Me angustia el hecho de que Hollywood e industrias hermanas me provean incesantemente de piezas que reúnen, en combinaciones cada vez más estrafalarias y lujosas, a mis actores favoritos. Me los están juntando y eso es emocionante y es magnífico pero sospechoso a veces. Se me manipula con actores o sea con personas, de las que admiro la naturaleza de su oficio como admiro la de los escritores, por ejemplo, actores que por las convenciones o quizá exigencias del medio suelen ser personas pues la neta muy guapas, hombres y mujeres de hermosura cautivante, ¿y qué hago, entonces? A veces, me los juntan románticamente, ¿qué hago, repito? Me parece de mal gusto, que le están robando la magia a algo, que no me están dejando disfrutar de actuaciones en bruto, de actores desconocidos de los que no espero nada, cuyas caras no conozco, pero que luego me conmueven y agitan y marcan más que los otros, es decir mis Daniel Day-Lewises del alma, a quienes sin embargo no dejo de ver como Daniel Day-Lewises siempre, tanto espero y exijo de ellos. Total, ¿qué pretenden, que vea todo? Esta modalidad explotadora de repartos corales (o a veces ni corales, viles duetos de nombres tan brillantes que es imposible apartar los ojos) alcanza expresiones tan abyectas como Wet Hot American Summer: First Day of Camp. Ya estuvo, ya estuvo, daré ejemplos ridiculitos que me pintan de cuerpo completo: apenas salgo de Maps to the Stars y ya está Inherent Vice y Love & Mercy, y de Listen Up Phillip me cuestiono si aguanto Still Alice -dudo, dudo, dudo- y se vienen The Big Short y Carol, y tengo en el torrente, esperándome para cuando termine este apunte, The Overnight, tras enterarme que Louis C.K. estará en Portlandia el próximo año, y pude haber visto Mortdecai pero no lo hice, aunque quisiera, por esos dos hombres y esa hermosa rubia, ¡esos dos hombres y esa rubia que ha sido una de mis chicas siempre, aunque todos la odien!, y hasta Star Wars me dará un gusto a bordo de un X-Wing. Pero no, no, no es que sea incapaz de ver cómo se trata de atraer a las moscas con miel, que las caras y los nombres venden, que la crítica y el periodismo que acompaña a la industria endiosa e idoliza aunque a veces de pronto señale el talento, y que la actuación se disfrute lo mismo, lo sostengo siempre, y que muchos sigan esta premisa y por eso acudan y pues qué mejor y cuál es el problema y en el fondo por supuesto hay dinero, hay uso de cuerpos, hay confección de subjetividades, etcétera etcétera, sólo digo que me angustia, que lo estoy leyendo en clave mística, que es como si algunos de mis deseos exóticos se cumplieran, un mundo así de raro, como si dijeras tus artistas favoritos se juntaran a fabricar -crear, expresar, pensar, interpretar- algo a lo cual tú puedes acceder con intermitencias (pensar que este mes en Buenos Aires se proyectaron en cine películas que vi hace dos años: la chilena Gloria, la penúltima de Terrence Malick; que sin embargo me da otras que luego no tendré, que no todo está en internet, que no todo llega a todo, que el tiempo no da, que qué bueno que no da).
Al día siguiente:
No me gustó mucho The Overnight, hay algo falso en ella, algo que no cuaja, algo que abreva del lugar común. Pero me reí un poco. En IMDB, alguien entiende la esencia de este apunte:
Earlier this year, when the trailer to overnight was released, I was sure that I would watch it and it would be awesome, for three reasons: Adam Scott, Jason Schwartzman and the Duplass Brothers. That far I was already sold! Then you got Taylor Schilling and Judith Godrèche, two beautiful and very talented women, in a plot about “swinging”. Shut up and take my money!
Lo raro ocurre todo el tiempo. Entré al sueño y ya no salgo de él. Ahora reúno notas para otra cosa; sin embargo, la compulsión de registrarlo todo, de capturarlo mediante la escritura. En la semana, entre otras cosas, cayó a mis manos un texto llamado Hall of Mirrors: muy extraño, los temas en que había pensado, no sólo la compulsión del registro sino también de la confesión, la moral cristiana, la identidad desdoblada en el espejo, la ida hacia la nada (¡y Lispector, recientemente redescubierta allá arriba, en el neoimperio, como epígrafe colosal!), el sujeto, todo el tiempo el sujeto. Hasta la otra idea, que me formulé de broma y luego se tornó un motivo, sobre la duplicidad de Géminis. En fin.
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To the sham of the self-same, I say, let it burn. Reduce me to ashes, to (no)thing, to no(t) one—unintelligible, incalculable, multiple, luminous. Loose me to my fathomless depths. Drown out the dictums of truth and listen to my “other tongue of a thousand tongues” sing. Bask in my mis/recognition. Melt my flesh into my reflections, not out of inevitability, but with a playful and perverse purpose, a refusal to make sense. Write me so as to never be read.
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Un viernes por la noche fui a la Plaza San Martín y encontré la pendiente de césped tapizada de motas de algodón. Bolitas de algodón por doquier. De noche. Yo venía con un café en la mano y pensé de lejos que era basura, porque también había basura, pero luego me senté y vi que no, que era como la pelusa del diente de león. Los árboles mudan, la primavera acecha. Había luna llena, grande, blanca, dolían los ojos al verla. Frío: tolerable. De pronto apareció un muchacho vendiendo sus poemarios: era un poeta de Rosario, Bruno ¿Caraccio?, que acababa de presentar su libro en Buenos Aires. Traía la poesía con él.
Demasiadas señales aquella noche, demasiadas coincidencias en la lectura que yo hacía de la ciudad. El primer olor de Buenos Aires, el olor de cuando la conocí: a aparato de aire acondicionado. Muy extrañamente, la ciudad retornó al año 2010: el mismo sentimiento, las mismas impresiones, todo parecido o casi igual aunque yo ya no soy esa persona. Además la ciudad no ha cambiado su faz salvo por los carriles del metrobús en la 9 de julio, y los hombres que ofrecen cambio cambio cambio (dólares, euros y reales) en algunas calles del centro: hasta el trovador de la Plaza Francia, cuyo mail es elquecantaenlaplazafrancia@gmail.com, sigue cantando en la Plaza Francia. Pero si la ciudad parece la misma de hace cinco años, ¿qué será en otros cinco? Vengan, vengan a Buenos Aires, como a La Habana en estos últimos meses de extravagancia y anomalía, que al rato, cuando la cosa se neoliberalice, se nos aplana.
(tan distinta a la ahora Ciudad de México, que nunca es la misma, un camaleón de muchas caras, irreconocible en cuestión de meses.)
Otra noche de la semana anterior, que por fin hizo calor y pude ir a sentarme a una banca de dicha plaza, agradecí que Buenos Aires fuera ciudad nocturna, que se ajustara con mis ritmos y me permitiera callejonear a horas indebidas, pero también lamenté otra cosa, inescapable: que soy mujer, que no puedo ser noctámbula vagabunda, que debo inventarme motivos, propósitos: ir a fumar un cigarro, uno tras otro, para no dar la impresión de estar esperando algo ni dar pie a ser abordada, permanecer con la mirada baja y los audífonos en las orejas, a pesar de que, más sí que no, aparezca de algún rincón un hombre, siempre un hombre, solicitando un encendedor o un cigarro.
Una patrulla. La patrulla que en los barrios ricos protege las pertenencias de otros, que en los barrios bajos vigila a los otros, va de caza.
(Conocí la mítica Villa 31. Pero: después.)
En el Gaumont había una fila de cuadras para entrar a ver El Clan, de Pablo Trapero (la vi otra noche, en la sala más grande, laberíntica, como de sueño, del Premier). Peregrinaje por librerías. Decenas de señales, de lecturas íntimas. Dos sábados tan extraños, muchos personajes y experiencias novedosas, tesis y antítesis, el sol y el frío, la distensión y el viaje, diversión y deber. En uno de estos sábados, al despertar, encontré un mail de un fantasma que creí inhallable. El misterio se agranda, me dice que hay algo que quiere preguntarme.
