Acabo de ver lo más triste que veré esta semana: una mujer, con la cabeza rapada, empujaba un carrito de supermercado. Yo iba atrás de ella. Sus pants tenían manchas secas de sangre en el trasero. No era sangre derramada. La imaginé sangrando cada mes, sin que le importara.

Hay cosas que, de tan tristes, resultan intolerables.

 

 

Palmas, a cierta hora, se convierte en un vórtex del que es difícil salir. Esta parte de la ciudad te traga. No hay forma de salir de aquí con dignidad: ni en automóvil ni en transporte público, no hay forma de ganar. Si cometes un error de cálculo y aún permaneces aquí cuando los ríos de claxons chorrean por la avenida, estás perdido.

Pero ahora, aquí, siento que vuelvo a participar en el mundo.

 

Relación de temblores

Bromeaba el sábado: leí en una TvNotas que una actriz embarazada se mudó a Los Ángeles porque su papá muerto se le apareció en un sueño y le dijo que en el DF habría un gran terremoto del que no sobreviviría.

En eso, se fue la luz. Estábamos en la fila de la dulcería del Cinépolis Universidad un sábado a las siete treinta de la noche. Antes, al caminar del estacionamiento al cine que es como una torre altísima encima de la plaza, las grandes cantidades de gente me subieron el pulso. Parece que la agorafobia (que es el miedo al miedo o a padecerlo en situaciones de riesgo) se confunde con la enoclofobia (que es el miedo a la gente). Entonces, ¿cómo? ¿Enoclofobia? Pero, mientras caminábamos, también recordamos que las grandes multitudes de un concierto o un festival no resultan jamás molestas; entonces, esta enoclofobia repentina era más bien una cosa pretenciosa, de último momento.

Luego, dije, se fue la luz. Y en la oscuridad nerviosa, A: ¿Supieron que tembló hace poco? Entonces, sin mediar grandes procesos mentales, pensé de golpe en todos los escenarios catastróficos posibles: la actriz de la TvNotas volaba en mi mente, chocando con el temblor que ocurrió y no sentí, y también con mis recuerdos sobre los temblores, y con mis lecturas obsesivas sobre el terremoto del 85 y con la sensación que siempre imagino de sorpresa y terror, la idea del temblor que pasa cuando nadie se lo espera, en medio de todo y de nada, y que en su rapidez es fulminante. Es cierto también que las circunstancias me hacían particularmente susceptible a caer en la paranoia; de hecho, es probable que éstas fueran las únicas causantes del moderado ataque de pánico que me invadió en la fila de la dulcería del Cinépolis.

**

El primer temblor que sentí en serio fue el de la influenza, abril de 2009. Una vez me quedé de ver con mi papá en el centro para comer, y la ciudad estaba vacía. Caminamos cuadras y cuadras intentando encontrar un restaurante abierto (Ebrard acababa de dar la orden de cerrarlos por alerta sanitaria), y además hacía frío y las calles desiertas del centro de la Ciudad de México a la hora de la comida de un día cualquiera fueron lo más apocalíptico que he visto en mi vida. Y la paranoia generalizada, claro. Las compras de pánico, la escasez de jabon antibacterial. Una tarde, estaba en mi departamento de la Juárez, en un cuarto piso detrás de un pasillo con reja y candado, con la computadora en las piernas, cuando tembló. Fuerte. Los candelabros de la sala se mecían. Abrí la puerta y vi a mis otros vecinos detrás de la reja y les dije: está temblando y ellos se rieron nerviosos y esperamos ahí. Abajo, la gente lloraba. Creo haber leído que una señora se murió de un ataque cardiaco. Era miedo con miedo. Lluvia sobre mojado. Un temblor que otro día habría sido más irrelevante, ese día se sintió con el estómago. Pero, no logró inocularme el miedo a los temblores.

Luego estuvieron los temblores de Chile, que ya conté aquí y aquí. Empecé a respetarlos y temerlos. Los entendí más: el ruido que hacen, ese rugido como de excavadora -que en la ciudad es indiscernible. Un folleto chileno: los terremotos no matan; matan las estructuras en las que la gente se queda atrapada. Antes de sentir un temblor, es común pensar que sería interesante vivir un temblor. De lejos, la experiencia tiene encanto y peligro. Se temen hasta después.

Luego, el temblor de marzo de 2012. La oficina en que trabajaba en la Roma está en un edificio cuyos dos últimos pisos se cayeron en el 85, nos contaban con candidez. Siempre que pasaba un camión, preguntaba: ¿Está temblando? Pero ese día, nos miramos, nos reímos nerviosamente y dijimos: está temblando. Aún todos los de la oficina nos reunimos en la recepción, riendo con torpeza, cuando el tirol empezó a caerse de las paredes, y se nos ordenó subir a la azotea, lo cual hicimos ya francamente asustados, entre grititos. Arriba había mujeres llorando. En la azotea de ese edificio viven los cuidadores, una pareja ya grande; la señora abrazaba a su nieta, que se tapaba la nariz y la boca con las manos, viendo nerviosa a todos lados. Hubo un momento en que nadie dijo nada. Tal vez el temblor ya se había acabado, pero el edificio se quedó tambaleando como un columpio. Y en el silencio, me pareció posible que se desplomara. Lo sentí visceralmente. Sentía ya el vértigo de la caída cuando el piso se desmoronara. Fueron segundos de terror absoluto. Sabía que pronto sentiría lo que sintieron los del 85, ese momento de terror e incredulidad, el accidente inesperado. Pero, no sucedió. Sólo quedó el miedo inoculado.

