QQQ

Guardaré aquí textos, videos y similares relacionados con Quisiera Quedarme Quieta:

El cuento “Acapulco” publicado como adelanto en Nexos.

Fragmento de “La Planta” en revista Levadura. 

Hablemos Escritoras podcast con Adriana Pacheco, episodio 158.

Conversación con Ana León para Noticias 22 Digital.

Entrevista con Cristina Liceaga en Escritoras Mexicanas.

Las notas de lectura de Roberto Cruz Arzábal.

Reseña de Ulises Hernández en Escritoras Mexicanas.

En Inventario podcast edición 40 FILOaxaca, Sylvia A. Zéleny e Isabel Díaz Alanís comentan QQQ y Quiltras de Arelis Uribe.

Entrevista con Ángel Soto en suplemento Laberinto.

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Nora de Imaginando Portadas imaginó dos bellas versiones de la portada:

Una conversación con Irma Gallo de La libreta de Irma por Instagram live.

Charla con Pao Gómez por Ig live en su sección “Chismito con mujeres increíbles”.

LecturasNoDesasosiego con Lizbeth Hernández por Kaja Negra.

Charla con Alaíde Ventura en el espacio virtual de Traspatio librería.

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Entre los Libros de la Semana en Aristegui Noticias.

Entre las Tres obras literarias que llaman a la inspiración en Newsweek México.

Una nota sobre el catálogo de Dharma Books + Publishing en TimeOut México.

En el Viernes de Literatura de Sopitas, Elvis Liceaga habla a fondo de QQQ.

También con Elvis charlamos en su programa de Reactor, Partículas Elementales.

En el newsletter de Data Cívica, Mariana Orozco recomienda la lectura de QQQ, igual que este blog, donde se escribe “como en tercera dimensión, hablándole simultáneamente a tu yo, tu súper yo y a tu ello”.

 

 

 

Publicado en .

Ruairi

En París fui una tarde al cementerio de Montparnasse. Es casi una obligación que la ciudad impone. Al bajarme del metro me perdí muchas calles, hasta que llegué a una avenida donde me atreví a preguntarle a un hombre: Excusez moi, le cimetière?, con mi acento estúpido. Estaba a media cuadra.

Le tomé una foto al mapa de la entrada para poder hacer mis visitas sin perderme demasiado. Hice todas las ridiculeces que se esperan en este lugar: fui a ver a mis escritores, a mis poetas. Me senté en sus tumbas, hice anotaciones solemnes en mi cuadernito, me reí en silencio viendo sus nombres en las lápidas; me senté en otras, anónimas, sintiendo la piedra caliente de las cuatro de la tarde. En un pasillo, un tipo que empujaba un carrito con una escoba y un bote de basura me preguntó algo en francés, le respondí alzando las cejas y haciendo la cara de siempre, el je ne parle pas français o el más rápido parle pas français, que me avergonzaban profundamente (mi año perdido en clases de francés, en la preparatoria).

El tipo, un rubio altísimo, con los dientes podridos, ojos azules intensos, cambió al inglés. Me explicó cómo llegar a la tumba de Guy de Maupassant, en la otra sección del cementerio, a la que llegabas por una puertita que salía a una calle angosta, donde el cementerio se replicaba. La parte descuidada, oscura; la tumba de Guy (“Guí”) entre maleza.

Me lo encontré otra vez. Amigable, el tipo. Con buen inglés para ser francés, pensé, hasta que me dijo que era irlandés. Ruairi, gaélico puro. Quiso mostrarme una escultura antiquísima de una pareja fundida en un beso. Me puse el gas pimienta en la mano, fuimos, la vimos. Nada, no era peligroso. Sólo alguien que quería perder el tiempo en horas de trabajo. Siguió hablando. Así, sin dejar de empujar el carrito, Ruairi me llevó a rincones insospechados del cementerio.

La tumba que cuidaba con mayor empeño era la de Beckett, the best writer of the century, decía, y el amor por su coterráneo me hizo quererlo un poco. Me dijo que limpiaban las tumbas cada tres meses con unas máquinas especiales. Así, nada del ñoño vandalismo en la de Cortázar, por ejemplo, cubierta de rayuelas dibujadas con plumas y plumones, quedaría después. ¿Los boletos de metro? Borregada. Cada sesenta años, si no se renueva el contrato, sacan los restos de la gente y los tiran a una fosa común. Hay espacio disponible casi siempre. En ese momento pasó un servicio. Oh, someone died, dijo al ver la carroza fúnebre, como si le sorprendiera. El limpiador de tumbas.

Me enseñó una lápida que decía: Mort? Pas encore – Dead? Not yet, con fecha de muerte en 2039. Me arrastró a las tumbas de Serge Gainsbourg y a las de Man Ray y su esposa. Hablamos de Porfirio Díaz. De Dublín. De la guerra contra el narco. Me preguntó cuánto costaba un boleto a México o a Estados Unidos. Escribió su mail en mi cuaderno y nos despedimos; aún desde la avenida, detrás de los árboles, Ruairi agitaba el brazo.

