Personas que conocí brevemente

Pasó algo raro en el hostal de Londres (la última semana estuve sola). La noche anterior había intercambiado algunas frases con un muchacho, más joven que yo. Eran acuerdos sobre el canal de televisión que queríamos ver. Esa charla insulsa, sin objetivos ni agendas. Al otro día, después del desayuno, me lo encontré en un pasillo. De la nada, me preguntó qué haría ese día. Le dije. Luego, directo, sin titubeos, que si quería ir a tomar un café. Dije que sí. Salimos. Hablamos. Me dijo que era músico. Que tocaba la trompeta. Hasta después de un rato le pregunté cómo se llamaba.

Ross.

Y al mismo tiempo, los dos:

– Friends.

Nos sentamos en un parque. Hacía frío. Hablamos más, nada en especial, lo que suele decirse: anécdotas de viaje, la música que escuchamos, silencios raros, una conversación que no fluía.

Cuando terminamos el café, se levantó y se fue.

Ya no volví a verlo más y después me fui.

**

Cuando viajas solo conoces mucha gente. Hablas con decenas de personas. Pero todo es como una prueba y error. Esta persona que conozco será importante. De esta otra olvidaré su cara y su voz y seguramente nunca sabré su nombre. Además de este Ross, hablé con una pelirroja que se ponía a hablar con todos en el hostal, hasta la madrugada. Con un inglés que trabajaba en Chelsea. Y Susie, la neozelandesa, con la que anduve dos días enteros. Cenamos en Victoria, fuimos juntas al cambio de guardia en Buckingham, caminamos alrededor del Támesis, compramos boletos para ver The Taming of the Shrew en The Shakespeare’s Globe. En algún momento me dijo que acababa de terminar una relación de años y que su ex novio estaba en París y que no sabía si verlo. Le dije lo esperable. Seguimos caminando. No le conté nada de mí. Yo sabía que no seríamos amigas en otras circunstancias. Nuestras caminatas eran otra prueba y error. Eran un dejarse ir. Eran un conformarse.

Y pienso: qué triste. Buscas con quién conectar y rara la vez lo logras. Escoges a personas que no te importan para ir a lugares a los que siempre quisiste ir sólo porque te aterra la idea de ir a solas (yo prefiero ir sola, digo algunos). Y después, en la evocación de la experiencia, estará su cara difusa como una mancha en un vidrio. Pero en esta prueba y error de los solitarios siempre digo que sí. Es el problema de no saber decir que no. En todos los hostales en los que he estado, en todas las ciudades en que he estado, llega alguien en algún momento y me dice: vamos por un café, vamos a este barrio, vamos a este museo (por ejemplo). Y todas las veces voy, sin desearlo.

Con Susie al menos hubo el protocolo de agregarnos a Facebook y fingir que habría alguna especie de vínculo. Pero lo del muchacho Ross fue la prueba más pura de esta conexión no alcanzada: nunca seremos amigos, para qué fingir.

Y me niego. Cada momento, tarde perdida, conversación aburrida, debe permanecer. Cada persona debe ser fijada.

 

 

En Shakeaspare & Company, adquirí Portnoy’s Complaint, de Philip Roth, que me gusta y divierte tanto:

 

Doctor, they can stand on the window ledge  and threaten to splatter themselves on the pavement below, they can pile the Seconal to the ceiling -I may have to live for weeks and weeks on end in terror of these marriage-bent girls throwing themselves beneath the subway train, but I simply cannot, I simply will not, enter into a contract to sleep with just one woman for the rest of my days. Imagine it: suppose I were to go ahead and marry A, with her sweet tits and so on, what will happen when B appears, whose are even sweeter -or, at any rate, newer? Or C, who knows how to move her ass in some special way I have never experienced; or D, or E, or F. I’m trying to be honest with you, Doctor -because with sex the human imagination runs to Z, and then beyond! Tits and cunts and legs and lips and mouths and tongues and assholes! How can I give up what I have never even had, for a girl, who delicious and provocative as once she may have been, will inevitably grow as familiar to me as a loaf of bread? For love? What love? Is that what binds all these couples we know together -the ones who even bother to let themselves be bound? Isn’t it something more like weakness? Isn’t it rather convenience and apathy and guilt? Isn’t it rather fear and exhaustion and inertia, gutlessness plain and simple, far far more than that “love” that the marriage counselors and the songwriters and the psychotherapists are forever dreaming about? Please, let us not bullshit one another about “love” and its duration.

