Nadie sabe lo que perdí.
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Nadie sabe lo que perdí.
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Siempre he tenido muy buen olfato pero ahora se me ha vuelto más intenso y esto es una especie de condena. En la ciudad abundan los malos olores. Cuando llueve las alcantarillas rebosan, y en las calles de la Narvarte y la Condesa se levantan los humores de la orina de los perros que se detienen a descargarse en cualquier sitio. En el metrobús, un señor algo mayor despide una acidez indescriptible de sudor. Manteca, grasa reciclada. Dentro del metro, rumbo a La Raza, todos sudamos y boqueamos el poco aire que circula dentro del vagón. Un perfume dulce, excesivamente dulce, se desprende de una mujer que camina muy lento. Llueve, llueve todas las tardes. Lodo, un desagradable olor a tierra mojada (no es la tierra mojada del campo, del bosque, sino el lodo citadino, manchado de aceite de automóvil). El olor que ciertas personas desprenden, que no pueden controlar, que lastima mi nariz pese a mí misma y las consideraciones que pueda o no sostener respecto a ellas. Ya no quiero que mi nariz funcione (tan) bien. Quiero ser como el asesor colegiado Kovaliov que despertó un día sin nariz.
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Trabajo. En oficina. Dentro de una oficina que tiene paredes, ventana y una puerta. De la mañana a la noche. En espera de retomar lo que se interrumpió abajo, en el Sur.
Mi bombilla uruguaya se quedó en Buenos Aires. Mi yerba brasileña. Y mi ropa, que al fin me mandarán por correo. Una caja con mis prendas. Algunos libros. La actualización de mi vida en este momento.
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Me quedo y no me quedo.
Me voy y no me voy.
Todo queda en pausa y en suspenso.
Las rutinas ambas se subvierten.
Ninguna es la verdadera y las dos
lo son.
Trabajo aquí y trabajo allá.
Leo allá y leo aquí.
Escribo en los dos lados.
Hoy cumplió años Dora Exclamation Point
El de:
I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
Lo sé porque Facebook me lo dijo.
No, esto no es un poema.
…Que conocí en el hostal Ejidonia. Él era de 1993, ella de 1997 (ó 1998). Llevaban juntos un mes. Iban para Brasil, a trabajar de lo que fuera. Su primera salida internacional, lejos de la provincia de Buenos Aires, era Montevideo. No le encontraban el sabor a la cerveza Patricia, a la cerveza Norteña, ni siquiera a las fuertes Pilsen que tomábamos como caguamas, afuera del bar ese que llevaba un mes abierto, en un edificio semiderruido, donde nuestros amigos tocarían (cada tocada es como un ensayo, enfatizaban) y a donde entramos pagando arroz, semillas, no recuerdo qué más, para una beneficencia. Mi instinto maternal. Nuestra charla en la bardita de la que me bajaron, con razón, pues un paso en falso y muerte segura. A ella le gustaba el tequila pero seguramente nunca había probado un tequila de verdad. Ya verás cuando vayas a México. No ahora ni mañana. Algún día. Y el mezcal.
El nombre de él. Extraño. En honor de un amigo brasilero de su padre, ¿acaso, de alguna forma, iba a buscarlo? Ahora veo su aventura a través de Instagram, sus paseos por el sur de Brasil, sus caras luminosas, juntos, felices, porque son tan jóvenes y tan cachorritos. La noche antes de irme prepararon de comer. Pasta, su primera pasta. Lo bueno de la pasta es que nunca metes la pata, les dije, siempre se hace, ya sea mala o buena. Comprarles unas galletitas dulces del súper. Les gusta desayunar chocolate Toddy y galletitas. Cargaban, en la mochila, hasta un aceite de oliva. “Te lo agradezco un montón”, me dijo él, cuando les traje queso rallado y unos tomates. Me compartieron su pasta, que resultó deliciosa. Yo necesitaba algo casero. Estaba agotada, mi cuerpo agotado, y mi mente aún peor. Los novios de Luján. Los fijo porque fueron lo más tierno que vi en Montevideo.
