Si la muerte entrara por la puerta

El sábado por la noche se me subió el muerto. Es decir, tuve parálisis del sueño, pero en la versión asfixia, que es como si se te subiera el muerto. Como si se te trepara la muerte encima. Sientes un peso muerto y denso sobre ti, apretándote las costillas, el pecho y la garganta, sin dejarte respirar. No puedes respirar. No te puedes mover. Y la oscuridad te envuelve.

Estaba en mi pueblo, en mi cuarto, en la casa en la que crecí, con la ventana de piso a techo que da a la milpa y al campo, donde ahora se atraviesa una carretera y algunas casas -que antes no existían- encienden sus luces amarillas por la noche. Había estado leyendo Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, una lectura ligera y un tanto decepcionante. Antes de apagar la luz tuve un pensamiento terrorífico, que ahora ni siquiera puedo recordar. Estaba relacionado con un cuento de horror que lleva meses en mi mente. Hasta me dije: no pienses en eso ahora. Luego soñé. Toda clase de sueños, incluido uno erótico y otro apocalíptico, y con gente real e irreal, y de pronto, en el departamento donde hacemos nuestro taller post-Fonca, a oscuras, veía una sombra desconocida, sin dueño. Me llenaba de terror dentro de lo que ya claramente era una pesadilla. Y de pronto esa misma sombra salía del espacio del sueño y se ponía al pie de la cama y poco a poco iba subiendo hasta tenderse de frente y entonces, plaf, se dejó caer. Fue eso: dejarse caer. Sentí el golpe del peso y el agarrotamiento con una fuerza que, lo juro, me hizo echar la cabeza para atrás. Eran muchos kilos encima. Mi primer pensamiento, confundida sobre dónde estaba, fue que era J, que se subía sobre mí, pero luego entendí que estaba en casa de mis papás y que estaba experimentando otra vez la parálisis del sueño, pero esta pequeña variación que nunca me había ocurrido: la genuina subida de muerto.

Como comprendía lo que era, procedí a calmarme contando números. Hasta el 18. Y no se iba. Y, como no podía respirar, aunque se supone que de todos modos respiras, porque la respiración es mecánica, tranquiliza Wikipedia, empecé a desesperarme, ensayando otras formas de liberarme. Rezar es el antídoto perfecto según don Simón, papá de mis amigas de infancia, a quien siempre se le subía el muerto. No me sabía ninguna oración (no recordaba ninguna, alguna vez recité el Credo más rápido que nadie en la catequesis). Y en la lucha por recordar una oración, el Ave María o lo que fuera, sentí una bocanada de aire y rodé al lado izquierdo de la cama.

Estuve despierta dos horas más, con la luz prendida, extrañamente calmada, sin miedo. No sentí lo sobrenatural, pero en medio de la asfixia repentina me pregunté lo que sentiría alguien que nunca leyó la entrada de Wikipedia sobre la parálisis del sueño y simplemente una noche, en medio de una pesadilla, sintió una presencia que se le subía encima y lo aplastaba y no lo dejaba respirar. Puedes llegar a creer que estás muriendo. Qué desesperación.

La única variante de la parálisis que había sentido es la que involucraba un miedo repentino y absoluto, y alucinaciones visuales y auditivas. De alguna manera, con todo lo horrible que eso es, me parece mil veces mejor que el muerto genuino. Tal vez deba relajarme. No pensar en el horror. Y si llegara de nuevo, aceptar al muerto con su peso y ponerme floja y dejarlo ser.

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Intrincadas redes de Wikipedia

En el trabajo:

Escribí y leí extensamente sobre la arquitectura de Chicago. El tercer edificio más alto (ahora me sé de memoria el ranking) es el Aon Center, una torre blanca y delgada, parecida a las Torres Gemelas.

También hago un reporte de Fórmula 1 (puede que cubramos el tema el próximo año). Vi hace unas semanas Rush y luego, una noche, la mitad del documental sobre Ayrton Senna. De Lauda no sabía nada: todo fue una sorpresa. De Senna me había quedado en que era muy talentoso, elocuente y guapo, guapo como James Franco cuando posa para Gucci (también: una breve nota sobre el perfume de Gucci del que Franco es imagen). Hace rato, porque es mi costumbre, porque siempre caigo en el fatal accidents porn, descubrí lo que pasó con Senna.

Leo sobre la temporada actual de Fórmula 1. En los debuts del año, figuran jóvenes guapos. Clic a uno, Max Chilton. Su padre es el multimillonario Grahame Chilton, chairman de Aon Center. Con oficinas en Chicago (tercera torre más alta, blanca, estilo Torres Gemelas).

Dato en la entrada de Aon Corporation: tenía oficinas en los pisos 92, y del 98 al 105, de las Torres Gemelas. Después del primer avionazo, los ejecutivos lograron evacuar a la mayoría de sus empleados, pero varios se quedaron tiesos en sus lugares debido a las propias recomendaciones de seguridad y de los guardias. 176 de los 1,100 empleados murieron, incluido un ejecutivo que alcanzó llamar al 911.

 

-no disponible-

Hasta el 20 de noviembre, y aún después, porque ninguna respuesta será automática, no viviré en forma.

Ahora sobrevivo, con el pensamiento éste fijo, ni siquiera in the back of my mind, sino ahí enfrente, en primera fila, protagónico y enorme y absoluto. Todos los temores se materializan.

Y si todo pasara, si todo lo bueno llegara, ¿cuántos años quedan?