El sábado, también por la paranoia de la sustancia, pude ver cómo en el temblor se caían partes de la escenografía Cinépolis y en la oscuridad la gente gritaría, habría pisotones, caídas, empujones, violencia, las larguísimas escaleras eléctricas colapsadas, el caos total. Y sería peor en nuestra situación. El corazón me latió tan fuerte que luego el pecho estuvo doliéndome; sudé frío, apreté los puños. Pero sonriendo. Intentando calmarme con la lógica hablada, con el comentario tranquilizador inseguro, hasta con las quejas ramplonas, qué terrible cine es éste, y cuánto nos choca pero no había función en otro, y ojalá pudieran cobrar sin la computadora, y pensando: la Coca-Cola me hará bien. Pensando: cuando imaginas un accidente con claridad antes de que suceda, lo cancelas. Lo imaginado nulifica lo repentino. Estas cosas son terribles porque son sorpresivas y esto ya dejó de serlo. Tengo maestría en salvarme y salvar a los demás del malviaje, el miedo, la angustia repentina; es un talento que no me ha resultado inútil en la vida.

Vimos The Master. La sala estaba atascada (es un error ir al cine en sábado). El tipo que estaba sentado junto a mí cambiaba de posición, se jalaba el pelo, revisaba su celular: estaba aburridísimo y ansioso. Es terrible ver una película como ésta en esas condiciones (ay, y las risitas del público cuando alguien dice “pene” o “vagina”, muestra de nuestra grandeza como sociedad). A la mitad de la película, el suelo empezó a vibrar. Pensamos que estaba temblando y en la ansiedad es posible que hasta algunas palomitas salieran disparadas. Pero luego pensamos que era la sala 4DX, que está al lado. Así, estado de tensión absoluto sin descanso (ideal para ver películas de Paul Thomas Anderson).

En la noche soñé con catástrofes. La sensación no me ha abandonado hasta ahora. Reaviva un miedo reciente: el gran terremoto de la Ciudad de México. La gran sorpresa.

Joaquin Phoenix me tuvo.

 

Viaje XII

Acapulco está abandonado. Es decadente. Ya no hay nada. El crimen organizado es un tsunami. Todo está deslavado, arrasado. Acapulco es el cascarón de una buena fiesta. Pero fue hermoso. No voy a Acapulco de manera irónica. En mi infancia fui muchas veces. Familia clasemediera con muchos hijos que al fin y al cabo sólo podía pagar Acapulco. Y todas las incomodidades las vives con felicidad, porque estás en la playa. Volví a nadar en la misma playa en que nadé antes, como antes, con el mismo abandono. Viví un sueño consciente. LSD. Arena espectacular, que palpitaba. Luces. El sueño que es fugaz, entonces fue real y constante. Fue hermoso. Acapulco fue hermoso.

 

Una relectura de Cosmopolis

Esto se publicó en el blog En Pantalla de Letras Libres.

Leí la novela de DeLillo hace unos años y entonces no le entendí. Absurdo y tal vez ignorante, pero al reconsiderarla con la película, quedé impresionada.

Hay spoilers a continuación.

 

“…Look. I’m trying to make contact in the most ordinary ways. To see and hear. To notice your mood, your clothes. This is important. Are your stockings on straight? I understand this at some level. How people look. What people wear.”

“How they smell,” she said. “Do you mind my saying that? Am I being too wifely? I’ll tell you what the problem is. I don’t know how to be indifferent. I can’t master this. And it makes me susceptible to pain. In other words it hurts.”

“This is good. We’re like people talking. Isn’t this how they talk?”

 

Empezaré por el pretencioso lugar común de apuntar algunas cosas sobre la novela de Don DeLillo que se han dicho bastante ya: que es posmoderna, que toma de Joyce, que prevé (pero no prevé: entiende) movimientos como Occupy Wall Street, que revela un mundo rápido, frío, digitalizado hasta la ridiculez. Segundo, que Cronenberg hizo una adaptación tan fiel que los diálogos son textuales de la novela (como el de arriba, apenas cambiado en la película), los que, recitados por los actores con voces monótonas, arrojan más costales en el carrito de Cosmopolis. La hacen lenta. Incluso, para algunos, tediosa, pedante.

Un yuppie de Wall Street quiere ir a cortarse el pelo hasta el otro extremo de Manhattan. Hay un tráfico espantoso, producto de la visita del presidente y del funeral de un rapero sufí. El yuppie, terco, se sube a su limosina, recibe a sus colaboradores (incluida su jefa de teoría, con la que discute asuntos semi-filosóficos como si hablara del clima), avanza en medio de una protesta de anarquistas, tiene sexo adúltero, pierde su fortuna, se enfrenta a la muerte y llora, conmovido; termina con una pistola en la mano y, más adelante, apuntada a la cabeza… En suma, vive. Su odisea dura un día, o una vida. Esto no se sabe. Se intuye.

