Este tuit me dio la idea de un sketch tipo Monty Python:

Entran Graham Chapman (vestido como caballero inglés) (q.e.p.d.) y Terry Jones (vestido como una grotesca mujer, su esposa) (como siempre, pues) a un restaurante muy fino. Eric Idle es su torpe mesero. Les anuncia que ese día hay un buffet especial: comer todo lo que puedan por 20 libras. Graham Chapman, muy flemático él, se dirige a la mesa de la comida, sólo para descubrir que en las bandejas hay puros productos no comestibles: crayolas, papel de baño, pintura para paredes, flores en floreros y un gato vivo (close up al gato, muy Monty Python). Chapman se queja con el capitán de meseros, John Cleese. Cleese, muy correcto, le explica que las reglas del buffet son muy claras: comer todo lo que puedan por 20 libras. Chapman explota: “¡Pero nada de esto es comestible!” (acento londinense marcado). Cleese revira: “¿Acaso no tuvo infancia? ¿Acaso no comió alguna de estas cosas a espaldas de sus padres?”

Aparece Michael Palin, cliente del lugar, mordiendo un ramo de flores, feliz. Se acerca a Chapman y le recomienda los tulipanes, “very juicy”. Antes de que pueda reaccionar salvajemente, Chapman descubre a Jones -su mujer- devorando al gato vivo.

(en la esquina siempre estará Terry Gilliam comiendo crayolas silenciosamente)

El sketch termina con una escena fuera de lugar que nada tiene que ver con el tema, por ejemplo: Chapman envuelto en una toalla, en un sauna, charlando con un Eric Idle disfrazado de relojero, contándole que así fue como comenzó a comer gatos.

Entre muchos de mis miedos, está uno que nunca he podido superar. Cuando era niña tenía pesadillas y despertaba llorando y me aferraba a la cama de mis papás, pidiéndoles que nunca murieran. De alguna forma, me salté el paso de la adolescencia en la que este miedo se difumina. El que mis papás tengan que morir algún día es algo que no tengo asumido, y todavía a veces despierto con el corazón oprimido pensando que si me resulta tan difícil vivir con mis depresiones constantes, un evento así no podría superarlo nunca.

Bueno, el asunto es que iba caminando por la calle y de repente un señor me dijo algo. Me quité un audífono de una oreja -el mínimo de atención posible y, al mismo tiempo, el máximo esperable de cortesía- para escucharlo mejor.

– Traes las panties chuecas.

Me puse roja porque conjeturé que a través de la camisola se me veía la ropa interior.

– Está bien, no te vayas a preocupar: soy travesti.

El señor iba como cualquier señor: lentes, chamarra, pantalones con raya de planchar, zapatos aburridos. Un señor. Un señor como cualquiera. Pero era travesti de noche, así que sabía más de la vida que yo y podía darme consejos aleatorios en la calle. Además, es de notarse cómo el hecho de ser travesti debía tranquilizarme definitivamente.

– Traes las panties chuecas. No se ve lindo, deberías arreglártelas.

Hasta que me di cuenta, porque traía medias de rayas y a veces las medias de rayas son de difícil mantenimiento.

– ¿Quiere decir las medias?

– Sí, tus panties, tus pantimedias.

Le dije que me las arreglaría y me crucé la calle, con peligro de atropello. Al fin que, de todas formas, ya había sido atropellada.

Un recuerdo de los Reyes

Ya me había acostado, pero me desperté en la madrugada. Caminé hasta la sala para ir al baño del cuarto de mis papás, y en la sala me encontré a mi papá y hermana viendo El Piano. Siempre lo recordaré: un dedo amputado, Harvey Keitel tan masculino como siempre, la infante Anna Paquin, y Holly Hunter con un peinado horrible. Me quedé como hipnotizada viendo la película y al voltear, lo juro, junto al sillón estaba mi flamante bicicleta. Era azul y verde. Nunca me di cuenta de quién la puso y eso alimentó mi ilusión durante muchos años.

Con ella fui muy feliz, hasta que me la robaron. En mi siguiente cumpleaños me regalaron otra bicicleta, mucho mejor: era rosa con bolitas de colores y canastilla. Fue mi fiel amiga hasta que llegué a la adolescencia.

Últimamente tengo el súper poder de recordar detalles ya olvidados. El pasado remoto, todos sus detalles triviales, ahora mismo.