Vuelvo al consuelo (la evasión) de la escritura, la ficción y la lectura. Largas pláticas sobre otros temas. Una esquina oscura de un cine, el pensamiento en la esquina de la pantalla, latiendo, latiendo, agrandándose como un punto de luz convertido en resplandor, y otra vez no respirar, o respirar mal, tener esta sensación en la garganta de una pastilla mal tragada. Llorar mucho y no hacer nada. Permanecer en la evasión y la distancia, y remover lo que deba ser removido alguna vez cada mes, sabiendo que la distancia es grande aunque tal vez no difícil de superar, si hubiera voluntad.

Si tuviera hijos, ¿sentirían eso por mí? Y si los tuviera, ¿qué sentiría yo si siento esto ahora? Mejor no tenerlos. Evitarle esta clase de sufrimientos a otra persona, evitármelos a mí.

Hay siempre algo de exhibición en esto. Y un consuelo torpe cuando ya no se tienen (o se tienen mal) diarios personales.

Me quedo a la espera.

 

NY cares

Nunca he estado tan pobre como ahora y nunca he viajado tanto como este año. Apunte rápido, antes de continuar con mi tortura bloqueada de Chicago: fui a Nueva York un par de días, a un evento de Grey Goose. Íbamos diez sujetos, de distintos medios, cosa que suele terminar en desastre. Sin embargo, otra vez, como en Chetumal, hubo una buena onda general. Llegamos a la 1 de la madrugada, al hotel de ventanas redondas que siempre se me ha figurado una lavadora gigante, a una cuadra del Chelsea Market. Salimos a caminar por la Novena, la Octava, la Séptima, con algún fin que nunca se concretó; terminamos en un deli, comiendo un bagel tostado de cream cheese. En una mesa, un uruguayo gordo dijo que era adivino y que vivió en Madrid, nos contó toda su vida y era tan intrusivo que por ratos lo ignorábamos y luego volvíamos a escucharlo. A mí me gustaba que fuera uruguayo.

Tenía sentimientos encontrados, seguramente es una estupidez, pero estaba con el humor de Chicago, pensando en Chicago, meditando sobre Chicago, y había puesto en mi lista de prioridades a Chicago como ciudad, incluso sobre Nueva York. Ir a Nueva York una semana después, por tan corto tiempo, era una contradicción y un despropósito. A las ciudades siempre las he visto como personas: tienes romances con ellas, piensas en ellas, debes darles su lugar y su momento, y yo estaba ahora enamorada de otra, similar, una que de hecho tiene una rivalidad manifiesta con Nueva York, que es distinta de ella en muchos sentidos y similar en otros. Vamos: no quería ir a Nueva York y comprobar que, acaso, es mejor. Que es más bella e interesante. Dejarme enamorar con tan poco, con unos besos. Era una infidelidad.

Pues fui. Y fue extraño, porque no deseaba realmente ir. Pero, ¿quién no desea ir a Nueva York cuando sea, como sea? Sentí un desapego absurdo al caminar por sus calles, a las que comparaba con Chicago, como si algo en mí me recordara no emocionarme demasiado porque mi corazón -ay, ingenuo- estaba en otra parte.

Por fortuna (o no), lo poco que tuve tiempo de ver, al convertirme en guía desinteresada de una chica que conocí y con quien logré formar una amistad que yo sentí auténtica en tan poco tiempo, fue lo que denominé pretenciosamente el tacky New York. Lo que cualquiera que no ha visto la ciudad quiere ver, porque es lo lógico: la Quinta avenida, Times Square, trozos de Central Park. Por la noche convencí al grupo de ir a cruzar el puente de Brooklyn de madrugada. No hay nada más impresionante que ir acercándose al skyline nocturno por el puente, con el agua a ambos lados, infinita y palpitante y oscura, entre cables de acero y columnas de tabique y soportes de hierro oxidado, y de nuevo sentir lo que sentí en Chicago: de estas ciudades no impresiona la mano de dios sino la del hombre. La ingeniería inmortal.

Sólo había ido dos veces antes de ésta, pero durante ambas la recorrí intensamente. Mi plan era, al volver (en un viaje personal), ir a Queens, al Bronx, tomar el ferry a Staten Island, reducir las dimensiones de una ciudad que me parece infinita. Esto fue un baje de pretensiones. No hay forma de conocer Nueva York. Pensé también que no me gustaría vivir allá, aunque siempre creí que era un deseo no formulado. Mi nueva amiga me dijo: es como vivir frente al mar. Nueva York siempre deberá ser un descubrimiento.

 

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Siempre que me dan la oportunidad de escribir de algo que me gusta o que me importa, no puedo. No logro el desempeño adecuado. No doy. Me bloqueo y empiezo a sentir que todo está en mi contra, que el tiempo o los momentos o las circunstancias no eran los adecuados, y que de otra manera -lo clásico, la excusa clásica- podría hacerlo mejor. Siempre imagino un texto al que nunca llego. Mi bloqueo es acendrado y repetitivo, y siempre pasa, ¡siempre pasa! Todo lo que entrego es una versión dificultosa, incómoda y llena de tensiones, que invariablemente me deja insatisfecha. Todo son textos imaginarios. Un perfeccionismo idiota e inalcanzable (un perfeccionismo al que no tengo derecho, además). Todo es una pelea y una falta de confianza. Todo se problematiza. No hay placer. Sólo hay placer aquí. Sólo hay placer en lo que no me importa, en lo que tecleo porque mecanografío con rapidez, porque me gusta cómo se siente poner los dedos -todos los dedos- sobre las teclas suaves de la computadora y empujar la barra espaciadora con el pulgar derecho, en realidad el único dedo un poco inútil es el pulgar izquierdo, ese rara vez lo uso, y en cambio los meñiques son muy útiles porque ahí están los acentos, las as, las eñes, las pes, las qus, las zetas, las comas; eso es placentero, escribir y llenar el bloque blanco de WordPress y sentir que algo saldrá inmediatamente y que será al calor del momento y que no importa, no es ‘obra’, no es ‘publicable’, no es un texto urgente, no es lo que se escribe en un lugar, con un nombre, con unos lectores, tal vez con un prestigio; no es nada, es lo tuyo, es lo que escribes porque es placentero, porque los dedos sobre las teclas se sienten bien y porque siempre siempre hay ganas de poner los dedos sobre las teclas.

