Sueño septembrino

Que le falta asiduidad a esto. Sal. Carnita. O sea, que era graciosa. Juvenil, adolescente. Pueril, vamos. Pero antes, en tiempos pasados.

El domingo soñé que estaba en la selva, o en el mar, y había un río y sobre el río unas sillas voladoras, como de juego mecánico, en las que la gente se sentaba y se abrochaba un cinturón. Entonces yo me sentaba, sin abrocharme el cinturón, y un señor apretaba un botón o jalaba una palanca o en realidad no sé, sólo tengo la idea de que él accionaba el mecanismo, y las sillas daban vueltas, muchas vueltas; la sensación física del jalón era intensa, realista, y mientras iba en eso me daba cuenta de que tenía un bebé en el regazo, un bebé pequeñito, feo, rosado, con el pelo enmarañado pegado a la mollera, húmeda de tanto sudar y llorar, y entonces yo intentaba sujetarlo para que no se me cayera, pero el jaloneo era poderoso; yo no podía decirle al señor que se detuviera, de manera que agarraba al niño de la cabeza, como si fuera un pedazo de hule.

El bebé seguro era el que venía en el camión de Polo al DF. Un bebé llorón, un poquito feo, de pelo chinito y húmedo y pegado al cráneo rosado, al que su mamá envolvía y desenvolvía en una cobija violeta (lila, malva, purpúrea).

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Buenos Aires, otra vez

**5 de septiembre**

No acepto la idea. Too good to be true. No la acepto. Más hoy, que todo se formalizó. Que hay un papel, una firma, una cifra, un correo electrónico de emergencia.

Los días han tenido una incómoda cualidad de sueño. Despierto y me duermo, todo sigue igual o parecido, tengo incluso otros sueños, algunos extraños y otros cristalinos, y mientras tanto la idea va adquiriendo solidez, se hace más verdadera, empieza a ramificarse en posibilidades y cuestiones prácticas. Aquello soñado se vuelve realidad.

Durante el periodo de incertidumbre había otras cosas en las que pensaba. Un anuncio publicitario que veía siempre en un andén de metro Chapultepec y que me irritaba en extremo (ya lo quitaron). Era de salchichas Fud. Una familia fresa: la mamá, los dos hijos rubios, comiendo productos Fud, con la mirada fija en algo que no aparece en la foto pero que seguramente es la tele, capturados en un momento de suma naturalidad, a medio bocado, el cuerpo sin tensión, sin pose, hasta un gesto estúpido de pronto, el gesto del que mira embobado una pantalla, sobre todo en la mamá, una mujer atractiva de ojos verdes. Lo poco que se ve de la casa es que hay un sillón, una lámpara, unos libros, unas cortinas bonitas. Y arriba, sobre sus cabezas, con letras blancas, “nos encanta ayudarte a consentirlos”.

(Todo esto en el andén de metro Chapultepec, a las 6 pm en promedio, que es cuando indefectiblemente me encuentro ahí, en hora pico, después de tomar un camión en Palmas, mientras espero el tren hacia Balderas, donde  transbordo.)

Así que obviamente voy a despreciar esto.

Obviamente voy a tener mucho tiempo para ver el anuncio, día tras día, y pensar en él. El doble mensaje de hacer pasar por mimo un alimento de desecho (pero práctico) que es usado por madres solteras o madres que trabajan (quienes son las verdaderas interlocutoras: el anuncio estaba al final del andén, donde paran los vagones exclusivos de mujeres), y el de exhibir el privilegio como algo asequible, como algo común a todos.

Hay otra publicidad, pero del STC mismo, donde se anuncia con gran orgullo que en el metro viajan todos, que el metro es diverso. Y en la imagen se observa, al momento de salir de un vagón repleto, a una mujer indígena, a una mujer enana, a un chavo banda, a una embarazada, a otras personas. Lo diverso es, esencialmente, lo marginal. Lo marginal puebla el metro.

De todas formas, cuando yo veía el anuncio, sabía que algún día dejaría de hacer ese trayecto, pues tenía una esperanza, y detrás de ésta un plan, y éste, a su vez, había sido fraguado hace años. Que otras circunstancias, después, algún tiempo después, me permitirían adquirir nuevas condiciones de existencia.

Poseo la necesidad -o el sueño, ya no puede verse como otra cosa- de los que desean dedicarse a escribir. Y además la quería a ella. Por muchas razones intelectuales pero también por algunas sentimentales. Pues ahora es realidad. Ambas cosas. Estaré allá, en Buenos Aires, para pensar. Para estudiar. Para escribir. ¿Es acaso real? ¿Debo aceptarlo de buenas a primeras y alegrarme y pensar que bueno, que era lo justo? Esto de lograr salir del vagón anegado, al menos durante un par de años. Integrarme a uno de los últimos reductos de libertad intelectual (eso es, en mi actual fantasía, la academia, por lo menos una parte de ella). Irme, mientras todo acá continúa. Mientras la fuerza laboral, entre ellos mi papá, por ejemplo, continúa haciendo el largo, atiborrado, incómodo trayecto. Resulta que no, que no es sencillo. Entonces se vuelve como un sueño raro, una sensación discordante entre lo que asumo como realidad (la vigilia) y aquello que no puede ser posible (y que tampoco creo merecer, como siempre).

**19 de septiembre**

Pero ahora han pasado algunos días y muchas cosas en medio. Por ejemplo: fui a Hawaii. Pero por el trabajo, porque trabajo en una revista de viajes. Lo cual está muy bien, porque puedo viajar y además en condiciones inaccesibles para mi sueldo y lugar en el mundo. Pero eso terminará en unos meses.

(Hawaii fue espléndido. Me dejó con un vacío y un anhelo. Después escribiré de eso, existe la necesidad de fijarlo.)

La sensación de sueño se ha desvanecido un poco. Ahora mi cabeza está ocupada en otros temas. Todo sucede de repente. Se hacen patrones como de bordado.

El jueves 4 murió Cerati. En la oficina sabían que yo amaba a Cerati. Yo decía, con ligereza, pensando que no iba a pasar, que el día que él muriera yo no iba ir a trabajar. Y un compañero respondía que entonces iba suceder mientras estuviera en la oficina. Lo cual sucedió. Me encontraba relativamente concentrada, escribiendo un artículo sobre California (porque también fui a California, una semana, antes de lo de Hawaii). Una vez confirmada su muerte, me levanté de mi lugar y me encontré con una amiga frente al elevador, bajamos en silencio, nos pusimos debajo del techito de un edificio de Palmas, prendimos un cigarro y estuvimos ahí sin decirnos nada. Habíamos compartido tanto a Cerati, de tanta formas y siempre en relación a un sentimiento intenso o una emoción nueva y tal vez transitoria. Yo traía puestos los lentes de sol, que me protegían de la vergüenza de llorar. Después nos sentamos en un chipote de cemento y lloramos juntas, cada vez más abiertamente. Nos abrazamos. Nunca me había pasado algo similar. Ese duelo extraño. Solitario. Pero compartido.

Llegué a mi casa y me puse a llorar. Después me bañé y fui a una fiesta. No se habló de Cerati allí. Tomé un poco. Cuando regresé, venciendo el temor de volver a escucharlo, puse el último concierto de Soda (ni siquiera mi favorito, siempre lo preferí en solitario, su trabajo como solista, pero este concierto, con sus despedidas y sorpresas, quizá sea el documento más emotivo al respecto). Volví a llorar. Creo que fue Calamaro el que dijo que había llorado como un niño al enterarse, y sin saber esto aún, lloré otra vez como niña, con abandono, con absoluto abandono.

Aquel periodo de incertidumbre no se reducía a los tres meses antes de confirmar que me iría a Buenos Aires, sino que iba más atrás, mucho tiempo atrás, tal vez desde 2010. Pero mucho más intensamente desde hace un año. Que fue cuando empecé a escuchar la obra de Cerati con atención, con devoción. Era un refugio. Y la admiración, la maravilla ante el arte que no puede replicarse, el reconocimiento del artista que crea con talento, con medios, con perfectas condiciones, con eco múltiple. La escritura, las palabras, el idioma maleable. Buenos Aires. Su Buenos Aires. Ir ahora allá, cuando no esté más. La pérdida.