Vi después lo que escribió.

 

 

 

 

 

 

 

Corona Capital

(me siento en la obligación de aclarar que todo salió bien con el asunto anterior)

Tenía bastantes puntos que quería escribir sobre el Corona Capital, pero una semana después no me parecen tan importantes y, además, ya están desfasados. Creo que en general fue un buen festival. Sólo he ido a dos festivales internacionales antes (Lollapalooza 2010 y el Rock en Seine de este año), así que ponerse a comparar es mamón. Aunque igual lo haces. Y tal vez por eso creo que el Corona estuvo muy a la altura. Además del cartel que, ya todos lo apuntaron, fue excelso (aunque se equivocó, o dejó que la gente se equivocara, en el acto estelar, que era New Order y no The Black Keys). Segundo, las comodidades. Mi experiencia en los Sani-Rents fue saludable, y eso que usualmente tengo una relación neurótica con las idas al baño en espacios exteriores. Muchas veces entré a algunos que estaban recién sanitizados y que hasta olían a Pinol (aunque nunca mirara, porque nunca miro, porque me protejo de ese modo; J dice que tiene que mirar -es una persona normal- en caso de que haya algo, ¿pero qué puede haber además de lo que ya suponemos? Y aunque hubiera un animal, a menos que ese animal fuera una innombrable, cosa que considero improbable aunque posible, no es grave si de todos modos entras, haces lo tuyo y te largas lo más rápido posible).

Tercero, la carpa de comida en el área del Bizco Club era un lugar desolado, como apartado del mundo, en el que podías sentarte a comer sin que el ruido, o el calor, o las aglomeraciones de afuera te interrumpieran. Por último, pero esto ya no es responsabilidad del Corona, hubo un clima excelente con el que podías sentarte en el pasto, recargarte en tu chamarra enrollada y escuchar M. Ward bajo el sol vespertino.

El primer día hicimos estos movimientos:

1. The Walkmen. Llegamos a las cinco de la tarde, apenas iban empezando. Hubo problemas con el ingeniero de sonido y  Hamilton Leithauser se molestó y cantó enfurruñado y creo que fue un error cantar The Rat tan pronto. Pero los disfruté muchísimo y fueron una deuda pagada, pues tenía el plan de verlos en el Lollapalooza y no lo hice.

2. Sí queríamos ir a Death in Vegas, pero nos movimos unos pasos para escuchar a The Wallflowers. Otro momento para sentarse en el pasto y escuchar. (Este año vi a Bob Dylan y también a su hijo, Jakob, así que puede clasificarse como un buen año.) Sin embargo, acá pasó algo injusto. Cuando empezaron a tocar One Headlight, las hordas se dejaron venir. Y ese fenómeno de la canción conocida, del one hit wonder se esfumó cuando la canción se acabó, y todo mundo empezó a irse. Eso es tan frío. Irse dándole la espalda a una banda que todavía está tocando, ¿nadie imagina lo que deben sentir los músicos ahí arriba? Tener que tragar, una y otra vez, esta injusta píldora de que la gente te conoce sólo por una canción, aunque no sea la mejor, aunque tengas una trayectoria, todo esto nos partió el corazón. Sobre todo cuando Jakob dijo algo como “This is even better” (o: estamos los que importamos).

3. Cat Power. Me gustó muchísimo, me mantuvo atraída a su actuación todo el tiempo, aunque la verdad nunca he sido su fan.

4. The Kills. Uf. El año pasado los vimos en el Salón 21 y esa vez fue importante por muchas razones. Alison Mosshart es una sex goddess. Me encanta la mezcla de su música más o menos punk, de mucha energía en el escenario, con la elegancia de ambos, y que estén tan relacionados con la moda (con el mejor aspecto de ella).

5. Suede. La elección era obvia y sin embargo muchos prefirieron ir a Franz Ferdinand. Aquí es cuando puedo decir que el cartel fue escogido y acomodado con mucha inteligencia. Harás a la gente elegir entre lo tradicional y lo novedoso, entre lo ‘clásico’, si quieres, y lo ‘de moda’, si quieres. Entre las bandas con algún éxito Mtv, que atraerán a gente, y las bandas con trayectoria, que atraerán a gente. En Bizco Club estaban Sleigh Bells. También puedes tomar esa decisión. Todo dependía de tu ánimo y de tu nivel de enfiestamiento.

8. The Hives. Divertidos la mitad que los vimos. Pero cambiarnos a Miike Snow fue la mejor decisión de la noche, y lo que dejó la entrada ideal para Basement Jaxx, que aunque se retrasó media hora, y media hora es importante en un festival, fue un cierre espectacular. Ahí fue cuando dije: oye, esta carpa es muy divertida y una debe procurar no alejarse mucho de ella.

Al otro día:

1. Alabama Shakes. Llegamos rayando porque J moría por verlos. Otro gran inicio, el atardecer, la música (tenía ganas de ver a The Big Pink, que también vi sin ver en el Lola).