 

 

Foes

De todos los viajes que he logrado hacer este año, el que ha permanecido más intensamente conmigo fue el de Acapulco. No he podido determinar de forma total el estremecimiento que me produjo la visión de un Acapulco devastado, el Acapulco dorado de la niñez. El regreso a ese sitio hermoso del recuerdo y, de pronto, aunque con conocimiento de causa, las ruinas. Mi hermano fue este año con su esposa y su hijo. Si mi mamá había insistido en volver, sencillamente porque ama el puerto, tenía al menos la delicadeza de no salir del hotel, atenerse a la porción de playa, alberca, restaurante y sol que ese pequeño espacio, cercado por los límites del mismo hotel y de los militares que se plantan a un lado y otro, restringe. Pero mi hermano, nostálgico de marca, no podía hacer lo mismo. No podía quedarse encerrado en el hotel. Impelido por esta añoranza de la que yo misma no pude abstenerme, salió de su todo incluido porque lo que en realidad le interesaba no era tanto la evasión del mar y la arena sino el conjunto de lo que es Acapulco. Y se fue al zócalo. Y a la cancha de basquetbol donde antes, en tardes hermosas, para siempre evaporadas del mundo, jugaba cascaritas con mi otro hermano mientras los demás los veíamos, sentados en las gradas. Hay fotos de ellos. Viajaban con sus bermudas, sus tennis, su balón de basquet.

Antes, Acapulco se disfrutaba de punta a punta y sus atracciones eran de variado carácter. Veíamos el atardecer en Pie de la Cuesta y a los clavadistas de La Quebrada, nos subíamos en la lancha con piso de vidrio para ver a la virgen enterrada y pasábamos, antes de partir, al mercado por la Diana Cazadora a comprar cocadas y dulce de tamarindo y ceniceros y plumas con cordel que regalabas entre los amigos.

Al tercer día de su viaje mi hermano cayó enfermo, con fiebre terrible y vómito, según parece por algo que comió. Tuvo que adelantar su regreso algunos días. Él no lee las noticias. No sabe lo que sucede en Acapulco. Me contó el estado de las cosas, la fealdad de todo, entre incrédulo y conmocionado. Supe que su enfermedad fue la respuesta de su cuerpo al horror de lo que vio. Una nueva pérdida de la inocencia, otra institución de la infancia derribada. Nadie lo había preparado para esa devastación que yo, al menos, intuía.

Esta última vez nos quedamos en un hotel de medio pelo, en la Condesa, con los ruidos del bungee y de las cantinas entrando por la ventana. Pasamos al mercado, con las conchas de mar grabadas con palmeras y sirenas, y las playeras, y las alcancías de cocos vacíos, y los trajes de baños montados en maniquís de unicel. Cuánta desolación sentí al caminar por los escombros de Acapulco. El mar es tan bello como antes. Apenas en el sueño comprendí todo esto. Sólo íbamos a la playa, pero Acapulco se impuso en su totalidad. El sentimiento generado por aquella experiencia fue tan fuerte que aún pergeño un cuento al respecto, sobre el Acapulco dorado de la infancia. Eso no se va.

 

Todo

Soy obsesiva. Mi papá es obsesivo. A veces sólo piensa, habla y come puentes, o cierta música, o un ejercicio, o pon cualquier monotema. La manzana no cae lejos del árbol. Cuando hay un tema que logra interesarme, me interesa y ya no me interesa nada más. Pasa: hay una cosa en la que pienso constantemente, medito mucho en ella y hasta logro introducirla en todas mis conversaciones (tengo tanto encanto que nadie se da cuenta). Lograr ese nivel de ensimismamiento es complejo, no sé cómo llego a él, pero es mi forma de drogarme. ¡Evasión de la realidad para todos! Pienso en este objeto, esta canción, este libro, este programa, esta idea, esta película, esta actividad, incluso a veces, muy raras porque en general soy fría y desapegada, esta persona, y todo desaparece. 

Todo.

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Favors

Ya, Mad Men es impresionante. Sus capítulos son como el cuento típicamente carveriano, todo va sucediendo con la normalidad esperada, pero después, en la historia paralela apenas sugerida, son también piglianos e incluso, algunas veces, asestan el puñetazo final como trilladamente recomendaba Cortázar.

En el último, una serie de sucesos que van escalando como una pirámide, algunos triviales, conducen a un momento doloroso y brutal: Sally observa a su padre cogiéndose a otra mujer.