 

 

Más de sueños

Los sueños son irreversibles. Todo lo que ocurre en un sueño, ocurre para siempre. Los dientes se te caen para siempre. La gente te vio sin ropa en la calle para siempre. Las personas que amas se mueren. Y se mueren una y otra vez, de muchas formas. Y cada noche es un nuevo sufrimiento, una nueva manera de recibir estas noticias. Porque, además, los sueños no tienen matices, en ellos no hay sentimientos o impresiones complejos. Todo es definitivo. El dolor es definitivo. Visceral. No hay espacio para ponerse intelectual. Todo es como una cajita en la que sambutes un sentimiento…

 

…y este sentimiento se expande dentro de su contenedor y lo ocupa todo. Los sueños son sentimientos para dummies. Aquí, el dolor. Allá, la calentura. Antes, el miedo. Nunca nada junto, nunca nada en la misma escena, aunque quizás todos aparezcan en la secuencia final (ver). Si se muere tu mamá, sufres. Al despertar, hay un alivio instantáneo. Te descubres en tu cama y la luz entra por la ventana y piensas: fue un sueño. Pero el dolor no se diluye fácil. Te acompaña mientras te estás bañando, mientras te lavas los dientes y te vistes, y meditas durante la rutina en el sueño, pero más en la sensación que dejó el sueño que en el sueño mismo.

Es por esta irreversibilidad. Esto es definitivo. Esto no tiene arreglo. Cuando sueño que, en un arrebato, me corto el pelo cortito, me aterra la imposibilidad de la reparación. Y sin embargo, en el fondo hay una conciencia mínima de que hay una forma de cambiarlo, como no ocurre en la vida diaria. ¿Será nuestra parte primitiva? Cuando eres niño y aún no sabes que la muerte es definitiva, y si tuviste que aprenderlo del modo fácil, con tus mascotas, llegas de la escuela y escarvas en el jardín para encontrar la caja de zapatos donde enterraron a tu canarito muerto y lo descubres cubierto por gusanos. Y así te enteras que eso es irreversible.

En tus sueños volverás a tus temores y los vivirás -qué cosa tan cruel- pero al despertar será como una formateada total. No pasó. En la mañana, J me dijo que soñó que su papá tenía demencia senil y que sufrió mucho. Fue esta cosa la que causó el sufrimiento. Demencia senil > nunca volverá a estar lúcido > irreversible. Yo también tuve pesadillas (debe ser el edredón) y he aprendido a tener la conciencia mínima en alerta, y en medio del sufrimiento, guardar la esperanza de que despertarás y la realidad se rebobinará sola.

 

 

Ñoños

El viernes fuimos a ver Bear in Heaven en el Lunario. No estaba muy lleno. Estábamos ahí, tomando un vodka en un espacio considerable, y adelante había una chavita de lentes que de pronto volteaba. Ay, me recuerda tantas cosas. Sus lentes, enormes; su pelo chino, amarrado torpemente en una colita. Una chamarra gigante, que la hacía sudar. Tennis horrendos. Iba sola. Se emocionó con cada canción. Es fan. Es gay. Seguro. Tenía en la cara esta marca del perdedor. Quería hablarle a todos los que por descuido la miraban. Estaba tan sola. Y yo, que disfrutaba, que tenía a J a un lado, que dejé la adolescencia hace mucho tiempo, no podía dejar de verla y pensar en otras personas, en otros amigos, en ese loser del salón al que siempre, irremediablemente, me ataba algo. Algo. Hablaba siempre con ellos, porque en el fondo era uno de ellos. Pero después sentía, ¿qué?, una especie de claustrofobia social. Claustrofobia producida por el individuo, por su soledad apabullante, su ingenuidad y su indefensión, su excentricidad. Su perdedorez. Su L escarlata, tatuada en la frente. Si una realidad es muy dura, la evado. Entonces me alejaba. Me iba con otros que no estaban tan mal. Pero ya sentía este compromiso. Regresaba. El ñoño verdadero no es el ñoño que tiene una biblioteca de cultura pop en su corazón. El ñoño verdadero se sienta en la esquina del salón y no habla con nadie, y cuando alguien le presta atención, sus ojos brillan y su Asperger traiciona. Claro: tienen sus singularidades. Algunos dibujan anime con la mano de un virtuoso. Otros -había uno en mi salón de la prepa, con halitosis- se saben cada  punto y coma de Lord of the rings. Son buenos en karate o en ajedrez. O no tienen talentos. Algunos ni siquiera son buenos en las clases. Pero son tan socialmente ineptos, tan faltos de alguien que los escuche con una fingida sinceridad, que para mí son todos ñoños. Como la ñoña de Bear in Heaven. Estos seres descompuestos. En mi corazón ocupan un lugar extraño.