Antes era un súper poder que lograba sólo en estados alterados (principalmente los logrados con las drogas blandísimas). Mis viajes consistían en los recuerdos, veía mi vida pasar como a través de una cinta. Detalles, ya dije. Cosas como el color de mi colcha en segundo grado, mi lápiz favorito, la textura de mis cuadernos en cuarto grado, la sonrisa de mi mejor amiga a los siete años, mi desayuno del kínder, algunos comerciales de productos ya extintos, mis zapatos favoritos, ciertas anécdotas (mi hermana y su robo de mochila, el Benito Bodoque de mi hermano, algún cinturón de mi papá, los labiales de mi mamá). Todo, todo lo que conforma la vida diaria y su monotonía, su insoportable trivialidad, de pronto regresan, se materializan, se hacen tangibles. Los recuerdos, con insoportable vivacidad.

Lo considero un súper poder porque, a través de un recuerdo banal, aparecen los verdaderos recuerdos. Las verdaderas imágenes. Los verdaderos motivos. Escondidos entre mis Barbies, mis zapatos y mis vestidos, hay una configuración oculta. Un sentido. Una estructura desconocida y, sin embargo, increíblemente lógica. Algo que se construye sutil y pacientemente. El yo.

Creo en el honor. Creo en la importancia de escribir personajes honorables. No es una regla escrita en piedra: los personajes más grandes de la literatura han sido villanos, tipos sin escrúpulos, asesinos, paranoicos, mentirosos, arribistas, estafadores. Sin embargo, hay siempre en ellos una cualidad que los redime. Una complejidad avasalladora. Son profundamente humanos. O inhumanos.

Por encima de la acción y la filosofía (la visión del mundo) que ofrece una novela, creo que el personaje es lo más importante. Un personaje admirable, un personaje detestable, un personaje que se grabe en tu memoria con un cincel.

Pensé en esto porque acabo de leer dos novelas, una de ellas es Lullaby y la otra no la mencionaré porque es mexicana y contemporánea, en las que los personajes son grises y detestables, pero no detestables en el buen sentido. No hay motivaciones, no hay recovecos por explorar, no hay cualidades redentoras. Seres grises.

Qué diferencia, pues al mismo tiempo releo Crimen y Castigo, y Raskólnikov siempre será mi personaje favorito. Un tipo insondable, un tipo consumido por la desgracia y la culpa.

¿Asomarse a estos abismos no debería ser el objetivo de escribir?

Estaba en Oaxaca, en un bar, abstraída en mis pensamientos (tristes, no puedo alejarlos ni en una ciudad hermosa, en un lugar hermoso, con gente brillante).

De pronto, un tipo que buenacopeaba por ahí, dando tumbos mientras sostenía trabajosamente su mezcal, se me acercó de la nada y me dijo:

“Tú eres muy guapa”.

Me puse roja y por un momento formulé un pensamiento consolador, un: “Mira lo que son las cosas, tú tristeas y te das azotes, y esto pasa para demostrarte que no todo está tan mal y…”

Pero antes de terminar mi pensamiento, se volvió a una bella chica junto a mí y dijo:

“Pero ella, ella es guapísima”.

No entendió -sólo una mujer podría hacerlo- qué había en sus palabras que de nuevo me sumió a mis tristes pensamientos, y los atravesó, hasta un lugar más profundo todavía.

Así que me le puse punk. Qué más hacerle.

Algo que pensaba en la mañana, por ningún motivo

Ninguna persona será igual para ti después de terminar con ella, no importa en qué buenos términos hayan quedado. Nada es lo mismo después de una relación. Nunca la intimidad es la misma, ni la opinión que tenías antes. La ilusión con la que se empieza una relación inevitablemente muere y se transforma en otra cosa, tal vez por eso me aterra tanto pensar que las personas que he amado no son las mismas ahora -y si lo son, la forma en la que pienso en ellas ya no lo es- así como las personas que amo ahora no lo serán en el futuro. La resistencia a cambiar los términos. Siempre un amante pasado será una persona que no merezca tu mejor opinión: si aún lo consideras un sujeto valioso, ya no pensarás en él con deseo y pasión; si aún lo deseas, algo en tu interior te recuerda por qué lo dejaste en el pasado. Y en la mayoría de los casos, es alguien que te lastimó, alguien que al final no valía la pena, un ególatra o un intenso o un cobarde o un ingenuo. Siempre hay una razón para que las relaciones se terminen. Y esa razón siempre definirá a esa persona en el futuro. Por eso la resistencia a terminar. Por eso la insistencia en mirar a esa persona como la ves ahora, durante el mayor lapso de tiempo posible. En toda su belleza e imperfección, como si tus términos y sentimientos estuvieran detenidos en el tiempo, y no tuvieran que cambiar. Porque cambiar la forma en la que piensas a una persona, lo que sientes por ella, es lo más triste que puede ocurrir.

