Alex

Respeto completamente al gato Alex porque él ha alcanzado la máxima expresión de su existencia. Él vive libre: su ágil cuerpo de gato recorre el mundo a su alrededor, que es verde y de confines remotos, salpicado de humanos y sus cosas grandes con sus peligros.  Todas las noches le damos de comer las sobras del restaurante. Mucha carne, de cerdo o de res, cocinada pero a veces cruda. Él siempre viene a las once de la noche en punto. Se para junto a la puerta y maúlla. Yo salgo y lo miro: un gato grande y gordo de color anaranjado, con la panza blanca y los bigotes, tensos, muy largos. El tipo maúlla con un tono TAN MANIPULADOR. Tan dulce y rastrero. Tan satisfactorio. Eficaz por eso. Es el canto de la sirena o del flautista que ahuyenta las ratas pero no te destruye después de llamarte y hechizarte y llevarte hacia sí, a menos que consideres esa mansedumbre otra forma de destrucción. La servidumbre voluntaria, que le llaman. Yo lo sirvo y me someto a sus deseos. No pido nada de él; me es suficiente la visión, incluso si es parcial y fugaz, de su cuerpecillo regordete. Disfruto mirarlo y mirarlo nada más, sin hablarle ni exigir su atención; disfruto mirar la mancha blancuzca que se acerca en la oscuridad, y algunas tardes o mañanas advertir las patitas que alborotan hojitas de árboles y plantas cuando atraviesan la barda a gran velocidad.

LOS GATOS ME GUSTAN MUCHO.

Como suele ocurrirle a otros ailurofílicos, encuentro la fisonomía felina altamente agradable. Me dispara, no sé, algo entre la risa y la ternura. Además, y en cierta forma de mayor importancia, los comportamientos de los gatos me despiertan curiosidad, fascinación y respeto. A los gatos los admiro y los envidio, pero también me siento impelida a cuidarlos y alimentarlos como una madre. Convivo con ellos entre la adoración pura y la extrañeza, ya que a todo momento se hacen evidentes, con estos individuos pelusitos, la alteridad y la separación irreparables.

Alex sabe lo que necesita y ha encontrado una forma de procurárselo. Él es todo relaciones públicas: cuando viene y me maúlla con ese tono que ha sabido perfeccionar, cuando me acuerdo de lo que me contaron una vez, que los gatos sólo maúllan para comunicarse con los humanos, nunca entre ellos, entonces yo caigo en su juego y le respondo igual. La relación comercial se camufla entre intercambios afectivos que tal vez, ¿tal vez no?, para él están vaciados de sentido. Su ronroneo me permite especular: él se deja acariciar y rascar la panza y la cabeza y el mentón y la garganta como varios de su especie, y cierra los ojos mucho durante el suceso, señal más o menos clara (pero con ellos todo puede ser equívoco y ambiguo) de que le gusta.

Alex me llama, me envuelve con la rara música de su voz, esa voz que me activa como las órdenes del hipnotista y en otros humanos parece no surtir efecto, es un mero ruido del afuera, el chillido del gato callejero.

Una noche llegó todo puteado, se había peleado con alguien. Estaba sucísimo, con costras de lodo en el pelaje. Y una rajada sangrante en la cabeza. No se dejó tocar. Anduvo así días. Luego vino y  las gemelas de cinco años, mis sobrinas, lo estuvieron acariciando un largo rato, y entonces yo lo acaricié también y en un descuido se dejó limpiar con agua oxigenada. Pero la herida ya estaba cerrada.

El misterio se ensancha, porque Alex no está solo. Según las informaciones que he recabado, el Alex original era el padre, y a éste lo llamaron negando la identidad de aquél: “el no-Alex”. El NoAlex. O Noalex, que suena a medicina contra las hemorroides. Prefiero llamarlo Alex, ¿no es cierto que él ya se ha ganado el patronímico?

Alex, como tantos gatos machos sin dueño, es un semental. Una de sus compañeras es una gata de tres colores: es blanca y es anaranjada y es gris, sin mancha dominante, todo su cuerpo son parches y recortes, como una gatita hecha con las sobras de otros gatos. Mi hermana dice que es una calicó: como las gatas carey, su pelaje tricolor revela el sexo de la gata. Dice Wiki: Los gatos que presentan la característica calicó son casi siempre hembras, que en cada una de sus células tienen dos cromosomas. Leo también que se consideran de buena suerte y que ahuyentan los malos espíritus.

La cabeza de esta muchacha calicó es muy pequeña y ovalada, y sus ojos rasgados son de un gris verdoso y aguachento. Ella es temerosa de las personas y ágil para huir con un salto karateka cuando alguna se le acerca. Alex la llama cuando le servimos, come rápidamente una porción y le deja el resto.

**Días después

Dejé de escribir. Otras cosas, trabajo, situaciones. PERO EL MISTERIO SE HA DUPLICADO, como espejos deformantes. Hay otra gata calicó. Una noche vino Alex y luego vino Ella, y media hora después llegó la Otra, a la que habría tomado por la primera de no ser porque reconocí, vagamente, que las manchas grises estaban diferentes, más grandes y oscuras, y que dominaban el dorso. La panza, abultada. Cargada o recién parida.

CA RA JO. ¿Por qué siempre proyectamos atrapar a Alex y llevarlo a esterilizar? ¿Y por qué no terminamos de hacerlo? Ahora hay otra gata de la buena suerte embarazada, y no sé qué es de la primera, si su madre o su hermana, su gemela de camada, como las gemelas que las descubrieron, y que de alguna forma también son la duplicación de mi cuñada y yo, que nacimos con días de diferencia y nos parecemos un poco y las personas a veces nos confunden una con la otra.

**ALGUNAS SEMANAS DESPUÉS

Interrumpí, por tercera vez, la redacción de este post. Después de los párrafos anteriores había muchos párrafos que decidí suprimir, por aburridos y redundantes. Los copié y pegué en una entrada, que seguramente jamás publicaré, con la clave “gatos sobras”. Igual en todo esto se encuentra el tema del doble.

He querido escribir sobre volver al pueblo. A los gatos de campo. A la vida familiar, rural, sencilla. Los trabajos que efectúo. No estoy en espera de nada, no intento irme, por ahora, a otra ciudad. Ésta es mi base de operaciones. Aquí hay un misterio y quiero penetrar en él, vivir una de mis tantas vidas posibles. Acordarme de caras del pasado y paredes que ya no existen y hasta plantas arrancadas. El cactus órgano de mi bisabuela Aurora rozaba los tres metros, todavía puedo ver cómo sobresale de la barda de adobe. Nuestros árboles frutales: manzana verde, chabacano, durazno, aguacate, zapote, mandarina, pera, higo, granada, tejocote. El tejocote sigue vivo. La casa, ocupada. Ansío volver, habitar aquel departamento independiente con salida a los techos de bóvedas. Paisaje lunar.

Las gatas ya tienen nombre: Perlita y Clarita. Perlita es la intrusa que resultó una fiera y le sisea a Alex y a Clarita y acapara la comida y no los deja comer, y la que más me halaga con la dulzura de su canto y su cola que se trenza en mis piernas. Me gusta vivir aquí. La suerte permitirá volar después.

 

 

Marzo 2019 (fragmentos sin tejer)

Abro mi cuaderno azul y encuentro una entrada del 27 de octubre de 2018:

“Nunca dejo de sentir, en Buenos Aires, que estoy en un sitio lejano, muy al sur de todo, y además tan cerca del agua”.

Quiero irme, pero no quiero irme. No quiero irme, pero quiero irme. Y están esas dos cosas. Y, de mis fracasos, debo ver qué gana, qué se salva.

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— Pero el domingo por la tarde que caminaba por Corrientes y luego por esas callejuelas que están hacia Congreso… Fui al cine al Cultural San Martín pero antes de eso pasé a una feriecilla friki otaku, llegué cuando ya estaban casi levantando pero no mames, resultó ser en la sede de la Unione e Benevolenza, que es una asociación muy vieja de italianos genoveses en Argentina, en un edificio del siglo XIX justo en medio de otros edificios puteadísimos, y entrando tiene una sala de teatro hermosa, con plateas y todo, y sobre el escenario una pantalla donde estaban pasando anime. Un palacete esssspectacular en una calle miserable. Esa clase de cosas me fascinan de esta ciudad, que está llena de secretos. Y de jóvenes, porque afuera estaban todos los frikis, cosplayers, góticos, nerdos…

— Ajá ajá, tiene dos caras extremas. En la punta del continente…

— Ahora que vivo en microcentro y luego siento que me lo tengo súper recorrido, nel. De repente hay un edificio todo viejo y horrendo y subes y en el tercer piso hay una tienda increíble de cómics o un restaurante venezolano. Me da una impresión bien tokiota aunque no conozca pero es lo que he leído. Esta cosa de la ciudad vertical y que todo está en edificios. El microcentro está lleno de galerías subterráneas. En una que nunca había entrado de esas donde hay, no sé, una sastrería, una librería de viejo y una de indumentaria gótica, encontré dos tiendas de kpop. Y tipo entras y un chaval punketo de pelo verde HABLANDO DE BTS con su amigo, y también dos amigas otaku bien bonitas, y una adolescente con su papá todo aburrido…

— Suena increíble eso de la ciudad vertical. Me llama cabrón. Y sí, Tokio es así, incluso para abajo, de pronto hay sótanos y pisos subterráneos…

— Pero a la vez quiero volver a vivir eso de irte a un sitio nuevo y adaptarte de cero y todo lo que implica, aunque en un lapso más corto. Encima se viene el invierno y la luz subirá un 50% así que ni poner las estufas será posible. Y me da el SAD muy cabrón.

En artículo de Marcela Rosa Toso, en Blasting News, sobre la Unione…

La sede, sita en calle Juan Domingo Perón 1362 de Buenos Aires (teléfono 011 4372-3015), guarda la bandera verde, blanca y roja, que el legionario Virginio Bianchi trajo desde Milán y que había esgrimido en barricadas de esa ciudad a mediados de 1800 durante cinco días de sublevación.

Imagen de Google Maps

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El viernes en el Feliza tras la marcha del 8M, con breve parada justamente sobre la calle Perón -pero con Callao- en el Espacio Ambigu, que por entonces no ofrecía nada, y luego aventuras en el mencionado boliche, con dos actos artísticos que me encantaron, Karen Pastrana y sus Superpoderosas Crew (esa Carito Samantha cómo baila, eh), y la pieza de las muchachas del colectivo Chica Queen Kong, tan pop y político, caras y gestos inolvidables, la vestimenta neón en esas caras tan argentinas; después: la intensidad todavía juvenil del ligue, felicidad y dolor potenciados; y caminar mucho sobre Santa Fe de madrugada, sabiendo que sería, inevitablemente, una de las últimas veces.

Y luego el sábado siguiente, con el ánimo de la fiesta otra vez, acudir a la tal Sense donde antes se hacía la mítica Whip, en el sótano de la Galería Buenos Aires, Edificio Thompson (la misma donde está la Chikara y la Keroro, k-stores, y la del ejemplo de sartrería-librería de viejo-tienda rockera y ahora, recién vimos en un paseo vespertino, una especie de fonda al estilo mercado mexicano).