 

 

The Dark Knight Rises

Sólo he visto The Dark Knight una vez, la única vez que la vi en cine en 2008. Pero me gustó muchísimo. Y cuando lo pienso, creo que fue por el discurso final del teniente Gordon. Esta frase sobre todo, que no olvido: “We’ll hunt him, because he can take it”.

Hay muchas ideas en esa frase: el sacrificio. El héroe manchado. El héroe que resiste.

El discurso completo, del guión original:

He’s the hero Gotham deserves, but not the one it needs right now. So we’ll hunt him, because he can take it. Because he’s not our hero. He’s a silent guardian, a watchful protector… a dark knight.

Toda la idea es épica. La película entera está llena de ideas, de leitmotivs, como una obra de literatura.

Pero lo que yo entendí, lo que ponderaba sobre todo cuando recordaba lo buena que era, es que Batman seguiría peleando, a pesar de Gotham. A pesar de la policía. A pesar de que la ciudad por la que lucha lo desprecia. Because he can take it. 

Por eso, me decepciona su caída. O no. Creo que la caída es una idea poderosa. Y que lo que hace a Batman un superhéroe tan fascinante es que es humano y envejece y se cae y sangra. Y que verlo en la caída es importante porque también es un súperheroe -aunque uno humano- que se levanta de las cenizas. Ahí está la idea. El murciélago fénix.

Pero lo que me conflictúa es eso: que la idea de la segunda tenga que devaluarse para que la idea de la tercera brille. El sacrificio se convierte en derrota. El vigilante protector se deja vencer. El he can take it se convierte en he couldn’t take it.  No es un caballero oscuro, sino un caballero caído. Lo cual, ya dije, es importante. Es más importante que el sacrificio porque explora temas más complejos.

Entonces, sin la mano confiada de la segunda, The Dark Knight Rises trata de llevar a cabo su idea por todos los medios. En lo visual, lo simbólico. Aún así, después de todos los momentos ridículos, la muerte chusca de Marion Cotillard, la voz que después de Abed de Community  no puede tomarse en serio, la boca enorme de Anne Hathaway, las ridiculeces que ya todos han apuntado como si enumeraran los defectos de una mujer fea, a pesar de todo eso, hay esos momentos: las explosiones silenciosas, el hoyo, la ciudad cubierta de nieve, la quebradora.

Al final, queda una idea que es poderosa por sí sola -la caída-, aunque cuando recuerde la película, años después, ya no sienta esa emoción del sacrificio. Esa otra idea, que sí fue bien ejecutada, me la quitaron.

 

Kristen Stewart en la palestra

1.       Kristen Stewart es articulada. Algo que probablemente a algunos les sorprenda. También es muy bella: eso no sorprende. Aunque es bella de una forma poco convencional. Es delgada, casi carece de curvas. Todo es anguloso y alargado, y muy blanco. Vampírico.

A los doce años apareció en Panic Room, el trhiller de David Fincher. Su papel era el de una niña un poco andrógina que decía fuck, usaba playeras de Sid Vicious y tenía más actitud y sentido de supervivencia que su madre, interpretada por Jodie Foster. Sin embargo, era frágil. Tenía diabetes. La combinación de dureza y fragilidad conquistaba. A los doce años ya hablaba como un carguero y parecía de más edad, un hombre maduro, tal vez misántropo, en el cuerpo de una preadolescente.

