Contra la degradación humana

1.

“Salir a decir que están muertos, sin ninguna certeza, “es una forma descarada de torturar a los padres de familia”, señaló uno de los padres de los desaparecidos.” (La Jornada)

El dolor que no tiene nombre. (El País)
“La desaparición forzada es probablemente la más siniestra forma de violencia. Supone una forma de tortura psicológica para los familiares. Por una parte quieren que aparezca aunque sea muerto y por otra conservan la esperanza de que no aparezca porque tal vez esté vivo y reivindican su vida frente a las autoridades. Es una situación psicológica de doble vínculo en la que cualquier pretendida salida supone un nuevo impacto, y el paso de los días o semanas no hace más que aumentarlo” (Carlos Beristain, psicólogo español).

“En México hay alrededor de 30.000 desaparecidos, según cifras oficiales. Muchos casos no reciben atención mediática. Los más crudos y que salen a la luz, sí la reciben.”

“Beristain expresa el efecto de la desaparición como “una especie de limbo del que ni siquiera se puede hablar. Ni siquiera hay un estatus para ese dolor”. La forma de “sanación”, dice, es la ayuda mutua entre afectados, acompañada por profesionales, e integrada en la búsqueda de justicia. “Lo que necesitan los familiares es la verdad”.”

 

 

2.

En tres ensayos de Margo Glantz sobre la degradación humana en Auschwitz [“La muerte voluntaria”, “Siempre es posible lo peor (políticas de la memoria)” y “Harapos y tatuajes”, todos reunidos en La polca de los osos (Almadía, 2008)]:

“En Auschwitz -el paradigma del campo de exterminio- se afinan otros procedimientos y se alcanza el grado más refinado de la deshumanización, la producción en serie de hombres que han descendido al grado más abyecto de la condición humana“.

(…)

“Auschwitz tecnificó a la muerte, en los campos se hizo posible la fabricación en masa de cadáveres y se acuñó un vocabulario burocrático para referirse a la exterminación”.

Recoge el testimonio de Filip Müller, “sobreviviente de cinco liquidaciones”, que narra lo siguiente en Shoah:

La muerte por el gas duraba de diez a quince minutos.

El momento más terrible era cuando se abría la cámara de gas, la visión era insostenible: la gente comprimida como si fuera de basalto, en bloques compactos de piedra. ¡Cómo se desplomaban fuera de las cámaras de gas! Lo vi varias veces, y era lo más duro de soportar, a eso no se acostumbra uno jamás. Era imposible. Sí, hay que imaginárselo: el gas comenzaba a actuar; se propagaba de abajo hacia arriba. Y en el terrible combate que se entablaba -pues era eso, un combate- la luz se cortaba en las cámaras de gas, estaba oscuro y no se veía nada, y los más fuertes querían subir, subir cada vez más alto. Quizá sentían que a medida que subían, menos les faltaba el aire, podían respirar mejor. Empezaba una batalla y al mismo tiempo todos se precipitaban a la puerta. Era psicológico, la puerta estaba allá y todos (…) se precipitaban hacia ella, para forzarla, era un instinto irreprimible en ese combate de la muerte. Y es por ello que los niños más débiles y los viejos se encontraban abajo y los más fuertes encima. En ese combate de la muerte el padre ya no sabía que su hijo estaba allí, debajo de él.

¿Y cuando abrían las puertas? Caían como bloques de piedra, una avalancha de gruesos bloques precipitándose de un camión (…). La gente quedaba herida, pues en la oscuridad se producía una debacle, se debatían, peleaban. Sucios, manchados, ensangrentados, les salía sangre de los oídos y la nariz.

Cita ahí mismo fragmentos del tratado y confesión que Jean Améry, judío nacido en Viena, escribió en 1976 para explicar su suicidio (Améry fue, con Celan, sobreviviente de Auschwitz):

“Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos humanos no logran -voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o bien a causa de alguna catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días y las cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado. Todos los mandamientos y órdenes de “recordar” y de no “olvidar” que se dirigieron al pueblo judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen convertido en el canon de la Torá…”

Glantz: “La reconciliación entre las víctimas y los verdugos era imposible porque sólo podía proceder de una letargia emocional y de un sentimiento de indiferencia ante la vida, o de una conversión masoquista de una sed de venganza auténtica pero negada (Anissimov).”

“Efectivamente, si el torturado nunca puede olvidar su tortura –Quien ha sido torturado lo sigue estando (…). Quien ha sufrido el tormento, no podrá ya encontrar lugar en el mundo (Jean Améry)-, los otros tienen el deber de recordarla y convertirla en memoria colectiva, como si fuera un nuevo mandamiento.”

 

 

3.

En “La violación: un arma de guerra”, contenido en Ensayos impertinentes (Océano/debate feminista, 2013; escribí una reseña del volumen aquí), Jean Franco analiza (y narra) la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en Guatemala y Perú, en los ochenta y noventa, con el fin de reprimir movimientos insurgentes: el grupo Sendero Luminoso en Perú, a su vez responsable de violaciones y torturas en las comunidades que invadía, y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, conglomerado de grupos guerrilleros de ascendencia rural e indígena cuya persecución inició tras el exitoso golpe de Estado de Ríos Montt.

Uno de los fragmentos más difíciles de leer:

Memoria del silencio (la documentación de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de Guatemala) señaló que la barbarie de las masacres fue de tal magnitud que “a primera vista, podía incluso provocar cierta incredulidad”. Lo que hizo que los acontecimientos fueran verosímiles fue la reiteración del detalle y las exhumaciones de cadáveres, pero también “las imágenes, todavía vívidas en la mente de los testigos -de gargantas cortadas, cadáveres mutilados, mujeres embarazadas con el vientre abierto por bayonetas o machetes, cuerpos ‘sembrados’ en estacas, el olor de la carne quemada y los perros devorando los cuerpos abandonados que no pudieron ser enterrados- y que corresponden a un evento real ” (CEH, Memoria III: 249-250).

“A los niños (“la semilla”) se les mataba azotándolos contra una pared o arrojándolos vivos a las fosas, en donde eran aplastados por los cuerpos de los adultos muertos. El ejército también destruyó lugares ceremoniales y sacó “a más de 80% de la población de sus hogares”. La violación casi nunca fue un acto aislado cometido por una sola persona; eran actos colectivos. Un testigo de Guatemala describe a una mujer que perdió la conciencia y fue violada por veinte soldados: “estaba en un charco de orina, semen y sangre; era realmente humillante, una mezcla de odio, frustración e impotencia” (CEH, Memoria III: 28). A los soldados se les ordenaba matar, torturar y violar como una estrategia aceptada (CEH, Memoria III: 29).

(…)

«”La violencia”, escribe Judith Butler en su libro Vida precaria, es la manera en que “queda expuesta la vulnerabilidad humana primaria ante otros seres humanos en su versión más terrorífica, una manera de ser entregados, sin ningún control, a la voluntad de otro, una manera en que la vida misma puede verse suprimida por la acción intencionada de otro” (Butler 2004: 28-29). A la luz de la reciente violencia global, Butler pregunta: “¿Qué cuenta como humano? ¿Las vidas de quiénes cuentan como vidas? ¿En dónde son unas vidas más dignas de duelo que otras?” (Butler 2004: 29). La pregunta fue formulada de distinta manera por Solomon Lerner en su presentación del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Perú en 2003: “¿Qué nos dice acerca de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que 35 mil de nuestros hermanos están desaparecidos sin que nadie los eche de menos?”. Y, podríamos añadir, ¿qué nos dice que tantas “hermanas” hayan desaparecido o sido atacadas en su persona? ¿Pueden “la verdad” y “la reconciliación” reparar las ruinas de tantas vidas…?»

 

 

4.

Fragmentos de la declaración de Murillo Karam el 7 de noviembre:

“Incluso se encontraron restos que correspondían a mujeres, mientras que el grupo de estudiantes normalistas de Ayotzinapa estaba constituido sólo por varones, hechos de los que se ha iniciado una investigación y en este momento ya podemos determinar que policías municipales de Iguala se encuentran involucrados en el homicidio de estos cuatro cuerpos identificados en las primeras fosas de Cerro Viejo.

(…)

“Los documentos, los detenidos, perdón, señalan que en ese lugar privaron de la vida a los sobrevivientes y posteriormente los arrojaron a la parte baja del basurero, donde quemaron los cuerpos; hicieron guardias y relevos para asegurar que el fuego durara horas, arrojándole diesel, gasolina, llantas, leña, plástico, entre otros elementos que se encontraron en el paraje. El fuego, según declaraciones, duró desde la media noche hasta aproximadamente las 14 horas del día siguiente, según uno de los detenidos y otro dice que hasta las 15 horas del día 27 de septiembre.”

(…)

“A decir de los peritos, el alto nivel de degradación causado por el fuego a los restos encontrados, hace muy difícil la extracción de ADN que permita la identificación, sin embargo, no agotaremos esfuerzos, no los escatimaremos hasta agotar todas las posibilidades científicas y técnicas. Los peritos, tanto de la Procuraduría General de la República como los forenses argentinos en un esfuerzo exhaustivo, continuarán sus trabajos hacia la identificación.”

 
5.

Stefan Gandler, en El discreto encanto de la modernidad (Siglo XXI Editores/UAQ, 2013):

“El siglo XX no ha sido, como se puso de moda afirmar con ingenuidad o con intenciones abiertamente derechistas, tan terrible por los “grandes relatos”, lo que quiere decir los grandes sistemas ideológicos, sino lo fue más bien por la brutalidad que se vivió en este siglo, en el cual millones fueron reducidos a su pura presencia física y asesinados como muñecas (Puppen), como solían llamar los nazis a sus víctimas y victimados.

“La reideologización de los conflictos sociales, es decir, la reconstruida capacidad de percibirlas como tales, será el primer paso para poder parar la actual ola de violencia criminal, es decir apolítica, que está dañando a los habitantes de México y del mundo en general.”

 

 

6.

Después, un poema de Primo Levi, traducido por la misma Glantz:

Tú que vives en calma

bien abrigado en tu casa,

Tú que encuentras,

cuando de noche regresas,

la mesa puesta, rodeada de rostros amigos.

Considera si esto es un hombre:

El que sufre en el lodo,

el que no conoce el reposo,

el que pelea por un mendrugo de pan,

el que muere por una insignificancia.

Considera si esto es una mujer:

la que ha perdido sus cabellos y su nombre,

y hasta la capacidad de recordar,

los ojos vacíos y el seno frío

como una rana en el invierno.

No olvides que esto sucedió.

No, no lo olvides:

Graba estas palabras en tu corazón,

piensa en ellas, en la calle

en la mañana, por la noche

repítelas a tus hijos

O si no que tu casa se derrumbe,

que la enfermedad te haga sucumbir

y que tus hijos te abandonen.

 

 

Jueves, transcribir

Subrayados (reacomodados) de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke:

**

(Ser amada quiere decir consumirse en la llama. Amar es brillar con una luz inextinguible. Ser amado es pasar, amar es permanecer.)

**

Quizá. Quizá sea nuevo que superemos esto: el año y el amor. Las flores y los frutos están maduros cuando caen. Los animales se huelen, se encuentran entre sí y están contentos. Pero nosotros, que hemos proyectado a Dios, no podemos terminar de estar dispuestos. Relegamos nuestra naturaleza; aún necesitamos tiempo. ¿Qué es un año para nosotros? ¿Qué son todos los años? Incluso antes de haber comenzado con Dios, ya le rogamos: Haznos sobrevivir esta noche. Y después las enfermedades. Y después el amor.

**

Los que son amados llevan una vida difícil y llena de peligros. ¡Ah!, ¿por qué no se sobreponen para amar a su vez? Alrededor de las que aman no hay más que seguridad. Nadie lo sospecha y ellas mismas no son capaces de traicionarse. En ellas el secreto se ha hecho intangible. Lo clamorean entero como ruiseñores, y no se divide. Su queja no se refiere más que a uno; pero la naturaleza entera junta su voz: es la queja por un ser eterno. Se lanzan en persecución de aquel que han perdido, pero desde los primeros pasos le han adelantado y no queda ante ellas más que Dios.

