia es peligrosa. Ante ello sólo digo: más peligrosos su volcanes, y ni quién se queje.

En resumen: las personas que más me han ayudado han sido todas gringas, y eso me recuerda que dos de las personas más encantadoras que conozco son de allá (también “adultos mayores”). El estrés que he sentido toda esta semana lo perderé viendo una película mala en un rato. Empiezo a entender el objetivo de la aventura.

 

(entrada original)