Hace falta que alguien te lo diga de frente, alguien que persigue fines similares a los tuyos, que posee el temperamento artístico aunque entonces, durante esos días, el mío estaba por verse, alguien que está en la misma lucha, desde el mismo frente, siempre desplazándose hacia la izquierda. Al volver de la abrumadora Feria del Libro de Guadalajara, donde me dejaron presentarme con ellos debido a las columnillas que tan amablemente me permitían publicar en El Chamuco, además de editarlos, evento en el cual tuve que hablar en público a pesar de mi acendrado temor a hacerlo, en que me encontré a un par de personas que dijeron leerme aunque yo no sabía nada de ellas, que sin saberlo me acariciaron mi tonta, infantil vanidad, y sobre todo mi anhelo de volver a Guadalajara pero de otra forma, al volver, mientras desayunábamos en un Wings del aeropuerto de Ciudad de México, un chamuco (no diré cuál, pero uno de los fundadores y por tanto de los originales) me habló de frente sobre la cocaína. Yo ni la había probado entonces, pero seguro quería comprobar esos efectos que la cultura pop -o más bien los actores al servicio de ella- nos han representado tan bien. No olvidaré lo que me dijo, dado que su trabajo es de una intelectualidad tremenda, que además involucra rapidez y humor: “Cuando vi lo mucho que me gustaba, lo mucho que me ayudaba a sacar mis cartones, la tiré a la basura”. Fue así, frente a nuestros chilaquiles, entre sorbos de café. No éramos muy íntimos, de alguna forma era mi jefe pero también mi colega. Sus palabras se me quedaron grabadas para siempre. Las dos veces que probé la coca (la “merca”) me lastimó mucho, en el pasado. Pasa que hay un punto de no retorno. Y si escribo esto es porque me inspiró Daniel Link, maestro, en este texto recuperado por Anfibia, “El túnel del tiempo”. Hasta nuestro mejor amigo uruguayo, Esteban, también lo dijo, también se lamentó, “esos chiquilines no sabían nada”. Lo que pasó hace unas tres semanas en Buenos Aires, en un evento electrónico en Costa Salguero, con cinco jóvenes muertos y tres en estado crítico, que habían ingerido alguna droga sintética (quizá éxtasis), cuyo principal componente era veneno. Nadie les dijo nada. Nadie les dijo cómo comprobar su calidad, cómo tomarla. Éxtasis. Jamás lo he probado y no niego las ganas. Mis tiernos sucedáneos eran otros. Tenía que ser en Uruguay, el país donde puedes comprar marihuana de la farmacia (si eres ciudadano). Tenía que ser allí, donde combaten las drogas con buena onda. Tenía que ser ahí, donde comprendí que se es artista sobrio o no se es.
Ninguna sustancia es inocua.
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Camina por ahí. Su cara de placer al restregarse contra mí. Los ojitos. Los cierra para decirme que me ama. Le gusta estar en su torre. Permanece despierto conmigo en la madrugada. Come un poco y truena con los dientitos las croquetas. Le gustan las latas de comida, el atún, el pollo, el jamón. Ha probado el arroz. Los chicharrones y la grasa de la carne. La primera vez lo quise alimentar como mi madre a nuestros gatos de pueblo. Es molestón. Se cae algo y quiere jugar con él. Araña. No hay más, no hay mucho más. Ahora acaba de subirse a la mesa, se pone delante de mí, relamiéndose los bigotes, olfatea, camina entre los libros y los cuadernos, a veces le gusta ponerse en la computadora, sobre las teclas, o acomodarse en mi regazo. A veces tiene una mirada satisfecha. Se masturba. Bosteza. Ahora está junto a las camisas por planchar. Se lame el cuerpo. Observa. Yo lo amo, lo amo.
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No he escrito en el blog desde enero. Hay una entrada a medias, a la que a veces le he escrito pero que en general he abandonado, veladamente sobre el horror de febrero. Descubro que ahora tampoco hay mucho por fijar. Me encuentro en un asiento de la sala principal de Ezeiza, un sitio al que he llegado a conocer tan bien. Por fin en Buenos Aires, en el primer no-lugar que ofrece. Aterricé de madrugada y ahora espero a María. Fui a dormirme a un largo pasillo en el segundo piso, junto a unos ventanales, donde ya sabía que suelen dormir viajantes en tránsito, varados o indigentes (un carrito de Despegar.com en lugar de uno de súpermercado). Bebo un americano Havanna tamaño súper. Malo. Ácido. Pasan dos judíos ortodoxos. A mi lado, un ruso cuyo olor me recuerda a alguien que conocí en el sur. Más de 24 horas viajando, pero no me quejo (tal vez sí, tal vez escribirlo, fijarlo, es quejarse). Piloto automático. Hacer lo que debe hacerse. Pero esta vez no bajé la cortina metálica. En el avión vi Inside Out. El lugar de la tristeza. El que es necesario. Pasé otra vez a Bogotá, brevemente. Dos vuelos distintos. Migración, aduana, maleta. Documentar. Una arepa, una espera sin signos. En el otro avión charlé con la vecina de asiento un largo rato, una colombiana. Pasé con ella migración, aduana, maleta. Yeceny, alcancé a ver en su pasaporte. Nos despedimos y jamás volveremos a vernos. Lo que sigue: un signo de interrogación. Espero que feliz.
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Le había contado él, y ella me contó brevemente, mientras bajábamos unas escaleras, que a un amigo suyo una novia que tuvo le enseñó a distinguir nuevos colores. Unas montañas se divisaban en la ciudad alemana donde nació, que él percibía grises. Ella, que era pintora, le demostró que eran lilas. Y él pudo verlo. También, desde hace muchos años tengo una playera que yo veía gris. Pero cuando empecé a salir con J se refería a ella como mi playera café. Y yo decía no, es gris. No: café. Etcétera. Después traté de verla con otros ojos, con otras ideas, y en mi alma seguía viéndola como gris, la combinaba como gris, en mi mente se proyectaba, hacia afuera, como gris. Pero hace poco entré al catálogo de la tienda y comprobé que la llaman tri-blend-coffee. Es café. Es café. Otro abrigo que tiene ella, yo lo veía negro pero después me enteré que es azul. Por último, ayer J me regaló un termo con una tapa amarillo encendido. Dijo que le gustó la mezcla de colores, pero yo vi el metal del vaso café, por lo que pensé, débilmente, “¿es interesante combinar el amarillo con el café, que son colores terrosos, gubernamentales y/o bancarios?” Pero luego, por otras cosas que dijo, comprendí que el café era morado, un magenta guindoso que hacía un contraste metálico (ensoñador) con el amarillo.