Alguna otra noche, por ejemplo una madrugada invernal volviendo de una fiesta en Flores, me bajé del 132 en Paraguay y Florida, y cuando crucé por Córdoba, a la altura de dicha galería me encontré con una escena dantesca: caía una lluvia fría y en la vereda había varios bultos de seres completamente desmayados; en los postes se detenían al menos dos post-adolescentes vomitando mientras que otros tantos miraban sus celulares confundidos, o esperaban el bondi sin sostenerse sobre su eje. Sabía, pues, que en tales fiestas había barra libre del alcohol de la peor calidad, y aquel sábado, con sus debidas precauciones, nos enfrentamos a tal coctelería, y nos amigamos de personas nacidas en 1999 que, al saber nuestra edad, dijeron “muy respetable”, y en el baño había dos chicas y una le decía a la otra que conoció a un partidazo “porque tiene todos sus dientes y eso es muy importante”, y la amiga se reía y le decía que tenía razón, que eso era muy importante en efecto.

Exterior del Edificio Thompson, y entrada al boliche en el sótano. Imagen de Google Maps

Chica Queen Kong su presentación en Feliza el 8M (imagen de su Facebook)

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Tomé todos los trenes. El Roca, el Mitre, el Sarmiento, el Belgrano Norte o Villa Rosa, que sale de la Retiro otra, la estación más vieja y fea, con sus andenes provisionales; también tomé el Tren de la Costa, que va bordeando el río. Tigre, Torcuato, Vicente López, Lanús, Ramos Mejía, San Isidro y Martínez, Liniers, Avellaneda, a donde ellos te llevan, barrios y localidades del conurbano. Y barrios alejados o poco turísticos o demasiado barrios, vaya, a los que me llevó la casualidad o la suerte: Flores, Chacarita, Barracas, Colegiales, Villa Crespo, Villa Ortúzar, Coghlan, Nueva Pompeya, mi Boedo entero, los parques: Parque Patricios, Villa del Parque, Parque Chas, Parque Chacabuco. Y los parques -no confundir parque con parque-, lo verde: Centenario, Barrancas de Belgrano, bosques de Palermo, el rosedal, parque Las Heras.

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Me he dado cuenta de que sólo puedo hablar conmigo misma, de ahí la compulsión de anotar cosas, y hablarme desde el pasado y hacia el futuro. De un correo desesperado reciente: “…Me ha entrado la sensación de que todo lo que tengo por decir, por compartir, por pensar, por discutir, por opinar, por chismear, por expresar, no puede ser depositado en un único ser; que mis pensamientos no pueden ser glosados y compartidos salvo si su contenido se reparte entre varias personas, lo que conlleva a la repetición constante. Entonces ese ser al que va dirigido aquel torrente encuentra su único reflejo posible dentro de mí misma, soy la única que podrá comprender y recibir y expresar todo lo que me ocurra; me encuentro cósmicamente sola y conectada únicamente con mi propio ser”.

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Creo que ya sabía, cuando desmantelábamos el departamento de Jessica y José Juan y la pequeña Nat, que así me despedía. Esa noche que llegó la joven, poco convencional familia que hacía mudanzas en una combi para llevarse los últimos muebles, salimos a Callao y desde Santa Fe se levantaba una bruma blanca y espesa. Esa humedad de Buenos Aires.

Ya hice, acá, otro domingo, un último paseo: de microcentro a plaza San Martín, de ahí a Retiro, Suipacha, Arroyo, Esmeralda, Maipú, Paraguay, Lavalle.

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Mi celular anterior se rompió en México, lo conecté a una toma de electricidad en un café (estaba con mi mamá, ella me hablaba de cómo deseaba sexualmente ¡a Putin!), algo tronó, y luego ya nada fue lo mismo, el aparatejo sufrió un lento colapso. Con el celular que compré de urgencia dejé de tomar fotos, salvo en ocasiones esporádicas. Entonces mis últimos meses aquí tuve que guardar las imágenes en la mente; creo que las fotos me siguen sirviendo para lubricar la memoria, miro mis galerías de años atrás y rastreo hasta las calles por el orden de las imágenes, y ahora casi todo tendré que guardarlo sin su índice, evocarlo sin muletas.

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Otro jueves fui al Colón, nunca había entrado a tal portento arquitectónico, compré un boleto de la actual temporada de la orquesta filarmónica de Buenos Aires de improviso, alcancé sólo de pie, escuchamos la obertura de Fidelio de Beethoven y el concierto no. 3 para piano (Filippo Gamba en el piano), y Scherezada de Nicolai Rismky-Korsakov (solo de violín de Pablo Saraví), y fui tan feliz en ese lapso, en esas dos horas, incluso en el intermedio en que vagué por los pasillos circulares, anticuados, los revoques de aquellas paredes que yo me imaginaba, no sé por qué, en medio de un temblor, ya empezaban a traslaparse las geografías.

Otra noche fui a escuchar a Mariana Enríquez al Cultural San Martín. Reciclaré los tuits porque ya no me da la gana continuar redactando pero quizás los corrija en el proceso:
*La plática, en realidad, se titulaba hermosamente “Cómo me hice escritora”. El San Martín, además, es una joya arquitectónica cyberpunk, muchas escaleras y concreto y mosaicos y luces neón y salas vacías y oscuras.
*Estábamos en total oscuridad, sentados en unas butacas viejísimas, y como yo estaba algo soñolienta porque había dormido poco, a veces cerraba los ojos de más. De repente sentí que un muchacho junto a mí se inclinaba y se me quedaba viendo fijamente, pero no se había movido nada; el sobresalto de la ilusión/espanto terminó por despertarme. ????
*Pero esta atmósfera era perfecta para su charla. Dijo algunas cosas que ya había leído en el prólogo a la reedición de su primera novela, Bajar es lo peor (su adolescencia punketa, consumo de merca rebajada, su amor por rock y el deseo de convertirse en periodista para ser corresponsal en Glastonbury, su vida y sobre todo sus noches en La Plata, el amor por la sexualidad de hombres gay, cómo fue convertirse en una autora precoz y ser presentada en tele y radio como “la escritora más joven de Argentina”).
*Le preguntaron qué situaciones cotidianas tenían el potencial para convertirse en cuentos suyos y ella dijo que cualquiera, y narró cómo esa misma mañana, en su barrio (Flores), se cruzó con una pareja de adolescentes vestidos con remeras de AC/DC a los que siguió durante un tramo y luego, frente a una iglesia, él le dije a ella: “Mira, esta iglesia es re satánica”. Dijo que quizás no lo convertiría en cuento ahora, pero que es una imagen que captó como con una antena y tal vez en el futuro… Me fascinó porque fue como obtener de ella misma, al momento, la imagen de un cuento posible, un cuento muy marianaenriquezesco.

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Ya no fui al Gaumont una última vez, ya no fui (por última vez) a: la Sala Lugones, al BAMA, al Cosmos UBA, al MALBA, a la biblioteca de Congreso, al Parque Chacabuco, a la reserva ecológica, al Planetario, al restaurante boliviano de Liniers, al Ejército de Salvación y el restaurante peruano de allí, Juanita y Paul; a buscar cosas a Once, al Barrio Chino, ya no emprendí caminatas de dos, tres horas, ya no, por ahora, por esta vez, en esta ocasión.

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Hace cuatro años, cuando llegué a vivir a Buenos Aires, leí El discurso vacío. Fue el primer libro que compré, el primero que leí aquí. Por una casualidad volví a leerlo estos días, un broche adecuado. Respecto a los cuatro años que vivió en esta ciudad y cómo afrontó la despedida de Montevideo, Levrero habla de la “operación psíquica consciente” (o “psicosis controlada”), que es en realidad una “negación de la realidad” y que básicamente consiste en repetirse: “No me importa dejar todo esto”.

He podido descubrir que tras ese aparente vacío se ocultaba un contenido doloroso: un dolor que preferí no sentir en el momento en que debí sentirlo, pues estaba seguro de no poder soportarlo, o por lo menos de no tener tiempo para irlo soltando lentamente de un modo tolerable. Porque el 5 de marzo de 1985, a primera hora de la tarde, subí a ese coche que me llevaría “definitivamente” a Buenos Aires, y el 6 de marzo de 1985, a las 10 de la mañana, debería comenzar a trabajar en una oficina en Buenos Aires. Y debería comenzar a adaptarme a la vida en otra ciudad, en otro país. No había tiempo para sentir dolor y opté por anestesiarme.

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Las personas que me despidieron aquella vez siguen allá, serán las primeras que veré, y me gusta pensar que las que estuvieron aquí para despedirme seguirán acá cuando vuelva, de la manera en que vuelva.

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Debo recordarme que los motivos para volver son más importantes que los motivos para quedarme.

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Los diarios III

Vuelvo a los diarios de Piglia, el último tomo. Es adecuado, si es que éste es mi último año aquí. Futuro incierto. Pero éste no es el tema. Toda la primera parte está atravesada por su lucha con la escritura de una novela que lo obsesiona y lo elude, a la que intenta dedicarle todas sus energías, en la que a veces pasa diez horas seguidas para obtener unas cuantas páginas que enseguida considera borradores o directamente inservibles. Es curioso, porque en los dos primeros tomos de sus diarios le ocurre lo mismo con la novela sobre “los maleantes que roban un banco y se esconden en un departamento de Montevideo” –Plata quemada– y que terminó por publicarse hasta 1997 (cuando bien desde los años sesenta Piglia o Renzi ya lucha sin cesar con sus materiales). Pero anoche leí las delirantes entradas donde un golpe de inspiración o de manía le permite terminar la otra novela en un par de meses, luego de un periodo a fines de 1979 en que los pensamientos suicidas se intensifican, y que Piglia narra en sus diarios desplazando astutamente la primera persona a la tercera, como en otros fragmentos. No es secreto para nadie que Piglia abusaba de las anfetaminas, lo que en todo caso podría considerarse un desliz de la época, pero es notoria la correspondencia entre abuso químico y ánimo desfalleciente. Al mismo tiempo, un funcionario “de obras sanitarias” va a buscarlo a su departamento y él huye por el otro ascensor: pasa los siguientes meses recalando en casas y departamentos de amigos, durmiendo en sofás o en hoteles, completamente cagado de miedo y a la vez dudando de si lo estaban buscando en realidad, de si estuvo a punto de desaparecer.  Por la ventana mira cómo los militares cortan el tráfico, civiles que patrullan las calles, voces y luces que encandilan, y sin embargo la gente sigue haciendo su vida, ríen, van al cine, “lo peor es la siniestra sensación de normalidad”. Algunos de sus amigos se van, por un tiempo o para siempre, pero él insiste en quedarse, se reúne con Beatriz (Sarlo) y Carlos Altamirano para editar una revista, la destroza a ella y a sus opiniones y su voz engolada y sus palabras infladas, escribe: “la literatura le es ajena como a los realistas la realidad”. Sigue obsesionado con la novela sobre “la historia de alguien que escribe la vida de otros”, del censor que lee cartas, se le ocurren títulos horribles (La prolijidad de lo real, luego el mismo narrador de Respiración artificial opina, de una novela suya con ese título, que el título es lo más genial).

Diciembre de 1977:

Cenamos con Tamara K. y Héctor L. Oscura ronda sobre los libros que estamos escribiendo. El gesto vanguardista de Héctor que yo he perdido o, en todo caso, he desplazado a una pasión experimental que prefiero no definir. Me entiendo bien con él porque es un poco lunático (no en el sentido de alguien alunado, sino más bien en la significación poética de un tipo levemente hermético).

(K. de Kamenszain, L. de Libertella).