Mis dobles

Hace rato venía caminando por el parque Luis Cabrera, cabizbaja, absorta en mis pensamientos. En eso, un tipejo que estaba sentado en una banca me increpó: “Ay eres idénticaaa a una amigaaa”. Yo alcé la ceja sin entender (aunque claro que entendía). “Así de lejos son igualitaaaas”. Respondí lo único esperable: oooooquei.

Pero no es la primera vez. Recibo ese comentario, sin exagerar, por lo menos una vez al mes. A veces dos, a veces tres. De cualquier persona: amigos de la universidad, colegas, compañeros del Fonca, amigos de amigos, meseros, una señora sentada junto a mí en el autobús o en el avión o en la fila de una oficina gubernamental. Todo el tiempo. Y no sólo aquí, aparentemente mis dobles son internacionales: me lo han dicho en México y fuera de México. O al conocerme creen que ya me conocían, resulto siempre “vagamente conocida”.

Me he preguntado cómo son las otras. A veces tengo la suficiente presencia de ánimo como para bromear: “seguro es guapísimaaa”. Tengo una gemela en amigas, primas, hermanas, jefas y sujetas arbitrarias que alguien vio en la calle. Mujeres que lucen igual que yo. ¿Qué rasgo? No lo sé. ¿La mirada? ¿Las cejas? ¿La nariz? ¿El peinado? No importa.

Es tan deprimente pensar que soy de rasgos tan convencionales que cualquier tipa es confundible conmigo. Suena ególatra y lo es. Tengo dobles desperdigadas por el mundo, pero seguramente nunca las conoceré. En el fondo, tengo miedo de hacerlo. Me halaga la vanidad imaginarlas de buenas formas, pero sé que caería en una depresión comprensible si las encontrara feas y sin chiste.

Ah, la no cordura…

I think that all artists, regardless of degree of talent, are a painful, paradoxical combination of certainty and uncertainty, of arrogance and humility, constantly in need of reassurance, and yet with a stubborn streak of faith in their own validity no matter what.

Madeleine L’Engle

La muzzarella

Esto, de Casciari, para variar.

Me recordó las pizzas de “muzzarella” (con u, como lo pronuncian los argentinos) de Buenos Aires. Pizzas simples con salsa de jitomate, cubiertas de queso. De olor profundo, casi ácido. Suaves y calientes y chorreantes y grasosas. Exquisitas.

Ya no me gusta la pizza. Se me fue el encanto. Creo que el gusto por la pizza es algo muy básico de la niñez y la adolescencia, porque simboliza todo lo que es bueno y simple. Y no es que me haya hecho más compleja o más complicada, es sólo que comí toda la pizza que podía comer. Abusé de lo bueno y lo simple. Ya no la encuentro deliciosa, ya no me entusiasma pedirla a domicilio, ya no se me antoja como antes (el famoso craving for). Pero no tajantemente. A veces la como con gusto, sobre todo si es de horno de piedra o de base delgada y crocante, casera como las que hace Carlita. La que es grasosa y gruesa y abusa de ingredientes no me pasa.