**

Sólo mucho más tarde recuerda con qué firmeza había decidido entonces no amar nunca, para no colocar a nadie en esta situación atroz de ser amado. Años más tarde se acuerda, y como los demás proyectos, éste también ha sido irrealizable. Pues ha amado y aun ha amado en su soledad; siempre malgastando toda su naturaleza, y con un terrible temor por la libertad del otro. Ha aprendido lentamente a hacer pasar los rayos de su sentimiento a través del objeto amado, en vez de consumirle.

**

Un amor semejante no tiene necesidad de respuesta, contiene el reclamo y la respuesta; se otorga a sí mismo.

 

(después)

 

Hacen bien en limitarse a tomar nota de ciertas cosas que no pueden cambiarse, sin deplorar los hechos ni siquiera juzgarlos. Así fue como me representé claramente que yo no sería jamás un verdadero lector. Cuando era niño consideraba la lectura como una profesión que era necesario asumir, más tarde, un día, cuando llegara el turno de las profesiones. A decir verdad, yo no me representaba exactamente cuándo llegaría esto. Pensaba que se manifestaría una época en la que la vida se abatiría de cierto modo y no vendría más que desde fuera, así como antes venía de dentro. Me imaginaba que entonces se haría inteligible, fácil de interpretar e inequívoca.

**

Diré en honor mío que he escrito mucho en estos días; he escrito con un ardor convulsivo. Sin duda, al salir, no pensaba con gusto en el regreso. Incluso di unas vueltas y perdí así una media hora, durante la cual podría haber escrito. Concedo que fue una debilidad. Pero, en cuanto estuve en mi habitación, no tuve nada que reprocharme. Escribía, tenía mi vida, y lo que estaba al lado era otra vida, con la que yo no compartía nada: la vida de un estudiante de medicina que prepara su examen.

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…No estoy lejos de creer que la fuerza de su transformación consistió en no ser ya el hijo de nadie.

(Ésta es, en definitiva, la fuerza de todos los jóvenes que se van.)

**

Pero ahora que todo se hace diferente, ¿no ha llegado la ocasión de transformarnos? ¿No podríamos tratar de desarrollarnos algo y tomar poco a poco sobre nosotros nuestra parte de esfuerzo en el amor? Nos han evitado toda su pena, y así es como se ha deslizado hasta nosotros entre las distracciones, como a veces cae en el cajón de un niño un trozo de encaje fino, y le gusta, y deja de gustarle, y queda allí entre cosas rotas y deshechas, peor que todo lo demás. Estamos corrompidos por el goce superficial, como todos los “dilettanti”, y rastreamos tras el dominio. Pero, ¿qué sucedería si despreciásemos nuestro éxito? ¿Qué, si comenzásemos desde el principio a aprender el trabajo del amor que ha estado siempre hecho para nosotros? ¿Qué, si regresásemos y fuésemos principiantes, ahora que tantas cosas se disponen a cambiar?

**

He rezado para volver a mi infancia, y ha vuelto, y siento que aún está dura como antes, y que no me ha servido de nada envejecer.

**

Pensaba sobre todo en la infancia, y cuanto más reflexionaba con calma, más inconclusa le parecía. Todos sus recuerdos tenían la vaguedad de los presentimientos, y el hecho de que fueran pasados los hacía casi pertenecientes al porvenir.

.

.

Domingo 5:58 pm

Ya teníamos café en la oficina. ¿Cuánto tiempo de no venir por aquí si ya hasta habíamos poseído una cafetera y luego la perdimos, porque se rompió? ¿Un mes, dos meses de buen café? De un café que comprábamos entre todos, es decir, dentro del grupo de compañeros y amigos y adictos al café en el que me muevo. Un día uno veracruzano, otro día un oaxaqueño, hasta hubo un guanajuatense, y otros adquiridos de emergencia, algunos mejores que los demás, pero al menos era llegar en la mañana y preparar la jarra o, si ya estaba preparada, tomar la taza del estado de Nevada que cambia de color con la temperatura y servirse y beber frente al monitor donde los correos iban descargándose poco a poco y el día podía al fin desenrollarse como un listón feliz. Pero otra vez estoy donde empecé, habiendo saboreado la felicidad del café disponible y ahora nuevamente sometida al Punta del Cielo cuya calidad es caprichosa e inconstante.

Eso más muchos horrores domésticos. Pero esos ahora qué.

 

Cosas en las que he pensado

Hay cosas que me calman y otras que me inquietan. Estoy en el periodo de las que me inquietan. No podía escribir acá. La escritura automática de este lugar, tan calmante otras veces, no llegaba o llegaba a medias. Mientras tanto hice otras cosas, muchos pendientes, mucho trabajo del que paga y transcurre en una oficina, y del otro que no paga y transcurre en todos lados. Fui a San Miguel de Allende, fui a Acapulco, dos lugares cada vez más familiares. Escribí, vi, leí, etcétera.

Demasiados temas, demasiadas impresiones. Sentimientos de permanecer bajo observación. Algo de lo cual quería quejarme por escrito y que sólo he discutido con otras personas, la mirada privilegiada de algunos intelectuales mexicanos, las distintas sensibilidades de clase, las posiciones de poder de las que parecen no tomar conciencia, etc. Pero me resistía (y no encontraba el tiempo y la energía). Sin embargo no puedo dejar de pensar en aquello. Enojarme, inútilmente. El hombre y su circunstancia. El mundo que cada quién sobrevive.

Pero tal vez se puede escribir sobre eso.

Por ejemplo, no sé por que nunca he escrito de ellas aquí.

En la beca del Fonca conocí a María José Gómez y Gabriela Damián. Ahora pienso en la suerte increíble de que me tocara compartir género (cuento) y generación con ellas: ambas son escritoras extraordinarias, muy talentosas. Me resulta difícil aclarar hasta qué punto talentosas, porque este tipo de cosas, en otros contextos, da la pinta de espaldarazo. Aquí no, aquí no podrían operar esas reglas. Ambas están entre las mejores escritoras del país en este momento, lo he dicho siempre, y luego pienso que es de una estadística improbable que las dos estuvieran en la misma generación. (y que yo, inexperta todavía y de ninguna manera con una idea de mí misma similar a la que sostengo de ellas, tuviera la suerte de cobijarme en su talento y experiencia, es de presumirse, de anécdota que se presume, como la vez que me encontré con el señor Pollos de Breaking Bad.) Por suerte ahora nos vemos mucho más que en esa época, hacemos talleres al menos un miércoles cada mes y seguimos trabajando en todo aquello. Se trata de un taller literario productivo y concentrado, pero se ha convertido también en un encuentro de reflexiones, de intercambio de concepciones del mundo, de amistad. Como en tertulias similares, también -ni modo- hablamos de otros escritores, de lo que escriben, de lo que opinan, de las tradiciones en las que se inscriben, de las causas que apoyan o denostan, de sus miradas contrarias o similares a las nuestras.  Todo eso es inevitable cuando se intenta escribir. Pero todo eso también es pensar.

Gaby nos invitó a participar en el especial de género de Tierra Adentro, En Reconstrucción. Era emocionante porque participaríamos las tres en un mismo medio, en un mismo dossier y al mismo tiempo. Yo, insegura y aferrada, no quise participar con un cuento, no considero ninguno terminado nunca, y mejor escribí un ensayo que empezó como comentario y se extendió más de la cuenta (éste). Ellas escribieron un cuento (Majo, Turnos; Gaby, El monstruo del lago Ness) y ambos cuentos, bellos y tristes y profundamente femeninos, son una entrada a su literatura, a sus temas, a sus sensibilidades.

Gaby además coronó con un punzante y sabio ensayo que redondeó la idea entera del dossier, Reconstructoras del tiempo y el espacio (vuelvo a él más adelante).

Al mismo tiempo reseñé el libro de ensayos de Jean Franco (que resultó una de las columnas vertebrales del ensayo que intenté) para el ¿especial de género? de Letras Libres, que en realidad se trató de un dossier sobre la disparidad laboral. Me gustó de nueva cuenta compartir páginas con Gaby, quien además escribió una emocionante reseña (pensemos en lo infrecuente de que esas dos palabras aparezcan juntas) de una novela de Helen Oyeyemi (otra suerte mayúscula: a quien vimos, las tres juntas, en el Hay Festival de Xalapa el año pasado). Pero algún sabor agridulce me quedó.

Majo lo dijo: el ensayo de Gaby en Tierra Adentro es valiente (me tomaré el atrevimiento de citarla en uno de nuestros correos) “no sólo porque señalas ciertas conductas de algunos privilegiados, sino porque haces referencia explícita a personajes concretos. Me gustó mucho leer algo que sentí como una continuación de las conversaciones que hemos tenido.”

El especial es importante porque pretendía, y creo que lo logró, desbrozar muchos de los estereotipos atados al acto radical de asumirse feminista. Ideas de lo femenino, de lo masculino, de los distintos feminismos, de la labor de mujeres trabajadoras y mujeres artistas; manifiestos personales, hábitos culturales, hay un poco de todo y de una calidad excepcional. Pero creo que ese ensayo resume muchas de las ideas más importantes del dossier. Este párrafo, por ejemplo:

La figura de la feminista constituye uno de los “Yo no soy así” más comunes. “Uno se eleva rebajando lo otro”, por lo tanto, quienes sienten la necesidad constante de aclarar que “están a favor de luchar por los derechos de las mujeres, pero no son feministas” desean comunicar que no han caído en la trampa de un discurso percibido como arcaico,violentoradical, y cuyo verdadero objetivo la mayoría desconoce. Desde luego, este deslinde tiene muchos matices: para empezar, hoy en día existen muchos feminismos, no uno sólo. Hay quienes se mantienen cerca de alguno de los feminismos, pero se desmarcan para evitar la carga socialmente negativa que implica el término; quienes lo rechazan en pos de otro que defina mejor su perspectiva, como sucede con el Womanism; y, por supuesto, hay mujeres que no pueden estar física y socialmente seguras en sus comunidades si confrontan al patriarcado como proponen ciertas estrategias del feminismo mainstream.

Cuando menciona a los genios bobos (desde figuras notables como Schopenhauer, quien escribió: “Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas”, hasta un bobo a secas como Luis González de Alba, con su risible texto “¿Cuotas por género?”), Gaby escribe:

Al parecer, los genios bobos se sienten autorizados para hablar de misoginia, inequidad o feminismo aunque nunca se hayan ocupado en documentarse seriamente acerca de estos temas porque, al ser tan brillantes, están confiados en que podrán dar una opinión atinada, cuando en realidad lo único que hacen es repetir una convención social, un acuerdo que les favorece, y que, por lo tanto, no tienen la necesidad de cuestionar. Este mecanismo opera de la misma forma en otras desigualdades: las económicas, de clase, de etnia. Y es que es difícil estar dispuestos a reconocer que se tienen ventajas, porque al reconocerlo (en contextos donde el cinismo no es aplaudido, claro), estarían obligados a alguna clase de renuncia: ceder espacios, reconocer la valía de algo que no les  gusta.

(¿a alguien podría sorprenderle que, en un estudio cualquiera, sólo el 17% de los blancos perciba que la discriminación racial continúa siendo un problema grave, frente a 55% de negros? ¿Que entonces, para hombres y mujeres privilegiadas, el feminismo parezca un asunto inútil o innecesario?)