Al leer sus luchas con la novela, sus lentos avances, sus anotaciones sobre la trama y la organización de la información y las rutas posibles, yo no dejaba de pensar en el sentimiento tan ensimismado que emana de perderse en el texto que se está escribiendo, en la obra si quieres llamarle así, que antes de ser nada es pura disputa y ambición y por ende frustración, caldo de cultivo del narcisismo, porque el escritor se mira a sí mismx en el texto, se contempla con enfado y con amor como en un espejo, y se vuelve adictivo eso, volver y volver, y escribir un poco sobre el aire, sin avanzar realmente, y al final de ese proceso hay como un asqueamiento de sí mismx y del texto y eventualmente de todo alrededor. Muy horrible, sí. Pero así se escriben los libros. Y así llega un día en que Piglia consigna, por ejemplo, haber escrito doscientas páginas en menos de cuarenta días, y puede entonces pensar en la publicación, y facilitarle la novela a sus amigos, y recibir impresiones, y seguir adelante, ja, seguir adelante, como si eso fuera posible: siempre está esa otra cosa que debe escribirse, que debe terminarse, que debe intentarse.

En realidad empecé a escribir este texto la semana pasada, y ese anoche no es el anoche verdadero, el del momento en que esto sea publicado, y por tanto ciertas incertidumbres cada vez se vuelven menos inciertas. Ahora se dibuja un viaje o una vacación muy interesante en mi horizonte y nada podría darme más alegría, pero tampoco más ansiedades, porque en mi cabeza se proyectan todas las cosas horribles que podrían suceder y ante las cuales me preparo como para un combate con el destino, ¡ay! Noto, por cierto, que a Piglia no le interesaba mucho viajar, y en cambio a mí es lo que más me interesa en el mundo. Siempre quise viajar mucho, conocer Asia, recorrer Europa del Este, montarme en el transiberiano vertiente transmongoliano, y recalar en Pekín, poner los pies en la muralla china, pisar África, tal vez porque mi determinación de clase me lo complica, pero no me lo imposibilita. Esos son mis deseos. Juntar esas vivencias. Sin embargo, me encanta que Piglia haya tenido la sinceridad de escribir, y luego de no haber borrado para su edición, las siguientes palabras en su diario: “Desde siempre, nunca he deseado otra cosa que ser un gran escritor y la gloria inmortal, pero ya se ve y se entiende a lo que han quedado reducidas las ilusiones.”

Es muy triste revelarlo, pero he tenido esta conversación con otras personas, y la verdad es que yo adoro al Piglia diarista, adoro al Piglia ensayista (también él lucha mucho con la forma de los ensayos que quiere escribir, ni académicos ni impresionistas, sino algo así como literarios, de escritor); pero un poco el Piglia novelista me aburre. También estas cosas suelen pasar. Alguna vez alguien me lanzó una indirecta poco elegante porque hice una lectura de Plata quemada, la película, no la novela, como una devastadora historia de amor gay (se sabe que nada me resulta más atrayente que dos hombres hermosos enamorados, y en la película Eduardo Noriega y Leonardo Sbaraglia están enamorados, ¿alguien ya se fijó cómo lucían esos dos en el año 2000 y dicho sea de paso cómo siguen luciendo el día de hoy?, bien, ellos dos, hombres hermosos los dos, mueren en los brazos del otro, entiendan por favor esto, entiéndalo).

En unas horas se acaba un sitio para siempre, y hace unas semanas ya lo presentía, ahí mismo, en el departamento de Recoleta sobre Callao entre Marcelo T. y Paraguay, sentir que vivíamos un pasado que alguien que estuvo ahí imaginaría y reconstruiría por medio de fotos y relatos escuchados al crecer, en un futuro que tampoco imaginamos aún. Pero muchos viernes fuimos felices ahí, y otros sábados y domingos, y días entre semana por las tardes, y muchos errores pasionales o divertidos fueron cometidos ahí, y al final qué importa si se cuenta con la suerte de ser joven todavía, ya no encuentro una parte donde Piglia dice que en el futuro imaginaría con nostalgia algunos de esos días que entonces relata como felices, aunque yo siempre he tenido claro eso, creo.

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Apuntes misceláneos XXVII

Siento el dolor muscular. Tirada en mi cama, con el ventilador puesto, siento cómo me punzan las extremidades. El antebrazo sobre todo, entre la muñeca y el codo. Extensor, googleo. Ese músculo que se siente en llamas. Pero también me duelen las pantorrillas, los tobillos, los talones, y el empeine, ah, duele el empeine, mucho, mucho. Y los dedos de los pies, sobre todo los pulgares, los dedos gordos, duele la uña que se me abrió y sangró, y sobre todo las puntas de los dedos, que tengo en carne viva, se me desprendieron grandes trozos de piel, la herida se amorató, y quedaron ahí colgando los pellejos de piel muerta. Pero: debo persistir con el arte marcial. Recordar -lo he repetido a otrxs- el placer del golpe cuando, en prepa, practicaba karate con entusiasmo y quizá torpeza. De todas maneras no vale la pena seguir sin el convencimiento de que soy buena, de que puedo mejorar, de que pateo con fuerza, de que puedo dominar los movimientos.

La semana pasada, por avenida Avellaneda, recorriendo un área de la ciudad que no conocía, como un sueño. Había un aire un poco frío, por suerte, y de las anchas veredas emergían tiendas y tiendas y tiendas, lo mismo de bisutería que de ropa veraniega, y había tanta gente en las calles, demasiadas para un miércoles a media mañana. Yo había ido a Caballito por una cuestión laboral, y crucé Rivadavia y me encontré en Flores, Floresta, zona barrial tan particular y que parece vivir como a espaldas de todo, y nuevamente pensé que la ciudad es inabarcable y que no dejo de conocerla y que las excursiones jamás tienen fin. En la calle de Morón me encontré un gato negro: el tipo venía caminando por la acera y cuando me vio empezó a maullar en tono de queja, y yo me puse en cuclillas y le hablé, y él se acercó y se dejó acariciar, y ronroneó mientras paraba la cola; así estuvimos un rato largo, largo, en el cual hasta le saqué fotos y él siguió quejándose de la vida conmigo, o contándome algo, o quizás no quejándose sino celebrando y regodeándose, y luego me puse de pie y caminé y él caminó conmigo, incluso caminó como en diagonal, con la cabeza dirigida a mí, y yo mientras tanto me derretía, pensaba: me lo llevo, ya estuvo, lo cargo acá mismo y me lo llevo, no importa, y en la esquina pasó una muchacha que observó la escena y dijo “¡ay, qué lindo gatito!”, y yo le dije “tal vez es callejero, está todo sucio”, y ella: “no, no, mírale el pelo, el cuerpo, está bien alimentado, para mí que es de casa y anda de paseo, ¡ay!, me recuerda al que dejé en Venezuela”, y así estuvimos con el tipín hasta que tuve que irme y, al caminar, lo veía todavía parado en la esquina, como despidiéndome.

Dos calles adelante entré a un pequeño enclave coreano, una bodega de fayuca abandonada, artículos de papelería polvorientos de Hello Kitty y otros muñequitos, cinturones por diez pesos y portarretratos y ¡carteles de Leonardo DiCaprio en The man in the iron mask! Estuve a punto de comprarme uno, pero por suerte lo medité mejor. Luego, buscando dónde comer, encontré un mercado oriental sobre Vallese que, al fondo, tenía comida coreana por peso. Delicias picantes y con cierto amargor en una mesa junto a tipos hermosos que hablaban con acento porteñazo.

En la esquina de Marcelo T. de Alvear (nunca dejará de causarme gracia el “Marcelote”) y Talcahuano, un café anticuado donde algunas veces desayuné café con medialunas y en el que trabajaba una muchacha muy simpática, ahora es una pizzería Kentucky. Todo cambia y todo seguirá cambiando aunque ya no pueda atestiguarlo.

En mis sueños estoy yendo al mismo lugar, sensación de irrealidad al despertar, como si fuera bruscamente removida de una existencia concreta. Sueño con mis hermanos y les pregunto cosas y escucho sus consejos. ¿No es cierto que aquí vivimos muy a gusto y que mi habitación está más agradable que nunca? Pero en esta ciudad el clima me duele o me derrota; yo tenía experiencias excepcionales del calor húmedo, de la playa, de sentir la piel ardiente y la espalda empapada, pero bajo otro signo, con el mar cercano, con el tiempo peculiar y distinto de la vacación, y ahora siento que me ahogo, que estoy presa. Sin embargo, el frío no es mejor, es de hecho peor, sufro y sufro con él y el ánimo se me va al inframundo, lo reconozco ahora que transcribo mis cuadernos y noto la distimia invernal, a la que temo demasiado.

La semana pasada vino Elsa, era un viernes hermoso, soleado pero fresco, y la alegría indescriptible de encontrarla en Recoleta y hacer la caminata que suelo hacer con quienes están de visita. Fuimos a ver la floralis genérica, charlábamos de asuntos agradables, nos reíamos y nos sacábamos fotos, y le dije que fuéramos al Museo de Bellas Artes para hacer tiempo. Estábamos a punto de subir los escalones de la entrada cuando escuchamos un golpe seco, un sonido que ahora me persigue, y enseguida algunas expresiones de pasmo y aturdimiento: a treinta centímetros de nosotras una señora se había desvanecido, plaf, cayó del cuarto o quinto escalón, y su cuerpo quedó en transversal sobre la escalera, la cabeza sobre el piso, las piernas desnudas elevadas, no olvidaré las arañitas azules y moradas de las várices y su piel tan blanca, y que los lentes quedaron rotos a un costado de la cabeza de la cual sólo podíamos ver el pelo revuelto; y las dos nos quedamos en shock, inmóviles, y nos tomamos de las manos y dijimos “está bien, está bien, no pasa nada”, y mientras tanto llamaban a la ambulancia y nadie sabía qué hacer, no era aconsejable moverla, y de pronto con el rabillo del ojo mirar el pequeño charco negro que se formaba bajo su cabeza, la mancha roja que se fue extendiendo sobre el piso. La gente empezó a enroscarse alrededor, personas que iba pasando, trotando, y que se quedaron como congeladas y magnetizadas, el morbo terrible; pero nosotras, con las piernas temblorosas, decidimos irnos, y luego nos sentamos en un café y concedimos llorar y pedir por su salud.

Por la noche, en Camping (recuerdos, recuerdos, marzo 2015), escuchar a Franny Glass/Gonzalo Deniz, la belleza y el bienestar, ese modo de ser tan dulce y tranquilo y particular de los músicos uruguayos, y aunque todo era tan bueno y feliz yo tenía el alma triturada y el corazón todavía me latía con fuerza. ¿Qué signo terrible era ese y cómo se explicaba o a qué correspondía, y sobre todo era necesario hacerse esas preguntas o más bien ignorarlas?

Al otro día fui al taekwondo y pateé y pateé y pateé.