Cogiéndose: con los pantalones enrollados en los pies y la camisa arrugada a medio abrir, en la cama de servicio, con la vecina de abajo. La imagen es humillante y violenta. El padre sorprendido en actitud animal (el padre que, para la hija, era bueno, puro, intachable). La niña que, sin ser mujer, pierde su inocencia para siempre. La línea que jamás debe cruzarse en la relación filial. Hay reglas no escritas, demasiado tabú, como la de ver a nuestros padres, o ser visto por nuestros hijos, durante el sexo. Además, hay algo que duele muchísimo: el descuido del padre. La negligencia que permite que ella observe eso, aunque la culpa no parezca recaer en él por entero. Pero recae, absolutamente. Tú me has permitido verte en ese estado y en ese momento humillante para ambos, y te has avergonzado, avergonzándome en el proceso. El descubrimiento, para ambos, se convertirá en recuerdo doloroso e ineludible.

Después del incidente, Don busca a Sally alzando la voz, con el tono altanero y hasta condescendiente con el que se dirige a sus hijos. Luego desciende en el elevador, el motivo constante. Esta vez, a un infierno sin retorno.


Ah, Don se quiebra de nuevo, pero este quiebre es ahogado, contenido: el descubrimiento de un nuevo abismo.

(Jon Hamm es un Actor: la ira se convierte en un sufrimiento que despierta tanta simpatía que es imposible no llorar con Don al comprender, como él, todo lo que acaba de perder.)

En el lobby, titubea. Pero no sucede, como leí en algunas reseñas, que por primera vez Don no sepa qué hacer. Es otra cosa. Don entra en una nueva dimensión, tan desconocida y hostil que una parte de él se divide en dos. No es la división entre Don y Dick: es la verdadera escisión de su ser.

Y Jonesy, que ha vivido un desdoblamiento similar:

…lo mira mientras Don, separado para siempre de la vida, se pierde en el caos de la ciudad (que, más bien, lo traga o absorbe).

Este reflejo imperceptible no es coincidencia. Mad Men sabe de subtexto. Abusa de él a veces. Y el tema de la temporada ha sido resumido en el poster:

…cuyo fondo -la ciudad y la presencia constante de policías- se sugiere mientras Sally anda en el taxi:


**Nótese que Sally, rumbo a su descubrimiento, asciende en el elevador.

(Paréntesis necesario: el episodio fue coescrito por Semi Chellas, coautora también de Far Away Places y The Other Woman, y dirigido por Jennifer Getzinger, directora de episodios tan fundamentales y complejos como The Suitcase y A Little Kiss).

Más momentos desgarradores suceden a continuación.

El primer encuentro entre Don y Sally. La mirada avergonzada, inocente, sometida:

La tensión, la incomodidad, la humillación y luego, lo peor: la ruptura de todos los paradigmas masculinos. A Don lo felicitan y lo adoran por ser como es (un traidor, un animal), de modo que la pérdida de la inocencia se convierte en una bofetada de realidad, de la verdad sobre los roles de los hombres y las mujeres.

Cuando Don la busca, la esperanza de que hable como un hombre y no como un padre, que se deje conocer por su hija, se va al inodoro cuando, otra vez, reacciona con su this never happened attitude (Hamm dixit). Con la condescendencia del padre, transfigurándose en mi padre, en el padre de todos. Don es la figura paterna universal.
(o: aquí)

Después, la puerta se cierra para siempre.

El post de Triquis, más personal, es obligatorio. Dice cosas que yo quisiera decir pero con un valor que no tengo.

On the road

De aquí originalmente.

On the road (Walter Salles, 2012) es la historia de Sal Paradise y su amigo Dean Moriarty, quienes caminan por Estados Unidos como si las dimensiones de ese país se zanjaran fácilmente, una y otra vez, a finales de la década de los cuarenta. La adaptación cinematográfica de la novela de Jack Kerouac es digna, es larga, es graciosa, es lenta, es bella, es conmovedora incluso, pero no arde, arde, arde como velas romanas. Al final deja una sensación de promesa apenas cumplida, como una fiesta que estuvo divertida a secas. Una fiesta con todos los elementos: luz, locaciones, belleza en todas las personas que asisten (todos son bellos, hasta Steve Buscemi con sus ojos de huevo cocido y su cuerpo rancio y flaco), momentos de lucidez y reflexión. Pero una fiesta sin, ¿qué será?, ¿espíritu?, ¿locura?, ¿huevos?

Hay que detenerse en la belleza de la película: un coche corriendo sobre una carretera en una pradera nevada, o Sal de pie frente a la tumba de su padre, de simetría perfecta, o la luz que cae sobre el sudor en las caras de los personajes: todo es muy hermoso, como una serie de fotografías  con una paleta de colores cálidos. También hay actuaciones luminosas: Garrett Hedlund (Dean Moriarty) es salvaje, guapo, brutal y vulnerable a la vez; Viggo Mortensen (Old Bull Lee) es una presencia fúnebre e imponente; Tom Sturridge (Carlo Marx) se roba todas las escenas; Amy Adams -en sus breves apariciones- es la Amy Adams que ha maravillado en cada película, y hasta Kristen Stewart (Marylou) hace otra voz, se desnuda sin pena, mira a Dean desde el fondo del coche con tristeza y abandono, y sus ojos se humedecen sin esfuerzo, y es fácil saber lo que piensa y siente.