Continúa (¡todo el texto es para citarse!):

Los genios bobos necesitan dejar de suponer de qué se tratan los libros, investigaciones, discusiones y hasta las leyes que abordan la equidad de género. Seguramente son expertos en muchas otras cosas, pero de este asunto necesitan leer más y escuchar con atención antes de repetir las opiniones de siempre. Hay frases hechas tan sobadas por unos y otros que me sugieren una analogía estrambótica: las visualizo como un chicle que quizá en el origen fue redondo, dulce, de algún color brillante, pero que se fue pasando sin empacho de boca en boca hasta convertirse en un cuajarón gris, insípido y viscoso al que nadie pone muchos reparos porque ya se han acostumbrado a masticarlo:

Y ejemplifica con estas frases, que hemos leído en CANTIDAD de textos: “Las cuotas son otra forma de sexismo”, “La corrección política es sólo censura”, “Las mujeres se victimizan solas”, “Hay asuntos más importantes, como la pobreza”, “Tipificar al feminicidio es discriminación, a los hombres también los asesinan”, “Yo no soy machista, soy un enamorado de la belleza y la inteligencia de las mujeres, es más, creo que son mejores que los hombres”…

La razón por la que estas posturas se vuelven tan populares es porque la incorrección política es equiparable a ser “valiente”, “honesto”, atreverse a decir las cosas “como son”. Quienes no encuentran regocijo en el “me río porque es cierto”, son intolerantes y carentes de sentido del humor.

Pero esa no es la razón por la que no nos da risa. Las verdades a las que alude la generalidad de opiniones catalogadas como políticamente incorrectas son, con frecuencia, estereotipos, simplificaciones de la realidad que: 1) no reflejan la realidad, sino una experiencia muy limitada de ésta; 2) no cumplen con el objetivo principal del humor como herramienta de ruptura: no se oponen al discurso hegemónico, no confrontan al poder, más bien, lo refuerzan al reproducirlo en clave de chiste.

(y el bloque de las amas de casa como escalón más bajo de la especie humana, más adelante, es fundamental).

Pensaba en estas cosas. En los privilegios, sobre todo. Nacer en algún lugar, dentro de alguna familia, con unos obstáculos o sin ellos.

Pensaba en este párrafo de Jean Franco:

Originalmente, “políticamente correcto” era la denominación que los liberales y la izquierda utilizaban para evitar un habla signada por el odio y para hacer que la gente lo pensara dos veces antes de utilizar términos de abuso con claras referencias peyorativas, como nigger (negro), wog (árabe, indio o cualquier persona de tez oscura) o dyke (lesbiana). Desde el punto de vista de la derecha, sin embargo, lo “políticamente correcto” se identifica con nociones de una nueva “policía del pensamiento”, con el paradójico resultado de que la gente se ve estimulada a ser políticamente incorrecta y demostrar su libertad, especialmente en programas de radio, utilizando la misma habla de odio que lo “políticamente correcto” intentaba refrenar. Este nuevo significado de lo políticamente correcto como autorización para “hablar obscenamente”, lejos de ser un asunto abstracto, ha tenido efectos reales en la exacerbación de las ya agudas divisiones raciales.

Pensaba en cuántas veces he leído ataques a lo “políticamente correcto”, al carácter “fascista” de lo políticamente correcto, a lo tonto imbécil innecesario carente de sentido del humor de lo políticamente correcto. Esas cosas. Esas luchas.

Pensaba en las reacciones negativas al reto Read Women 2014 (las reflexiones de Daniela Franco en LL, que echan mano de los mismos argumentos del “sexismo” que según esto se oculta en la propuesta, del paradigma del gusto, del “buen escritor” a pesar de su “género” (¿sexo?), de las cuotas de género, etc.). De cómo resulta inadmisible cuestionar cómo o por qué razones se ha formado el canon literario y cómo influye éste, en su clasificación de autores menores y mayores, en nuestros hábitos de lectura (de eso se trata: descubrir por qué leemos lo que leemos, por qué escogemos los libros que escogemos). No significa leerlas porque son mujeres. Más bien, leer a las que no sabemos que existen, porque no han sido integradas al canon, porque se mantienen en una trastienda, y porque deberían estar, por su altura literaria, en dicho canon. Nadie acusa a nadie de macho. Nadie pide absurdas cuotas de género. Nadie pide basarse en el sexo para elegir lecturas. Pero ah, no. Luchas inútiles. Luchas egoístas. Dos bandos, dos formas de mirar el mundo.

¿Por qué es inútil el feminismo? ¿Por qué se nos niega la posibilidad de construir (reconstruir: ahí la idea de En Reconstrucción) nuestra identidad? ¿Es egoísta, es inútil? Habiendo asuntos más graves (en México apenas esto podría decirse con una mueca seria), ¿apuntamos erróneamente los dardos?

Mis razones para adherirme al feminismo descansan en la idea de solidaridad femenina. De la empatía en la experiencia de la otra. Así inició el ensayo de Gaby y me gustó mucho leerlo y encontrar mis motivos ahí. Y fue grato saberme rodeada de esta clase de sabiduría.

Pensaba en estas cosas.

 

 

El cuerpo radical: la representación femenina en el cine y la TV

(En el especial sobre feminismos para Tierra Adentro, editado por Gabriela Damián, un ensayo sobre la reconstrucción pop de lo femenino)

Ahora mismo tengo conmigo la Vogue de febrero. Admiro en la portada la cara redonda, la camisa de bolas rojas, los ojos grandes –todo son redondeces explícitas– de Lena Dunham. El balazo principal reza:

Choose your

SPRING STYLE

73 Great Looks, From Bohemian Chic to Boy Shirts

El balazo que concierne a la entrevista de Dunham se sitúa en el extremo superior izquierdo, en letras blancas: Hey, Girl LENA DUNHAM The New Queen of Comedy.

¿Es extraño que Dunham salga en la portada de Vogue? Lo es, la misma editora, Anna Wintour, lo aclara en su carta editorial, desde la primera frase: “Algunos pensarán que Lena Dunham no es la típica chica de portada Vogue, y estarán en lo correcto; precisamente por eso es la más indicada para protagonizar nuestro número de febrero” (nota: nunca sabemos qué tiene de especial el número de febrero). Wintour enumera las razones “verdaderas” para su fichaje ―que es exitosa, que no sólo “ha ascendido a la fama sino a la conciencia cultural colectiva”, que tanto ella como Sarah Jessica Parker encarnan al Zeitgeist― y, aunque muchas frases se leen ensayadas o innecesariamente rimbombantes, encuentro cosas interesantes en algunas, como la afirmación de que los ejercicios de exhibición tan típicos de Dunham no provienen de un deseo deliberadamente provocador.

Más adelante, en la pieza escrita por Nathan Heller, Dunham es retratada en un día de filmación de Girls (la serie que ―se aclara― escribe, dirige y actúa), en eventos públicos, en la cotidianidad de su departamento en Brooklyn Heights. Inevitablemente llega la parte donde se cuestiona el tratamiento poco convencional de la sexualidad en Girls, “famosa por su naturalismo”, pero también, de forma curiosa, por los frecuentes desnudos de Dunham. El texto recuerda que no sólo sus formas han sido reveladas en el programa, sino también las de Becky Ann Backer, la actriz que interpreta a su madre, quien se lamenta cómicamente de que nadie le hubiera pedido que saliera topless en la televisión sino hasta ahora, pasados los cincuenta.

Ahí mismo se recuerda un capítulo controversial en el que el personaje de Lena Dunham, Hannah Horvath, se liga a un hombre guapo, más grande que ella, con el que pasa un par de días ―dentro del bonito bronwstone de él― sin compartir nada más que sexo: un auténtico encerrón que a algunos les parecería muy normal en una chava de 24 años, pero que en las audiencias despertó todas las alarmas de la inverosimilitud: ¿cómo era posible que él, tan guapo, tan casado en la vida real con una modelo, sin ninguna perversión sugerida en el delineado de su personaje, se fijara en ella?

 

Al iniciar un ensayo con la figura de Dunham me arriesgo a varios males: que mi ejemplo me limite (y me confunda, me distraiga y me lleve a ideas a las que no deseaba llegar), y que todo aquel que opine horriblemente de ella decida no leer más que lo anterior.

Sin embargo, la escojo a ella porque es tal vez la figura más visible del cambio de la representación femenina en los medios audiovisuales: no la única, no la mejor, no la más innovadora, simplemente la más obvia aunque también, como me gustaría demostrar más adelante, la más radical.

 

El estudio de las representaciones sociales es complejo y difícil de abordar aquí. El concepto nace con Durkheim, para quien representar significa “traer cosas a la mente”. Serge Moscovici, uno de sus teóricos fundamentales, encontró que la representación social tiene la función de transformar lo arbitrario en lo consensuado, es decir, las representaciones recogen aspectos de la realidad y les asignan significaciones. Dichas significaciones varían de acuerdo al sistema de valores que rige a la sociedad en la que la representación social es creada. Carlos Colina, en “De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, dice que las representaciones “moldean nuestras respuestas ante un determinado objeto pero también configuran nuestra percepción de dicho objeto. Lo que quiere decir que el objeto no es idéntico para los que no comparten su misma representación”.

La definición más simple de una representación social sería, según Abric, “el conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes al propósito de un objeto dado”. Este objeto puede ser, como indica en sus ejemplos, desde una autopista hasta las funciones de una enfermera. La representación, se repite aquí y allá en la teoría, no reproduce sino que re-produce. La idea, más que reflejar al objeto, lo produce de nuevo: la idea se vuelve objeto. Este conocimiento no es de carácter científico. Es el saber natural, empírico, social, modelado y rectificado por un amplio rango de circunstancias que van desde la tradición oral hasta la precisión del entorno que habita el sujeto. Éste no recibe pasivamente la representación: también la modifica y, de algún modo, reconstruye con ella la realidad.

 

Además de la Vogue, que anuncia en un balazo la SUPERBOWL PARTY de Kate Upton (no la conocía, pero ayer vi que alguien compartía en Facebook una explicación teórica de por qué a los hombres les gusta Upton mientras que las mujeres prefieren a Kate Moss), tengo también los Ensayos impertinentes de Jean Franco, publicados recientemente por Océano en colaboración con Debate feminista.

En uno de sus ensayos, “La incorporación de las mujeres. Una comparación entre narrativa popular mexicana y estadunidense”, Franco analiza el discurso contrapuesto de las novelas publicadas por la maquiladora de novelas románticas Harlequin y el de las historietas de El Libro Semanal, muy populares durante los años ochenta. Hay que tomar en cuenta que el ensayo fue publicado en 1996, cuando ambas formas de entretenimiento eran multitudinarias: El Libro Semanal tenía, por ejemplo, una tirada de entre 800 mil y un millón de ejemplares cada semana. Las que Franco llama “narrativas de la cultura de masas” se distinguen entre sí por el público al que van dirigidas: mientras que las novelas románticas le hablan a consumidoras potenciales (mujeres adineradas de ciudades grandes, grupos selectos de países tercermundistas), las historietas mexicanas apuntan sus dardos a mujeres integradas o en vías de integrarse a los niveles más bajos de la fuerza de trabajo. Hasta aquí, sobre todo para quien no conozca el finísimo trabajo de la humanista, parecería una división tajante y hasta arbitraria de dos productos distintos. Sin embargo, Franco es muy cuidadosa en sus intentos por explicarse el éxito de las ficciones románticas, que prometen, sí, una utopía que permite sustraerse del mundo, un mito con reglas inamovibles que conducen a un final satisfactorio, pero al analizarla como literatura de consumo masivo no distingue entre alta y baja cultura. Más bien, desde una sensibilidad marxista, Franco entiende que estas historias enfatizan “la adaptación incuestionada a una situación de abundancia” y el anhelo por obtener poder ―vaya, autonomía, un lugar legítimo― a través del contrato social.

Pese a que sabe que un ejemplo aislado es riesgoso, Franco cita la trama de una de las novelas más populares de Harlequin de entonces, Moon Witch, que narra el ascenso de la huérfana Sara al emporio textil que de pronto, en su lecho de muerte, su abuelo le hereda. “De este modo”, explica Franco, “Sara ya está incorporada desde el comienzo de la novela, lo que demuestra cómo, en el romance, el deseo de la mujer es canalizado antes de su nacimiento”. Entre el aprendizaje que obtiene del antiguo socio de su abuelo, quien le enseña modales y formas de navegar entre el elitismo corporativo, muy al estilo de un moderno “hado madrino”, y los enredos románticos con el hijo de éste, a quien toma por antipático y egoísta, Sara termina su odisea después de obtener su “verdadero lugar en la sociedad”: casada con la versión ochentera del señor Darcy. Es interesante lo que apunta Franco respecto a que, en la mayoría de estas novelas, la socialización no proviene de la madre sino que toda “programación social de importancia es dejada al hombre”.