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Extraños retornos del pasado

No voy a mirar tus fotos en Nueva York, lo bonita que te veías, lo joven y bonita, yo también me veo joven, no comparto el engaño de que luzco igual, reconozco la mirada de bebé, la sonrisa de bebé, la inocencia: quién iba a saber las cosas que sucederían y lo mal que la pasaríamos, lo terrible, asquerosamente mal que la pasaríamos; qué raro que otra vez escriba de esto, es de madrugada y tecleo con rapidez -pero sólo aquí, porque en mi documento avanzo con muchos dolores y muy lentamente- tras otra zambullida narcisista; no sé cómo llegué al post del irlandés que trabajaba en el cementerio de Montparnasse, Ruairi o Ruairí, el que me escribió su correo en mi cuaderno además de la enigmática frase “never eat candy floss in the rain”, y se me ocurrió googlearlo porque ahí también aparece su apellido, Condra, y hasta me quité los audífonos por el pálpito que sentí cuando me aparecieron dos notas sobre violación, RAPE, esa palabra que en inglés es tan precisa, barbaric sex attack, precisaba una; pero luego resultó que eran otros Ruairi u otros Condras, o eso voy a pensar, eso quiero pensar, no tengo ganas de indagar más; cuando me dijo que me iba a enseñar una cosa en el cementerio, una escultura de una pareja besándose, medio oculta, yo fui con mi gas pimienta, como si eso me hubiera ayudado, ¿en cuántas situaciones de peligro me he puesto y no he sabido? Nunca olvidaré la vez, cuando iba en primero de secundaria en el Plancarte de San Juan del Río, que se me fue el autobús de estudiantes y mi papá paró a los señores del camión de gas y me mandó con ellos, y mi mamá se enteró de esto a mediodía y a punto de que yo volviera; cuando al fin llegué la encontré tirada en mi cama en un baño de lágrimas, nunca la había visto así en mi vida, en ese infierno tan personal y tan único y tan diseñado a su medida, y apenas me vio me tomó de los hombros y me dijo DÍMELO TODO, DIME QUÉ TE HICIERON, y yo le dije qué quiénes de qué hablas, y ella lloraba y soltaba groserías, y nunca le gritó tanto a mi papá como ese día, quien escuchaba estoico los reclamos y remarcaba que esos señores del gas eran sus amigos y que confiaba en ellos, oquei, ¿pero por qué, a quién se le ocurre?, y yo tardé en darme cuenta, no hilaba las cosas, hasta que luego lo pensé mejor y la imagen se fue dibujando, y creo que con el pasar de los años cada vez se dibuja mejor, con más detalles, con más horribles detalles, y siento mucho horror, pero, ¿por qué llegué hasta aquí si en realidad yo estaba pensando en esa foto tuya afuera de un hotel en la 9th Avenue, uno que aparecía en Bored to death y por eso nos detuvimos, además de que siempre me gustaron sus ventanas redondas como de lavadora? No imaginaba que luego, en un microviaje de trabajo, dormiría en uno de sus microcuartitos, berreta dirían acá, pero entonces no me lo parecía, bueno, quiero que sepas que todavía me acuerdo de estas cosas y ya las puedo escribir sin llorar ni sentir feo y casi, diría, sin sentir nada. *

Aunque creo que sí me arrepiento de jamás haber escrito lo mucho que te quería ni haber sido romántica, vaya, todo era fruto de mi autocensura, esa jaula en la que las personas queer suelen vivir, como bien expresa Agustina Comedi -se ve que su bella película me afectó-, quien además recuerda que una psicoanalista le dijo que como bisexual nunca sería feliz, viviría toda su vida dudando entre una cosa u otra, afirmación que otros psicoanalistas me han hecho llegar a través de cobardes intermediarios. Suelo ver cómo algunxs salen del clóset por Twitter sin comprender del todo que no se trata de un proceso cerrado, finito, que reconciliarlo en el fuero interno y luego comunicarlo a la familia, a los amigos, es apenas el inicio de un acto que ocurrirá incesantemente, una decisión que habrá de tomarse ante cada nueva situación, recién conocido, centro de trabajo, circunstancia vital. Releía un texto fallido donde narro, respecto a ciertas dinámicas familiares de aquella época: “Convivo un poco, cuento las cosas de manera superficial, porque la vida que llevo es vida que no les interesa o que no quieren saber, por sus propios motivos”; y aunque al final todo se supo, todo se aceptó, todos felices, y luego ya no, cuando el horror y las cosas feas que sucedieron precipitaron un cantado, esperado fin, la verdad es que lo gay todavía es origen de pesares y me gustaría, siento que debo, encauzar eso en otra cosa de largo aliento.

Oye, ¿no te parece que estás escribiendo demasiado en tu blog, que nuevamente se ha convertido en la escritura sucedánea de otra que es obligatoria, necesaria y urgente?

Sí, sí.

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Fantasmas IX

Un nuevo misterio. ¿Un virus, un error, un glitch? me posteó textos aleatorios en el blog. Textos de variada índole cuyo único elemento vinculante eran las palabras “canada goose”. Googleo: “Un holding canadiense de fabricantes de ropa de invierno. La compañía fue fundada en 1957 por Sam Tick, bajo el nombre de Metro Sportswear Ltd. Canada”. Bien, no me resuelve nada. Tampoco me acuerdo cómo me di cuenta, pero casi todas las entradas estaban publicadas en los años 2014 y 2015. Cientos de ellas. Nunca entré a su web, nunca busqué la mencionada marca invernal. Vuelve el pensamiento mágico: las señales en cada título. Por ejemplo ahora, al azar, reviso mi papelera (ya que una noche me decidí a borrarlas todas sin preguntar, sin googlear, sin enviar un correo quejoso a WordPress): We had a nice pattern of higher lows dating back to September. Otro título tenebroso: And I had no idea where they were taking me. O: When you burn cannabis, you are actually destroying a lot of. O: It is his/her premise that because of this supposed power. O: I want us to be about standing up for people who are single. O: Our rent is a month and we manage to save each month. O: And even that is just a poor rewrite of an extract from. ¿Qué carajos…?

Y ahí estaba todo, robándose espacio en mi blog, multiplicando los pins (¿los pins?).

En fin. No quiero volver a escribir sobre los fantasmas de internet (a, b), sino recordar(me) que nada aquí se conserva, que todo está destinado a la destrucción y el olvido. A continuación copio y pego unas notas que tenía en un cuaderno, que ya transcribí a un Word, y con las que escribiré otras cosas.

El problema número 5 para Giunta (Andrea Giunta, Objetos mutantes):
– Destrucción o apropiación de los archivos: su universalización por la vía del giro tecnológico. Poner todo online.
“Pero la idea de accesibilidad opaca la posibilidad de que el archivo no exista si no está ligado a una memoria acumulativa”.

Los archivos se desordenan en relación con su origen, se forman nuevos.
Otros no pueden digitalizarse.

Pregunta:
– ¿La idea de un archivo digital universal no alimentará la certeza de que sólo existe lo que está online? -> La digitalización no garantiza conservación.

Un resumen apresurado:

Archivo: lugar neutro que almacena registros y vincula con contextos y relaciones de producción.

El presente se analiza a través de los documentos, restos, fósiles, ruinas, es decir, indicios del pasado.

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Las cosas que no deseo

Camino por la calle y veo lo que no quiero. Vivir en pareja, tener hijos. Pero algunas veces sí, los hijos y ser madre de un hijo, cuando juegan, cuando hay complicidad feliz, cuando los miran con un cierto gesto, de una cierta manera… Pero en general no. Porque creo que no puedo. Y en cuanto a lo de establecer una vida en pareja, me parece -así me lo parece ahora, en la vida todo se trata de desdecirse, de nunca decir nunca- que tampoco. Que hay algo de lo performático en ese vivir en pareja, en los acuerdos, en una democracia compuesta por dos*, en un compartir más de lo tolerable (el espacio, el sueño, el dinero), que no me alcanza. Que siempre, en algún momento, me cansa. Me obliga a escapar, o a desear escapar. Para volver a mí, a mi ansiada soledad. Escribo esto, que es tan íntimo y tan temerario, tan poco apto para un blog, y siento arrepentimientos. Pero creo que ratifico el saqueo de lo íntimo y que no necesariamente contribuye a la subjetividad alterdirigida, Paula Sibilia dixit.

*Y entre tres o más, menos. O sólo para algunas citas en su departamento en Colegiales, en verano y en invierno, y entonces desligarse de su conversación de pareja y su dinámica por momentos, para luego entrar en materia y ni siquiera ahí salir de sí misma ni entrar en nadie más, y luego irse tan rápido como es posible cuando insisten en pasar la noche ahí, e imaginar aquella escena, y decir no, no, no, tengo que dormir en mi cama y no despertar y verlos, que lo primero sea verlos, y recordar.

Tampoco me imagino paseando un perro de corta estatura. Con ropa de gimnasio en un bolso gigantesco. En una exaltada llamada de trabajo a las 23 horas. Hay futuros en los que no me veo y en esa bruma de las posibilidades habrá que inventarse algo más, otro modo de ser y envejecer y sobrellevar con dignidad la flecha del tiempo y, vaya, terminar el turno aquí.

Me molestan profundamente las parejas que, en un gabinete, se sientan del mismo lado.

Edición/adición:

Publiqué esto y enseguida me apareció un artículo de Malvestida donde citaban un texto de la joven escritora Aimée Lutkin (publicado en 2016) titulado When Can I Say I’ll Be Alone Forever?, en el que habla de la falta de lenguaje para nombrar lo que es vivir sin pareja, y sin buscarla.

The immediate sense of loss after a relationship is painful, but at least there’s a word for it: heartbreak. I have no simple way to describe the slow, dull ache of separation from physical and emotional intimacy after years without it.

(La inmediata sensación de pérdida al final de una relación es dolorosa, pero al menos existe una palabra que la designa: corazón roto. No hay manera simple de describir el dolor, al mismo tiempo lento y aburrido, que conlleva separarse de una intimidad física y emocional después de años sin tenerla.)

I wanted to cry at that dinner table, because keeping up the farce that I’m still waiting means staying still. It means diminishing the life I do lead, which is a good one. I’ll never be free to say that I’m alone forever, only that I’m in a holding pattern until real life begins.

(En aquella cena me dieron ganas de llorar, pues sostener la farsa de que sigo esperando implica quedarse quieta. Implica menospreciar la vida que tengo ahora, y que es buena. Nunca me sentiré libre de decir que estaré sola para siempre, tan sólo que estoy en modo de espera hasta que la vida de verdad empiece.)

En el otro articulito hablaban de The lobster, de Yorgos Lanthimos, que recién vi. Y claro: el solitario como residuo de la sociedad. Marginado. Expulsado. El amor como equivalencia de dolencias, faltas, defectos, averías, errores. Para no terminar en lo otro, el olvido total. La vida sin consciencia, sin herencia y sin perpetuidad.

(A mí, que tanto me interesaba, en esta época hasta el sexo ha dejado de interesarme.)

Encuentro el blog de Aimeé. Pero ahora intenta tener citas. Y escribe un como proyecto, 2 Dates a Week. Agridulce. El amor como ilusión (engaño) mutuo. En un diario que encontré entre mis cosas, en México, aquellas anotaciones. “He sido objeto del amor de otros; mas amar, he amado poco. O nunca he sido libre con mi amor. He procurado ser discreta con él. Las personas que me aman suelen consumirme. Pero (…) ya no me ama, y no me consume más”.

Pero es que entiende: yo tenía un ascendente. Un ideal no alcanzado. Y esto no, no se le parece.