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Aquí. No puedo escribir aquí.
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Todo ha acontecido rápidamente, mi cuerpo siempre está por delante, soy muy lenta, muy lenta, cada vez contemplo más y me involucro menos, amplia vida interior, los hechos son meditados tardíamente, me mudé, cayó el fin de semana del día de muertos, yo tenía muy presente el anterior día de muertos, lo había fijado en un mail (todo este tiempo escribiéndole, en realidad me escribía a mí misma), me había afectado profundamente: aquel viernes tuve que ir al centro histórico del D.F., a la calle Argentina justamente, después me sumergí en Donceles, en las librerías de viejo de Donceles, encontré un libro de Deniz y una edición muy vieja, descolorida, tapas azul cielo, de Las Elegías de Duino; 20 pesos en total, atravesé el pasaje Catedral, con su memorabilia religiosa y su estatua de Juan Pablo II, prohibido tomar foto, la plancha del Zócalo un muégano, las calaveras de azúcar gigantescas, una piramidal ofrenda de muertos hecha de pantallas de televisión, dedicada a Cerati; un festival en su honor, una banda llamada “Rojo marfil”, tocaba Vivo cuando yo crucé. Todo estaba reciente, tomar el Zócalo por asalto, manifestarse donde antes no se permitía. Yo tenía que ir a la calle 20 de Noviembre a recoger el vestido de dama de boda, muchas veces recorrí ese pasaje con mi mamá, de niña, en busca del vestido de reina de la primavera o una crinolina de bailable o la indumentaria de la primera comunión. Me dio tiempo de comprarme unos zapatos leoneses para la boda, así lo marcaba el presupuesto y la preferencia, intenté llegar al metro a través de Madero, empresa que me tomó más de media hora, una barrera impenetrable de disfrazados, familias, parejas, monstruos que cobraban para la foto, extranjeros, despistados, mi celular sin pila. Metro Balderas atascado, tres o cuatro trenes, sin posibilidad de abordaje. Había quedado con J a las 9 en el cine, veríamos la que entonces era la nueva de Woody Allen, no podía avisarle de mi atraso, no tenía efectivo, salí del metro y logré entrar a un cajero, saqué dinero, un taxi rosa se detuvo, lo abordé y llegué al cine y no se había hecho tarde y J sonreía y la película no empezaba y aquello también me producía sentimientos, yo iba a interrumpir esos viernes, cambiarlos por otros.
El día de muertos me pegó. No hubo sustitución. No hubo disfrazados, velas, cempasúchil ni por equivocación, no hubo Halloween siquiera, alguna máscara, una gota de sangre falsa, un poco de juego, un poco de risa, nada, ni lo uno ni lo otro, un fin descolorido, en un departamento nuevo, aquello estaba bien y mal, otra vez el cuerpo por delante, una pelea en la calle, de madrugada: dos parejas; una mujer que gritaba y gritaba, el otro la sacudía, los amigos los separaban y a veces observaban, los cuatro estaban muy borrachos, de pronto alguien se caía, avanzaban pocos metros y muchos boludos y otras palabras alcohólicas y balbucidas, el domingo: Congreso, la plaza más cercana, el área verde, reflexiones, caminata por el barrio, reconocimiento del terreno, ¿y ahora cuál es el objeto? En medio variadas ocasiones e intercambios sociales, y una enfermedad terrible y horas febriles, poca lectura, poca escritura, lluvia, sol, plantas, horizonte por la ventana, noticias regulares, mexicanos, paisanos, amigos, una niña cejona en el Ramos Mejía, yo llamo a los niños, los encanto, ésta podría ser mi hija, me llenó de palabrerías, que tenía una víbora, en un árbol, junto a su cama, y era karateca, y yo la escuchaba y la trataba como a algunos niños les gusta ser tratados, con mucha seriedad y como si fueran adultos.
Pero me queda una semana en Buenos Aires antes de volver, si vuelvo, si vivo (¿quién tiene garantías de nada?), el próximo año, y siento que no es cierto, que me faltan muchas cosas por hacer aquí, si es posible regresar a lo que extraño y anhelo, y a mi tormentosa relación con el D.F., no me cae el veinte, estoy en negación, otro cambio brusco, mis defensas en el suelo, ¿haré lo que debo hacer y terminaré lo que debo terminar?, me cuesta pensar que ahora estoy aquí y en unos días allá, que otra vez el espacio cambiará, el sol (adiós, sol), el acento, la comida (¡al fin la comida!), los sentimientos, la vida interior, una vez más.