Hay Cronenberg clásico: un cuchillazo directo al ojo, para no faltar a la costumbre. Pero la odisea de Eric Packer no es Eastern Promises: toda violencia es una promesa. El momento más tenso, cronenbergiano: el peluquero le corta el pelo con los ojos casi cerrados, por anciano o por miope; las tijeras, como navajas, parecen apuntarlo casi por accidente. Para un hombre amenazado de muerte, la silla del peluquero es un sitio donde es vulnerable.

Cosmopolis es una zambullida. Como escuchar música con la cabeza bajo el agua: todo es hipnótico y un poco falso. Los diálogos no son normales, vamos. Esto le queda bien a Robert Pattinson, que puede abandonarse a la robotización de su personaje y aún así entregar líneas hermosas, llenas de verdad y búsqueda. La atmósfera es como un sueño que se ha acomodado en un orden más o menos coherente, sin abandonar su cualidad de irrealidad. El green screen obvio es, posiblemente, una consecuencia del bajo presupuesto, pero también un recurso: este realismo es apenas insinuado. Hay los suficientes elementos para encontrar la vida conocida, los intercambios sociales normales, pero sin reconocerlos como tales: son representaciones, resúmenes de verdaderos intercambios sociales (uno podría decir eso del cine en general, incluso de la ficción).

Los diálogos en Cosmopolis son metadiálogos. No lo que se dice, sino lo que significa lo que se dice, lo que se busca decir, lo que se termina diciendo. Al bajar de su limusina, un anarquista francés le lanza un pastel a Packer. Directo a la cara. Los paparazzis estaban ahí, esperando el momento, y el flash de sus cámaras aparece casi antes del pastelazo. Puede ser esto burdo, otra parodia de la posmodernidad. Pero mientras los policías intentan abatirlo, el francés tiene tiempo de lanzar su perorata. Su manifiesto ridículo. Cómo lleva tres años esperando para hacer este strike. Cómo dejó pasar al mismísimo presidente de Estados Unidos, al que puede empastelar cuando se le antoje. You are major statement, balbuce, con su acento risible. Y de pronto, todas las huelgas de hambre, los desnudos masivos, los blogueros disidentes, ciertas marchas consuetudinarias, se envilecen, pierden sentido, se vuelven tan inútiles como el pastelazo del francés.

Eric Packer, por ejemplo, tiene un avión soviético guardado en una bodega en Arizona, inservible porque le faltan piezas que nadie encuentra. Lo tiene porque es rico y puede darse ese lujo. A veces va a mirarlo, ¿por qué? Porque es suyo. Rápido, DeLillo apuntala la idiotez de las posesiones materiales.

Cuando se da cuenta de que el funeral del rapero que entorpece el tráfico es el de Brutha Fez, al que adora (tanto que su música es la banda sonora de uno de sus elevadores), Packer llora. Abrazado de un negro enorme, como un niño indefenso (y es inevitable, en esa indefensión, pensar en el narrador de Fight Club, que entierra su tristeza en las tetas brutales de Bob Paulson).

A mediodía, cuando Packer aún no se desmorona, cuando está en la cumbre de su odisea, o a mitad de su vida, da lo mismo, aparece de refilón un pelón y triste Paul Giamatti (un detalle en medio de la película, casi invisible, otra vez: cronenbergiano). Al final, resulta que él es la amenaza de muerte. Un ex empleado, que recita sus diálogos con una toalla en la cabeza. Siempre es un idiota, sin motivos. Packer intenta hacerlo entender. La violencia tiene motivos, debe ser visceral. Debe tener una verdad. No esto. Esto es una imitación, un síndrome, algo que se te pega de otros. Esta no es tu sensibilidad. Pero el hombre patético con la toalla en la cabeza ha llegado demasiado lejos, a pesar de que logra entender un poco que a este crimen no lo lleva ninguna fuerza social opresora, que no hay inevitabilidad en él. “Por tu departamento y por lo que pagaste por él, sólo por eso. Por tus chequeos médicos diarios. Por eso. Por tus ideas”. Todos los crímenes violentos que sucedieron por nada aguardan ahí. Toda la locura del mundo. Los asesinos de In cold blood. Columbine y Connecticut.

En una parte, la dealer de arte cachonda (Juliette Binoche) dice una frase que suscita risitas: el problema de la vida es que es muy contemporánea. Ésta es la sustancia de Cosmopolis. Hay más ideas sobre el sexo, el tiempo, pistas de cómo el día de Packer es, en realidad, su vida. Breve pero feroz, Cronenberg hizo que la novela de DeLillo se encarnara, tuviera colores y sonidos. ¿No sabes esto? ¿No es esto cierto? repiten los personajes una y otra vez, como preguntas que sirven de argumentos, y que al enunciarse confirman lo que anteceden. Mientras tanto, Packer espera el disparo –que tal vez nunca llegue, porque esa muerte que imagina quizá no aparezca mientras esté esperando por ella.