(una mañana me encontré a alguien en el subte, entre tantas combinaciones.)
Un sábado anterior pasó algo extraño también: por la tarde tomé una siesta, soñé que caminaba por la 9 de Julio, de noche, a la altura del Teatro Colón, y que iba con otra muchacha, una desconocida, desagradable para mí dentro del sueño, con la que se discutía el asunto de ir a la cafetería Vesubio. Y en verdad yo estaba ahí, en aquellos ambientes vaporosos, sin sonido ni lógica, de los sueños, y al despertar fue como atravesar un pasaje, prender y apagar una luz, ya no distingo una conciencia de la otra, y entonces fui, con el cuerpo, al Vesubio: un lugar interesante, anticuado, con buenos helados y bifes de chorizo, desde 1902.
(hice el trayecto como en el sueño, pero con luz diferente.)
Quiero seguir el recuento fílmico (¡Y de TV! ¡Y de teatro!), pero aunque este post comenta productos audiovisuales carece de spoilers y más bien trata de otros temas.
Descubrí el cine BAMA, Buenos Aires Mon Amour, que se presenta como “una iniciativa de amigos cinéfilos que buscan generar nuevos espacios de exhibición, con un criterio de cine de arte”. Lo mejor es la ubicación, en la diagonal Roque Sáenz Peña, a metros del Obelisco y por el rumbo de Tribunales. La primera que vi ahí: What we do in the shadows, con Vainilla, además tras la marcha del 3 de junio. Reímos muchísimo. No había más de ocho personas en la sala. Pequeña, sí, con butacas incómodas y una pantalla con los bordes redondeados, y todo en un sótano, muy 1983. Me gustó el cine y mucho más la película. A veces me pongo a ver clips y videos y vuelvo a reír muchísimo con Viago, Deacon, Vlad, Nick, Stu y Petyr, como sólo me río con los Python.
En el Lorca, otro favorito, no lejos de ahí, sobre Corrientes, vi una islandesa, Historias de hombres y caballos. Ese día hubo paro de transporte, chispeaba, había neblina, mucho frío, yo no pude realizar los pendientes que tenía programados y decidí, mejor, meterme al cine. Justamente el BAMA estaba cerrado, yo quería ver una de Asia Argento (“Incomprendida” en español), y por eso fui al siempre confiable Lorca. La película empezaría en una hora, así que mientras tanto me metí a las librerías de nuevo y de viejo que abundan a esa altura de Corrientes. En algún momento me aburrí (o me dio la ansiedad de las librerías y los libros infinitos) y quise regresarme a la casa, pero ya tenía mi entrada, así que esperé el momento adecuado y entré al Lorca y qué película tan grandiosa, tan chistosa y tan cruel, en la Islandia rural, mucha cultura ecuestre, conductas animales, vergüenzas y sobrevivencias, equinos hermosos y espectaculares, de miradas profundas, y formato pueblo chico infierno grande, y hasta un personaje colombiano muy simpático entre tantos rostros nórdicos.
Terminemos las de cine.
Un viernes fui a ver Mad Max, tras cierto quilombo (fue la tarde humedísima, maravillosa, en que descubrí lo que hay en la Costanera, detrás de los edificios mamonsísimos de Puerto Madero) que derivó en el Village de Recoleta. Se decidió una experiencia “pochoclera” completa, lo que incluía el pochoclo (sin salsa, maldición) y nachos (sin jalapeños, maldición). Mad Max me gustó, aunque no he vuelto a pensar mucho en ella.
Otra noche, ¿de dónde venía?, hacía muchísimo frío y hasta entré a una tienda a comprarme un gorrito (80 pesos), y más adelante estaba el Gaumont, y dije: bueno, si traigo cambio entro. Y traía justamente los ocho pesos de la entrada en el bolsillo y felizmente en una hora iba a empezar Alfonsina, un documental sobre Alfonsina Storni, cuya poesía aprecio. Esta vez, antes de entrar, me comí dos empanadas en una cafetería pizzetera de esas de poco pelo, donde estaba puesto el futbol. Pero yo me senté en una mesa abajo de la tele y no vi nada (y traía lecturas de la escuela) (está mal decirle escuela, o no). También tomé un vasito, o quizá dos, de moscato, lo cual fue un gran error, porque es una bebida aparentemente insulsa pero con grados imperceptibles de alcohol, de efecto pastoso y soñoliento. Cuando entré a la sala empecé a cabecear y creo que, entre las fotos del Buenos Aires de principios de siglo, y la música, y los poemas, y las entrevistas, y la hora, y el insomnio de noches anteriores, me dormí por momentos. Qué mal, qué mal. Pero me gustó y me gustó, también, que al terminarse varios aplaudieron.
Netflix me genera problemas, me hace caer en un vortex de indecisión, no se me antoja nada o lo que se me antoja ya lo vi. Está Girlhood, que me interesó desde que vi el trailer, casualmente en el momento en que Boyhood estaba de moda. Tiene momentos muy Drive, muy tecno-oníricos, de dicha momentánea con música electrónica y transiciones en negro laaargas largas, pero la película en sí es muy dura, no se engaña respecto a las opciones con que cuenta una adolescente “guetoizada”, tiene “interesantes usos de la elipsis”, y una secuencia hermosa donde las adolescentes de raza negra, que forman una pandilla, que molestan a gente más debilucha y se meten a tiendas de ropa a robar, rentan un cuarto de hotel para probarse ropa, tomar alcohol, comer dulces y cantar “Diamonds” de Rihanna como si estuvieran en un video.
(además es de Céline Sciamma, quien dirigió otra belleza y monumento queer, Tomboy).
La otra que vi, en la indecisión total, fue un clásico de los hermanos Coen, los hermanos que más quiero además de mis hermanos: The Big Lebowski.
Mi diálogo favorito:
Además de la clásica “That rug really tied the room together” y uno de los tantos, grandiosos diálogos de Walter Sobchak/John Goodman: “Nihilists! Fuck me, I mean, say what you want about the tenets of National Socialism, Dude, at least it’s an ethos”.
Otra noche, antes de dormir, tuve muchas ganas de volver a ver The Beach, pero sólo la primera parte, aquella donde todo es hermoso. Y recordé que suelo ver esa película cada tantos años y que la relaciono intensamente con Buenos Aires, puesto que hace cinco años, un par de semanas antes de llegar a Argentina, estando en Taganga, Colombia, con el alemán, quien en muchos sentidos -y en otros no- era Richard, la vimos. Después, al llegar al primer hostal porteño, sobre la peatonal Florida, uno de los libros que estaban en el librero comunal era “The Beach”, que te podías llevar si dejabas otros dos. Yo dejé un par que había conseguido en otros hostales, y que ya había leído: “Tala” de Gabriela Mistral, y una edición de Bruguera con “Desayuno en Tiffany’s” y otros cuentos de Capote. De manera que esa fue mi lectura durante los primeros días en Buenos Aires. No puedo disociar la experiencia mochilera de ella (“The Beach”, a backpacker novel…) y de Buenos Aires (pero: The Beach también se relaciona con mi mamá, con quien la vi en el cine la primera vez, y con Carlita, con Triquis, con la prepa y la universidad; con J… Es una película que veo a cada rato, pues).
Trust me, it’s paradise. This is where the hungry come to feed. For mine is a generation that circles the globe and searches for something we haven’t tried before. So never refuse an invitation, never resist the unfamiliar, never fail to be polite and never outstay the welcome. Just keep your mind open and suck in the experience. And if it hurts, you know what? It’s probably worth it.
La otra que vi -abundaremos- es una argentina, Sin retorno, porque salen Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi. También se me antojó porque pensé que tenía el estilo de Amores perros, es decir, género realismo muy realistay muy serio, subsección “realidad nacional muy jodida” y “cosas cabronas que le pasan a gente adulta”, ejemplo: un choque o un atropellamiento.