Descubro que aquello aún no tiene sedimentos. Todavía no puedo consignar este hecho.

Queda sólo esto. Marzo, Buenos Aires.

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Orange is the new black, una telenovela que es una droga

La última escena que Orange is the new black nos suministró en su primera temporada, hace un año, se interrumpía a la mitad de la golpiza brutal que el personaje principal, Piper, le propinaba a una secundaria maligna, Pennsatucky. Era un final telenovelero, lo que los estadounidenses llaman un cliffhanger, que obliga a imaginar numerosas posibilidades y variaciones, y que garantiza la fidelidad e interés del espectador en el siguiente capítulo.

La esperada “solución” apareció, con el resto de la segunda temporada, en junio pasado. Trece horas –su duración total– después de liberada en Netflix, ¿cuántas personas la habían visto de principio a fin? Inventemos una cifra a la segura: millones.

El motivo fundamental de este éxito, la razón más objetiva y desapegada tras su encanto de oropel, es que Orange is the new black es excelente. Es una droga que consumes porque es excelente. De haber podido eludir la oficina y otras obligaciones, la habría consumido de golpe, sin mediación alguna, en una sobredosis de Litchfield y compañía que me habría dejado mareada y ansiosa pero (de momento) feliz.

Piper Chapman es la protagonista de la serie pero a la vez no tanto. De pronto es molesta o rodeada de personajes aburridos (su prometido, su mejor amiga); la preeminencia de su enfoque narrativo es más bien un mecanismo para acercarse a las historias, mucho más ricas, de las mujeres que cumplen una condena en Litchfield, la cárcel donde se desarrolla la trama.

La serie original de Jenji Kohan (Weeds), basada en el libro de Piper Kerman, es una comedia pero no del todo. Su mérito no está en representar individuos de variado talante, estrato social o mezcla racial (Ross, en Friends, alguna vez tuvo una novia negra), darles antecedentes narrativos, adjudicarse una perspectiva amplia gracias a su presencia, sino en despertar empatía en el espectador, que termina amándolos de verdad. Ya no puedo pensar en unamamushka rusa sin pensar en Red, no puedo escuchar la voz rasposa de Natasha Lyonne (Nicky, exadicta a la heroína, mujeriega oficial de la prisión) sin reírme por pura asociación; cualquier cosa buena y dulce de la vida me trae a Poussey a la memoria, su sonrisa grande y contagiosa, su cara bellísima e inocente. A veces pienso en Uzo Aduba por el puro placer de pensar en Uzo Aduba, en su excentricidad y en la forma en que recita a Shakespeare (Uzo interpreta a Suzanne Warren, apodada Crazy Eyes por su mirada y por cierta forma intensa de entender la realidad, con lo que demuestra un enorme dominio de sus recursos actorales). También me hacen reír Big Boo, Cindy Black, Brooke Soso, Mendoza, las chicas de la lavandería, Yoga Jones, el administrador Caputo, la guardia llamada Susan Fischer. Me conmueven, a su modo, los personajes de Taystee, Sophia, Morello, Watson.

Dudo, después de listar sus nombres, agregar su identidad más “esencial”: dyke, negra, asiaticoamericana, hillbilly, transexual, anciana, latina. Cuando apareció el año pasado, esta parecía la carta más fuerte de Orange is the new black: la manera en que subsanaba un vacío de representación racial, sexual, de edad. Un show que contaba con una mayoría abrumadora de mujeres y, sobre todo, que hablaba de las relaciones entre mujeres (de carácter tanto filial como sexual, de amistad o rivalidad, de complicidad o de explotación). Sin embargo, lo más interesante era el modo en que estas mujeres se revelaban: con aristas y momentos inesperados, con gestos lo mismo emotivos que abyectos, con la capacidad de mostrar no morales ambiguas sino temperamentos con muchas capas de profundidad. “Malos” con gestos enternecedores (un Pornstache enamorado), “buenos” con aspectos desagradables (Sophia Burset o la hermana Ingalls: adorables dentro de la cárcel, poderosas por medio de la bondad y no del abuso, pero narcisistas o egoístas en libertad). Personajes que obligaban al espectador a cuestionar su propia identidad, a preguntarse cuál sería su lugar en prisión, si formaría parte de las líderes o de las sometidas, de las optimistas o de las derrotadas, a qué cofradía pertenecería, bajo qué identidad se le reduciría.

El formato de comunidad cerrada, de pueblo chico o microcosmos, genera una narrativa arriesgada, con muchas fuerzas en tensión y destinos interconectados. Si la primera temporada planteaba las circunstancias, la segunda se siente confiada y agrega un elemento disruptivo con la llegada de Vee, figura matriarcal que se va revelando poco a poco como antagonista verdadera. No es casualidad que la temporada inicie con los flashbacks de dos niñas –Taystee y Suzanne– que a la larga terminarían por ser las que más sufrirían el carácter manipulador de Vee. La figura de la madre es el tema principal de esta segunda parte: la madre como anhelo o vacío, la madre sustituta, la madre enemiga, la maternidad como obligación y destino. La mayoría de las mujeres en Litchfield tuvo relaciones difíciles con sus madres, y allá dentro se buscan o se afirman, forman lazos que las circunstancias ponen en conflicto una y otra vez; cuentan, únicamente, unas con otras. Como prueba está que el peor lugar al que pueden caer es la unidad de reclusión, donde se encuentran temporalmente expulsadas de la red humana que les permite sobrevivir.

Orange is the new black es compasiva pero no se engaña respecto a su tema, que es la vida al interior del sistema carcelario de Estados Unidos, el país con mayor población prisionera del mundo, un modelo donde abundan la explotación, la corrupción, la segregación y las injusticias legales. Finalmente, no intenta justificar a sus personajes, convertirlas de un brochazo en víctimas, pero comprende, desde una firme postura política, las circunstancias materiales que las vuelven blanco fácil de una vida en prisión. El enemigo real pero invisible, aquel al que las reclusas se refieren constantemente, es El Sistema. Es la necesidad de Daya Díaz de tener sexo con el detestable guardia de seguridad Pornstache, las regaderas rebosantes de mierda, la separación arbitraria de una madre de su bebé, la “liberación humanitaria” de una mujer que sufre demencia senil, el cáncer incurable (e impagable) de Rosa. Emily Nussbaum, crítica de The New Yorker, escribió a ese respecto: “Orange is the new black echa luz sobre la injusticia a través de historias tan brillantes y luminosas que sencillamente no puedes ignorarlas.”

Mientras se adentra en la vida de cada uno de sus personajes (nos enteramos incluso del drama de Fig, la administradora de la prisión), Orange is the new blackcomparte rasgos con la novela realista, por ejemplo, la tendencia a zambullirse en monólogos interiores. Brilla cuando reúne en un gran montaje a todos los involucrados y entonces el caos se vuelve fiesta; ejemplo de esto último es la celebración de San Valentín –uno de los episodios más conmovedores de la segunda parte, gracias a las particulares definiciones del amor que comparten las reclusas–. Provoca risas de complicidad con algunos chistes elaborados, como cuando Larry dice que se formó dos horas para conseguir un “bagnut”, mezcla de bagel y dona, trasunto del infame “cronut” (mezcla de croissant y dona) que el año pasado generó filas imposibles en una pastelería de Nueva York.

De pronto, Orange is the new black recuerda que es una comedia, que el humor es una forma efectiva de decir cosas serias. Hacia el final emprende una táctica propia de las telenovelas: soluciona algunos cabos sueltos de manera apresurada aunque satisfactoria, a fin de permitirse un último chiste mordaz. En las telenovelas mexicanas, el “castigo” del villano generalmente llega con la muerte (mientras más grotesca y dolorosa mejor: no faltan en los melodramas quemados, atropellados, envenenados, incluso personajes devorados por lobos). Este castigo, de ribetes cristianos, funciona como una suerte de venganza gozosa para el espectador, la sublimación de todas las horas de angustia anteriores.

