Ignacio Solares: su Columbus y su Espía del Aire

Ignacio Solares estudió Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de México. Escritor desde siempre (o desde que su escritura automática se reconcilió con los signos de puntuación) y con una vocación bastante notoria de historiador, Solares es elocuente y sencillo sin abandonar la profundidad y el más sagaz estilo literario. También puede advertirse una cierta inclinación hacia el trabajo periodístico, y dos de sus novelas más conocidas lo prueban con exactitud. Columbus, “crónica” puntual de la única invasión mexicana a territorio estadounidense, es una sátira a ratos desenfadada y a ratos nostálgica contada desde la óptica de un periodista. Y la paradoja, como en toda vuelta de tuerca que se precie de serlo, es que la entrevista como meollo y catalizador de la trama no es más que un espejismo… producto de la ebriedad, la confusión, la melancolía o el guiño siempre identificable de uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad. El Espía del Aire, por otra parte, es en cierto modo más autobiográfica y más fantástica también. Él, quien sabemos es un Ignacio jovencísimo e idealista en plena década de los sesenta, planea escribir el más vívido y humorístico reportaje en torno a la historia del cine Olimpia. Naturalmente, no sabe por dónde comenzar. Pero una credencial antiquísima encontrada (y regalada por el celador, después) en una de las butacas se convierte en el motivo siempre anhelante de correr las manecillas del reloj hacia atrás y convertir el reportaje en una precipitada y anacrónica historia de amor. La oportunidad de regresar veinte años en el tiempo y encontrarse con ella, Margarita, vale más que mil reportajes sobre el cine y sus anécdotas históricas: único sitio de la ciudad donde cantó Enrico Caruso –el tenor italiano– en 1919, exhibición de la primera película hablada que llegó a México, Sonny boy; montajes de obras de teatro, algunas con María Teresa Montoya y la primera versión cinematográfica de Santa, de Federico Gamboa. Nada de eso importaba si una tarde cualquiera, una muchacha –de complexión no muy delgada pero rostro angelical– veía una versión ridiculísima de María Magdalena, de Miguel Contreras Torres, y se besaba con su novio ante la mirada iracunda y celosa de Ignacio. Veinte años antes de que él lo escribiera.

El narrador de Columbus revela, desde el inicio, que se unió a Villa más por joder a los gringos que por otra cosa. Un tipo en constante lucha interna, inmerso en los cuestionamientos de la fe, de las ideologías políticas y sociales y también de las eventualidades del amor. Un intelectual frustrado de ciudad Juárez, Chihuahua, que sobrevive con trabajos infructíferos en un hotel y en un burdel, sobajado de nacimiento: por el sólo hecho de ser mexicano y vivir en una ciudad fronteriza, el narrador experimenta el renacimiento de la fe perdida al observar en Villa los ideales libertarios que acaso podrían dotar de sentido su insípida existencia. Decide dejarlo todo atrás (quizás, como él mismo intuye, no hay nada que dejar en realidad) y aventurarse a la lucha revolucionaria, con sus ilusiones, con sus ideales y desesperanzas y, sobre todo, con su chavala Obdulia. Lo hace por joder a los gringos, de eso no le cabe duda, y como Villa va por lo mismo, decide ignorar las bienintencionadas advertencias de aquellos que han llegado a conocer a Villa a fondo. Odia a los gringos; ha convivido con ellos desde siempre, los comprende y los desprecia al mismo tiempo; se siente profundamente afectado por la muerte de uno de ellos, un norteamericano que muere ante sus ojos, solo y abandonado en un hotel de Juárez. Esta imagen y la del primer gringo que mata (símbolo de su aparente superioridad sobre el otrora yugo) inciden poderosamente en su temple, evolucionan su ideología, lo preparan para la rendición. Consolado por algunos pasajes del Bhagavad Gita, el narrador comprende (o se obliga a comprender, más bien) que la muerte no existe, que el alma trasciende y que él mismo puede acabar con cuantas vidas quiera (gringos, carrancistas, Obdulia incluso), aunque el pensamiento de la perdurabilidad de estas almas corrompidas lo atormente aún más.