Pero el personajito del estudiante universitario que atropella a un ciclista y esconde el coche y miente a sus padres, y los papás infumables, y la hermana intratable, y toda su capsulita existencial de familia cheta que vive en un departamento amplio de Barrio Norte, o sea, no, no, no pude, y además el muchacho no sabe actuar y me desesperó muchísimo. Pero las partes donde salen Luppi (papá del ciclista, quien termina yendo al juicio oral con la foto de su hijo colgada del cuello, al estilo de las madres de desaparecidos) y Sbaraglia (ventrílocuo padre de familia/clase media baja/tipazo, que minutos antes, casualmente, había atropellado la bici del ciclista y a quien acusan injustamente de matarlo) salvan enormemente la película, desbordan los límites de la imagen con su presencia actoral, con lo cual elaboré una analogía que tal vez puede derribarse con facilidad (ahí dirán): que la actuación es como la prosa o el estilo de las películas (o la tevé); una muy intensa, interesante, elevada, trasciende la obra que la contiene.
(pero es un símil idiota porque la estructura de la literatura es el lenguaje mismo y pues no).
Vi Obvious child, “dramedy” “indie” de Jenny Slate, quien me encanta. Un personaje lee The Savage Detectives. Feminismo waspy aunque sea judía. Aborto. Gaby Hoffman. Experiencia de las mujeres (me interesa, por supuesto que me interesa). Me reí bastante.
Vi Appropriate behaviour, opera prima de la cineasta de origen iraní Desiree Akhavan y ME ENCANTÓ. Es cierto que existe un vacío de representación mediática de la experiencia de las mujeres bisexuales “hoy” (no se guarda el “es sólo una fase”) pero me gustó mucho por otras cosas: es chistosa y es ojete y no tiene piedad con su propia protagonista, muy al estilo de Girls (Desiree aparece en un par de episodios de la última temporada: es la compañera malvada de la maestría de escritura creativa, y además es muy bella, tiene una mirada hipnótica, penetrante).
Vi The Two Faces of January, basada en una novela de Patricia Highsmith, con Oscar Isaac (mi razón elemental, confieso) y Viggo Mortensen y Kirsten Dunst, y transcurre en Atenas y quizá es que yo extrañaba algo muy English Patient, muy The Sheltering Sky, gringos en parajes exóticos, y enredos, y años cuarenta. Calificación: REBUENA.
Alguien puso en Twitter que Another woman estaba en Netflix y entonces fui y la vi. Una de las grandes de Woody Allen, con mi hermosa Mia Farrow cuando ambos todavía se amaban, y la bellísima Gena Rowlands; de 1988, otoñal e intelectual, con tantos temas que me dejaron pensando (you and your life of the mind!) y sí, creo que lloré un poquitín.
-Ahora escribo un mes después, para ponerme al día-.
Otras que he visto en BAMA cine: Melancholia (ya consignada) (gran lectura al respecto) y, ayer, la última de Polanski (que me dio, pese a todo, ay, una de mi top personal, Rosemary’s Baby): La Vénus à la fourrure, y que resultó otro gran comentario sobre la actuación, el teatro y la magia, y además deliciosamente perversa, erótica, con buena comprensión de las dinámicas de poder entre hombres y mujeres, y Mathieu Amalric que me fascina, con labial rojo y tacones, y muchas risas.
Volví a ver, por gusto y para escribir este comentario en La Tempestad online, Clouds of Sils Maria, que es tan buena. Y de paso, también, al respecto, vi Rendez-Vous, Juliette Binoche joven actriz:
https://youtu.be/tk8yMT4ioWk
Con J, acá, vimos A girl walks home alone at night, de otra bella iraní debutante, Ana Lily Amirpour, y me gustó muchísimo, y el documental de Tig Notaro, Tig (muchas veces escuché en mi iPod su stand-up del cáncer y reía y lloraba).
Esto es un poco vergonzoso pero: resulta que yo nunca vi Parent Trap. Y la vimos. Y, ay, qué tristeza ver a la niñita Lindsay Lohan. Pero no abundemos.
Me parece que eso es todo.
He visto o estoy viendo lo siguiente de televisión: segunda temporada de Twin Peaks, primera temporada de Club de Cuervos (¡cómo me reí!), tercera temporada de Orange is the new black, segunda temporada de BoJack Horseman, primera temporada de Wet Hot American Summer: First Day of Camp y: segunda temporada de A young doctor’s notebook, que es muy cruel, opone a Jon Hamm y Daniel Radcliffe (son el mismo doctor moscovita), y transcurre en páramos siberianos entre 1917 y 1933.
(he visto un chingo de tele: no me enorgullezco)
(teatro) Vi un show con los hermanos Sbaraglia en Palermo (Leonardo es HERMOSO), Escenas de la vida conyugal con Darín y Érica Rivas, y una llamada Madre sólo hay una. Pero francamente ya me cansé de escribir y quien hipotéticamente lea seguramente también. Adiós.
Elaboración entre pendejo, cabrón y nuevas formas de insultar a malos conductores (forro entre ellas, la concha de tu madre otra).
Pinche güey.
¡No mames! ¡Mamón! Mamando, mamó, se la mamó.
La neta. La neta es la neta. La verdad es la neta.
Y el ahorita. Mi compañero más divertido no se había burlado del ahorita. Y mi hermana: entonces cómo dicen algo que será ya, ahorita.
Reencuentro. También con el lenguaje, que volvió a mexicanizarse (achilangarse, en parte). Bajo techo. Buenos Aires no dejó de llover. Salir y frío, frío hijo de tu puta madre. Suerte culinaria. Sueños muy nítidos en aquel piso 13. Y el amor. Y otras cosas.
Llegué del aeropuerto y me puse a leer, otra vez, pero como con lupa, sin distancias, el diario de Ana Frank. Por la mañana, el de Virginia Woolf. Porque los diarios, ahorita, ocupan mi mente, mis proyectos. Pero además no quería pensar en la tristeza infinita de la despedida.
Ahora está tan soleado, ¿por qué? Siento que soy otra. Otra vez cambié. Y ya solamente pienso y planeo la estadía próxima en México. ¿Y aquí qué poner? (Verónica Murguía: SOS). Sí duele. No deja de doler.
Está muy bien escribir. Está muy bien pronunciarse. Está muy bien citar a pensadores franceses y apelar al cuerpo en la plaza pública y a la resistencia y a la solidaridad. Está muy bien. Pero eso qué. Vamos a seguir. A seguir qué. Resistiendo. Pero cómo, dónde. No nos van a callar. Pues sorpresa: sí. Sí nos van a callar. Sí somos desechables, sí somos los puppen. Pero no. Mi sensibilidad es otra: no cinismo, no derrota. Aunque, ahora, no puedo articular nada (pero sí lo hago, fragmentaria e irresponsablemente). No puedo traducir en palabras. ¿Traducir qué? ¿Y quién nos va a leer? ¿Qué vamos a decir, además de lo que ya se dijo? El silencio sería más digno pero también es indigno. Un detalle, nada más. Yo le temo a la tortura. La palabra misma me produce escalofríos. Tortura. Con señas de tortura, dicen las notas. ¿Qué tortura? La tortura es tanto, puede ser tanto. Tengo dos ideas anteriores, infantiles: una visita al museo de la Santa Inquisición en Santo Domingo, donde me enteré de formas de tortura que hubiera preferido no saber. Me arrepiento. Información que no requería. Imaginación que no requería. La otra es un fragmento de Casino Royale, la novela de Ian Fleming (descendamos, descendamos al infierno de la trivialidad): “Bond cerró los ojos y esperó el próximo golpe. Sabía que el principio es lo peor de la tortura. Hay una parábola de agonía. El dolor va en aumento, llega a la cima y luego los nervios se embotan y reaccionan cada vez menos, hasta la inconsciencia y muerte. Todo lo que podía hacer era rogar por alcanzar pronto la cima, rogar para que su espíritu resistiese hasta ese instante y aceptar después la cuesta final, hasta perder el conocimiento. Había sido informado por colegas que habían sobrevivido a torturas de los alemanes y japoneses, que hacia el final se experimentaba un maravilloso periodo de calor y languidez que guiaba a una especie de crepúsculo sensual, donde el dolor se convertía en placer y donde el odio y temor de los torturadores se tornaba en gozo de los torturados. Sabía que se requería una gran fuerza de voluntad para no dejar traslucir este estado de ánimo. Tan pronto como el torturador entrara en sospecha, lo mataría de una vez, evitándose así más molestias, o dejaría que volviera a recobrarse lo suficiente como para que sus nervios regresaran a la primera etapa de la parábola. Luego empezaría de nuevo”.