Como la exitosísima Shonda Rhimes, showrunner de Grey’s Anatomy Scandal, Jenji Kohan mantiene a su público cautivo, lo embelesa a través del conflicto y el ritmo constantes, pero mientras una manufactura dramones para toda la familia, la otra busca incomodar con sexualidad explícita y temas espinosos. En esto reside la cualidad adictiva de Orange is the new black, y a esta premisa debe sus marcas de fábrica: una estructura sencilla, la disponibilidad absoluta de todos sus capítulos, elcliffhanger constante que impele –exige– a consumirla de corrido. Al volver a ella, después de un año de no verla, tuve dificultad para recordar situaciones y momentos clave; la historia exigía estar al tanto de muchos detalles que poco a poco, como el alcohólico rehabilitado que prueba una gota de vino y recuerda por qué era alcohólico, volvieron con intensidad. De todos modos preferí suministrarme dosis pequeñas, paladear cada capítulo, tomarme mi tiempo, todo lo cual no pudo evitar que al final de la temporada, con un cosquilleo, experimentara algo que solo podría definir como síndrome de abstinencia. Seguido de unas ganas enormes de abrazar a todos los involucrados en que Orange is the new black exista. ~

 

entrada original en Letras Libres

Post-LASIK (Laser assisted in Situ Keratomileusis)

El ojo izquierdo me molesta, siento basuritas y a veces veo fragmentado, como a través de un vidrio roto. Pero en general veo. Ya veo. No traigo ya lentes, ni de armazón ni de contacto. Puedo meterme a la regadera y ver lo que estoy haciendo, aunque antes también podía, cuando usaba los de contacto. Se me resecan mucho, como en esa época. Pero con los de armazón ya no sentía eso. Había intercambiado las molestias. Ahora era el puente de mi nariz, por el que se resbalaban continuamente. La sensación de algo ajeno e inestable sobre la cara. La lluvia. El calor repentino. La regadera a ciegas. No poder recostar la cabeza de lado plenamente en la almohada, al leer. Perderlos momentáneamente (la búsqueda a ciegas, ridícula). Pero tenían otros beneficios sobre los de contacto, cuyo uso era problemático, arriesgado y tedioso, además de que irritaban la córnea. Ahora no uso ninguno. Es extraño, pero también cómodo, y nada cuesta menos que acostumbrarse a lo cómodo, a lo fácil. Todo mundo me hablaba de la primera mañana tras la operación, abrir los ojos y ver; yo misma fantaseaba al respecto, volver a distinguir las cosas en la primera mirada después del sueño, la sorpresa al enfocar objetos lejanos, que el mundo se revelara cristalino de golpe. Pero no fue así exactamente. Salí de la operación a las tres de la tarde, cuando empezaba a jugar Holanda contra Argentina, y antes de llegar a la casa pasamos a la farmacia. Tenía puestos los gogles transparentes especiales y, encima de ellos, lentes oscuros. En el camino entreabrí algunas veces los ojos. La luz del sol me los perforaba, pero entre el plástico y la pantalla negra y el lagrimeo, distinguía cosas que no hubiera distinguido antes, como letras sobre carteles en las calles. Los cerraba de inmediato, como temerosa de gastármelos. Después llegamos y me recosté en el sillón y me puse una chalina negra sobre la cabeza, la luz filtrada por la persiana me lastimaba muchísimo, y mientras comíamos escuché el partido que encontramos, justo, en el stream de un canal argentino. Nos gustaba que el comentarista no se guardaba su apoyo y orgullo por la selección argentina, nos pareció un buen gesto, que no sonaba mal, que aquí deberían hacerlo más. En los penaltis traté de volver a enfocar y a ratos, en medio de un ardor casi inaguantable, lo logré: el gol de Messi, por ejemplo. Luego de eso me dormí, con los gogles, y desperté sólo para ponerme las gotas medicinales, y volví a dormirme, un sueño entrecortado en la noche pero muy pesado y prolongado por la mañana; debía pasar 24 horas con los gogles, así que dormité el resto del día hasta que fue hora de ir a la consulta y después, al volver, ya no tuve que usar los gogles. Me encontré en la casa, sola, con ojos nuevos, con luz afuera todavía, sin saber qué hacer. Me daba miedo leer, prender la computadora, ver algo en la tele. Por eso empecé a escuchar entrevistas de escritores. Una manera de escuchar algo interesante mientras no se mira nada. Al día siguiente era otra persona, pero ni siquiera recuerdo esa mañana, sólo recuerdo levantarme pronto y con la luz ya muy amarilla -siempre me levanto cuando todavía es de noche- y hacer cosas, hacerme de desayunar, escuchar otras entrevistas, ir a cortarme el pelo, ver una película (era brasileña), pasar el resto del día normal. Después vino el fin de semana, incansable. Después volví a la oficina. Semana larga. Ojos resecos. Lenta adaptación. Pero no. Nada. La verdadera diferencia, el verdadero momento de quiebre, sucedió anoche, cuando me estaba quedando dormida. Fue un viernes largo, movido: oficina, cantina con los del trabajo, desplazarme al centro para ver a mis papás que estaban aquí, largo regreso en trolebús, caminata nocturna. Cuando por fin me acosté estaba tan cansada que me costaba trabajo dormirme. Ahora mi lugar en la cama está frente a la ventana. La persiana negra llegaba a una altura donde la persiana semitransparente seguía, insinuando a través de ella la jacaranda y el balcón, un pedazo del edificio de enfrente y la luz blanca de la lámpara callejera. Y mientras pensaba en el día, en los sentimientos del día, en los pensamientos principales del día, me puse a mirar la ventana, sin pensar mucho en la ventana sino en las otras cosas, hasta que me di cuenta de que veía la ventana, de que estaba distinguiendo todo. Esa fue la sensación extrañísima, el momento eureka tras la operación. No abrir los ojos por la mañana y que el mundo se transparentara a la primera, sino fijar la mirada en un punto y observarlo hasta que la conciencia se desvaneciera. Esa sensación era la que, de verdad, no había tenido desde que era niña. Todas las últimas noches de mi vida se habían disuelto en medio de una bruma hecha de oscuridad y miopía, entre manchones burdos de lo que debía ser la realidad. ¿Desde que era niña no había sentido cómo llegaba el sueño mientras mis ojos miraban con atención algo? La sombra de un mueble, un fragmento de paisaje detrás de una ventana, alguna figura en la pared formada por un haz de luna, las cúpulas de ladrillo rojo de la casa, que fue de mi abuela, donde vivimos muchos años cuando llegamos a Polo. Despertar y mirar esa cúpula. Las ondulaciones de la cortina. Las caras sobre el tirol. Sólo ayer, al dormirme, me di cuenta de que veía. De que las reflexiones nocturnas ya no transcurrirían en una penumbra total sino en la intuición realista de los objetos circundantes. También sentí que fue la recuperación de una sensación física de la infancia, que era la primera vez en muchos años que sentía -percibiendo- algo que no había sentido desde entonces. La memoria aparece algunas veces por otros conductos.

Aquí terminaba, pero creo que debo rescatar los momentos y sensaciones de la operación. Pienso, sin mucha gratitud, que al fin experimenté su primera ventaja, que ahora sí me ha cambiado la vida -por el tiempo que dure, pues se me advierte que no dura hasta la muerte-, después de la breve tortura que significó exponerme a ella. Volver a ver mi cara libre de anteojos no es algo tan lejano, todavía en noviembre así andaba, y ahora que ha llovido recuerdo mi época de lentes de contacto, y nada es tan extraño para no haberlo vivido antes; mi propia madre me dijo que es como verme antes, con los pupilentes, y el ojo rojo, ligeramente hinchado, no ha cambiado en casi nada. Pero ahora me asusta más cualquier luz u objeto cercano, y los detalles neuróticos se exacerban, esas fantasías a la inversa -en clave horripilante- que siempre me asaltan en momentos inesperados (accidentes y dolores), haciéndome mover los dedos de un modo extraño, llevarlos después a otras partes de mi cuerpo, a rascar la cabeza o la nariz o el lóbulo de la oreja o la rodilla, o tocarme el pelo, gestos ahora encendidos por el recuerdo de las pinzas para abrir los ojos, y el aparato que te abre la cuenca y te aprieta el globo ocular, y la mirada siempre atenta, deformada, acuosa, intentando fijarse en una luz verde que se borroneaba o perdía, el sonido del láser, el olor a quemado, el pincel pasando libremente por la córnea, y la mirada siempre atenta, imposible que no esté atenta, que el ojo mire lo que se le hace, esa es la idea horrible, la sensación incómoda, además del dolor, obviamente, y la neurosis de pensar que el ojo debe ser el órgano menos tocado, menos violentado, menos escudriñado de todos.

