Un viernes de luto

1. Estamos caminando a través del puente de Cinco de Febrero. No quiero pensar. Ya no quiero pensar. En la condición humana, en la insípida moral del hombre, en los medios de producción y la ética protestante, en cuán lejos estamos de nuestro destino final. Deben ser las cinco o seis de la tarde. He perdido la cuenta del tiempo. Ya no uso reloj. Desde hace unos tres meses decidí que nadie iba a medir mi tiempo y mi vida y mi hora de llegada y salida. A veces no sé ni qué día es, ni si tengo cita con el dentista o quedé de verme con Eugenia. Hoy desperté y recordé que es viernes. Sí: quedé de verme con Eugenia. Fui por ella a la facultad, esperé sentada frente a su salón, arrancando los pastos que crecen alrededor de la jardinera. Por fin es viernes. Estamos caminando a través del puente y la noche, delante de nosotras, es larga y prometedora.

No puede decirse que un viernes es propiamente un viernes si antes no ha oscurecido por completo. No puedes profundizar en las emociones venideras si los rayos anaranjados de sol aún te rozan la frente, no puedes pensar en lo que te aguarda, no puedes mirar a Eugenia y preguntarle dónde será esta vez. No sonaría auténtico.

Prefiero esperar y ahogar el tiempo comentando, superficialmente, mis deseos de ser libre de nuevo, de renunciar a las ataduras del noviazgo formal.

– No te quejes –me dice–. Ya querrás luego estar atada otra vez.

Le creo. Pero primero me digo que no con él, no así, no ahora. En la parada del autobús hay dos muchachos y una mujer esperando el camión que va para la terminal de autobuses. Me pregunto cómo será formar parte de la población flotante de esta ciudad. ¿Quién desearía estudiar aquí si es tan aburrida y mojigata y sosa? Anoche soñé que estaba en Rusia. El sueño comienza mientras yo contemplo el agua cristalina de una fuente, en Moscú. De pronto, una chica se me acerca y me pregunta de qué país vengo. México, digo orgullosa y me lleva a su casa. Nos comunicamos en inglés. Su casa es pobre y la madre carga vigas desde la cocina y las tira por el balcón. El aire frío entra y me doy cuenta de que estoy en Rusia, de que es invierno y no traje abrigo. Cuando su hermano entra, un bigotón alto y fornido, siento una soledad inmensa. Creo que es justo en ese momento que me doy cuenta de que estoy muy lejos, de que aquí todo es distinto. Eugenia escucha mi sueño, mirando por la ventanilla. Después no tenemos nada qué decir, ella y yo. Los silencios no son incómodos, sin embargo. Hemos pasado horas recargadas en el sillón de su casa, escuchando a Rick Wakeman y su Viaje al Centro de la Tierra, sin pronunciar palabra.

Pregunto a dónde vamos y quién va a tocar.

– Una banda tijuanense. Se llaman DeLujo o algo así.

La cosa es hasta la colonia Agapito, más allá de Pasteur, donde ni siquiera hay empedrado en las calles. De lujo.

Cuando bajamos del camión, empieza a lloviznar. Lo bueno es que mi sudadera tiene gorra incluida. Al principio no veo nada, salvo un coche estacionado y unos tipos recargados en él. Después salen decenas más, de quién sabe dónde. Se reproducen como una plaga. El rosa es el nuevo negro: nunca había visto a un punk con una playera rosa mexicano (¿fiucsa, me diría él?). Es extraño, como todo a esta edad. Eugenia y yo nos sentamos en la banqueta, esperando a que la tocada empiece. Me comenta que ella ya ha venido aquí, al cumpleaños de su amigo el Chiflo. Se quita los lentes, los limpia con la manga y vuelve a ponérselos.

– ¿Quieres una cerveza?

La tiendita más cercana está a una calle, pero antes tenemos que atravesar una jungla de lodo y charcos. Llegamos empapadas. Eugenia saca dos latas de Modelo del refrigerador y las paga. Yo espero frente al estante de Marinela, incapaz de decirle que a mí no se me antoja una cerveza helada, que yo tengo hambre y preferiría unos Platívolos. Pero no. Qué mal me vería, a punto de entrar al Gran Concierto De Lujo (literalmente), con mi bolsita de galletas en la mano. Lo ideal es mantener la compostura. La tienda tiene una de esas campanitas que suenan cada vez que alguien entra. Una bola de amigos, cada uno cargando un cartón de cerveza, se divierte cruzando el umbral una y otra vez, provocando un campaneo insoportable. El viejo que atiende les dice que vayan a hacerse pendejos a otra parte. Eugenia y yo nos reímos y regresamos a la banqueta, ella saboreando su cerveza y yo dándole traguitos minúsculos, hasta que eventualmente se quema y tengo que tirarla en un poste sin que Euge me vea. La llovizna se convierte en una lluvia sucia y fría.

– ¿De veras puedo quedarme a dormir en tu casa? ¿No se enoja tu mamá?

Eugenia niega con la cabeza. Ni se va a dar cuenta, me dice. Qué alivio. Le dije a mi mamá que me iba a quedar a dormir con Andrea, mi prima. Ya mañana en la mañana le hablaré por teléfono para explicarle la movida y suplicarle que no me acuse después.

Llega una camioneta negra, de lujo. Es la camioneta de DeLujo.

– Se llaman DeLux –aclara un puberto insulso, al lado de nosotras, y se acomoda su gorra de camionero que le abarca toda la cabeza y se le resbala hasta las cejas.

De la camioneta sale un tipo altísimo, con una gorra similar a la del imberbe que nos ha iluminado con su sabiduría. Detrás de él le siguen un gordo pelón, un tipo de lentes, un flaco que no está nada mal y unos señores cargando cables y triques, o sea su staff. Todo es de lujo.

Uno pensaría que la famosa tocada está por comenzar, pero no. Todos se arremolinan junto a la entrada del local y yo pienso, mientras permanezco detrás de Eugenia, que si la entrada no sale en veinticinco pesos, como decía en el volante, yo ya valí. Sólo traigo un billete de cincuenta. Lo suficiente para la entrada, el camión de mañana y quizás un vaso de cerveza. Más no pago.

Pasan unos minutos interminables que, bajo la lluvia, nos parecen horas. Si yo ni conozco a estos desgraciados DeLux y aquí me estoy mojando de a gratis, nomás por verlos. Ni siquiera me gusta el punk. Me siento como una intrusa, frente a sus calcetines de rayitas y sus pulseras con picos y sus cinturones de estoperoles y yo que parezco que estoy lista para mi examen de admisión. Si hubiera etiqueta rigurosa para esta clase de eventos, definitivamente yo me quedaría afuera, dibujando monitos con el dedo sobre el lodo mojado.

¡Ni que fueran Led Zepellin!, grita un tipo, al final de la fila, iracundo y empapado. Todos lo estamos. Por fin abren la reja de fierro. Las mismas caras de siempre. Se sienten los promotores de conciertos de toda la maldita ciudad. No lo entiendo. ¿Ganarán algo o lo harán nada más por el deleite de cobrarnos la entrada y las cervezas, para sentirse importantes? Todos son fresitas del Tec de Monterrey que, claro, pueden gastarse todo su domingo en discos originales de MixUp y encima pasearse por la ciudad en los coches que les regalaron por su cumpleaños dieciocho y aparecerse por manadas en el cine, haciendo escándalo antes de entrar a la sala y tirando palomitas si la película no les gustó. Los odio. Están en todas partes: caminando agarrados de la mano en el centro, manejando a todo lo que da por el boulevard Bernardo Quintana, gastándose su sábado en una interminable juerga que abarca todos los antros y bares de la ciudad. Pululan. Son la verdadera epidemia de la ciudad, del país, del mundo. Son bichos y nadie los aplasta ni les echa insecticida. Incomprensible.

– Son veinticinco –me dice la pelirroja, arete en la nariz, delineador negro alrededor de sus ojos de sapo reverdecido y esa pinta de “nací con varo, pero me sublevo” y entonces me extiende su fina mano, abrazada por mil y un colguijes, por pulseras carísimas y reloj de marca. Siempre la veo. En todas las fiestas y tocadas permanece en un rincón, abrazada de su novio. Al principio. Cuando se le suben las cervezas se pasea alrededor del lugar, sin soltar al tipo que, de no ser por esos ojos inyectados y rojos, como si estuviera en perpetuo estado de narcosis, me parecería ligeramente atractivo.

Le pago. Adentro hace un calor insoportable. El espacio es pequeño: un polígono rectangular, sin esquinas, sin recovecos, sin una maldita puerta que sugiera la entrada a un baño. No. Si tienes ganas y las cervezas te hacen efecto –como seguramente sucederá–, tendrás que orinar afuera, junto a un poste, procurando que nadie te vea. Y de seguro alguien te verá. La ley de Murphy y esa mala suerte con que ciertas personas nacen, supongo.

El calor es inhumano. El aire, viciado. La gente ha empezado a exhalar e inhalar y llenar el ambiente de vapor y de humo. Porque fuman. No les importa que estemos atrapados, sin ventilaciones ni termostato. Fuman. Eugenia no dice nada. Se limpia los lentes, que se han empañado, y mete las manos a los bolsillos de su pantalón. Cuando no tiene nada qué decir ni qué agregar, usualmente hace eso. Eso y simular que chifla, mientras hace bizcos con los ojos y me mira como esperando a que yo diga algo, a que salve la situación. Pero yo tampoco tengo nada que decir y antes al contrario, empiezo a preguntarme qué hago aquí. Iban a pasar El Planeta de los Simios en el cinco. Versión original. Mejor me hubiera quedado a verla. Calientita en mi cama, comiendo palomitas, sin que nadie me moleste. Y en lugar de eso, estoy aquí, empapada y acalorada, confundiendo el sudor de mi espalda con gotas de lluvia que han resbalado por el cuello de mi sudadera. Los mismos de siempre. Las mismas caras. No sé sus nombres, ni su edad, ni a qué se dedican o qué hacen de su vida, pero los veo siempre, cada viernes, en todas las fiestas y todas las tocadas. De seguro ellos olvidan mi rostro un segundo después de verme, no importa si es la tercera, la cuarta o la quincuagésima vez que nos atravesamos. Así es esto.

Lo malo de no tener reloj es que no puedes mirar tu muñeca y hacer como que estás muy molesta porque la tocada no empieza. Sólo puedes tamborilear tu pie contra el piso, y sin embargo esto puede confundirse con un rítmico movimiento provocado por la música que pusieron, para confundir a los presentes y hacerles creer que ya van a tocar las bandas. Veamos. ‘Colchoneta’. He visto a esa banda como mil veces. Ya hasta me sé sus canciones de memoria. “Que si voy caminando por las calles de esta ciudad, que si toda la gente es igual”. Aburridos. Pero claro. Son muchachos bien, del Tec, todos ellos guapos y misteriosos y virtuosos en sus respectivos instrumentos. Antes me gustaba el baterista. Pero luego cayó de mi gracia, por algún misterioso motivo. El que canta es el líder y, por supuesto, tiene su legado de admiradoras. El guitarrista es un monote de casi dos metros y su novia es una hippiosa de pelos verdes que baila arrebatada mientras tocan, como si su música fuera un canto místico y espiritual. Les sigue ‘Lado A’. Se creen que tienen una calidad interpretativa inigualable y la verdad es que el vocalista balbucea las palabras y al final uno no sabe si la canción se trató de un amor de secundaria o de la insoportable levedad del ser. Pero no creo que sean tan profundos, de todos modos. La última banda -aparte de los lujosísimos DeLux- es ‘Truck’ y la verdad es que yo no puedo respetar a unos tipos que se hacen llamar camión y cuyas canciones no tienen letra, según ellos porque son instrumentales, pero la verdad es que no han conseguido a alguien que le dé al micrófono. Se supone que después de todo eso va a tocar DeLux. Trajeron su mercancía: gorras con el logotipo (¿un anillo de oro? Por favor), pins, playeras y tazas. Parece que estamos en Reino Aventura. No entiendo cómo es que pueden proclamar por todo lo alto ser ‘unos anarquistas’ (sic) y luego caigan en la tentación de vender baratijas. Incomprensible.

Eugenia rompe el hielo diciendo que esto va para largo. ¡No!, ¿apenas te vas dando cuenta? Se nos acercan unos tipos, chorreando agua de la ropa. Que vienen de Celaya, que sólo quieren ver a DeLux y que como lo más seguro es que salgan hasta el último, a ellos se les va ir su camión. Que si no les podemos dar alojo. Uy, no. Qué lástima y discúlpame, pero no; de hecho nosotras venimos de Hidalgo y nos vamos a quedar con la prima Clotilde y ustedes ya no caben. De veras qué lástima.

Se ve que son buena onda. Como que les gusta Querétaro, dice uno y yo no puedo dejar de pensar en cuán equivocados están. Si vivieran aquí, no les gustaría tanto. Pero no puedo decírselos, porque se supone que somos de Hidalgo.

– ¿Y de qué parte?

Pues de Hidalgo, ¿qué más datos quieren? En este momento no puedo recordar que Pachuca es la capital del estado y permanezco muda, esperando que Eugenia arregle la situación con sus chistes malos y su chiflido falso y sus ojos bizcos. Nos invitan una cerveza; ella acepta gustosa, yo me resigno. Pero hace calor y me la tomo. Luego se van, porque la plática es de veras monótona.

No hay dónde sentarse. Permanecemos de pie, escuchando por enésima vez la canción de la ciudad y de la gente que siempre es igual y los de Colchoneta no parecen percatarse de que ya todos estamos hartos de ellos y de su música. Hagan nuevas canciones, ¿pues qué es tan difícil? Además, con la lluvia afuera, difícilmente puede distinguirse una vaga melodía. Le confieso a Eugenia que ya me aburrí. Ella está de acuerdo, porque a ella sólo le gusta ‘Truck’ y es que su amigo el Chiflo toca ahí.

– ¿Pues qué hacemos? ¿Otra cerveza?

Siempre y cuando ella la pague, por supuesto. Camino a la barra, nos topamos con Humberto y su amigo el gordo. ¿Cómo puedes saber el nombre del gordo si siempre está junto a Humberto, que debe ser el hombre más apuesto de toda la ciudad? Por fortuna tomó una clase con Eugenia y le cae bien. Nos saluda y sonríe a todo lo que da. Luego habla. Mejor debería permanecer callado. Su voz es chillona e infantil, y además dice cosas doblemente infantiles. Pero no importa mucho, porque una vez que cierra la boca pueden contemplarse esos ojos verdes y perdidos y los caireles que le rozan el mentón, sin pensar en la sarta de sandeces que acaba de proferir. Ellos terminan pagando las cervezas.

– ¿Quieren salir? Aquí ya está insoportable.

Ya no llueve tanto. Salimos y, para mí, el frío es igual de insoportable. Hablamos de la prepa, de esos tiempos aquellos y del maestro Aquiles y su eterna tacita de café. De los extemporáneos y los talleres, del examen de Física II y de qué buenas estaban las tortas de la cafetería. La añoranza de tiempos que, solamente ahora, nos parecen mejores. La universidad no es lo mismo. Puedes cursarla toda sin la necesidad de un verdadero amigo. Supongo que aún estamos demasiado melancólicos respecto a la preparatoria, habiéndola abandonado apenas un año atrás. Aún no asimilamos que todas esos rostros, desde los más vagos hasta lo más matados, ahora se encuentran repartidos en todas las facultades, o en trabajos de medio tiempo, o en sus casas, esperando a que algo suceda y los despierte del eterno aletargamiento en el que sus vidas se han convertido.

Durante todo el número de ‘Lado A’ no hacemos otra cosa que platicar sobre películas. A ellos les encantan las de acción; a Eugenia le aburre cualquier género y yo prefiero decir que sí a todo. Ésta: buenísima. La otra: aún mejor. Aquélla: un clásico. Así no van a pensar que soy una payasa o una pedante, como suele suceder.

No sé si son las cervezas, el frío de afuera o el ambiente sofocante de adentro, pero me parece que Humberto está más cariñoso que de costumbre con Eugenia. Se ríe de sus chistes malos y ambos sueltan sonoras e irritantes carcajadas a la menor oportunidad. El gordo –que se llama Juan Carlos, según acabo de escuchar– permanece inmóvil, con una sonrisita críptica pegada a la jeta, que me pone de nervios. Nos rolamos una caguama de Sol que Humberto sacó de su coche y así nos la pasamos, en abierta fraternidad y humana solidaridad.

