En lo que estaba leyendo ahorita mencionan el caso de Mary Kay Letourneau, la maestra de primaria que, a los 36 años, se involucró sexualmente con su alumno de 13 (a los 12, de hecho). Su abogado la defendió aduciendo trastorno bipolar, es decir, aunque entendía lo mal que había actuado, era sólo un episodio maniático. Excusa asquerosa. Ella explicaba el amor que sentía por Vili Faulaau, su amante, pero la ley la obligaba a pagar el acto “inmoral”. Se quiso fugar con él, no pudo, la metieron a la cárcel siete años. Durante ese lapso ella se embarazó de él dos veces. Cuando salió, el mismo Faulaau pidió anular la orden de restricción en su contra. Se casaron poco después. Viven en Seattle. Los que los conocen dicen que nada ni nadie podría separarlos. Todo visto desde cierto lente adquiere una textura pantanosa de ética y moralidad.

En un artículo del New York Times sobre las penas legales de mujeres que abusan de hombres, se dice esto:

The researchers questioned the practice, common in many studies, of lumping all sexual abuse together. They contended that treating all types equally presented problems that, they wrote, “are perhaps most apparent when contrasting cases such as the repeated rape of a 5-year-old girl by her father and the willing sexual involvement of a mature 15-year-old adolescent boy with an unrelated adult.”

In the first case, serious harm may result, the article said, but the second case “may represent only a violation of social norms with no implication for personal harm.”

¿Por qué nos costaba tanto entender, conceder que sólo se trataba de amor? O de pasión, de un deseo consensuado de estar juntos, no por ello adulto, no por ello mil veces rectificado y meditado, no por ello correcto (nada lo es).

Tal vez sólo me conmueve ver esta foto de su boda*:

* Me acuerdo hace poco que estábamos viendo reruns de Saturday Night Live, y en Weekend Update salió la noticia de su boda. El punchline era “Ella usó Vera Wang y él, Spiderman”, junto a una foto de ella en vestido de novia y él disfrazado de Spidey, tan chaparro como un niño, tomado de la mano de ella en actitud sumisa.

En los libros de mi papá encontré, siendo adolescente, una novela llamada ¿Quién es este chico? La autora se llamaba Nicole de Buron. En la foto de portada, tres punks sentados sobre la banqueta: una chica hermosa con los costados de la cabeza rapados y el famoso peinado de escoba al centro, decolorado hasta la blancura perfecta. Tiene chamarra de cuero y dos cachorros en las manos. A sus pies, otro con el mismo peinado de escoba, pero en rojo, bostezando. Uno de pelo verde y lentes oscuros está leyendo un papel. La indumentaria de los tres está llena de estoperoles, parches y cadenas. Y también hay un tag line: “un retrato feroz y divertido de la familia moderna”.

Empecé a leerlo sólo por la foto de los punks. Y me encontré con una maravillosa novela narrada en segunda persona que empezaba así:

Es ÉL.

Esa certidumbre ha caído sobre usted como un rayo.

.

Estaba usted leyendo tranquilamente el periódico de la tarde. Bueno, con toda la tranquilidad que permite una época tan tormentosa. Después de un día en el que no había conseguido hacer nada más que la mitad de las cosas apuntadas como “urgentes” en su agenda. Un día en el que sólo había escrito las tres cuartas partes de aquel artículo prometido para la mañana siguiente. (Esta noche espera un toque de inspiración para terminarlo de madrugada.) Un día en el que ha corrido al supermercado; donde, por cierto, se ha olvidado de comprar los pimientos. Ha vuelto. Ha paseado a su perro Roquefort. Ha arreglado el monstruoso desorden familiar. Ha pasado el aspirador. Mal. (Es algo que usted detesta.) Se ha comido un huevo duro (cosa que también detesta, pero tiene la ventaja de que se traga en un santiamén.)

Lo que sigue son escenas divertidísimas desde la perspectiva de un ama de casa y periodista parisina en los años ochenta. El relato es profundamente conmovedor, original y gracioso a la vez. A su esposo lo llama Hombre, a secas. A su hija adolescente, la Reina de la Casa. Al novio de ésta, el Comanche. A la hija mayor, Hija Mayor. Al esposo de ésta, el Señor Yerno. Y al hijo de estos, cuando lo tienen, un enormísimo Muchachito. Hay escenas de la protagonista y su nieto comiendo a solas en un mall que me arrancaron las lágrimas.