 

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Veleidad

Escribir.

Pero dónde.

No aquí.

Allá, en los cuentos. En el Word. En el trabajo. Lo que debe escribirse.

Leer. Sin método y con él. Esperar, esperar, esperar. Desear.

Tengo un borrador de post de hace dos meses, sobre Cortázar. No le agregué nada más y no lo publiqué. Algunas semanas después me invitaron a hablar de sus cuentos en el Villaurrutia, privilegio inesperado. Tuve más ocasión de pensar en él. Algo quería escribir sobre la idea de Cortázar. Sobre la mirada de hoy en torno a Cortázar. Sobre el supuesto buen Cortázar (el de los cuentos) y el malón Cortázar (el de Rayuela, que, en muchas opiniones, “no sobrevive la prueba del tiempo”). Pero luego ya no lo continué. Oficinapendientestextoscuentosnadaquédecir. Empezaba:

Hace unas semana releí Rayuela y me gustó mucho la experiencia; esperaba escenas, imágenes, episodios específicos; ya no había oscuridad en la trama; todo era como un viaje en autobús del que no esperas la llegada sino más bien el paisaje a través de la ventanilla.  Y concluyo que me gusta Rayuela. No perdió con la relectura. Reconozco en la prosa de Cortázar, obviamente, muchas cosas que he intentado. Lectura de formación. Claro: esta última vez la leí de manera lineal, sin saltar a los capítulos prescindibles, aunque de pronto me seguía por inercia y encontraba cosas extrañas, me acordaba de cómo desequilibraban la atmósfera y aumentaban la sensación de desorientación, y de inmediato volvía a la trama concreta de Oliveira y la Maga en París; Oliveira y Traveler y Talita en Buenos Aires. Muy agradable.

Fui a Ámsterdam. Por el trabajo. Nos invitó una página de internet, booking.com. Todos los de booking.com me cayeron muy bien. Buena empresa, gran ambiente, industria aparentemente inofensiva. Me paseé por Ámsterdam sola (a veces con los otros periodistas, a veces con un nuevo amigo, polaco, Piotr, fan de Game of Thrones). Pensé en muchas cosas. Conversaciones, lecturas, paseos concentrados. Todo era intenso y a la vez sosegado. Todo pasaba lento y a la vez demasiado rápido. Pero me gustó Ámsterdam. Me gustó lo que sentí. Me gustó lo que me hizo pensar. Fue un reencuentro con Ana (Frank). Con la idea de escribir, con el cuestionamiento de escribir. Pero mejor no escribir aquí, porque ya empecé otra cosa allá, en el Word.

 

 

Mi problema del café

Tengo un problema de café en la oficina. Que no tengo. Que no puedo obtener buen café. Que mi aprovisionamiento de café es insuficiente, inestable e irregular. Sólo cuando llevo café de mi casa soy feliz. Pero, ¿cuándo puedo llevar café de mi casa? No siempre tengo tiempo. Ahora parece que podemos programar la cafetera, pero todavía no sabemos cómo. Y poner el agua, el filtro, el café, esperar a que esté, o con el expresso que ahora es otra opción de la cafetera, con la cucharita y a presión, también hay valioso tiempo perdido. De todas maneras, cuando llego, con todo y el termo, ya está un poco frío. Y calentarlo en el microondas de la oficina traiciona su propósito. Tengo las siguientes opciones a la mano: una) el asqueroso café de la oficina, el proverbial café sabor a calcetín que sin embargo, me informan, causa gastritis. Recurro a él sólo en situaciones extremas. Dos) el café del Círculo K, Punta del Cielo, que como puede ser bueno puede ser malo y a veces tiene un aroma rancio y desagradablemente intenso: es necesario rebajarlo con sustituto de crema y azúcar, lo que resulta indigno. Tres) el alto del día del Starbucks, que me acelera el pulso demasiado. Y agregarle leche deslactosada light todos los días es un gasto y unos minutos formada y un ablandamiento de mis ideales radicales que no me puedo permitir. Hay una cuarta opción oculta, el todavía más indigno café del Seven-Eleven. Jamás recurro a él. Hay una quinta opción, que creí era la buena, pero que resultó no serlo: la cafetera Nespresso de mi jefa. Me compré mis capsulitas, a un precio absurdo. No es bueno, no es práctico, no es barato. Lo descarté. Como último recurso, me compré café soluble. CAFÉ SOLUBLE. De ese tamaño es mi desesperación. Un Nescafé de granos tostados y verdes, con más antioxidantes que el té verde, indica. Peor es nada. Más o menos. Con una colega que padece la misma adicción hemos proyectado comprar una cafeterita y compartirla. Nunca lo haremos. Seamos realistas. ¿Cuándo caí tan bajo? En la universidad trabajé año y medio en el Dos Minutos café, que tenía una mezcla de café muy buena y a la que no me entregué sino hasta muy al final. Y ahora soy una adicta, una maldita coffee snob, todo el tiempo compramos café, probamos nuevos lugares, nuevos granos, nuevos tipos y alturas y tuestes. Nuestro favorito es el pluma Oaxaca. Lo descubrí cuando fui a Huatulco a lo de la investigación. Al otro día el hijo de don Octavio me llevó a ese pueblito, Pluma Hidalgo, a media hora de Huatulco sobre una montaña, con un microclima frío y neblinoso. Le compré un kilo a un viejito en un molino antiquísimo, oloroso a granos frescos. Es el mejor café que he probado. En el DF sólo lo venden en una oficina dentro de un edificio horrendo de la Condesa, sin moler, lo que no nos resulta práctico. Y busco, busco, busco. El café Do Brasil enfrente de la glorieta de Vertiz, al que le creí el show de la vejez y el molino gigante y las poquitas mesas. Un café veracruzano mediocre. A veces recurrimos al café molido de Starbucks. ¿Es indigno? Es indigno. Pero es mejor que nada. A veces tiene buen cuerpo, buena acidez. Pero seguimos añorando el pluma. ¡Ay! ¿Por qué todo es tan difícil en esta vida, por qué?

 

 

Mástil

Necesidad de escribir, pero no aquí, que de pronto se torna demasiado personal (confesional, público, abierto, incluso: leído).

La mudanza. Ideas que serían otras ideas, ya discutidas, ya escritas, ya desprendidas. La novedad de todo, la triste novedad de todo: encontrar una nueva tiendita, una nueva verdulería, dónde venden pan, o tortillas, o papelería, o un sastre; descubrir todo, otra vez: qué cansado, qué emocionante, qué agotador. Quisiera quedarme quieta (qqq) como un faro y ya no tener que moverme. Siempre me muevo. ¿Cuántas veces me he mudado en la vida? Más de veinte. Los objetos en una caja, el proceso de tirar basura en bolsas negras, de mirar los libros una y otra vez, de encontrar lo que no sabías que tenías, de meditar qué harás con esto, si lo necesitarás, si lamentarás deshacerte de él. Y todo es como provisional, aunque espero que no, que esta vez no. Luego, desear dormir, bajo las cobijas, con las cortinas cerradas, sintiendo una respiración contigua, sin pensar demasiado que hay que organizar y reorganizar la vida y que todo cambia y todo muere y todo podría continuar en cajas por siempre, por siempre.

 

 

Querétaro

Antes de irme a Querétaro soñaba con Querétaro. Mi hermana ya vivía ahí -estudiaba arquitectura- y me contaba todo lo que hacía, y yo quería hacer esas cosas también. Ir al cine con sus amigos o a un bar, lo más sencillo, lo que era imposible en Polo. Era 31 de julio de 2001, tiene que haber sido ese día, el primero de clases en la Preparatoria Sur, pero ahora pienso -acabo de buscarlo en internet- que entonces fue el 28, lunes, y que de tal forma yo llegué el 27 en la noche (también llegué al DF un domingo).