Pero yo no creo esto. Yo creo que es el infierno y ya, sin más. No hay sentido posible y eso es lo que rebela. ¿Y este pensamiento, este machaconeo, de qué sirve? ¿Lo elevado es lo que sirve? No ofrezcamos propuestas (o quizás sí: radicalizar nuestros afectos, cambiar nuestra experiencia inmediata) (sé que no lo voy a hacer, inútil ofrecerlo). ¿Qué unirá a las multitudes? ¿Qué nos rebelará? Lo que temo más, para mí, para los que quiero, es la tortura. Y la siento cerca, rascando el techo, en un departamento de la Narvarte, a cuadras de casa. Este desahogo -compartirlo, sostenerlo en un espacio ínfimo de autonomía- tampoco aporta nada. Es, peor, la postergación de otra cosa que sí debo escribir, que no será útil tampoco, que será borrado también. Ah, el horror. Un horror estruendoso con el volumen hasta abajo.
El misterio no deja de suceder. Perdí mi pluma. Una pluma fantástica, una Sabonis atómica. La perdí en una banca de la plaza San Martín, después de apuntar un par de cosas. Me fui al café y ahí ya no estaba. Luego volví a la banca y nada. La última vez que fue vista en mi mano atardecía. Anochecía, más bien. Eran las seis, seis y diez. Luz crepuscular. Momento preferido del día, desde siempre. Los instantes en que todavía se puede ver sin luz eléctrica, pero las cosas van perdiendo color, los árboles se vuelven negro sólido, los rasgos de las personas se desdibujan. Hay siempre misterio en esa hora. Yo escuchaba los temas de Hans Zimmer de Inception. El último, de hecho: Time. Y ese fragmento se recortaba de la cotidianidad de la vida, de la ordinariez de la vida, porque todo a su alrededor encerraba un enigma. Frente al reloj estaba parado un muchacho. Yo pensé que estaba vigilando a un niño jugando en la bardita. Pero no había niños. Y él continuaba parado. Se movía poco, tampoco era un soldado. Y miraba al frente, tal vez al reloj pero tal vez no. Traía una sudadera gris, piel morena, expresión contrariada. Desde que hubo luz hasta que ya no él siguió parado. El misterio no deja de suceder.
Qué semanas. Y apenas ayer volví a salir. A perderme en la multitud. La mujer de la multitud. La soledad no prevista. Extraño a J y a mi familia y a mis amigos. Lo único que nos acerca, durante la crisis, es un aparato. Y todo está mediado por este aparato, en chats, en video, en mensajes de voz, en mails, por teléfono (en una cabina de kiosco porteño, en la intimidad de la cabinita, mi cara descompuesta reflejada en un espejo intruso). Lo que falta es la presencia, el cuerpo, el consuelo de las miradas, el tacto, sobre todo el tacto. En fin. Después: el frío. Un julio invernal. Me hace pensar en el infierno blanco. El sitio perdido, vacío. Un invierno sin Navidad. Sin los vuelcos emocionales de Navidad, los prontos espontáneos, las determinaciones renuentes, que al menos a mí me dejan demasiado débil para afrontar el frío y triste enero. Sin eso, que no sé si prefiera pero es lo único que conozco, para instalarse -este invierno- en una franja de meses despojada de acontecimientos, un junio julio agosto sin incidentes, sin fechas significativas, sin el calor de la reunión, el alcohol y la comida, que al fin y al cabo para eso se inventó la Navidad. Un invierno, pues, a lo güey.
(pero yo sí tengo un día de reyes, una magia de Navidad, una ilusión próxima).
No lo he sufrido tanto, aunque soy muy friolenta, porque en espacios interiores siempre hay alguna calefacción. El problema es la barrera que puso entre la calle y yo. Las caminatas se acortan. Ya no me pierdo en la multitud.
Una tarde me armé una salida muy calculada: iría a la clase de yoga en la ONG, en Tribunales, y al salir caminaría rápidamente para llegar a la última función de Melancholia, que pusieron unos días en el BAMA cine durante un ciclo de Lars von Trier. Cuando estuvo en cartelera nunca la vi, después la fuimos evitando, un poco a instancias de J, y luego en soledad nunca me sentí con la “disposición mental”. Fui a la clase. Me ayudó para mis múltiples dolores lumbares, musculares, las muñecas inflamadas. Aunque en esa zona las calles son una perfecta cuadrícula, o quizás por ello, al salir tomé una derecha que tendría que haber sido izquierda y me perdí muy cabrón. Era ya de noche y las vueltas en círculo se hacían más desesperantes por lo cerca y sencillo de mi destino; recorrí desorientada calles repletas de negocios y negocitos, que aquí están atomizados, cosa que me encanta, me recuerda a Polo o al D.F. de hace muchos años: papelerías, sastrerías, confiterías, tiendas de ropa interior, tiendas de medias y calcetines, tiendas de abrigos y prendas de piel de chinchilla, tiendas de lámparas, librerías (varias) y heladerías (muchas). Finalmente pregunté en una verdulería la dirección del Obelisco y pude ubicarme. Ni siquiera vi mi reloj, daba por hecho que tendría ya unos veinte minutos de retraso. Dije ni modo. Si es por mi propia culpa no me pongo Alvy Singer. Pensé: le entenderé aunque me pierda los primeros veinte minutos, después los veré por internet. Llegué al cine, pagué el boleto, entré al baño, bajé al sótano, el chico me abrió la puerta de la sala, di un paso adentro, a una sala a la mitad de su capacidad, y la cortinilla del BAMA cine se iba desvaneciendo a negros. Llegué justo. Me metí a la última fila surfeando entre dos parejas con las piernas recogidas y llegué a la última butaca, contra la pared, con mi bufanda de cojín. Ah, satisfacción pura. No me perdí ni un segundo. Y, Alá, qué terrible habría sido. Melancholia es esa primera secuencia. Turbadora. Wagner (lo wagneriano, lo alemán, el rostro germánico, pomuloso, endurecido de Kirrrsten Dunst), Tristán e Isolda, escenas posteriores representadas alegóricamente; la Ofelia, la pesadilla del pasto acuoso, que traga; el inquietante cuadro con tres astros:
Un cuerpo tan oprimido por el dolor -un dolor que parece condensar el fin de la humanidad- que no puede ni levantar la pierna para entrar a la tina. La edénica escena de la limusina. El gris y lo oscuro graduales. Los valores de occidente. En fin. Qué gran obra. Cuánto para pensar. Pensar lo que es difícil pensar.
Por esos días leí Darkness visible: a memoir of madness de William Styron. Su descenso a la depresión. Al borde de otro cuadro. En el hoyo, por el accidente de mi papá, por lo que se desprende, por lo que obliga a meditar, por lo otro que pensaba y sentía, por el frío, por el infierno blanco, por el limitado contacto humano, por los dolores musculares… Consumí, para resistir, mucha cafeína y azúcares.