Antes de advertirlo, el Chiflo se nos ha unido. No aporta nada, pero igual reímos. A veces ni siquiera alcanzo a escuchar, pero igual me muestro divertida, como si en mi mundo no hubiera nada más importante que el aquí y ahora, y no una bola de simios educados y segregacionistas. Y su planeta del futuro.

De esta manera descubro que el Chiflo vive justo al lado del polígono deforme y sin baños que hace las veces de foro musical. Entonces le pido que por favor, ¡por favor!, me deje entrar a su baño. Muy amable me dice que sí y hasta me acompaña. Su mamá está en la cocina haciendo gorditas y me comenta de pasada que ya está acostumbrada al ruidazo de “estas pinches tocadas”, como ella las describe. Cuando salgo, no veo ni al Chiflo ni a la señora y me embeleso observando recuerditos de quince años y bodas, en los jugueteros de la sala. De pronto siento una mirada pesada sobre mí; lo sé aún estando de espaldas a quien me mira. Es Lorenzo.

Debe haber notado mi mueca de sorpresa, pues en seguida me explica que él es hermano del Chiflo.

– ¿No lo sabías?

No. No lo sabía. Me pregunta por qué no me he aparecido en el taller de cine.

– He estado muy ocupada –le miento.

Dice que la otra vez vieron ‘One Flew Over the Cuckoo’s Nest’ y que todavía está shockeado. Me maldigo por dentro y procuro cambiar el curso de la conversación: una trivialidad no puede hacerme sentir doblegada. Aún no proceso la información que acabo de recibir. Los atrapados sin salida y Lorenzo hermano del Chiflo. No se parecen nada… ¿Y él quién carajos es para saber más que yo? No me queda otra opción más que emprender la graciosa huida. Es mi recurso predilecto en situaciones como ésta.

– Voy a buscar a Eugenia.

Huyo. Lorenzo frunce el ceño –supongo– y permanece recargado en la pared, demasiado intelectual, demasiado digno como para darse una vuelta por la tocada. Como salgo dando tumbos, en el patio tropiezo con una maceta y la tiro. No se rompe, para mi fortuna, pero la tierra mojada se esparce por el piso. Me agacho y la recojo con las manos y luego arrastro la tierra que queda con el pie. Es un desastre. Junto a la reja están los amigos de Catalina, la hermana del Chiflo y –apenas lo descubro– de Lorenzo también. Me miran en complicidad y, con un gesto cómico y patético a la vez, les ruego que no digan nada.

Afuera Eugenia sigue charlando con Humberto y el gordo y descubro que se entretienen entrando y saliendo del rectángulo, puesto que los lentes de Eugenia se empañan y desempañan con una rapidez asombrosa. Y les da risa. Yo también quiero ver. Después de tres veces, el juego se torna aburrido. El gordo propone retirarse en cuanto antes y ‘caerle a una fiesta en la Burócrata’. Eugenia acepta y no me queda más remedio que hacer lo mismo. Y su celular suena. Es Maribel, hablando desde un bar de mala muerte, exigiendo que la acompañemos en su borrachera. Pero ingenua he de ser. Apenas me doy cuenta de que Eugenia está borracha también y no articula ninguna idea y ninguna frase. No sabe cómo responderle. No sabe cómo colgarle. Le arrebato el celular y hablo con Maribel.

– Estamos Yajaira y yo en una cantina por la Cruz, ¿no quieren venir? –me dice.

No. No queremos ir. Le propongo en cambio que ellas vengan, que nos veremos en la Burócrata en media hora. A regañadientes acepta. Doblo el aparato por la mitad. Los teléfonos celulares son curiosos. Este, particularmente.

Eugenia me mira con los ojos inyectados. Explico brevemente la situación. Caminamos hacia el coche de Humberto, estacionado cerca de la tiendita de la campana. El gordo va a manejar. Pues lo que sea. Humberto y Eugenia atrás, hablando de bajos y cellos, de la banda tal y el concierto fulano; mientras el gordo mantiene la vista pegada a la carretera y yo asumo el inútil papel de copiloto. Me siento incómoda, pero lo oculto. Me río, aunque no digan nada. Soy condescendiente y a todo digo que sí y todo me parece gracioso: la vida es un carnaval y de todos modos algún día moriremos.

El gordo es un auténtico cafre. Casi nos estrellamos por el Circuito Moisés Solana. Otros cafres, no menos enjundiosos, le metían al acelerador con el mismo ímpetu que el maldito gordo. Pero la libra y no hacemos más que reír. Yo, por dentro, estoy al borde del colapso nervioso: los miro con rabia, con las encías brillantes y los ojos achicados, soltando unas carcajadotas estúpidas y atroces. ¿Cómo pueden reírse, si casi se parten su mandarina en gajos? ¿Qué no ven que en esta vida todo es pasajero y efímero, que la vida misma es un cristal frágil que se rompe a la menor oportunidad? Pero me río, qué más da.

El gordo da vueltas, Humberto le indica alguna dirección y llegamos a una callecita empinada. Estoy a punto de bajarme, cuando el gordo se me adelanta y me dice por la ventanilla que aquí no es. Aquí son las chelas clandestinas, faltaba más.

Regresa con dos caguamas Indio bien frías. Las acomodo en mi regazo y a los dos segundos ya estoy tiritando. Malditas cervezas heladas, pienso, y este pensamiento ocioso y negativo me produce una calma enternecedora, como si súbitamente yo fuera superior a ellos, como si a mí las chelas me hicieran lo que el viento a Juárez y la adolescencia no fuera más que un paréntesis que he de recorrer por la sola y absurda razón de que el cuerpo humano se compone de fases. En lo que a mí concierne, pueden tragárselas todas y terminar en el hospital por congestión alcohólica. No me importa un carajo.

La casa de la supuesta fiesta está dos cuadras adelante. La reja está abierta, así que nos metemos con toda la naturalidad del mundo. Desértico. La sala, a oscuras. La música, nuestra respiración. Aparece la anfitriona con cara de pocos amigos, pero esforzándose por sonreírnos. Entiendo. Sus papás están de viaje o una mafufada por el estilo: toda la casa es suya. Escucho voces desde la cocina, pero evidentemente no me atrevo a hacer acto de presencia y saludarlos. Después de todo, no soy más que una gorrona más. Nos sentamos en los sillones de la sala: de esos de madera que tienen cojines de tela encima, al estilo rústico. Eugenia no ha dicho palabra y hasta me preocupo. O se le bajó o para ahorita anda de lo más briaga. En la mesa hay nueces. Abrimos la primera caguama y la rolamos. No hay música. Sólo nosotros (la anfitriona ha desparecido de nuevo). El gordo aplasta una nuez con su zapato y me la ofrece. Sí, gracias. Con el hambre que tengo, hasta una triste nuez es bienvenida. Humberto rompe una con sus dientes y en fin, que nos la pasamos tomando chela y comiendo nueces, sentados en los silloncitos rústicos y hablando de naderías. Me imagino que estamos en una de esas películas setenteras de vedettes y cabarets, con galanes estilo Mauricio Garcés tomándose una copita de coñac al ritmo de una rola de Napoleón. Bohemísimo. Charolas de tecate y manteles de cuadritos. Señoras que bailan pegaditas a un viejo panzón y patilludo. Humberto que le toma la mano a Eugenia y yo que no lo creo. Me parece que sólo esperan a que el gordo y yo desaparezcamos para que ellos hagan lo suyo y básicamente lo suyo sería fajar durante un buen rato. Voy al baño. El pasillo conduce a la cocina y veo siluetas de hombres sentados en una mesa, con la anfitriona como pieza principal, exhibiendo sus encantos y celebrando lo que aquellos digan. El baño, un cuartito debajo de la escalera. Trapeadores, cubetas y productos de limpieza: por lo que veo nadie debe usar este baño. Es una vil bodega.

Una vez terminados los menesteres propios del lugar, me dispongo a abrir la puerta. Y sucede que está atorada. La empujo, la pateo y me pongo histérica. La anfitriona por fin se acerca y me dice desde el otro lado que tengo que girar la perilla en la dirección contraria. Pero yo en mi desesperación no escucho nada y sigo con mi empujadera. Lo repite. Y casi lo grita. Por fin capto y logro salir. Los de la cocina se ríen. Que se ríen, se burlan. Es obvio. Digo, la torpeza se me da. No hay por qué negarlo.

El gordo me espera, por alguna razón. Su rictus entero se ha transformado en una perenne sonrisa estúpida y sus ojos en dos canicas amaestradas que vigilan cualquier movimiento mío. Que si tengo novio. , le contesto. Ah, no lo sabía. Pues ya lo sabes. ¿Quién es? No lo conoces. ¿Qué tal que sí? Lo dudo. Pruébame. ¿Qué te pruebo? A ver si lo conozco. Te digo que no. Ándale. Pues se llama Armando y tiene una tienda de artesanías en el centro. Ah no, no lo conozco. Te dije. ¿Y lo quieres mucho? Y a ti qué te importa. Sí me importa. ¿Y por qué chihuahuas te importa? No, nomás preguntaba. Pues no preguntes. Oye, ¿y por qué eres así? ¿Así cómo? Como mala onda. ¿Mamona? ¡No!, no quise decir eso. ¿Entonces qué quisiste decir? Pues que eres medio… medio difícil. Chingá, ¿y cómo quieres que sea? (esto no lo dije, pero lo pensé). Pero también eres como muy interesante. Pues gracias. De qué. Va. ¿Y luego? ¿Y luego qué? Pasó un borrego. Ah. ¿Ya te aburriste? ¿Qué, se me nota? Algo. Pues mejor. ¿Dónde vives? En mi casa. No, ¿pero en dónde? ¿Y para qué quieres saber? Por si tengo que llevarte. No, gracias. En serio. Que no. Bueno. Voy al baño. ¿Otra vez? La chela me hace daño. Sale, va.

Me levanto. El gordo es una plasta, encima de todo. Mi plan es permanecer en el baño unos buenos quince minutos y luego decirle muy sutilmente a Eugenia que “ya es muy tarde”, a ver si capta el mensaje. Pero antes de llegar al pasillo, su celular suena. Como sé que su condición es deplorable, corro hacia ella y lo contesto yo. Es Maribel. Que dónde está la casa. Pues no sé. Le pregunto a Humberto y luego a la anfitriona y todos terminan diciendo que es la calle tal, número tal, como si la fiesta estuviera de veras animada como para traer más gente. Ingenuos.

Prefiero esperar a Maribel y a su amiga Yajaira afuera, en la calle. Suena de nuevo el celular (decidí cargarlo yo). ¿Dónde estás?, pregunta. En la calle, contesto. Yo también, replica. No la veo. En cambio, noto un grupo que se aproxima hacia mí. Ten cuidado, le advierto. Parecen una bola de chacos, caminen con cuidado. –Yo no veo a nadie. -Están aquí enfrente de mí, insisto. Cuando decido meterme de nuevo a la casa, advierto que el grupo de chacos son en realidad Maribel y Yajaira… caminando con unos chacos, amigos de la última.

Ah, son ustedes. -Ah, esa eres tú; debí reconocer esos cabellos parados. -Gracias por el cumplido. -De qué.

Maribel me abraza en cuanto me ve. ¡Cuánto tiempo, qué milagrazo, estás cambiadísima…! Yajaira se ríe de lado y el piercing de su labio se tuerce de un modo que me parece, honestamente, repugnante. Los chacos permanecen atrás, y me saludan levantando la ceja. Hago lo mismo. En eso estamos cuando Eugenia emerge de la reja, alardeando del regocijo que le provoca ver a Maribel de nuevo. Antes de acercarse a ella y abrazarla, sin embargo, vomita sin remedio sobre la banqueta. Uno de los chacos, obeso como costal relleno de papas y tatuado como postal navideña, suelta una ruidosa carcajada que, lejos de parecerme hilarante, me pone en un ánimo francamente iracundo. Tomo la ofensa como propia, aún cuando Eugenia trastabilla y se disculpa con grotescas risotadas. Maribel suelta un comentario cómico y la situación se relaja un poco, pero yo no puedo dejar de mirar con odio al chaco barrigón. Entro a la casa, voy al baño y saco un trapeador, procurando por supuesto que la anfitriona no se dé cuenta. En el patio hay una cubeta con agua y la arrojo hacia la vomitada, empujando los restos con el trapeador. El obeso sigue con su batea de babas. ¡Qué asco!, dice, y entonces sí me prendo. No te hagas el digno, chaco de mierda. Me mira asombrado. Yo misma estoy asombrada. Lo dije más para mí y, sin embargo, el aludido alcanzó a escucharlo. Qué satisfacción. Qué ganas de ser así más seguido.

Cuando entro de nuevo, Humberto está completamente dormido en el sillón y el gordo tomándose los restos de las caguamas, sin inmutarse. Escucho las voces de Eugenia, Maribel y Yajaira, que están en el baño. Me acerco. Euge, en cuclillas, le explica a Maribel que “no está borracha, sino ligeramente mareada”. Yajaira, para variar, se ríe entre dientes y torna los ojos cuajados de maquillaje hacia el techo. Me acerco. Eugenia parece consolarse sólo de verme. Dile que no estoy borracha, me ordena. Antes de abrir la boca, por un reflejo, volteo hacia la cocina. Y ahí está. Lo miro absolutamente anonadada. ¿Qué hace él aquí? Sólo estoy mareadona. ¿Cómo no lo vi antes? Ayúdame a levantarme. ¿Me habrá visto? ¿Y tú me estás escuchando? La tomo de los brazos, sin despegar la vista de la cocina. Erguido y con la cabeza en alto parece mucho mayor, exhalando humo de tabaco y observando a la anfitriona que le dice cosas al oído. Esboza una sonrisita, que juzgo cínica, y se recarga de nuevo sobre la silla. No me ha visto, estoy casi segura.

– ¡Es que ya se descubrió el pastel! –sentencia Maribel, mientras saca unos pañuelos desechables de su bolsa.

– No digas sandeces –dice Yajaira y me doy cuenta de que es la primera vez que abre la boca en toda la noche.

– ¿Cuál pastel?

Que la mamá de Eugenia ha estado hablando a casa de Maribel, por horas. Que dónde están. ¿Acaso no iban a quedarse a dormir todas en el mismo lugar? –El celular está apagado. -No es cierto, lo traigo yo. –Entonces la vieja miente (me lo dice con voz queda, para que Euge, ahora sentada en el excusado, no escuche nuestra conversación). –Pues yo no sé. -Pues yo tampoco. Eugenia se levanta torpemente y exige una explicación al descarado secretío. –Tu mamá ya te cachó. -No inventes. -No invento. -En serio, no inventa. -¿Y ahora?

– Llamen un taxi –propone Yajaira, con fastidio. Luego se mira las uñas pintadas de negro y se saca la mugre metida, silbando y arqueando las cejas.

Eugenia se rehúsa, pero Maribel la convence. Yo, mientras tanto, sigo embelesada observando anónimamente a quien tantas veces recogió mi víscera cardiaca del suelo, la sanó y luego la mató; la sanó y la mató, la sanó y la mató…

– ¿Qué ves? –pregunta Eugenia, siempre al tanto de mis reacciones.

Cierro los ojos. De pronto, el mundo ha dejado de girar en torno al viernes, a este viernes. Advierto mi posición en este mundo, mi nimia importancia, la inexistencia de lo divino, la sinrazón de la vida. Todos los viernes salgo en busca de una aventura: a veces lo logro, a veces no. Hay noches en las que termino durmiendo en el jardín de un tipo que acabo de conocer, aferrándome a la creencia de que así es la adolescencia, de que así es como debe ser. Hay noches en las que termino completamente borracha y deprimida, llorando en un rincón, reprendiéndome por mi ausencia de carácter. Todos los viernes busco una fiesta, una tocada, una reunión, lo que sea. Y todos los viernes, en algún punto de la noche, comienzo a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué hago aquí? ¿Quién soy yo? ¿Por qué no me quedé en casa haciendo otra cosa? Encuentro la lucidez más absoluta en medio de un estado etílico. O… No sé divertirme. Quizás ésa sea la respuesta. Me engaño y me digo que hoy será diferente. Que no tengo por qué ver a Armando, que él lo entenderá. Me zafo de sus abrazos y de sus besos ensalivados, conteniendo la ira y el asco, obligándome a sentir algo. A ser normal. Espero a Eugenia todos los viernes, prometiéndole que esta noche ambas alcanzaremos el clímax al unísono. Y luego ella ríe y baila, se pasea alrededor del lugar y yo no hago más que hundirme en mi rincón, envidiando esa capacidad que tiene ella de desconectarse del mundo entero, de ignorar lastre alguno.