Nunca más encontré algo de la autora. Su página de Wikipedia está en francés. Vi que nació en 1929 y que no se ha muerto. La novela me pareció, más que un retrato feroz de la familia moderna, un estudio sobre la madre. Sobre las carencias y los momentos felices de una mujer que ha de dividirse para ser la columna de apoyo de su esposo, sus hijas, su familia agregada, sus nietos. Y entonces, las cosas más triviales, como la presentación de un nuevo novio, una corbata que no aparece, o el trayecto al hospital para iniciar la labor de parto, son a los ojos de esta mujer eventos extraordinarios pero a la vez plácidos, porque equivalen a sortear pasos que deben ser vividos.

No sé si quieran leerla (o la consigan); en todo caso, acá brindo un spoiler: al final, la narradora se convierte en un refugio para el Muchachito, celoso de la llegada de Princesita. Y la felicidad se resume en una hermosa frase:

¡Hay que ver de qué depende el amor! Por una vez, bendice usted los siete kilos que le sobran. Por lo que se ve, esos kilos hacen de usted una Abuelita completa.

Ahorita estábamos platicando Pelaná y yo. Todo empezó así: me están dando mucha risa tus tuits, ese de Enrique Iglesias, luego hablamos de canciones de los noventa, mencioné Mercurio, él dijo que Magneto, yo dije que ya no me tocó tanto, pregunté en qué año nació, dijo que 82 y dijo te la mamas si eres de los noventa, y dije no, 86, y qué pedo con los que nacieron en los noventa, sí, qué trauma, no lloraron con Kurt, dice, ni vieron Space Jam o estaban en el cine viendo Jurassic Park, preguntando cómo lo hacen, ni lloraron con El rey león, recordé que la vi en el cine con muchos niños pero yo iba en uniforme y eso era LA vergüenza máxima, estar de uniforme cuando todos están en su ropa “normal”, dijo que él odiaba a los que estaban de uniforme en horas no de la escuela, yo dije que también y que por eso era doblemente tortuoso.

Y luego recordé la clasificación que hacía del ser humano en la primaria: el mundo se dividía entre los que se cambiaban el uniforme al llegar a casa y los que no lo hacían y permanecían así, con el uniforme, mientras comían su sopa de verduras con agua Tang, y veían a Paco Stanley o a Lolita Ayala, los que se quedaban con el uniforme puesto mientras veían las caricaturas del cinco y a la hora a la que iban a la tiendita por el snack, y cuando hacían su tarea, cuando cenaban, cuando se bañaban y sólo entonces, en la noche, se quitaban el uniforme (que en unas horas ya, otra vez se pondrían) para ponerse la pijama. Era INTOLERABLE. Escandaloso. Nada hablaba más de ti, de tu lugar en el mundo, de tu probable responsabilidad y sensatez, que la decisión de permanecer o no con el uniforme todo el día.

Así las cosas, un día después de la escuela, Juan (el primo de mi edad, mi primer amigo, mi primer amor, mi primero en casi todo lo de esa época) y yo decidimos a medio camino ir a su casa por no sé qué. Estando ahí, su mamá, que era maestra de kinder, llegó con alumnos y primos y dijo que nos llevaría a ver El rey león. Yo le dije: tía, pero tengo que ir a cambiarme a la casa. Y ella: no hay tiempo, ya va a empezar, sube a la camioneta. Y me subí y así fui, con uniforme, y fue tan vergonzoso que la tortura sola de estar EN UNIFORME en un lugar público (en un cine, con otros niños) hizo que casi no sufriera tanto con la muerte de Mufasa.

Una década es poco, y seguro los de los años noventa tienen sus recuerdos tan bien situados como los nuestros. El problema es que nosotros no podemos ver con nostalgia lo que sucedió en un contexto fuera de la infancia; entonces es algo aún reciente, que no se olvida, que no adquiere otra textura con los años.

Lo de hoy, pues, es la nostalgia por los noventa. Y los de los noventa no pueden sentir nostalgia por la década en que nacieron, por desgracia.

Con la desvelada de anoche, hace rato tomé una siesta enorme y tuve un sueño -varios sueños- muy intensos.

Siempre digo que la simbología de mis sueños es muy básica. Sueño con personas específicas, situaciones específicas (y muchas veces reales), objetos, canciones, películas, obras de ficción que estoy consumiendo. Y mi fobia. Innumerables veces sueño con innombrables. En mis sueños casi nunca hay conceptos universales (mandalas, diría Jung), sino elementos cuya interpretación recae en la superficie de mi personalidad. Con mis padres. Con las personas que amo y también, muchas veces, con las personas que odio (o creo odiar).

Corte: el sueño de hace rato fue muy intenso.