El primer día fui reclutada por las que así, apresuradamente, podían perfilarse como las desmadrosas del salón. Fuimos a un billar. Yo no sabía, ni sé, jugar billar. Pero tomamos chelas y uh, tomar chelas a los quince, adultamente, con gente de tu salón que no conoces. Después todo se fue acomodando y la prepa fue una enorme piscina de agua tibia, con caras nuevas todos los días, porque era tan grande que yo juraba que siempre veías a alguien que nunca habías visto, lo que era lógico con mi mente pueblerina, de haber tenido sólo tres compañeros en sexto de primaria.

¿Es que todos los lugares me cansan? Los amo mucho y luego nada. Querétaro fue hermoso hasta que dejó de serlo, como Polo cuando llegamos -porque a Polo también llegamos, en 1992, cuando yo tenía seis años- y ahora mismo con el DF, al que todavía reverencio pero del que empiezo a desear separarme (aquí nací, aquí están los recuerdos primigenios, como de sueño).

Ahora que fui, un poco por el trabajo y otro poco para visitar amigos, entendí que mi relación con la ciudad es diferente. Ya no puede herirme, insistir con eso sería absurdo, infantil (aunque soy infantil): las rutas de camiones, malignas; cómo se piensa (pero no todos piensan igual). En la terminal entré al baño y una señora detrás de mí empujaba a su niña, no más de tres años, para que aprovechara y entrara detrás de mí, y la niña la miraba confundida y temerosa, así que la tomé de la mano y nos metimos juntas y le indiqué dónde, y no dejaba de pensar en cómo una señora puede hacer eso, por qué, no parecía que no tuviera cinco pesos sino que más bien le daba flojera o codo desembolsarlos y prefería que la niña entrara sola y guardara ese recuerdo insustancial pero acaso humillante, que de alguna forma moldearía su forma de ser. Cosas así. Tal vez insisto en meter todo al mismo costal, imaginar un temperamento queretano que igual no existe, pero al otro día, cerca de la fuente de Neptuno, había un señor en una jardinera, pelo largo canoso y sin zapatos, cantando a todo pulmón una canción obscena con una guitarra imaginaria, puras inocencias, “los calzones cagoteados” y “pinches” y demás, y la gente lo miraba escandalizada y apenas se permitía una sonrisa tímida, y volví a mi costal del temperamento queretano. También recordé (¿he confirmado este dato?) que no hay sanatorios mentales en Querétaro y que la solución es dejar que estén ahí, vagando confundidos y ensimismados por la calle, o meterlos al Cereso. Un Querétaro triste.

Pero también, una noche en la terraza de Carlita, estaban ahí Triquis, Fanny, Ribón, el Abuelo, Geritas, Edgar, Lois, y otros, y nos acordábamos de cuando alguien se caía en la prepa y la regla inamovible era salir del salón, señalarlo y gritar AH AH AH como tontos, y cómo era graciosísimo y muchos se asomaban de los salones y los pasillos del segundo piso, y todo era una misma cosa. De los demás: algunos ya casados, con hijos, con trabajos importantes o no, viviendo ahí o en otro lugar. Las personas sólo existen en el recuerdo de otras personas.

Además, es una ciudad bella. Siempre he pensado que vivir la adolescencia en una ciudad colonial de mediano tamaño es perfecto (así como vivir la infancia en un pueblo es perfecto, y la primera adultez en una capital monstruosa es perfecto, por tanto supongo que he hecho bien las cosas). Algo más: muchos recuerdos que creí domados, clasificados, siempre presentes, no estaban del todo aceitados, y sólo al andar por las calles y avenidas aparecían con su solidez exacta. Es necesario volver a todos los lugares.

Borges miró esta pequeña, amarilla, refulgente ciudad en El Aleph. Esta parte la escribí en mi “texto oficial/serio” al respecto, pero: entre las maravillas del mundo que sus ojos recogen, entre las pocas ciudades que nombra, está “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”.

 

2013

Viajé mucho gracias al trabajo.

 

Ciudades que fueron como un sueño.

Un día en París. Un día en Río de Janeiro. Un día en Nueva York. Un solo día.

 

Pisé los aeropuertos de Dallas y Houston, dos formas de estar y no estar en Texas, lugar que me causa una enorme curiosidad. Sólo en Dallas, en el tren aéreo de una terminal a otra, vi a lo lejos el skyline ultra-moderno, medio borroneado por un aire caliente y espeso.

 

Vi muchos mares. En la mayoría nadé, otros -fríos, lejanos- sólo los admiré, y todos me despertaron cosas distintas.

 

El Cantábrico en la costa vasca francesa, el Atlántico que baña Brasil, el Caribe en Tulum  y en La Habana, el Pacífico en Acapulco y en toda la costa de Jalisco (Costalegre la llaman: abarca los municipios de Cihuatlán, La Huerta, Tomatlán y Cabo Corrientes), también fui a Manzanillo y, en Chetumal, nadé en las aguas de Bacalar: no es un mar pero se parece o es más hermoso que el mar, de un azul turquesa intenso, con piso de arena blanca y corrientes cálidas, con tanto azufre que no hay animales en su interior.

 

Descubrí a los siguientes autores: Alice Munro (y aclararlo, por la dignidad o el ansia de originalidad: meses, pocos, antes del Nobel), Eloy Tizón, James Baldwin, Leopoldo Marechal, Felisberto Hernández.

 

Probé el LSD por primera vez en Acapulco. Fue como entrar en un sueño, vivir el sueño. Las alucinaciones -nada terrorífico, nada que pudiera dar pie a un lugar común- estaban hechas de materia onírica. El sol brillaba de otra forma sobre las ondulaciones de la arena, una arena viva que palpitaba.

 

Vi una tortuga marina del tamaño de una lavadora, nadando en el mar de Manzanillo: yo estaba encima de un barquito y de pronto la vi, en una parte profunda. También vi una víbora. No me desmayé. Ahí estaba. Ahí me esperaba. Me hizo más fuerte.

 

Xalapa con sus edificios manchados por la humedad, la fiesta de una editorial allí mismo, y a la que no fuimos invitadas, y donde bailamos hasta la deshidratación; San Miguel de Allende, un antro mirrey, ¿cómo terminé ahí? Fui a un evento, los errepés, la mamá de la errepé argentina, hablamos de Buenos Aires, me dijo que a veces manejaba por la noche y que le gusta mucho la ciudad y yo sentí mucha nostalgia, y después tomé de más, como nunca, y la cruda fue tan dolorosa y volvimos de San Miguel por la mañana, a gran velocidad, y en cada curva desfallecía, y tuve que escribir un reportaje urgente (y serio, de un tema serio) en esas condiciones, ¿cómo lo logré?

 

Fue un año difícil. El principio y el final. Preocupaciones por la enfermedad de mi madre, por la cercanía de la muerte, por el futuro de mi padre, de mis hermanos, por la familia que te divide en pequeñas partes que siempre te duelen, que ya no dejan de dolerte. Evasión. Dolor en la distancia. Fracasos personales, un sistema de las cosas traicionero, una forma de madurar.

 

No fui a muchos conciertos. En 2012 fui a muchísimos, y buenos. Ahora sólo recuerdo el Corona, donde estuvimos en nuestra burbuja, en las gradas y otros espacios del VIP, porque la vejez ya no nos permite otra cosa, y el Ceremonia, que fue horrible y denso por muchos motivos, y del que después preferimos no hablar.

 

Este año concreté mi vocación. Veo un final al libro del Fonca. Falta muchísimo. Nadie reescribe o corrige tanto como yo (hipérbole). A veces son cosas neuróticas. Una coma que quito y pongo y quito y pongo, pero también: una descripción desacertada, un inicio flojo, un personaje difuminado, un final que no llega. Una idea que no puede ejecutarse. Muchas páginas escritas a mano y muchos inicios, y mucha corrección y relectura. Siempre ha sido escribir, siempre lo ha sido, pero nunca con tanta adultez como ahora.

 

Adultez será la palabra de 2014.

 

El amor estuvo en mí. Fui amada y amé (y todavía, y seguirá). Un futuro nuevo se abre para nosotras. Nada se compara a la calidez de la otra persona, a la que se procura y que te protege. Pero también: vivir con alguien te desnuda. Todos mis berrinches matutinos, mi mal humor, mis recaídas, mis enojos, mis decepciones, todo lo que resulta molesto de mí, de mi forma de ser, de mi forma de llevar una relación, la frialdad y la distancia, están ahí a su disposición, y nada se recoge u oculta. Pero luego nada se compara a mirar los ojos de J y saber que ahí está todo, ahí empieza y termina todo, y ya no quieres irte de ahí jamás. Y desear ser mejor. Como mi gran amigo me escribió: amar mejor, más adultamente.