¿Sigue ese letrero de ≈ Warning: Missing argument 2 for wpdb::prepare(), called in /home/dh_834xrj/laotraisla.com/wp-content/themes/chateau-2.0/functions.php on line 91 and defined in /home/dh_834xrj/laotraisla.com/wp-includes/wp-db.php on line 1209 en la esquina superior derecha de los posts? Será que actualicé la plataforma del WordPress recientemente. Una madrugada de la semana intenté arreglarlo, actualicé todos los plugins, borré cacharros que ya no se usan, actualizar, actualizar, nada, me armé del valor levreresco y de mi antigua afición al HTML, porque acabo de descubrir que empecé a bloguear en 2005, con lo cual este año se cumplen diez de alimentar este terrible vicio, semi-interrumpidos por mi temporada de Tumblr en 2011 y 2012, donde también emprendí un poco de blogging, ¡qué años, qué cosas pasaron!, y decidí adentrarme en la junga de internet, pues además de mis incipientes conocimientos de diseño web, siempre he sabido que todo puede lograrse si uno googlea lo que quiere hacer y se pone a leer y a rebuscar en medio de los foros rebosantes de turbonerds, entonces llegué a lugares como éste y éste, y seguí los pasos, y hasta consideré buscar entre todo el código la línea incorrecta, pero era de madrugada y claro que no, pero después sí lo hice, copié y pegué en una hoja de texto, no encontré nada de lo que decían los chavos de los foros, probé agregando mamadas como ésta a la plantilla: <a href=’https://profiles.wordpress.org/ini_set’ class=’mention’>@ini_set</a>(‘display_errors’, 0); cero éxito, ya había pasado una hora y pico, y pues a la chingada, que se arregle solo. Por eso pregunto si sigue ahí.
(antes de todos estos posts fuera de la programación, tengo uno a medio cocinar que es un auténtico tl;dr, donde enumero las películas, programas de tevé y escasas tres obras de teatro que he visto las últimas semanas: otro balazo en el pie, aleluya)
No estás entendiendo. No estás entendiendo la gravedad del asunto. Todo esto es un mal sueño. Una pared de siete mil kilómetros. Te engañas, te pintas una realidad achatada, deforme, un huequito de luz. Después la habitación se ilumina de golpe y eres capaz de ver. La dimensión del asunto. Quisiera poner detalles pero no. Mi dolor no se compara al suyo pero mientras más lo sienta, más lo siento. Esto no tiene sentido. Cómo entender lo que no se puede entender. Y en todo hay símbolos pero quisiera que no o no lograr verlos o no insistir con que ahí están. Al infierno y de regreso. “Lo que no cesa de doler, sólo eso queda en la memoria – Lo que realmente subleva ante el sufrimiento no es el sufrimiento en sí sino su carácter absurdo”, copié en un cuaderno.
Otra vez el blog se me complica. Pero a la vez tira de mí, me atrae, porque debo recordarme que pasan cosas dignas de ser fijadas, que su valor es personal, que es un archivo, que sólo mi nombre queda arrastrado en sus fangos, que es un consuelo. No me ayuda verme obligada a pensar más seriamente en la exhibición de la intimidad en internet y en las narrativas del yo y en el diario éxtimo y, de paso, reconocer y renegar de mi narcisismo. Esta entrada es un sándwich, un emparedado con la carne en medio. Pero justamente acabo de leer a Augusto Mendoza alias Chidoguan ¡y qué bien! Además de recuperar el ejercicio del texto arbitrario y reinyectarle lo gracioso a “lo gay”, con el tema Katchadjian rinde homenaje al autor que ora sí, cual República de las Letras, con su doble posición en la tradición nacional y la internacional, es el -ah, ah, es terrible esto que escribiré- Borges mexicano: Juan Rulfo (cfr. “¡Diles que no me abduzcan!, reescritura en clave de ópera galáctica de “¡Diles que no me maten!”). Pero cuando llegué al texto de la muerte de su padre sentí mucho dolor. Y compañía. Y que los blogs viven, todavía. Me recuerdo, por no dejar, que lo personal es político y que estoy acá lejos de todos mis lazos afectivos y que es más fácil contarlo por aquí que a cada uno. Dejaré el bloque de texto, el párrafo enorme. Pasa que el viernes atropellaron a mi papá. Y yo me enteré hasta el sábado, tarde, al despertarme y encontrar un mensaje largo de mi hermano, colmado de tranquilizaciones y consuelos, asegurándome que ya está fuera de peligro y todo va bien. No ahondemos. La impotencia de la distancia y la soledad. Y todo lo que hay detrás. El dolor de conocer los detalles e imaginar, una y otra vez, el dolor de mi papá, la escena, la trágica escena, la ambulancia, la pérdida de la conciencia, el sufrimiento físico, el miedo. Y además lo otro, lo indecible. Para cuando yo me enteré había ya oportunidad de hablar con él mismo por teléfono y hasta de escucharlo hacer sus bromas de siempre, que tras la cirugía reconstructiva quedará como Brad Pitt, que todo de lo mejor, calmando como siempre, con su grandeza de espíritu, mi propio dolor. Pero no puedo dejar de imaginarlo, aunque no me dejan verlo; pienso en su rostro golpeado, con fracturas, y esta idea es la que me está triturando el alma en este momento por más que me tranquilicen y ayuden a distancia. Y el gran cuadro. Y mis reproches de mala hija, todas mis mezquindades. Los hechos concretos. No es la primera vez que lo atropellan: ahora, además de la mala suerte del momento y de un pésimo conductor, su distracción supina y su tendencia a andar de pata de perro, de no estarse quieto, de ser un vago, se suman y me ennegrecen la vida. Hubo, extrañamente, un “lado bueno”. Además el reencuentro de la familia, que tanto lo alegra; la cercanía con mi mamá (su, paradójicamente, tiempo vacacional, también), me pintan un panorama aparentemente benigno. Pero mi mente insiste en lo otro. Y creo que necesito verterlo acá para entenderlo un poco más. Porque fue una semana tan horrible, tan llena de ansiedad, con horarios de sueño terribles, y muchas pesadillas que fui apuntando: en todas estaba mi familia. Tuve un presentimiento. Pero el viernes, cuando pasó, fue un día extrañamente luminoso y saludable y místico, una salida de mis malos hábitos (con muchas recaídas, como lo prueba mi compulsivo y superfluo tuiteo durante la mañana y la madrugada), con una curiosa experiencia tranquilizadora: por fin había reunido la energía para ir a un estudio de yoga que había encontrado en Facebook. No anunciaba la ubicación exacta pero estaba en la bella calle Tres Sargentos. Es una peatonal tan pequeña que el carecer de número pensé que no haría diferencia: el letrero aparecería. Pero no apareció. Comí en un café muy lindo de por ahí, llamado Florian, y decidí ir por mi tarjeta de Ecobici, asunto que también había postergado, a la sede gubernamental de la Comuna 1, por Tribunales. Fui. Había pasado por ahí la noche anterior, pensando justamente lo diferente que se vería con gente, a la luz del día. Al llegar, resulta que hacía una hora ya no las daban. Salí, derrotada, y en la esquina de la calle Uruguay vi el letrero grande, providencial (entonces pensé) de YOGA. Entré. Un edificio de esos afrancesados, viejos, con escaleras que crujen y amplios salones con duela y ventanas de doble hoja hacia la calle. Era un centro cultural, especie de ONG. Sólo estaba la maestra, una señora llamada María que no le cobra al centro a modo de retribución. Su hijo y nuera viven en México, ella ha ido varias veces, incluso a Acapulco (tema reciente), a donde siempre quiso ir pero cuyo estado actual la entristeció mucho. Nos entendimos, de manera plácida. La clase empezaría enseguida. Por el feriado reciente, nadie se apareció. Tomé la clase yo sola. Necesitaba el yoga, de manera terapéutica, por la tensión, el síndrome del túnel carpiano, el cuello, la espalda, la postura malograda de pasar los días encorvada en el escritorio. El descubrimiento de este lugar, más barato que el otro, en una zona de la ciudad que me gusta, con esta misteriosa maestra de yoga llamada María, como María, me pusieron bien. Luego, trabajé. La ansiedad cedió. Pero el sábado desperté a esto. La materialización fantasmal de mi máximo temor en la vida. El temor que me hacía dudar de venir a Buenos Aires. La verdad de las cosas. De nuevo la situación de ser informada por mis hermanos, tardía o suavemente, de las cosas que pasan, de las tragedias y las cosas cabronas, como un reflejo de nuestra dinámica familiar de antaño: yo era la más chica, entre grandes. Creo que tomaron la decisión correcta, no avisar de inmediato al que está lejos y angustiarlo de más, pero de todos modos no dejo de lamentar haber pasado todo el viernes en la pendeja, no cooperar de modo alguno. Y el fin de semana volcada aquí, la comunicación con los míos por medio de aparatos, sin verlos, sin abrazarlos, sin volver al nido y a las bromas, que seguro ya las hay. Mi papá, indestructible. Hace un par de décadas casi se muere, de una infección extraña. He intentado regresar a lo que sentía, ¿qué pensaba, de unos ocho años, ante la posibilidad de su muerte? Es extraño no llegar al fondo del sentimiento, aunque quizá entonces hice una “operación psíquica consciente” de negación y autoengaño. Ahora todo es diferente. Las tragedias unen a las familias y eso es bueno pero es triste. Por la noche hablé con mi primo Bef, alguien que lo quiere y lee como yo, que vino a recordarme anécdotas y momentos aquí mismo, durante su visita a la feria del libro de Buenos Aires, como si mi papá, que no puede venir, hubiera viajado con él; además yo había querido hablar con él recientemente, los temas que quedaron en el tintero, una porción de la historia familiar que yo no conocía y que me relató, y otros asuntos y afectos compartidos. Aceptar, terminar de ver, que los nuestros envejecen. Lo intolerable. Después: la necesidad de volver al origen, de entender el sitio del que se proviene. La historia de la familia de mi papá está poblada de situaciones y personajes peculiares, y entre esa galería él no desluce como figura igualmente insólita. Como en tantas familias. ¿Y qué debo pensar de todo esto? ¿Cómo se lee un hecho así? Pudo ser peor (parecía peor, me confesó Bef) y sin embargo se salvó. Qué lo salvó, qué lo arrastró allí. ¿Cuál es el dibujo que busco ahora, el relato que intento contarme?