Pero sigo. La pizza argentina es deliciosa. Nunca he ido a Italia, no sé cómo sea la pizza italiana, aunque mis fuentes dicen que tampoco es la gran cosa. Con muchas hierbas, parece. La argentina, al menos, es tan única, tan de ellos. Y no sé si es porque fui en verano y todo era húmedo, caliente, cargado con una vibra como de vacaciones, como de tiempo libre, como de puerto turístico, no lo sé. Tampoco si fue porque viví muchas cosas, tantas que no he contado, en Colombia y Venezuela, y apenas llegaba de allá, con todo aún dando vueltas en la cabeza. Si era como un descanso y un comienzo. Si es porque era la mítica Buenos Aires, esa ciudad tan hermosa en la punta del mundo de la que tanto han escrito. Que es en tantos sentidos como una persona, con todos sus rasgos de carácter adorables y contradictorios, un personaje más de todas las historias que alberga. Donde te verán caer, porque es la ciudad de la furia. Porque es pequeña (comparada con el DF). Caminable. Parques, pasto, insectos, el río de la Plata, los cientos de cafés con baños invariablemente sucios y meseras sonrientes de dentaduras chuecas y un metro -subte- angosto, oscuro y viejo; viejo como la ciudad. Porque siempre acompañaba la pizza (la muzza, como la llaman cuando entran a una pizzería con prisas y la piden para llevar) con vino tinto corriente, corrientísimo, servido en un vaso de vidrio. Fui feliz. En esos breves momentos en que comí la pizza y bebí mi vino, y la ciudad se me mostró cálida, welcoming (¿cuál sería el equivalente en español de esta palabra? A veces el inglés es más preciso). Pero también fui desdichada, como siempre, porque así soy. Depresiva por default. Y también me sentí sola, increíblemente sola, sentada en un restaurantito de la avenida Corrientes, que es como un Insurgentes venido a más, la otrora “Broadway de Buenos Aires”, plagada de teatros comerciales y tiendas de ropa de mala calidad. Sentada ahí, pues, esperando mi milanesa a la napolitana con mi vinito tinto corriente, porque era tan barato y tan normal pedirlo que no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerlo. Ni de desayunar medialunas y café con leche siempre, en cafeterías igualmente tristes en esa misma avenida -que recorrí entera, porque ahí mismo me hospedaba.

Todo lo describo torpemente, porque es de madrugada (y eso es una excusa fácil). Pero así recuerdo Buenos Aires. Nunca me sentí doblegada, ajena, extranjera. Ni por mi acento, porque incluso los demás lo encontraban lindo. Al contrario: sentí que la ciudad me acogió, que se permitió tocar, vaya, como una virgen decidida a entregarse. Sólo que Buenos Aires no es una virgen, es en todo caso una puta con un corazón muy puro. Una puta con clase. Siempre se te entrega, no importa de dónde vengas y con qué intenciones.

Corrientes con Pueyrredón. La foto es de Roberto Fiadone.

Ideas sueltas

1. Un texto, no cuento, sólo un texto, sobre un asesino escritor. O un escritor asesino. Se descubren sus fechorías, la comunidad literaria está indignada. Se crea un culto a su alrededor. Sus fanáticos más fieles son chicos gore, coleccionan sus libros como si fueran cuchillos y rosarios de plata. Se hacen lecturas de sus textos en salas lúgubres con cirios y cortinas de terciopelo. No sé de qué escribe, supongo que eso no importa. Al final, luego de su muerte, los críticos, los escritores laureados, los lectores cultos, deben aceptar que es bueno. Sus novelas tienen una fuerza oculta y evidente, no sólo exquisita sino avasalladora. Es la clase de talento que se impone pese a la moda y los géneros, el tiempo y los gustos. Talento irrefutable. ¿Pero cómo puede ser un buen escritor si era un asesino? ¿Puede un asesino tener la sensibilidad y la sabiduría de un escritor? Digamos, ese entendimiento sobre la condición humana que hizo inmortales a los griegos, a Shakespeare, a Flaubert, a Dostoievsky. El asesino se convierte entonces en el autor incómodo, en la mancha negra sobre la literatura. La oveja que es realmente negra. Un tipo ruin, un alma corrompida, que logró producir belleza pura.