Primero, por alguna razón estaba ahí Kate del Castillo (uh, Kate del Castillo), ya que no puedo evitar saber que está filmando o filmó la versión telenovelera de La reina del sur. Todo ocurría en Colombia, en una selva infestada de innombrables. Nadando sobre un río, una bestia de esas enorme (como el Basilisco de Harry Potter) me perseguía y, a pesar de que era un sueño, yo me tapaba la visión con un algo invisible (¿la cobija con la que me estaba cubriendo en la vida real?), justo como cuando veo películas donde salen innombrables. Después llegábamos a la mansión donde Kate y su entourage acostumbraba departir. En el centro, una piscina techada, pero cuya agua no se había cambiado en mucho tiempo (siempre sueño con albercas descuidadas, de aguas amarillentas y sucias; el agua es otro elemento universal onírico). Aún así, otro tipo no identificado y yo nos metíamos a nadar. Llegaba después una mujer como de cincuenta años, que me recuerda levemente a una tía, mamá de una prima que hace ocho días vi en un Blockbuster (elementos de la vida ordinaria, totalmente olvidables, que adquieren otro significado dentro del sueño), y nos decía que no deberíamos nadar en una alberca tan descuidada y que ella, en su recámara, tenía una. Ahí voy (yo sola). En efecto, en una recámara exquisita y lujosa, como de museo (siempre sueño con museos), y la alberca comenzaba en una esquina y era toda un área del cuarto: tenía varios pisos y hasta muebles dentro de ella, para aumentar la experiencia del nado. El agua era caliente y yo sentía lo húmedo y lo caliente (sin albur), porque los sueños también vienen acompañados de experiencias sensoriales (olfativas, gustativas, táctiles) que no necesariamente son sólo visuales.

Hay acá una parte que es extremadamente triple equis y que no voy a compartir. Me sorprendió muchísimo el nivel de detalle y realismo, eso sí.

Al final de mi sueño estaba yo en una playa (siempre sueño con playas; otro elemento que sí es universal), al romper la tarde, en esa hora crepuscular en que no es ni de noche ni de día. En la playa había mucha gente. Todos tenían cara. Esto me llamó mucho la atención, generalmente los personajes incidentales de los sueños no tienen rostro o son borrosos e impersonales. Entonces entré en la fase consciente del sueño, una de las experiencias oníricas que más me gustan y en la que siempre trabajo mientras sueño (¿alguien recuerda Waking life?). Me dije que quería estar sola en la playa y, muy à la Inception, supe que todas esas personas eran manifestaciones de mi subconsciente y que, como tales, yo podía mandarlos. Les ordené que se fueran. Y fue increíble cómo, una escena que parecía totalmente cinematográfica, incidental (mucha gente dispar reunida en una playa), empezaron a levantarse e irse. Todos al mismo tiempo. Surrealismo puro.

Anoche tuve otro sueño increíblemente realista y simbólico, que me dejó exhausta. No descansé en toda la noche. Fue cuando pensé en entregarme a la idea de hacer un diario de sueños. Mi terapeuta lo recomienda. Jung analiza 400 sueños de un paciente con formación científica para identificar los mandalas que constituyen los círculos concéntricos de la personalidad. Todo lo que soñamos está ahí por una razón. Todo tiene un significado, aún sutil, aún inútil. Anoche estaba viendo The Sheltering Sky, la versión cinematográfica de la hermosísisisisima novela de Paul Bowles (que además la narra y aparece ahí), y en algún punto John Malkovich, como Port, empieza a narrar un sueño. Están en África del Norte, yuppies neoyorquinos de los años cuarenta que se consideran viajeros aunque siempre caigan en hoteles de lujo, en las ciudades más miserables. La pareja viaja con un amigo. Sentados en un café, Port habla de su sueño. Su esposa se enoja, le dice que a nadie le interesa. Él responde que si no lo cuenta lo va a olvidar. Es un sueño totalmente simbólico. Me gusta mucho la idea de contar los sueños. Acabo de hacerlo. Todos tenemos la costumbre de contar nuestros sueños, sobre todo cuando estos son raros o peculiares o involucran conocidos (“anoche soñé contigo”). Ya por último, Maips acaba de contarme que soñó con Kristen Wiig, que la “cortejaba”. Antes no le gustaba y yo constantemente le decía: pero si es bien hot. Ahora admite que le gusta. Los sueños eróticos transforman la forma en que vemos a una persona. Me ha pasado muchas veces. ¿Cuántos enamoramientos, fugaces o longevos, nacerían de un sueño?

En suma, qué fascinante es soñar.

Creo que mi tema, mi tema de vida ya definitivamente, es la relación padres-hijos. Y al darme cuenta de ello sentí primero que era irónico porque no quiero tener hijos, pero luego entendí que sí los quiero, que no puedo esperar para arruinarle la vida a otro ser humano. O para hacérsela más bella. En el fondo sí deseo cultivar a otra persona, no como una creación sino como una obra independiente de la que uno es parcialmente responsable.