Salto de párrafo, total. Lo del Chapo. La estupefacción (no es asombro, no es indignación, no es ira, no es nada salvo estupefacción). Lo macro y lo micro. Las vidas privadas importan más que la trama histórica, pero se imbrican en ella. Entonces los chateos, las llamadas en Skype, los telefonazos a once pesos argentinos el minuto se vuelven insuficientes y requiero otra voz, cercana pero de otra manera. Había querido leer a Hebe Uhart desde que leí un perfil de ella en Anfibia y al llegar a Buenos Aires me encontré un libro suyo de cuentos, cuya compra pospuse. Este fin de semana se me apareció un par de veces y entendí que tenía que ir a buscarla. Como las montañas y una carretera, tenía la necesidad vital de leer cuentos. Y ahora que ya estoy leyendo uno de sus libros de cuentos (no debería, montañas de trabajo y de lecturas pendientes), y los maravillosos, extraños, felisbertescos y no, encantadores cuentos que se mencionan en su perfil y que se encuentran en línea (“El budín esponjoso”, “En la peluquería” y sobre todo, qué miedo, por el tema, por las plantas, por la visita en sueños de los que ya no están, “Guiando la hiedra”), me consuelo con esa luz. Por momentos. Después las lágrimas, otra vez. Y un frío de la chingada y la calefacción rota y mi papá, a quien operan hoy, y que pude perderlo aunque en realidad lo que permanece es el fantasma del temor y no sé muy bien cómo domarlo.
En una clase leímos “Un poquito tarada”, divertida novela de Dani Umpi, quien después terminó yendo a la clase misma, y todo genial y todo excelente, y por momentos me recordó, por la voz, a “La princesa del Palacio de Hierro”, de Sainz, novela que leí en la adolescencia y que logró absorberme, digan lo que digan y opinen lo que opinen. Pero en realidad lo que quería era dejar fijada una frase que aparece en la novela de Umpi:
No quiero ser sarcástica ni hacerme la irónica como una treintona que escribe blogs.
**tengo esta entrada congelada desde hace días: ahí está el problema de no darle publicar de inmediato, si dejas que el tiempo pase cada vez tiene menos caso, pero tiene vigencia, creo que tiene vigencia con mis actuales sentimientos y pensamientos.**
El asunto es que hace mucho tiempo que internet no cambia. Hace mucho que internet es lo mismo. ¿Qué novedades hay en mi vida virtual? Nada. Twitter. Facebook. Instagram. Mi blog. YouTube, bastante, sobre todo desde que mi biblioteca iTunes quedó semivacía. No siempre conecto el iPod. Y cuando lo conecto todo se despelota. Y no pago Spotify. Y quitaron la estación que escuchaba en radio iTunes (aunque recientemente encontré otra, regiomontana). Mucho YouTube entonces, las mismas 75-100 canciones desde hace unos meses. O ruidos de lluvia. O nueve horas de música clásica variada. O un silencio sideral interrumpido por anuncios de desodorantes, candidatos electorales, coches, alimentos y servicios. Una creciente dependencia a Dropbox. Pero sin quejas: un gran sitio, un gran servicio. Y las páginas y las lecturas y los sitios de siempre, pero eso es contenido, lectura, etcétera, y no cuenta en esto, o es tema de una discusión muy diferente. Los espacios de convivencia: desgastados. Twitter: la charla al pie del garrafón virtual. Pero no más. El yo público, el yo privado. La disolución. No hay novedades, no hay redes sociales nuevas. O si las hay producen mucha hueva. No se fortalecen redes o se fortalecen a medias. Los nuevos conocidos se vuelven decoración virtual. Cualquier proyecto de escritura es un grito al vacío. No hay orden, no hay dirección. Pero tenemos Netflix y tenemos Kickass Torrents y Eztv y sabemos colocar nuestros propios subtítulos, graciasadios. Incluso esto es anacrónico. Los mails no, por suerte. Los mensajes largos. El aspecto epistolar. Todo lo demás es lo mismo, sigue siendo lo mismo, no deja de ser lo mismo.
PERO DE PRONTO una foto tomada en 2005 ó 2006 llega a mis ojos, más bien a mi ventana, más bien a mi pestaña, más bien a una de mis pestañas, sin buscarla: salgo yo, por supuesto, porque todo esto se trata sobre una, sobre el yo, entonces salgo yo, tirada en la cama, dando la espalda a la cámara; Fanny está sentada en un extremo; un tercio de cuerpo de Vero en el otro; sobre la cama: una cajetilla de Marlboro (blancos), dos controles de la tele, lo que parece basurilla de Doritos y chocolates Hershey’s, una bolsa vacía de Farmacias del Ahorro, el empaque de un DVD pirata; en mi buró: dos considerables torres de libros (no se alcanza a reconocer ninguno), con mi celular Motorola de tapita en la cima, un paquete de Prismacolor de 48, dos discos sin envoltura, ¡un diskette 3.5! (debe ser broma, creo que no, que en la facultad todavía las computadoras los aceptaban), un folder rojo, un folder beige, un disco ¡trilladamente de Interpol! Después tenemos mi silla gris de rueditas, que me lastimaba la espalda. Después mi librero, con libros que sí reconozco pero invadido de objetos ajenos a lo libresco: una vela azul (semiderretida); una Lisa Simpson de peluche, del tamaño de un libro; una cajita de plástico azul semitransparente que simula un contenedor de basura y en el que yo ponía post-its y ¡diskettes 3.5!; un rodillo de hilo, color café; una taza de Halloween de la que sobresale un collar de plástico, corrientísimo, tipo Mardi Gras; un alhajero de plástico negro con flores rojas, horrible, de cuyos cajoncitos parecen salir papeles; una especie de pinza de ropa gigantesca, transparente, que funcionaba de pisapapeles; una engrapadora color vómito, directamente salida de una oficina de 1972. De un lado del librero cuelga una bolsa que tenía, de plástico azul, negro y blanco. Y encima de los libros de hasta arriba hay como un retrato sin vidrio, creo que tiene una hoja arrancada de revista con Bart Simpson bebé, encuerado, persiguiendo el billetito de la portada del Nevermind. Después, vergonzosamente, tenemos la esquina del cuarto: una torre inmensa de periódicos. Muchos periódicos. Muchos. Y el único que se alcanza a ver, hasta arriba, es El Corregidor, donde hice mis prácticas profesionales. La pila de periódicos da una nota deprimente al conjunto. También se alcanza a ver una mochila negra en el piso, que no es mía. La cama de barrotes blancos. La horrible colcha de flores verdes y rojas con fondo amarillo. Y, sobre todo, por la forma en la que estoy tirada ahí, como durmiendo (tal vez estaba durmiendo), aquel pantalón de mezclilla despintado de los muslos y las pompas, horrible, que yo usaba entonces contra mi buen juicio. Eso, en resumen. Un instante capturado, que me permite habitar nuevamente el momento y, de paso, recuperar objetos de “mi” propiedad. Salvo los libros que conservo, todo se lo ha tragado la corriente del desecho.