2. Mientras estaba viendo Brasil se me ocurrió que el problema de las películas futuristas (no es su caso, porque es retrofuturista) es la idea de la evolución de un aparato. Por caso: una computadora o un automóvil. Su proceso de “mejoramiento” consiste en tomar el modelo actual y llevarlo al siguiente nivel. Ahí están las computadoras táctiles de Minority Report o las naves de Star Wars (cuya acción, en realidad, ocurrió hace mucho, mucho tiempo). Entonces pensé que la razón por la que Volver al futuro y anexas lucen tan obsoletas es porque la dirección de arte evoluciona los objetos de manera simple. En tiempo real, un aparato evoluciona por etapas (como la televisión); es decir, cada prototipo mejora al anterior. Así que la única solución, y sería titánica, es cierto, sería evolucionar el prototipo actual, luego evolucionar ese mismo prototipo, luego evolucionar éste, y así sucesivamente. Luego de cien modelos, podemos imaginar el automóvil en el año 2100, por ejemplo. El que quiera filmar una película futurista, tendrá que tener alma de inventor. ¿No es mejorar el aparato-entidad el objetivo de los nuevos prototipos? Piensen en las computadoras: de la Clamshell a la Macbook Pro, del primer iPhone al iPad. Estilizar, también: los automóviles. Facilitar el uso: las impresoras. Abreviar: las máquinas industriales.

3. Pero el alma del inventor que se requeriría equivaldría a escribir la historia en un par de horas. Lo cual, de alguna manera, me recuerda a Pierre Menard, autor del Quijote: escribir de nuevo el Quijote, palabra por palabra, supondría “convertirse” en Cervantes, vivir en su época, pensar como él, comportarse como un manco recién salido de la batalla, haber leído cientos de obras caballerescas y tomar la decisión de reinventarlas.  No es imitación, no es plagio, no es copia. Es escribir el Quijote de nuevo.

No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.

Ah, cómo amo este párrafo:

”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.

Queda luego, claro, la anécdota de que Borges leyó El Quijote primero en inglés y, cuando por fin lo leyó en español, sintió que era una mala traducción.

Es un cuento muy cómico. Y tan evidente. Podría haber sido escrito por cualquiera, pero no. A nadie se le ocurrió. Por eso ese cabrón ceguetas y pretencioso fue quien fue. Por eso.

¿Por qué escribir? ¿Vocación? ¿La necesidad física de hacerlo? ¿Contar historias? ¿La fama y vida del escritor? Siempre he pensado que todos tienen sus motivos. Yo todavía no los descubro. En lo que siempre he creído es en lo doloroso que es escribir, sobre todo cuando te importa, cuando estás trabajando en un texto que no sale como desahogo (como éste, que se produce a medida que tecleo). Entonces, forzosamente, escribir debe ser un acto masoquista. Producir una historia es difícil. Al menos para mí. Es una lucha con el estilo: si no encuentro un tono desde el principio, no puedo continuar. Borro y escribo un nuevo comienzo. No sirve. Borro y hago otro. Si no sale, abandono la historia. La guardo en una caja fuerte imaginaria, hasta que le llegue el momento de brotar. Debe ser natural, pero rara vez lo es. Escribir no es para mí sólo contar historias. No se trata de tener una trama: tu inicio, tu desarrollo, tu clímax y tu desenlace. Mi problema siempre es cómo contarlo. Qué tipo de narrador usar. Qué palabras. Con qué frase abrir. Por eso digo que escribir es doloroso. Es un acto tortuoso que sólo a veces brota con increíble naturalidad.

(por ejemplo: iba a usar un sinónimo de brotar, porque ya había usado este verbo en una frase tres líneas arriba, pero luego decidí dejarlo y explicar un poco mi método de escritura; eso es lo difícil para mí, supongo que soy estilista, pero eso no me interesa: detenerse en la forma no permite avanzar en el fondo).

A veces, decía, la escritura aparece con fuerza. Puedo escribir cinco páginas de corrido, casi sin levantarme. Durante estos raros momentos de inspiración, la escritura se revela como lo que debe ser: ese río. Puedo sentir la emoción de crear algo bello -así parece siempre en el momento de la ejecución; de otra manera no lo escribiríamos-, un legado que se me desprende hacia los demás. Suena pretencioso y lo es. Pero también ingenuo. La tristeza sobreviene al día siguiente: al releer, corregir, descubrir con dolor que poco o nada sirve, que el ímpetu era engañoso, nada más que un espejismo en el desierto.

Envidio a los escritores y aprendices de escritores que narran brincando las convenciones de la forma. No están tan paralizados por sus propias fijaciones. Ejecutan su arte con espontaneidad. Van al grano.

Para mí, es tan importante lo que cuento como la forma en que lo cuento. Puedo ser farragosa o minimalista, puedo abusar de los diálogos o escribir párrafos larguísimos y apretados. Pero ante todo, al escribir, debo sentir que fluye. Me niego a luchar contra la historia que se niega a salir.