Creo que por eso la tercera temporada de Mad Men me llegó hasta lo más profundo. Esa conversación de Don Draper con el vigilante de una cárcel y cómo éste le decía que todos los que están ahí -violadores, asesinos, ladrones, desfalcadores, cuando menos- culpan a sus padres. Don dice: that’s a bullshit excuse. Y luego recuerda su propia infancia, la pobreza, el amor a cuentagotas, la inseguridad. Me hace pensar que de alguna forma todos culpamos un poco a nuestros padres. Por darnos muy poco o darnos demasiado. Y que ellos a la vez culpan a los suyos. Mis dos papás son huérfanos, siempre pensé que por algo se habían encontrado. Y aunque ellos me dieron todo, me he dado cuenta de que, inconscientemente acaso, los culpo de muchas cosas. Ellos no lo buscaban, no lo esperan, lo hicieron lo mejor que pudieron. ¿No es eso una cosa extremadamente cabrona en la vida? Somos hijos de personas lastimadas y nos convertimos en seres lastimados para repetir la historia.

Y sin embargo, ¿no es maravilloso encargarte de que un pequeño ser se convierta en una persona honorable? En mi otro blog escribí sobre el hijo de Paul Auster, que no salió como se esperaba y lo triste que parecía. Con su hijo recién nacido, Don Draper dice esto: esa persona que está allá arriba, durmiendo, es un completo desconocido. No sabemos cómo será. No sabemos quién va a ser. Y eso es aterrador, pero también es maravilloso.

El final de la tercera temporada de Mad Men es una de las piezas más hermosas que he visto en cine y video.

Mad Men es una serie atmosférica. Más allá de la trama hay todo un estilismo visual, una dirección de fotografía, de vestuario y de escenografía que te hace pensar que cada escena es la recreación de una foto de la época. La luz baja en los restaurantes, la luminosidad de las oficinas, esas escenas donde están bebiendo y todo se ve como a través de esa embriaguez, o fuman marihuana y las cosas se ralentizan… Pero al placer visual se le suma el placer de la narrativa. El último capítulo tiene una escena que me dio escalofríos, por su crudeza.

Ese diálogo entre Don Draper y Betty -esa discusión, más bien- fue como ver salir más de diez años de frustración y rencor. Don Draper, un hombre brutalmente sincero, por fin le dice a su trophy wife lo que debió decirle hace años. Porque -como lo dice ya en la cuarta temporada- el notar que en cuanto ella vio quién era realmente la hizo desenamorarse justifica esa bomba que él le arroja. Pego transcripción entera de esta parte tan hija de puta:

DON Who the hell is he?

BETTY Why do you care?

DON Because you’re good. And everyone else in the world is bad.

BETTY You’re drunk.

DON (cruel and mocking) You’re so hurt, so brave with your little white nose in the air. All along you’ve been building a life raft.

BETTY Get out.

DON You never forgave me.

BETTY Forgave what? That I’ve never been enough?

DON (shouting) You got everything you ever wanted, EVERYTHING. And you loved it. And now I’m not good enough for some spoiled mainline brat?

BETTY That’s right!

DON (his eyes wild) You won’t get a nickel. And I’ll take the kids – God knows they’ll be better off.

BETTY I’m going to Reno. And you’re going to consent and that’s the end of this. DON’T threaten me. I know all about you.

DON grabs her collar and pulls her so their faces are inches apart.

DON You’re a whore, you know that?

(OMG!! El rostro de Jon Hamm en ese momento; antes de eso había sido siempre un hombre como en eterna pose, siempre fumando o mirando furtivamente, pero en ese momento es el bastardo Dick Whitman y eso es POCAMADRE).

***

Los personajes son seres humanos curtidos. Don Draper es como personaje de Faulkner, no del sur pero del midwest, el hijo ilegítimo de una prostituta y de un campesino borracho. Un hombre verdadero, con debilidades y defectos de carácter, que quiere trabajar con sus manos, construir algo. Me fascina esa idea. El honor de un hombre que no se ha manchado las manos trabajando la tierra. Don Draper es un hombre chapado a la antigua: no concibe su valía en la sociedad si sólo ha trabajado con su intelecto, de ahí su necesidad de fundar su propia compañía y completar el círculo del, se lo han dicho tantas veces, self-made man. De la ignominia al éxito. De ver morir a su padre borracho en un establo por la patada de un caballo a sus excelentes modales y relaciones públicas.

O Joan Holloway, otro mujerón. La mirada que le dedica a su esposo cuando la obliga a cantar con el acordeón. Una posible humillación que ella, toda una mujer, convierte en un número seductor y elegante. Pero su mirada. Es la mujer que todo lo puede pero que ha sido golpeada innumerables veces por esa sociedad que aún concibe a la mujer como un objeto inmaculado que debe rendir. Y ella es el epítome de la eficiencia, del saber estar y el saber ser. Sabe darse a respetar estando con hombres pero aún ser coqueta, sabe de etiqueta y de lo dura y bastarda que es la vida.