Pienso ahora en Twilight (el vampiro rico, sofisticado, enamorado sin grandes motivos de una niña de 17 años), o en Fifty shades of Grey (un rico magnate, sadomasoquista, enamorado sin grandes motivos de una recién graduada de universidad), fenómenos comerciales que ilustran no sólo el enorme poder de la ficción romántica, sino los mecanismos narrativos apenas modificados entre una historia y otra. Su éxito se debe, según Franco, a que ponen en crisis el deseo de reconocimiento de las mujeres, “consecuencia directa de la posición devaluada que ocupan en la sociedad”, contra su deseo de amor individual.

Algo curioso sucede en El Libro Semanal, cuyo discurso podría confundirse por feminista cuando, en momentos inesperados, incita a la liberación sexual. Pero las moralejas, si las hay, son extrañas y no se desprenden de manera lógica de aquello que cuentan. Por lo general, sus argumentos se recogen de casos reales, de la nota roja y cartas de lectores, con abundancia de violencia y sexualidad explícitas. Su antecedente literario se encuentra en la novela naturalista, en contraste con los romances de Harlequin y similares, que beben de la caballeresca.

Franco exhibe, con el análisis de tramas (mujeres maltratadas que huyen de casa, mujeres adúlteras que tras el castigo “vuelven a las andadas”), las “diferentes estrategias narrativas cuando las mujeres son destinatarias en cuanto consumidoras, que cuando se las interpela como miembros potenciales de la fuerza laboral”.

Jean Franco rastrea los orígenes de la producción masiva de textos durante la reforma educativa de Vasconcelos. Con la caída del monopolio estatal en la producción de contenidos (consecuencia de la airosa entrada de México a la política neoliberal), el discurso de la Revolución entró en crisis, haciendo notoria la escisión entre aquella República ideal, modernizada, con la demoledora realidad de los mexicanos. Hay, acaso, una separación de la generación vieja, la “mala” ―responsable de la desviación que tomó el camino al progreso― de la generación “nueva”, que para sobrevivir deberá desprenderse del lastre que supone la familia. Y hay algo doloroso aquí: el recordatorio de la sociedad que “hace de la escasez el principal incentivo (para) la fuerza de trabajo”.

(Una suposición precipitada: el interés por lo sensacionalista parece haber sido desplazado, actualmente, por publicaciones como TvNotas, que dispensa unos dos millones de ejemplares cada mes y es una de las lecturas más consistentes del mercado editorial mexicano.)

La preferencia sobre cierta narrativa es reflejo de un momento histórico. Está el ejemplo demasiado obvio de la entrada masiva de las mujeres a las fábricas como consecuencia de la fuga laboral que trajeron consigo las dos guerras mundiales, y el advenimiento de Rosie The Riveter con su enfáticoWe can do it! como símbolo de la mujer trabajadora (un símbolo ahora reapropiado por voluntades menos interesantes, pero esa es otra historia). También, el suave retorno del discurso del ama de casa como columna y eje central de la familia, y el posterior del “empoderamiento” (esa palabra que suena muy feo, pero que es necesaria) de la mujer: una nueva manera de llamarle a su profesionalización laboral. En resumen, una serie de discursos que cambian de acuerdo a las necesidades del mercado.

He citado ampliamente a Franco, una mujer de lucidez, inteligencia y compromiso precisos, pero no encuentro una manera mejor de terminar este apartado que con una de las frases finales de su ensayo: “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”.

 

Vi hace poco el documental Miss Representation, una producción de Girls’ Club Entertainment. Es interesante, es, incluso, entretenido. Trata sobre la “objetificación” (otra palabra fuerte, poco atractiva) de las mujeres en el cine, la televisión, el internet y la música, es decir, en los mass media. El discurso se construye con los siguientes elementos: imágenes que exhiben la representación femenina dominante en los medios gringos (escenas deGossip Girl, de reality shows, de noticieros con presentadoras escotadas, de videos musicales); la opinión de personajes de la academia, de directivos de organizaciones civiles por la equidad y los derechos femeninos, de actrices y periodistas, y de estudiantes preparatorianos en lo que parece unfocus group o taller de discusión; por último, de estadísticas y datos en frío que, sin conectarse de manera directa con aquello de lo que se habla, respaldan teóricamente la idea del documental. El hilo conductor lo lleva la reflexión de Jennifer Siebel Newsom, incipiente actriz y directora del documental, que expone su preocupación por la concepción del mundo que los medios transmiten a su hija, y a los jóvenes en general, en lo que toca a los conceptos de feminidad y masculinidad.

Algunas cifras: los adolescentes norteamericanos pasan 31 horas a la semana viendo televisión; 10 horas (me parece poco) en internet; 17 escuchando música, en resumen, más de 10 horas al día consumiendo entretenimiento. El documental inicia con una frase distintiva de la crítica cultural: el medio es el mensaje y el mensajero. Y otra, no tan original pero que encuentro veraz, sobre que entender los medios de comunicación significa enterarse de lo que está sucediendo en la sociedad (la gringa, en este caso).

Sólo 16% de las protagonistas de películas hollywoodenses son mujeres. Sólo 26% del segmento de mujeres que aparecen en la televisión tiene más de 40 años. Las estadísticas no producen análisis cualitativos, como se le ha querido atribuir al súbitamente popular test de Bechdel, pero funcionan como herramienta para medir un fenómeno cultural.

(Una refrescada de lo que dicho test clasifica: una película tendrá una representación femenina más eficaz si en ella aparecen: 1) más de dos mujeres, 2) hablando entre sí, 3) de algo que no sea un hombre).

El mensaje predominante en los medios masivos sitúa el aspecto físico como uno de los valores más altos a los que debe aspirar una mujer. Lucir bien es tener poder. El “empoderamiento” es más efectivo si, preferentemente, es sexual. La mujer fuerte se encarna, a menudo, con el estereotipo de la heroína ruda pero hiper-sexualizada (aparecen imágenes de Gatúbela, Elektra, Lara Croft; las opiniones de adolescentes que perciben el bombardeo de la silueta femenina lo suficientemente redonda, lo suficientemente delgada, como única forma de belleza aceptable; estadísticas que, por tramposas o aisladas que puedan ser, no dejan de apuntar a algo: el 65% de las adolescentes norteamericanas sufre trastornos alimenticios, una cifra que ha crecido entre 2000 y 2010; el gasto promedio en cosméticos y salones de belleza en Estados Unidos es de 12 a 15 000 dólares al año.)

Este argumento salta a otro mucho más agudo: la representación de las mujeres con poder verdadero (económico, político) en los medios de comunicación. Las constantes alusiones al físico de Hillary Clinton, de Sarah Palin (agreguemos: de Angela Merkel, de Cristina Fernández de Kirchner, de, ¡vamos!, Elba Esther Gordillo); la preponderancia del aspecto emocional en las descripciones y juicios respecto a ellas e incluso, si se permite el pecado de la subjetividad, el encasillamiento, la ridiculización, la condescendencia. En pocas palabras: la trivialización del poder femenino.

Un clip de Jay Leno donde presenta el juego: “Adivina si es presentadora de noticias o mesera de Hooters”. ¿Quién con conocimientos poco especializados del mundo de los negocios conoce los nombres de Indra Nooyi (presidente de Pepsi), Ursula Burns (presidente de Xerox), Andrea Jung (presidente de Avon)? Rachel Maddow, analista, frontwoman de un programa político, un personaje delicioso, lleno de candor y perspicacia, relata el hate mail que ha recibido a diario, desde su primera aparición en la televisión, por razones de género, sexualidad (Maddow es lesbiana) y aspecto físico.

Condolezza Rice, Jane Fonda, Geena Davis, Jim Steyer (director de la organización Common Sense Media), Jean Kilbourne (cineasta y académica de Wellesley Centers for Women), Pat Mitchell (presidente de Paley Center for Media), Martha Lauzen (directora ejecutiva del Center for the Study of Women in TV and Film), todos opinan, relatan sus experiencias, apoyan con su visión la propia visión del documental. Y la conclusión demoledora es la siguiente: el tratamiento de las mujeres en la cultura popular es indigno.

Los niños, que construyen su educación sentimental en mayor medida con los medios que con la literatura y el arte, reciben concepciones parciales de lo que significa ser mujer y ser hombre, de lo que hace a una mujer, mujer y a un hombre, hombre. La perspectiva de los creadores de contenidos es, forzosamente, limitada y poco incluyente: la presencia de mujeres y de razas diferentes de la blanca en los puestos estratégicos de cadenas como NBC, Disney, Time Warner o Fox es ínfima (un 3%).

Lauzen plantea: “Cuando un grupo no es representado en los medios, es inevitable que se cuestione qué rol juega en esta cultura”. El término acuñado para este fenómeno es “aniquilación simbólica”. Geena Davis argumenta que siempre se ha dado por hecho que las mujeres se interesan por las historias protagonizadas por los hombres, pero no viceversa: una forma de indicar que la experiencia de la otra mitad del mundo no es taninteresante (aparece el ejemplo de las chick flicks, un género unánimemente asociado con las mujeres, cuyas protagonistas tienen como objetivo más importante la consecución del romance: lo que recuerda el análisis de Jean Franco sobre los romances: lo que trae a la memoria, una vez más, el test de Bechdel).

 

Las representaciones sociales surgen, se perciben y se intervienen desde numerosos frentes, pero la cultura es uno de sus abrevaderos más significativos. En After Theory, Terry Eagleton recuerda que la cultura se movía, hace muchos años, en el terreno de lo simbólico, lo erótico, lo ético, lo afectivo y lo mitológico. A partir de los años sesenta y setenta empezó a significar también cine, moda, imagen, estilo de vida, publicidad, marketing, medios de comunicación. Éste es el concepto de cultura que entendemos hoy. El lenguaje de los medios y el de la cultura es uno solo.

La cultura, conviene el mismo Eagleton, es central para las demandas políticas del feminismo. “Valor, discurso, imagen, experiencia e identidad son el lenguaje mismo de su lucha política, como en las políticas étnicas o sexuales”. Y agrega que el único paradigma sobreviviente de la moralidad clásica (la capacidad de plantear verdades morales) es el feminismo, con su insistencia por entrelazar lo político (en su definición aristotélica) con lo personal.

Un grupo lanzado a los márgenes, en un sistema económico que requiere dichos márgenes para sobrevivir, y que emplea a la cultura como uno de sus artífices principales, vuelve la realidad del mundo un discurso. La realidad se vuelve discurso. La realidad se vuelve representación.

 

Hay muchas cosas que me hubiera gustado decir aquí. Que mis ejemplos son limitados, que el apartado anterior apenas puede aplicarse en México, donde la cultura y su distribución son muy distintos de Estados Unidos. Habría que hablar de los medios de comunicación en nuestro país, del acceso al internet, la televisión, la prensa, la literatura, el arte. De las representaciones femeninas y de clase en nuestros medios, de su transformación (y, acaso, involución) en el tiempo. De los grupos privilegiados que tienen acceso a las narrativas gringas ―y son, por tanto, influidos por ellas―. Pero no albergo ambiciones tan grandes: tan sólo quería hablar de Lena Dunham, la mujer con la que inicié el texto.

En el libro de Jean Franco hay otro ensayo, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. En él analiza los movimientos populares de mujeres latinoamericanas a partir de los años noventa, cuando las madres de desaparecidos durante las dictaduras se erigieron como un nuevo tipo de ciudadana. En las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, las mujeres que blandían las fotografías de sus hijos desaparecidos, imágenes tomadas generalmente en reuniones familiares, representaban la “vida privada” de manera pública. Franco entiende lo privado como lo individual y lo particular en oposición a lo social. Al invadir el espacio público con lo privado se pone de relieve la anomalía que significa la presencia femenina reclamando la polis, que a su vez revela la destrucción de las estructuras familiares y sociales. La separación entre la esfera pública y la privada es factor de subordinación.