Pero también, creo, esta insistencia con la forma puede convertirse en el “detector de mierda” del que hablaba Hemingway. Entonces paso a mi segundo punto de reflexión: los malos escritores que a todas luces insisten en ser escritores. Justo hace rato se me estaba ocurriendo que de nada sirve decirles que son malos escritores. Se negarán a creerlo. No sé entonces cuál es su motivación: si la escritura misma o contar una historia. Porque no parecen estar preocupados por asuntos tan banales como la ortografía, las cacofonías, las aliteraciones. Puede que estén en proceso de mejora. Puede que simplemente les importe un carajo. Puede que no tengan fijaciones y vayan al grano. Son efectistas y les gusta: abusan de las groserías, de las imágenes demasiado sórdidas (un fellatio humillante, nada más literario que eso), del dialecto. Leyeron realismo sucio y les pareció que a esto sonaba. O, por el contrario, los preciosistas: regocijados con los rayos del sol, la copa de los árboles, los atardeceres, las lágrimas y los “besos sabor a mar” que alguien les dio.

Y después vuelvo a pensar: de nada sirve detectar la mierda, porque en el propio ser es indetectable (sólo los grandes lo lograron). Con toda seguridad yo soy una pésima escritora y podrán pasar muchas décadas antes de descubrirlo. Ese es el vértigo en el estómago. El miedo. Ese miedo contra el que lucho… escribiendo. Y, al mismo tiempo, odiando todo lo que escribo.

Dilema de odiar el futbol

Siempre odié el futbol. Nunca entendí la pasión que despertaba un deporte que me parecía tan entretenido como curarme el insomnio viendo el canal del Congreso.

En 1998, cuando iba en sexto de primaria, fui obligada a mirar los partidos de México en el Mundial de Francia. Durante junio de 2006, mientras trabajaba en un café de medio tiempo y atendía mis “estudios universitarios” en una facultad de Ciencias Políticas y Sociales, hacía verdaderos berrinches porque la atención de toda la gente estaba puesta en los partiditos de futbol en lugar de las elecciones. Donde quiera que miraba, había propaganda mundialista: camisetas de la selección, balones, tazas, fotografías tamaño completo del Cuau haciendo su famosa señal…

No recuerdo el Mundial de 2002. Era una adolescente y tenía otras preocupaciones menos mundanas: pasé ese verano intercambiando intereses románticos, ninguno de los cuales me correspondió apropiadamente; también asistí a conciertos, bebí de forma ilegal y bajé canciones de internet con una conexión telefónica. El Mundial me pasó a un lado, con la rapidez de lo que resulta desapercibido para los sentidos.

Y luego llegó este Mundial. Avisé, a través de todos los medios de comunicación posibles, que no iba a unirme a la fiebre mundialista. Que odiaba el futbol. Que todos me parecían unos estúpidos. Que lo que yo sentía era verdadera indiferencia y ante ella no podía hacerse nada.

Luego México jugó contra Francia y me encontré, con una sorpresa creciente, vitoreando las jugadas de Chicharito, diciendo cosas como “Tú puedes, Chícharo, nuestra confianza está puesta en ti”. Brincando como un resorte en las pocas, contadas amenazas de gol. Celebrando, como jamás lo creí, el triunfo innegable.

Me sentí parte de algo. Como cuando uno se niega durante mucho tiempo a hacer una cosa, por ejemplo ofrecerse para ser dama de honor en una boda, y se encuentra con un placer inexplicable una vez que ha cedido. No diría que feliz, sino menos marginada. Menos como una tipa amargada y más como una persona relajada con la que te irías a emborrachar saliendo del trabajo.

Pero ya sabía, algo dentro de mí siempre lo supo, que una vez que le ganaran a la selección mexicana sentiría de nuevo mi desidia usual. No estaba equivocada. No tuve ganas de ver el partido contra Uruguay, pues sabía que la emoción del ganador no estaría presente esta vez.

Pasó lo que siempre termina pasando. Y sin embargo, con no poca frecuencia me asomo para ver cómo van los partidos y hago conversación de sobremesa con algún dato que leí en Twitter o le escuché a alguno más enterado que yo. Participo en el mundial… sin ver los partidos.