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Flujo de conciencia playero

Fui a Costalegre, la costa de Jalisco. Todo fue tensión, al principio. Mis crisis de ansiedad se agudizan. Los aviones, que antes me resultaban indiferentes, ahora me ponen nerviosa. Una falla minúscula en el despegue y la caída libre. Me senté y abrí mi libro, con el aire acondicionado en la cara. Era un avión pequeño. Una pareja, con su niño gritón insoportable, hacía tanto ruido, estaba tan empeñada en ostentar su alegría pre-playa, que cerré los ojos y apreté los puños y sólo al final miré por la ventana la sierra madre occidental. Llegué a Puerto Vallarta. Hacía calor. Entré al baño y no encontré mi maleta en la banda de equipaje. Apareció después. El delegado de turismo pasó por mí, nos detuvimos en un Oxxo por un café. Unos militares con metralletas entraron. En la carretera 200, me fue diciendo cosas: que en una playa se ahogó un periodista, que en esta propiedad vivía el Chapo Guzmán, que una vez vio en la madrugada cómo una avioneta aterrizó en la carretera y luego se dio la vuelta entre la maleza. Me dijo que iríamos a ver caimanes. No quise. Le dije de mi fobia. Se trababa cuando decía ‘innombrables’. Buen tipo, el delegado. Fuimos a comer al Hotelito Desconocido, del que luego escribí, en mi papel profesional, ‘un pedazo de Bali en México’. Hay reptiles por todos lados. Iguanas de estas que abren unas crestas en las cabezas. Vi varias entre los senderos. Me comí mi aguacate relleno con el cerebro ablandado, deseando en silencio: que no haya innombrables, que no haya innombrables. Vi un gatito, quise llevármelo. Salimos de ahí. El delegado manejó, me dormí con el sol en la cara. Llegamos a Alamandas. Un pequeño paraíso. Nadé, conocí a una pareja, católicos de Guadalajara de deliciosa actitud ambigua. Un tejón se robó mi cosmetiquera. Lo buscamos entre la bruma del atardecer. Por la noche todo es oscuridad. Estuve más tiempo en el agua, en el silencio. El mar es salvaje. Se escucha su bramido. El delegado me dijo que había unas iguanitas transparentes que se metían a los cuartos y se comían a los bichos y los alacranes. En un librero encontré Fear & loathing in Las Vegas. Me la pasé leyendo, a carcajadas. Recorrí el terreno. Tiene su pista de aterrizaje y 600 hectáreas de nada: territorio salvaje, seco, playas vírgenes, línea de mar infinita. Silencio.

Lo demás fue menos interesante. En Alamandas el mar era intenso, pero después, en Careyes, me metí una tarde a él. Era una bahía segura, Playa Rosa se llama. Hay barquitos flotando, como abandonados. Aunque la arena tiene piedras y el pie se hunde en ella como lodo, la ausencia de oleaje da una confianza que después es trastocada: es hondo, hondo, como para flotar de muertito sin hacer esfuerzo, porque a veces llegan corrientes heladas que se envuelven en las piernas como anillos de metal.

Después estuve en un hotel que solía ser nudista. Me dicen que hay “swingers aferrados” que de pronto regresan. Era la única persona sola en un hotel lleno de parejas que me miraban con una rara mezcla de lascivia y curiosidad. Me hicieron tomar un tour por un manglar. Estaba tensa en espera del caimancito, que bien podría ser una innombrable. No sucedió nada. Después llegó el chofer del delegado, Juan Carlos, muy amable hasta cuando, agarrado en confianza, me dijo de esas “nalgas que se obligó a olvidar”. Fuimos a ver los caimanes. ¿Grité? Sí, grité. Caminé por los puentecitos colgantes del estero con la cámara en la mano temblorosa y grité mucho, pero también me obligué a ver. Y vi. Los vi.

Comí un sashimi de huachinango con el delegado, ya en Barra de Navidad. Fue una conversación que, sin ser íntima, tuvo una nota agridulce. Me llevó al aeropuerto de Manzanillo. La primera vez que volé, cuando era niña, fue allí. En Taesa.

El avión era uno de esos pequeños con una fila de dos asientos y otra individual. Antes de mi periodo ansioso había tomado uno así, que no sentí. Atardeció en el camino. Las nubes estaban esponjosas. Hubo turbulencias. Fear & loathing se me acabó en el aire. Entramos a la nata gris del DF. Llovía.

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Aventuras culinarias en Francia

El año pasado que fui a París por primera vez, el presupuesto era evidentemente reducido. Todos los presupuestos son reducidos en París. Olga (y Jordy, los dos días que estuvo) y yo íbamos al Carrefour o al Mono Prix y comprábamos el cliché parisino, en barato: baguettes, quesos semi-añejos, charcutería de quinta, papas fritas sabor barbacoa o vinagre, los vinos más baratos del mundo, que no rebasaran los cinco euros ni bajaran de los dos, porque eso ya era sospechoso. Cuando tenía mucha hambre comía kebabs con mayonesa y papas a la francesa grasosas. Fui dos o tres veces a los dos mismos restaurancitos árabes sucios, por casualidad o por comodidad, en la Bastilla y cerca del Canal de St. Martin. Cuando llegábamos al estudio de Olga, le poníamos salsa Valentina (que le llevé) a todo lo que colocábamos en un plato. En resumen, esa estadía en París, la capital de la gastronomía, fue un desastre culinario.

Ahora tengo un trabajo que me permite viajar y comer de formas inaccesibles para mi presupuesto. Entonces, fui a Francia. A la región de Aquitania, en el suroeste, donde está el País Vasco francés. El otro sur. Cinco días sin los traslados. En esos días comí mejor de lo que he comido nunca en mi vida. Atisbé brevemente la grandeza, la tradición y la innovación de la gastronomía francesa. Fue nada, una prueba rápida. No fue comer con lujo (¿Qué se entiende por lujo? Alguna vez leí que es solamente la ausencia de mal gusto). El lujo no es el precio, la elegancia o la presentación de la comida. Lo importante para mí era comer desde una tradición, pero también desde la creación de una mano en particular (el trabajo de un chef).