– Nada –le digo–. No es nada.

Maribel ha hablado a dos taxis de sitio. Ahora están esperando en la calle. No nos despedimos de la anfitriona, ni de Humberto, ni del gordo, ni de él. No sé por qué, pero de pronto tengo la sensación de que ya sabe que estoy aquí. Puede sentirme, de la misma forma en que yo lo siento a él. Y no hago nada al respecto. No hago nada porque, cuando pude hacerlo antes, me quedé de brazos cruzados. Ya es tarde.

Antes de tomar su taxi, Eugenia tropieza y cae de rodillas frente a la puerta. El taxista la ayuda y yo le prometo que le hablaré, que va a estar bien, le digo que no tenga miedo. Conozco su mirada: sabe lo que la espera. Sabe de los regaños, sabe de la infamia, de la humillación y el castigo que la esperan. Sabe de todo eso y de otra cosa más, que yo intento ignorar: la he traicionado. Me ha rogado miles de veces que no vuelva a caer, que no la deje nunca, que no la traicione. No lo dice pero, es evidente, no esperaba que yo me largara con Maribel y su amiga Yajaira. Suena trivial, pero encierra las terribles paradojas de la amistad. He roto un pacto que juramos sólido e inquebrantable. Me voy con alguien más. La dejo sola, la entrego a las huestes enemigas.

– No te preocupes –murmura Maribel, mirándome de frente– Todo está bien.

Todo está bien. Enorme consuelo. Las sigo, ¿qué otra cosa me queda? El mundo es tan efímero, tan inexplicable y absurdo que… las sigo. Voy detrás de ellas. Maribel toma el control de la situación y Yajaira me mira como su subordinada. Estoy a sus órdenes: haré lo que digan, me dejaré guiar por su palabra. Abordamos el taxi. Ha llegado el punto en que tomo conciencia de mí misma, en que dejo caer una risotada y luego me torno melancólica mientras miro por la ventanilla. La ciudad es tan pequeña, pero la gente me parece tan grande e inescrutable… No pregunto por los chacos; me alegro de que no nos sigan. No pregunto por Eugenia; me alegro de que no esté aquí. Me alegro de no tener que cuidarla, aunque nunca tenga la obligación de hacerlo; me alegro de que su noche se haya acabado ya y la mía apenas comience.

– ¿A dónde vamos?

A una fiesta.

– ¿Quién se murió? –pregunta Yajaira clavando sus ojos en los míos.

No entiendo.

– Parece que vienes de luto.

Ahora lo entiendo. Mantengo viva la ilusión de que no estamos solos en el microcosmos, de que no sólo somos organismos pluricelulares que nacen, se reproducen y mueren. En polvo eres y en polvo te convertirás. Ahora lo entiendo: todos los viernes… son viernes de luto.

Discovery

Un artículo escrito por la periodista inglesa Rebecca Atkison para el periódico The Guardian. La columna se llama “Losing sight, still looking”, en referencia a una condición diagnosticada en la adolescencia: “te harás ciega gradualmente; puede ser en un año o en veinte”.

 

Llegué hasta ella a través de una serie de eventos circunstanciales. El principal: fue novia de Nick Nyro, un DJ inglés que me envió los mejores “mix tapes” (cedés, en realidad) que he recibido en mi vida.

 

The infant months of a relationship are imbued with discovery. You’re Christopher Columbus and your lover is a map of the world. Each time you meet, you notice new islands of moles among the waves of blue and green ink as you snuggle into the folds of their tattooed skin. Each time they speak, things you’ve never heard before emanate from their mouth; and each time they laugh, the muscles in their face move to form new shapes and expressions under their skin.

 

You lie awake together at night, learning new things: how they ran away from home in 1982 and didn’t return until 1987, and how they once galloped through a field in the dark with their pockets stuffed with squealing baby guinea pigs, liberated in the name of animal rights.

 

At the end of your three-month voyage of discovery, you either don’t like what you’ve found and set off for more bountiful shores; or, like me, you find they’ve colonised your heart, but you can’t spit out the three sticky little words that you want to say through fear that it’s just too early to share them.

 

But then one sunny morning in July, I was in a building when a bus blew up outside. The fragility of human life lay before me on the road. That night I went to tat man’s high rise, sailed up in the lift and let the suppressed ‘I love you’ escape from my mouth. Life suddenly felt too short not to.

 

Los extremos de la noche

Joaquín la miró dormirse. Estaban en un hotel en la Roma, era ya de madrugada y la habitación olía a plástico quemado. Esto lo desconcertó: creyó haber notado un olor a viejo apenas abrieron la puerta, pero la sensación se evaporó casi inmediatamente.

De súbito, sin que ningún factor importante incidiera en ello, recordó la primera vez que se acostó con alguien. La sensación fue vívida y precisa. Tuvo en la punta de la nariz el olor a látex de los condones y luego el golpe, entre salado y amargo, del sexo una vez que lo tuvo abierto frente a sus ojos.

Después le dieron ganas de llorar. Con este recuerdo vinieron otros, más antiguos. Lo primero fue una calle larga y angosta; estaba desierta y llena de basura. Después la reja de la preparatoria y algunos rostros amigables de antaño. Sintió que los ojos se le aguaban y entonces un estado de beatitud lo envolvió desde la punta de los pies hasta la frente. Hacía calor. Pero se dijo que si podía recordar todo eso y verse en aquella situación entre incómoda y molesta de no poder lograr una erección, no todo estaba perdido. Todavía tenía algunos escrúpulos y un poco de decencia, si es que eso importaba un poco.

De los recuerdos ligados llegó al momento en que conoció a la chica que dormía plácidamente a su lado. La miró una vez más y se le ocurrió de repente que era una desconocida: dormida, ajena, fue como si ese rostro al que se había acostumbrado en los últimos meses no fuera más que la careta de alguien totalmente extraño. Se sintió incómodo; situación que aumentó cuando reparó en que los pies de ella sobresalían de la cama. Había poca luz (apenas una lámpara de la avenida que arrojaba un haz directo a su almohada) y tuvo que entrecerrar los ojos para admirar mejor aquello. No cabía duda: Argelia tenía unos pies tan enormes que no cabían en el colchón. Le pareció un poco cómico, y quizá un poco aterrador también, nunca haberse dado cuenta de ese detalle. Tantas veces habían dormido juntos, incluso en circunstancias totalmente favorables, y sin embargo él nunca había notado que su amante tenía unos pies desmedidamente grandes.

– Jodidamente grandes –corrigió con un hilo de voz.

Continuó mirándola en la penumbra. Tenía el cabello muy fino, como fideítos quebradizos. La nariz afilada, pero respingada en la punta: eso fue lo primero que llamó su atención. Con algo de suerte podían observarse los vellos en las mucosas y a Joaquín eso le parecía excitante (un fetiche oculto, le dijo un amigo alguna vez). Los labios eran la mejor parte, sin embargo. Algo en ellos siempre húmedo y expectante, como una invitación manifiesta, cínica de ser besados. Y el cutis de un adolescente afortunado… El término le parecía idiota. Una piel apenas expuesta, no perfecta, pero lozana. Como si respirara.

La amaba un poco, por eso. Tenía un aire… ¿vikingo? Otra definición idiota. Caminaba bruscamente y era algo torpe: muchas veces le había sucedido que, sentados en un restaurante, Argelia derramara las bebidas o se golpeara la rodilla con la pata de la mesa.

Sus piernas estaban llenas de moretones.

Y sus pies, esos pies enormes que apenas ahora veía en su justa dimensión, tan antiestéticos a pesar del calzado femenino que invariablemente los cubría.

Recordó después que, el día que la conoció en la oficina de un proveedor, Argelia llevaba unas zapatillas estampadas de leopardo. Era imposible no notarlo (y es probable que ese sea el único calzado de ella que Joaquín identifique con precisión) y Argelia parecía orgullosa de despertar esa vaga curiosidad.

¿Cómo algo tan frágil podía cubrir algo tan monstruosamente grande?

Y así fue que llegó el pensamiento.

Rápido, volátil, implacable y sombrío.

Todo esto pudo maquinarse en menos de un segundo: el pensamiento se formula mucho más rápido de lo que puede manifestarse en palabras.

Sintió que una mano se le adormecía. Joaquín volteó hacia la ventana y alcanzó a distinguir un anuncio de Coca-Cola a 300 metros. La impasibilidad de la ciudad lo tranquilizó. Pensó en la avenida moteada de árboles, las banquetas anchas y cuarteadas, los aldabones de algunas casas antiguas y los cafecitos en los que solía desayunar con Argelia, con lo que le vino una sensación de hambre insoportable.

Movió la mano.

De nuevo apareció la reja oxidada, color rojo sangre, de la preparatoria. Un martes a mediodía, con los salones desiertos, y una bola seca en la garganta. Sabía que estaba un poco borracho y sabía que eso era lo que menos le importaba; algo dentro de él se había fracturado para siempre.

Un puñetazo en el estómago, tan real que Joaquín tuvo que enderezarse sobre la cama.

Estaba sudando. Se levantó, caminó hacia el lavabo y se mojó la cara repetidas veces. El chapoteo del agua hizo que Argelia se revolviera en su lugar y gimiera un poco, pero no despertó. Joaquín se sintió aliviado por ello y de pronto no supo por qué. Se recargó en la pared, débil, y la observó de nuevo.

Todo tenía una razón.

Frente a sus ojos estaba su sonrisa de niña perdida. También estaba el modo en que desviaba la mirada cuando algo la abochornaba. El pudor una vez desnuda.

La odió tanto por mentirle.

Se dejó caer sobre la alfombra.

¿Era igual a esa decepcionante primera vez?

La sensación de vacío, el sudor en la espalda, la boca seca, los puños crispados. Durante dos años se repitió que todo era culpa de la borrachera y apenas cuando tuvo una novia constante pudo olvidar (¿olvidar? Sólo una cosa no hay: es el olvido, había dicho Borges una vez) la vergüenza, quizá insulsa, de sentirse un maricón frente a una mujer.

Sí, fue muy cruel, y pudo entenderlo siendo un adulto.

Todo estaba superado ahora. Volvió a la cama, se acostó y le dio la espalda a Argelia. Intentó dormirse, pero en la duermevela lo asaltaban imágenes de una gran pelea con su amante y casi podía verse con la nariz rota y la sangre manando a chorros por su camisa. En una ocasión saltó al imaginar a los de la oficina literalmente muertos de risa al verlo al día siguiente con la camisa ensangrentada y los coágulos macerados en el labio.

Y todo un torrente de maledicencias.

La mataría, por deshonesta. Y él que la amaba: la había llevado a un congreso en Acapulco, le había regalado un vestido carísimo que ni en sueños hubiera pagado, la hacía acompañarlo a las fiestas de la oficina (la cena de diciembre y la conmemoración del aniversario y cuando todos celebraron en un restaurante marroquí por una cuenta que creyeron inalcanzable) y además la presumía sin tregua alguna.

¿Cuántos no debieron advertirlo antes que él?

Se odió a sí mismo, mucho más de lo que creía ya odiarla a ella.

Y lloró. Esta vez fue un llanto entrecortado, plagado de manerismos, que le recordó el momento más humillante de su vida y cómo lo confrontó llorando como un imbécil.

Esos pies. Esos pies tan extraordinariamente grandes simbolizaban su derrota. Esa fractura que nunca había sanado del todo.

 

Cuando Argelia despertó temprano por la mañana, Joaquín la esperaba sentado en un sofá frente a ella.

Supo de qué trataba cuando él le dijo, sin mover las pestañas:

– Es hora de golpearnos de hombre a hombre.

Apenas una niña

Tú también eras apenas una niña cuando te conocí. Acababas de entrar a la universidad, lo que significa que ya tenías tu buena dosis de vida recorrida. Sin embargo, a mis ojos, siempre fuiste una niña. Supongo que en eso residía el encanto de mi atracción por ti.

Eras una alumna regular, ni buena ni mala, y creo que fue un error de mi parte abordarte desde el ángulo académico. Yo no tenía ni un año en Santiago, acababa de hacer una maestría en Filología Hispánica en Madrid, y la sangre me hervía por poseerte. La clase era, aún lo recuerdo, “Las Grandes Corrientes de la Literatura Iberoamericana”: nombre ciertamente pretencioso para la hora y media que empleaba en divagar sobre los vericuetos de la vida y mirar tus piernas desnudas en el otro extremo del salón de clases.

Decías que yo tenía un cierto parecido a Zapata, pero ahora sé que era el único personaje mexicano que conocías y que por tanto me asociabas con él y esperabas de este modo congratularte un poco con el tipo pedante e ingenuo que yo solía ser.

No rechazaste mi primera invitación, pero me dejaste plantado en el cafetín a un costado del Palacio de la Moneda. No dije nada apenas te vi en la universidad al día siguiente, pero te devolví un ensayito humilde que habías hecho con un siete en tinta roja. También escribí, a un costado de tus notas bibliográficas, “Y la próxima vez procure no quedarme mal”.

Te llevé al cine Hoyts dos semanas después, pero ya no recuerdo ni qué película daban. Empleé todo ese tiempo en besarte el cuello y acariciar tu antebrazo, embriagado por esa mezcla de perfume dulzón y esencia femenina que desprendías con cada aspiración. Me atraía sobre todo esa inocencia perversa de tu conducta, ese aire de niña mojigata que en la oscuridad de la habitación accedía a todas mis órdenes y depravaciones. Y luego era realmente excitante mostrarme desenfadado en el aula, mirarte con lujuria y luego preguntarte, sin el menor recato, qué opinabas de El sí de las niñas y otras obras que por supuesto no te habías tomado la molestia de leer.

No sé si alguna vez estuve enamorado de ti. Casi tengo la seguridad de que nunca lo estuve. Al cabo de cuatro meses se había esfumado la chispa y no podía dejar de verte como la niña idiota que suponía eras y entonces me retraje al grado de evitar tu presencia en la medida de lo posible. No sé, no me lo preguntes, si alguna de esas veces tuve el mínimo indicio de culpa. Supongo que, después de extraer todo el jugo de tus entrañas, dejé de encontrarte atractiva y deseable. Sencillamente, habías dejado de ser un enigma para mí.

El siguiente semestre tuve que regresar a México, en plena crisis del 94. Empaqué mis cosas, renuncié a la universidad y tomé el primer avión disponible. No supe de ti más y me entregué a mis nuevas ocupaciones, que incluían un puesto burocrático y la coordinación de un suplemento cultural en un periódico apenas emergente. Con toda franqueza, tu recuerdo llegaba sólo en los momentos de mayor lucidez, los que ocurrían raras veces. Eso me permitió concentrarme en lo verdaderamente importante: ganar fama intelectual y conquistar veinteañeras ilusas no bien la ocasión se presentara propicia.

Una vida envidiable en lo aparente, ¿no te parece?

Es tan extraño lo que ha sucedido con nosotros. Hace algunos años me enteré que habías publicado una novelita de dudosa calidad y que vivías de forma decorosa, lo que me tranquilizó en cierta medida. No sé por qué. Ahora comprendo que los años (y la madurez que debía llegar con ellos, aunque en mi caso aquél era un proyecto irrealizable) me habían enseñado el poder de la culpa y le retrospección.

¿Y qué sucede?

Regreso a Chile después de casi quince años y me encuentro contigo convertida en una mujer adulta y autosuficiente. La noche que recibí tu llamada, en el hotel Fundador, apenas pude reconocer tu voz. Más que eso: me sorprendió, de una forma agradable, el modo en que te expresabas ahora. No cabía duda de que eras una mujer instruida y experimentada. De pronto quise poseerte de nuevo y comprobar si aún conservabas ese olor tan específico que solía excitarme tan gustosamente.