*pone el YouTube*

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Algunos títulos fílmicos y televisivos que relatan, de manera lateral, un mes y medio en México, alegre y familiar

En el avión rumbo a México miré GoodfellasDoblada. “Maldito patán”, repite Joe Pesci. Maldito patán. La palabra fuck y sus derivadas se pronuncian trescientas veintiuna veces durante la película, un promedio de 2.04 por minuto, dice IMDB. La mitad por Pesci. Pero el doblaje de 1990 sólo permite patán, maldito, hijo de perra. Me reí mucho, a solas, mientras otros cabeceaban o comían las porciones minúsculas de la comida de avión o miraban otras películas. Después vi Flashdance, una jovencísima, hermosísima Jennifer Beals: el deseo de la artista (la danza), la mejor amiga que persigue un fin similar, florido (patinaje artístico), y la ocupación improbable (soldadora), todo aquello en Pittsburgh, la ciudad de acero. Ah, Pittsburgh.

O el viernes que Frost y yo fuimos a Los Pinos (cuántas risas en el búnker de Calderón, en donde, desde un compartimento secreto, aparecían el tequila y la sangrita, imaginábamos; o el romance entre el sargento Pérez y la joven hija del presidente, del que actuamos cada escena, inventamos diálogos y nos carcajeamos por los pasillos y los senderos de la gran casa presidencial); luego comimos en El Pialadero de Guadalajara (aquella torta ahogada de camarones rosados, y el aguachile horadador de lenguas que yo tanto extrañé, y que con esa visita se disociará de otras personas y otras épocas), y caminamos por la Juárez, mi antigua colonia, la colonia de mis dulces 23, Hamburgo y Toledo por siempre, que es también la pequeña Corea, y entonces descansar en el café coreano donde dos señores jugaban Go en un tablero con sus inmaculadas piedras blancas y negras. Y en la glorieta de Insurgentes rememorar El vengador del futuro (un título infinitamente mejor que Total recall) y decir: vamos a verla, y esa misma noche verla, después de la sorprendente Tiempo compartido (reciclo los comentarios que le hice a Triquis por twtr: la estética vaporwave, la lenta erosión de la psique de estos dudes, la escena del escupitajo, es como un cuentito carveriano bien hechecito, y tiene algo muy hitchockiano también, alta tensión, infaltables momentos graciosos. Y ese lazo sutil pero irrompible de la mamá con su hijo, su cicatriz de cesárea, un vínculo que el papá neuras jamás conocerá.)

Luego, acá, hemos visto tantas con mis sobrinos. [Nota: el presente post comenzó a escribirse el día 7 de enero]. El 23 de diciembre: las gemelas Camila y Romina, y Osvaldo, y Tita, y Caro y Regina, y Leo, y yo, la tía que es excelente tía pero quizás sólo eso ya que constantemente se ha preguntado si podría ser madre y su más reciente conclusión es que no, que quizás no, ellos y yo acostados entre cobijas y cojines en la salita de tevé miramos Home Alone, un clásico navideño que nos arrancaba las risas (¿cuántas veces vi esa película cuando era niña?) mientras en la cocina mi mamá avanzaba con las preparaciones de la cena de Nochebuena, y mis hermanos cantaban con su karaoke, y ese nivel de bienestar, ¿qué haré al pensar en él cuando esté ocho mil kilómetros al sur? Y también, con ellos, he vuelto a Pocahontas. A El príncipe de Egipto (tan bella como la recordaba, o más: me obsesioné con ella años atrás, y quizás más de lo que entonces pude apreciar, e incluso fue, además de las lecturas del antiguo testamento en aquel volumen de Mis historias bíblicas, sumamente útil cuando acudí a la celebración del Pésaj en una sinagoga de Once, en 2015). Vi Mulán por primera vez. Una travestida, dice un personaje. Ah,  la heroína más hermosa, y los temas más adultos, y la belleza oriental… Y otra noche, con Tita, escogí Flavors of Youth para que se durmiera más rápidamente (pijamada con tía Lilí), pero las dos quedamos hipnotizadas con las breves historias que transcurrían en pueblos de China, y en la gran Shanghai, los fideos de arroz, las callejuelas y los edificios lustrosos y los que están a medio derruir, las varas de bambú para colgar la ropa, y los cassettes con mensajes largos que se graban dos amigos que no saben que están enamorados. O después, un sábado, con Carolina y Regina, vimos Wolf children, y lloramos mucho, o por lo menos dos de nosotras lloramos mucho, y al día siguiente le conté la trama entera a mi madre, tanto así me conmovió. O la otra noche en que cuidé a Osvaldo y Camila y Romina, y empezamos a ver Isle of dogs pero a la mitad, exhaustos, nos quedamos todos dormidos. Les mostré, a Tita y Regina y Caro, la belleza inigualable de The Addams family. Que, leía hace poco con justeza, aunque no sé dónde, lo que los vuelve excéntricos no es su afición por todo lo goth sino que Gomez y Morticia son en serio peculiares, distintos, notables, por ser dos paterfamilias que se aman con pasión y apoyan a sus hijos en sus proyectos e intereses.

También está el domingo en que, con Triquis y Luis, luego de mirar uno tras otro los ocho episodios de Burn the stage, el documental de BTS, en un fin de semana que volvimos obsesivamente sobre ellos, nos sentamos a ver la última Misión imposible, y los diálogos que francamente me daban risa aunque a la vez no dejaba de pensar en una crítica de cine que me gusta mucho, Priscilla Page, quien durante meses se la pasó diciendo que esa era la mejor película de acción del mundo, y ponele que sí, de acción (aunque existiendo Point Break no entiendo cómo alguien puede afirmar algo así), pero es mafufa y en la última media hora me aburrió y me permitió dormir sin culpa.

Por cierto: miré el documental para cine de Burn the stage con María y Frost mismo (renuente) en una salita de Oasis Coyoacán, con otras tres muchachas que reían mucho también, sobre todo cuando Hoseok está jugando con Yeontan, el pomeranian de Taehyung, y canta graciosamente did you see my bag, did you see my bag… Lástima que, pese a sus bellísimos momentos, hay como un final que llega y llega, y a la vez nunca, hasta que sí.

Piensa, piensa.

Widows con Carla y Triquis un viernes en Querétaro, tras dar muchas vueltas en el centro con unos helados que se nos derretían en las manos, y las palomitas de Takis, y la cerveza francesa con gusto cítrico, y charlar y charlar y charlar antes de eso, y en medio, y después.

Otra noche vi No regret, una película surcoreana del año 2006, escrita y dirigida por Hee-il Leesong, un parteaguas del cine coreano LGBT+, que amenaza con tener un final tragiquísimo, lo cual me habría hecho voltear la hipotética mesa, pero se las arregla para cerrar con algo como un sarcasmo, un final tragicómico, o feliz. En este momento me interesa demasiado el conocidísimo género del BL, abreviatura que me oculta y me mantiene a salvo.

El sábado chilango, con Frost, Fáyer, Elsa, Thalía, luego de desayunar en la esplendorosa Fonda Margarita (¡todo lo que dicen sobre ella es cierto! ¡los frijoles refritos con chorizo, el cerdo en salsa verde, el guiso de longaniza, el bistec en salsa morita, los huevos rancheros, el café de olla, las filas semilargas y muy tempraneras en aquel rincón de la Del Valle, el milagro de cocinarlo todo en manteca de cerdo!), y mientras comíamos una deliciosa rosca de reyes de la pastelería Alcázar, y chocolate de agua de Oaxaca recién traído de Oaxaca, estuvimos viendo muchos videos en YouTube: los Guau de Alexis Moyano (el rap de los perritos explicando el internet me mató, me había matado ya semanas atrás cuando me lo mostraron en Baires, “no, no, no, te mandaste cualquiera… internet es un cable con poderes mágicos que… wrah… internet es una tele con botones pero que… tiburones”), un episodio de Skull-face Bookseller Honda-sanya que durante el desayuno habíamos estado hablando intensamente de anime, y la noche anterior Elsa me había mostrado uno que ahora consume algunas de mis noches: el anime yaoi Sekaiichi Hatsukoi, sobre romances homosexuales entre trabajadores del mundo del manga: editores y mangakas y hasta libreros sexys con perforaciones en las orejas, ¡ay!, y ese video de History of Japan, y varias otras cosas de las que ahora no me estoy acordando, para proceder al plan original que era mirar Life of Brian Holy Grail, de los reverenciados Monty Python, largometrajes que he visto tantas veces, que me sé tan de memoria, que me entregué al placer del sueño sin remordimiento, pues había dormido bastante poco los días anteriores. ¡Ah! Elsa también me mostró Diablero, una nueva serie de Netflix ¡excelentemente actuada, con excelente diseño de producción, excelentemente musicalizada, excelentemente fotografiada, excelentemente ambientada, y todo en ella es tan excelente -los diableros, la santería, el chilanguismo recalcitrante, el hermoso Horacio García Rojas y frases que me calcinaron el cerebro como “tsss, te repites más que taco de longaniza” y la hermosa Fátima Molina como su hermana, los dos hermanos más sensuales de la tevé digital- que no entiendo por qué la gente no la adora y habla más de ella, no lo entiendo!

El otro descubrimiento excelso de estas vacaciones tiene que contar con preliminar barato.

Verán.

Esa vez que Tita se quedó a dormir conmigo, busqué algún anime en Netflix porque ella empieza a dibujar manga y siempre es bueno animar los talentos de los niños a tu alrededor, los cuales abundan en mis muchachitos, ¿no? Entonces estaba buscando algo en aquella sección centrada en anime y me llamó la atención uno llamado Gokudols, o Backstreet Girls, que en aproximadamente un minuto presentaba el intríngulis de su relato: tres yakuzas que han metido la pata hasta el fondo -no se sabe por qué ni cómo- son presentados con una disyuntiva por el jefe de su familia: la muerte o cambiar de sexo en Tailandia para formar un lucrativo grupo de idols de jpop. Escogen lo secundo. Pero son muy yakuzas y a un yakuza muy macho no le importa su aspecto, y sin embargo a la postre son enfrentados a toda clase de humillaciones y sacrificios, lo que nos demuestra que la violencia idol no es tan distinta de la violencia yakuza. Con aquellas primeras escenas me quedó claro que no era un anime apto para niños, y lo guardé celosamente para echarle un ojo después; al fin, llegado el momento, quedé pasmadafascinadamaravilladaintrigada por una trama que me parecía completamente original pese a una animación más bien burda, en la que durante largos planos sólo se mueven las bocas, y de pronto los ojos se vuelven dos hoyos negros y macabros, y a las caras angelicales se les superponen los rostros duros de los hombres yakuza que viven atrapados en cuerpos que no escogieron, que les son ajenos, y aunque todo es de una crueldad extrema, en esencia es una comedia negrísima, carcajadas cargadas de culpa, ¡pues qué jefe yakuza tan sádico, qué castigos corporales tan siniestros, qué graciosa subtrama del club de damnificados por las Gokudols, cuánto por decirse de la violencia machista y sí, heteropatriarcal, y de la destrucción de las vidas jóvenes, inocentes, no por un ideal sino por una suma de dinero sucio de la industria del entretenimiento! Lo recomiendo ardientemente, está allí mismo a distancia de un clic en Netflix, no lo dejen ir, no dejen ir esta gema, esta joya, este milagro.

También he estado viendo Neoyokio porque leí, de pasada, que la voz del personaje principal la hace el hijo de Will Smith, y Jude Law y Susan Sarandon hacen otras, y que la creó Ezra Koenig (Vampire Weekend), y aunque no es tan interesante ni tan incisiva como muchas otras cosas que empiezo a ver en el género (y la marca gringa está demasiado presente, demasiado difícil de ignorar), su mezcla de magia, moda, demonios y decadencia neoyorquina me ha tenido, digamos, más o menos interesada.