Relevante: comimos en tres restaurantes con estrella Michelin.

El primer día fue en un pueblo cerca de Biarritz, St. Jean de Luz, en el corazón vasco francés. Zoko Moko tiene un chef de 26 años, Remy Escale. El restaurante podría ser condesero, con paredes de piedra, mantelitos blancos, espacio rectangular sin mayor fanfarria. Empezó con una sopa fría de chícharo y menta, que he visto replicada en un montón de lugares. Luego, un generoso, redondo y grasoso pedazo de cerdo con papa rellena y mancha de salsa de mango. Reniego de las manchas, pero están en todas partes. Como postre, un cheesecake que tenía apariencia de milhojas: tres pisos crujientes y crema pastelera de queso.

Simple pero aún no, dijeran, jaw-dropping.

 

Langostinos

Esa misma noche cenamos en La Rotonde, el restaurante con una estrella del Hôtel du Palais (antiguo castillo imperial de Napoleón III y su esposa Eugenia, ahora convertido en hotel categoría palais, donde pasamos dos noches). Lucie, la chica de PR del hotel, nos dijo que el chef, Jean-Marie Gautier, está frustrado porque no alcanza la segunda estrella, cosa entendible porque también tiene que supervisar los otros dos restaurantes del hotel. Comimos langostinos y un pescado llamado Pez de San Pedro, o Saint-Pierre, de la zona. En el postre, un arreglo decimonónico, había compota de ruibarbo, un raro vegetal devenido en fruta que parece un apio rojo.

Postre vestido de niña quinceañera.

Después escribiré del viaje. Después otros detalles. Ahora, la comida.

Llegamos a Bordeaux. Gwenaëlle, la encargada de turismo, nos llevó a una calle que prácticamente le pertenece a un excéntrico señor llamado Pierre Xiradakis, que tiene cinco restaurantes ahí (un bar, una marisquería, un bistrot con influencia española, un café y uno de comida tradicional del sur de Francia) y un hotel con cinco habitaciones que él mismo decoró con muebles comprados en bazares y mercados de pulgas. Comimos en La Tupiña, el tradicional. Una crítica de restaurantes escribió de él que si Disney recreara la comida del suroeste de Francia, luciría como este lugar: una cacerola de cobre sobre las brasas, una canasta con vegetales frescos, un montón de quesos, una chimenea, un olor a grasa de animal y hierbas. Comimos, sin tiempos ni orden: cordero, faisán, foie gras, frijoles blancos, jamones y embutidos, pescado fresco, papas fritas en grasa de pato.

DISNEY DREAMWORKS.

Estuvimos en dos châteaus viñedos. Tomamos vino. Más papas fritas en grasa de pato. Pain perdu: el pan francés, en Francia (que se hace con pan viejo, perdido). Pastel vasco, relleno de crema. Montones de macarons, de los que más bien parecen pedazos redondos de pan y que son típicamente vascos, hasta los parisinos que son como de una materia tersa y transparente. Preparados de chiles rojos de Espelette, que un tipo peculiar cultiva y comercializa…

Verdaderas PAPAS A LA FRANCESA.

Pastel vasco

Variedad de postres en un lugar cuyo nombre no recuerdo de Bordeaux.

Escupidera no opcional.

Quesos muy rancios

Luego fuimos a París. Un día y medio. Menos, casi. Llegamos un viernes por la tarde, pero sólo pude salir, ver el Arco del Triunfo (estábamos a dos cuadras) y regresar al hotel, porque teníamos actividades y actividades y actividades. Cenamos en el restaurante del hotel (La Cuisine de Le Royal Monceau), que tiene otra estrella Michelin. Empezó simple, unos ceviches, unas entraditas, y luego trajeron ternera con espárragos y hongo Morchella. Oh. Oooh. Aquello. Quise llorar. Tal vez fueron los vinos, tal vez ya estábamos entonados y el pequeño grupo empezaba a sentirse cómodo (al fin, después de tantos días), o tal vez eso es lo más hermoso que he comido. Los meseros y las meseras son bellos. El sommelier es tan distinguido. Los quesos vinieron y más vinos también. Luego hicimos nuestro propio postre con el chef repostero. Ya eran casi las dos de la mañana cuando abandonamos el lugar.

BELLEZA

Mi postre en equilibrio.

Al otro día tuvimos un pequeño lunch por la mañana y después cada quién hizo lo que quiso. Entonces, fui con Olga y David a caminar por París. Nos sentamos en el pasto cerca de Les Invalides y sacamos nuestras bolsas de Carrefour: charcutería de quinta, quesos de quinta, papas sabor queso y dos botellas de vino barato.

Cenamos hamburguesas de dos euros en un Quick.

 

Man with a plan

Don Draper/Jon Hamm en Man with a plan.


Don pierde el control de todo. Así pretende recuperarlo. Hasta la voz le cambia. Es detestable. No es el Don que amas, sino una copia terrible.

Pero luego…

Es otra vez un niño que implora.

Es tristísimo ver a Don desamparado. El hombre que es abandonado: si la llegas a ver, esta imagen no se borra nunca.