 

Sueños VI

Anoche soñé que me moría. Entonces, en el funeral, estaba otra versión de mí, viva, que lloraba. Y otra versión, desdoblada, consolaba a la que lloraba. Y yo era todas a la vez. Me abrazaba: abrazaba a una Lilián que tenía el pelo sobre la cara, sintiendo mucha pena por ella.

Es casi casi que un sueño barato.

También, últimamente, sueño mucho con serpientes. Mi fobia. En uno de los sueños, mi hermano tan querido, mi hermano que se fija en las películas en qué minuto y en qué segundo sale una y luego me avisa, se divertía arrojándome una a la cara. Mi hermano que es tal vez el más sensible con mi fobia. En otro sueño caminaba a través de puentes de madera sobre el mar, y  ellas brincaban del agua cada tanto. Pero no debía detenerme. Esta sensación es la que más temo: el día, que tal vez tenga que llegar, en el que me encuentre con una.

Sé lo que significan estos sueños.

 

 

Mis encuentros en La Habana

Caminábamos por la calle Obispo, atestada. Esta calle no sería diferente de otra calle en otra ciudad turística: San Miguel de Allende o Cartagena o Buenos Aires. Nos metimos a una tienda de artículos de música. No había mucho qué ver. Al salir, vi a Rashida Jones entrar. Y yo: ahíestárashidajones. Y J: pues háblale. Y yo: no, pero cómo crees. Y después de un rato, pues fui. Nunca hago esto, me defendí (pero la verdad sí, a veces). Me dijo que no subiera la foto en Facebook porque se podría meter en problemas (los estadounidenses no pueden viajar a Cuba, a menos que sea con un permiso especial, o les ponen diversas multas). Fue el detalle gracioso. Era lunes 31 de diciembre y hacía un calor húmedo en La Habana. Después de eso nos sentamos a tomar una cerveza Cristal en un lugar con músicos coquetos. Son expertos en reconocer nacionalidades. Lo que daría cualquier cubano por recibir propinas en moneda convertible. Al final de la calle Obispo, El Floridita estaba tan atascado que apenas se podía caminar: varios rubios se sacaban fotos abrazados de la escultura de Hemingway, borracho de trece daiquirís, su récord. Afuera de ahí saqué esta foto que a algunos les pareció contradictoria:

¿Qué hay de contradictorio? La gente usa ropa usada. La gente no odia a Estados Unidos, quizás porque su gobierno machaconamente les repite que deberían hacerlo.

Comimos en otro privado, en una casa que tenía pericos australianos. Pedí una chuleta de cerdo que era tan grande que Carlitos se la terminó toda. Afuera de ahí, vistas impresionantes de La Habana. La Habana, ciudad hermosa, ciudad que fue majestuosa, ahora abandonada.

Las fotos que me toman casi nunca me gustan, pero ésta sí.

Les preguntamos a Carlitos y al señor Luis qué cenarían. Pollo, decían. Yo sufría. Está mal, a ti qué te importa y además no haces nada para cambiarlo, pero sentirse mal es una costumbre.

En la noche fue la cena de Año Nuevo en el Cabaret Parisien. Colas para entrar, colas para todo. Nos sentamos. Y yo: nomamesahíestáeldeBreakingBad. Pero decía: no, sería una coincidencia muy ridícula. No puede ser que vengas a la capital del único país comunista de América a encontrarte a las estrellas de dos shows de televisión gringos que te encantan. Lo veía, entonces. Estaba de espaldas a nosotros, sentado con su esposa, que lo ama. Se aman. Era palpable. Era hermoso. Pero yo sopesaba: ¿será? ¿No será? Cómo saberlo, estando de espaldas, con las luces de colores del show cayendo de manera vertical sobre él. Me levanté al baño mientras J salía a fumar. La alcancé afuera, y él estaba ahí, apagando su cigarro. Nuestras miradas se cruzaron. Nomamessíes, pensé.

Pero otra vez el asunto sería ridículo. No quedaba más que mirarlo, tocando la comida apenas (puré de papa de caja, verduras de lata, un pastel de caja congelado). Es mi personaje favorito del programa, su cara siempre como una máscara, un hombre de negocios que es un hijo de puta. Pero… no me acordaba de su nombre. Entonces, le llamé a Luis Frost. “Güey, estoy en La Habana (ah, qué chido). No hay tiempo para contar (lo interrumpí). Acá está el de Breaking Bad, el señor Pollos, ¿cómo se llama en la vida real? Gracias, te quiero, adiós”. Volví a la mesa. Todo mundo se colocaba la parafernalia que nos dieron en una bolsita de celofán antes de entrar: un sombrerito con caras felices, un collar hawaiano, un antifaz, unas serpentinas, un silbidito. El señor Pollos también lo hacía. Yo, como un stalker, como Michael Scott en esta imagen……lo miraba.

Pero nada.

Después de un rato, tuve una idea. Le dije a un mesero que me prestara papel y pluma. Un mesero guapo, coqueto. Lo hizo. Escribí entonces una nota empleando todo mi humor: Mr. Esposito, empezaba. Frases elocuentes, frases graciosas, frases que a mí me harían decir: pero señorita Lilián, es usted una muchacha excepcional. Entonces, le di el papel al mesero con mis instrucciones. El señor de allá (él se señalaba el estómago con el dedo, apuntándolo, sutil y alcahuete). Muy bien, dijo, y se fue por allá.