2. Moría por ver AraabMuzik. Este año bajé su último disco y lo escuchaba todo el tiempo, sorprendida, sin saber realmente qué genero era además de electrónica impresionante. Uf, qué momentos; una de mis presentaciones favoritas en todo el festival y cuando más me convencí de que Bizco Club era the place to be.

3. Un poco de The Raveonettes (que vi poquito alguna vez que le abrieron a Depeche Mode hace como tres años).

4. M. Ward. El pasto, el sol, el descanso, la felicidad.

5. Tegan and Sara. Por supuesto. Encantadoras.

6. James Murphy por añadidura.

7. La segunda mitad de My Morning Jacket.

8. New Order, mi momento estelar.

Nos fuimos. En ocasiones distintas ya habíamos visto a The Black Keys, y  ya no me emocionan casi nada; para entonces el grupo se había separado y reencontrado de múltiples formas, y la verdad no creímos tener energía para llegar hasta Dj Shadow, lo cual fue una lástima.

Un último comentario: muchos gringos que seguramente vinieron exclusivamente al festival, y no sólo porque se les cruzara. Eso es bueno. Habla de que el cartel resultó tan vistoso que atrajo a gringos, para quienes debió ser una gran experiencia venir a México (y de paso viajar), ver bandas grandiosas y pagar muy poco por todo. Además, venir al DF. ¡Al De-efey! Tantas cosas por hacer acá.

Por otro lado, el Corona levantó suspicacias porque Ocesa lo organizó, pero me parece más crimen dejar de disfrutar de la música, de la experiencia tan autocontenida que es un concierto, de ese momento de catarsis que da escuchar una canción favorita en vivo, escuchada en la intimidad muchas otras veces. Eso creo y tal vez por eso tampoco siento tanta culpa de ir al Starbucks por el café del día.

La idea de Europa

 

Volví a leer La idea de Europa, que Jordy me regaló hace un par de años. Entendí más. Las cinco ideas que, para George Steiner, sostienen o definen a Europa son: los cafés, el continente caminable, las calles bautizadas con los nombres de otros europeos (personajes históricos, escritores, músicos, monarcas, científicos), la descendencia -desde lo espiritual y lo filosófico- de Jerusalén y Atenas, y la idea de la finitud: el término de la civilización, un capítulo final en el que Europa se hallará aplastada “bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia”.

Qué extraño pensar que las ideas que definen a Europa también pueden definir a México (aunque no a Estados Unidos, pues de hecho Steiner hace la diferenciación precisamente entre Europa y América, o sea, EU). En Europa no hay desiertos saharianos o australianos, la aridez de Arizona, la selva del Amazonas; históricamente, las distancias se cubren a pie, pues el paisaje ha sido domesticado. ¿Quién me contaba del césped perfectamente recortado de Europa, el paisaje de jardinería desde la ventana del tren? No hay parajes inexplorados en Europa -salvo, pienso, Laponia, pero es mera suposición: tal vez el mismo círculo polar ártico es un set del reino de Santa Claus y cada tanto hay una cabaña y un sauna y puedes mirar la aurora boreal tomando té verde.

Para los que no somos europeos, el viaje a Europa contiene varios países, y todo es como en bloque, por la pequeñez del terreno. Volviendo a la idea de México, lo que ha sido explorado no necesariamente es accesible. La idea del cuerno de la abundancia. Regocijaos, pues en nuestro país hay abundancia de climas, nos decían, y esta idea del orgullo por los bienes naturales del país se quedó incrustada. Las playas, bosques, desiertos y selvas dan la idea de algo salvaje, algo exótico, pero caminado al fin y al cabo.

(“me tocó” pasar el 15 de septiembre en París; fuimos a la fiesta mexicana oficial, que según me dijeron tuvo presencia del embajador, aunque llegamos tan tarde que no nos dejaron entrar sino hasta después del grito. Era un salón de fiestas inmenso: 18 euros la entrada, 5 euros cualquier cosa, atiborrado de franceses muertos de risa y de mexicanos fresitas que viven en París y, sobre todo y lo peor, mirreyes tomando Corona y bailando cumbia con la mitad de la camisa abierta. Lo importante es que había dos pantallas en las que, cíclicamente, pasaba un video turístico con los 31 estados de la República: imágenes de Querétaro, Yucatán, Baja California, todo en este estilo preciosista de la publicidad turística, y sin embargo juro que en algún momento decías puta madre, qué bello es México, qué ecléctico, qué lleno de cosas y colores y sabores. Y extrañabas. Todas las ideas del cuerno de la abundancia, del imaginario común mexicano, se exaltaban dentro de ti y revoloteaban y te hacían cantar canciones de Maná sin vergüenza porque al fin y al cabo y a pesar de terribles son mexicanos, sólo para sentir al otro día una resaca patriotera espantosa. Esta pulsión deben sentirla quienes viven algún tiempo en el extranjero; esta cercanía con tu país, con tu cultura, el redescubrimiento ocasionado por la perspectiva de la distancia, por el factor emocional de la nostalgia).