 

Claro que espero viajar. Viajar por mis propios medios además de las agradables y emocionantes sorpresas del trabajo. Leer y escribir más. Amar y entender otras cosas. Esperar y cultivar otras. Tomarlo. No dejarlo.

 

 

Acto ruin de la semana pasada

Quería escribir de la semana pasada, el día en que ocurrió, y luego ya no lo hice y los días se fueron desdoblando. Pero siento que debo consignarlo, por la diversión de consignarlo nada más. Esto: le pegué a una señora en el metro. La frase me sorprende ahora tanto como el hecho mismo ese día.

Pero el contexto: el viernes, por ejemplo, que fue el día que subieron el metro a cinco pesos. Una semana en la que, para colmo, mi tarjeta (con más de 50) fue inexplicablemente invalidada y en la que pasé como tres veces gratis haciendo mis prudentes reclamos a los polis de los torniquetes, que me recomendaron ir a la oficina de Juárez a reponer mi dinero. Lo pensé demasiado. Pero el tiempo es dinero, concluí. El sólo hecho de desviarme al salir del trabajo a reclamar 50 mugrosos pesos era más costoso que esos mismos mugrosos mugrosos, robados, 50 pesos.

Y llegó el viernes y yo no tenía ni un boleto, no había hecho mis providenciales compras de pánico, pero estaba tranquila porque era el #posmesalto (nota para el futuro, para otro lugar: la protesta ciudadana contra la alza) y podía aprovechar para unirme al acto subversivo y liberador. Pero llegué a Chapultepec y la gente pagaba sumisamente y sumisamente, en fila, introducía su boletito o pasaba su tarjeta en el torniquete. Resignada, me formé en la taquilla y ¡cuatro boletos por veinte pesos! Cuando llegué -o volví- al DF en 2008, con 20 pesos podías comprar 10 boletos. En cinco años, un aumento del ¿150%? ¡Maligno! Lo que antes alcanzaba para una semana de traslados ahora se gasta en dos pinches días. Lo peor, lo más humillante, lo más Murphy del día: al bajarme en Miguel Ángel de Quevedo, reducida otro poco, siempre reducida después del metro (no sólo la incomodidad y lo indigno: lo que ves, lo que entiendes), había muchachos con cartulinas vociferando nuestro derecho a pasar gratuitamente, y la gente se saltaba, torpe y gozosamente, los polis viendo (los muchachos diciendo ¡poli!, ¡poli!), la algarabía que no me tocó, el acto liberador del que no pude ser parte.

Entonces llego el lunes, primer día del aumento, esperando en lo íntimo, no una mejora instantánea ni un servicio de primera, sino ya aunque sea menos gente, por pura lógica de mercado, ¡y Barranca del Muerto, inicio de estación, primera parada de la línea siete, siete con treinta minutos de la mañana, ATASCADA! El andén, intransitable. Los trenes que llegan no abren las puertas sino hasta la siguiente estación, Mixcoac, ahora rebasada por el flujo que viene de la nueva línea dorada, y puedes estar ahí minutos, minutos, minutos eternos, esperando tontamente, como ciudadano pisoteado. Después de muchos trenes, llegó uno que abrió las puertas justo frente a mí y, momento: soy rápida, soy ágil, soy veinteañera. Conozco los pormenores del transporte público, ¡pocos hacen operaciones de traslado a dos pies más rápido que yo! Y en el momento en que ponía el pie por delante, una señora detrás de mí sencillamente dejó caer su humanidad de manera violenta, atrabancada, BESTIA.

En la operación me machucó un dedo. Pero un machucón. Un Señor Machucón. Una aplastadura que me dejó la uña chata. Y el dolor fue tan intenso, tan rápido, tan mortal, que mis sentidos se obnubilaron y no hubo raciocinio, premeditación ni planeación alguna: con una fuerza que no conocía en mí, levanté el brazo y lo dejé caer con dolorosa furia sobre su espalda, al tiempo que lanzaba maledicencias varias. Todo esto en menos de un segundo. Recuerdo vagamente que la señora -su rostro es una mancha- volteó la cabeza sorprendida, pero leo su sorpresa como la del malhechor que, habiéndose salido con la suya todas las veces, recibe el castigo no con culpa o arrepentimiento, sino con inesperada catarsis. Sabía que se lo merecía y que se lo venía mereciendo desde hace mucho, pues seguramente ese era su modus operandi cotidiano.

Luego de haberla golpeado, fui a sentarme en una silla que milagrosamente estaba vacía. Tal vez me la reservaban, pues de pronto era la hembra Alfa de ese vagón. A mi alrededor se hizo como un círculo. Sentí que me veían, que me temían, que era a la CRAZY EYES del lugar. En cuanto me senté, temblorosa y adolorida (el dedo me palpitaba), empecé a sentirme avergonzada. Le pegué a una señora. ¿Quién, yo? Soy la persona más cortés y ciudadana por no decir pendeja de la vía pública: cedo todos los lugares, dejo pasar a toda la gente, digo gracias compermiso de nada buen día vaya con dios, ¡todo! En circunstancias normales no le pegaría ni a mi reflejo. La verdad, me sentí mal. ¿Tenía que pegarle? ¿Cuál era la edad de la señora? ¿Le dolió? ¿Me pasé? ¿Volverá por mí y me agarrará del pelo por detrás y me obligará a enfrentarme a ella y ahora, sin la adrenalina y ofuscación del dolor, no sabré cómo responder y si me pega me quedaré ahí sentadota recibiendo sus arañazos o por el contrario me levantaré y desquitaré en ella y en su cuerpo de señora la frustración, impotencia y coraje por las condiciones de traslado y vida a las que me obliga esta ciudad de mierda?

Por eso, hundí la cara en mi libro durante seis estaciones. Y en Auditorio  me levanté de un brinco y corrí a la puerta siguiente y caminé lo más rápido que pude entre los ríos de gente, subí las escaleras con trote seguro y emergí del túnel subterráneo bañada en vergüenza y extrañeza de mí misma, repitiéndome que huir de esa forma era lo más ruin del acto, pero que debía salvaguardar mi pellejo y mi poca dignidad y después, en el trabajo, a lo largo del día, en el tráfico o cuando me fui a cortar el pelo, relaté la anécdota con pena y orgullo secreto: sí, le pegué a una señora. Chingue su madre.

 

18 de diciembre, tarde

Me pasó algo hermoso. Facebook reserva una bandeja de entrada diferente, y oculta, para los mensajes de personas que no son tus ‘amigos’. Acabo de darle click sin querer. Y entonces algo de hace tres meses:

Hi Lilian,
My name is Peter. I met you a few years ago on a wine tour in Argentina. You left early the next morning from the hostel and left me a note that you had to leave early for Santiago.
I recently moved and went through a lot of old papers of which I found the note from you. So I thought I’d say hi.

(aquí me cuenta de qué va su vida y otros detalles personales)

I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
If you’re ever “estado lado” look me up.
Regards,
Peter
PS Dora! is my Hollywood name. It was a joke that stuck 30 years ago.
Firma: Dora Exclamationpoint

Al leerlo me encontraba cocinando una receta que “aprendí” (vi cómo cocinaban) en el sórdido hostal de Cartagena. Esa vez quizá tenía demasiada hambre, pero mientras veía a las señoras cortando el cebollín y las zanahorias, vertiendo el jitomate de las sardinas en el arroz, la boca se me hacía cataratas. No lo probé y no he conseguido a la fecha el sabor que yo imagino que tenía. Es una receta elusiva. Cuando fuimos al tour de vinos acababa de intentar cocinarlo por segunda vez y compartí con Peter un tupper del arroz rojísimo, picante y oloroso en el camioncito que nos llevó al primer viñedo.