Quisiera ya terminar este post. Quisiera mencionar que también he estado mirando un dorama coreano, Reply 1997, que salta entre dicho año y 2012, en Busán, durante el reencuentro de antiguos amigos de la secundaria y los recuerdos de sus años mozos, y la protagonista es fan acérrima de H.O.T., hasta extremos locos, locos, y las cosas que hacen las fans en sus conciertos y alrededor de sus ídolos (ese cántico con sus nombres y apellidos al inicio de cada canción en vivo, los impermeables con las siglas, la fanfiction homoerótica) no es nada distinto de lo que hacen hoy en día, y luego descubrí que la actriz es, en la vida real, una idol también.

Sólo resta decir que vi Crazy rich asians con mi hermana porque ella necesitaba distraerse, que en un autobús miré y cabeceé con Ghost in the shell (versión Scarlett Johansson), y que en al avión de vuelta a Buenos Aires, muy estresada y malhumorada y preocupada por asuntos que aquí no vienen al caso, miré The big sick, que me gustó y hasta me permitió soltar unas necesarias risas alagrimadas. Luego, necesitada de dormir, y habiendo descubierto recientemente que sólo me da sueño mirando cosas pero que aquello se convierte en una lucha porque detesto dormirme mirando cosas a menos que ya las haya visto o su mala manufactura me libre de culpas, puse Inception porque medio me la sé toda y es un gran soundtrack  ese de Hans Zimmer, digan que no, y es perfecto para conciliar el sueño.

Ah, también vi Roma. La primera vez en la cineteca -antes cineteatro- Rosalío Solano, en Querétaro, con Carla y Ribón y Fanny y Triquis y David -y hasta, coincidencia hermosa, Hasiby- y que todos lloramos menos David, y luego, una segunda vez, en casa con mi mamá y mi hermana. Hace unos días soñé con Yalitza Aparicio, tanto me impresionó su actuación y hasta dónde la ha llevado.

Coda:

Mención a los animalitos hermosos con los que conviví esos días: Logan, el gato azul. Luna, la cariñosa french blanca. Aguacate, el ajolote plateado. Sorata y Pirata, la Hello Kitty real y el gato negro cuyo ojo perdido relata su imaginado paso por Vietnam. Bebé, el gigante aranjado, esponjoso, de mi hermana. Y el nuevo miembro de la familia gatuna, otro Logan, también gris. Y el muy libre y callejero Noalex, platicador, anaranjado, viril. Los ruidosos, olorosos, minúsculos chihuahueños de mis sobrinas, Taco y Chamoy.

Los cursos en la secundaria, algo que no sabía que estaba en mí, que podía hacer, que podía disfrutar, que podía darme ciertas guías.

Faltan amigos que vi, que extrañaba tanto. Olga. Marisol. Luli y Migue. Ara. Lety. Laura. Gaby. Grace. Jordy. Diego. Carlos. Rob. Gregory. Chava. Y los que me faltaran mencionar.

El día que volví, con un calor un poco asfixiante tras las noches bajo cero de Polotitlán, acompañé a Jes a unos asuntos y en la 9 de Julio nos cruzamos con la marcha por la liberación de Milagro Sala de Tupac Amaru, y luego caminamos por Recoleta hasta la placita de Vicente López donde se junta un nutrido y diverso grupo de niños a jugar en el arenero gigante. Y pensábamos en lo linda que es la ciudad, y en lo difícil que se nos pone la estadía. Al volver pasé por la esquina de Suipacha y Arenales donde viví durante mi primera temporada acá. Las ventanas estaban cerradas.

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Diciembre 28

Cuatro entradas a medias. Mi Halloween a solas en Constitución, en la covacha de Guille: el viento que golpeaba las ventanas, las paredes de madera del ático, la silla que, arriba, apuntaba hacia el cubo de las escaleras, como si el fantasma me esperara. Miré cosas de terror a oscuras. Prefiero ese tipo de miedo. Luego hay otra entrada sobre atestiguar la lenta erosión de una ciudad. ¿A qué me refería, en qué estaba pensando? Ya estoy en México, y no he registrado en ningún sitio perdurable estos días. Recordábamos, hace dos noches, aquel viaje a Pittsburgh: el calor del verano, mi juventud, toda mi vida por delante, ahora puedo recordarlo así y mirarme desde afuera. Entonces vivo otra vez cada uno de esos días: el cine de a dólar y un restaurante chino, los tacos de carnitas un domingo por la mañana, el downtown y la calle Carson y aquel café portlandense donde yo me sentaba a trabajar y beber café helado, y los insectos, todo está rodeado del zumbido de los insectos, la vegetación salvaje de las calles empinadas del barrio donde vivía mi hermano, poblado de migrantes ilegales, minorías, discriminados y marginados y borroneados y expulsados, trabajadores todos, y luego el bosque que rodeaba la ciudad, y ese calor humedísimo, entonces desconocido para mí, que parecía derretir el acero centenario con el que se forjó la ciudad, y no sé por qué todo eso, ahora, aquí, y después de tantos años, me llegó con tanta intensidad. Pienso muy poco en Buenos Aires, o me parece como en pausa o en suspenso, y a la vez, con resistencia, al tanto de que en un par de semanas allá estaré de nuevo, el mismo calor húmedo, los insectos y los parques y el Feliza y nuestros tacos con tapa de empanada y el súper chino de casa (la señora que me persigue siempre, convencida de que robo: su hija y su nieto, avergonzados por la paranoia de la matriarca), y mis amigos de allá, esa especie de familia que la distancia edifica, y quizás la necesidad de tomar decisiones y empezar a despedirse de todo eso, envolver mi vida en el sur para mudarla a otra parte.

Pero todavía no. Es de noche en Polotitlán de la Ilustración y hace mucho frío, y escucho música, y aquí están las personas que más amo en el mundo. Algunos de mis sobrinos han dormido conmigo por las noches, y cada día hay risas y conversaciones, y la comida que me gusta y un lento dejar pasar el tiempo. Y mis amigas y mis amigos, de D.F. y Querétaro y Polo, que conservo y procuro lo mejor que puedo. Creo que estoy bien, que si observo mi ánimo es bueno y estable, porque cuando he sentido la desesperación venir aquí se vuelve recurrente. Es como si no necesitara dialogar conmigo misma, o acomodar las cosas. Ahora mismo he empezado a redactar por un vago impulso, sin saber a dónde llegaría. Si pienso en mi última Navidad aquí, la de 2016, yo estaba en el abismo. Lo que pasó en ese año, ese bajar al infierno y volver, ahora está lejos de verdad. Con mi familia casi ni hemos hablado de ello. Pero el poder de la experiencia reside en que transforma. Y yo fui transformada.

He visto películas, he leído casi nada. Y escrito nada. Me encuentro sumergida en una ensoñación en la que mi deseo está descorporalizado, no se dirige a nadie o no me involucra, y es más feliz que otras, pues si oriento mi obsesión a una persona siempre termino decepcionada. No quiero ni necesito nada. Tendré que reconstruirme de nuevo. Y cerrar mis pendientes. Y encarar la omnipresente lucha por la sobrevivencia. Ahora mismo sólo quiero volver a escribir, tenía que empezar por un lado, y recién pagué la suscripción anual de este cuchitril. Albricias.

Vaya, qué cierto esto: con la gente que amas el tiempo lejos es como si no pasara.

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Incidente

Habíamos estado hablando de las clases. De las clases sociales. Estábamos en la pendiente de césped de plaza San Martín, bajo un sol muy tibio que, cuando se ocultaba detrás de una nube, me hacía temblar. Hacía mucho frío. Yo le dije vamos al Starbucks de acá enfrente que al menos hay calefacción y puedo entrar al baño y, además, una dosis de cafeína no se le niega a nadie. Fuimos. Estábamos charlando en un sofá cuando entró un hombre. Un hombre en situación de calle. Un hombre indigente. Un hombre de la villa. Un hombre. Un fisura, dirían ellos. En estado de ebriedad. En estado de intoxicación. Pedo. En pedo. Fi su ra. Pero repartía papelitos. Papelitos que eran copias de una escritura a mano, donde explicaba su situación y pedía una ayuda monetaria. Una moneda. Una limosna. Una ayuda para vivir. O sobrevivir.

Pasó muy cerca de una mesa donde estaba sentado un hombre de unos cincuenta años, gabardina color crema, zapatos caros. Un burgués. Un fresa, un cheto. Un mamón. El hombre de la calle pasó con un movimiento atrabancado y tiró ¿un vaso, una servilleta? Al momento ya estaba una de las empleadas detrás del intruso. Retiresé, retiresé, le decía. Pero el otro seguía repartiendo sus papelitos. Nos dejó uno en la mesa, lo leí y le dije vamos a darle diez pesos. Para entonces todos los comensales-los clientes-los consumidores de cafeína/azúcar miraban la escena. Las cosas se habían quedado en suspenso. Enfrente llevaba un rato estacionado uno de esos camiones blindados que transportan material delicado (dinero/papelitos). El poli que lo acompañaba se puso frente a la puerta, dispuesto a entrar cuando el ambiente se calentara. La empleada y el hombre se hicieron de palabras. Entró el poli. Se acercó al hombre, le ordenó que se fuera. Éste no hizo caso y volvió a hacer su rondín, recuperando sus papelitos. Nadie le daba nada. Si le das será una provocación, me dijo GJ. Y era un poco verdad. Y era una verdad triste. Mientras tanto el hombre vociferaba, con otras palabras, su derecho al libre tránsito. El poli jaloneó su brazo, el hombre se desprendió con un movimiento fuerte. Se acercó a la mesa del burgués, quien se levantó de un salto, como asqueado, y fue a ponerse atrás de una de esas mesas altas que llegan más arriba del ombligo. El hombre tomó su vaso y le dio un trago, y luego un pedazo de muffin y lo mordió. Luego abrió la puerta y salió del local. El poli también. Pero pocos minutos después el hombre apareció de nuevo, amagando con entrar. La empleada cerró la puerta y le puso seguro, alguna clienta le dijo no podés llamar a la policía de veras. No, no, se tardan diez minutos, dijo ella. El poli -el poli que en realidad no era un poli de calle, sino de los que resguardaban el material delicado del transporte blindado- ya no estaba por ningún lado. Por el ventanal vimos al hombre dando vueltas en la vereda. Pateó un muro del edifico contiguo. Pateó el camión blindado, le dio un golpe al espejo retrovisor, que no se inmutó. Le aventó un objeto. Y por fin se fue.

Qué tremendo, nos dijimos. Qué tremendo observar, cobardemente, aquello de lo que hablábamos.

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Un húmedo invierno

Ya escribo el recuento pormenorizado de Chile. No puedo saltarme los detalles, quiero conservarlos todos aunque equivalga a cadaverizarlos, ¡pero hay tantas cosas! Si veo las fotos reconstruyo mis pasos. Puedo releer algunas cosas que escribí en papel. Y los mensajes (de voz, chats) enviados durante el viaje. Fui guardando en un sobre todos los tickets de cafés, del súper, del cajero, de museos, del teleférico; tarjetas de artistas, de librerías; volantes de obras de teatro, catálogos y folletos de centros culturales. Marisol y Javiera, amigas escritoras que conocí en Santiago, me habían inspirado la forma del collage. ¡Cuántos proyectos ideales se me ocurrieron gracias a ellas, a su inteligencia! Al cariño desbordado que nos tuvimos en tan poco tiempo. Y Lety, mi hermana Lety… Tardíamente, como todo en mi vida, debo expresar esos días. Además de estos archivos, cuento con la memoria, que se vuelve elástica y muscular cuando archiva el viaje, un lapso suspendido de la vida, excepcional por eso.