La otra idea de Steiner respecto a Europa es el peso histórico visible en cada calle. Las calles nombradas a partir de otros hombres, a diferencia de los genéricos, dice Steiner, Arce, Pino, Roble, Sauce que se repiten al infinito en Estados Unidos. O las calles numeradas, idea brillante para la practicidad, pero terrible para la memoria (¿por qué Colombia tuvo que caer en eso?). Esta costumbre que es tradicional en México (crecí en la calle Mariano Abasolo y por eso, como todos los niños, sentía afinidad por este personaje en la monografía; también me acordé de este post de Plaqueta con fotos de personajes históricos bigotones que nombran calles en que ha vivido). Tal vez este homenaje perpetuo se replica en otras partes que fungen como memorial. Ciudades-museos, ciudades-recordatorio. Por eso pensaba: si alguien visitara el DF con la misma avidez histórica con que se visitan ciertas ciudades europeas, encontraría los remanentes de un pasado no remoto. Las ruinas del Templo Mayor contrapuestas a la catedral, el hecho de que ésta se construyera sobre aquél, como símbolo de la Conquista. O Coyoacán. Ahora vivo en Coyoacán: algunas tardes, bajo cierta luz, imaginando que no hay coches, el ambiente es el de un pueblo. Y yo sé lo que es un ambiente de pueblo, pues crecí en uno donde había aún carretas y procesiones del silencio; sin semáforos, sin peligro, sin ruido, sin cines o cafés; un pueblo que sobrevivía como cuando fue concebido, con una plaza en el centro y una botica y una lechería y un molino). ¿Cómo puede haber lugares así dentro del DF? Yo me maravillaría (aún me maravillo). En esta ciudad hay territorios de nadie. Están los lugares más sórdidos que he visto, y también unos muy hermosos, a pasos de los otros. Hay que visitar La Ciudad de México en el tiempo, archivo fotográfico del cambio en el DF. Lo fascinante de las ciudades viejas (otra cosa que me acuerdo, pero no sé dónde leí, eso de que Nueva York es la más vieja de las ciudades nuevas).

La herencia cultural en México: el catolicismo español y el pasado prehispánico (rasgo en común con Latinoamérica, salvo Argentina). Y la idea de la finitud: el DF como criatura llena de tentáculos, creciendo desordenadamente, el commuter pain (DF, número uno en el mundo según este estudio). Y los otros temas que sabemos tan bien. Aunque, claro, es forzar las similitudes demasiado, pues no creo que haya un símil en México de los cafés como centro de la vida cultural, sitio de escritores y de tertulias en la historia europea (o tal vez sí, tal vez Carlos pueda contestar esto mejor). Además, obviedad, la idea de la conquista en México tiene un sentido inverso.

Hoy -ayer- la Unión Europea recibió el Premio Nobel de la Paz. En The Guardian leí este texto que se pregunta quién deberá ir a recoger el premio. Buenísimo.

As Henry Kissinger famously pointed out, when he asked: “Who do I call when I want to speak to Europe?”, there are several pretenders for the job (…). An unscientific appeal to Twitter yielded several interesting recommendations. Most were humorous. Some were unprintable. They included: “Nigel Farage”, “Giscard d’Estaing?” “Golden Dawn” – the neo-Nazi Greek party – and “A weirdly shaped banana.”

 

 

Personas que conocí brevemente

Pasó algo raro en el hostal de Londres (la última semana estuve sola). La noche anterior había intercambiado algunas frases con un muchacho, más joven que yo. Eran acuerdos sobre el canal de televisión que queríamos ver. Esa charla insulsa, sin objetivos ni agendas. Al otro día, después del desayuno, me lo encontré en un pasillo. De la nada, me preguntó qué haría ese día. Le dije. Luego, directo, sin titubeos, que si quería ir a tomar un café. Dije que sí. Salimos. Hablamos. Me dijo que era músico. Que tocaba la trompeta. Hasta después de un rato le pregunté cómo se llamaba.

Ross.

Y al mismo tiempo, los dos:

– Friends.

Nos sentamos en un parque. Hacía frío. Hablamos más, nada en especial, lo que suele decirse: anécdotas de viaje, la música que escuchamos, silencios raros, una conversación que no fluía.

Cuando terminamos el café, se levantó y se fue.

Ya no volví a verlo más y después me fui.

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Cuando viajas solo conoces mucha gente. Hablas con decenas de personas. Pero todo es como una prueba y error. Esta persona que conozco será importante. De esta otra olvidaré su cara y su voz y seguramente nunca sabré su nombre. Además de este Ross, hablé con una pelirroja que se ponía a hablar con todos en el hostal, hasta la madrugada. Con un inglés que trabajaba en Chelsea. Y Susie, la neozelandesa, con la que anduve dos días enteros. Cenamos en Victoria, fuimos juntas al cambio de guardia en Buckingham, caminamos alrededor del Támesis, compramos boletos para ver The Taming of the Shrew en The Shakespeare’s Globe. En algún momento me dijo que acababa de terminar una relación de años y que su ex novio estaba en París y que no sabía si verlo. Le dije lo esperable. Seguimos caminando. No le conté nada de mí. Yo sabía que no seríamos amigas en otras circunstancias. Nuestras caminatas eran otra prueba y error. Eran un dejarse ir. Eran un conformarse.