A veces recuerdo objetos que tenía pero luego de mucho no pensar en ellos. Y otros procuro mantenerlos presentes continuamente, como una bolsita para los lápices que tenía en primero de primaria, transparente, de cierre rosa y con el dibujo de unas palmeras. Los objetos de la foto estaban perdidos, aunque el alhajero feo apareció en mi mente esos días, no sé si antes o después de mirar la foto.
Un fantasmita de internet. Hay demasiadas pistas diseminadas, recordatorios y pruebas de yos anteriores, más jóvenes y tontos, o más candorosos y esperanzados, que si horrendamente están a la disposición de otros, más inquietantemente lo están para uno mismo.
(sigo pensando en Levrero y su saga contra la computadora: el servicio de Antel, el Netscape, los minutos de internet para calcular la cuenta, sus programitas en Visual Basic, los truquitos que se aprendía y practicaba e instalaba, la Encarta, el Windows 95 y el advenimiento del 98, el Word 2000, los thumbnails de las imágenes eróticas, la virtud e inteligencia de almacenar sus correos, los devaneos en Paint -las aventuras del ratón Mouse-, los marcos y los macros y los juegos monótonos. Con el Diario de la beca nos ha dejado una fotografía del internet rudimentario de los primeros dosmiles, de aquel vacío todavía cerrado, de una forma de relacionarse con la computadora que muchos recordamos: ese aparato con posibilidades para el ocio repetitivo, que siempre encarna un misterio y un enemigo a vencer. De alguna manera yo quiero recuperar mis internets pasados, mis sufrimientos cibernéticos pasados, reconstruir la pista de mis andanzas virtuales, pero no sé para qué).
Luego está la cuestión de las dobles, que se me ha aparecido últimamente con más fuerza (hasta una profesora creyó tener un encuentro conmigo en un evento) (o entro a un café y ahí, en la esquina, me miro sentada en el futuro) (o soy testigo de las vidas de dos primas hermanas, a las que me parezco mucho, a través de sus fotos de Facebook: sus vidas muy diferentes entre sí, en dos extremos, y también en un extremo de la mía), y que se duplica en mi vida virtual: como mi “handle” de Twitter es un “first name” (whaaa), resulto arrobada (en un sentido no feliz) diariamente. Uno reciente: “Amen amen amen amen amen amen @dios@lilian“. Soy increpada por media Venezuela, que siempre me hace llegar sus mensajes a Lilian Tintori. O por los televidentes de un noticiero de Kenia, que conduce Lilian Muli. O por los fans de Lilian García, ícono miemense. Y por los conocidos de otras Lilians en otros lados del mundo. Una señora de Islas Canarias: “la pequeña duende de @Lilian”.
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Ya no he pensado tanto en esto. Además hay muchos temas aparte que me gustaría “tocar” en el presente blog. Hay otro aspecto miserable, molesto, sobre internet, que acá no entra. Terminemos acá para tratar más cotidianidad y presente puro en la siguiente ocasión.
Necesito tomar un autobús. Necesito una carretera. Necesito la sensación de traslado.
Yo nada más aparecí aquí. Dónde queda el sentido -el dolor, el sacrificio- del viaje. DÓNDE.
(he tenido un cierto deseo de ir a Rosario, pero el boleto de autobús a Rosario sale lo mismo que el buquebús a Colonia, Uruguay: mejor ir a Uruguay)
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Extraño las tortillas de maíz. Extraño el sabor -¡y la consistencia!- de los nopales. Extraño las salsas. Todas las salsas. La verde que es mi favorita (pero más la verde cruda, que allá también era una rareza), la tatemada, la de chile de árbol, la roja con cilantro, ideal para tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos. De todo. Los dorados de mi mamá, con queso y crema de Polo. Los dorados rellenos de barbacoa en salsa verde. Con queso y crema de Polo. El queso y la crema de Polo. Las tortillas de harina gigantescas de Polo. La comida de mi mamá. Toda la comida de mi mamá. Pero sobre todo a mi mamá. Extraño los frijoles. No he encontrado frijoles. Encontré aluvias, las aluvias no son frijoles. Necesito frijoles, tampoco hay para cocinarlos, aunque me tarde un día entero. Refritos, enteros, negros. Negros con puerco, arroz blanco y pico de gallo: mi platillo favorito. Moros con cristianos. O colorados. Recién salidos de la olla: con caldito y queso de Polo. Refritos con longaniza. En una telera. De Polo. A Polo. Una torta de aguacate con queso de Polo. Ay, el terruño: lo que tenemos es nuestro queso, nuestros productos lácteos, no más. Extraño un champurrado, un tamal, una torta de tamal. Cualquier producto de maíz: gorditas, sopes, huaraches, tlacoyos. Una quesadilla de flor de calabaza. Extraño esos tacos chilangos campechanos -con cecina y longaniza, con chicharrón o bistec- con papitas fritas encima. Y una salsa poderosa. Con sal y limón. Al limón verde le llaman acá limón sutil. O lima. Y a la lima le llaman limón. Como los gringos. Extraño la comida de la fonda a la que íbamos religiosamente los de la oficina. Sus salsas, sublimes. Grasoso todo, sí: y qué. Su sopa de nopal. Su sopa de tortilla. Sus enfrijoladas con pico de gallo. Sus enchiladas verdes o rojas o de mole. Sus tortitas de huauzontle: trabajo artesanal desmenuzarlas. Sus albóndigas con un huevo cocido adentro. El plátano macho relleno de queso, frito. Los jueves de arrachera. ¡Ay! Extraño algo que hace mucho tiempo no comía ni siquiera allá: los quelites. En un taco. Con: sí, crema de Polo. Vaporoso. Las espinacas no le llegan. Pero los nabos no, demasiado amargos. Lentejas con plátano. Tamales de dulce. Ya sólo enumero, caigo en la nostalgia de alimentos de la infancia. Ay, no digamos unos chilaquiles con huevo estrellado (también causa gracia eso: el huevo estrellado). Una concha. Pero sin cajeta (los argentinos ríen). Una concha, sí, fantaseo con la costra dulce, arenosa, de vainilla. Y claro, más lugares comunes: el pozole de mi mamá, unos esquites con mayonesa y chile del que pica, unas papas de carrito con salsa Valentina. Se me antojan los mangos y las jícamas. Un coctel de camarón con aguacate y catsup. Una tostada de ceviche. Una tostada de atún con poro frito. Una michelada en un vaso grande con el borde escarchado. Un litro de agua de horchata de avena.