Escribí de él. Lo otro que recuerdas más de los viajes es las personas que conoces durante ellos. Atesoro las caras, insisto en fijarlas en mi mente. Me enternecí tanto al comprobar que Peter conserva esos recuerdos, que fui fijada también. No hubo un lazo fuerte: nos vimos durante un solo día, no hubo atracción ni comunión de almas, pero en el día que compartimos existió un intento honesto y alegre por tender un puente con otro ser humano. Lo conocí en el hostal de Mendoza: una tarde volví a cambiarme y encontré que había nuevo inquilino en el dormitorio. Eran más de las dos y el cuarto recién limpiado estaba vacío excepto por un bulto en la parte superior de una litera. Tenía su mochila abierta, sus botas de minero algo percudidas tiradas como al aventón, una pequeña torre de desorden alrededor de su espacio. De las sábanas emergía el pelo rubio y escaso. ¿Qué haría un gringo de esa edad en un hostal barato de una ciudad bonita pero medianamente turística en el norte de Argentina? Me pareció, por la escena, que era un viajero. Roncaba tan fuerte que se notaba que estaba cansado, físicamente agotado. O pasa. Viajas y un día, el día que llegas a una ciudad nueva, simplemente no tienes ánimos para salir. ¿Dónde leí eso de que al viajar uno siempre considera “su casa” el hotel donde se esté quedando? Tal vez Peter necesitaba la casa provisional que es un hostal, cuyo funcionamiento brinda la ilusión de un refugio seguro y familiar.

Ese día, mi penúltimo en Argentina antes de cruzar a Chile, estuve caminando por toda la ciudad, cuya extensión y ciertos aspectos me recordaron a Querétaro. Me despedía de todo: de las marcas, de los billetes y monedas, de los mismos comerciales de Claro y los productos para el pelo con información conjugada a la argentina, de la cotidianidad que un país te impone cuando lo habitas un tiempo. Vagué sin mucho rumbo de algún parque a una glorieta larga y despejada, me paseé por un súper como de interés social, de pasillos anchos. Fui a un cineteatro. Me gustaba mucho entrar al cine en Sudamérica, me gustaba seguir viendo películas de la cartelera y no abandonar el hábito, y además me gustaba conocer los cines de allá, los de barrio y los de cadena, y los cineclubs como ese, otra similitud con Querétaro: un teatro convertido en cine. Vi Up in the air y lloré mucho. Volví al hostal y me encontré con Peter por la noche y hablamos un rato; le dije que pensaba hacer el tour por los viñedos mendocinos y como que se interesó, sin tanto entusiasmo. Al día siguiente, más recuperado, decidió unirse de último momento.

Hablamos un montón. Recorriendo los viñedos, en la carretera, en las catas de vino y aceite de oliva, hambreados ambos porque sólo desayunamos mi arroz horrible y durante todo el día no comimos más que panecitos con jitomates deshidratados y mordiscos de uvas. Al volver a la ciudad caminamos un poco por el centro, alrededor de la plaza Independencia que no estaba lejos del hostal y luego por una larga avenida peatonal con árboles, bares y restaurantes, bonita y llena de vida. Nos sentamos en una parrilla con mesas al aire libre y comimos carne, unos enormes pedazos de carne que eran gloriosos con el hambre, el vino y el buen clima. Y platicamos. Fue una charla muy agradable y honesta, tal como escribí en el post de entonces: entre un gringo demócrata y una mexicana de tendencia a la izquierda, con todas nuestras diferencias y puntos de encuentro, en un diálogo que por más políticamente correcto no dejaba de ser verdadero. Peter tenía gestos dulces y calmos, hablaba con lentitud, era súper californiano: un laid-back dude, pues. Al día siguiente yo iba tomar el autobús de la mañana para Santiago, el que va cortando los Andes en curvas demoniacas y paisajes sobrecogedores. Me levanté muy temprano y él seguía durmiendo; como sabía que ya no lo vería, arranqué una hoja de mi cuaderno, le puse que me dio gusto conocerlo y le dejé mi correo, pensando que jamás me escribiría.

Me parece lindo, y mejor, que me escriba ahora. Ahora sí se puede decir de todo eso que fue “hace unos años”. Lentamente queda en el pasado y se vuelve más fácil verlo. La semana pasada me llegó de Buenos Aires un regalo de enorme valor y significado. El intento por fijarnos nos lleva a escribirnos religiosamente, a ser confidentes. Edificamos con cada larguísimo mail un puente distinto. El día que vea a Alén en la cara de nuevo, no sé cómo vamos a hablar, no sé cómo platicaríamos, no me acuerdo ahora ni de su voz. Será descubrir algo diferente.

Ojalá en el futuro se repitan los milagros de recuperar personas momentáneamente.

 

Del regalo:
Cuentos reunidos de Felisberto Hernández, una edición bonita con prólogo de “Elvio Gandolfo, pionero de la ciencia ficción en Argentina”. Se me recomienda empezar con “La casa inundada”. El otro es un “alarde de bibliófilo”: la primera edición de Cuentos droláticos de Balzac, ilustrados por Albert Robida, del que “cabe agregar que fue el primer ilustrador de ciencia ficción” y cuyos grabados “están hechos al acero, con las planchas originales”. Que ojalá me guste (*ñoño se desmaya*). Venían además postales encontradas en libros de viejo, como toda la serie de viajes enviada al matrimonio formado por Óscar y Lilián del 4776 de la avenida Libertador, de 1984 a 1988. Y muchos dulces hipotéticos que jamás llegaron porque en DHL son unos fachos (*robado de mi propio Facebook*).

Peeeeeta

En el hostal de Londres había un chico que era Peeta el de The Hunger Games. Era él, pero no lo sabíamos. Su cara me resultaba vagamente familiar. Mis años de consulta religiosa en imdb.com no me habían llevado a su perfil. Era un muchacho del staff del hostal, con la cara idéntica a la de un actor que no identificábamos, J porque no se acordaba aunque ya había visto la película, y  yo porque no la había visto. Y lo mirábamos fijamente y decíamos: es él, ¿pero quién? Es un actor juvenil, ¿pero cuál? Mientras tanto él llevaba a cabo sus actividades normales de empleado y habitante de hostal, esa vida que parece idílica vista desde afuera, si eres joven y quieres pasártela bien un rato: limpiar la cocina, poner los panecitos en un plato, el cereal en un bol, la leche en una jarra, las mantequillitas y mermeladitas en un recipiente; limpiar baños y áreas comunes, colocar recaditos y compartir la clave wifi, pasar la noche en recepción cuando te toca, sentarte en las áreas comunes charlando y bebiendo cervezas.

Meses después, cuando por fin vi The Hunger Games, descubrí que el actor al que se parecía (no sólo se parecía, era él) se llama Josh Hutcherson. Ahora nos gusta Josh Hutcherson. Peeeeta. Lo vimos en Saturday Night Live y convenimos en que es muy guapito. ¿Nos gustaba al mismo tiempo el chico del hostal de Londres?

La semana pasada, un chef que admiro me saludó convencido de conocerme. Otra vez. El asunto de mis dobles no terminará nunca. ¿Tengo una cara común? ¿Algún rasgo que se repite? Supongo que es otra cosa. Mi Doppelgänger de cara se repite, allá afuera.

 

El fin estuve leyendo los procesos creativos de un músico que admiro. Es tan bella la creación artística holgada, libre y con posibilidades.

 

Jueves 1:48 pm

Llega un momento de la tarde, antes de salir a comer, en que nada tiene sentido. Ninguna lectura tiene sentido. Los periódicos latinoamericanos, sobre todo, dejan de tener sentido. Entras a una realidad paralela con las noticias de Venezuela, Argentina o Perú. Se abren los mundos simultáneos.

 

El fin pasado estuve sola y encerrada. Era el fin de la distensión, pero curiosamente todo fue acomodado como con relojito. Hubo algo que no hice y quería hacer (un texto que hasta hoy debo), pero los puntos importantes de mi lista fueron tachados. Dormí. Soñé con una orgía prometida y nunca concretada, otra vez. Soñé otras cosas. Leí (leí mi Adán Buenosayres, y un cuento de Onetti, otro de Felisberto Hernández -ah, el conor sur- y otros de Carlos Fuentes). Vi capítulos arbitrarios de: Ally McBeal, Portlandia, Roswell, Parks & Recreation y 30 Rock. Eso vi. El sábado decidí no trabajar, sino ver televisión por la mañana, y leer y escribir por la tarde y  noche. Eso hice. Me desvelé. Al otro día trabajé (un freelance de correcciones). ¿Vi algo más? No me acuerdo. Cosí un suéter. No salí ni al pasillo. Las dimensiones del departamento, el calentador prendido, la lluvia y el frío afuera, el té y las colillas de cigarro amontonándose en el cenicero, todo constituyó un anhelado viaje al interior.