Y pienso: qué triste. Buscas con quién conectar y rara la vez lo logras. Escoges a personas que no te importan para ir a lugares a los que siempre quisiste ir sólo porque te aterra la idea de ir a solas (yo prefiero ir sola, digo algunos). Y después, en la evocación de la experiencia, estará su cara difusa como una mancha en un vidrio. Pero en esta prueba y error de los solitarios siempre digo que sí. Es el problema de no saber decir que no. En todos los hostales en los que he estado, en todas las ciudades en que he estado, llega alguien en algún momento y me dice: vamos por un café, vamos a este barrio, vamos a este museo (por ejemplo). Y todas las veces voy, sin desearlo.

Con Susie al menos hubo el protocolo de agregarnos a Facebook y fingir que habría alguna especie de vínculo. Pero lo del muchacho Ross fue la prueba más pura de esta conexión no alcanzada: nunca seremos amigos, para qué fingir.

Y me niego. Cada momento, tarde perdida, conversación aburrida, debe permanecer. Cada persona debe ser fijada.

 

 

Berlín nunca será Berlín

Llegamos a Berlín sin haber dormido casi. En avión, porque es más barato que en tren. En la sala de espera veía un anuncio de Clarins. Llamaron en francés y no escuchamos, o escuché sin entender, o pensando que tarde o temprano lo anunciarían en otro idioma. Casi perdemos el vuelo, un vuelo triste, un vuelo sin incidentes. De una geografía a otra geografía. Cortas la distancia. No viajas. Te transportas. Suprimes la jornada necesaria, el paisaje que se transforma, las horas invertidas en alcanzar un punto. Ir de un lugar a otro debe costar algo. Cuando apareces en otro país un par de horas después es como despertar de una borrachera.

Afuera hacía frío y estaba nublado. Primero pensé que así debía ser Berlín. No sabía mucho de Berlín, no más allá de lo histórico. No sabía lo que esta ciudad te hace. Cómo te envuelve. Alguna vez, Luis Frost me dijo que Londres era hombre y París, mujer. El Támesis es caudaloso, frío y de aguas turbias, un río hijo de puta, un río al que da miedo caer. El Sena es bello, los puentes que lo cruzan se salvan con unas zancadas y sus aguas son verdes, de un verde lindo, de un verde que, dice Olga, siempre sale bien en las fotos. Analogías sexistas. Pero entonces, terminé pensando: Berlín es un transexual. Para el caso. Un sujeto interesante, un sujeto sin la belleza de esas ciudades, pero con mejor conversación. Una conversación llena de silencios.

Al final, Berlín terminó por ser mi destino favorito.

Todos deben sentir lo mismo. Antes de llegar, Jordy me dijo que esta ciudad te da “vergazos de historia”. Por ejemplo, cuando llegamos, dejamos nuestras cosas en el hostal y caminamos un par de cuadras para descubrir que ahí mismo estaba Checkpoint Charlie. Así, con dos movimientos, Berlín adquiría su cualidad de ciudad-museo.

Claro: te enteras que es tourist trap, que hay actores disfrazados de soldados con los que puedes tomarte una foto por dinero, que ahí mismo hay un McDonalds, que el cartel de You’re leaving the American sector es una réplica, que en la contraesquina hay una hilera de puestos de comida (el mejor kebab del mundo) y que puedes ir a sentarte en un pedazo de muro a comer. ¿Pero no es esta contradicción misma parte de la historia? La edulcoración del pasado, la transformación de la tragedia en souvenir, la foto en el muro con los pulgares arriba.

Visitamos Berlín de manera desordenada. El tour del Third Reich el mismo día en que visitamos Treptower Park. Prusia y la RDA y la Alemania Reunificada, todo en un mismo día, saltando de un proceso histórico a otro, como si Berlín fuera un museo, y cada barrio, cada calle, cada placa, memorial, grabado, edificio antiguo contrapuesto a edificio nuevo, estatua, monumento, puente, graffiti, cada estilo arquitectónico, fuera un recordatorio y una pieza. En la contradicción armas el rompecabezas. Y te maravillas. Es imposible que no te maravilles. Aunque alguien llegara con una película gringa sobre la segunda guerra mundial por todo antecedente cultural. La ciudad misma se encarga de guiarte, y te lleva, te lleva, y al final te rindes y admiras el lugar que ahora es.