Me citaste en el restaurante del hotel. Pensé, si me permites tal ingenuidad, que buscabas atraerme de nuevo con la nueva mujer que eras y que acaso la llamada significaba un regreso evidente a nuestros escarceos eróticos.

Sin embargo, al verte atravesar el amplio salón del restaurante, me encontré con una mujer apagada y prematuramente envejecida. Quise contener mi emoción, pero todo lo que afloró de mí fue la llana decepción. Incluso llegué a pensar (recuerdo amargo y súbitamente estúpido ahora que lo sé todo) que sería mejor no aceptar propuesta alguna de tu parte y fingir que yo me había casado en México y que había inaugurado la sana costumbre de la fidelidad.

No esperaste a que trajeran los cafés. Lo soltaste ahí mismo, con la mirada gacha.

– Tu hija acaba de morir.

No entendí. No quise entender. Procediste a explicar luego que esas noches en moteles (a los que yo previamente te había arrastrado con toda alevosía y ventaja) habían terminado en lo único bueno que te había sucedido en la vida. Y lo recalcaste: “lo único bueno que he tenido en mi vida”.

Sólo atiné a decir:

– Pero… pero entonces era una niña.

– No había cumplido los quince –dijiste sin despegar la vista del mantel.

Quise preguntar tantas cosas. Luego quise gritarte, pero comprendí casi de inmediato lo imbécil que hubiera sido aquello. No revelaste su nombre y yo no me atreví a averiguarlo. Permanecimos en silencio hasta que el mesero vino y dejó las tazas sobre la mesa. Las miré sin emoción. Iba a decir: “No te creo”, pero luego pensé que era absurdo hacerlo. ¿Por qué mentir ahora, después de tantos años? Quizá la venganza… Pero tú no eras capaz. Tú no eres capaz de tantas cosas, Gabriela, y ahora lo sé.

Qué hubiera dado por saberlo entonces.

 

¿Es absurdo pedir perdón? Tu visita me hizo olvidarme hasta del propósito que me hizo regresar a Santiago. Espero no tomes esta breve nota como un recurso grosero de mi parte, ni como la escapatoria fácil que, sospecho, en el fondo es. He permanecido la mañana entera recluido en la habitación del hotel, con las cortinas cerradas, y a pesar de que lo intento, no puedo hallar una explicación a los hechos. Me he decidido por este recurso vulgar (espero el camarero te haya entregado la nota con la mayor discreción posible) y, aunque sé que no lo merezco y es lo menos que puedo pedir, he resuelto hacer una última petición:

Por favor, antes de irte, deja su nombre escrito en el papel.

La otra magdalena

Cuando era chica, mi mamá y yo teníamos una costumbre establecida: después de salir de la farmacia de la tía abuela Guadalupe Real, íbamos a cenar unos tacos con una señora a la que llaman doña Vicky (supongo que su nombre es Victoria, pero no tengo pruebas suficientes) (seguiré en la pesquisa).

Sólo a ella y a mí nos gustaban. Los llamábamos “tacos de aire”, porque eran unas flautas imposiblemente delgadas, con una guarnición que de tan ordinaria sólo parece despertar lástima (col, jitomate, crema, chiles en vinagre y unas deliciosas papas aceitosas y fritangueadas). Eran un placer de los dioses.

Desde siempre, asocié esos tacos con Guadalupe Real. Eran indisolubles: el trayecto de la botica, antigua y obsoleta, a la fondita de doña Vicky.

Un día, doña Vicky cerró el local. Cuatro años después, mi tía Guadalupe Real murió.

Ambas cosas terminaron tajantemente, sin posibilidad de secuela. El platillo (¿podría llamarle platillo a una garnacha tan vulgar?) que más había disfrutado en mi incipiente vida, en la vida del niño que no conoce más sazón que el de su madre y el de la comida rápida. Y mi tía Guadalupe Real, el personaje que ha ejercido la mayor influencia -me atrevo a decir- literaria en mí. Ambos se fueron.

En cuanto a los tacos, supongo que magnifiqué su recuerdo ante la certeza de que no iba a probar otros igual. Es difícil describir en qué consistía su grandiosidad; era más bien una conjunción de elementos (sumados a circunstancias externas: el trayecto por la noche, mis 10 años recién cumplidos, la sensación de la aventura en complicidad con la madre).

He estado en casa de mis papás desde el sábado: nada extraordinario, pero sí edificante. Hace un rato, mi mamá me llamó. Me puse una chamarra, me subí al coche y le pregunté a dónde íbamos. Me confió con otra modulación en la voz: “doña Vicky volvió a abrir”.

¿Es absurdo decir que sentí una contracción en el estómago? No era el hambre, ni el antojo postergado. Era una sensación de nostalgia renacida, similar a la que se experimenta cuando se entra a la casa de infancia, o se encuentra un cuaderno de garabatos extraviado hace tiempo. Lo que sentí, lo que temí casi, fue que dentro de poco estaría cara a cara con uno de los recuerdos sensoriales más intensos de mi niñez. Probaría de nuevo algo que fácilmente tenía 13 años sin comer, y a ese algo se le sumaban otras sensaciones: la inocencia de la infancia, los anaqueles de la botica, mi mamá con mi tía abuela, quien fungió como su madre la mayor parte de su vida.

El local ahora está en una ranchería a las afueras. Allá fuimos, con el temor de que estuviera cerrado. Le dije que por mí no importaba, habría de ir a pie hasta donde estuviera. Y cuando vimos la luz a la entrada, y las mesas de plástico, y mi mamá se estacionó y nos acercamos a la lumbre, escuchamos el chisporroteo del aceite y ambas lanzamos un gritito ante lo expectante, lo añorado.

Me comí tres órdenes casi sin respirar, y el sabor era tal como lo recordaba. Y todo volvió, como en el episodio de Proust con las magdalenas. Mi mamá miró su plato un rato, luego a doña Vicky y le dijo que esos tacos le recordaban a su tía Guadalupe Real.

Recuerdo haber escrito un cuento sobre su muerte: llevaba dos años agonizando por cáncer de mama, y mi mamá la cuidaba a diario. Yo me aparecía de pronto, casi no decía nada; me sentaba frente a su cama, ahora lo entiendo, a verla morir. También recuerdo que ese día llegué a su casona en el centro, y desde que entré al patio tuve la certeza de que estaba muerta. El episodio es similar a los cuentitos del realismo mágico: cuando entré a su cuarto, en el quicio de la puerta, vi que le quitaban los pantalones de su pijama. Creí que me había equivocado, que seguía viva después de todo, pero cuando mi mamá levantó la cara y me miró, supe que sí: estaba muerta.

Cuando digo que su influencia es literaria no lo digo porque ella me hiciera leer, o me hubiera mostrado una puerta hacia la literatura. Lo único que leía era la fecha de caducidad de sus medicinas y las revistas de viaje que le llegaban por correo. Pero su capacidad como personaje era asombrosa: todo en ella era teatral, llevado al extremo, pasado por todos los disparates. Era asombrosa, con una cualidad de malvada y mártir fundida en una sola que hasta hoy a todos nos sorprende: la forma en que la maldad y la bondad aparecían en ella de la forma más natural, sin transiciones visibles.

De todo esto no pienso seguido. Pero los tacos de doña Vicky, como reflejo de Pavlov, me trajeron esas imágenes mentales a la cabeza. El recuerdo y la sensación fueron como atravesar un portal de tiempo: ¿cómo era posible que ahora, a mis 23 años, en el año 2009, regresara tan nítidamente a una etapa de mi vida ya abandonada?

Eso me hace pensar también que, tal vez, el recuerdo habita en un lugar distinto a la mente. En un lugar más accesible, disponible a nuestra existencia, en los objetos más ordinarios. Como con los tacos de doña Vicky, de los que no volveré a separarme jamás.

Farewell, my dear friend

Siempre me acuerdo de Damian en “Boxing day”. Lo imagino con su corona de papel, sentado junto a su amigo Gas jugando videojuegos, su mamá llamándolo para cenar. Lo imagino con su playera de 3 Colours Red, o de Bon Jovi (su gusto culpable), sin zapatos y con boxers de cuadritos. Lo imagino de muchas formas, porque nunca lo vi.

A los 16 años, una de mis bandas favoritas era HIM, ese intento de goth music para chavitas con ideas de marginación. Eran los tiempos de la conexión a internet por teléfono, antes de los blogs y las redes sociales. Yo tenía 16 años, iba en la Prepa Sur, me gustaba HIM: por lógica estaba inscrita en el HIMclub, un foro para fanáticos de la bandita finlandesa de todas partes del mundo.

Ese era el mejor lugar del mundo. El choque cultural consistía en convivir diariamente, en una suerte de Twitter organizado, con chicos de Finlandia, Estonia, Lituania, Luxemburgo, Rumania, República Checa, Noruega, Inglaterra… Me encantaba enterarme de sus rutinas, de su comida favorita, de sus frustraciones, de cómo era ser un adolescente serbio que no habla de conflictos políticos, sino de la borrachera con vodka que se acomodó hace dos horas. Las reglas eran estrictamente amistosas; nadie te llamaba troll, todos te felicitaban en tu cumpleaños, las grandes charlas sobre tu país eran bienvenidas…

Ahí conocí a Damian. Su nickname era NewBornNebula y su lista de bandas favoritas, en su perfil, llenaría tres cuartillas en Word. Era tan tímido, tan retraído, tan inescrutable. Ya no me acuerdo cómo empezamos a platicar, pero a partir de ahí todas mis rutinas en los interents se trastocaron.

No había día que no chateara con Damian por horas. Me llevaba 6 años, vivía en un pueblito al suroeste de Inglaterra llamado Southport, no estudiaba ni trabajaba, era depresivo, dependiente de su mamá, con un amigo gordo llamado Gas que vivía en la casa de al lado… Y, sin embargo, a mí me parecía la persona más fascinante del mundo. Me gustaba que se tomara tan en serio las amistades a través de internet, que me citara para entrar a Messenger a una hora determinada, que viviera a 6 horas de distancia en el tiempo, que le gustara tanto la música como buen inglés, que le temiera tanto a los dentistas, que gastara todo su dinero en conciertos, que amara el puré de papa, que me preguntara por mis papás y mis hermanos, que soñara con viajar a América.

Casi nunca me enviaba fotos, pero me emocionaba que lo hiciera (tenía baja autoestima, por qué no). En mis sueños lucía así:

Como es evidente, estaba enamoradísima de él. Sentía algo inexplicable, bobo e imposible por alguien que probablemente nunca conocería… pero era intenso. Era casi doloroso.

La otra vez encontré un correo que le envié. Fue casi un shock: yo le contaba toda mi vida, y él me contaba toda la suya. Todos esos detalles fútiles que hacen la vida de un adolescente: mis exámenes finales, las conversaciones con amigos, las depresiones inexplicables de entonces, mi cena del viernes pasado, el estado de mi relación parental. Y ante todo él era ecuánime, neutral, comprensivo.

Pero era como tensar un hilo. Su depresión, su codependencia, se hacían mayores si no me aparecía en internet (a pesar de todo, a pesar de que prefería pasar mis tardes en HIMclub, también vivía una vida normal: iba al cine, salía con mis amigos reales, tomaba cervezas afuera de un Oxxo, asistía a conciertos). Sus reclamos velados se transformaban en comentarios pesimistas, en cuasi-amenazas suicidas, a las que yo respondía con palabras exaltadas. Me iba a dormir pensando que tal vez mi sueño de ir a Inglaterra no se haría realidad, que quizás Damian sí estaba en otro plano de la vida al que yo jamás llegaría. Tuve compasión de él, esa clase del lástima por las personas que han dejado de soñar y tener expectativas, que carecen de planes y jamás van a fiestas. Ni siquiera sabía si era virgen (yo también lo era, pero me consideraba joven para tal efecto) y me angustiaba pensar que Damian pasaría su vida en la absoluta soledad.

Al parecer, toda su vida social se desarrollaba en internet. Sus grandes amigos estaban en Tailandia, Finlandia, España, Argentina. Yo sentía celos de todos ellos y pensaba que era poca cosa, que mi vidita ordinaria no ofrecía interés alguno, que Damian preferiría visitarlos a todos antes que hacer escala en México.

Hasta los 20 ó 21 años llevé esta especie de doble vida. Me disculpaba con él si tenía un interés romántico de carne hueso, no le mencionaba si tenía novio, era como si mi infidelidad consistiera en vivir.

Una vez me envió 48 DVDs con cientos, miles de discos de sus bandas favoritas. Es lo más cerca que estuve de él. Ni siquiera tenían su letra impresa (hasta eso lo avergonzaba), así que hizo que su mamá rotulara cada uno con “Lilian DVD 01” y así hasta el 48.

Parece muy tonto ahora en perspectiva, pero después de eso ocurrió el distanciamiento. Él quería que yo le quemara unos DVDs, pero mi computadora ni siquiera tenía quemador. Supongo que nunca me levanté a hacerle el favor, y cuando entré a la universidad ni siquiera me conectaba tanto al Messenger. Dejé de enviarle correos informativos, dejé de saber de él.

Un día, de pronto, dejó de aparecerse. Y todo fue tan natural: su ausencia no era notoria, porque empezaba a conocer a mucha gente a la que veía todos los días, sin depresiones que me deprimieran igual. Ya no pensaba, en ningún momento, que si él se mataba, yo lo haría también. Ya no soñaba con Damian.

No me di cuenta sino hasta un año o dos después, cuando ya no había ninguna forma de volver a ponerme en contacto con él.

Joanna, una amiga finlandesa en común con la que aún platico, me preguntó hace unos meses si no sabía nada de Damian. Y entonces me pegó, me di cuenta de que había dejado de saber de él desde hacía años. Empecé una búsqueda desesperada a través de Google, con todos sus correos, sus cambiantes nicknames, su nombre y dirección, su código postal. Hasta sostuve un carteo regular con su homónimo en Facebook, que me contestó con un decepcionante: “Born and raised in the U.S. state of Virginia, in what’s known as the Hampton Roads area which includes the cities of Chesapeake and Norfolk. Still reside in the city of Norfolk”.

Nada.

Un día, Joanna me dio su número de teléfono. Dijo que lo había encontrado en la guía telefónica de Southport, pero le daba miedo llamar. Me pidió que yo lo hiciera. Pensé que sería fácil, podría fingir un acento y preguntar por Damian de lo más normalmente (con toda seguridad, su mamá contestaría, porque -según él- nadie lo llamaba y por lo tanto no se acercaba al teléfono). Sabría si se habían mudado, si estaba bien, si…

Pero no lo he llamado y la sospecha sigue viva. Si Damian sigue vivo, si cumplió esa oscura promesa que ahora, con todos sus rastros difuminados, parece más real que nunca. Y entonces pienso en lo raro de las amistades fantasmales, en lo mucho que alguien que nunca vi me hizo sentir. En cómo puedes crear algo, una amistad tan real, de la nada. Como si Damian hubiera sido, desde el principio, un mero espejismo.

La verdad, siempre me acuerdo de Damian. No sólo en el Boxing day, como dije al principio del post. Y me pregunto si lo habría conocido en otro universo, si la compatibilidad fue sólo masturbación mental. Y lo único que pido cuando pienso esto es en lo mucho que me hubiera gustado despedirme de él apropiadamente. Decirle adiós, en el idioma que fuera.

Al menos ahora, me queda el único idioma que siempre conocimos: el internet. Me despido de él, resignada a no saber ya de él, con este post.