Pero ahora Kristen Stewart es otra cosa: esa cara siempre presente. Esa muchacha que no sabe actuar. La chica de la expresión rígida, intermitente. No hay quien no la conozca (Leonardo DiCaprio alguna vez dijo que ha estado en los lugares más remotos, en aldeas bañadas por el Amazonas, y la gente siempre sabe quién es: su maldición y su pasado es Titanic). Algo similar pasa con Kristen Stewart. Afuera del hotel donde da una conferencia de prensa, decenas de fans la esperan. Gritan y lloran y permanecen afuera hasta que anochece. Todas, es fácil deducirlo, son fans de Twilight en realidad, y de todo lo que Bella representa, y de Edward, el príncipe azul moderno (que, tal vez no lo sepan, representa los ideales mormones de su creadora, Stephenie Meyer).

Pero Kristen, que es articulada, quiere hacer algo más, o cree que quiere, y sigue buscando. Protagonizó On the road, dirigida por Walter Salles. La película fue presentada en Cannes, que para ella es la meca de los que hacen cine. Así lo dice. También dice que esa novela de Jack Keoruac es una de sus favoritas. Hay otra adaptación literaria que le gustaría protagonizar en cine: Lie down in darkness, de William Styron. La novela fue publicada en 1951 y permanece como un clásico desconocido. “Si se hace mientras viva, espero que todavía tenga edad para protagonizarla. Todas las partes son maravillosas”, dice. En otras entrevistas ha nombrado a escritores como: Camus, Henry Miller, Bukowski, Vonnegut, Steinbeck.

 

2.      Hay otro tema que le interesa: la moda. Ahora mismo representa a la casa de diseño Balenciaga. En la MET Gala posó con uno de los vestidos más audaces: un diseño geométrico en azul, rojo y negro con un corsé de piel de serpiente. “La única forma en que me sentí cómoda representando a una marca fue porque Nicolas (Ghesquière, actual director creativo) es muy valiente: lo que está haciendo es arte”. Luego dice: “Además Nico se emociona mucho conmigo, no sé por qué.”

En México, para promocionar Snow White and the Huntsman, lleva pantalones Vivienne Westwood, camisa Marios Schwab y un par de Christian Louboutin en verde limón. En el mundo de la moda, sonnombres. Instituciones. Los tres que porta, por ejemplo, son favoritos en Vogue. Kristen rara vez falla, aunque después de fotografiarse con un Proenza Schouler use un vestido entallado con Converse (es que quiere que sepas que en serio no le importa).

“Pero la moda tiene dos aspectos. Creo que también puede ser repelente, atraer cosas que no quiero en mi vida. Algunas modelos y ciertos diseñadores luchan como animales para triunfar. Son súcubos, vampiros.”

(otro rasgo de Kristen Stewart: es de esas actrices a las que no les importa soltar fucks  y fuckings en las entrevistas; quizás demasiados, quizás como el único modo ostensible de demostrar cuánto no le importa)

Otra periodista empieza a formular su pregunta y Kristen la interrumpe a la mitad.

“Ah, eso de los vampiros va a ser un titular. Ya lo sé.”

Los periodistas son sus enemigos, parece.

 

3.      Esta nota en The New York Times se mofa de las dificultades de su vida como teen idol, a la vez que pondera algo que rara vez se discute: su probable talento como actriz. ¿Lo tiene? Jodie Foster sigue escribiéndose con ella y considera que no está mal hacer un churro familiar después de papeles oscuros, pues eso le ayudará a ser una actriz más madura. Sean Penn (Penn la dirigió en la desgarradora Into the wild) proclama que la fama que le trajo Twilight es obscena y que Kristen tiene “instintos tremendos.”

¿Cuántos actores jóvenes sobrevivieron después de un blockbuster desproporcionado? Hay que pensar en el futuro de los actores de la saga de Harry Potter; en la fallida carrera de Mark Hamill después deStar Wars (sus últimos trabajos son tan penosos que entristecen) o en Linda Blair después de The Exorcist. Pero entonces podemos volver a Leonardo DiCaprio, que renegó de su fama indeseada (o de la carrera que ésta le impondría) y se propuso ser un buen actor, hasta lograrlo.