Ha sido un invierno muy duro. Hace mucho frío, un frío húmedo: no brutal, no de una crudeza impactante. Pero un frío de ecos polares, un frío verdadero.

Mientras tanto cambié de mesa y ahora de silla. Había sobrevivido con otras dos, más pequeñas e incómodas, que compré de emergencia en el Ejército de Salvación. Pero la silla nueva, elegante y de respaldo alargado, rechina demasiado. De madrugada son resortes torciéndose cuando cambio de postura. Se la compré a un muchacho por Mercado Libre, en realidad la puso en subasta y sin darme cuenta la gané; la recogí un sábado lluvioso en Viamonte y Pellegrini, pensé que era un departamento pero resultó ser una casa muy angosta, de esas chorizo afrancesadas que persisten entre los edificios del microcentro, y subí la escalera y estaba la silla esperándome en medio del hall y en la sala un amigo suyo tomaba mate, y de pronto su gato se apareció ostentando su felina belleza, uno anaranjado de ojos perezosos, y bajamos la silla entre el muchacho y yo, y luego caminé las cinco cuadras que me separaban de mi casa con la silla volteada sobre mi cabeza. Lloviznaba y hacía un frío del carajo, un frío que me congelaba los dedos que, tocándola apenas, mantenían la silla en equilibrio. Recuerdo y me duele el fantasma de la lesión: en un momento quise mover el cuello y éste hizo crac. Bajé la silla y sufrí en silencio en medio de la vereda, las personas haciendo un desvío para pasarme por un lado, y luego de las moderadas expresiones de sufrimiento la cargué con los brazos a la altura del estómago durante dos cuadras; sobre todo cerca de la peatonal Florida, que nunca descansa ni cuando está helando ni los fines de semana, hay mucha gente caminando lento y en grupos, y mi silla fue un contundente y poco amable quíteseme de encima, y llegué a mi edificio y subí con la silla por el ascensor y puse a andar la estufa y me hice un masaje y me puse calor y frío, y descansé, mucho, como hace tanto no, y ahora creo que ya estoy bien.

Mi renovado espacio de trabajo es un progreso. Todo ha sido una lenta conquista. Estoy contenta de vivir con Gandhi y con Dante, y convivir con sus rutinas, con sus amigos, y también con los míos. Vivir, pues, en un entorno agradable, tener lo que se necesita. La estufa prendida a casi todas horas. Ya que el invierno obliga al interior, a la guarida. El cielo está brumoso, hay días de mucha neblina, luego hay algunos soleados pero muy fríos, y otros grises y con nubes negras.

Me gustó vivir el mundial en Buenos Aires. Me desanimaba pensarlo en días fríos, y hubo alguno, sobre todo el día que eliminaron a Argentina, en que la neblina en el Gran Buenos Aires alcanzó un nivel histórico. Pero la adaptación se vuelve interesante, el mundial en mañanas y tardes frías con mate y medialunas y café y desayunos potentísimos de chilaquiles y huevos rancheros y quesadillas de tapa de empanada y mozzarella; abrigadísimos, con bufandas y gorros y camperas, hinchar por dos equipos, de la selección que quedó en casa y de la que ahora es una segunda casa, o casa temporal, o casa actual, y el doble de partidos de interés y por ende mayor diversidad de convivencias, en espacios privados y abiertos, en la Plaza San Martín, en el escondido Che Taco de Balcarce, en el living de amigos o aquí en el departamento. Qué diversión. Después de uno de aquellos partidos, una tarde soleada y menos fría que de costumbre, Bárbara y yo caminamos desde San Telmo, ufanas y cerveza en mano, por Defensa, por Av. de Mayo, cruzamos la 9 de Julio, hasta la zona de Congreso, a una casa de militantes feministas detrás del Barolo para pedir informes, la ciudad desde aquel patio, la espalda del fascinante Barolo y las cúpulas del Congreso no lejos, el recorte urbano de esa zona. Extraño a veces una forma de vivir que yo tenía en Ciudad de México, y a la vez aquí, aunque como en menor escala, vivo todo con intensidades parecidas, y con una libertad y una ligereza excepcionales. Pero mi familia me hace falta y, sin esa represa, las ansiedades se multiplican. A quién le hace bien el invierno, de todas maneras: hay menos luz, el afuera es hostil, la lluvia fría te alcanza alguna tarde o alguna noche, por más precauciones que tengas; y aún así los fines de semana la ciudad no se duerme, las calles de madrugada siguen hervidas con la promesa de la joda, las paradas de los colectivos donde se amontonan, de varios estratos, las risas y las caras atractivas y los atuendos para soportar el frío; acá el microcentro mismo que guarda una vida nocturna peculiar y medio secreta, como el Centro Histórico del D.F. tiene la suya. Me acuerdo de esas salidas cuando aquí salgo de noche. Los paralelismos. Ambas ciudades vibran en pulsaciones distintas pero un aire de familia las anuda, y las cosas entre las dos resultan familiares en la medida en que, en los sueños, lo extraño es a la vez conocido.

He salido, pues. He permanecido en casa. La garúa frecuente: una llovizna pertinaz que parece deshacerse antes de tocar el piso. Caminatas largas para ordenar los pensamientos. Diversiones interesantes que luego, pasadas por el nudo del razonamiento, se ensombrecen. La incertidumbre de la sobrevivencia, y su precariedad. Uno de los temas de mi delirio era la actuación, el oficio actoral. A veces voy al taller. La última vez, bajo la consigna del autorretrato, el de una compañera me conmovió: compartía el motivo de la mochila. La vida en una mochila. Cuando miro, en películas, muchachas que se transportan a solas, a bordo de autobuses o trenes o aviones o metros o micros, me reflejo. Por eso Personal shopper y, ahora, La omisión… Un sábado por la tarde vi Nanette, de Hannah Gadsby. La parte que me dejó con ganas de reflexionar o comentar es cuando confronta la idea de que el sufrimiento no es la moneda de cambio del arte. El arte no sublima. Repetir la experiencia, transformarla en obra de arte, no la reconstruye, y en lugar de devaluar el arte lo que se devalúa es la experiencia misma. La experiencia traumática, ni escribiéndola, mucho menos menos escribiéndola (María Moreno: escribir lo que hace es escarbar), tiene reparación. Y el caso paradigmático de Van Gogh. Alaíde me envió el libro con las cartas a su hermano. Quien lo amaba y lo salvaba. Como mi hermano me salvó aquella vez. Mi hermano, su cariño. No la escritura. Nada redimirá la experiencia traumática.

Pero en fin.

Estoy soñando mucho otra vez. Y lo más frustrante es despertar y sentir que el sueño se escapa, y los sentimientos e impresiones que conformaban la única realidad posible hace unos momentos se esfuman o adelgazan. Pero otros sí los he recordado. Visitas oníricas.

Un mes. Un mes más de frío.

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Una verdad

Me miran inquisitivamente. Mis pendientes. Inquisitivamente, aquel adverbio gastado. Los tengo en un post-it frente a mi escritorio. Me miran. Me cuestionan. Cuándo, a qué hora, en qué momento. No tengo fuerzas, les digo. No ahora. No hoy. Estoy cansada/deprimida/ansiosa/yo misma estoy inquisitiva. Repaso mis errores, los errores que he cometido en cuestiones de escritura. Las cosas que dejé ir. Y más: quienes me dejaron ir. ¡No, no vayas a ese lugar! Como Chandler Bing: no abrir esa puerta. El signo del fracaso, mi palabra favorita. Y la otra es vergüenza.

Me ahogo. Escribo mucho a mano. Algo que yo, grandilocuentemente, llamo un libro. Si en otro, que no se materializa, que he intentado mover poco, que sigo modificando eternamente en infinitos archivos, me tardé tantos años. Y para qué. Pero igual, siento que necesito escribir eso. Es mi método de sanación*. Se sabe: la despersonalización, el hospital Ramos Mejía, aquellas semanas de abril y mayo de 2016 que recuerdo tan milimétricamente. Y lo que vino después. Y lo que sucedió antes que quizá me llevó a ese lugar. Y cómo lidio. Porque sólo lidio. Capoteo. Brego. Por lo menos estos días he llegado a admitir que no lo tengo superado, que hay secuelas, que sigo inmóvil. No avanzo en ninguna dirección, voy con la marea. A veces lloro. Cuando la angustia me sube, voy al cine. Me pongo a fumar, lo cual detesto. Miro el celular, miro las fotos repetitivas de Instagram, los tuits repetitivos de Twitter. Converso con amigos. Los amigos salvan. Pero no pueden salvarte siempre, a todas horas. Me voy a mirar cosas, a hacer compras en la mente, de fantasía. Ya hace mucho frío. Entró el invierno. Y siempre me ocurre que me enfermo de gripe y de tristeza en los inviernos. Más en los australes, me repito aquí demasiado: no hay nada, no hay Navidad. Sólo frío. Viento polar. Me siento excluida de todo, otro sentimiento tan familiar. De todo porque mi personalidad o mi timidez o mi postergación o mi inseguridad o mi circunstancia me impiden participar de la militancia, por ejemplo, o de lo literario. Me encierro. Me quejo. Como ahora, públicamente. Pero en voz baja.

¡Ah, malditos post-its! Mis fantasías son de terminar. Acabar. Clausurar. Avanzar. O mejor: lograr, poder. Escribir. El ideal que no puede ser alcanzado.

Antes yo leía mucho a Juan García Ponce, pero ya no. Aquí tengo una novela suya, ¿por qué la tengo? Me parece que la compré en “El rincón del anticuario”. La presencia lejana. Ilegible. Pero ayer subrayé esta frase:

Se sentía en el estado de ánimo del comienzo, en esa mágica suspensión que precede al principio inmediato de todo viaje, cuando nos sentimos aliviados de nuestro propio peso y la realidad anterior ha desaparecido ya sin que tengamos todavía ninguna otra enfrente.

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Escribí lo anterior hace una semana. ¿Le daré publicar? Sí, ¿por qué no? Lo escrito, escrito está. Ahora mismo no estoy tan abajo. Pero sí, porque comienzo a trabajar y calculo lo que me falta y me vienen las punzadas.

No estoy escribiendo en mi diario, porque ese diario se terminó: el cuaderno mismo, pero también la compulsión de fijar los acontecimientos diarios. Además toda la escritura a mano se la estoy dedicando al proyecto grandilocuente, que de muchas maneras opera también como un diario: empezó en septiembre, perduró durante el ardiente verano, sigue y sigue mientras escribo en esta mesa o en la cama, con la estufa prendida, los dedos helados y el dibujo de la letra, a veces, horrible. Intenta conjurar una experiencia. Pero, releyendo a Garramuño, otra vez compruebo que en el arte no queda la experiencia sino otra cosa, exterior a ella. No es lo opuesto y no la redime. *No repara.

Pero ayer, ah, cuánto bienestar con los amigos verdaderos que he logrado encontrar en esta ciudad, y comer, y reír, y mirar un partido de fútbol.

Acabo de pegar otro post-it.