Yo conozco mi modo de leer y en qué categoría se sitúa mi concepción de la literatura. Pero no puedo cambiarla, es más: no quiero. Algunos libros verdaderamente me han ayudado a vivir. También sé que llevo mis meses porteños (porteños, se me dice, que lo bonaerense atañe a la provincia de Buenos Aires) sumergida en una lectura mística de lo que me rodea que no es otra cosa que un movimiento narcisista, una lectura de mí misma a gran escala (oh, soltería impuesta, soltería artificial). Me curo en salud para confesar que otra vez caí en la lectura letraherida (ay, el Constantino Bértolo que me complicó un texto a la mitad de escribirlo pero también: qué bueno), y puse mi sustrato autobiográfico al servicio de mi descubrimiento, o más bien interesamiento por Los diarios de Emilio Renzi (años de formación), reescritura, edición y quién sabe qué otra cosa más de los diarios del joven Piglia.
O sea, ya sabía del libro. Y me interesó, por el asunto de los diarios. Pero me urgía más, pensaba, el Cómo se escribe el diario íntimo, de Alan Pauls. Todavía me hace falta. Lo que sucede es que hoy entré a una librería Cúspide y en su mesa de novedades estaba el de Piglia, sin el plastiquito, y lo abrí y leí algunas entradas, las típicas de diario, intercaladas con episodios ¿literarios?, ¿narrativos?, y entre todo ello nombres conocidos y admirados, y sitios conocidos y amados, y todo rebosando literatura y lecturas, y total que mientras lo leía hasta el pulso se me aceleró. Hice lo que tenía que hacer donde estaba y luego decidí ir a El Ateneo de la peatonal Florida, donde hay una salita con sillones en la que siempre hay gente leyendo. Fui, con una buena hora para sentarme a leer. También tenían un ejemplar sin plastiquito. Me senté, triunfal, en una silla y, oh: primer misticismo apabullante: en la otra isla (hay dos islas de silloncitos y mesas) estaba sentada una anciana que, sólo en ese momento comprendí, yo ya había visto ahí mismo. Pero quizás la había visto sin verla, porque mi encuentro con ella en verdad consciente fue más bien aterrador: días antes yo venía caminando por avenida Santa Fe, a la altura del subte San Martín y en general de mi barrio y del microcentro, una noche en que me sentía triste, ansiosa, agobiada por mis problemas, cuando se me apareció aquel cuerpo tullido, enroscado, una mujer diminuta con una joroba tan pronunciada que su cabeza ya no podía erguirse, estaba totalmente torcida, su cara paralela al piso, de tal manera que al verla de espaldas era como ver un cuerpo sin cabeza, una deformación vertebral probablemente dolorosa, enquistada, que la hacía caminar con lentitud y sin embargo con plena autosuficiencia y hasta serenidad. Me turbó verla, incluso diría que al principio me espantó, la visión sobrenatural del cuerpo sin cabeza, y después la empatía y el dolor, y luego el movimiento narcisista, y todo esto no hizo más que remover el ánimo lóbrego que esa noche traía conmigo. Enseguida llegué y apunté algo sobre ella en un cuaderno, para fines utilitarios. Pues hoy la vi en la librería, diminuta y arrellanada en su silla, perdida en la lectura como, por supuesto, yo la había visto la primera vez, antes de robarle su dignidad. Seguramente somos (y pronto dejaremos de ser) vecinas. Al menos somos usuarias de la salita de lectura de El Ateneo de Florida.
De los diarios, en aquella hora, hice una lectura a la que tengo tanto derecho como todos, o sea desordenada y al azar, saltándome párrafos, frases y toda continuidad, viajando de 1967 a 1958 a 1963.
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Una semana después -que es cuando continúo esta entrada- tengo frescos muchos pasajes todavía. Aquel donde dice conservar la convicción de que cada día fuera sí mismo, único, portara su propio signo. Sus lecturas apasionadas de Dostoievsky; críticas de Fuentes, García Márquez, Cortázar, Leñero; amorosas de toda la literatura anglosajona; de James Baldwin y Woolf y Pavese y Proust. Sus discusiones teóricas con Sartre, con Gramsci, sobre el problema arte-vida, la representación, la política, el narrador. Tiene diecisiete años cuando empieza su diario y el volumen se detiene en sus 27, edad crítica para el joven artista. Y a esa edad ya pensaba -y de qué manera- en todo esto. Admirar la claridad de pensamiento del joven Piglia, del joven Emilio Renzi, de Ricardo Emilio Piglia Renzi (otro que, como Jorge Mario Varlotta Levrero, se vuelve el doble de sí mismo: el nombre y el apellido secundario el autor, en uno; el personaje ficticio, en el otro). Asistir con morbo a sus relaciones sexuales y afectivas. Envidiar su voluntad de trabajo, su disciplina. Imaginar aquellas reuniones alcohólicas con Haroldo Conti, con Rodolfo Walsh, con Edgardo Cozarinsky. Encontrarse en sus dudas, en su confesión de que en su vida le ha apostado a una sola carta, en la puesta en crisis de la noción de vocación (¿y qué otra cosa es sino persistencia?), en su enamoramiento de la literatura y sus satélites (otro romántico).