 

4.      Kristen Stewart, por tanto, decide blindarse. No cuenta nada de su vida, aunque casi todos conozcan de qué va. Las adolescentes la idolatran porque se identifican con Bella Swan. Los periodistas escriben cosas malintencionadas de ella (según ella). Las redes sociales se pasan esta imagen donde su gesto soporífero aparece repetido dieciocho veces contra las caras expresivas, juguetonas (vaya: vivas) de Emma Watson. Y todos reniegan de Twilight, la historia que arruinó a los vampiros para siempre, y probablemente muchas otras cosas más, como los modelos de género. Gracias a Stephenie Meyer, la mujer sumisa, reducida, indefensa ante el vampiro controlador, es una aspiración y un ejemplo.

 

5.      Sam Claflin, el todavía desconocido actor británico que aparece con ella en la adaptación darkie de Blancanieves, dice algo importante: Kristen puede llamar por teléfono a Spielberg para proponerle algo, y se hará. Porque es talentosa, dice él, cuidadoso de alabarla sin parecer muy lisonjero. Pero también porque tiene ese poder y es un hecho que cualquier cosa que protagonice será vista por millones. Los estudios la adoran y la persiguen por este motivo.

Pienso en esas niñas apostadas afuera del hotel, desesperadas. Es lo que todo fan haría, ¿pero a este nivel? ¿Qué les da Kristen sino hermetismo, pocas sonrisas, un saludo nervioso desde la terraza? Esas niñas tal vez no sabían que a unas cuadras, sobre Reforma, un contingente de más de cuarenta mil personas venía marchando desde el Zócalo, protestando contra el PRI, contra Peña Nieto, contra Atenco. Es esa burbuja. Esa actriz que tomaron como estandarte, aunque seguro ni la entienden (¿quién?). Algunos dicen que la Bella Swan de Meyer carece de personalidad para ser un lienzo en blanco en el que las niñas puedan proyectarse de manera universal. Pero es difícil proyectarse en Kristen Stewart, que lleva el misterio hasta los extremos. Nadie se da cuenta del fenómeno que han creado. Esa muchacha que dice muchos fucks y que es difícil de discernir. Que produce admiración desenfrenada o rechazo tajante. Un misántropo en el cuerpo de una mujer, condenada a vivir por siempre en la palestra.

 

Esto salió en el blog de Letras Libres.

 

Adicionalmente, una transcripción de su primera respuesta, que me divirtió mucho:

It’s an odd relationship that actors are allowed to have with fashion. We don’t have anything to do with it, yet we’re allowed to sort of enjoy the benefits: you get to wear the clothes and have fun and sometimes have a bit of a say in how something’s made. I’m right now working with Balenciaga and I’ve grown up looking at racks of clothing, I have no idea except when something stands out you go: ‘throw everything away, it’s that’. And I never know what the designer is or anything like that, except for Balenciaga, they always did stand out as being really different. And the only way that I felt comfortable associating myself with the brand and selling something was because it’s courageous, he’s making art, he’s not selling himself. Nicolas is so much fun to be around, he loves it so much, the energy… That’s why I like to make movies as you can feel it seep off of people and you wanna be around them and soak it up. Considering that I don’t have anything to do with fashion I just like to… and he gets so excited around me for whatever reason, and I’m like sweet! So it’s cool. There are two sides though, I think it can be so awful and everything that I want nothing to do with. You need to find the people that do it because they love it and not because they wanna be, like… Is like models or designers that are just fucking fighting their way to the top, I don’t like that, I have a huge problem with it, and it’s so obvious, the difference is so obvious, they’re succubus, they’re vampires.

 

 Oh, that’s gonna be a headline, I know it.