 

 

Domingo en soledad

Dicen, leí, que soñar demasiado es signo de estar necesitado de sueño. Que estás durmiendo poco. También dormirse rápido, en menos de cinco minutos. Y soñar en pequeñas siestas. Todo me sucede. Pero es peor, porque ahora no recuerdo mis sueños. El del viernes lo recordé al otro día, pero una imagen o una sensación corta en relación con las horas y horas de material de sueño. El de hoy lo tenía aún mientras iba despertándome, sintiendo ya las sábanas y la cama y el rayo de sol que me caía en la cara, y vi la hora, cerré los ojos y volví a él, como dejarse caer en agua tibia. Después se fue. Era luminoso, color violeta, suave como el peluche. ¿En tierra o en aire? Sé que en un sueño anterior, más profundo, estaba mi papá; leí Don Draper y la activación de relaciones se encendió. Don Draper es tu papá. Don Draper: Jon Hamm, atractivo y encantador. Alarmas, alarmas, recuerdos de otros sueños, el catálogo de la memoria compuesto por igual de recuerdos oníricos y recuerdos reales. Absurdo separarlos, de todos modos. Archivo visual interno. Pero todavía trabajo con mis sueños. Pienso en él el resto del día, al rato aparecerá la clave, el tema o el motivo, y recuperaré sensaciones e imágenes, jamás la historia completa. Los sueños, los sueños, el lugar misterioso.

 

 

Recuerdo

En la primaria todos los años eran muy diferentes: transcurrían en salones diferentes, con maestras diferentes (tercero y quinto Concepción, que tenía una casa bonita de dos pisos, como de cuentito, rumbo al panteón; algunos sábados nos invitaba a nadar en una pileta que tenía en su terreno, profunda como alberca; una vez, en época lluviosa, estaba tan sedimentada, turbia y llena de ramas que podíamos sentir, o tal vez imaginábamos, las ranitas abajo; yo tenía menos miedo, dominaba que vivía en el campo, que había animales) (cuarto fue una maestra de cuyo nombre no me acuerdo: cruel, amarguetas) (sexto con Lulú, mi favorita: éramos cuatro idiotas en su salón, tres niñas demasiado diferentes y un niño de entorno familiar delicado; dos de ellos eran mis primos, si bien lejanos y con quienes me unía más la constante y larga convivencia escolar desde primer año que el lazo familiar: de los quince que entramos sólo cuatro sobrevivimos a ese experimento escolar que resultó al final la mejor educación que he tenido, mi amado Colegio Regional Villa Ilustración) (Lulú nos conocía bien, nos hacía imaginar una muñeca cualquiera y luego adivinaba cómo la había imaginado cada uno; confirmaba mi romanticismo y a qué me dedicaría; era una mano cálida y comprensiva hacia la adolescencia; nos confesaba que fue fan de New Kids on the Block, vivía en Aculco, en el bello Aculco; no sé dónde está ni qué fue de ella).

Ahora la casa donde estaba la escuela volvió a ser la casa que era antes: un terreno con cuartos, pasillos y grandes jardines, una construcción de pueblo antigua, de los tiempos en que por alguna razón se acostumbraba que los cuartos no estuvieran conectados. Ahora viven ahí mis tíos y algunos fines de semana se reúnen los otros tíos, y ahí es la tradicional cena de Año Nuevo Camberos, a la que hace dos años no voy, y en los salones donde cursé primero, segundo, tercero y quinto, ahora están las camas y las cosas de mis primos. Mi salón de sexto ahora es el comedor, sin la tablarroca que antes nos separaba de la cocina: la cooperativa. La cocina tiene una ventana hacia el pasillo donde nos formábamos a comprarle dulces a Juanita (mi mamá se llama Juanita, nunca podía decirle Juanita a Juanita, ¡no podía! Era osado pronunciar tan fresca el nombre de tu mamá). La dirección ahora es el estudio de uno de mis tíos, con su chimenea que antes siempre estaba apagada, y el cuarto lleno de archiveros, y diplomas, y un pequeño librero: ahora las paredes están más bien pelonas. Había una fuente en el primer claro del pasillo, casi siempre con agua. Ahora ahí juegan los hijos de mis primos y a veces hay basura (claro: hay basura, pasa todo el tiempo). Donde nos formábamos a veces mis tíos ponen mesas. Vamos hombres y mujeres por igual al baño de las niñas (con regadera: ahí Juanita guardaba algunas cosas de limpieza). Casi nadie quiere ir al medio baño al final del pasillo, oscuro y estrecho, donde Julio decía que le salía la mano peluda. Atrás de ese bañito hay un tragaluz con lavadero, donde ahora mis tíos colocan los productos de limpieza: antes era un cubo vacío en el que te escondías, o comías, o ibas a ponerte nada más, a estar ahí, donde nadie más estaba. Y la cancha de básquet (con canastas que dobleteaban en su base como porterías), permanece, sin pintura, con plantitas y pasto creciendo desordenadamente alrededor. Podaron el árbol que hacía cuevita, ¡tantas cosas vergonzosas pasaron ahí! (no aguantarse la pipí). Y todavía detrás de la cancha había -y hay- mucho arbusto salvaje, carrizos y pasto, y en la esquina un tronco gruesísimo (¿qué sería? ¿Un roble? Un árbol raro para la escasa vegetación de mi pueblo, alto y algo desértico, salvo en época de lluvias). El tronco sigue. Y los árboles detrás de la construcción, asomándose por encima del muro, que nunca logro ubicar o no he podido ver del otro lado. La vida siempre ocurría fuera de los muros de tabique amarillo pálido, muros de escuela (de escuela particular de pueblo, experimento de breve duración). Al sur (en mi mente, al norte, porque al centro le llamábamos y le llamamos arriba) se divisaba la punta de la cúpula de la iglesia, cuando todavía era blanca. Ahora la iglesia entera está pintada de un color mamey encendido, horroroso. Todo lo que ha cambiado en el pueblo ha cambiado para mal: el color blanco obligatorio de las casas, con una franja vino hasta el piso, no existe más: la gente pinta sus casas de verde marcatextos, azul cielo, amarillo huevo y a veces con el mismo vino reglamentario, pero de punta a punta (como la mía, también fallamos) (encima: la lluvia, el viento, la pintura barata pero a la vez poco accesible: las paredes están descascaradas, los jirones de pintura revuelta con cal se resbalan, el pueblo es un álbum de estampitas a medio arrancar); cambiaron los antiguos faroles por postes verdes de alumbrado público, como de colonia de interés social; quitaron la antigua balaustrada de cantera que rodeaba la iglesia y pusieron herrería entre las columnas. Nada es como antes. Ya secuestran y matan. Antes la gente moría de otras formas. La muerte estaba siempre ahí, llevándoselos en grupos de dos o tres. Cada muerte se sabe y se comenta, todavía. Siempre hay una muerte próxima, también se sabe.

Nada es como antes: claro que nada es como antes, pero qué difícil aceptarlo.

Todo lo anterior sólo porque vi una foto de los libros de primaria y tuve la sensación de que los años de la primaria eran antes un color diferente. Ese era el método de clasificación de los recuerdos. Y lo recuperé fácil:

Primero, gris.

Segundo, verde.

Tercero, azul.

Cuarto, morado.

Quinto, amarillo.

Sexto, café.

 

En secundaria, prepa o universidad nada tuvo colores. Se hace todo más impreciso y apresurado. Sobre todo al final de la universidad fue cuando los años empezaron a pasar demasiado rápido. Antes sentía intensamente cada época del año: el ánimo, los colores, las actividades, los rituales, todo tenía la marca de su mes. Ya nada se siente marzo o abril o diciembre. Hay un clima y un color general. Las diferencias se miden de otra manera.

La entrada de mi pueblo en Wikipedia, en inglés, es más contundente que la que está en español (aquí). Ahora quiero saber, tengo que saber, quién la escribió. Quién será.