Tal vez ya no hay personajes así, me pregunto si es la época que nos ha hecho unos pussies. La facilidad de las cosas. Que los hombres ya no sienten que tienen que labrar su propia tierra. En fin. Cuántos personajes tan grandiosos en Mad Men, del revolucionario Paul al comediante Roger al acabado Bert Cooper al refinado Lane Pryce a la talentosa Peggy. Ningún personaje es cliché, ni siquiera Betty, la mujer hermosa y tonta: las escenas donde está a punto de dar a luz, su cansancio de ser madre, joder, es etérea pero puedes entenderla, identificarte con ella.

Además, al empezar la cuarta temporada, como leí en otro texto, la década de los sesenta por fin empieza. Los Beatles, Kennedy muerto. La nueva Sterling Cooper Draper Pryce marca el comienzo de una nueva era en la publicidad. No más lugares comunes, no más clichés. No más “las mujeres sólo quieren casarse” y “este es un mercado de negros”. Lo que está haciendo Mad Men con la historia simplemente no tiene palabras para describirse.

Si Mad Men es toda esta colección de clichés y estereotipos sobre la mentalidad de una época pero justo en la antesala de una revolución social, imagino cómo sería una serie sobre las vidas diarias de, digamos, los franceses antes de la revolución francesa. Sus conversaciones, sus trabajos, el papel de las mujeres y el de los niños, la ignorancia y el barbarismo; una serie donde los protagonistas jamás son libertadores, pensadores o políticos, sólo gente ordinaria, el gran pueblo, ese que no obtiene su tajada en la historia cuando ha pasado más de un siglo, porque antes de eso o vive una historia inmensamente romántica o heroica, o forma parte de los movimientos que cambian el curso de la historia. De otra manera, no interesa en los derroteros de la ficción. En las grandes historias late algo de cambio histórico, pero siempre lejano, como un contexto. Pienso en las series históricas de HBO, los Tudors, Espartaco, ¿acaso podríamos interesarnos en los enredos románticos de un montón de egipcios durante el reinado de Ramsés III o de una chica, lejana a las heroínas de Jane Austen, que viva su propio ascenso en la sociedad inglesa de la época de Enrique VIII? No, tenemos que conocer la historia de los protagonistas. Los reyes y faraones, los poderosos. Los demás no importan, la historia se los tragó. El tiempo los engulló. No existen. Queremos saber de gladiadores, no de estiercoleros. De reyes, no de campesinos. Sólo en épocas recientes, cuando hay todavía un nexo con el presente (mi abuela sobrevive al Holocausto, mi abuelo es migrante español, escapaba de Franco; mi apellido es polaco, mi abuela me contaba historias de la Revolución, tenemos tierras heredades del Porfiriato, etcétera), la ficción se molesta en contar historias de la gente común. Sólo entonces importamos. ¿Acaso alguien se ocupará de nuestras vidas cuando, en cien años, en doscientos años, una obra de ficción se ocupe de la transición del siglo XX al XXI?

Una vez, durante un ataque de pánico, estaba dormida en mi cama en mi departamento de la Juárez. Siempre experimento alucinaciones, así es como funciona eso del pánico (la forma más común es la parálisis del sueño, también conocida como se me subió el muertito, que fue mi primera experiencia con el pánico súbito). Bueno, estaba dormida y sentí el miedo como una sombra envolvente, una sábana negra y pesada que caía sobre mi cuerpo. Cuando cuento esto siempre aclaro: suena gracioso. Excepto que no lo es. O sea, sí suena gracioso decir que de pronto escuché a los jinetes del Apocalipsis. Sin embargo, cualquier alucinación es muy real durante el episodio y en el mío había caballos negros con patas de fuego que avanzaban rompiendo sus cascos, y jinetes con rostros cadavéricos sin ojos. Lo de los cascos era la clave.

El papá de mis amigas de la infancia es muy religioso. Extremadamente religioso. Siempre nos relataba historias sobrenaturales: brujas en cuerpos de guajolotes, animales que eran mitad coyote y mitad caballo, un hombre de piernas muy largas con un sombrero hasta la nariz sentado en medio de un bordo seco, toda la clase de cosas fuera de este mundo que le sucedían. Una de esas historias la hice cuento, por cierto, el que está en la antología española (no es nada bueno, no logré capturar el intríngulis de la historia). A este señor siempre se le subía el muerto, esa era otra de sus experiencias constantes. Su método para alejar el espíritu era rezar: apretar los ojos, relajar los músculos y rezar todos los misterios, los dolorosos, los gozosos, los que sabía de memoria y los que no. Al cabo de un rato, el muerto desaparecía. Simón -así se llama- también decía que si dormías en la posición de un cadáver (los pies juntos, las manos entrelazadas sobre el pecho) era más probable que se te subiera el muerto.