 

 

 

Savages

Hagamos una película de narcos, debió pensar Oliver Stone. Hagámosla realista. Habrá descabezados y  mensajes intimidantes, como en los cárteles. Sangre. Explosiones. Persecuciones. Hackers que hackean golpeando furiosamente un teclado. Habrá humo de marihuana y entonces la cámara se alejará, la imagen se distorsionará, nuestros actores pondrán ojos de beatitud, sumidos en la pacheca, como en la vida real. Además, como es de narcos, tendremos a Demián Bichir y a Salma Hayek. Y a Benicio del Toro, que no es mexicano, pero qué bien le salen los mexicanos (piensa Oliver Stone). Y sexo, sexo desenfrenado, sexo entre tres incluso, pero como un acto de amor. Todo eso tendremos.

Pero Savages, cómo pudo anticiparlo Stone, es un fracaso. Parte de una anécdota que por sí sola es poco verosímil (chavos fresas en Laguna con negocio sustentable de marihuana enfrentados a un cártel poderoso) y luego pretende desenvolver el conflicto como si éste fuera posible, como si dos chavitos que fuman marihuana recreativamente pudieran enfrentarse –tener la oportunidad de hacerlo– contra un cártel sanguinario.

Pero veamos: Ben y Chon son dos amigos californianos que surfean (porque son californianos, qué más) con la idea grandiosa de cultivar semillas de cannabis provenientes de Afganistán y comercializar su propia marihuana extra potente. ¿Pero cómo? Uno es ex miembro de la armada SEAL y el otro estudió negocios y botánica en Berkeley. Fácil. Donde uno tiene cicatrices protuberantes y wargasms en lugar de orgasmos, el otro enseña a leer a niños en África. Su negocio está tan exento de violencia que parece iniciativa verde, como un Starbucks de la ilegalidad.

Ophelia (Blake Lively, interpretando a Blake Lively), O, es su amante compartida. Los tres viven la California de sus sueños hasta que el Cártel de Baja les propone una asociación, que rehúsan. O es secuestrada. El Cártel de Baja les manda mensajes por mail, en letras gigantes, rojas y con caritas felices. Cada que llega un nuevo mensaje, suena la tonadita del Chavo del Ocho. En el primero hay unas cabezas –nunca se dice de quiénes. ¡Miren estas cabezas decapitadas!, parece decir el Cártel. ¡Miren qué malos somos! Excepto que Oliver Stone desestima, en todo su barroquismo sanguinario, la lógica elemental de una organización criminal.

Ahí es donde Savages, además de churro dominguero, es deshonesta. Retrata la violencia del narco (decapitaciones, torturas), asumiéndolos como los salvajes que, en su infinita hipocresía, se escandalizan con el mènage a trois de los gringos, pero termina presentándolos como una bola de pendejos. Eso son para Stone: mandan mensajes violentos con imágenes de víctimas, que sin embargo no son las víctimas de los receptores del mensaje. Además, los mandan por internet. Por internet. Lo tecleo de nuevo: por internet. Con tonaditas del Chavo del Ocho.

Savages es, además, obsoleta. Pensé que ya habíamos superado la idea folklórica de la reina de cártel. Pero no. Y para que quede claro: se llama la Reina Roja. Y es Salma Hayek. Hablando spanglish, usando pelucas, viendo películas de Pedro Infante. Un cliché. Si a Oliver Stone le interesa tanto el narco, si respeta el tema tanto como pregona, ¿por qué no se molesta en inventarse un jefe de cártel creíble, duro, estratega, curtido, desalmado hasta donde es necesario, un hombre que ha perdido todo y lo ha creado de nuevo? Podría inspirarse en este perfil del Chapo Guzmán, Cocaine Incorporated, en la revista de The New York Times. Hay más cinematografía en un párrafo de esa pieza periodística que en 131 minutos de Savages.

Podríamos pedirle verosimilitud a Stone. No la hay. Una rehén sin importancia pide hablar con la jefa del cártel y se lo conceden, vaya, hasta termina cenando con ella. Por tanto, no podemos pedir eso. Pero tal vez podamos pedir seriedad.

Alejandro Hope, uno de los expertos que han estudiado más a fondo los intríngulis del crimen organizado y el narcotráfico,  ha hecho estimaciones de los ingresos del narco: la conclusión es que es imposible saber a ciencia cierta cuánto dinero mueve el narco, tanto en distribución como en mercados dentro de Estados Unidos. Entonces, ¿por qué Stone afirma con tanta soltura que la economía de México depende por entero del narco? Y entonces, si es como Stone cree, ¿por qué la jefa de un cártel tan poderoso se lanzaría contra un par de comerciantes indie que, además, sólo venden marihuana? Seguramente Stone, en su investigación, aprendió que los ingresos por exportación de cocaína son más del doble que los de marihuana, según esta presentación, también de Hope.