No entendí.

Cuando vino, le pregunté por qué no entregaba mi nota. “Es que ahí sigue su esposa”, me respondió. Todos reímos. “No es coquetería, su esposa puede ver la nota”, le indiqué. Entonces, allá fue. Mi nota estaba firmada como: girl with curly hair, behind you. Esposito y su esposa leyeron la nota. Se carcajearon. Voltearon a todos lados. En nuestra mesa, todos me apuntaban, alzando sus copas. Esposito y su esposa levantaron las suyas y  me hicieron pulgares arriba.

Más tarde, cuando se fueron, pasaron a la mesa. Risas y diversión y fotografías como ésta:

Esta foto me gusta más que ésta, que fue la que presumí, porque en aquella sale muy sonriente y contento, y en ésta se ve muy maldito y guapo, oh sí.

 

Después seguimos tomando y charlamos y todo acabó en el Parisien, y volvimos a los mullidos sillones del hotel, y charlamos y charlamos, y al otro día, entre cruda y desvelada, J y yo caminamos todo el malecón hasta llegar al Parque Central, donde me encontré con Yoani Sánchez.

La Habana fue todo.

 

 

La playa

En Huatulco hay una playa que se llama San Agustín. Fuimos un martes. Vas a un crucero que está en medio del desarrollo (la parte concretamente turística) y el municipio (Santa María de Huatulco, diminuto, donde está la sede de la presidencia municipal, una placita, dos o tres calles, una sola panadería). En el crucero, tomas un taxi colectivo. Cuarenta minutos de terracería. Antes, nada de playa. Mucho polvo, muchos árboles, algunas palmeras. Llegas donde termina la terracería y empieza la arena, niños jugando con su pelota, señoras y niñas lavando la ropa, gente sentada en sillas de plástico afuera de sus casas. El taxi se detiene. El taxista se llama Rolando, trabajaba en Estados Unidos de pintor de brocha gorda. El taxista es muy buena gente. Acuerdan que volverá a las seis (cuando llega, un tipo afuera de una tienda le dice que le tiene “un regalito”; suena fishy, Rolando da vueltas, cuando se lo encuentra de nuevo, el tipo le entrega un envoltorio; Rolando lo rompe, aparece una camisa, de rayas; Rolando dice que la gente de acá lo quiere mucho, que le regala cosas todo el tiempo: tú quieres llorar, para no perder la costumbre).

Se hace un hueco entre dos palapas. Un bloque dividido en dos azules: el del cielo y el de la bahía, de tonos cambiantes, por el coral que está abajo (muerto, punzocortante, oscuro). Es un martes de temporada baja. No hay nadie. Nos dijeron que fuéramos con Lala, que en realidad es Lalo, con los senos operados. Su palapa está vacía. Ni siquiera me siento: me quito los pantalones de un tirón, un gesto inusual. El agua está tibia. Hay dos niñas nadando, una es adolescente, la otra es una niña. Platicamos. La grande insiste: ¿Verdad que eres licenciada? Aunque no tiene importancia. Te puedes sentar en las piedras. Las piedras triangulares, enormes, sobresalen del agua. A esa hora no hay olas. La bahía es una albercota. Hay unos ostiones en una red junto a una piedra, con una botella de plástico amarrada (la botella es el indicativo de que los ostiones “ahí siguen”). Luego, leo. Con muchas Coronas. La beatitud.

Luego, snorkel. Pero sin zapatos especiales, entonces no puedo nadar entre el coral, porque un accidente en el que tenga que poner los pies sobre su superficie resultaría catastrófico. Peces de colores fosforescentes: amarillos chillones, azules neón con morado. Algunos muy delgados, casi transparentes, como viboritas. Doy grititos bajo el agua.

Antes de las seis caminamos a la otra parte de la playa, que es mar abierto. Ahí también hay piedras y las olas se rompen contra ellas, e imaginas que esa muerte sería dolorosa. No hay nada más imponente. El agua verde se revuelca antes de llegar a la arena y arrastra los coralitos y las conchitas. Es bello, pero terrible.

Al volver, Rolando lleva algún tiempo esperando. No le para la boca en todo el trayecto de regreso. Es bueno, Rolando. Fue fijado en mi mente.

 

**no llevé cámara ni celular ni nada, pero encontré estas imágenes, que no le hacen justicia**

(robada de aquí)(robada de acá)

 

Each night I bury my love around you

A veces siento que la reedición del Turn on the bright lights es el signo más claro de la decadencia de Interpol: ha llegado el momento, demasiado apresuradamente, de celebrar lo mejor que han hecho. Diez años después: no quince o veinte; así, muy pronto, con otros tres discos que luego no se pueden discernir uno del otro. Ese disco salió en 2002, yo tenía dieciséis años. La primera vez que fumé marihuana me acosté en un sillón y lo escuché, esperando un efecto impreciso. Sin querer, dejé el estéreo en repeat (todavía usábamos los estéreos y los discos), y desperté al otro día sobre el sillón, y había otras personas en mi casa que aún no despertaban, y el Turn on the bright lights se quedó como implantado en mi mente. Es un disco hermoso. Lleno de misterio, de una inspiración que ya nunca tuvieron de nuevo. Es lugar común desdeñar a Interpol, pero tuvieron ese disco, que fue importante. Leía una reseña: one of the most strikingly passionate records I’ve heard this year, escribía y, más adelante, and although it’s no Closer or OK Computer, it’s not unthinkable that this band might aspire to such heights.