Una ciudad inacabada. Una ciudad en reconstrucción. Una ciudad joven, más joven que yo, dominada por grúas y edificios en construcción que son también una promesa. Por eso digo que Berlín no tiene la belleza de París y Londres, que son más definitivas. Difícilmente encuentras belleza en una construcción en obra negra. En el tour en bici (¿y por qué habría de negarme a esos tours juveniles y al camioncito turístico si son la manera más fácil de acercarte?) recorrimos la ciudad de la forma en que quise recorrerla desde que llegué. Las ciclopistas pletóricas de ciclistas (parece pleonasmo pero no). Los ciclistas no son Los Ciclistas, como acá en el DF o en otras ciudades donde empiezan a establecerse y ganar derechos. Están dados por sentado, porque son los berlineses en general, sin el monopolio de la fixed bike o la bici de renta. Al principio veía las filas indias (todos: ancianos, oficinistas, jóvenes, niños, señoras, repartidores, turistas) y pensaba que eran grupos, que todos iban al mismo lugar, pero no. No hay un tipo. La democracia en dos ruedas.

Dos tipos del tour posando con el oso berlinés.

Los días en Berlín fueron soleados, no el frío del primer día. A veces nos metíamos al metro gratis y yo temía la aparición del supervisor vestido de civil y miraba a todos y sospechaba. Quién de ellos sería. Ese hombre flaco que va leyendo el periódico. Esa mujer en traje sastre. O la punk de pelo verde que olía a alcohol y nos pidió aspirinas (seguro no). En nuestro último trayecto en metro por fin las vi: dos mujeres que entraron al vagón y se sentaron como cualquier pasajero, y que después de un rato se levantaron con sus credenciales al frente de una manera tan badass que temblé en mi asiento aunque yo sabía que tenía el boleto, y que al irse me hicieron formular una idea injusta: el Terrorismo Velado del Supervisor.

U-Bahn.

Magdalenenstraße.

En París muchos se meten al metro gratis. Se saltan los torniquetes o, cuando hay dos puertas que se abren automáticamente, los apóstatas del boleto merodean las entradas en búsqueda del polluelo al que puedan adosarse en un elegante paso de ballet que, bromeábamos, era un arrimón de camarón. Lo vi en un viejito y me dio tristeza y luego me pasó a mí y me dio coraje (ah, debí verme tan polluela). Los supervisores, con sus uniformes, aparecen sorpresivamente. Pero los que se saltaron el boleto saben que hicieron mal y los supervisores, en su papel de funcionarios, amonestan con toda visibilidad. Saltarte un torniquete es demasiado Warriors de todos modos. Pero en Berlín no hay nada. En el metro no hay puertas. En el andén compras tu boleto y en el andén mismo lo composteas, si quieres, y todo recuerda ciertos hábitos comunistas de los que luego ahondaré. Y los supervisores, imprevistos, se visten de civiles. O sea, de civiles, ¿sí? Agazapados en su asiento como un espía secreto, mirando, mirando, mientras estás en la feliz ignorancia o en la lela, y luego se levantan y te muestran su credencial y ejercen un terrorismo moderado.

Jannowitzbrücke.

Volvimos a ver The Lives of Others. Reconocimos las oficinas de la Stasi, que ahora está convertida en un museo. Por cinco euros caminas por las oficinas de Erich Mielke: la sala de juntas, los sillones en un espacio privado, la cocinita y el baño con regadera, y el escritorio de su secretaria, donde -dice la tarjeta- encontraron una nota con las instrucciones detalladas del desayuno de Mielke. En otras habitaciones, ejemplares de cámaras fotográficas miniatura escondidas en bolsas, libros, botes de basura. La tecnología de punta puesta al servicio del horror. El museo estaba vacío, además. Un par de chicos recorrían los pasillos igual que nosotras. Uno tenía el pelo largo y una playera que le llegaba a las rodillas. El otro tenía el pelo pintado de rosa estridente, un rosa tipo Barbie, y usaba estoperoles y Dr Martens y pantalones desgarrados. Berlineses, pensé. Pero no. Uno de ellos tal vez, el pelo de Barbie, que le hablaba al otro con un inglés perfecto, casi sin acento.

Oficinas centrales de la Stasi.

– Duuuude, listen to this.

Una canción de niños comunistas. Dinos lo que piensas y sabremos si estás del lado correcto. Afuera, en el metro, estaba el anuncio de las cámaras de seguridad, replicado:

Al salir caminamos por la avenida Karl Marx. Los edificios en bloque. Ahora, en los balcones, hay paneles rojos y amarillos, y aunque los condominios son cajas de cereal en medio de espacios amplios, todo es o parece más moderno.

En The lives of others, me conmueve la definición socialista del artista como “ingeniero del alma”, encargado de ponderar el trabajo y la dignidad del obrero y el bien común. Y cómo un dramaturgo, un artista, un apasionado de Beethoven y Brecht conmueve, en la distancia, a un agente de la Stasi, moldeando su alma en el proceso.

La belleza austera de las estaciones de metro en el lado oriental.