El narco no es un tema menor. Lo peor: es un tema fascinante, con cientos de aristas. Una sola nota de un caso relacionado al narcotráfico da para trama de película, como ésta que acaba de aparecer en El Universal. Pero no. Stone se basó en una novela y creyó con esto retratar al fin lo que es el crimen organizado, incluido el agente de la DEA corrupto (John Travolta, indigestándose con comida rápida en cada escena en la que aparece).

Al final, Savages desperdicia sus recursos. Menosprecia a sus actores: la única escena donde Bichir aparece realmente es una donde trae el ojo medio salido, Emile Hirsch la hace de un analista financiero/ciclista que, sorprendentemente, nunca se desprende de su atuendo de ciclista y Sandra Echeverría es un adornito nada más. El contexto, en Savages, se vuelve prescindible: hay una vaga mención de las elecciones en México y un jefe del narco, El Azul, con un Joaquín Cosío al que no permiten explayarse. Sin contar el final, que arranca las carcajadas.

Si Stone quería hacer arte donde las telenovelas colombianas han transigido, falló. En su épica digna de Galavisión, como siempre, los mexicanos son los malos y los gringos son los buenos. Pero si buscaba ridiculizar un tema que, en sus cifras más laxas arroja 60 mil muertos en un sexenio, triunfó. Por supuesto, el suyo es un triunfo vergonzoso.

 

Del blog de Letras Libres.

Otra vez el sueño. Una cúpula se derrumba. En mi casa no hay cúpulas, claro. También estaba mi papá. Internet dice que puede significar muertes de un ser querido. Me desperté en la noche y luego ya no pude dormir. No podría ser que lo que más temo en el mundo ocurra. O la casa representa mi ser. En cualquier caso, no son sueños felices.

 

 

Sueño recurrente

Sueño con distintas versiones de mi casa, la de mis papás. A veces llego y el techo doble de la sala ya no es tal. Todo se ve más pequeño, más descuidado. A veces hay una terraza donde no había, o donde había una ya no hay nada. Hay partes en obra negra, como alguna vez las hubo. La escalera está en otro lugar. La cocina es diferente. Comemos bajo un foco que no estaba. Siempre son las siete de la noche, la hora en que mi pueblo se vuelve fantasma. No cae la noche, pero tampoco es de día. Es como la madrugada, sólo que sin su benevolencia. La calle -mi calle- está desierta. Alcanzo, en unos pasos, el centro del pueblo -el jardín principal, el kiosko que es réplica exacta de uno en China, dice la leyenda, dice el cronista oficial-. Corro por la banqueta, como si un metro fuera un centímetro o yo un gigante. Todo está distorsionado pero a la vez es familiar. Y los que están ahí no son mis hermanos, no son mis papás.

 

 

Miedo

Hace poco vimos The Descendants. Toda la primera parte me aburrió increíblemente. Pero a la mitad justo algo pasa, no sé qué, y la historia adquiere otro tono. Hay una escena que me conmovió muchísimo: después de muchas aventuras con su papá y su hermana en busca del amante de la madre que está en coma, una trabajadora social le explica a la niña precoz que su mamá morirá. Y la película es muy honesta: ésta es la reacción auténtica de una niña de esa edad. No hay las miradas introspectivas o reacciones mudas que según las películas tienen los niños ante la muerte. Hay llanto. La niña que a los diez años ya está hiper-sexualizada y dice groserías, al saber que su madre morirá pronto, vuelve al estado de inocencia. Aquí es donde The Descendants te hace llorar, como marca el cliché. Al volverse, la niña mira a su padre, que la mira consolándola. Esa mirada consoladora. La primera vez que leí Año nuevo, brevísimo cuento de Inés Arredondo, lloré:

Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.
Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.

 

Esa mirada consoladora, después de ese momento, simboliza todo lo que me da miedo en el mundo.