Pero sobre todo proyecté mi experiencia en su experiencia, y me vi en sus andanzas por el barrio de Retiro y la Plaza San Martín y el centro de Buenos Aires, en sus estadías en el café Florida y en otros restaurantes y bares que ya no existen; en su tensa y peculiar relación con la provincia, los autobuses, la capital cercana pero a la vez un tanto inaccesible; en su condición de joven nómada, cambiándose de pensión en pensión, de cuarto en cuarto, cargando a donde vaya su pila de libros, su enorme pila de libros, que se agranda continuamente, pues compra y compra, y malgasta el dinero y a veces se queda sin plata y pasa hambres pasajeras y cuando por fin tiene dinero se sienta en restaurantes y pide un bife con papas fritas. Tuve que mirarme, entonces, en su idealización del héroe sin domicilio fijo. En sus diarios Renzi o Piglia escribe de lo que debe escribir y de sus ganas de escribir; de sus lecturas, de las películas que ve, de sus sueños y de ideas para cuentos. En un fragmento explica que cuando alguien cuestiona un aspecto de sus cuentos sobre el cual se siente completamente seguro, descarta el comentario; pero cuando hacen una mención, o apenas una intuición, por más vaga, sobre algo que a él le causaba cierta inseguridad, ya sabe que debe trabajarlo de nuevo.
En la web de Anagrama se pueden descargar las primeras páginas. Algunos fragmentos de allí:
“«Por eso hablar de mí es hablar de ese diario. Todo lo que soy está ahí pero no hay más que palabras. Cambios en mi letra manuscrita», había dicho. A veces, cuando lo relee, le cuesta reconocer lo que ha vivido. Hay episodios narrados en los cuadernos que ha olvidado por completo. Existen en el diario pero no en sus recuerdos. Y a la vez ciertos hechos que permanecen en su memoria con la nitidez de una fotografía están ausentes como si nunca los hubiera vivido. Tiene la extraña sensación de haber vivido dos vidas. ”
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“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).
La experiencia, se había dado cuenta, es una multiplicación microscópica de pequeños acontecimientos que se repiten y se expanden, sin conexión, dispersos, en fuga. Su vida, había comprendido ahora, estaba dividida en secuencias lineales, series abiertas que se remontaban al pasado remoto: incidentes mínimos, estar solo en un cuarto de hotel, ver su cara en un fotomatón, subir a un taxi, besar a una mujer, levantar la vista de la página y mirar por la ventana, ¿cuántas veces? Esos gestos formaban una red fluida, dibujaban un recorrido –y dibujó en una servilleta un mapa con círculos y cruces–, así sería el trayecto de mi vida, digamos, dijo.”
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“La ilusión es una forma perfecta. No es un error, no se la debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizá la más pura de las formas que existen. La ilusión como novela privada, como autobiografía futura.”
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“Punto primero, los libros de mi vida entonces, pero tampoco todos los que había leído sino sólo aquellos de los cuales recuerdo con nitidez la situación, y el momento en que los estaba leyendo. Si recuerdo las circunstancias en las que estaba con un libro, eso es para mí la prueba de que fue decisivo. No necesariamente son los mejores ni los que me han influido: pero son los que han dejado una marca. Voy a seguir ese criterio mnemotécnico, como si no tuviera más que esas imágenes para reconstruir mi experiencia. Un libro en el recuerdo tiene una cualidad íntima, sólo si me veo a mí mismo leyendo. Estoy afuera, distanciado, y me veo como si fuera otro (más joven siempre). Por eso, quizá pienso ahora, aquella imagen –hacer como que leo un libro en el umbral de la casa de mi infancia– es la primera de una serie y voy a empezar ahí mi autobiografía.”
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Entonces pienso en el yo como relato, en la necedad y la ilusión y la ingenuidad de pensarse escritor, y sobre todo en mi biografía lectora remota, la de la niñez y la adolescencia: pienso en aquella tarde en Polo en que se fue la luz y durante las últimas horas de la tarde me puse a leer Pedro Páramo, mirando por la ventana la milpa y los cerros, sabiendo que yo misma estaba ahí, en Comala; la primera vez que en un libro de lecturas de la primaria leí a Borges y a Cortázar (y empezó así mi enamoramiento de Buenos Aires); en mi lectura de Ana Frank a la misma edad que Ana Frank tenía al escribir su diario; me miro también, desde afuera, leyendo Cumbres borrascosas, todo Wilde, El país de las sombras largas, las novelas de Jean Webster, ¡Cagliostro!, ¡Sinuhé, el egipicio!, ¡El sombrero de tres picos!, los coloridos volúmenes de El Quillet de los niños que leía y releía obsesivamente, junto con Las aventuras de Tomillo; María, de Jorge Isaacs; Marianela, de Pérez Galdós, mi primer intento de Crimen y castigo. El libro que inauguró mi vida lectora, muy joven: Alicia en el país de las maravillas. Hay mucho más. Libros que encontré en la nutrida, extraña, ecléctica biblioteca de mi papá, un gran lector (y qué suerte tenerlo y, unida a ello, la posibilidad de perderse en estantes repletos, de los que había que rescatar lo literario entre tomos de ingeniería, oceanografía, economía, manuales, almanaques, herbolaria, etc.).