En la hazaña que persigue, con los más francos tintes revolucionarios, conoce a personajes de elemental importancia, como Pablo López, que muere fusilado a mano de los carrancistas, tachado de pernicioso bandolero capaz de atentar contra la soberanía de los buenos vecinos del norte. El narrador trata de buscarle un sentido a cada acción (como el episodio de Santa Isabel), una razón válida. No lo consigue, pero no se rinde aún. Llegará a Columbus para llevar a cabo su primordial objetivo: matar unos cuantos gringos. Durante el ataque, improvisado y frustrado por el miedo y la desorganización, surgen las preguntas e inseguridades. El narrador, sintiéndose de pronto vacío y ausente, desprovisto de toda identidad, corre por las calles con un miedo y una angustia insondables (¿qué carajos hago aquí? se pregunta como lo ha hecho antes y como, probablemente, seguiría haciéndolo hasta el final de sus días)… Finalmente, al menos para él, la lucha no fue –no puede ser– en vano. Relata sus memorias después de muchos años de imaginarlas, recrearlas, enriquecerlas y hasta inventarles detalles adornativos. Anciano y propietario del bar ‘Los Dorados’ en el Paso, Texas, desdobla su personalidad en esa otra, la ya perdida, el periodista comprometido, nacido en Juárez, aguantador y ambicioso, escrutador de la realidad, recopilador de información, mexicano de sangre y de honor. Por eso dijo que su identidad estaba perdida: la perdió en Columbus, la perdió al alimentar la paradoja de terminar viviendo en Estados Unidos, rememorando la lucha de antaño, contándole sus memorias a un espejismo– el espejismo que alguna vez fue.

El Espía del Aire es, como ya se había dicho, más íntima y biográfica. No se cuida de caer en la ficción más confusa, pero tampoco abandona los límites de lo lógico. Ignacio escribe un reportaje imposible sobre un México que a él se le antoja idílico y romántico: en ese contexto sólo podría visitar las construcciones apenas nacientes del edificio de la Lotería Nacional (no ver la Torre Latinoamericana le hizo pensar que quizás él tampoco estaba ahí y es que, en efecto, la ilusión era intensa pero intangible) y las aulas de su queridísima facultad de Filosofía y Letras. Hablaría incluso con su profesor José Gaos sobre la teoría de las cuatro vidas que el profesor encumbraría años después. Ya sentía a los elegantes y taciturnos estudiantes de entonces como sus compañeros. Y luego ella… con quien la química fluiría rápida y fugazmente. El frío en los pies, la calidez de sus besos, el sentimiento beatífico de estar a su lado y no querer nada más, nunca más. Sensaciones reales y, sin embargo, tan ilusorias y metafísicas. Sensaciones que sólo un espía del aire puede imaginar y vivir al mismo tiempo. Sensaciones que décadas después (incluso después de su etapa estudiantil) serían rememoradas como una trama perfecta para novela, biográfica y fantástica. Histórica y romántica.

Los cinco sentidos del periodista

Entre el 7 y el 11 de octubre de 2002, Ryszard Kapuściński ofreció un taller de periodismo en Buenos Aires, Argentina. El periodista polaco, quizás el mejor de todos cuantos sobreviven actualmente, compila en una voz las lecciones más humanas de periodismo, del Nuevo Periodismo. Precisamente, la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (Fundación Proa) edita el primero de cinco libros acerca de la experiencia del periodista en los albores del siglo XXI.

Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar) es un libro que se lee como agua. En la lectura, visiblemente compuesta por las charlas de viva voz de Kapuściński, se encuentran las lecciones de humildad y magnanimidad de quien ha recorrido los cinco continentes y ofrece a través de su experiencia la verdadera voz del mundo. Corresponsal de guerra en África, enviado en Asia y América Latina, el periodista polaco ilustra sobre el cazador furtivo que convive y se mimetiza con el ambiente del que escribe, de esa escritura furiosa que sólo puede provenir de la experiencia, la observación y la comprensión de la gente y los hechos; del acto de interpretar el mundo pese a los inconvenientes de la prensa escrita, de la inmediatez de la nota informativa, de la censura y la mass media.

Preocupado por las inquietudes de los jóvenes aspirantes a periodistas, Kapuściński revela los trucos de la profesión, otorga perspectivas a largo plazo respecto a la situación de los medios de comunicación, tanto electrónicos como escritos, y brinda panorámicas realistas sobre la situación política y social del mundo. Conocedor de ese mundo que ha recorrido incansablemente, es revelador en tanto que adquiere el sentido proporcionado de los acontecimientos: no demerita la guerra en Irak, pero habla, en cambio, de la tragedia en Ruanda, del poder antinorteamericano de la nación china, de la guerra de Estados entre Irak e Irán, del encono en el territorio musulmán a causa de las insoslayables diferencias dentro del Islam. Nos dice cómo mirar el mundo, ese cúmulo incansable de sucesos y probabilidades, de etnias y culturas, de conflictos y situaciones.