Can Dostoievsky still kick you in the gut?

Este texto del New Yorker:

“Notes from Underground” feels like a warmup for the colossus that came next, “Crime and Punishment,” though, in certain key ways, it’s a more uncompromising book. What the two fictions share is a solitary, restless, irritable hero and a feeling for the feverish, crowded streets and dives of St. Petersburg—an atmosphere of careless improvidence, neglect, self-neglect, cruelty, even sordidness. It is the modern city in extremis.

**

Memorias del subsuelo me trae una imagen: la del individuo ante el ridículo propio. La posición indefensa y vulnerable después de cometer un ridículo monumental.

(para mí sería caerme con una bandeja de comida encima)

Después de estar en la situación desesperada de mostrarte al mundo en tu peor forma (débil, torpe, aplastado, minimizado), ¿qué se hace? ¿Cómo se recoge uno mismo y continúa inserto en la vida, cautivo de la mirada ajena? Lidiar con esto -esta eventual reacción, este probable escenario- es lidiar con la esencia  de uno mismo. Hay espíritus livianos: los que se ríen después de la caída. Hay espíritus elevados: los que conservan su dignidad, la portan con recelo, después de la caída. Y hay espíritus atormentados, como el narrador de Memorias del subsuelo, que ante el ridículo cae más profundo todavía, hasta un punto de no retorno. Un punto donde su dignidad no volverá jamás, donde la vergüenza pública deja de ser circunstancial y lo define, y extermina su ser. En esa reunión con hombres que no lo han invitado, que lo ignoran, hace un berrinche y no se marcha. Permanece apocado en una esquina del cuarto, paseando su miseria, mientras los demás fuman y beben su vodka, considerándolo tan poca cosa, tan irrelevante, que ni siquiera protestan. Ese suicidio social que es en muchas formas un suicidio real.

A veces sé lo que haría en este escenario probable. No lo que me gustaría hacer. Lo que haría. Saberlo es una forma de conocerme a mí misma, de convivir con esa otra persona que soy.

**

Al final del texto del New Yorker, David Denby, el autor, concluye:

You can read this book as a meta-fiction about creating a voice, or as a case study, but you can’t escape reading it also as an accusation of human insufficiency rendered without the slightest trace of self-righteousness. If you begin by grieving for its hero, he upsets you with so much truth of our common nature that you wind up grieving for yourself—for your own insufficiency. “Notes” is still a modern book; it still can kick.

 

 

Una cosa breve

Estábamos el viernes en el cumpleaños de Leti Gasca, platicando sobre las elecciones, por supuesto. Todos los temas surgieron. La idea de que Peña Nieto no lo hará tan mal al principio y que la gente eventualmente pensará que no está tan mal. Lo peligroso que es esto. Jordy lo dijo con preocupación. Me preocupé. Pero también vimos el lado positivo. De cómo el futuro de Ebrard tendría que ser la idea de unificar las izquierdas. Lo imaginé con una misión. Las izquierdas son en el anillo y la unificación es Mordor. Nos reímos.

Luego, el reportaje de Guillermo Osorno en Gatopardo sobre Ebrard. Esta parte:

—Hagamos una conformación política lo más alejada posible de la vida cotidiana del partido, de sus consejeros, de sus grupos, para poder atraer a un sector muy importante que está afuera, a los colectivos de centro-izquierda, que nunca van a ir al PRD, ni a otro partido —me dijo Ebrard—. Me gustaría mucho hacer en México algo como lo que hizo Uruguay, ¿por qué Uruguay? Porque lo he visto, funciona muy bien, tienen muy buenos resultados vis-à-vis con otras ideas políticas, ¿por qué no?
Actualmente, en Uruguay gobierna el Frente Amplio, que es una coalición de partidos de izquierda que abarca desde las corrientes más tradicionales hasta las agendas de derechos humanos más radicales, como los que abogan por la muerte asistida o los matrimonios del mismo sexo.

***

Esa noche estábamos en el balcón, en la Nápoles, en un séptimo piso. La ciudad era como un lienzo. Estaba ahí. Y me dio risa, pero también me inspiró, cuando Jordy dijo: “Ay, DF, te quiero abrazar”.