También pienso ahora en la épica del nomadismo. Termino esta entrada, días después de aquel jueves del Ateneo de Florida, en un café de Montserrat, a donde me acabo de mudar (mudanza número 19). Lo único que me interesó durante la mudanza, a lo que no le despegué el ojo, fue mi caja de libros (90% adquiridos en Buenos Aires) y mis cuadernos (más de diez, algunos con apuntes escolares y otros con entradas de diario).
Es cierto que La novela luminosa me ayudó a vivir los primeros meses aquí. Pero ahora debo perderme menos en mis pensamientos y trabajar más. Necesito un nuevo modelo. He accedido intermitentemente a los diarios de Piglia. Pronto me sumergiré por completo.
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Frost:
me contaba cómo
cuando matas a una serpiente
no la puedes cortar
Lilián:
ay
Frost:
porque de cada parte sale una nueva
hay que aplastarlas
mucho y muy duro
pero es interesante porque es de oaxaca y lo dijo como un hecho, como que así sucede, es verdad
Lilián:
ay no mamesss
fldjfldjfld
uf, sabes que me pongo mega mal con ese pedo
Frost:
lo siento
pensé que ya lo tenías más manejado
hablemos de
ommm
Lilián:
pero a la vez siempre tengo curiosidad
Frost:
es que no tienen patitas
Lilián:
weeee, hago progresos pírricos
hablar de esto es irlo manejando
no pude ni leer la nota de la que salió en metro la villa
y we, metro la villa?
seguro era de una curandera o algo así
Frost:
chale, están en todas partes
Lilián:
mi máximo temor no metafísico, no de muerte
como que la vida me tiene reservado ese momento ojete
y ha pasado pero no heavy o no como imagino el que sería así culero de me infarto
Frost:
yo creo que está padre tener esos miedos
te hace interesante
Lilián:
jajajajajaja, no mames
a nadie le parece interesante…
de hecho me caga, porque no son comprensivos. creen que es de risa, que es detalle de color
Frost:
pues por eso es interesante, porque lo parece porque te lo tomas muy en serio
pero ES VERDAD
Lilián:
sí y las llamo, we
entonces en algún punto estoy convencida de que comparto algo con ellas
Frost:
como voldemort
Lilián:
es raro, porque las detesto y a la vez me causan curiosidad
pero no puedo ni leer info de ellas aunque no haya fotos
mi imaginación es muy poderosa
es que neta no
no entiendo qué pedo con esa forma
Frost:
pues no sé
Lilián:
es metafísico
Frost:
algo ha de querer decir
Lilián:
me causa demasiado horror la forma
como que algo vivo no puede ser así
Frost:
me suena a que un psicoanalista te usaría de caso
“L le tenía pavor a la forma metafísica de las ****”
Lilián:
ya, cambiemos de tema
ya me puse loquita, jajajaja
/derivas, derivas conversacionales/larga discusión en torno al nacionalismo y México y temas serios y otras cosas que luego serán usadas para otras cosas/
Lilián:
me cansa chatear y a la vez lo hago mucho
me duelen los dedos, la mano
se debería poder chatear con la mente
Frost:
a mí me gusta
Lilián:
somos chateadores, we
porque somos usuarios 1.0 de internet
cuando lo chido era el chateo
no sus pinches videos periscope
QUÉPEDOWE
Frost:
no mames te imaginas que se pudiera chatear a través del aire?
Lilián:
síiiii
Frost:
o sea que tuviéramos algo así como un órgano en el cuerpo con el que pudiéramos chatear sin necesidad de una computadora
woooooo
tsss
Lilián:
seguro we
he tenido unas fantasías futuristas muy gachas
Frost:
que nos controle google?
yo ya no entiendo el periscope ni el snapchat ni nada
estoy mega mega mega seguro de que ya viene el backlash contra internet
en la generación que viene debajo de ésta se va a rebelar
Lilián:
ojalá
Frost:
sucede con cada medio
estoy segurísimo
te lo prometo
entre ellos va a ser mal visto tener facebook, usar smartphone, etc.
Lilián:
nosotros recordamos la vida sin internet, los millennials son los que no tienen arreglo
mi infancia fue muy feliz sin internet
si hubiera tenido internet, hoy no estaría viva, we
Frost:
yo iba al monte con mis vecinos
a buscar el ojo de agua
pero en oaxaca no había ni tv
no había canal cinco
entonces no había caricaturas
Lilián:
yo siempre tuve tele
mucha. en mi casa ven mucha
llegamos a tener antena parabólica en polo… nadie tenía cable pero nosotros teníamos hasta mtv gringo
pero aún así yo siempre tuve mi vida ñoña, nerd, consumista culturalmente, y la real de salir, gente, aire, vida, sol
Frost:
yo veía mucho mtv
y clarissa
y la niña que congelaba el tiempo con los dedos
siempre quise ese poder
Lilián:
yo amaba nickelodeon
y mtv en 1998 era muy bueno
/larga deriva a charla personal/conflictos y resoluciones/
Lilián:
ajá, estoy orita como marge
en momentos como éste…
llegué con 6 libros a BA y ya tengo más de 30 yo creo
es el paraíso libresco acá
pero luego te mega deprime
Frost:
por tanto libro?