En “Silence is a woman”, recientemente publicado en The New Inquiry, la académica Wambui Mwangi describe las técnicas de subversión de las mujeres kenianas contra el régimen opresivo de las élites Gikuyu, que han dirigido Kenia con mano dura desde los años cincuenta. En el lenguaje Gikuyu, “mutumia” es una de las palabras genéricas para designar a la mujer. La traducción literal es “la silenciosa” o “la que no habla”. La condición natural de la mujer, explica Mwangi, es “habitar en silencio, perseverar mudamente, comunicarse sin habla”. El silencio es una mujer.

Las mujeres kenianas, en 1922 durante el colonialismo británico o en 1992 contra el régimen Moi, usaron la desnudez como su arma política más poderosa. En sus manifestaciones descubrían los cuerpos tabú que resultaban una afrenta para el espacio público keniano, acostumbrado a ver esos cuerpos under cover. La desnudez tenía el poder de hacer público lo privado, de crear publicidad a partir del cuerpo. No podía ser de otra forma en una cultura que ha negado la presencia pública de ciertos cuerpos y que, más aún, ha usado el cuerpo de la mujer como “instrumento de aprendizaje”: cuando, en la indecencia y la exhibición, es motivo y justificación de la violencia sexual.

Menciono estos dos ejemplos, radicales en su dimensión política, porque apuntan a dos conceptos que me interesan: lo privado como subversión, la desnudez como protesta.

Vuelvo a Lena Dunham. Es inevitable que, comparada con las madres de la Plaza de Mayo y las mujeres kenianas, su discurso parezca banal. Sin embargo, el tema del ensayo es la representación de la mujer en los medios de comunicación y, tras mucho pensarlo, no encuentro una figura que subvierta las convenciones de la representación femenina en la pantalla de manera más sencilla y a la vez más drástica: con su desnudez.

Girls retrata la vida de cuatro veinteañeras en Nueva York: sus relaciones amorosas, familiares, amistosas, sus búsquedas personales, sus dificultades económicas. Por supuesto la perspectiva es limitada, pero sería imposible pedirle lo contrario; la pretensión de representación detodas las perspectivas femeninas o de clase es tan necia que ni siquiera vale la pena mencionarla. Girls es, a pesar de todo, una comedia: la protagonista, Hannah Horvath, interpretada por Dunham, es una aspirante a escritora con una mirada alienada, desentendida, por momentos insensible. Gran parte de la comedia surge de esta ingenuidad voluntaria, que no es mero ejercicio de autocrítica: al exhibir opiniones que le granjean continuamente la animadversión de cierto público poco perspicaz, queda claro que Dunham, más que ridiculizar, crea un personaje.

Las protagonistas de Girls tienen sexo continuamente, pero el sexo que decide mostrarse es del tipo incómodo, del que recrea los aspectos más torpes, mediocres e incluso violentos de las relaciones sexuales. Es, en resumen, un sexo poco convencional… Y qué extraña es esta frase: poco convencional, porque refiere a una cualidad que sólo existe en relación con las convenciones de la tele y el cine, mas no de la vida diaria. Muchas de las anécdotas que se presentan en Girls me han pasado a mí o a personas que conozco. Puede decirse, entonces, que son anécdotas realistas.

En Girls hay, por lo tanto, mucha desnudez. Pero quien más se desnuda es Lena Dunham, la mujer de las “redondeces explícitas”. No sólo cuando tiene sexo, sino cuando llora en una tina con agua tibia, frente a su mejor amiga; cuando decide usar una blusa de red transparente para ir a una fiesta, cuando habla con su novio mientras se cambia de ropa. Sobre todo, en la actual temporada, Hannah se desnuda mucho.

He leído, en Twitter, en Facebook, en los blogs que reseñan y desentrañan cada capítulo de televisión que sale al aire, que no entienden por qué Hannah se desnuda tanto. No lo entienden. No hay razones. No.

El asunto llegó a su momento más álgido cuando, en un evento con la Asociación de Críticos de Televisión, el reportero Tim Molloy, de The Wrap, le hizo la siguiente observación a Dunham:

No entiendo el objetivo de tanta desnudez en el show, de ti particularmente, y siento que me pones en una trampa cuando dices que nadie se queja de la desnudez en Game of Thrones. Pero entiendo por qué lo hacen: porque quieren ser lascivos y, de algún modo, estimular al público. Tu personaje, en cambio, se desnuda en momentos arbitrarios y sin motivo.

La respuesta de Dunham fue simple: “Creo que es una expresión realista de lo que es estar vivo”.

 

He leído muchas opiniones sobre los “motivos” de Dunham para desnudarse constantemente en su show. En algún texto cuyo rastro he perdido en el historial de mi computadora, una bloguera feminista le daba carpetazo al asunto: porque el cuerpo femenino no está hecho solamente para, con su bella presencia, “alegrar el ojo” de quien lo ve. No existe sólo para el placer masculino.

Pero, además de que es una sentencia enteramente cierta, si bien un tanto obvia, creo que hay una postura política de enorme significado en la desnudez continua, sin motivos, de Lena Dunham. Una desnudez subversiva.

En su entrevista con Vogue, Dunham explica que buscaba normalizar lo que es natural para todo el mundo: “ese tipo de sexo”, el sexo que es cotidiano para la gente. Su decisión de desnudar a la actriz que interpreta a su madre, en una escena tan anodina como lo es un momento de intimidad con su esposo, obedece a la misma idea.

¡Qué absurdo que la televisión requiera normalizar lo que es normal! Pero lo requiere. Y es mucho más que la satisfacción de Lena con su propio cuerpo, un discurso tibio del que el mercado se apropia lentamente (pensemos en Dove, para no ir tan lejos), y de los modelos a seguir que las niñas (a las que no les interesa Girls) tendrán en el futuro: se trata de una postura radical. Su cuerpo es una herramienta de subversión, porque lleva aquellos “defectos imperdonables” a la luz. Si el arte moderno rompía las formas sobre la base de la armonía, y al experimentar alteraba un orden, no es descabellado pensar que Lena hace lo mismo con su cuerpo en un medio cuya armonía depende de la convención generalizada que exige la belleza.

Los medios son parte de la cultura que permite construir representaciones sociales. Ver, leer, escuchar: todo moldea sensibilidades. Lo que he leído, lo que he visto, lo que he escuchado, lo que he usado como ejemplos y base de mis argumentaciones, está allá afuera, en el corpus de la cultura misma, nodentro de mí, en un hipotético chapuzón hacia los confines de mi alma.

Es un reclamo justo exhibir los modelos destructivos de imagen, su papel protagónico en las representaciones que nos permiten reconstruir la realidad. Si esto sólo pasa con el cuerpo y la imagen, ¿cuánto más falta, cuánto más debe transformarse?

El medio es el mensaje y el mensajero.

¿Entonces? Que Lena se desnude. Que se desnude más y sin motivo.

 

Pienso ahora también en la frase de Franco que utilicé muchos párrafos arriba. “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”. Pienso en mis amigas, en si estamos o no representadas en Girls, con las diferencias de clase, de circunstancia, de lugar en el mundo. No del todo, eso es cierto, pero a veces… El tema más importante en Girls es, a final de cuentas, la amistad que hay entre ellas. La solidaridad femenina. Resulta triste admitirlo, pero en eso, de una manera importante, también es radical.

 

 

Bibliografía

Ensayos impertinentes, Jean Franco. Editorial Océano – Debate feminista.Selección y prólogo de Marta Lamas.

Prácticas sociales y representaciones. Bajo la dirección de Jean-Claude Abric. Presses Universitaires de France (1994). Ediciones Coyoacán.

After Theory, Terry Eagleton. Penguin, 2004.

Miss Representation, Jennifer Siebel Newsom. Girls’ Club Entertainment, 2011.

“De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, en revista Comunicación, Carlos Colina. Centro Gumilla, Venezuela, 2000.

“Silence Is a Woman”, en The New Inquiry, Wambui Mwangi. Junio 4 de 2013.

 

I want you to deal with your problems… by becoming rich!

Junté algunas ideas sueltas sobre The Wolf of Wall Street, de la que es improbable decir nada original a estas alturas pero, de todos modos, las escribo a continuación:

(obviamente, hay múltiples spoilers)

Animalidad

Jordan Belfort es un lobo. Pero no es nada más una metáfora. Hay mucha animalidad en él, en lo que hace, en la gente que lo rodea. Y la idea no es sutil. ¿Cuál es la primera frase de la película? The world of investing can be a jungle.
Bulls.
Bears.
Danger at every turn.

Estos tipos son animales, punto. Y Scorsese se da vuelo mostrándolos en sus fases animalescas. En la estampida:

Mientras devoran a la presa, por el placer -puro y primitivo- de la depredación:

Pero la presa no es ésta, sino minutos antes: cuando, en complicidad con el jefe y los altos mandos, Donnie Azoff cagotea, humilla y elimina al corderito que limpiaba la pecera.

(también, mientras interrogan al mayodormo que tuvo la osadía de organizar una orgía gay en el departamento de Jordan, es demasiado explícito el gusto de aterrorizar, castigar, territorializar).

Además.

Cuando aúllan, cuando literalmente aúllan:

En el canto tribal de la selva (que le ride tributo a la cabeza de la manada: finalmente, los lobos son animales gregarios):

Wolf, wolf, wolf.

Lo que más me gusta es que Jordan, como lobo, reacciona a su entorno con instintos animalescos. ¿Qué es el inesperado putazo del quaalude sino el disparo o la herida violenta que derriba al animal de caza? ¿Y cómo reacciona Jordan sino haciendo un mesurado listado de los recursos con los que cuenta para sobrevivir al peligro?

I can crawl!

La imagen me recordó una frase del cuento Casa inundada de Felisberto Hernández: “Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido”.

Paréntesis necesarios y obvios: qué gran pieza humorística es toda esta escena. ¡Cuánta comedia física! Leonardo se estrena en el slapstick más tradicional (o, como lo explica el hiperculto Ernesto Diezmartínez, un Jerry Lewis en drogas).

Otro paréntesis: la lucha para mantenerse en funciones y alerta durante el viaje me generó una sensación como de sueño. Jordan se arrastra, babea, maneja, babea, entra a su casa, babea, intenta arrebatarle el teléfono a Donnie, babea. En esa batalla contra la inmovilidad, contra la imposibilidad de articular palabras, hay, para mí, una lucha como la que se libra dentro de los sueños.

Hace poco soñé que despertaba y no podía hablar: miraba la puerta, el pasillo, el contorno de mi cara sobre la almohada, y la voz no salía. Seguramente abrí los ojos también. En Paprika hay una escena similar, cuando se pasa de un escenario a otro a través de una tela elástica que no termina de romperse:


¡Ansiedad onírica! En el sueño, el cuerpo no reacciona y hasta los movimientos más simples son como pesados, lentos y dificultosos.

En la escena hay otro elemento ligeramente inquietante: mientras habla con su abogado, antes de que el Lemon le haga efecto, Jordan dice una frase que al espectador le resulta cien por ciento comprensible (I didn’t try to bribe anybody!), pero que a su interlocutor ya le suena al washawasha posterior. En esa breve anomalía se contagia un poco de la confusión que experimenta Jordan (o, como dijera Alonso Ruvalcaba en su ensayo al respecto, ahí se encuentra un botón de subjetividad).

Finalmente, cuando llega hasta Donnie, ¿no es toda la pelea alrededor del teléfono (y un teléfono además, que es el arma que empuñan para practicar su animalidad) una pelea entre el lobo alfa y el beta por el pedazo de carne? Se muerden, se arrastran, son lobos que luchan entre sí; es la ley de la selva:

Y POR SI NO QUEDARA CLARO, después de salvar a su amigo de una muerte violenta y estúpida, Jordan aúlla como gorila:

Además.