No lo lograron, por supuesto. Ahora sólo queda revivir glorias pasadas. Celebrar esa inspiración y esas atmósferas, perdidas después. Qué terrible y qué triste reconocer en uno mismo un genio perdido. Admirar tu ópera prima como si fuera algo ajeno, rebosante de un talento que ahora no existe, o que se perdió.

 

 

Ideas inconexas sobre Argo

1. La tensión. No sé dónde leí que se nota que esta película fue recortada sin piedad (tal vez por el mismo Ben Affleck, o por el editor, William Goldenberg). De modo que nada sobra. No hay secuencias aburridas o innecesarias: todo es como una torre de Jenga que va creciendo, tambaleante, hasta que se deja caer de manera espectacular.

2. Me gustó esto: evadir la tentación de justificar el proceder de Estados Unidos (o: la patria vs el ‘Medio Oriente’, a secas). Sin profundizar, Ben Affleck narra las circunstancias y luego se aleja de ellas, como para no entrar en terreno pantanoso. También, logra que la película trate sobre personas y no abstractos.

3. Teherán. En el (¿la?) Tate Modern vimos la exhibición Air Pollution of Iran  de Mahmoud Bakhshi Moakhar, artista iraní, que consistía en ocho banderas de Irán colgadas en una sala como cuadros, una por cada año de guerra entre Irak e Irán (1980-1988). Todas las banderas estaban contaminadas, teñidas de smog: manchas grises, negras, amarillentas, que parecían pintadas a mano por Mahmoud. Pero el mérito del artista no consistía en su virtuosismo, sino en su concepto: las banderas fueron extraídas de edificios públicos, y las manchas eran reales: Teherán es una de las ciudades más contaminadas del mundo. Era tan simbólico y potente que ahora imagino a Teherán envuelta en una bruma gris, una ciudad mítica de aire espeso**.

4. El primer día del héroe anónimo (el nombre del personaje de Ben Affleck se revela más adelante, como un voto de confianza) en Teherán: los contrastes, los clichés derribados. El Kentucky Fried Chicken fue un detallazo. Por supuesto. Viajar a ciudades remotas implica destruir las ideas sobre ellas, y descubrir la ‘marca de la Globalización o el Capitalismo’ en su interior.

** Hace poco vi otras dos películas relacionadas: la primera, The Devil’s Double, en realidad transcurre en Bagdad y otras partes de Irak. La película es violenta, tiene algunas ridiculeces del cine de acción, pero Dominic Cooper hace un papel doble interesantísimo como Uday Hussein (el sádico hijo de Saddam) y Latif Yahia, el hombre que es obligado a convertirse en su doble o hermano gemelo. La otra fue Persepolis, que no vi en su momento (gran mensa) y de la que tendría que escribir más, después.

–Regresando a Argo

5. Los personajes. Alan Arkin y John Goodman, los bonachones Hollywood lords, están increíbles (cosa no sorprendente). Bryan Cranston, del que igual siempre se puede esperar una actuación maravillosa, sale poco pero está consistente (y logra recordar sus dos personajes más memorables, en momentos indistintos: el adorable Hal y el hijo de puta Walter White). Me sorprendió: Scoot McNairy, el diplomático de los lentesotes con ligeras tendencias pederas, que primero confundí con Mathew Gray Gubler (se parecen montones). Ben Affleck… Ah. Ben Affleck es como esos actores hollywoodenses que uno da por sentado. Cada tanto, nos recuerda su talento y entonces ponderamos por qué no lo tuvimos siempre en alta estima.

6. La cinematografía de Rodrigo Prieto. Ya denle un Oscar.

7. Aquí el artículo en el que está basada la película: How the CIA Used a Fake Sci-Fi Flick to Rescue Americans From Tehran, en Wired.

7. (spoiler) La elipse: durante toda la película, Tony Mendez intenta sacar a personas de un lugar. Al final, logra entrar a otro: su hogar. La última frase es grande y sencilla: Can I come in?

Eastern Promises

Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.

En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.

Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.

El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).

Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.

Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.

Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.

(parte con spoilers a continuación)

El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.

Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.

 

 

Sobre la actuación

¿Me dicen que la actuación no es una de las bellas artes? ¿Ver a Daniel Day-Lewis durante 158 minutos en There will be blood, ver sus miradas, sus tics, advertir las entonaciones de su voz, sentir algo -bello, horrendo- por un sujeto que está detrás de un pedazo de pantalla, no merece compararse con escuchar una pieza, leer una novela, sentir el peso del mundo?