Otra vez la mirada hacia Megan como la de este capítulo. Algo bello y lejano que se mira con desapego, como una pintura.

Me encanta que Don ha sido testigo de los dos últimos asesinatos políticos del año con la mente concentrada en Sylvia. Además, ya está viejo.

No es este Don, que en este capítulo apareció de nuevo, como un recuerdo:


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La muerte detrás del umbral

El capítulo se llama The Doorway: un portal, una puerta, una ventana, un puente.

Finally you go through one of these things, you realize that’s all there are: doors, and windows, and bridges and gates. And they all open the same way. And they all close behind you. Look, life is supposed to be a path, and you go along, and these things happen to you, and they’re supposed to change your direction. But it turns out that’s not true. Turns out the experiences are nothing. They’re just some pennies you pick up off the floor, stick in your pocket. You’re just going in a straight line to You Know Where.
Roger

Hay dos clases de muerte en este episodio: la que sucedió de manera natural y transcurre en la paz y la tranquilidad, una muerte casi-casi zen, como colofón de una larga vida, privilegiada y aparentemente llena de amor (si bien, como sucede a menudo, este amor corría en una sola vía). La otra muerte es mucho más angustiante, a la manera de los rusos: es la muerte temida, la muerte que es a la vez una certeza (todos moriremos) y un temor anidado en lo más humano y vulnerable (y también: primitivo). Tolstoi escribió, en La muerte de Iván Ilich:

Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde? (..) Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista?

Cuando Don da su pitch, The jumping off point, con la imagen de la ropa tirada en la arena -que además está en grises, tonalidad mortuoria de por sí-, sentí escalofríos: era tan evidentemente una referencia al suicidio que lo más sorprendente era el hecho de que Don no pudiera verlo y que, al presentarlo, volviera tan transparente un deseo (pero no deseo, tal vez idea, tal vez intuición) que Hawaii le despertó: la muerte.

Don, de pie frente a su ventana, recto, inmóvil, lo que mira es el mar que a él lo alivia (edificios, el caos de la ciudad); por eso escucha el océano. Pero es otra cosa también: un abismo. Del otro lado sólo es posible la muerte. Se lo revela al doorman que atravesó también una puerta -la última puerta- y regresó a la vida: escuchaba el océano. Don estaba muriendo en ese momento. Don está muriendo.

(Pero todos morimos. Todos estamos muriendo mientras vivimos. Cada día vivido es uno menos a la cuenta final. Es esa muerte pero, también otra, más específica.)

Regreso entonces a la escena con el fotógrafo y el encendedor. Don lee con atención una frase que parece anodina: In life, we often have to do things that are just not our bag. Y después, el fotógrafo le dice: just be yourself. Hay, obviamente, una reflexión (más bien, una iluminación repentina, un Eureka personal) en ese momento. Empieza a acariciar una idea, o a asumirla: Don Draper no es Don Draper. Don Draper es Dick Whitman.

Recuerdo en la memoria defectuosa de las lecturas digitales, algunas entrevistas con Weiner que sugieren que Don podría dejar la publicidad. Aunque es algo que claramente ama, o que amó en algún momento, siempre está latente la posibilidad de que abandone su profesión. Y no sólo eso: que abandone su vida, la vida de Don Draper, que no está en su saco. Megan, la firma, el departamento: no son su responsabilidad. Son la vida de Don Draper. Y él, como hombre (como hombre anónimo, como héroe anónimo), ha sabido renacer, ha escogido qué tipo de vida vivir.

En esta vida (pero seguramente en la siguiente también) está distanciado del mundo. Por eso en Hawaii no habla. Está ausente. Y mira esta vida a través de un cristal, o en un cuadro: algo bello y feliz, pero distante.

A diferencia de Megan, que en su juventud puede seguir atravesando puertas, cada vez más luminosas (al menos en su promesa):

Megan tiene la vida por delante mientras que Don, de espaldas, mira la muerte.

¿Qué piensa Don Draper? Siempre me ha intrigado. La imagen es poderosa porque él está de espaldas, su rostro no se ve. ¿Cuál es el gesto, cuál es la determinación? Don es inaccesible. Don es el hombre sin rostro de los créditos, cayendo por un precipicio. En su separación del mundo está la soledad, la convicción de que el hombre nace y muere solo. Esto, que él ha rumiado a lo largo de los años, se hace más evidente porque, en verdad, resulta que se ha quedado solo: Peggy era la última persona que realmente lo conocía y ahora no está (tampoco Adam, tampoco Anna). Megan no lo conoce. No parece importante, nadie lo menciona, pero es Navidad y no ve a sus hijos. Llega borracho al funeral de la madre de Roger y vomita cuando atisba un vínculo del que carece: Roger no sólo tiene una familia sino un linaje con toda clase de símbolos y tradiciones (las aguas del Jordán en que fueron bautizados él y su hija) y además fue amado con ese amor filial e incondicional que Don, sencillamente, no conoce.

¿Qué queda, entonces? Ah, la búsqueda, cada vez con menos posibilidades. Don ha agotado muchas. Ha alcanzado tantos picos, con el trabajo y la pasión, con el dinero y el reconocimiento, con las mujeres y la familia (sus hijos, que intentó proteger al casarse con Megan), que más bien las cosas van a la inversa: vas perdiéndolo todo hasta morir solo.

And now I know that all I’m going to be doing from here on is losing everything.

Anecdotario mortuorio de The Doorway:

La muerte desde la perspectiva del que está a punto de atravesarla.

La muerte como referencia persistente, cotidiana.