Pero yo cocino. Yo cocino e intento salir adelante.
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Tanto Darío, tanto Darío últimamente, que ya me dieron ganas, también, de torcerle el cuello al cisne.
Necesitaba llorar. Tenía las ganas, las ganas estaban ahí, pero como un estornudo malogrado, las lágrimas no brotaban. Recordé la catarsis de hace unos meses al ver Plata Quemada. Cristo santo, cómo lloré. Cómo lloré con ese final. Con ese amor. Todo aquello que empezaba a acumularse, que molestaba sin manifestarse, que yo sabía que tenía que ser expulsado pero me resistía a hacerlo, fue sublimado con ese llanto despiadado. Yo necesitaba llorar. Con una película, para más fácil. Pero no llorar como con Dancer in the dark sino más bien como con The English Patient. ¿Pero cuál? Qué difícil escoger para llorar. No pueden ser lágrimas baratas, no puede ser una historia de cáncer o de guerra o de pérdida de ser amado. Revisión concienzuda de Netflix. Nada. Hasta Google. Finalmente una sugerencia, que se concatenaba con las apariciones recientes de Oliver Sacks y sobre todo de esa novela, Awakenings. La bajé. No la terminé. Pero lloré. Lloré con aquellos despertares, tímidamente. Regresé a Levrero y a la Novela luminosa, la que me había despertado el cosquilleo del llanto, y entonces empecé a llorar, a llorar de a deveras, con suspiros prolongados y lágrimas gruesas que me empaparon la cara y me aguadaron la nariz. Yo no puedo. No dejo de pensar esto: a tres o cuatro años de morir, en la lucha constante consigo mismo, en la postergación de su mejor yo, en la esperanza de cambiar sus horarios de sueño y sus malos hábitos y no enajenarse en la computadora y en sus juegos de Golf y de Free Cell y en sus almacenamientos de imágenes eróticas y en la nostalgia por Chl, y con todo lo que falta: limpiar la computadora y el disco duro y los discos zip y la pila de trastes y sus muchas dolencias, ¿y para qué, si habría de morir tan pronto? Maldito Levrero. ¿Qué me has hecho? Pienso en ti como pienso en mi papá y en lo imposible que es para mí leer sus poemas -porque él escribe poemas, que cuelga religiosamente en Facebook- y en cómo suelo sufrir a la distancia y no encarar las cosas y admitir que quizás me he pasado en mi dosis autorrecetada de soledad y que empiezo a sentir eso que, después, él llama “periodo de centrifugación”, en que “algo intangible aleja a la gente de mí”, a diferencia de los periodos de “centripetación” en que ocurre lo opuesto, “se me pega todo el mundo y no doy abasto para recibir gente”, que, ingenua y egoístamente, ya me tenían un poco fastidiada en México, ver a tantos y tan seguido, y ay, sentirme querida, y no, yo no, yo quería lo otro, yo quería estar conmigo misma, a solas, y lo he logrado, y me ha gustado demasiado, y me he instalado en esta mismidad, y me ha costado o no he querido salir de aquí para encontrarme con el otro, menos con los que más quiero, con quienes sueño todas, absolutamente todas las noches. Por eso necesitaba llorar. Después de aquel llanto, en medio de un insomnio atroz producto de un café que me tomé muy tarde, escribí con letras que se arrastraban sobre el papel, en mi cuaderno “oficial”, en el que he escrito poco y más bien relatos de sueño, pues las entradas diarísticas están repartidas en otros cuadernos, con otros fines, porque así suelo hacer, diseminar la escritura, no dejarla atada a un espacio, y entonces escribí, pues, con letra fea y arrastrada, y emergieron aquellas cosas, otra vez, que yo sabía pero que me negaba a mí misma y que al mismo tiempo no me servían de nada, saberlas no me sirve de nada. ¡Cuánta gente me desagrada, cuántos sentimientos odiosos albergo! Y la infancia, las heridas de la infancia, las neurosis del abandono o de una peculiar forma de exclusión. Pero la semana pasada entré a un café en Suipacha y Corrientes, un café angosto, como un chorizo, con espejos en ambas paredes, de modo que daba la sensación incómoda del infinito; yo me puse frente a la puerta, para no tener que verme ni sentirme multiplicada hasta el infinito, y empecé a leer, mientras tomaba mi café y comía mi medialuna, esa novela de Luisa Valenzuela que tanto trabajo me costó encontrar, El gato eficaz, y el segundo párrafo que pasó por mis ojos decía: “Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes aunque todo suceda y la Argentina arda”. Yo creo en el misterio y en la magia. Pienso a menudo en el espíritu afín, y en aquella cosa sobre la literatura que siempre me digo, que permite hacer más vivible lo invivible, y en aquella frase tan bella que la sabia Gaby Damián dijo en una lectura hace un año, hace un año justamente, en mayo (lo escribí en mi cuaderno de los tulipanes): “Me gusta mucho la idea de tender puentes con personas que ya no están. El libro es un médium y nos trae las voces de los muertos”. ¿Pero por qué? ¿Por qué tiene que ser la voz de alguien que ya no puedo abrazar, porque eso me inspira, ganas de abrazarlo? ¿Por qué no hay forma de decirle: sí, dos personas como tú y como Chl se encontrarán en un boliche del mundo, aquí mismo en Buenos Aires, y hablarán de ti de esa forma? (“Ojalá después de que yo me muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma”). Ahora no he podido dejar de llorar. Sobre todo cada que pienso, y releo, porque la releo como si fuera algo que, más que memorizarse, ameritara releerse, esa frase: “De todos modos hoy tengo la clara impresión de que ya nadie me ama”.
Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:
Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.
Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).
Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.
(lapso de sequía fílmica)
Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.
Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).
¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.
Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.
Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.
Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?
Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.
A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.
Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:
Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.
Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.
Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.
Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.
Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.
A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.
Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.
En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.
En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.
Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.
Tengo café. Tengo café. Pero al principio no tenía café. Aún ahora, ¿tengo café? Tengo uso de una cafetera. Tengo unos cuantos gramos de café. ¿Pero tengo solucionado, de verdad, mi abastecimiento de café? No, claro que no. Eso nunca es posible. El café siempre faltará. El café disponible a todas horas es una entelequia. Digamos que, por ahora, tengo café. Estoy salvada (pero, ¿por cuánto tiempo?). Los primeros días fueron duros. Vivimos experiencias difíciles, algunos dirán: intolerables. Por ejemplo, café soluble. Café soluble que de entrada, desde el frasco, tenía azúcar. Luego, un saborcito raro en los cafés de los cafés. A veces. Culpo a una persona en específico por el desarrollo de esta idea: el café de mala calidad, por el agua y los granos. Luego: culturas del café distintas. Los tamaños discordantes. Americano en pocillo. Inexistencia de la leche deslactosada, a lo mucho: descremada. La omnipresencia del café con leche. La bomba gástrica del café con leche. La progresiva y definitiva elección del café doble en todo intercambio comercial. Café doble siempre. NEGRO. O está bien, con leche -descremada- apenas. Estas sutilezas tipográficas deben manifestarse en la voz, al pedirlo. Conocí el café en bolsita, en bolsita. Como un té que se hacía negro en la taza. Malo no. Extraño. Pero sólo por cómo se llegaba a él. No repetí. Tuve un Dolca después. No era el Dolca canela que protagonizó algunas anécdotas de mi carrera universitaria. Duró poco. Después me armé de valor y me hice de mi café y me aventuré a utilizar la cafetera que tengo disponible. Y entonces la luz, la felicidad ilusoria de una abastecimiento perpetuo de café. Pero luego, como escogí un tipo fuerte y también porque me complica repetir el asunto del filtro y el cálculo y el agua dos veces al día, pero sobre todo porque, a pesar de necesitarla, no deseo abusar de la cafeína, compré uno soluble. Para la taza segunda o la tercera. En apariencia, tengo café. Este pensamiento me guía y me ilumina y me da fuerzas.