123

1. Me acuerdo una vez, hace mucho tiempo, que me quedé dormida en el sillón viendo televisión. En la madrugada bajó mi mamá las escaleras y me encontró hecha ovillo frente a la tele prendida. “¿Por qué no te vas a acostar?”, me preguntó, y yo abrí los ojos y la vi en el pasillo, y por un segundo no entendí de qué me hablaba; aún me encontraba en la duermevela, en ese estado donde no se entiende bien a bien qué está pasando, y mi cerebro no lograba comprender gran cosa. La veía pero no sabía quién era, sino hasta que me incorporé, la vi mejor y le dije “ya voy”, y al decirlo tuve la sensación de que no conocía en lo absoluto a esa persona que me miraba, y que esa persona tampoco me conocía a mí.
Sentí miedo.
¿Cómo podría no conocer a mi mamá? ¿Cómo podría parecerme una desconocida en ese momento? A partir de entonces me sentí en otra parte, en un lugar más bien nebuloso donde no soy parte de nada y soy incapaz de reconocer las caras de las personas que he visto toda mi vida. A veces todavía, cuando charlo con ella y le tengo tanta confianza y siento que no hay mujer a la que quiera más en la vida, recuerdo que hubo un segundo en el que me pareció una absoluta desconocida, como si hubiera sido abducida por los extraterrestres, me hubieran borrado la memoria, y me hubieran insertado en la casa de una familia desconocida, a la que no hubiera visto nunca.
Es horrible.
Siempre tengo esas pesadillas donde soy Nicolas Cage en Padre de Familia, y en una realidad alterna despierto como parte integral de una familia que no conozco y tengo que fingir que soy “el papá”, que sé dónde está la repisa de las medicinas, dónde guardan las toallas y cómo se toma el café en esa casa.
Es, se los digo, horrible.

2. Cuando estaba en Buenos Aires fui al MALBA a ver una exposición de Andy Warhol que iba a cerrar en unas semanas. La primera vez que pasé, mientras hacía mi recorrido por la Recoleta con Nicolás, el chileno del que he hablado antes, había una fila enorme que me hizo renunciar a entrar ese día. Fui después, un miércoles por la tarde, y la fila le daba la vuelta a la manzana. Me dije que no había tiempo y, abnegadamente, me formé.
Ya saben eso de que Buenos Aires es la capital de la moda.
Me di cuenta de que tenía frente a mí la fila más larga de fashionistas de la historia: todos los sujetos estaban en sus veintes, tenían peinados a la moda, zapatos curiosos y ropajes excéntricamente combinados. Todos hablaban con su acentito porteño y leían libros de Dostoyevsky mientras fumaban sus Lucky Strike.
De modo que me quedé paradota mientras los veía y conté porteños hipsters en la cabeza hasta que, hora y media después, fue mi turno de entrar.
Lo hice, vi las obras, me reí un poco, fui al baño, regresé, leí cosas, y me salí. Cuando iba cruzando la avenida Libertador, una muchachita me detuvo. Me preguntó si me podía sacar una foto. Puse una cara de vergüenza y confusión máximas, y cuando le iba a preguntar para qué, se adelantó y me dijo que estaba haciendo un proyecto DE MODA para su clase de no sé cuánto y que le había encantado mi atuendo y que por favor, si no me molestaba, le permitiera sacarme una foto. Así que hice mi más logrado intento de una pose (mano en la cintura, mirada al vacío) y la muchacha me sacó la foto, luego se despidió con un beso y se fue dando brinquitos hasta el MALBA.
Fui dios en ese momento.
No les puedo contar en qué consistía mi atuendo porque eso arruinaría la emoción. Sólo sé que canté una canción de los Bee Gees mientras caminaba para tomar el ómnibus (que por supuesto tomé equivocadamente y donde desde luego me humillé ante todos).

3. También me acuerdo cuando fui al pueblecito ese en Chile, Pumanque, con los universitarios católicos. Me hice amiga sobre todo de una chica llamada Valeria, que tenía una relación tormentosa con su pololo. Me gustó que fuera muy sarcástica y que no moviera un dedo para levantar vigas ni cargar ropa, así que hicimos migas ipso facto. Al día siguiente me encontré en el campamento bebiendo pisco con los sujetos mencionados, y una de las muchachas católicas de alcurnia se sentó conmigo, no me acuerdo de su nombre, pero sí que era extremadamente delgada. Me contó que el “líder” de la expedición era su pololo desde hace poco, pero que ella estaba muerta de vergüenza porque desde hacía dos días no se podía dar un baño. Luego, de la nada, empezó a hablarme en inglés. A mí me dio risa y no dije nada, pero luego noté que los chavales ricos tienen la costumbre de ponerse a hablar en inglés por ningún motivo. Mientras estaba con ella llegaron otros tres que se pusieron a charlar en el idioma de Shakespeare con un acento peor que el de Penélope Cruz y de nuevo me sentí en la dimensión desconocida, una dimensión donde no sabía si era mejor llorar o reír.
Afortunadamente, Valeria llegó y me rescató. Era tan mala leche que aún la extraño.

4. Tengo ganas de abandonarme a la actividad física extrema. Cuando era chica canalizaba mi hiperactividad con peleítas con mi primo Juan: nos aventábamos almohadas, nos dábamos de patadas o corríamos sobre el pasto hasta vomitar la comida. También me gustaba poner un cassette de Ace of Base y ponerme a bailar como desquiciada en la sala de mi casa. Esa sensación de hacer algo idiota hasta sudar para después correr por un vaso de agua a la cocina y bebértelo en treinta segundos es algo que realmente extraño. Todavía de vez en cuando me pongo a bailar como estúpida, hasta sudar de veras, pero no es lo mismo: quiero ponerme a golpear a alguien amistosamente, patear objetos y dar brincos por la calle como si me hubiera tomado una pastilla de éxtasis.
Hace poco veía Little Ashes por la única razón de que sale Rob Pattinson, quien a pesar de ser el hombre más guapo del mundo es el peor actor del mundo, y hay una escena donde él -que la hace de Salvador Dalí, por razones incomprensibles- se pone a golpear unas ramas en la playa con el güey que la hace de Federico García Lorca. Ambos se ven muy desquiciados, empujándose y cayéndose al piso y luego levantándose y arrojando cosas y tropezándose contra las olas. Me gustó tanto esa acción que no sé cómo definir… ¿Pendejear acaso? ¿Andar de hiperactivo sin rumbo? ¿Jotear? Da igual.
Tengo ganas de entrar a una casa y destrozar todo. Me sabe mejor que gritarle a la gente y esas cosas.

5. Aunque estuve cerca de eso hace ocho días, cuando fui a la feria del vino y el queso en Tequisquiapan. No sé por qué se me subieron tan rápido las botellas de vino espumoso, o el chiste ese de “vino… chileno… Maipo… merlots” (lo malo de las bromas internas es que cuando uno las quiere exteriorizar ya no funcionan igual), pero el caso es que amanecí con quemaduras de segundo grado, moretones en las piernas y una vaga sensación de haber estado tirada en el pasto mientras escuchaba a unos muchachos cantar unas canciones de un grupo que odio.

6. Quiero perderme en estos ojos:

Escuchando: Yeasayer: O.N.E.

Random thoughts for Valentine’s Day – 6 months later

A veces siento que decir “Eternal Sunshine of the Spotless Mind es una de mis películas favoritas de todo el puto mundo” es asquerosamente demodé. Por Alá, es tan 2004, es tan “Güey, Michel Gondry, ¿viste su video de Björk? ¿Lo viste? Güey, es lo más”, es tan lugar común, tan todos la vimos y la amamos, tan no-indie, tan no-rara, tan no-de-culto precisamente por haberse convertido tan-de-culto. Escribir de ella me provoca la misma incomodidad que me provoca decir que también amo Fight Club, porque es la película favorita de toda una generación y casi siempre, de forma invariable, está en los perfiles de Blogger de una centena de sujetos.

Pero debo hacerlo. Siempre que la veo me conmuevo y lloro. Siempre termino pensando en esa idea tan bella de volver a hacerlo todo, sabiendo que terminará mal. A veces creo que la idea original de Kaufman, esa semilla brillante desde la que construyó toda la historia, no era la posibilidad de borrar a una persona de nuestra vida. Creo que su pensamiento original, su idea hermosa, era esa resignación poética ante la disyuntiva metafísica de volver a hacer las cosas que hicimos en el pasado, aún con la certeza de su fracaso.

“Si pudiera hacerlo todo de nuevo, si pudiera volver el tiempo y conocerte, lo haría todo igual”. Creo que la única forma de ilustrar esa situación hipotética, para él, vino en la forma de Lacuna Incorporated: si borráramos a una persona de nuestra vida, si la conociéramos de nuevo, y si después de conocerla aprendiéramos de nuestra propia voz, de nuestra propia experiencia grabada en un casette, que esa persona llegará a cansarnos, que la relación se tornará hostil, contaminada e hiriente, que todo terminará mal… ¿seguiríamos adelante? Es tan bello pensar que Clementine y Joel, dos tipos totalmente ordinarios, aburridos, llenos de fallas y manías y vergüenzas, tan rotos como el resto de la gente, deciden hacerlo.

Me gusta mucho este diálogo. Es tan simple y tan poderoso al mismo tiempo. Resume la aceptación de algo que terminará mal, pero que se sabe feliz, mientras dure.

Joel: I can’t see anything that I don’t like about you.

Clementine: But you will! But you will. You know, you will think of things. And I’ll get bored with you and feel trapped because that’s what happens with me.

Joel: …Okay.

En la vida real no tenemos la posibilidad de saber qué pasará en el futuro, cómo resultarán las cosas con una persona, y sin embargo… ¿No decidiríamos hacerlo de todas formas?

La otra idea que me gusta mucho en la película es la subtrama de Mary Svevo y el Dr. Howard Mierzwiak. Creo que habla del destino. No importa que te borres de la cabeza a una persona, si todo tu ser, tu historia de vida, las cosas que te gustan, la forma en que te relacionas, y además esa persona precisamente, lo que es, lo que significa, lo que hace en ti… si todo eso conspira para que te enamores, lo hará siempre, una y otra vez. No podemos escapar a eso.


Enamorarte una y otra vez de la misma persona, ¿no es eso algo muy bello?

Mi amigo Billy

Cuando estaba en Buenos Aires conocí a Billy (o Guillermo Alén, un nombre que será muy importante en unos años). Puedo decir sin reservas que él fue mi mejor amigo en el tiempo que pasé allá. Lo recuerdo siempre en nuestros paseos por las calles hermosas, calurosas y amplísimas de Buenos Aires. No nos vimos mucho o, en todo caso, supongo que menos de lo que creo. Pero todas las veces charlamos durante horas, ininterrumpidamente, de cualquier cantidad de temas posibles. Fuimos al teatro, en la calle Corrientes como es debido, una noche lluviosa después de cenar en el “comedero para estudiantes pobres”. Intentó llevarme a muchos sitios que, según él, eran excelentes para comer. Siempre que llegábamos estaban cerrados. Luego de pasar un fin de semana en Iguazú, me dijo que me había puesto más bronceada. Me llevó, eso sí, a las mejores empanadas argentinas. Yo me empaché unas siete y me bebí a grandes tragos una Quilmes Stout mientras lo escuchaba hablar de literatura, sobre todo, y pensaba: qué tipo tan interesante, podría pasar horas escuchándolo.

Otra tarde le dije: “¡Deberías ver a un tipo que comenta en mi blog! ¡Muy lúcido! Se hace llamar El Profesor”. Billy se rió y me dijo: “Che, pero si soy shó”.

En fin. Nos la pasamos muy bien. Le confié muchas cosas al calor de unos tragos maricones con bebida energética y licor de melón, que no me pusieron ni tantito borracha, a pesar de que luego le sumé varias cervezas, esas cervezas que los argentinos beben en unas botellas gigantescas de ¿un litro? ¿Dos? Luego corrimos de vuelta a Corrientes con Junín, donde me quedaba, para hacer mi mochila y tomar un taxi a Aeroparque, pues partiría al Calafate. Eran las cuatro de la mañana y la ciudad estaba dormida pero, al mismo tiempo, nunca tan despierta como entonces.

Sé que de haber recorrido Buenos Aires sola no la habría encontrado tan hermosa y, a la vez, tan hermética. Sobre todo porque Billy, como buen argentino, la ama y la odia con la misma intensidad. Vive su propia ciudad, en cada poro y en cada parabús y en cada pedazo de césped.

Buenos Aires, ah, Buenos Aires… qué te puedo decir. Buenos Aires es como una amante mala que me trata como a un gusano en verano, y en otoño me abraza y me dice que me va a amar por siempre. El invierno es una prolongación de eso, con más bufandas. La primavera es cuando empiezan a verse las grietas, discutimos por cosas boludas como qué video llevar en el Blockbuster o si pedir chino o no, yo empiezo a sospechar que sale con otros, las cosas se entibian. Verano, y vuelta a empezar.

Es mala, sí… pero es mía. Y yo soy suyo. Y ella lo sabe.

Ahora que estoy acá, mantenemos el contacto con correos esporádicos. Le decía que cuando él sea un escritor laureado y yo me quede en el intento, algún editor holgazán hurgará entre nuestra correspondencia para rellenar las novedades primavera-verano 2034. Él me respondió que le hace gracia cómo todos los aprendices de escritores sueñan con los “volúmenes compilatorios de las cosas que escribíamos mientras estábamos en el baño y las conversaciones completamente ociosas que tuvimos y que no deberían interesarle a nadie”.

Pero le pregunté si podía reproducir algunos párrafos y me dio todo el permiso, porque “lo que escribo para vos es tuyo”.

Hablábamos la otra vez, por ejemplo, de Montevideo. Ya se sabe la relación Buenos Aires-Montevideo, pero Billy fue el primero que me hizo notar lo pasivo-melancólico de la ciudad. También, gracias a él, pude notar la enfermiza y dependiente relación de los uruguayos con el mate.

Montevideo es eso que decís: una ciudad tristona, preciosa y alejada del mundo. Una especie de hermana menor de Buenos Aires, la rara de la familia, la loca del altillo. Igual de antigua y venerable pero olvidada, abandonada, paralela. Todo barrido por el viento, silencioso, medio desierto. Con más librerías increíbles por metro cuadrado que ninguna ciudad que yo haya visto, incluyendo Buenos Aires. Cada vez que voy, vuelvo más enamorado de Montevideo; si no estuviera tan caro meditaría seriamente liar el petate e irme a vivir un año allá, a ver si aguanto la vida en cámara lenta y el miasma melancólico o sucumbo a la indolencia, me agencio una linda uruguaya que me cebe mate y no me voy nunca más.

Luego me contó una anécdota increíble sobre Borges y Casares. Resulta que Billy trabaja en una librería de viejo hermosa, en Junín a la altura de la Recoleta, donde han comprado primeras ediciones de verdaderas joyas (ahí fue donde me mostró la primera edición de Los lanzallamas, de Arlt) y otras rarísimas y bellas del Quijote, por las que los coleccionistas pagan millonadas.

…Le puedo mostrar el folleto que tenemos en la librería escrito por Borges y Bioy Casares sobre las ventajas de la alimentación láctea que hicieron por encargo de una compañía lechera… El encargo era tan ridículo (y su necesidad tan grande) que Bioyrges decidieron no sólo defender sus ventajas, sino proclamarlas a pleno pulmón, con muchas referencias históricas y clásicas de dudosísima autenticidad y gran cantidad de científicos y experimentos delirantes que sólo existieron en su imaginación. Absolutamente desopilante.

Luego la cosa se pone apocalíptica y brillante y enciclopédica y erudita:

El otro día pensaba, justo… Todos los futuros locos que se imaginaron que íbamos a estar vestidos en papel de alumino con autos voladores, y al final somos los mismos boludos de siempre, pero con un aparatito negro en la mano, que con apretar unos botones nos abre toda la información acumulada y amasada por los siglos. No podía ser la república platónica, la ciudad celeste de San Agustín, la utopía de Tomás Moro, o aunque sea el Götterdämmerung o el paraíso a vapor y sin clases de Marx… No. De todas las utopías posibles, justo nos tuvo que tocar la de Diderot…

Pero sobre todo, y en mis momentos más oscuros, que abundaron en Buenos Aires (donde permanecí varios días sin “guita” y supeditada a los caprichos de la burocracia bancaria, por contar mis pesares más comprensibles), Billy siempre era aire refrescante, una voz luminosa que me sacaba del marasmo. Así que, haciendo mi autoestima un lugar más habitable, me quedaré con la percepción (naturalmente, equivocada) que tiene de mí:

Es una agradable y divertida mexicana ligeramente fashionista que conoce los códigos, pero no se los toma en serio, que sabe que es bonita sin ser un misil, y que no tiene mayores complicaciones familiares, sentimentales, ni nada…

*Pausa para pensar “Ajá, sí, claro” y luego continuar*

***

Un bonito deseo sería tener la alegría de conversar a diario con Billy. Tal vez en el futuro, si vivo una temporada en Buenos Aires. O él una en el DF. O ambos en París, o en Londres, o en Helsinki. La imaginación lo hace todo posible.