Luego entiendes que lo que le sucedía era mera parálisis del sueño. Que si duermes en la posición de un cadáver es más probable que tus músculos se acalambren y pierdas sensibilidad. Y que la única forma de superar un ataque de pánico es por medio de la calma y el razonamiento.

La alfombra de mi cuarto me salvó de los jinetes del Apocalipsis. Inmóvil sobre la cama, como encadenada, esperé con los ojos cerrados a que los hombres calavera llegaran. Pero de repente pensé, ¿cómo es que escucho los cascos de los caballos si en mi cuarto hay alfombra? Es imposible. Y así, como si nada, como la llave maestra, como el abracadabra, desperté del ataque de pánico. Los jinetes se fueron. Mera lógica, los rezos de la era de la inteligencia.

Caí en otro hoyo negro. Me enganché con otra serie, como si no tuviera suficientes ya. Empecé a ver In Treatment por recomendación de dos personas que me hablaron siempre de la brillantez del guión. Tenían toda la razón. Media hora de diálogo entre dos personajes, sin flashbacks, sin saltos de tiempo, sin ningún recurso pirotécnico/cinematográfico. Diálogo.

El terreno de la mente me parece fascinante. De no haber estudiado periodismo, de no dedicarme a lo que me dedico ahora, probablemente hubiera estudiado psicología o psiquiatría (aunque sé que no habría podido con medicina primero). La estructura de la psique, neurotransmisores, transferencia erótica, neurosis, desórdenes mentales, inconsciente colectivo. Todo eso es para mí como la fábrica de Willie Wonka. Y en In Treatment aparece a través de diálogos hilvanados casi artesanalmente, todo es sutil, intrincado, complejo como la mente misma. Además hay misterio. No sabes cuál es el problema del paciente, ¿pero cuál es el problema de la gente en realidad? ¿Y a qué vas a terapia en realidad? En el libro de Jung que ya mencioné acá, dice lo siguiente:

Los tratamientos psicológicos alcanzan un fin en todas las fases posibles de su desarrollo, sin que tenga uno la sensación de que se haya alcanzado también una finalidad. Se verifican finales típicos, transitorios: 1) después de recibir un buen consejo; 2) después de haber hecho una confesión más o menos completa, pero de todos modos suficiente; 3) después de haber reconocido un contenido esencial, hasta entonces inconsciente, pero que, una vez hecho consciente, aporta como consecuencia un nuevo impulso de vida o de actividad; 4) después de liberarse de la psique infantil, mediante un trabajo más bien largo; 5) después de haber encontrado un nuevo modo racional de acomodación a condiciones del mundo circundante tal vez difíciles o no habituales; 6) después de la desaparición de síntomas dolorosos; 7) después de un cambio positivo del destino, como por ejemplo un examen, un noviazgo, un casamiento, un divorcio, un cambio de profesión, etc.; 8) después de redescubrir que pertenece uno a determinado credo religioso o después de una conversión; 9) después de comenzar a construir una filosofía práctica de la vida (¡”Filosofía” en el sentido antiguo!)

El lector puede fácilmente concluir a dónde se dirige Jung.

Por eso In Treatment está satisfaciendo todas mis necesidades intelectuales (popof). Digo que es un hoyo negro porque ahora tengo menos medias horas al día productivas. Aunque igual, acaban de cancelarla. Necesitaré ir a terapia para superarlo. Esperen, ya voy.

Empecé a leer Psicología y alquimia de Jung. En una parte habla de la incapacidad del cristianismo para cultivar un alma, arrancándole de sí la responsabilidad de la bajeza suprema y la altura suprema. Estos valores, dice Jung, el cristiano los deposita en Dios, pues sólo Él posee la gracia máxima y sólo Él -mediante su hijo- se sacrificó por los pecados de los hombres. Queda en Él, por tanto, la posibilidad única de un espíritu superior que contenga todo lo malo y lo bueno del mundo. Para el hombre occidental las cosas profundas están afuera, son exteriores, no las toca. Está vacío, no tiene un foso profundo dentro de él al cual arrojarse y en el cual navegar; su concepto de lo divino es formulaico, imitado y constantemente interpretado como un guión. Es casi como decir que las personas más religiosas son a la vez las que tienen un alma más profana, pues ésta permanece inacabada, no ha sido domesticada. Jung dice que en las culturas orientales, sobre todo la india, la idea es exactamente la contraria: todo lo bajo y todo lo alto está dentro del hombre, que es trascendental.