Old habits die hard. Puedo fingir con los amigos que estoy interesada, quedarme los últimos minutos del encuentro Japón-Dinamarca y admirar, como lo dicta el lugar común, la disciplina nipona. Puedo recrearme con la belleza de los italianos. Puedo incluso aparecerme en la cantina y beberme unas cervezas mientras finjo que miro el partido, cuando en realidad sólo estoy ahí, distraída, pensando en algo más.

Nunca entenderé el futbol. Nunca lo disfrutaré genuinamente. Nunca me sentaré a ver, por decisión propia, partido alguno. Pese a todo, no puedo evitar sentir una nostalgia extraña. Jamás me había preparado tanto para detestar un Mundial y jamás lo había disfrutado tanto. En ocasiones fugaces, es cierto, pero que me llenaron de esa cosa que es tan difícil de definir. La pertenencia, tal vez. La sensación de que en algún lugar, a miles de kilómetros de distancia, alguien más se emociona por la misma cosa que tú.

 

 

Apología de la maldad

Ocurre que el mexicano común es malo por naturaleza. Es torpe, no tiene modales, no sabe lo que es la urbanidad. En su intento por encajar en un mundo que le exige portarse con civilidad, lo único que se le ocurre es derramar los cafés, criticar al primo hermano del jefe sin saberlo, comerse la torta antes del recreo y cajetearla en general. Avanza como puede en una sociedad que le exige portarse bien y al mismo tiempo le va lanzando muebles y otros obstáculos en su camino, le manda taxistas que no saben cómo llegar a su destino, hace que un policía lo cache tomándose una cerveza en pleno Paseo de la Reforma y, en general, lo obliga a rebelarse y convertirse en un hijín de puta.

Todos somos malos, asquerosos, petulantes. Todos pegamos el chicle debajo de la mesa, lanzamos el envase vacío y nos importa muy poco si no cae dentro del bote, miramos a la gente y nos burlamos con risitas de su atuendo y peinado. En esta inadecuación, en esta inhabilidad de comportarse como la gente decente, se encuentra implícito el deseo de ser mejor.

Todos pensamos en ser mejores. Todos quisiéramos ser más bondadosos, tener más inteligencia, y vivir en un mundo mejor. Pero la imposibilidad de la perfección está dada, porque el mundo es hostil: la gente de la que nos burlamos también se burla de nosotros, y a veces no son ellos sino otros. Y los taxistas se meten por lugares recónditos con el único ánimo de cobrar más; y los policías te “cachan en la movida”, convenientemente, con el único objetivo de llevarse una mordida, y la gente que te dice “no eres tú, soy yo”, en realidad quiere decirte “no es cierto: sí eres tú, siempre fuiste tú”.

¡Qué momentos tan hostiles vivimos! No hay agua, no hay dinero, no hay trabajo, no hay esperanza. La vida se convierte de pronto en un campo minado en el que debemos cuidarnos de no salir dinamitados, y para ello tenemos que pagar cierta fianza moral: ser mejores, porque el sufrimiento es el boleto directo a la redención y al paraíso.

¿Pero cómo, si somos mexicanos? Y a pesar de no tener agua, nos levantamos más temprano que los vecinos para sacar toda el agua de la llave; y todavía nos burlamos, y ahogamos las penas en alcohol, y vamos tirando el camino de la maldad por doquier.

Pero a veces, cuando veo que aún siendo buenos nos va ir de la chingada, prefiero la maldad. Pienso en la gente que es buena, en la gente que es buena de a de veras, y no los comprendo. La verdad, pienso si tienen un poco de sangre en las venas. Pienso si alguna vez se han dado el lujo de ser malignos per se. Criticar a una tipa porque el pantalón le hace ver las lonjas. Decirle a alguien que no sencillamente porque le aburre. No brindar ayuda porque no se les da la gana. Ser malos: malos por la maldad en sí, porque es más divertida que la bondad, porque no le temen a las consecuencias ni sienten temor de ese sujeto llamado “karma, el vengativo”.

Una de las ventajas de ser un hijín/hijina de puta consiste en perder la capacidad de crítica. Saber que, sencillamente, uno es peor que los demás. Ergo: no exigir, no juzgar, no alzar la ceja con indignación ni enfado. No escandalizarse. Y por lo tanto, ser bonachones, dispersos y amables. Ser bueno al ser malo: dejar de ser mejores, porque ya no podemos ser peores.