a lo mejor borges pisó donde tú pisas
qué emocionante
cuando fui a atenas
eso pensaba
GOEI SÓCRATES VIO ESTE MAR
GOEI ARISTÓTELES CAMINÓ POR ACÁ
así
Lilián:
jajaja
y claro, paso seguido por su último depa, we, está a pasos de aquí. hoy pasé, de hecho. e iba pensando al ver toda la vulgaridad alrededor qué habría pensado él. y lo bello, porque hacia su edificio se pone bien lindo
/charla más seria sobre Borges, separación entre obra y artista, literatura y vida, que nos guardaremos, nos guardaremos, etc./
Frost:
we
hablando de gente insoportable
me contaron /larga explicación del chisme/ que vargas llosa
LA TIENE CHIQUITA
eso dicen
puedo creer eso
Lilián:
JAJAJAJA
no mamaaaar
qué risa
todo el chisme te esperas algo cabrón, no mames
chale, qué horrible
me lo imaginaba así bien vergas
con su cara perfecta y viril
y sus cejas
Frost:
pero que es muy chambeador y lo compensa
Lilián:
no mames
este es el mejor homenaje que le haremos al boom
Frost:
lo cual tiene sentido, porque a fin de cuentas para ser escritor se requiere persistencia
Lilián:
vargas llosa era el soldadito
así lo llamaban
pura disciplina
Frost:
a borges seguro no se le paraba
Lilián:
chance murió virgen
Frost:
garcía márquez seguro era pitudo
los colombianos tienen fama
Lilián:
claro, garcía márquez… no muy muy porque también lo imagino chambeador
el que seguro sí estaba hipervergón era fuentes
Frost:
neta
ese era un dandy hecho y derecho
FUENTES
Lilián:
no mames, era un actor de cine
seguro de sí mismo, carismático, culto
mega narcisista
Frost:
oh dios
hasta el nombre
galanazo
Lilián:
con poca autocrítica de pronto, pero con momentos cabrones de inspiración
y aparte de ser niño fresa, yo creo que sí era vergudo, por las mujeres que tuvo, por sus historias y por su seguridad
por más papá diplomático y cultísimo que tengas…
Frost:
apenas leí al fin la región más transparente y sí no me chingues
wooo
a huevo
Lilián
ajá!
Frost:
cortázar no sé
Lilián:
yo creo que pitochico
JAJAJAJA
Frost:
jajajaja
Lilián:
we, nunca había escrito tanto verga y similares
acá no la usan, sabes? es pija
me caga
Frost:
bueno creo que yo haría lo mismo
suena menos varonil
Lilián:
seh
Frost:
verga > pija
/más desvíos conversacionales/
Frost:
por cierto, ya CASI sale la nueva de bond
en el trailer se ve el zócalo
Lilián:
sí weeee
qué emoción
Frost:
lloro
Lilián:
amo james bond
malpedo
vamos a verla
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Hice una mala apuesta. Está bien, yo resuelvo. Lo que me duele es despedirme de la Plaza San Martín. Bello lugar. Cuántas cosas he visto ahí. Hace rato: un muchacho vestido con saco color crema, pantalones anchos y una peluca rubia aparatosa. Venía subiendo por los escalones laterales de la barranca de césped (donados por American Express) (descubro que ahí enfrente se encuentra la sede argentina, en un edificio alto, moderno, puro vidrio: con razón) y en cuanto lo vi me dio mucha risa, dije naaaaa, pero después él empezó a bajar haciendo unos movimientos raros y me di cuenta que al fondo de las escaleras estaba un amigo grabándolo con un celular. ¿Qué grabarían? Pensé: igual un Vine. Pero también podría ser que no. Una ciudad con mucho teatro genera superávit de actores y entre ellos muchos principiantes. Me gusta eso, se nota. Como los que se emplean en la industria turística en Chicago: persiguen el teatro musical, la escuela de improvisación. Tantos actores en Buenos Aires, también. Tan sólo vivo con una, fui a verla (teatro por todos lados, teatro detrás de puertitas y en sótanos, con marquesina espectacular y marquesina miniatura, en cuartos de casa y sobre las tablas). O sea que el muchacho de la peluca podría estar grabando algo interesante, o al menos gracioso. Se fueron moviendo por la plaza, él y su camarógrafo de celular, y después pasaron unos noviecitos o primos o hermanos o amigos, un par de adolescentes chetos/fresas, rubios y cargando su raqueta en estuche Wilson, de esos que viven en las calles del barrio de Retiro, hermosas, que quedan ocultas detrás de los edificios de oficinas. Qué más siempre veo ahí: parejas, muchas parejas, siempre se practica ahí el celestial arte de echar novio. Solitarios, también. De los que lo disfrutan. Mucha gente con sus perros. Ningún gato. Litros de mate. Flores, olor a flores (poético slang de marihuana). Un salón de primaria entero, una cuarentena de niños con un pants azul de rayitas blancas por todo elemento uniformante, sudaderas y suéteres de colores, y gorritos y diferentes tonos de pelo, y amigas tomadas de la mano y amigos que bajan las escaleras hablando entre dientes. Cuando fue el eclipse, con mucho frío, había en la pendiente un grupo mixto dentro del que empecé a llamar “el lado del bien”, por la influencia de una cierta profesora. Después me asomé por el barandal y por la calle San Martín venía la rodada de ciclistas noctámbulos, entre gritos y alegrías por la bajada y la velocidad y que no había muchos coches y la ciudad era suya. Claro que después aparecieron coches y hubo claxonazos y otros que la hicieron de semáforos en dos ruedas en lo que terminaban de cruzar todos, y que luego se perdieron y desbandaron sobre la avenida Libertador.