 

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Call me

Crisis. Crisis tras crisis. Mucho trabajo. Esa forma de meditación que es el demasiado trabajo. Cómo embota los sentidos. No me escribo, no anoto las cosas para recordarlas. Tengo entradas a medias aquí. Llevo semanas con el deseo de escribir de Chile, de ese viaje tan intenso y por eso tan perfecto, que contuvo todas las emociones, los picos y los abismos, y las casualidades o sincronías, ¿o qué eran, qué fueron? Había crisis entonces y no se apaciguaron al volver sino que la bola de nieve rodó y rodó y su fuerza y su velocidad me alcanzaron y fui arrollada, y sigo respirando entre la nieve o el calor, empezó a hacer calor, y luego el calor se trasladó a otras partes de mi cuerpo y en medio del desastre, el placer, y los dos polos del sentimiento, hace unos días quería escribir esto, aunque ya no tiene mucho caso, porque no puedo dejar de pensar en Call me by your name, la fantasía o el ideal de un amor, y la dicha y el dolor que emanan de él. Y la duración, el estudio de la duración. Porque el tiempo objetivo ocurre afuera, el calor y el sol y la lluvia y la noche y el día, y la atmósfera de los sitios donde ocurre el amor, y el paisaje, y a partir de ellos el dibujo de un pequeño mapa (el amor encontrado en el verano, sus llamas que en invierno arden todavía). El deseo, el deseo animal: la experiencia que es, toda sí, profundamente erótica. Y del amor, lo sagrado de su recuerdo. Yo tampoco quiero estar en bancarrota y volverme cínica y cada vez dar menos, tengo que desdecirme porque pensar que no me enamoro es pensar mal. Ah: esta lujuria doliente, dice Francisca Valenzuela justo ahora. Pero he escuchado más a Javiera Mena últimamente. Otra era. Luz de piedra de luna. Dentro de ti (¡más, más Dentro de ti!)

Oye, tú que has andado por las Islas Baleares
navegando en un yate por el Mediterráneo

Yo te pregunto si tú
fuiste
dentro
de ti

Y con ésta que escucho mientras efectúo deberes por las calles de esta ciudad, sudando por el calor húmedo y quemante:

Y vuelvo por ellas a Chile. Un poco se cuelan Gepe y Teleradio Donoso y Alex Anwandter porque me han aparecido en su estela. Conjurar la experiencia (en algún lado, aunque sea en el blog; incluso más en el blog porque estando allá creí que ya no lo tenía, y sufrí su pérdida o la idea de su pérdida). Y entre ese viaje y ahora he ido dos veces a Uruguay, con resultados altamente uruguayos. Allá siempre Me Pasan Cosas. Ahora acaba de irse Triquis: fue testigo de mis crisis, de mis reacciones a los problemas inesperados, de mis entretenciones, de mi llanto y mi enojo y mi mal humor y mi verborrea. Y mis dotes, las que tenga, de anfitriona y paseadora. Nuestras bromas. No acaban. Nos reímos tanto, tanto. Y en tantas cosas importantes nos entendemos tan plácidamente. Fuimos al Lorca a ver Lady Bird. Al Abasto a ver Call me by your name. Ella asistió a museos, yo me quedaba trabajando, fui a juntas en Villa Crespo, largas llamadas a los bancos. Siempre me joden cuando estoy en Argentina. Conocimos personas. Los tres muchachos de la rambla: uno de Boston, otro de Múnich (München), otro de Colonia (Köln). Los dos uruguayos. El muchacho que atendía el Happy Hostel que se parecía a John Snow uruguayo (su doble en el Sur). La muchacha española (de Valencia). El muchacho colombiano (de Bogotá). El trasero del empleado uruguayo del Buquebús (digno de mención). Paseos con Guille. El músico del Flux un lunes por la noche. La muchacha de la extraña técnica ligadora en Feliza. Y San Telmo y la plaza San Martín y Recoleta y Callao. Mi rume y sus peculiaridades. Los ancianos de las empanadas (¡brindan tanto y no con nosotros!). Vino gratuito en el Malba. Noodles con Alicia. Un tren de Retiro al barrio chino. Comimos mucha pizza y muchas empanadas y tomamos mucha cerveza y mucho vino y mucho café, y ahorramos y estiramos la plata como en los rotísimos días de la universidad. Probó la belleza de una buena chipá (la expreso mal, según un artículo:

La chipa o el chipá.

Femenino y sin acento en Misiones y Paraguay.

Masculino y con acento en el resto del Litoral.

Rico en todo el nordeste.”)

Me tengo que mudar de casa, encima. Mudanza número 20, ó 21. El personaje sin domicilio fijo.

O volver a México.

¿Volver a México?

Estos días solamente escucho Visions of Gideon  y su I have loved you for the last time que probó ser agorero.

Gracias a Call me by your name me acordé mucho de una novela erótica que me encanta, de Alfonso Paso, Solo diecisiete años, una novela que no figura en nada de nada, que encontré entre los libros de mi papá cuando tenía doce o trece años, que leí con voracidad, con excitación, con culpa; ahora veo que se trata de una edición de Losada de 1969, en mi mente está indeleble la tapa con la ilustración sesenterísima de una muchacha de piel anaranjada y pelo violeta, y -también veo por internet, ya que mi libro se quedó en México- precedida por una cita de Marcuse, recogida en la contratapa:

“Ante lo que no entiendo, ante aquello que me parece terrible pero que existe, no me dispongo a juzgar. Lo escucho, oigo las razones y sólo lo desprecio cuando me parece fruto de la espantosa civilización represiva que nos ha tocado vivir. Si es un impulso natural, lo justifico en el acto”.

Mi edición con una etiqueta de ¿Aurrerá? ¿Gigante?

Una adolescente francesa se hospeda con sus padres en un hotel costoso, impersonal (adentro siempre hay “un frío químico”), en Torremolinos. La playa. Conoce a Víctor y Alicia, una pareja de españoles que sale al pueblo a bailar. La pareja y la invitada. Hay, narrada, la masturbación de una adolescente. El orgasmo como un patito que sube y sube. Hay tanto erotismo, tanta obsesión y desapego y bisexualidad, tanto misterio y ambigüedad y frustración y lentitud y esperas lánguidas y exquisitas, tanta luz mediterránea sobre cuerpos dorados en esta novela. Un libro del que nadie escribe, nadie se acuerda, de un dramaturgo que escribió y montó mucho en su época.

Una fantasía, le decía a Ana. De personas hermosas en escenarios idílicos. Una fantasía en la cual perderse, como hacía Emma Bovary. Y así entre los problemas de dinero, de burocracia, de legalidad, de bienes raíces, de facturación, de entregas urgentes, de documentación, de salud, de amor, de cambio total de vida, me pierdo un poco en la fantasía italiana de Oliver y Elio Elio Elio.

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Gatos

Descubrí tarde (¿o quizás ellos no estaban ahí antes?) que los vecinos tienen dos gatos, uno negro y otro blanco y negro. Suelen ponerse en el pretil de la ventana. De dos ventanas que puedo ver, a mi vez, desde la ventana del baño. Nos separa un cubo. Un día miré y ahí estaban los dos, con su jorobita aterciopelada. Me infarté, me alegré, pensé en el tiempo perdido de no admirarlos mientras podía. Les hablé. Bishito, bishito. Hermosos. Mooosos. Shiii. Quién es el más guapo. Quién. Y los dos me miraron y cerraron  los ojos con displicencia. A partir de entonces siempre voy a fijarme si están. El que sale más a menudo es el negro. A veces está de espaldas. Lo veo y le hablo. Muchachooo. Boniiiito. Y el tipo voltea, me mira con sus ojos amarillos e indiferentes, y vuelve a lo suyo. Pero a veces se me queda mirando. Yo le cierro los ojos, el lenguaje del amor gatuno. A veces también me los cierra, informándome que me ama igual (nuestro amor a distancia, de voz y miradas, prohibido el tacto y las caricias). En la noche también me fijo: cuando tengo suerte, el negro está en la ventana más alejada, y su cuerpo se pierde en la oscuridad, de manera que sólo veo los dos puntitos fulgurantes de sus ojos, que aparecen y desaparecen entre la negrura. Un día pensé: quien viera eso, sin saber, se asustaría. Las dos canicas brillantes (no: coruscantes). Flotantes. El asunto de los ruidos, la presencia dentro de la casa. La casa enorme, antigua, pisos de mosaico, escaleras de mármol y cuatro plantas, en la que he vivido sola unas tres semanas. La noche en que la ventana del baño estaba cerrada, ¿la cerré yo? La otra mañana en que la puerta en medio de las escaleras amaneció abierta, ¿la abrí yo? Golpecitos. Pisadas. Pero vivimos tantos juntos, de alguna manera, pared con pared, que todo es explicable. Justificable. Entendible. Yo miro a los gatos. Los gatos me miran. Pensé hoy: ¿Cómo miran los gatos? ¿Distinguen colores, siluetas, temperaturas? La ventana del baño no abre entera, jalamos una palanca desde arriba y sólo revela tres cuartas partes de afuera. ¿Y si el gato no me mira? ¿Si no distingue mi cara? Cuando le hablo busca la fuente del sonido. Describe un círculo con la cabecita. Por fin me encuentra, me mira impasible. Pero hace rato me miró como con intriga. ¿Y si no me viera? ¿Y si yo le diera miedo?

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27Dic

No me enamoro. Este año me sentí cerca, algunas veces, pero no peligrosamente cerca. No ocurre. O sí, pero la distancia y las imposibilidades. Mi relación con las personas. Con las mujeres, sobre todo las de amistad, aunque también las otras, las del tipo romántico, de mayor intensidad pero en menor medida. La convivencia y la soledad, el curado equilibrio entre ambas, un estudio para dominar el arte de alternar y realzar. Soy más yo a solas y muchas con otros. Después de habitar distintas vuelvo siempre a la matriz. Pero las sucesivas entregas, las aventuras. El abandono experimentado en momentos y en lugares. Releo entradas al azar en mi diario de este año: tantas personas nuevas. Algunas fugaces. Otras, se adivina, duraderas. La cuestión del sexo. La experimentación. La aparición de problemas y dificultades concretos, y la búsqueda de soluciones desesperadas o a la altura. Días de mucha tristeza y absoluta improductividad, perdida en mí misma y en el encierro. Otros días de alegría y el afuera y la novedad. Y otros, de mayor dificultad, de avances y escritura. Frío inaguantable, calor exasperante. Tormentas y lluvias pertinaces. Muchos amaneceres de distintos colores y signos y también los atardeceres imbatibles de Buenos Aires. Me hice una playlist para cada mes. Los objetos crecieron, tenerlo todo aquí, de pronto, y si necesito algo ir a buscarlo. Mi prensa francesa, las pantallas de papel arroz, cajitas y latas y contenedores y frasquitos, aceites para hornillo, un pegamento líquido marca Tintoretto, un espejo de cara, repelentes de insectos, un termo y un plato chino y una taza de Chile y un tupper de tapa rosa, y ocho cuadernos de diversos tamaños, y libros, y libros digitales, que también ocupan espacio, y un piercing de metal quirúrgico, y las hierbas y tés y leguminosas y semillas y harinas y especias que consumo, y los esmaltes de colores y los instrumentos de papelería y las prendas de ropa diligentemente adquiridas, y combinadas, y ultimadamente dispuestas a ser reubicadas, y las caras que otra superficie me reflejó, yo misma reflejada en otros, el encuentro que lleva a reír, a dormir juntos o juntas, a compartir el alimento, a caminar las calles de esta ciudad. Tenía confianza -o esperanza- en un año más feliz que el anterior. Un poco sí. 2017 fue más feliz.