Susan Sontag decía que los escritores se dividen en los exteriores -Tolstoi- y los interiores -Kafka-. Los primeros narran el mundo en el que viven, lo reinventan, crean un universo propio, observan y codifican a la humanidad como un todo. Los segundos se sumergen en la concavidad del propio ser, se narran a sí mismos, indagan al hombre como un particular (la condición humana, etcétera). Con algo de vergüenza, Sontag se incluía en los escritores del interior.

No sé cuántas posibilidades puedan existir en el mundo como lo conocemos, pero sí sé que dentro del alma humana son infinitas. Lo que ocurre dentro de un espíritu elevado, confrontado a sus múltiples horrores, reconciliado con sus bondades y sus limitaciones, es más fascinante y desconocido que todos los mundos imaginarios que la literatura ha creado.

Ya me había pasado eso de permanecer en la cama durante un temblor. Cuando estuve en Chile las réplicas eran tan comunes que a veces en la noche sentía que estaba temblando, pero yo estaba tan cansada que ni siquiera me movía. Sólo pensaba “ya pasará, ya pasará”. Claro que no siempre lo tomaba de buena manera. La primera réplica que sentí, que por cierto fue la más fuerte desde el terremoto, yo me estaba bañando. Conjeturé durante unos segundos, cuando vi que las botellas de champú y los cepillos de dientes se caían de sus lugares, si sería buena idea salirme corriendo envuelta en una toalla. Luego, cuando estuve en el pueblito llamado Pumanque, muy cerca del epicentro, los temblores se sucedían a razón de uno por hora. La primera noche bebimos un montón (esto ya lo conté) y cuando fui a meterme a la casa de campaña y cuando por fin me acosté sobre el piso delgado de la carpa, un sacudón enorme nos despertó a todos. La borrachera se nos bajó en medio segundo. Recuerdo que la chica que estaba a mi lado sólo decía, con voz tranquilizadora, “calma, calma, ya casi acaba” pero yo contestaba comiéndome las palabras “pero no se termina, no se terminaaaa”. Es muy distinto sentir un temblor cuando estás con la espalda contra el piso y ese mismo piso se retuerce y se tambalea, y en ese breve lapso de tiempo se forman ideas extrañas (o estúpidas) en tu cabeza: que ese mismo suelo se abrirá y te tragará. No la muerte aplastada por los escombros, sino la muerte definitiva en la que tu sepulcro te aspira mientras estás viva, dejando nada de ti a la intemperie, ninguna prueba física de tu existencia. Pensamientos trágicos e ingenuos. Durante el día veíamos los árboles agitarse y escuchábamos el rugido de la tierra al cimbrarse y todas las veces eran una vez nueva, una primera vez. El miedo tiene una capacidad asombrosa para renovarse.

Por qué no me canso de decir que The Office es la serie más conmovedora y cómica que hay en este momento.

Tienes la temporada 2, episodio 3, The Office Olympics: Michael Scott está a punto de firmar la hipoteca para adquirir su casa, pero se da cuenta demasiado tarde de que el pago será a treinta años y no a diez, como creía. La vendedora le dice que si decide revocar la compra, habrá perdido 7 mil dólares.

Es increíble cómo en un mismo episodio pueden plantear dos historias paralelas (lo que en Friends lograban casi siempre dividiendo al grupo en dos subgrupos, cada uno con un enredo en particular): la primera como un planteamiento serio, de adultos, y la segunda a través de una trama absurda que genera la risa en proyectil.

El dilema de Michael (¿perder dinero o terminar de pagar su casa cuando tenga 70 años?) es aligerado con las olimpiadas oficinistas, un gran pretexto para morir de risa porque las pruebas de atletismo consisten en dar una vuelta al escritorio sosteniendo una taza de café, amarrarse un paquete de hojas a los zapatos y llegar a la meta, etcétera, etcétera. Cuando Michael y Dwight vuelven a la oficina, son condecorados con la medalla de oro y la de plata (hechas con tapas de yogurth y una cadena de clips).

Es tan conmovedor el rostro de Michael en ese momento, ya resignado a pagar la casa. Esos ojos, esas lágrimas, joder, cómo me han hecho llorar a mí también. Porque es la primera vez que veo -en tele y en cine- a un hombre llorar, no por dolor a una pérdida (amorosa, amistosa), no por el orgullo mancillado, no por “algún asunto serio”. Llora por un dilema. Por perder su dinero. Por haber elegido la opción más perdedora. Es un hombre que llora por esa disyuntiva que lo hizo replantear toda la vida que le queda por delante. Un niño que es un hombre que llora.