Vamos a museos. Caminamos. Nos subimos varias veces al camioncito turístico. La primera vez tomamos una siesta ahí, sin vergüenza. Otro día discutimos. Bebemos en la calle, como bebimos en París. Las pequeñas libertades alcanzadas por un mexa en Europa. Un Biergarten, el Prater Garten. Ahí está Jacobo, el español historiador que nos relató la Alemania nazi una mañana, en un grupillo pequeño que, como en la escuela, fue arruinado por una sabelotodo insoportable y estúpida. Jacobo nos dice buen provecho, su pelo sucio revuelto. Debe ser uno entre los cientos de españoles desempleados que merodean en Berlín. La mejor cerveza del mundo: Weihenstephan. Sabe a madera ahumada, a cerveza mate.

Arte callejero.

Berlín es tan barato que puedes incluso sentarte en una mesa y comer con cubiertos.

La grúa omnipresente.

Oso frente a Puerta de Brandenburgo: composición.

Spree.

Insistí en ir a Treptower Park, pues Jordy y Jacobo me habían dicho la impresión que causaba la estatua del soldado soviético con la niña alemana en brazos, sosteniendo una espada y aplastando la esvástica. El símbolo de la liberación de los soviets, a pesar de las violaciones multitudinarias, del odio encarnizado de los rusos a los alemanes (que no es nuevo: pienso en los ridículos personajes alemanes de Dostoievsky). Nos perdimos en el parque que está al salir del metro, pero un chico nos indicó el camino. Un arco del triunfo. Un espacio abierto, opresivo, la tarde que caía sobre sus diez hectáreas de tumbas bajo mármol que antes perteneció, de otra manera, a Hitler. Los soldados del Ejército Rojo hincados: el heroísmo comunista, ceremonioso.

De lejos, estos árboles me parecían irreales: como plumas de ganso pintadas a mano.

Lo mejor de Berlín está en Berlín del Este.

En el museo de la RDA, ¡entérese cómo vivían los alemanes del este!

También puedes babosear así.

Café oriental (puede contener trazas de todo menos de café)

Trabant.

Disponible para la clasiquísima foto.

J, a regañadientes, porque sí tiene dignidad.

Esta foto me gusta: la sala de interrogaciones interactiva.

Nuestro guía ciclista, londinense (a quien yo llamaba Liam, por mera asociación mental), nos dejó recorrer vericuetos del Tiergarten y nos llevó a todos los puntos típicos: de la Universidad Humboldt a la isla de los museos al memorial de los judíos caídos. Pero lo que más me gustó de él fue lo que dijo al final sobre la cualidad cambiante de Berlín. Lo diferente que era cuando él llegó y lo diferente que será en diez años. Y al final, esa frase que he repetido tanto ya:

– They say Paris will always be Paris, but Berlin will never be Berlin.

Londres

No sé si se te olvidan las caras, creo que las de personas importantes difícilmente, pero las de personajes que miras en la calle o en otros lugares y con los que no hablas seguro sí. Por eso me dije: debo escribir de este niño. Acá hay otro pedazo de crónica en Europa, pero en detalles, porque me abrumo.

El sábado quince tenía que tomar un tren a París a las cinco y media de la tarde. Me salí por la mañana del hostal, fui al British Museum, caminé por ahí, me tiré en una plaza que había descubierto dos días antes (Russell Square), me puse a leer. Por alguna razón, tenía la idea de que debía salir del hostal a las cinco en punto y que haría media hora en el autobusito número 10. Llegué a las cuatro con dieciséis. En la sala del hostal, un tipo veía Snatch. Se reía y me señalaba la televisión y yo le sonreía con pena ajena y a eso de las cuatro cuarenta pensé: un momento. UN MOMENTO. Debía estar a las cinco en la estación. Con temblores, corrí a la parada, esperé diez minutos, me subí. Unas cuadras adelante, era evidente que no llegaría. Me bajé, busqué un taxi. No tenía más que cinco libras en la cartera. Sufrí en el trayecto. Llegamos a St. Pancras a las cinco con veinticinco. Mi tarjeta no pasaba. En un momento de desesperación, le dije al taxista -un negro enorme, con ojos bondadosos- que me aceptara cinco libras y veinte euros. Aceptó.

Pero no llegué.

Derrotada, me senté en un bar y me bebí un whisky. En la mesa de enfrente estaba sentado un niño de doce años. Un Hugh Grant pequeño (Agustina decía que los ingleses se dividen en los que se parecen a Hugh Grant y todos los demás). Frente a él estaba su hermana menor, aburrida. Un hombre canoso le preguntaba qué libro había leído el fin de semana. El acento del niño era el londinense posh, no el cockney que es más común. Su corte de pelo era de tazón, y tenía papada. Su voz era correcta y taimada. En su cara estaba toda la contención inglesa. Y pensé: Londres. Tal vez eso no es Londres. Tal vez los guardias reales no son Londres. O los carros que manejan del otro lado y los letreros en cada paso peatonal que te recuerdan en qué dirección fijarte para no morir atropellado. Muchas cosas no son Londres. La cara de la reina. El please mind the gap between the train and the platform. El extracto de cebada. Un pato en un lago. Las cabinas de teléfono con la corona inglesa. Una anciana con un sombrero rimbombante. Pero ese niño era para mí Londres. Y las caras de la gente que he visto en otros lugares se me olvidarán, pero la expresión de este niño cuando hablaba de su libro con toda propiedad ojalá no.