Violencia en Game of Thrones

Creo que no podemos ignorar los elementos ajedrecísticos de Game of Thrones. Esta escena, ¿acaso la perfecta simetría podría ser más simbólica? Aún sostengo mi teoría de Varys y Littlefinger como las dos Torres (¿Pero de qué set? ¿A quién debemos creer que juegan? Lord Baelish ya demostró que sólo quiere cogerse a todos los que no lo dejaron jugar; Varys se mira a sí mismo como un hombre de honor que protege la paz del reino, ¿pero qué tan cierto es eso y cómo descubriremos cuáles son sus verdaderas motivaciones?)

Más reflexiones surgidas de mi segunda vuelta al ver Game of Thrones:

1. La violencia. George R. R. Martin, según leo en Wikipedia, dijo algo como esto: quiero que sientas temor por el destino de tu personaje favorito al pasar la página. Nadie está seguro. Un tipo en los foros de IMDB, con esa solemnidad ridícula tan propia de los ñoños de marca (me cuento en el grupo), sentenció: attach to no-one. Nunca sabes quién va a morir, cuándo, ni de qué forma. No hay un solo personaje imprescindible. Todos corren peligro. De eso se trata el juego: you win or you lose. Game of Thrones recupera la crudeza del Medievo: un lugar y una época en la que contabas con suerte si lograbas mantenerte vivo. Donde el mundo es todo una trampa. Mueres en el fuego, bajo la espada, en la nieve, con el pecho sobre la tierra, entre las garras de un animal, en combate o por veneno. Debo insistir en que me recuerda a las novelas de “arma tu propio destino”. Elegías mal y el orco te arrancaba las vísceras.

2. Otra posible inspiración: las novelas y los juegos de guerra. Napoléon. Las retiradas. Rusia en invierno. Robb Stark está probando ser un gran estratega, aprendiendo mediante el sacrificio de sus hombres y la táctica sobre el enemigo.

3. Hay una escena que me da escalofríos. No es la corona de oro líquido sobre Viserys Targaryen ni la decapitación de Ned Stark. No es cuando le cortan la lengua al juglar con un cuchillo caliente ni cuando Drogo le arranca el corazón al insurrecto (por cierto, es lo único badass que hace Drogo en toda la temporada; su final es demasiado humillante, impropio de un Khal). Es la última escena, el sacrificio de la bruja Mirri para el nacimiento de los dragones. Cuando está en la hoguera, grita you will not hear me scream. Por su honor, porque en su aldea es una sacerdotisa. Daenerys, quien ya había dicho que no tiene un corazón gentil, le responde: I will (el personaje de Daenerys me parece increíble, lo que no me gusta es la actriz, que parece sacada de una telenovela de TV Azteca). Entonces, cuando las llamas empiezan a comer su cuerpo, la bruja grita. Transforma su canto en gritos, gritos desgarradores. La piel siempre se me cubre de un escalofrío. El dolor físico es representado tan hábilmente en Game of Thrones que, pese a los dragones y los zombies medievales, todo me parece profundamente realista.

 

Game of Thrones: un insight (con spoilers)

Cada casa y familia en Game of Thrones es un juego de piezas sobre un tablero de ajedrez múltiple. De eso trata la historia: un juego de estrategia, y no de fuerza, para conquistar territorio. Para ocupar el trono de hierro. Dinastías que representan familias que gobiernan en los siete reinos, pero que obedecen a un solo rey. Una posición que, se sabe, puede arrebatarse.

Intuía que George R. R. Martin sería fanático del ajedrez. Y luego leo en su biografía: Martin was also a college instructor in journalism and a chess tournament director.  Y luego leo un poco sobre ajedrez. Que su antecedente directo es el chaturanga, un juego persa. Lucía un poco así:

Al centro, un trono. Imagino a los Stark como las piezas blancas. A los Baratheon como las negras. Y entonces aparecen unos terceros, los Lannister. De piezas rojas como el fuego vivo. Los Targaryen como las piezas color plata. Los Dothraki como las piezas doradas.

La metáfora no termina aquí. Cada personaje es una pieza de ajedrez. Imagino a Littlefinger y Varys como las Torres: donde uno defiende al rey, el otro lo hace con la reina. Los alfiles de los Stark, Arya y Bran (Jon y Robb son los caballos). La reina, con su poder múltiple y rápido (Catelyn en los Stark; Cersei en los Lannister). El rey (Drogo) que cede su lugar a la reina (Daenerys).

Así surgen los luchadores, que ganan mediante su fuerza (Jon, Jamie) y los estrategas, a través del intelecto (Tyrion, Ned).

(Además, ¿no era Littlefinger quien decía que algunos son jugadores y otros, meras piezas?)

Sí, Game of Thrones es un festín para gordos que viven en el sótano de sus padres. Es el mismo público que juega World of Warcraft y se desayunó a Tolkien a temprana edad. El mismo público que leía historias de haz tu propio destino y se convertía en un elfo que debía elegir entre atravesar la catacumba o regresar al puente de los cadáveres colgantes. Es decir, yo también los leía, pero luego crecí. El mito fue superado.

¿O lo fue? Lo que me ha gustado muchísimo de Game of Thrones es su originalidad narrativa. Hay arquetipos (el hombre de honor, el villano desalmado, la lady in distress) pero estos terminan enfrentados a sí mismos. El hombre de honor muere en la ignominia por un precio demasiado bajo. El villano que creíamos desalmado en realidad es un tipo existencialista que asegura que there are no men like me, only me. Y la dama en peligro, desencantada a una edad temprana, observa la cabeza de su padre clavada en una estaca.

Es maravilloso porque, según entiendo, uno incluso acaba amando al rey Joffrey, que triunfa en su caracterización de un casi-eunuco (ni siquiera Varys tiene menos huevos que él) y futuro tirano, como ver en la cristalización de su crueldad el germen de la locura por venir.

Claro: todos los personajes son entrañables, todos guardan otro lado de la moneda. La abnegada esposa de Ned repudia a su hijo bastardo. La heroica Daenerys es una ambiciosa llena de sed de poder. Los tiranos se refugian en la nieve. Los salvajes abandonan a su líder. Lo que está interesante es cómo Martin logró crear una mitología en la que todas las reglas estén intactas, pero logren convertirse en la excepción de sí mismas. Tienes a tu rey, tienes a tu reina, pero no tienes el orden de acontecimientos esperado. Y entonces, lo más interesante de Game of Thrones es que es sutil con la amenaza verdadera. Lo veo un poco, o al menos así me gusta, como la indomable condición humana, vacua y regenerativa, que se envuelve en guerras una y otra vez, fallando y ganando, y fallando otra vez, mientras allá afuera se desenvuelve la ignominia de verdad. Esas civilizaciones que caen en terremotos. Ciudades destruidas por el fuego. Continentes hundidos bajo el océano. La fuerza de la naturaleza, de esa tierra salvaje que hemos pretendido domesticar, imponiéndose con esa cosa absoluta y definitiva. Mientras las piezas de ajedrez se mueven, avanzan, comen otras piezas (que mantienen en su poder: Tyrion con los Tully; Ned con los Lannister) e incluso hace un jaque (un solo jaque, en el último episodio: cuando Sansa Stark está a punto de derribar a Jeoffrey al precipicio, The Hound la detiene; ella hizo la amenaza, otra pieza evitó que el jaque se convirtiera en mate), mientras, digo, estas piezas arman estratagemas, afuera se acercan los white walkers y la noche larga. ¿Entonces quiénes son los héroes y cuál es la verdadera amenaza? Un juego dentro de un juego. A lo mejor, como la nana de Bran decía, el cielo es azul porque es el ojo de un gigante deforme. A lo mejor Game of Thrones es un juego de ajedrez múltiple dentro de otro juego, Dungeons & Dragons. A lo mejor los niveles son infinitos.

Hoy hace un año empecé a escribir un cuentillo y me acuerdo cómo empezó todo. Conocí a un chileno en el hostal en el que me hospedaba en Buenos Aires, y el domingo 14 de febrero tomé mis cositas, hice check-out, me metí al metro, caminé unas cuadras y llegué a la casa de Esteban, el chico de Couch-Surfing que me hospedó durante casi un mes. Sin avisarle a mi nuevo amigo, claro. Luego de eso caminé entre la bruma espesa del calor bonaerense, aunque el cielo estuvo todo el día nublado y gris. Terminé en Puerto Madero, hacía mucho viento, y recorrí toda la orilla viendo los yates, las luces reflejadas en el agua, la gente sentada en las bancas, las parejas que pasaban tomadas de la mano, más discretas que las que acabo de ver en el metro, aplastadas entre su peso y el de los globos gigantescos. En algún momento me sentí inmensamente sola, así que entré a un café y me puse a escribir. Luego pedí la cuenta, salí, caminé por todo Lavalle hasta el número 477. Pregunté por él, no estaba. Di otra vuelta, sintiéndome cada vez más miserable. Durante mi robo de cartera, nadie me había apoyado tanto como ese tipo alto, barbón y de ojos bonitos, pero increíblemente insoportable. Regresé una hora después y esta vez me dejaron subir. Al verme no dijo nada, me ofreció pisco, nos sentamos a conversar, y al cabo de treinta minutos ya me había fastidiado de nuevo. Me acompañó hasta la casa de Esteban y quedamos de vernos de nuevo, cosa que pensé no prometer. Un mes después, me recibía en su departamento de Santiago.

No hubo nada romántico entre nosotros (él, claro, lo deseaba). De alguna manera, no pude dejar de recordar que hoy hace un año escribía con mis propias acciones una historia particular. Habría sido lindo tener algo más que contar al respecto, pero las cosas, si no se convierten en ficción, como decía Javier Marías en un artículo de cine que leí hace rato, es difícil que se recuerden.

Cómo escribía mis ensayos en la carrera

Lo principal era pensar en el tema. Una idea, simple y directa.

Luego buscaba bibliografía. Tenía la costumbre de introducir algún libraco o algún autorsucho que poco tuviera que ver con el tema, para contrastar y polemizar. La nota de color, tú sabes. Los profesores lo aprecian mucho.

Luego me sentaba a buscar las citas. Las citas son el esqueleto de un ensayo, aunque no muchos lo saben. O al menos así es como yo operaba: podía construir un ensayo conectando citas, aunque no tuvieran relación. Se necesita cierta habilidad para eso, es un tanto ilegítimo y tramposo, como Le Chiffre envenenando a James Bond en medio de una partida de póquer.

“Posteriormente” (un adverbio que todo ensayo que se respete debe poseer) transcribía todas las citas a mano en un cuaderno de rayas, donde también apuntaba las referencias con estricto sistema APA.

Luego me iba por un café, me ponía a navegar por internet (ah, sagrados tiempos sin Facebook ni Twitter ni Tumblr), platicaba un rato con mi amigo el Chalu de estupideces varias, y regresaba a la biblioteca. Entonces empezaba a debrayar a mano. A mano siempre. Luego otra vez una pausa, otro café, una tarde que caía en la facultad de al lado, la de letras; un profesor de cabello canoso que me gustaba, charlando en la mesa contigua; un estudiante con un libro grueso bajo el brazo, el suave olor a mota atrás del edificio de idiomas, el lodo que dividía mi salón del pequeño café al aire libre donde me tomaba el descanso. Entonces entraba, con mi cuaderno y una pluma, al salón de cómputo. Y escribía. Con una velocidad impresionante (era transcripción y edición de lo que ya había garabateado casi ininteligiblemente), esa velocidad inhumana de la que todos tenían ocasión de maravillarse y burlarse a partes iguales. Un compañero solía decir que cuando entraba a ese salón y me veía teclear furiosamente (no siempre haciendo la tarea, a veces chateando o escribiendo un post en La Isla a Mediodía de antaño), veía mis dedos moverse y segundos después el sonido de las teclas llegaba. Era gracioso.

Siempre terminaba mis ensayos como si fueran reportajes. Con preguntas al aire y comentarios mamones. Lo imprimía y lo guardaba en un fólder y me iba caminando a mi casa con las manos frías. Y así siempre. Todo el último día. Un día antes de entregarlo, a veces horas antes. Y no es por presumir, querido, o tal vez sí, porque el recuerdo siempre adorna el pasado y lo embellece de alguna forma, pero siempre sacaba diez. O casi siempre.

Extraño esa época.

Envío, de Juan García Ponce

Muchas veces despierto pensando en ti. Es absurdo. No ocurría cuando estábamos juntos y ahora apareces como una imagen que me rodea y en la que me pierdo hasta que poco a poco se disuelve y el día empieza en verdad libre ya de tu recuerdo. Mientras la imagen está presente no siento alegría ni tristeza, nostalgia ni arrepentimiento. Nada más estás. Quizás esa es tu fuerza durante esos breves momentos. Supongo, imagino, porque es probable, que a ti te ocurre lo mismo. Nadie se desprende por completo de su pasado. Pero yo no quiero evocarte, sino tan sólo asentar que muchas veces despierto pensando en ti. Traducido con exactitud esto equivaldría a afirmar que muchas veces, al despertar, por la mañana, te conviertes en mi pensamiento y si me sorprendo es porque entonces me doy cuenta de que nunca supuse que ibas a ocupar un lugar en él. “Quiero estar contigo porque sí. No espero nada”, decías y además lo cumpliste siempre. Pero si tal vez fue cierto para ti, a mí no me ha ocurrido lo mismo. Es imposible vivir sólo en el presente. El pasado no permanece como lo que fue, lo vence el olvido; pero su triunfo consiste en una transformación dentro de la que sus huellas son mucho más poderosas. Si trato de precisar de qué manera despierto pensando en ti al recordar ese momento tengo que corregirme y asentar que primero no aparece una imagen sino una pura sensación, que además no es la sensación de nada, sino algo que reconozco como tu presencia en mí. Sólo entonces alguna imagen se une de pronto al reconocimiento. Te veo –¿pero desde dónde te veo, cómo es posible que te vea si no estás, si lo que veo en verdad al abrir los ojos para ver, son algunos muebles y las paredes de mi cuarto, las ventanas cuyas cortinas he dejado abiertas y el árbol más allá y tú ni siquiera conoces este cuarto, nunca has estado en él más que cuando te veo y tú no sabes que te veo?–; sin embargo, te veo. ¿Para qué interrogarme sobre algo tan banal? Todos somos capaces de imaginar y entre muchas otras cosas lo que alimenta nuestra imaginación puede ser el pasado. Pero, a pesar de la banalidad, ¡qué extraño es poder verte con sólo imaginarte y, sin que mi voluntad intervenga, a la que imagino sea a ti! Estás con un traje de baño amarillo de dos piezas junto a la alberca de un club privado, un club muy exclusivo porque tú eras –debes serlo todavía pero eso ya no le importa ni siquiera a mi recuerdo desde el que el pasado siempre es presente– muy rica. Me habías llevado ahí el tercer día que salimos juntos. Y ahora me doy cuenta de que lo que veo al imaginarte, antes de que el recuerdo se transforme en una sucesión de un tiempo que ya no existe y la imagen se pierda, no es el momento en el que tuve la visión tuya con un traje de baño amarillo junto a una alberca en un club privado, sino una fotografía que he perdido o que nunca tuve porque tú te quedaste con ella que nos tomó la mujer de la pareja que iba con nosotros y que nos servían un poco de alcahuetes, porque al verte, sentada junto a esa alberca, yo estoy sentado también a tu lado y uno no puede verse como si hubiera tenido ocasión de verse desde afuera ni siquiera en el recuerdo. Eso sólo puede ocurrir en una fotografía.

No sé cuál es mi propósito. Ignoro por qué me he confesado que muchas veces despierto pensando en ti. Quizás quiero utilizarte como pretexto para contar una historia, ¿pero qué interés puede tener esa historia, hubo una historia entre tú y yo? Tiene que haberla habido porque toda sucesión de acontecimientos va creando una trama y tú y yo vivimos, tal vez sin darle importancia pero viviéndolos porque nos atraía estar juntos, una serie de sucesos.