Cuando es atrapado (en el vuelo rumbo a Suiza), gruñe y gimotea como animal que cayó en una trampa. Véanlo, es un cachorrito de pronto:

Otro animalito:

Dos últimas:

La primera vez que fuma crack con Donnie, Jordan quiere correr, ¡correr como leones y tigres y osos! Las drogas son el shot de adrenalina que en los animales se manifiesta en la estampida gozosa.

El detective.

Si estos tipos son animales de caza, ¿quién los captura? Un animal más inteligente. Un ave de presa.

Que además, extrañamente, *parece* un halcón, un águila, un ave rapaz (en guapo).

El tipo que es “straight as an arrow” es aquel que termina de esta forma, porque así funciona el sistema: la rectitud no tiene recompensas. Y eso lo hace todo aún más inmoral.

 Notas intermedias

La escena de la rapada es un gang rape brutal. Estos tipos se cogen lo que quieren, enfrente de los demás si hace falta. Ella parece esperar que la valentía de sentarse ahí le gane el favor de quien sostiene la máquina de afeitar, pero no: ante los animalescos gritos de scalp scalp scalp, es rapada frente a todos. Después, tambaleante, con las pocas hebras de pelo que le quedan, se retira con el dinero que ya sabe sucio, corrompido, mientras a su alrededor se desata la bacanal.

¡Y qué bacanales! Ya han dicho qué dionisíacas orgías se emprenden aquí. La imagen misma es como de composición clásica, griega:

Como de pintura renacentista:

Miren la posición de los dedos: ¡dedos renacentistas!

De Rubens:

De barroco, con atención en el objeto de arte, como este hermoso zapato Gucci (que creíamos Ferragamo):

Como nota feliz, ¡Fran Lebowitz!

Occupy Wall Street bis

Estos tipos son vendedores, eso es lo único que hacen bien. Y Jordan es un gran líder. Motiva a sus empleados, cree en ellos, conoce bien los talentos de cada uno, los alienta. Todo él es una lección de liderazgo, de emprendedurismo como lo conocemos hoy: la capacidad de entablar relaciones emocionales con tus empleados (para, quizás, dejar que ellos hagan el trabajo sucio por ti).

(Para este papel se necesitaba un vendedor con mucho carisma, es decir, un seductor, es decir, un gran actor, es decir, Leonardo DiCaprio.)

También hay una fábula de mentores y aprendices. También esto es entorno empresarial: todo lo que aprende de Mark Hanna lo hereda después a su pequeña manada.

(Por cierto, ¿hay algo mejor que Matthew McConaughey? Su brevísima escena es tal vez la más disfrutable de toda la película.)

No hay glorificación. Scorsese, Terence Winter y el mismo Leonardo DiCaprio tratan a su héroe con condescendencia. Siguen el libro de Jordan Belfort al pie de la letra -según he leído-, pero lo hacen con ironía, una ironía que celebra y también se burla: así como Jordy embauca, es embaucado. También a él le ven la cara: su yate horrendo, el banquero suizo, la esposa interesada.

Sus discursos son retorcidos, porque encarnan un sueño americano retorcido: the beautiful house, the beautiful wife, the beautiful kids. En lo más burdo, The Wolf of Wall Street es una fantasía que se ofrece al espectador. El desfile de excesos comprados con dinero funciona como un moderno cuento de hadas: aquí lo imposible, aquí lo irrealizable, aquí lo fantasioso. Más que un espejo de la sociedad (aquí y aquí), es el espejo de sus sueños, de lo que quiere y no puede tener (y que otros, talentosos usureros, pueden conseguir y, además, ser admirados por ello).

We are the common denominator, dice Mark Hanna. Tipos como estos mantienen el sistema atado con alfires: ellos, Robin Hoods, roban al más rico para echárselo directo a su bolsillo. Pero en el robo hay un revanchismo de clase. Éste es el discurso oculto en The Wolf of Wall Street, uno revolucionario, anárquico, anti-sistema. Al enseñarles el guión que deben seguir para vender las acciones de empresas miserables, Jordan los anima con un nuevo target: the wealthiest one percent of Americans.

¿Qué tan masiva era la idea del 1% en los años noventa? Sé que existía, ¿pero tenía una relevancia cultural como la de ahora, a la luz del Occupy Wall Street y otros movimientos? Los discursitos con los que Jordan motiva a sus empleados pueden muy bien aplicarse a nosotros, los espectadores. Porque en su entraña el mensaje toca la fibra de la clase media. Hacer dinero para pagar la tarjeta de crédito, para tener un mejor trabajo, para alcanzar una vida más digna. I want you to deal with your problems by becoming rich. Hacer dinero como revancha social: nosotros, espectadores, sentados, pasivos, empleados, el engranaje más bajo de esa rueda.

La justicia también es una artificio: Jordan pasa poco tiempo en la cárcel y después se vuelve gurú de auto-ayuda. Ese es el final lógico y natural en esta sociedad. Adorar estos ídolos. Estos que mientras orinan gritan un gran, sonoro FUCK YOU, USA.

 

 

Una obra verdadera

(Publicado originalmente en La Tempestad)

Resulta difícil pensar que Abdelladif Kechiche, director de La vida de Adèle, es un tirano. Tras ganar la Palma de Oro en Cannes, una polémica desagradable lo persigue: si efectivamente explotó a sus actrices principales, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. En algunas entrevistas, ambas se han quejado de las condiciones en que filmaron la película: más de cien tomas para la escena en que se cruzan por la calle y se miran por primera vez; una semana para filmar la principal escena de sexo; cinco meses de rodaje en lugar de los tres previstos; humillaciones y cansancios a fuerza de la repetición excesiva, etcétera. Kechiche, perteneciente a la tradición del cinema verité, buscaba autenticidad, intensidad, la verdad misma. Pareciera que la única manera de conseguirlo ha sido arrastrar a sus actrices a un estado máximo de vulnerabilidad.

No hay distancia crítica, lo admito, ¿pero cómo es posible que Kechiche sea un tirano cuando ha creado una obra de esta belleza y verdad? No es una discusión sobre la moralidad del creador, que es distinta de su obra, sino de la sensibilidad con la que Kechiche mira: el amor, sí, pero también la juventud, la niñez y los paisajes cambiantes de una cara. Resulta difícil creer su tiranía, pero de ser así, el tirano Kechiche ha creado una de las obras más significativas de este año. Su mirada es invasiva y de una honestidad incómoda: Kechiche no ha contado una historia de amor, sino que se ha permitido, en el espacio de tres horas, plasmar y reconstruir la vida misma.

El título original, La Vie d’Adèle – Chapitres 1 & 2, designa de algún modo los periodos de juventud y primera adultez de la protagonista. En la primera parte, Adèle estudia la preparatoria, tiene quince o dieciséis años y vive con sus papás en un modesto suburbio de Lille, una ciudad industrial al norte de Francia. Adèle escribe un diario (la vemos en su cama, llenando páginas, levantando a veces la mirada hacia la ventana para tomar aliento o reflexionar sobre lo que escribe). La sinceridad o nivel de evocación en estos diarios es la estructura invisible de la historia. Filmada con mucha luz natural y una cámara que tiembla y sigue a Adèle, la película inicia con breves fragmentos de su vida diaria: sentada en clase, caminando al autobús, comiendo espagueti con sus papás, dormida. Hay tal insistencia en el close-up que, con el tiempo, los hábitos y gestos de Adèle se vuelven tan familiares como los propios: el modo voraz de comer, la boca abierta mientras duerme, la fijación nerviosa con el pelo y, sobre todo, los ángulos de su cuerpo, las reacciones de su cara y la mirada que cambia ante el pudor, la emoción o el dolor. La mirada de Kechiche está basada en la subjetividad, al punto de habitar la carne de su protagonista. A su alrededor se teje un escenario preciso y actual: en La vida de Adèle se encuentran las tensiones raciales y de clase de la Francia contemporánea, las expresiones de homofobia en la juventud conservadora, la trivialización del mercado cultural y hasta el contraste entre el elitismo intelectual y el pragmatismo de la clase trabajadora; las pinceladas son breves pero delinean una Europa contemporánea. Sin embargo, Kechiche decide no detenerse en las dificultades de asumirse gay o pertenecer a la comunidad, porque define a Adèle desde numerosos ángulos, y al contar su historia de amor no lo hace como si contara una historia de amor gay (curiosamente, al desechar las convenciones del género, consigue un retrato realista y espontáneo del enamoramiento).

Hay una intertextualidad con la novela de Pierre de Marivaux, La Vie de Marianne, que describe a su heroína con gran minuciosidad y también es una obra incompleta (Marivaux nunca llegó a escribir el final). El vacío que sucede al flechazo del amor a primera vista entre Marianne y un joven insinúa una pregunta dentro de Adèle. Camino a la cita con un chico de la escuela que no deja de mirarla, Adèle se cruza con una mujer de pelo azul que camina con su novia y que de pronto, de un modo enigmático, la mira también. Más tarde, durante un sueño erótico, el pelo azul aparece entre sus piernas. Adèle despierta agitada y mira por la ventana, pero lo que piensa permanece oculto y privado. La idea de habitar Adèle es más hermosa las veces en que es imposible, y ella se aleja de nuevo y se vuelve inasible. De todas maneras, su vida abarca otras experiencias que moldean su educación sentimental: empieza y termina con su primer novio, y después vive una primera decepción amorosa cuando una compañera la besa jugando.

Una vez que el espectador se involucra con Adèle, atado a ella por detalles singulares, aparece Emma de nuevo (en un lugar poco extraordinario: un bar gay). A través de los ojos de Adèle, es fácil entender el poder que ejerce sobre ella, el encanto misterioso de Emma, una estudiante de arte asumida y experimentada. El amor es intenso y carnal; las escenas sexuales, que a algunos parecen excesivas, son un paciente (e invasivo) estudio de la naturaleza caníbal de su relación, de la importancia del vínculo basado en el sexo. Hasta ahora, Kechiche ha construido en Adèle una relación oral con el mundo: come, fuma, bebe, ríe, besa, devora. Emma, asistida por la razón, es una mentora, al principio luminosa pero luego cada vez más encerrada en sí misma: entre intelecto y emoción, Kechiche parece preferir la última, y ensaya en ambas una discusión entre teoría y praxis.

Kechiche se permite pausas poéticas: los azules que brillan en la composición de cada cuadro; Adèle en una marcha estudiantil, exaltada; Adèle en una marcha gay, lejana y confundida, pero en las nubes, porque camina del brazo de Emma. Después, las condiciones inevitables de su relación: las diferencias entre sus padres, amigos y carreras. Antes de que la lenta erosión del amor aparezca, una elipsis nos lleva a la Adèle que ahora trabaja como maestra en un jardín de niños y que vuelve a casa para cocinar y poner la mesa. Hay algún comentario social entre el ambiente en el que Emma se desenvuelve, que trata con alguna condescendencia a Adèle, y la labor fundamental que ella emprende con niños a los que enseña a leer y escribir.

El segundo capítulo trata sobre la pérdida, el momento fatal en que el amor se transforma en otra cosa. La violencia de la ruptura es equiparable a la violencia del amor cuando existía. Lo que sigue es un duelo amoroso desgarrador, que Kechiche reconstruye con una sensibilidad admirable al tiempo que su ojo capta la inocencia de la niñez (la pulsión de lo terrenal y humano). Al final, cuando Adèle logra entender que Emma ha tomado una decisión basada en la razón y la certeza de la imposibilidad de una vida juntas, el vacío que deja el amor es tan pesado  como su presencia. Adèle cambia y se reconoce a sí misma, y después, mientras camina por una calle, lejos de la cámara, es como perderla. Entramos y salimos de su vida, y en la salida queda como un vacío.

Esta entrevista con las actrices principales y con Kechiche me gusta. Lo que realmente sucedió en la filmación queda ambiguo, si es que tiene alguna importancia sobre el resultado final, y sin embargo me parece que una experiencia cinematográfica de este calibre requería un sacrificio mayor en su creación, como toda gran obra (y ésta es una obra verdadera). En el espectador también hay un sacrificio: se trata de una experiencia fílmica agotadora, que –como Emma sobre Adèle– deja un vacío difícil de superar.