Don es un cadáver.

Megan cierra sus ojos como se hace con los cadáveres.

Y Don mientras lee:

 Midway through our life’s journey I went astray from the straight road and awoke to find myself alone in a dark wood.

Fiction is the lie through which we tell the truth

Ayer que tembló estaba viendo The Phantom, el último episodio de la quinta temporada de Mad Men. Estaba tan concentrada, tan embebida en la reflexión y admiración que me inspiraba, que no me di cuenta del temblor, hasta que Pau abrió la puerta y me dijo: está temblando, y yo me puse las chanclas, y dejé el celular sobre el buró, casi a propósito, como pensando: no voy a salvar esta cosa, no soy tan ruin, y bajamos las escaleras hacia el patio, donde los vecinos esperaban, nerviosos y pasivos. El corazón latiendo aprisa. Las manos empapadas con un sudor helado, viscoso. Nuestro tercer piso, agrietado. ¿Quién le teme a los temblores porque son temblores? Le temes al derrumbe, a los escombros, al hotel Regis. Carajo, ¿hay que tener menos dos dedos de frente para entenderlo?

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Pensaba en Mad Men, en la fuerza que tiene gracias a que es una historia contada en temporadas, con ciertas reglas narrativas que le permiten no ir contando nada (no hay historia: hay un hombre) y sin embargo determinar su tema con fuerza y contundencia. No me refiero a la famosa “narrativa a largo plazo” (¿qué es eso?), sino al hecho de que Don tropieza con diversos obstáculos en cada temporada, ‘resolviéndolos’ para avanzar como en un juego de mesa, pero que quedan ahí, colgando como una tela de araña invisible. Luego, jamás superados, aparecen de nuevo, como en The Phantom. El tema general sería la búsqueda de un hombre a través de los años, y en cada año nuevas aventuras que prueban ser las mismas, y al final de cada una, entendimientos que también están equivocados. Rebobinar. Otra búsqueda. Error. Rebobinar.

Un Sísifo.

Es un personaje muy hermoso, con el objetivo manifiesto de ser un mejor hombre, que siempre se queda en el camino: actúa con egoísmo, con avaricia, con estulticia incluso, y en el tormento no hay iluminación o avance, sino la piedra enorme que es la vida.

Al fin, entendí lo que pensaba mientras ve el reel de Megan. La primera vez que vi la escena, que transcurre en silencio salvo la música, el humo del cigarro iluminando el haz del proyector, la hermosa cara de su esposa en blanco y negro en la pantalla, la mirada, la expresión de Don me parecieron muy enigmáticas. Qué pensaría ese hombre, pensaba yo, y no saberlo me intrigaba tanto como me seducía. Pero ayer, mientras temblaba sin darme cuenta, creí entender esa mirada. La ternura hacia ese algo hermoso (at last, something beautiful you can truly own) y a la vez el desapego, la distancia, una breve comprensión: la felicidad no es una persona. La felicidad no está en la belleza.

Otra cosa: Don Draper es tan cabrón porque es Jon Hamm. Y Jon Hamm es tan cabrón porque es Don Draper. Jon Hamm es un tipo tan relajado, tan chistoso, tan poco consciente de su belleza y talento, tan barrio… Es fácil querer a Jon Hamm. Un tipo fiel a su novia/esposa de años, concentrado, poco glamouroso. Pero como Don Draper, es sofisticado, adúltero y atormentado.

Y concluir: además de esta búsqueda, tan genuina y humana, Don Draper genera una devoción inusual, pues es un hombre privilegiado con El Mojo. Es maravilloso asistir a su angustia mientras se admira algo que pocos tienen. La última secuencia: Don saliendo del set, de la nueva vida que creyó le proveería felicidad, caminando a un bar, Nancy Sinatra cantando ‘You only live twice’, dos mujeres preguntándole si viene solo, y entonces, otra vez, su mirada impenetrable.

Im-pe-ne-tra-ble.

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Hoy en el metro, en el pasillo de Auditorio, había mucha gente leyendo la portada del periódico Metro: era una tragedia.

Vuelvo a mirar a la gente, a convivir con ella (“la gente”, como una masa) por periodos cortos e incómodos: en el camión, en el metro, en los cruces peatonales. A veces siento cariño por personas desconocidas, pero también, con frecuencia, ciertas cosas me llenan de ira: su conducta estúpida e impráctica en las escaleras eléctricas, la rudeza, la vulgaridad (entiendo la vulgaridad de una forma literaria, con esa intención la escribo), la conducta gandalla, la torpeza, la lentitud. La circunstancia es ésta: el DF es cada vez más inhabitable. La gente sobrevive. Y a la gente que sobrevive ya no le importa nada.

Antes me asaltaba una inquietud: todas las caras anónimas que veo en la calle son nuevas. Esta novedad obliga originalidad. ¿Será cierto que cada cara nueva es diferente de la última cara que vi? Tantas combinaciones y posibilidades. Adivino los rasgos de la gente que camina delante de mí: el tipo de nariz, el tipo de mirada, qué expresión y gesto hará y con qué intenciones. Todo es diferente siempre, excepto que nunca será recordado: la gente es una masa.

Ahora también debo aprender a convivir con muchas personas nuevas. Y esperar a que se vea y se conozca una parte de mí. Después de un periodo de reclusión y escaso contacto humano, me cuesta trabajo. Vuelvo a estar dentro de mí, pero no como antes. Habito un cuerpo desconectado, zombificado. El regreso a la vida es penoso y prolongado.