No se trata entonces de recuperar nada. Ya te lo dije: no quiero evocarte. Sólo se trata de que algunas veces estás presente y no puedo dejar de reconocer que hay una historia que es nuestra historia, aunque ya no esté en ningún lado, del mismo modo que yo no sé dónde estás ahora y lo más probable es que a ti no te preocupe en lo más mínimo, más que si acaso en algunas remotas y fugaces ocasiones, dónde estoy yo. Juntos ya no existimos. Eso debe ser lo único que me seduce, que me atrae y me conduce una y otra vez al deshilvanado tejido de mis recuerdos: vernos como si ya no existiéramos. Algún día, en efecto, ya no existiremos y sin embargo, para nadie, para el recuerdo de nadie, los aspectos que nada más tú y yo podemos saber y a los que tendríamos que considerar como los que forman nuestra historia, habrán sido, y en esa dirección son irrevocables, aunque para lograrlo han pagado el precio, o pagarán el precio una vez que ni tú ni yo podamos recordarlos, de tener ninguna realidad. Y entonces, ¿en dónde se encontraría su carácter irrevocable, en qué futuro o en qué lugar, en qué espacio que sería el sitio donde el pasado que se ha salido del tiempo se convierte en presente, a pesar de que, esencialmente, ya no es sino tan sólo fue y porque fue ésta en ese espacio que alojaría a todo lo que alguna vez ocurrió y que es imposible de imaginar pues su dimensión tendría que ser la del infinito que, como no tiene principio ni fin, no está en ningún lado?

Alguna vez me contaste que tu primer marido –pues tú habías tenido un primer marido, habías enviudado de un segundo y te disponías a tener un tercero cuando nos conocimos– te había advertido que si empezabas a tener una relación conmigo terminaría usándote como modelo en algún relato. También me dijiste que le habías contestado que no te importaba porque fundamentalmente estabas muy satisfecha con tu presente y te negabas a pensar en el futuro. Nadie tiene futuro. El futuro no existe o más bien deja de ser futuro en el preciso instante en que ya existe. Tal vez yo estoy cumpliendo con una predicción; pero tiene un carácter distinto al de aquel con el que la hicieron. No es la misma. El presente hace falso el futuro que pretendimos imaginar. Y después de todo, ¿qué consecuencia puede tener ser el modelo para un relato? Ninguna. Siempre se puede negar la veracidad del que te ha utilizado como modelo, porque la verdad de los relatos no es la vida y en ellos todo se compone, se desfigura, se acomoda para lograr una verosimilitud que sólo le es necesaria al relato, de tal modo que el retrato nunca se parece al modelo. Pero además, cuando tú me dijiste todo eso, lo que yo pensé fue que eras adorable en tu ingenuidad, porque lo que me estabas diciendo es que te gustaría que te usara como modelo para un relato y yo no lo haría nunca porque no veía qué interés podrían tener para un relato tu persona, el papel que yo estaba actuando entonces y lo que los dos vivíamos juntos: una relación sexual privada muy intensa y que no necesitaba que yo la imaginara contemplada por ningún voyeur que la viera desde afuera. Ahora, al recordar tus palabras, vuelvo a verte en el momento de decirlas. Era por la tarde. Tus dos hijos habían salido y estábamos en la terraza de la parte posterior de tu departamento, la que no da a la calle sino al jardín del edificio y desde la que pueden verse los enormes árboles del bosque que es nuestro legítimo orgullo y nuestro parque nacional desde tiempos inmemoriales, anteriores a ti, a mí y a la Conquista. Yo estaba bebiendo, como siempre, y tú traías un vestido de seda tras el que se dibujaba tu figura, tenías la pierna cruzada y de vez en cuando levantabas la punta del pie. Supe que era bello poder tener mujeres como tú y debería considerarme afortunado, pero que también, después de todo, nuestra relación descansaba en un malentendido porque a ti te excitaba considerarme un malvado y yo no era más que un ingenuo. La ventaja de ese malentendido era que, como ocurrió en ese momento, no dudé en proponerte que fuéramos a tu cuarto. Ni siquiera había intentado besarte antes o hacerte cualquier caricia que propiciara tu aceptación y te negaste alegando que tus hijos podrían regresar en cualquier momento. Yo dije entonces, un poco molesto, que por la noche tenía que hacer y no podría verte y tú me propusiste, arrepentida, que al terminar, fuese la hora que fuera, regresara a tu casa e iríamos a tu cuarto. Lo que no aclaraste, pero yo lo sabía, era que tú también tenías que hacer en la noche porque tu novio iba a ir a verte.

Te encuentro y me encuentro en los ocultamientos y engaños que forman nuestra verdad. Podría contarme cómo fui por primera vez a tu cuarto la noche que nos conocimos. Creo incluso que voy a hacerlo. Tal vez ese suceso merece permanecer dentro del tipo de presente que ya no le pertenece a nadie. Había llegado por la tarde a mi casa después de dar una conferencia en una ciudad de provincia. La conferencia había sido un fracaso, desde luego. Verdaderos racimos de madres abandonaban horrorizadas el salón llevando del brazo a sus hijas y detrás a los novios de sus hijas conforme yo avanzaba en la lectura del que consideré el más limpio e inocente de los capítulos de la novela que estaba escribiendo. Hice un horrible viaje de regreso en un avión tan lleno e incómodo como un camión de segunda. Estaba triste, gozando con la masoquista comprobación de que el signo del fracaso se hacía cada vez más evidente en mi vida y de mal humor por el aspecto de las calles de una ciudad que me encanta y que es espantosa e inhabitable, en el camino del aeropuerto a mi casa. Al entrar a mi departamento me encontré una nota de mi mujer, que me había echado de nuestra casa unos meses atrás, y me anunciaba, en términos más bien despreciativos, que tendría que presentarme en el juzgado a la mañana siguiente para el juicio de divorcio y otra nota en la que los amigos que más adelante nos sirvieron de alcahuetes me invitaban a una cena en su casa. Decidí ir con el aspecto que me correspondía y más que nada para poder comer y emborracharme gratis. No me había rasurado por la mañana y seguí sin rasurarme. Me puse un suéter con los codos rotos y un pantalón de pana inconcebiblemente sucio. Nunca se sabe de antemano por qué conviene adoptar cierta actitud: pero, en cambio, siempre se sabe que ya todo está escrito. Mucho de lo que acabo de contar me recuerda, por el malentendido que permitió crear, algunos aspectos de Hambre de Knut Hamrun. ¡Pero qué diferencia…! Sin embargo así fue y esos son los verdaderos antecedentes: sé que tú me tomaste por algo que no era: bohemio, descuidado y atractivo por eso. Pero yo no me equivoqué sobre ti. Recuerdo el momento en que nos presentaron y me recuerdo viéndote después, vestida de negro, con tu collar de perlas, con el enorme brillante de tu anillo, con tu sonrisa sin edad, con tu frente abombada y el pelo corto, con tus movimientos en los que se afirmaba, se afirma todavía, estoy seguro aunque haya pasado tanto tiempo sin verte, una secreta coquetería, una necesidad de gustar. A mí, por lo menos, me gustaste de inmediato. Eso siempre pasa. A uno le gusta la gente de inmediato o no le gusta nunca. Pero tampoco eso significaba algo. Tú eras una señora rica a la que mis amigos –poco recomendables como todos mis amigos– adulaban discretamente y yo un fracasado, con un oficio sin beneficio, sucio, vestido andrajosamente y, además, más joven que tú. Sin embargo, como es natural, como siempre cabe esperarlo, todas esas desventajas se convirtieron de inmediato en ventajas porque tú lo malinterpretaste todo. Mi aspecto tenía que ser un disfraz y yo hablaba como una persona muy inteligente. Lo cierto era que mi verdadero aspecto no consistía más que en tener que disfrazarme siempre y todavía no logro averiguar para qué me sirve esa inteligencia que acepto, a no ser que sea para seducir a personas como tú y luego no saber cómo enfrentar la seducción.

Había pocos invitados además de nosotros, la cena fue más bien aburrida y yo bebí mucho antes de ella y durante ella. Nuestros amigos acababan de hacer un viaje a Oriente y al levantarnos de la mesa oscurecieron la sala y empezaron a pasar una interminable serie de diapositivas. No soporto esas crónicas de viaje que consisten en retratar desde un ángulo siempre equivocado los monumentos que tiene que admirar todo infeliz turista. El dueño de la casa se sentía obligados además a dar una explicación sobre cada diapositiva. Era ya un especialista en Oriente y entre los invitados se encontraba hasta un profesor americano de literatura japonesa. Pero entre los invitados también estabas tú y a esas alturas yo ya te había observado con una absoluta admiración durante la cena, había observado que tú advertías mi admiración y estaba soberanamente borracho. En la sala oscurecida a medias quedé sentado cerca de ti. Vi cómo la dueña de la casa miraba con horror que había extendido el brazo y desde detrás de tu sillón te tocaba con la punta de los dedos el cuello. Supongo que para sorpresa de la dueña de la casa, tú, en cambio, no te horrorizaste. El tedioso viaje a Oriente empezó a hacerse interesante porque dejó de existir y era un perfecto pretexto para poder actuar en la semioscuridad. Te acaricié cada vez más francamente el cuello. Perdí mis dedos entre tu pelo. Agarré muy suavemente una de tus orejas. La dueña de la casa ya no miraba las diapositivas, me miraba sin saber cómo intervenir, cómo evitar esa ofensa, esa falta de respeto a una de sus invitadas más distinguidas por parte de alguien cuya conducta resultaba inaceptable y que, sin embargo, tú, por lo visto, no encontrabas la manera de rechazar y tenías que fingir que no advertías. Yo sabía, lo supe desde el primer momento, desde que arriesgué el primer contacto entre mis dedos y tu cuello, que tú no tenías ningún deseo de rechazar mi atrevimiento y al placer de tu aceptación se sumaba el gusto ante la turbación de la dueña de la casa, que era mi amiga, que me estimaba y que debería estar totalmente arrepentida de haberme invitado. Mientras, tú y yo estábamos en otra zona. Nadie tiene acceso a ella más que los protagonistas que la hacen posible y acaban de descubrir un lenguaje particular. Yo confirmaba que, como todas las señoras que lo son de verdad, tú no eras una señora decente; tú contribuías a mi confirmación y te gustaba hacerlo. El principio de algo del que se desconoce por completo en qué va a consistir y que transforma a dos personas en lo que no eran apenas un momento atrás.

Para alivio de la dueña de la casa, tal como me lo contó después, la serie de diapositivas se terminó al fin. Volvieron a prenderse las luces. El profesor de literatura empezó a hablar, en inglés, de Japón. Yo dejé mi lugar y me senté en el brazo de tu sillón. Ahora el dueño de la casa cambió una mirada con la dueña de la casa cuando te tomé la mano para ver tu anillo y me quedé con ella entre las mías sin que intentaras retirarla. Resultó que tú habías quedado de llevar a su hotel al profesor de literatura. Los demás invitados fueron yéndose y al final sólo estábamos tú, yo, el profesor y los dueños de la casa que, como supimos después, aunque sólo nos lo dijeron por separado y en diferentes términos y con otro tono (“La sedujiste, desgraciado” y “Puedes confiar en él, parece loco pero no lo es”) ya se habían dado cuenta “de que algo estaba pasando entre nosotros” y suponían que de alguna manera ese “algo” iba a convenirles. En vez de salir con el profesor, con todo cinismo y sin ningún respeto por los dueños de la casa a los que sabías a tus órdenes, hiciste que el dueño de la casa y yo lo lleváramos en tu coche, mientras tú te quedabas esperándonos en la casa. Luego me contaste que la dueña de la casa actuó como si no hubiera notado nada de nada. En cambio fui yo el que manejó tu coche –el dueño de la casa había olvidado sus lentes– y estuve a punto de chocar no sé cuántas veces, ante el terror del profesor y las repetidas súplicas de mi amigo de que manejara con más cuidado. Pero regresamos sanos y salvos y ahí estabas tú, con tu vestido negro y tu collar de perlas. Era obvio que yo iba a acompañarte y, a solas con nosotros, los dueños de la casa ya empezaban a ser nuestros alcahuetes. Después de todo conocían a tu actual novio, que no había ido a la reunión por una mera y afortunada casualidad, y debían actuar como si supieran que tu conducta siempre sería irreprochable, tal como lo había sido durante tu primer matrimonio desgraciado, en medio del irreparable dolor de la muerte de tu segundo marido, que además te había hecho heredera de una cuantiosa fortuna, y como lo comprobaban la seriedad de tu actual prometido y de tu relación con él. Todo eso era tú; pero yo todavía no lo sabía. Para mí no eras más que alguien a la que acababa de conocer, que era un poco mayor que yo, no respondía en lo absoluto a la seriedad que le atribuían los dueños de la casa y había aceptado encantada mis groseras insinuaciones, gracias a las cuales ahora iba a acompañarte a tu casa.

Tú y yo solos en la calle, sin intermediarios, sin testigos, dos totales desconocidos uno para el otro, unidos por una vaga sensación de espera. Te tomé del brazo y te solté enseguida. No había que precipitar lo que ya se había precipitado bastante y supuse, falsamente por supuesto, que tal vez te turbaba. Dijiste que estaba muy borracho y te empeñaste en manejar. Te miré hacerlo, sin intentar tocarte ni hablarte casi. Fuiste tú la que me dijiste: “Me turba que me mires así”. Era una obvia, evidente, obscena insinuación; pero yo la ignoré y seguí sin intentar acercarme. Mientras te miraba estaba pensando en qué pensarías de mí si al llegar a tu casa me despidiera simplemente y, después, te hiciera saber a través de mis amigos que era homosexual. ¡Cómo te hubieras reprochado haber perdido el tiempo de una manera tan tonta y además haberte puesto en entredicho y qué explicación le habrías dado a mis amigos para justificar la facilidad con que habías cedido a mis gratuitas insinuaciones! Pero la verdad es que me gustabas mucho. Hay otro tipo de tentaciones más fuertes y de la posibilidad, siempre atractiva, de tener una conducta abyecta, pasé a pensar en cuáles deberían ser mis precisos pasos para evitar cualquier rechazo y hasta cualquier postergación de lo que podía esperar pero no estar seguro de si lo ibas a aceptar tan pronto.

Llegamos a tu edificio, me diste las llaves del garage y me bajé para abrir. Metiste el coche, cerré, me acerqué al automóvil, voví a tomarte del brazo al ayudarte a bajar y apenas estuviste de pie frente a mí te di un rápido beso en la mejilla. ¿Te acuerdas de lo que dijiste? “Acabamos de conocernos, ¿cómo te atreves?” Supe que iba a tener éxito. Tu remedo de indignación era la más abierta invitación a seguirme atreviendo que he tenido en mi vida. ¿Te acuerdas de lo que contesté? Yo no muy exactamente. Una vaguedad sobre las nuevas costumbres que en cualquier forma iba a ser efectiva porque tú querías tanto como yo que subiera a tu casa, mi respuesta carecía de importancia y es imposible recordarla. En cambio, vuelvo a verte “ahora” desde “aquella” maravillosa seguridad de que iba a acostarme contigo. Te veías adorable sin abandonar nunca tu actitud de señora decente sorprendida por un tipo de conducta al que no estaba acostumbrada. Sentado en el sofá de tu sala seguí tus ondulantes movimientos mientras te dirigías a servir la supuesta última copa que íbamos a tomar y regresabas a mi lado. Unos cuantos, obligados, gestos de rechazo y luego estábamos besándonos y te toqué por primera vez los pechos y empecé a intentar desvestirte. “Mejor vamos a mi cuarto”, dijiste, a medio desvestir ya. Después entramos a la oscuridad total; pero no la de los sentidos sino la de los pasillos por los que me llevaste sin prender la luz para no despertar a tus hijos, ni la de tu cuarto con las cortinas cerradas. Tuviste que conducirme, literalmente, tomado de la mano, como se lleva a un ciego, hasta la cama, me dejaste ahí y saliste del cuarto “para ir al baño”, o sea, para “prepararte”.