Dos episodios adelante, en Halloween, Michael está preocupadísimo porque en corporativo lo presionan para despedir a alguien. Y ahí te das cuenta de su calidad humana, pues a pesar de ser un idiota al que nadie respeta, lo que lo atormenta es la idea de despedir a alguien y perder su amistad al mismo tiempo. De hecho, es muy interesante cómo son capaces de mostrar toda la complejidad de un personaje con un par de líneas: cuando Michael le pregunta a Pam a quién debería despedir basado en su rendimiento, Pam dice que no sabe, que ella sólo contesta llamadas, y Michael le responde “sí, y a veces dejas que el contestador lo haga”. Entonces ella, viendo su pequeña ineptitud descubierta por el jefe, ataja halagando su disfraz: eso me encanta porque demuestra que Pam no es una persona totalmente honorable, lo cual sería muy aburrido (además, el halago fácil rayando en el lamesuelismo está presente en todas las relaciones de trabajo).

Cuando al final decide despedir a Devon, la situación es muy incómoda y desde luego Devon sale mentando madres y arroja una calabaza al coche de Michael. Las últimas escenas de este episodio son súper agridulces: la voz de Michael en off hablando sobre sus disfraces en años anteriores con un tono melancólico, cansado, resignado, mientras limpia los restos de calabaza de su coche y maneja a su casa, como esas personas que hablan de temas intrascendentes durante momentos de crisis, sólo para evitar quebrarse en cualquier momento; luego abre la puerta a los niños que le piden trick or treat y lo ves bromeando con ellos, siendo un tipo tan pocamadre que hasta consideras injusto que le pasen tantas hijodeputeces.

Ahí te das cuenta lo solitario que es ser un jefe, lo mal que debía sentirse regresando a una casa de cuya compra ya no estaba seguro. Es que si eso no es conmovedor, yo no sé qué lo es.

Dialéctica en contra del hipster

  • – Todo esto, Jason Schwartzman, Bored to death, Mad men, los Huckabees: estar en Brooklyn y ver a este gente que le ha dado la vuelta al concepto de decadencia. Ahora lo cool es, literalmente, lo cool. Andar en bicicleta, comer comida orgánica, separar tu basura, leer existencialismo, sofisticarte y hacerte consciente de tu entorno y tu planeta. La Condesa y la Roma y Coyoacán, al sur, donde viven los hippies que maduraron y ahora tienen dinero y son profesores de humanidades. Ya odio el término hipster, pero en realidad va de la mano de algo intelectual: no puedes ser hipster si eres un idiota. No son sólo las drogas: es una visión sofisticada del mundo. Lo que preocupa es que estas personas tengan tan bien “digeridas” -aparentemente- estas teorías, pero no propongan nuevas
  • – A eso iba: sofisticada, sí, pero inútil. Muerta. Es el McDonalds de la filosofía. Vas a la Barnes & Nobles, comprás una magnífica edición de Camus por dos mangos, la lées en Starbucks y después vas a tu pisito, regás tu plantita de marihuana y seguís siendo la mierda pretenciosa que eres.

Nunca pensé que lo desearía o más bien siempre imaginé que imaginaría otro futuro para mí, pero últimamente fantaseo muy duro con la idea de vivir en Los Ángeles de la siguiente manera: ser guionista de una serie cómica con el humor más escatológico e irrespetuoso posible, algo como Family Guy para desequilibrados mentales. Tener un empleo en el que sólo tenga que asistir a juntas cada semana y pueda aparecerme en bermudas y con flip-flops mientras me tomo mi frappuccino venti con leche deslactosada light, un empleo para el que me tenga que sentar con un montón de tipos igual de fumigados que yo, todos con el cerebro hecho puré, y escribir chistes idiotas por el puro poder de los viajes compartidos, pelotear cada quién tirado sobre la alfombra entre una densa nube de humo mientras nos acabamos diez cajas de la pizza más cartonuda de la ciudad. Esa clase de L.A. Vivir frente a la playa, estar todo el tiempo pacheco mientras escuchas el Celebrity Skin de Hole y te tomas una Budweiser. Una ciudad donde siempre son las dos de la tarde y vives entre celebridades sin ser una, alguna vez almuerzas en el Ivy y miras con una mirada perdida, detrás de tu ensalada orgánica, las piernas de Cynthia Nixon. Ya saben a lo que me refiero. Ese L.A.

Las aventuras de Pete & Pete y los videos de Smashing Pumpkins moldearon mi forma de ser. Estética de suburbio, lo sé, una porquería. El arte del disparate.

Recuerdo que en mi fiesta de trece años senté a mis compañeros de la secundaria a ver Pete & Pete. Nadie se reía, el humor era demasiado absurdo. Yo no comprendía por qué no les causaba gracia. En momentos así es cuando te das cuenta de que vas a ser una persona muy nerd toda tu vida. Lo bueno de internet y las épocas actuales es que ahora eres cool por eso