Me gusta ver a la gente actuar, pero reconocer su actuación, no como algo que tiene las costuras al aire, sino como un oficio que se trabaja, se medita, se presenta de manera reflexionada. No algo que surge con naturalidad. La actuación no puede ser un talento por accidente como a veces, decía Susan Sontag, es la fotografía.

La animación es bella, pero, creo, no tendrá nunca la falibilidad de la actuación de un humano, sus accidentes, sus momentos iluminados. Las experiencias contenidas o puestas al servicio de una emoción. Me gusta ver la cara de los actores, sus arrugas, sus defectos, sus manierismos, reconocerlos después, volver a verlos en el recuerdo y asociarlos con la emoción suscitada por la ficción.

 

 

Lloro mucho, lloro de todo, hubo una válvula que se abrió y ya no se cierra. Todo lo que debe superarse en la adultez, el miedo a la muerte, el dolor ajeno, las cosas idiotas, lo que podría conmover sin afectar, todo es motivo de llanto. Hay que hacerse duro e insensible, y no llorar. Llorar es de débiles. Llorar es de tontos. Alguna vez me dijeron que lloro cuando quiero y río cuando quiero, y siento que es el mejor halago que me han hecho.

 

Domingo 3:09 am

Apenas vi Finding Forrester. Me gustaría tener un mentor.

Empecé a pensar una teoría sobre cómo asumirte escritor implica una salida del clóset (la salida del clóset del escritor). Hay una desnudez ahí. Una exposición de sueños muy caros e íntimos. Luego vi que el personaje de Sean Connery, además del hiper-obvio guiño a J.D. Salinger, está basado un poco en John Kennedy Toole, y leí sobre su vida, y la paranoia y la humillación a las que lo llevó el rechazo de su novela, y el posterior suicidio. El adolescente talentoso del Bronx que oculta su talento, además, lo oculta por un motivo. De nuevo, asumirte escritor es una declaración de principios. Y pensé en todos los escritores que conozco, que he tenido la suerte de conocer, y los que leo aunque no conozco, que escriben maravillosamente pero no se han asumido. Y es lo mismo que en la otra salida del clóset. Hay riesgos que es difícil correr. Pienso en algunos que incluso repiten que no son escritores, y en la negación se asumen. Pero nadie los apura. Escriben. Es lo importante. Aman escribir.

**

Ayer también vimos Moonrise Kingdom (la rentamos en iTunes). Es preciosa, desde el principio; la paleta de colores es bellísima y todas las tomas son simétricas, y hay montajes hermosos (spoiler: cuando se leen sus cartas en voz alta y ves sus problemas y sus vidas tristes y la violencia en la que viven, y cómo se acompañan en esta adversidad). Pero no logré conectar del todo con ella. Me reí (Jason Schwartzman es casi siempre una versión de Jason Schwartzman, pero Jason es tan bello que es bello verlo donde sea) y me conmoví un par de veces (en esa escena), y es cierto que es la culminación de la estética de Wes Anderson… pero Rushmore  sigue siendo mi favorita de él. Y es una película que no tiene estética, no al menos la estética planeada y meditada de The Royal Tenenbaums  o de ésta, pero que tiene mucha fibra y sentimiento, y donde puedes palpar la tristeza de Bill Murray como algo crudo, sin filtro Instagram, pues.

**

Ayer criticamos a Gus Van Sant pero luego me di cuenta que sí me gusta, o que me gustan muchas películas de él al menos. La última que había visto de él fue Paranoid Park  y me pareció hermosa (es un problema no intentar escribir crítica objetiva cuando escribo de lo que me gusta y verme en dificultades porque lo que me parece bello, me parece bello, y no encuentro muchos sinónimos de esto). Claro: todas las historias que interpretan Crimen y castigo me van a gustar por ósmosis, pero aún así. Elephant también me gustó. Me gusta la forma en que retrata a los jóvenes. Esas tomas innecesarias -que tal vez no ayuden a que la trama avance- de conversaciones de adolescentes que no dicen nada, que sólo ensayan formas de convivencia social. El final de Finding Forrester no me gustó y hasta parece capítulo de caricatura un poco (Jamal está acusado de plagiar y William Forrester, el escritor famoso y recluido, llega a su escuela y lee una pieza del joven escritor, probando su talento). Además, no está bien que le aplaudan a un escritor. En la mañana vi un capítulo de Mad Men al azar, Waldorf Stories, que me pareció impresionante: la carrera de Peggy como un espejo de la de Don, y la importancia de tener más fracasos que éxitos, y tal vez de que nadie te aplauda durante un buen tiempo. Tal vez luego escriba algo estructurado de eso.

 

 

Todas las pesadillas

No vuelvo a delegar cosas. No puedes. El trabajo que se entrega a tu nombre debe ser hecho enteramente por ti.

(me acordé de una cosa que dijo en Twitter Alón sobre ‘el trabajo bien hecho’ como su tema favorito en el cine).

Así, aunque delegué un enorme trabajo, no pude entregarlo sin revisar. Entonces, una revisión pormenorizada. Y errores. Y cosas que yo haría distinto. Y pensar: será mi nombre, serán mis errores, serán los reclamos que yo escucharé. No puedes. Hacerlo de nuevo. Un mes. Trabajo pesado, neurótico: corregir. Vuelves sobre tus pasos. Una mayúscula que cambias a minúscula y luego a mayúscula y luego a minúscula, y apuntarla para volver sobre esta palabra al final, y decenas de apuntes: revisar esta parte, revisar esta otra.