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Tengo un problema con escribir de un viaje después del viaje y es que olvidas fácilmente la persona que fuiste durante esos días y colocas otra idea, otro estado de ánimo en días que después parecerán idílicos aunque no lo hayan sido. Y el dolor, el cansancio, el mal humor, serán reemplazados con beatitud pura. Por eso, recordar que mientras se estuvo ahí hubo miedo y hartazgo y enojo y que a pesar de ver lugares hermosos, o los lugares del mundo que son estampas del mundo mismo, también tuviste hambre o sueño o dolor de pies y que viviste no en un sueño sino en una realidad.

A veces idealizo mi viaje a Sudamérica, más la idea que las cosas que hubo, pero luego me acuerdo que también estuve cansada y que sufrí, y que hubo días desperdiciados como aquí.

También pensaba que el estado ideal antes de regresar debe ser ambivalente: querer y no querer regresar. No quieres regresar porque te la estás pasando bien. Pero quieres regresar porque tu vida real  también es importante. La noche antes me sentí satisfecha. Caminé muchísimo. Fui a todos los museos que pude. Platiqué, bebí y reí. Y aprendí. Fue un buen viaje. Luego escribiré más.

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La tarde que descubrí Russell Square apareció en el iPod England, de The National. Y este verso:

You must be somewhere in London
You must be loving your life in the rain
You must be somewhere in London
Walking Abbey Lane

 

París

El problema con las grandes ciudades es que no puedes domesticarlas. Han sido domesticadas por otros, antes de ti. Las entendieron mejor. ¿Hay algo de París que pueda decir además de lo que dijeron Hemingway o Cortázar o Henry Miller, los otros extranjeros que estuvieron aquí y la descubrieron de modo distinto? Poco. Además, ya no tengo dieciséis años. Ya no es un viaje de mochileo como el primero que hice. Hay algo muy burgués en todo. Eres un turista. Y como turista, si quieres un poco humillado, caminas por lugares caminados muchas veces antes. Y nada que veas no ha sido visto antes, y visto mejor. Y lo que digas, por más sincero, por más íntimo, no será otra cosa que un lugar común. Entonces, te rindes. La ciudad gana. Su metro gana. Su río gana. Su torrente de gente en las avenidas gana, sus francesitos con alto sentido de la moda sentados en las cafés mientras fuman, ellos ganan.

Todos los lugares nuevos me intimidan. Me intimida aquello de lo que se ha escrito demasiado, lo que ha sido evocado por otros con más talento y más sensibilidad. No le agregarás nada a ese paseo por el Sena ni a la primera vez que viste la torre Eiffel, ese portento de la ingeniería. Puedes pensar en personas, puedes estar con personas, y nada será original.

Y ya son días y sigo sin sentir que he comprendido un poco. Además de que, en realidad, entiendo poco. Y soy la turista con cara de idiota que con trabajos puede pedir un agua embotellada, cosa que es nueva para mí, porque tengo poco mundo tal vez, o porque viajé a otros lugares en los que era fácil comunicarme. Me aplasta. Un poco.

El viernes fuimos al festival Rock en Seine. El único día que llovió. Fue en un parque inmenso con fuentes y esculturas decimonónicas en medio de stands de Coca-Cola y chilli con carne, y era maravilloso y triste a la vez pensar que en otros días podrías haberte echado y beber con el sol en la cara. Pero igual bebimos -vino, un stand con todo tipo de vinos- y mientras veíamos a The Shins, y no pudo ser más adecuado, salió el sol. Luego escuchamos un poco de Bloc Party (que ya había visto alguna vez) y Sigur Rós, y después de ellos estuvo Placebo.

Es sabido que Placebo es mi banda favorita. Aquí y aquí y aquí se demuestra. Y lo he dicho: no es la banda más elegante del mundo ni es la clase de banda que te hace levantar tu camisa con los puños crispados y decir “los amo” y que la gente piense que estás bien, pero yo lo hago y con intensidad. El por qué lo he narrado muchas veces, aunque sin detalles. Todo sigue ahí. Brian Molko y sus letras. En París, uno de sus sitios predilectos. Con alguien (la Defe) que los ama con la misma intensidad, y por lo tanto no me siento sola en mi pasión. Y están los pasillos de la preparatoria sur y el primer discman que tuve, y el dolor y la juventud.

Tenía muchas cosas en mi mente en el trayecto de regreso del festival. Cosas clavadas. Las canciones que faltaron (Without you I’m nothing) y las que fueron una sorpresa gratísima (el cover de Kate Bush, Running up that hill). El descubrimiento de la sexualidad. Y París. Ese momento en que se dejó conquistar, un poco. La mujer hermosa en la otra mesa que, por un momento, te devuelve la mirada. Placebo hizo que París fuera mío, un instante.