 

Brasil, una crónica en negativo

Estuve en Brasil a finales de junio. Por mi trabajo en una revista de viajes, me invitaron a la renovación de un resort en Río das Pedras, a hora y media de Río de Janeiro. Eran los días de las semifinales y la final de la Copa Confederaciones, en medio de las protestas. Para entonces había seis muertos en las manifestaciones extendidas en Río de Janeiro, Brasilia, São Paulo, Minas Gerais y otras 349 ciudades. Miles de manifestantes y policías acababan de enfrentarse a pedradas, balas de goma y gases lacrimógenos en Belo Horizonte. Hubo saqueos de almacenes, heridos, fogatas callejeras y bloqueos viales. Y todo lo que vi fue la renovación de las instalaciones de un Club Med. Pintaron los cuartos de morado y verde. Tienen lámparas nuevas y una “piscina calma” para adultos. Puedes pedir caipiriñas y rodar por la arena hasta que sea la hora de la cena y dirigirte al bufet y servirte cinco platos en un plato y luego, otra vez, beber más caipiriñas hasta rodar por la arena.

Me transportaron por TAM hasta São Paulo. Ocho horas y media de turbulencias. De ahí volé a Río de Janeiro. El aeropuerto, todo de concreto, tiene el estilo arquitectónico del segundo piso del Periférico. Nos recogió un coche que se zambulló en el tráfico espeso. Era junio. Llovía. Una especie de zopilotes sobrevuela en círculos las cumbres de algunos edificios altos, estilo arquitectónico caja de cereal. Muchas paredes, sobre todo en la zona industrial, están cubiertas de trazos de graffiti que son, vistas de cerca, firmas rápidas (de lejos, mosquitas aplastadas). Luego, la carretera. Entre la selva, salones de belleza, casas en obra negra, bodegas de materiales de construcción, lanchas abandonadas. México, en portugués. Casi dos horas después, un resort como cualquier otro. Llovía.

El día de la final me la pasé sentada en mi cuarto transcribiendo entrevistas. Cuando fui al restaurante a ver qué pasaba, Brasil era campeón y el Club Med estaba desolado. Llovía, de nuevo. En los pasillos que apenas la noche anterior estaban atestados de gente en atuendo de coctel bebiendo de unos vasitos de vidrio, ahora no caminaba nadie. En una pantalla del bar los brasileños celebraban.

En el coctel, un argentino me empezó a hablar de lo que hacía. Era periodista también, conocía Taxco y Oaxaca, escribía aquí y allá. Luego me dijo que nos metiéramos al mar (era de noche, había luna, traíamos copas de más). Le dije que él se metiera primero y que yo lo alcanzaba. Se quitó los pantalones y la camisa y caminó decidido a donde las olas rompían sin estruendo contra la arena. Se metió primero con miedo, y con frío, pero al final resuelto. Cuando el agua le llegó a la cintura, alzó una mano y me dijo que el agua estaba bien, que ya me metiera. “Hace mucho frío”, le dije con señas. Recogí mi vasito de vidrio de la silla y me fui a mi cuarto sin sentir que era demasiado horrible, o demasiado grosero, o demasiado peliculesco lo que hacía.

Fuimos a Río de Janeiro un solo día. Nos dieron vueltas por Ipanema y Copacabana. Había esculturas de arena en forma de palacios con la bandera de Brasil, Cristos de Corcovado y mujeres con falsas tangas sin caras, con letreros que informaban los materiales utilizados -arena y fijador-, los autores y el tiempo de construcción, y que si de favor ayudaras para que no tuvieras que esconderte a la hora de sacar fotos. Pero si tomabas la foto y no arrojabas una monedita, te respondían con altisonancias en un portugués incomprensible.

El sábado hubo sol y toda la manada de periodistas, operadores turísticos, socialités y colados se asoleaba en la playa, en la alberca, en el bar al aire libre. Hacían cola para el esquí acuático. Se amontonaban en el jacuzzi del spa. También yo. Como si hubiera desayunado un coctel de esteroides, nadé en el mar, hice kayak, le di dos vueltas a la alberca, intenté mantenerme sobre los esquís, no lo logré, me senté en el vapor, me tomé muchas caipiroskas, observé al argentino en una silla reclinable, que me miraba con odio bajo la sombra de una palapa.

Esperaba ver las protestas. La parte de mí que aún, con el trabajo de oficina aparte, desea hacer periodismo de corresponsal de guerra. Pensaba si no sería maravilloso toparme con una manifestación y unirme a su marcha, con los oficinistas en corbata y los jóvenes anarcopunks y la clase media, y sacar fotos y quizás ver algo violento. No deseaba que sucediera algo violento, pero si sucediera, ¿no sería maravilloso? Caminé por Copacabana con la esperanza de observar algo, escuchar un clamor, unas consignas tímidas por lo menos. Luego cerraron la avenida y aparecieron unos policiais vestidos de café, hablando por sus walkie-talkies. El tráfico se detuvo y pasaron desfilando un par de policías en motocicletas, a los que seguieron tres o cuatro coches negros con los vidrios polarizados. Cuando la retaguardia de motopolis terminó de pasar, el tráfico se reanudó y a nadie se le movió un pelo. ¿Era un político, un funcionario, una estrella de televisión? Quién sabe. No era la manifestación que venía. No era el Pueblo.
Después, cuando recorrí el malecón de ida y de regreso, un autobús pintado de verde y amarillo cruzó una calle. Unas muchachas gritaron y empezaron a sacar fotos con gestos maniáticos (seguro sus fotos, entre los gritos, salieron movidas, manchadas de lluvia). Era un equipo. Nunca sabré qué equipo. Tampoco era el Pueblo.
Volvimos al Club Med a otro coctel.

Un ejecutivo de Club Med hablaba con su amiga francesa, también ejecutiva, con una mezcla de español, portugués y francés. Ella acababa de leer en el jornal que en Brasil se estaba armando la revolución. Él, que era muy cómico, le respondió que los franceses de todo querían revolución. Luego le recordó que ya le habían cortado la cabeza a Marie Antoinette. Al brindar, sus copas hicieron clinc clinc.

El domingo se fue la mayoría de los huéspedes que venían a enterarse de la renovación. Amaneció lloviendo. Toda la mañana fue un ir y venir de taxis y shuttles con destino al aeropuerto. Las instalaciones se iban quedando vacías. En el bar de la piscina calma estaba un chico sentado, aburrido, leyendo un periódico. El argentino entró a su taxi, tenía otra vez su mirada enojada, en realidad más fastidiada que otra cosa. Me fui a mi cuarto a transcribir.

Los G.O.s son los chicos que fungen como anfitriones, concierges y animadores en todos los Club Med. Están obligados a bailar y armar fiesta cada noche. El domingo de la final, noche blanca, todos vestidos de blanco, sólo ellos bailaban.

 

Esto salió en La Semana de Frente.

Anna Karenina

De aquí originalmente.

No se puede adaptar Anna Karenina al cine y triunfar. En el intento está la derrota: ninguna adaptación (que es también una mutilación) puede contener la inmensidad de la novela. Así, todas las versiones estarán defectuosas, se convertirán en resúmenes torpes de una sucesión de hechos, perderán el genio de Tolstoi, su descripción exhaustiva de la psique de cada personaje, la materia verdadera del libro.

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Yoani Sánchez: dinero, internet y Fidel

Me da la impresión de que ahora tienes más acceso a internet que antes, le dije a Yoani Sánchez en la entrevista que le hice a ella y a su esposo, el periodista Reinaldo Escobar, en el Hotel Inglaterra de La Habana, el 1 de enero pasado. En la biografía de Yoani en Ecured, el proyecto de Wikipedia del Estado cubano, se indica que “pocas personas se explican cómo puede Yoani escribir en su blog día tras día”. Luego, menciona la vez que los periodistas acreditados para la Feria Internacional de Turismo, en el Hotel Nacional, la vieron sentada en el vestíbulo conectada al wi-fi del hotel, unos 10 euros la hora.

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An unpleasant and unpatriotic truth has here to be faced. No English novelist is as great as Tolstoy -that is to say, has given so complete a picture of man’s life, both on its domestic and heroic side. No English novelist has explored man’s soul as deeply as Dostoevsky. And no novelist anywhere has analysed the modem consciousness as successfully as Marcel Proust. Before these triumphs we must pause. English poetry fears no one -excels in quality as well as quantity. But English fiction is less triumphant: it does not contain the best stuff yet written, and if we deny this we become guilty of provincialism.

E. M. Forster – Aspects of the novel

 

 

Cuba, la reforma que viene

Un adelanto de la larga entrevista a Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar.

Hoy, 14 de enero, entra en vigor la reforma migratoria en Cuba. Una reforma que vendría a coronar la serie de revisiones que, mal que bien, Raúl Castro ha implementado desde 2008, cuando relevó a su hermano Fidel en el poder.

En los años setenta se decretó que todo cubano, para salir del país, debía contar con un permiso de salida, otorgado por el propio gobierno cubano, y una carta de invitación de alguien dentro del país al que viajaría. Además, casi todos los países del mundo les exigen visa de entrada (incluido México; para resumir, es más fácil nombrar a algunos que no: Namibia, Rusia, Cambodia, San Vicente y las Granadinas). A Cuba la llaman la isla prisión. Los filtros están pensados para retener a los cubanos que, de otra manera, se establecerían de manera definitiva en otro país. Otra forma de decir que se escaparían.

La reforma fue anunciada el 16 de octubre del año pasado en la Gaceta Oficial de la República de Cuba y difundida,  casi con fanfarria,  por el periódico Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba: a partir de hoy se eliminan tanto el permiso de salida como la carta invitación. El esquema tiene su asegún: el permiso de salir se sustituye por el permiso de tener un pasaporte.

 

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La Habana

Faltan detalles sobre Cuba, que si postergo olvidaré.

Nos quedamos en el Hotel Nacional. Días antes, vi Siete días en La Habana, la versión cubana de Paris, je t’aime y New York, I love you. El Hotel Nacional figura de manera prominente en casi todos los cortos. Ese caminito que está en línea recta desde la entrada principal, cruzando el ancho pasillo que conforma el lobby, y que alberga un par de bares al aire libre, con vista al malecón. En el corto de Elia Suleiman, que es casi todo sin diálogos, contemplativo, el mismo Elia camina por un pasillo con piso de azulejos negros y verdes, en cruz, larguísimo, como el de El Resplandor,  y no logra encontrar su habitación. En una esquina, una camarera lo mira como un maestro miraría a un niño que no puede hacer una resta simple. Y lo lleva. Lo mismo nos pasó, y del mismo modo, una camarera nos llevó. Y todo estaba ocurriendo como ocurrió allá. 

[Ese fue mi corto favorito: Elia observando escenas en La Habana, una chica posando para decenas de fotografías montada en uno de los taxis almendrones, un Plymouth rosa como nuevo, mientras el conductor arregla el motor; unos chicos escuchando regguetón en un vocho, un discurso de Fidel interminable en la televisión del cuarto de hotel, una anciana en el malecón, callada, pensativa, como a punto de lanzarse al mar. Mi otro favorito fue el de Gaspar Noé, Ritual, en el que una niña es enviada a un rito santero para curarla de su lesbianismo, y el rito en sí resulta invasivo, profano, una violación enmascarada, y que al final muestra, con el otro ritual de su madre al vestirla, al abrazarla, el poder de sanación de lo femenino. Curiosamente, el que me pareció más mediocre fue el único dirigido por un cubano, el de Juan Carlos Tabío, por mal actuado, condescendiente y cursi, aunque tiene momentos…]

Otros incidentes: fuimos a escuchar salsa a la Casa de la Música densa, la que está en el centro, en el edificio América. Apenas llegar, un cubano nos hizo plática. Ya sabía que buscaba estafarnos. La cola era inmensa, pagabas 10 CUC, y no abrirían sino hasta las 11, y tenías que esperar, porque en Cuba todo son filas y espera. Nos dijeron que  entraríamos más rápido por 15 CUC, pero no lo creímos necesario. Entonces, este cubano. Con un choro interminable, que vivía en Querétaro, que era cardiólogo, que nunca practicó porque jamás lo hubieran dejado salir, que ahora era maestro de salsa, que ponía las coreografías del Tropicana y de Fito Páez (??). Horas ahí. Como no sucedía nada, quiso cambiarnos dos billetes de 10 CUP por uno de 20 CUC (un CUC son apenas 25 CUP). Para zafarnos de él, nos pusimos a conversar con la pareja de atrás, Will y Jess, de Manchester, que estudiaban música y pasarían ocho meses en Cuba.  Finalmente pagamos los 15 CUC, al borde del portazo. Adentro hubo un espectáculo Orisha y jamás salsa. En una pared había propaganda de Chávez. El cubano llegaba cada tanto y nos pedía, nos exigía casi, que le compráramos una cerveza. Era triste.