El deadline.

Un último empujón. Trabajo rusheado. Un día con su noche de trabajo. Pensar: mejor. Pasado mañana esto habrá sido un trabajo terminado.

Trabajo disciplinadamente, como hace mucho no. Miro el reloj y el número de páginas en la esquina del Word y me congratulo: voy bien en tiempos. (siempre, las horas se consumen más rápido de lo que uno calcula.) Una pausa a veces, corta. Otra, un poco más prolongada pero necesaria. Una Pepsi. Un café. Trabajo. Hay una parte del libro interesantísima; la leo y corrijo en el estado alterado que da la concentración.

Luego, el error. Una computadora sobrecalentada (siempre la apago y este fin, por qué no, decidí sin decidir que se quedaría doblada sobre sí misma). En el archivo, unos asteriscos en lugar de letras. Sin pánico, el caramelito gira. Y gira. Y gira sin final. Entonces, resignación (manzanita Q). Tengo autoguardar cada dos minutos, de todos modos y según recuerdo. Y luego, ese mensaje rápido, un flashazo (ahora veré ese segundo en mi pantalla durante mis pesadillas).

Save changes?

Yes.

Porque pensé que eso era lo mejor.

Más tarde, por Agustín Fest, me entero que es un error de Microsoft, un bug del que han alertado hace tiempo y que aún no se resuelve. La solución: cuando pregunte si guardar, decir que no.

Para qué contar las horas perdidas tratando de recuperar una versión anterior del archivo, bajando trials de programas, leyendo foros de Mac, perdida en la desolación del internet por la madrugada.

Y todo el tiempo reflexionar: ¿Por qué, por qué no mandé el archivo cada tanto a mi correo? ¿Por qué esta vez no, si siempre lo hago? En un mes no lo hice. No lo pensé. No pensé necesario que un archivo de 900 páginas tuviera un par de respaldos. Y eso es lo que jode al final. Parecer amateur. No prevenir.

Otra cosa que me jode (las lágrimas de frustración salieron sin esfuerzo por la mañana): hoy es la cita con el cliente. 2,30, Condesa. Tenía planeado todo. Algunas cosas que quería comentarle, aprovechar para hablar de otro tema, entregar un trabajo bien hecho.

(ese punto culminante feliz, una historia que acaba bien)

Ahora: la clásica excusa del perro que se comió mi tarea. ¿Hay algo peor que decir una verdad que parezca una mentira? Decir una excusa que no es una excusa, sino una razón comprobable, una realidad de la que uno es inocente.

Reflexiones que son antesala  para este momento. Fest me recomendó este programa, Disk Drill. Escanea, pero no recupera sino hasta después de comprar el trial. En el preview del scan (jerga, jerga cibernética) pude ver, quise reconocer algunos cambios que hice ayer mismo. En teoría, es una versión avanzada. ¿Pero quién está seguro de esto? Todos los programas que probé sugieren que recuperar archivos borrados, dañados, depende de muchos factores; que, en resumen, nunca se sabe.

(me he resignado a hacerlo todo de nuevo, y me consuelo pensando que será un trabajo mejor hecho que éste, más reflexionado, más fundamentado, con la atención puesta en los detalles) (otro mes de trabajo, una historia graciosa en el futuro, un karma de trabajo que será recompensado: todo lo que pueda pensar para evitar caer en el drama, en la autoconmiseración, en el azote sin final).

En la mañana pagué la versión pro del Disk Drill (80 euros). Mi analogía ignorante: como un enfermo de cáncer que ya no tiene nada qué perder. Actuar de forma madura, actuar como debe actuarse, conservar la calma, el temple, la visión. Antes de llamar al cliente y abrir mi corazón ante él (eso será), intento esto último. Un último intento. Si no funciona, un mes más de trabajo, atención a los detalles, karma, etcétera.

Dice que 'I sponsored at least 5 coffees for the team'

 

(Estoy a punto de ver si acabo de tirar 80 euros al inodoro.)

(continuará)

 

(una hora después, actualización)

Salvé un 60/70%. No todo el trabajo se perdió (importante). No tendré que revisar todo de cero (importantísimo). Pero hablé con el cliente. Lo previsible: un tono de voz molesto. ¿De qué sirve repetir esta frase “parece excusa, pero es verdad”? ¿Qué es verdad? Siempre se puede rastrear la culpabilidad. En esta verdad (accidente de Word) hay una excusa y una acusación hacía mí. Irresponsable y despistada. ¿Cómo le vendes eso al cliente?

Volver a trabajar. Además, para sentir que he sido una mártir, para la imagen del estoico que, herido, se hace una curación provisional, desde en la madrugada traigo un fuerte dolor en la muñeca, el famoso síndrome del túnel carpiano. Me tomé un flanax y me puse un hielo. La vida sigue. Trabajar. Seguir. Sufrir. Y reírte del sufrimiento, siempre, qué más queda, como único remedio.