Es difícil desvestirse en medio de una oscuridad tan definitiva sin saber a dónde tira uno su ropa y quedarse desnudo en una cama sin ver nada y con una cierta sensación de ridículo. Pero luego tu cuerpo desnudo también estaba junto al mío. No lo veía, pero lo palpé y fui conociéndolo y resultó agradable estar totalmente a oscuras, aunque no me explicaba para qué habías tomado tantas precauciones cuando eres tan ruidosa verbalmente al hacer e l amor. Pensé que si tus hijos tenían el sueño ligero iban a entrar al cuarto de un momento a otro para salvar a su madre del asesino que la hacía quejarse de tal manera. Luego supe que tenían el sueño profundísimo pero te gustaba hacer el amor a oscuras, fingiendo para ti misma que no estabas muy segura de con quién estabas y en verdad, en esa ocasión al menos, no podías saber muy bien con quién estabas, pero a aquel con el que estabas le gustaba hacer el amor con la luz prendida para sumar el goce de la vista al de los demás sentidos. Lo averiguaste luego y aceptaste mis propias “idiosincrasias”, aunque nunca en tu casa, sino sólo en mi departamento. Tu sentido de la propiedad y la justicia era estricto: cada quien debería ser dueño de su propio terreno.

Es hermoso contarte a ti lo que ya sabes, lo que sólo tú y yo sabemos, lo que no necesitas leer ni probablemente vas a leer nunca; pero no estoy muy seguro de por qué he sentido la necesidad de hacerlo. No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras cómo te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve para llegar hasta ti como modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti. ¿Me interesa averiguar si nuestra historia es una historia y puede contarse para hacer que le pertenezca a todo el que quiera llegar hasta ella? No tendría ningún sentido en relación con nosotros dos que ya sabemos que nuestra historia es si acaso la historia de una relación que no llegó a ser una historia. ¿Pero lo tendría para lo que fue nuestra relación? ¿Hay que convertirla en una historia, una ordenada sucesión de acontecimientos en vez de quedarse sólo con tu imagen con el traje de baño amarillo y conmigo sentado a tu lado en la fotografía o en vez de tener el recuerdo de tu figura, con un traje sastre y tu inevitable collar de perlas, la primera vez que salí a abrirte después de que, pasados dos días de aquella primera noche, fuiste a verme a mi departamento, cuya dirección te habían dado nuestros amigos? Pensé de inmediato que ya me había metido en otro lío. Te hice pasar, pero por fortuna tenía un principio de gripe y lo usé como pretexto para no darte ni siquiera un beso en la mejilla. Sentada en el sillón que está frente a mi cama, que estaba frente a mi cama en aquel entonces en aquel departamento, jugabas nerviosamente con tu collar de perlas haciéndolo girar alrededor de tu cuello, mientras yo, en la orilla de la cama, inclinándome a cada momento con unos exagerados ataques de tos, te oía decir que no querías que lo que había pasado impidiera que llegáramos a ser amigos y yo pensaba en lo absurdo que era oírte justificar cuando habías sido tan adorable y estaba seguro de que lo único que querías era repetir el suceso, pero yo no iba a caer en la trampa. No obstante, caí en la trampa y sé por qué: no tomó la forma de una trampa sino que volvió a demostrar el seguro poder del azar y las coincidencias. Ante ellos nadie debe oponer resistencia o al menos yo no puedo hacerlo. Fue fácil despedirte de mi departamento con todo tipo de seguridades sobre mi acuerdo con el proyecto de que llegáramos en verdad a ser amigos. Fue inevitable terminar de nuevo en tu cuarto, sin ver tu cuerpo y encontrando tu cuerpo después de una breve ceremonia idéntica en todo a la anterior cuando, caminando por la calle, pasaste junto a mí en tu coche con los amigos en cuya casa nos habíamos conocido y, apenas un día después de tu formal visita a mi departamento, desaparecido mi principio de gripe, nos fuimos los cuatro al cine y después a cenar y después dejamos a nuestros amigos en su casa y yo tuve que acompañarte a la tuya.

Ya había tenido la imprecisa y nada desagradable sensación de estar en camino de que me tomaran por tu maquereau en el club al que fuimos la primera vez que nos vimos por la mañana y esa sensación se acentuó o más bien se hizo definitiva cuando me presentaste a tu novio, sin dejar de resultar nada desagradable, obligándome a pensar en la opinión que tenía de mí mismo. Según tu presentación yo era alguien al que habías conocido en casa de quienes ya sabemos, que te resultaba muy simpático y cuyo oficio te seducía, que era muy inteligente a pesar de su aire irresponsable, que era menos joven de lo que parecía y con el que estabas segura de que, a pesar de nuestras diferencias, tu novio también iba a simpatizar. No debo haberle caído mal y por mi parte, desde el principio, gozó de toda mi simpatía y estuve a su lado y contra mí en relación con lo que yo sabía que él tomaba por un momentáneo e inútil de combatir capricho tuyo, lo cual no impedía que debiese tener algunas dudas sobre mi rectitud moral. Pero la tentación de actuar cualquier papel que me convirtiera en otro era irresistible y además siempre podía decirme que si yo era un capricho tuyo, tú también eras un capricho mío, un capricho al que someterme, te lo digo sinceramente, me fascinaba mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Sé que tu novio llegó a respetar mi falta de respeto por mí mismo y a mi vez yo lo respeté más por ello. Hay que admitir que los dos te reconocíamos igualmente y nos gustabas así. Eras una señora decente y una mujer fácil. A él le tocaba tu parte de señora decente y a mí la de mujer fácil. Un reparto justo y adecuado porque él era un serio hombre de negocios, bastante mayor que tú, tan rico como tú y que no podía dedicarte mucho tiempo y me temo que yo, tal como sigue ocurriendo ahora por si te interesa saberlo, tenía un porvenir abierto en el sentido de que por esa abertura huía todo lo que podría suponerse que era ese porvenir. Por eso podía acompañarte a nadar a tu club privado cualquier mañana sin ningún problema. Era un placer. La luz, el sol, la piscina, en vez de la oscuridad, el sexo, la cama, resultaban sinónimos. Me gustaste mucho también en traje de baño. Aprobé tu descaro al llevarme a ese club donde todos te conocían y dejar que de pronto te besara un hombro o te estrechara contra mí al pararme detrás tuyo para envolverte con una toalla al salir de la piscina. Incluso me sentí orgulloso de que pudieran pensar que yo era tu maquereau y tú una desvergonzada que abusaba del poder que le daba su dinero cuando, después de que nos vieron en la piscina, también nos vieron entrar al comedor donde te saludaron varios conocidos, el chef y casi todos los meseros y donde, ostensiblemente, igual que en la piscina al pagar las bebidas, firmaste la cuenta.

Fue nuestra primera mañana juntos y la tengo muy presente. Ibas con pantalones y con una camisa de seda floreada que no me gustó. Pero eso no tiene importancia porque en cambio me gustó sentir tu cuerpo bajo ella cuando al terminar de comer salimos a caminar por el campo de golf y fuiste tú la que te apoyaste en mí para que te abrazara, tal vez para poner más aún a prueba la complicidad de nuestros amigos. También era bella la suave ondulación verde con la súbita verticalidad de algunos grupos de árboles y las islas de algodón de las nubes moviéndose apenas sobre el azul del cielo. Nos acostamos uno al lado del otro en el pasto y nos quedamos mucho tiempo así, solos y juntos, a pesar de la presencia de nuestros amigos.

A mí me gustan el dinero y la buena posición social. Son como el amor y el sexo: tomados debidamente sólo producen satisfacciones y hacen que los que no los tienen finjan despreciarlos. Pero también hay que aceptar que en los dos casos algunas gentes saben cómo conseguirlos y otras no. Cuando se tienen las cuatro cosas es perfecto; cuando no, hay que conformarse. Tú tenías las cuatro y te admiraba por eso. Yo sólo tenía las dos segundas; tu novio las dos primeras. Un arbitrario reparto gracias al cual esa mañana me tocaba a mí estar a tu lado.

Es más agradable todavía, pero menos cómodo, pasar por maquereau cuando algunos de tus amigos, que saben que no lo eres, pero se indignan ante el hecho de que aceptes representar ese papel, toman posiciones morales ante ello. A mí me sirvió para advertir lo que eran en verdad algunos amigos, para justificar contigo la necesidad de guardar las apariencias y usar eso como pretexto para conservar una independencia que no deseaba perder; pero tú te pusiste furiosa cuando unos de ellos se negaron a invitarme a una cena junto con tu novio. Te dije que tenían toda la razón. Fue un error. Decidiste portarte más desvergonzada aún y tuve que ocuparme más de ti. ¿Pero por qué trato de justificarme cuando lo que recuerdo con nostalgia y lo que tal vez sea una forma de amor por ti es el ocio en el que me hacías vivir y el placer de mi dependencia? La primera vez que fuimos a mi departamento, después de cenar en un restaurante en el que apenas me alcanzó el dinero para pagar la cuenta y tú lo notaste y me dijiste que no tenías ninguna objeción en ayudarme y sabías que no era lo suficientemente ridículo para ofenderme por eso, dándome ocasión de contestar que me gustaba pagar para tener la sensación de que había comprado un objeto valioso cuyo precio estaba más allá de mis posibilidades y llenándote de placer porque tú tuviste la sensación de que te estabas vendiendo, te hice desvestir con todas las luces prendidas y además te pedí que te dejaras el liguero puesto mientras hacíamos el amor. No había preparado nada de eso, pero supongo que fijó lo que para ti era nuestra relación. Yo te trataba como a ti te gustaba que te trataran y estabas dispuesta a arriesgar todo por eso. Terrible compromiso. No para ti, es delicioso poder arriesgar algo, sino para mí, porque no me resignaba a renunciar al placer que me daba.

Debo tratar de averiguar en qué consiste ese placer. La respuesta parece fácil. El sexo, desde luego. Pero me niego a aceptarla. Nuestra especie no es solamente animal. Lo que resulta difícil es reconocer cuál es ese agregado que se coloca en el sexo y lo transforma particularizándolo de tal modo que nunca se trata de hacer el amor, sino de hacerlo con alguien en especial y sin embargo, eso no pone el amor en el hacer sino que nada más convierte en algo diferente hacer el amor. Después de que hicimos el amor en mi departamento, con las luces encendidas y contigo dejándote el liguero puesto, todavía en la cama, te dije que te quería. Lo recuerdo perfectamente porque fue la única vez y aunque sé que te llenó de orgullo y te hubiera gustado contestar que tú también, tuviste la suficiente altura para no aprovechar mi debilidad y nunca me dijiste algo así, sino que sólo afirmabas que estabas conmigo mejor que con nadie y harías cualquier cosa por seguir estándolo. Dicho en cualquier lugar neutro, más allá del inmediato recuerdo del placer y el afecto o el agradecimiento o lo que sea por quien nos lo ha dado, eso me llenaba de terror y me hacía hablar cada vez con más frecuencia del respeto que me merecía tu novio y las indudables ventajas que la relación que tenían tú y él creaban para ti. Lo malo era que una de esas ventajas consistía en que te permitía estar conmigo y yo no podía dejar de aprovecharla.

Sé que era delicioso y es más delicioso aún recordarlo, llegar a tu casa una tarde y ver ponerse el sol juntos desde la terraza. Me seducía mirarte y gozaba mucho con tus mentiras sobre ti misma; pero mi espíritu negativo y algún molesto residuo de mi estricta educación moral me llevaban a considerar que sólo perdía el tiempo contigo y no sabía lo que ganaba a tu lado. Encontraba la respuesta por la noche, en la oscuridad de tu cuarto, cuando llegaba a verte después de que se había ido tu novio, o en mi departamento iluminado, después de haber cenado, por ejemplo, en la casa de nuestros alcahuetes. Y también estaba siempre presente la curiosidad por comprobar las reacciones que provocaba nuestra relación entre tus amistades. A unos, el ejemplo más radical y más claro era el de los dueños de la casa en donde nos conocimos, les convenía ser nuestros cómplices. Al fin y al cabo, tú eras una señora de posición; me imagino que ahora, después de tu matrimonio, todavía más. Otros, como tu novio, te eran fieles, despreciaban la opinión de los demás y no te juzgaban. Pero no hay que olvidar a los que se escandalizaban y rechazaban por completo verte en mi compañía, igual que aquellos aborrecibles pseudo amigos. Y ya sólo resta mencionar tu especial gusto en llevarme a conocer a algunas amigas que deberían tener también una conducta dudosa y con las que yo advertía de inmediato que les habías hablado de nuestra relación. Con ellas, inevitablemente, en algún momento y como si no te dieras cuenta, me hacías algún cariño que, aún cuando ellas no hubieran sabido todo de antemano, te hubiera delatado sin ninguna posibilidad de duda. ¿Por qué te admiraba tanto entonces, por qué me gustabas tanto, qué placer encontraba estando junto a ti como el amante prohibido, como la relación ilícita, como el lujo que podías permitirte? ¿Me sentía orgulloso de gustarte? ¿Debo considerar que tengo o tenía una vanidad idiota? Tú deberías haberle dicho a tus amigas que yo era un amante maravilloso. Y entonces mi gusto o mi satisfacción son vergonzosos o despreciables. Todo autoanálisis termina en que se encuentra un defecto abominable y uno no puede evitar seguir interrogándose para averiguar si todavía lo tiene. Esa no era mi intención. Yo sólo quería recordar cuán agradable era estar a tu lado y hacerlo como una forma de homenaje a las virtudes a las que, probablemente, pero espero que no, debes haber renunciado ahora.

Fue una de esas amigas con las que te enorgullecías de estar conmigo la que me comentó, con un aire contrito, una tarde que me crucé con ella en la calle, que te habías casado. No me importaba y ya me lo habían dicho los amigos en cuya casa nos conocimos, pero adopté también un aire contrito y le dije que así tenían que ser las cosas. Me sonrió llena de comprensión y simpatía. Y la verdad es que así tenían que ser las cosas. Por eso ahora puedo hablar de ti con la seguridad de que todo fue siempre perfecto, hasta mi asistencia a tu casa la noche en que le diste una fiesta a tu novio porque era su cumpleaños, en la que era inevitable oír algunas de las murmuraciones después de haber bailado contigo y en la que me emborraché muchísimo y me quedé hasta el final con la esperanza de llegar a estar solo contigo e ir a tu cuarto sin que tu novio dejara de mostrarse tan decidido como yo y no se fuera nunca.

Pasaste a buscarme a mi casa al día siguiente. Nos acostamos sin saber que era la última vez, lo cual demuestra la importancia de no conocer ese espacio inexistente en el que habita el futuro y a cambio de ello contar con el valor que el pasado tiene en el recuerdo, y luego decidiste que ibas a quedarte varios días ahí, en mi casa, pasara lo que pasara. Me negué resueltamente. Por último, fingiste aceptar mis razones. No te acompañé; te recuerdo sólo besándome al despedirte y saliendo de la casa. Dejamos de vernos varios días y luego nuestros amigos comunes se encargaron de decirme de tu parte que habías decidido casarte.

No hubo despedida entre tú y yo. Alguna vez, cuando nos permitíamos imaginar proyectos irrealizables, en algún restaurante, después de haber bebido mucho, planeamos hacer un viaje a Europa juntos, con tu dinero, claro. Yo aceptaba entonces sin ningún esfuerzo, simplemente porque me hubiera gustado hacer ese viaje contigo y sabía que nunca se realizaría. Sólo era nuestro el placer de poder imaginar. Otra de las mañanas que pasamos juntos entramos a una librería y me regalaste una hermosísima edición de las cartas completas de Malcolm Lowry. Después nos fuimos a tomar unos sándwiches de tocino y tomate a una cafetería horrenda porque tú “adorabas” esos sándwiches. El libro es maravilloso. Todavía lo tengo. Leo alguna parte de vez en cuando y me conmuevo mucho con la vida de Malcolm Lowry y creo que también, un poco, ante el recuerdo de aquella mañana luminosa y banal en la que me regalaste ese libro y por tanto ante tu recuerdo y la unión entre tú y el libro. También cuando jugábamos con la posibilidad de ir a Europa te hablé muchas veces de mi absoluta fascinación por la Dánae de Tiziano que está en el museo de Viena. Durante tu viaje de novios me mandaste una postal en la que se reproducía ese cuadro. No la firmaste. Detrás sólo decía: “Es muy bello”. A partir del recuerdo de ese detalle todo se disuelve y sólo sé que, ahora, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti.

 

 

El gato y otros cuentos. Juan García Ponce. Fondo de Cultura Económica. Primera reimpresión, 1996. Pp 55.72.