Uno más: cuando fuimos a la Casa de la Música fresa, la de Vedado, a escuchar a Pedrito Calvo, la situación de la cubana que persigue al extranjero se hizo tan evidente que en algún momento, dormida pero con los ojos abiertos, me puse a mirar a una chica que le bailaba a un par de mexicanos, reflexionando verdaderamente sobre el injusto mercado de la prostitución, que fui acusada (en broma) de mirarla con perversión. Y el caldo de hormonas que se cocinaba dentro de mí me hizo levantarme con los ojos anegados de lágrimas, herida en lo profundo por la injusta acusación. Era doloroso ver cómo ella le pedía un mojito, y él se negaba, y ella insistía, y de tanto pedir, finalmente pudo sacar un sándwich. Es una hijodeputez. Ocurre en todos lados.

[Otros mexicanos estaban ahí con un grupo de cubanos, sacándose fotos. Después de un tiempo, escuché que un mexicano le decía a una cubana: “Ay, me las pasas luego por el Feis” y más tarde, “Ah, ¿no tienen Feis?” y dos segundos después, casi incrédulo, “¿Está restringido?”]

Otro día, en el malecón, un grupo de niños nos persiguió, ofreciendo besos. Daban ganas de decir: ni siquiera sabes besar, tienes ocho años.

(la prostitución y las cubanas bellas en tacones en los sitios de salsa y las cubanas casadas con extranjeros sentadas en el Hotel Nacional).

Pensé muchas veces en esa escena de El Padrino II en la que los representantes de la mafia gringa están literalmente repartiéndose el pastel. El Nacional para ti. El Capri para allá. El Casino para los de acá. Y Michael, que recién ha visto a un revolucionario inmolarse en la calle, sabe que esto no durará demasiado. Lo que le dice a Hyman Roth. A los soldados les pagan para pelear. A los rebeldes no. ¿Qué te dice eso? Que pueden ganar.

El Habana Hilton ahora se llama Habana Libre.

 

El señor Luis

El señor Luis nos llevó a conocer La Habana. El Cubataxi, una camioneta noventera con el logo dorado y las placas azules del Estado, era conducido por Carlitos, que nació en 1962. El señor Luis tenía 13 años cuando triunfó la revolución (anoto: la Revolución). Detrás del vidrio vi grandes trozos de La Habana. La Marina Hemingway, donde están estacionados los yates más lujosos que he visto, con banderas británicas y canadienses en las astas. La Habana nueva, donde hay residencias para diplomáticos y embajadores. Allá, la refinería. Su fumarola cortaba el cielo desde cualquier punto de la ciudad, con fuego en la base de tan intensa. Una refinería casi en medio de la ciudad. Cosa normal. Las calles bellas del centro histórico de La Habana vieja, con edificios recién pintados, calles angostas por las que apenas si puedes caminar entre los turistas, los cubanos, los músicos, los perros. Algunas esquinas miserables, como si las costuras de un vestido remendado aparecieran por descuido. Muchas veces, pasamos por el malecón. Del hotel al centro. Del centro al hotel. Y el mar estaba ahí, detrás del vidrio. El mar caribeño, azul y verde, que jamás toqué (una vez, su espuma nos salpicó los pies en un restaurante privado, con excelente servicio aunque de comida regular, comida mejor que la comida mala y anticuada de los restaurantes estatales, cuyos meseros están todos vestidos de negro y blanco, perpetuamente molestos). Decíamos: qué bueno que hoy no toca estatal.

En Cuba es fácil pensar que todo es cómodo, aunque también es fácil quejarte porque hasta en los hoteles de cinco estrellas, las frutas están pasadas; el huevo, crudo; el pollo, seco, los jugos son de caja y las verduras, de lata. Pensar, con la culpabilidad de tener estas comodidades de las que, ah, es fácil quejarte: qué comerán ellos. El señor Luis. Carlitos. Con sus 400 pesos cubanos mensuales de paga, que no son ni 20 CUC, que no son ni 20 euros. Qué comerán. Qué vestirán. Qué pensarán al vernos ordenando un mojito y un daiquirí y celebrar que hoy no toca estatal.

El señor Luis sabía todo. Qué edificio era cada uno, qué pasó en cada uno, cada detalle histórico, político y social, y a veces hablaba y hablaba y el estupor del clima caliente y húmedo nos hacía perderle la pista, atolondrados por el sueño. El señor Luis era un ángel. Su nariz de bola, su piel morena (su padre era español; su madre, mulata), sus ojos redondos y nobles. El señor Luis fue funcionario de cultura durante muchos años, una especie de viceministro que trataba asuntos con Fidel cara a cara, que fue delegado cubano en cantidad de asuntos oficiales en otros países, México, Leningrado, España, tantos otros. El señor Luis está jubilado desde hace cuatro años, lo que significa que ya no milita en el Partido Comunista. Su pensión: esos 400 pesos. Por un pago en moneda convertible, fue nuestro guía. Nos contó todo. Defendió todo. Se quedaba pensativo cuando se nos salía la frase escapó de la isla y decía que los que estaban pescando junto al malecón, lo que es ilegal, en realidad eran bomberos salvavidas.

El señor Luis estuvo orgulloso de la Revolución. Eso decía. “Los jóvenes no tienen el mismo nivel de comprometimiento que yo”, dijo una vez. Aún no conectábamos como acabamos conectando después, cuando se refería a mí con orgullo como la periodista (deferencia no merecida). Cinco días después de pasear con él, una tarde conversamos sobre el Periodo Especial. Carlitos, con su acento casi incomprensible, se quejaba con la liviandad de espíritu de quien nació en 1962, cuánta tragedia: demasiado joven para presenciar la Revolución, demasiado viejo para pensar que las cosas tendrían que ser diferentes. De cómo no había jabón. De cómo estabas manchado de aceite y no tenías ni jabón para limpiarte. Y a veces, nada qué comer. Lo decía no enardecido, no indignado, solo disgustado. Como quien se queja de que no ha tenido agua en todo el día.

El señor Luis se reía, entre avergonzado y entristecido. Que ahí era el paraíso en los ochenta. Ah, cómo era Cuba ese paraíso tropical prometido. Luego se cayó el muro de Berlín. Luego la Unión Soviética colapsó. Y el subsidio se fue a la mierda. Y vino el Periodo Especial, en que no había ni jabones, y a veces ni comida. Y el señor Luis dijo, en voz queda, y creo que nadie lo escuchó porque ya estaban pidiendo la cuenta y hacía calor y todos teníamos sueño, que él tenía mucha de la culpa de todo lo que estaba mal en Cuba. “Porque yo participé activamente en esto”, dijo. Un mea culpa silencioso, íntimo, más como para sí. “Yo amo a mi país”, me dijo. “Yo amo a Cuba, pero no al sistema”, dijo por último, una confesión extraña y a destiempo.

Un ex funcionario que en otro país viviría en la opulencia y el renombre. Un hombre al que la Revolución traicionó, 54 años después.

 

 

Dos semanas en México

Pasé dos semanas trabajando en unos reportajes a los que tuve la suerte de llegar gracias a Eileen Truax. Round Earth Media me puso en equipo con Monica Ortiz, de la radio pública estadounidense, para investigar tres historias poco tratadas en medios tradicionales, que serán transmitidas en radio en EU y publicadas en prensa aquí; antes han hecho investigaciones con este modelo en Bolivia, El Salvador, India… Las historias de aquí eran, en muchos sentidos, una sola: migrantes repatriados, mujeres y mexicanos invisibles. Empezamos en Nuevo Laredo, de donde conservo la imagen, que luego se convirtió en una idea triste, de los deportados en una cola larguísima bajo la lluvia. Luego estuvimos en Guanajuato, en Zacatecas, en Guerrero, en Oaxaca.

Me habría gustado escribir mientras estaba en el camino. Otra bitácora. Pero durante esos días no escribí nada, además de mis notas. Leía; leía mucho, en los camiones, en la noche, camino a algún lugar. Descubría que soy una blanda (también: poco exigente, habituada a la incomodidad, curtida en el viaje difícil, ¡albricias!). En Guerrero, una estudiante de la escuela de parteras nos invitó a pasar la noche en su comunidad, Tlalquitzingo. Viajamos en una pasajera, un camión de redilas que sale de Tlapa cada hora hasta las 6,15, y que hace casi una hora por una carretera de terracería con algunas curvas angostas, las milpas, las montañas y los árboles allá abajo, y los altos órganos (los cactus) que crecían en las orillas, y en cada curva, por supuesto, yo sentía que moriría mientras machacaba con la única pregunta que siempre traigo a colación, que es cuántos accidentes pasaban ahí. Pau -así la llamaría hasta que nos despedimos- me decía que a ella también le asustaba esa curva, particularmente una, en la que sentías que volabas. En la pasajera vas de pie y miras por los bordes y no ves la carretera, salvo los despeñaderos. Pau nunca quiso tutearme, y yo lo hacía con soltura, y la timidez que creyó parte de mí se convirtió en otra cosa, cuando llegó el momento de volver a Tlapa y vino esa despedida.

Me cuesta trabajo pensar que escribirás de personas que nunca leerán lo que digas de ellas, ni la honda impresión que dejaron en ti. Los funcionarios son anodinos y sus discursos, parejos. Pero las personas de las que escribes en los reportajes son personas, y no dejarán de serlo cuando reduzcas su vida a un párrafo, o deseches su grabación porque no fue todo lo interesante que debía. A Pau la quise, y a su madre todavía más. Y luego pienso: si la describiera, caería en ese lugar común. Te separas. Empiezas a colgarle esas cualidades que te parecen tan loables: su activismo que no se reconoce como tal, el feminismo que le achacas, el misterio de su lengua náhuatl, que habla con lo que crees es misterio (pero no es misterio: es sólo algo que no conoces).

¿Cómo escribir estas historias sin caer en esos lugares comunes? Estas personas sufren. Estas personas son admirables. Esa cola de deportados bajo la lluvia. Ese camino de terracería en el que madres a punto de dar a luz mueren todos los años. Soy una blanda, soy una blanda. ¿Cómo puedes olvidarte de todo y ponerlo en papel, y separarte de modo tal que excluyas el silencio junto al río que corría a pasos de la casa de Pau, después de comentar que su mamá le teme a los puentes? ¿Y pensar: ahí hay una persona, no un conjunto de cualidades y detalles chuscos, que jamás conoceré? ¿Cómo describes todo sin ser un manipulador o un cínico?

Otra cosa que aprendí: como reportero, es más fácil buscar la historia que quieres contar en lugar de contar la historia que encontraste. Sobre la historia de las parteras, sobre las razones de los migrantes repatriados, teníamos ideas periodísticas en nuestras cabezas: hipótesis que sonaban bien en papel, pero que se deshacían después de cada testimonio. Qué fascinante.

Síndrome Gellhorn: estar en el peligro. Arriesgarte por la historia. Descubrir horrores que llevarás al mundo occidental. Eso no lo deseo: ese detachmentEsta galería en Time sobre Siria. Esta frase del fotógrafo Rodrigo Abd.

We are journalists. In a way, we have a privilege of covering the story, but at the same time, we know we can get out. You can see the villagers -they are stuck there.