Venía por la calle Arenales y vi a alguien que desde afuera miraba con cierta curiosidad hacia el interior del súpermercado al que suelo ir. Llegué a esa altura y vi que lo estaban desmontando. Se llama o más bien -ya- se llamaba Autoservicio Elino. No es el más barato de la zona pero es el más digno y apto para las señoras y los señores de Retiro, bien iluminado y con buena selección de pan y mermeladas y dulces y con una carnicería de carnicero que no anda perdiendo el tiempo y es brusco y qué vas a querer aunque no haya fila, y una verdulería carísima. Y un papel en el cristal: sábado 10/10 cerramos. Los estantes de súper, que acá llaman góndolas (me gusta más góndola), vacíos. Cajas en el piso. El súper tenía una especie de marquesina afuera también, un cartel con letras rojas, elegantes, anticuadas, que decía Autoservicio Elino.
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Fui a Facebook a registrar quién ordenaría mis cosas en caso de muerte. Fotos, más que nada. No podrían leer mis mensajes. Ahora debo instruir a la misma persona para que se haga cargo de mi cascajo digital. El pensamiento me rozó y me inquietó. Sobre todo, déjate tú el blog, el mail, el Twitter… Sobre todo mis versiones 1-18 de textos que me persiguen y que si me muero quedarán a medias y perdidos. Aunque tampoco importa mucho.
Me puse a ordenar mis papeles, mis usbs. Tiré, borré. Estoy sumergida hasta los muslos en una nueva temporada de burocracia torturante. Avanzo en ese bosque oscuro con resignación, a tientas y muy lentamente. Perseverancia.
Estoy reflexionando profundamente sobre mi vida. ¿Es esto bueno o malo? Sin duda es ensimismado. Sin duda si tuviera otro tren de vida no pasaría. Y a la vez es un poco inútil, porque mientras más miras más se ensancha aquello.
En un mes mudanza y otra vez me despido de las cosas y me recuerdo que soy así, que siempre soy así, que en 2006 escribí lo siguiente, al mudarme de otro cuarto de estudiante, y que por escribirlo puedo recordarlo pero no sé muy bien si eso es bueno o malo:
Pensar que nunca más veré estas paredes. Que nunca más veré el polvo acumulado en los rincones y los restos de unas Suavicremas de fresa que se hicieron pedacitos en el borde del clóset (jamás habrían de salir de ahí). Que nunca más sentiré ese mareo repentino al voltear y, en lugar de encontrarme con una pared de 180 grados -como sería lo natural-, golpearme en cambio con un muro estúpido que de pronto se decidía a dar un giro fenomenal sobre su eje. Tantas anécdotas y accidentes. Oh… Qué atroz. Dejar mi callecita de Vicente Suárez #410, a ochenta pasos de la facultad. Nunca comer de nuevo esos pastes hidalguenses. Ni ir al Oxxo y evitar al gordo acosador. Ni toparme con universitarios ebrios dando tumbos por la calle -la única calle del estudiante, de principio a fin-. Qué atroz. Y lo peor: no ver a mis compañeras nunca más. No oír sus ronquidos a través de la tabla-roca hueca. No recoger sus papeles tirados alrededor del bote de basura. O los vasos vacíos sobre el restirador. O las Maruchans podridas en la barra de la cocina. O los platos infestados de colonias de hongos germinando, reproduciéndose y evolucionando en la tarja. No más de eso. No más. Qué atroz.
Ahorita estoy procrastinando, con esto. Ya atormenté la escritura académica, la única que yo no había atormentado, la única que había logrado mantener lejos de mis neurosis. Si dijéramos tuvieras estreñimiento y hubiera un modo de aliviar el estreñimiento por ejemplo sonándote la nariz, te la sonarías, ¿no? Aunque sepas que el estreñimiento otro ahí sigue, y es grave. O no, símil tonto. Digamos que tienes hambre, que hay una torta cubana esperándote, que enfrentarte a ella será sublime, y difícil, pero ineludible. Pero no puedes. Pero tienes hambre. Te comerías entonces algo pequeñito, insulso, poco nutricio, nomás para espantar a la lombriz.
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