El periodista de origen polaco, que creció en medio de la guerra y de pronto la encontró como la cosa más natural del mundo, considera la realidad como fuente inagotable de recursos literarios. No por la ficción o importancia dentro de sí, sino por el alcance y la repercusión social. Hombre letrado, leído, viajado, escucharlo hablar debe ser una delicia. Leerlo, por lo menos, resulta el más esclarecedor de los viajes: el sabio de los libros, las observaciones y las experiencias.

Días de Furia

No es coincidental el hecho de que el subtítulo de Días de Furia, de Marco Lara Klahr, sea “Memorial de violencia, crimen e intolerancia”. Sobre todo porque en el libro –una compilación de reportajes minuciosamente construidos entre 1980 y 2002– se da cuenta de la condición humana en su presentación más cruda: Lara Klahr, periodista de El Universal y El Financiero, convive con violadores, narcotraficantes, asesinos, guerrilleros, comerciantes de fe y altos mandos de la cúpula política sin abandonar jamás su compromiso social de hacer periodismo. Un periodismo desafiante, autónomo y de denuncia, que no por ello es menos vívido o literario, menos escalofriante.

Sí, escalofriante puesto que la rápida revisión de los textos arroja imágenes insoportables de la realidad mexicana. Un país violento, intenso, contradictorio y en perenne embate con sus enfermedades, vicios y hostilidades. En México existe el tráfico clandestino de sangre; el lavado de dinero a gran escala; las sectas religiosas y subyugantes; las cárceles atestadas de pedófilos, suicidas, ladrones y homicidas, que esporádicamente incurren en botines acuáticos. Que, en fin, México está surcado por el conflicto.

El mérito de Marco Lara Klahr, y aún del libro, es el de presentar los hechos desnudos, objetivos; ofrecer una perspectiva que aún hoy –a ciertos años de distancia– parece tanto más realista e inmediata en tanto que el paso del tiempo no hace sino evidenciar lo que sólo un periodista como Lara Klahr pudo anticipar y exhibir en su momento. Es decir, personajes y figuras políticas desmenuzadas en sus páginas son aún “material periodístico” de la más alta factura y aún hoy modifican y transforman el destino de México como actores sociales que son.

La virtud de una obra periodística no es encapsular la novedad y reducirla en sus propios límites de caducidad e interés público. La virtud es lograr interpretar una realidad ineludible y asentar sus características de modo que aún años después resulten insoslayables, irrevocables; esto es lo que hace Lara Klahr en Días de Furia.

Pero además de la conciencia social que impone e ilustra, el autor es vehemente y hábil con su pluma. Recrea atmósferas, construye personajes, sitúa hechos exactos en lugares y tiempo que pueden ser fácilmente identificados por el lector. Basta citar la prodigiosa entrevista, en plena selva lacandona, a un subcomandante Marcos rebosante de confianza y misticismo. La precisión con que Marco Lara Klahr delimita el momento, la delicadeza en los detalles, la contundencia de sus afirmaciones… eso es lo que hace a un buen periodista.

También lo hace el hecho de que exhiba una sociedad consumida por la fe ciega e ignorante, el afán inverosímil de consumismo, el analfabetismo, el tráfico ilegal de bienes, drogas, armas. Qué mejor radiografía del México contemporáneo que la presentada por Klahr… y que sólo pudo ser conocida como el memorial de violencia, crimen e intolerancia.

Los hermanos también aman

Decir que el incesto es una transgresión moral es caer en un lugar común. Y, sin embargo, cuánto hay de cierto en esta afirmación. El arte ha explorado el tema con tal singularidad y fascinación que de pronto nos parece tan trágico como romántico y tan erótico como repugnante. En The Dreamers (Francia, 2003), Bernardo Bertolucci –maestro del erotismo cinematográfico– dirige la parábola de un amor enrarecido y poco ordinario. Isabelle y Theo son dos hermanos gemelos que han crecido en un mundo aparte, construido sobre la inocencia de lo que existe afuera y no conocen, sustentado en la perversidad erótica del juego que crece en intensidad y peligro. El amor que no se llama así, que no puede reconocerse ni perpetuarse.

Y es por el incesto que dos escritores mexicanos convergen en una ruta poco transitada y hasta temida. Uno, decoroso y ambiguo. El otro, discreto en la lenta pero aviesa explosión. Carlos Fuentes (México, 1928), en algún momento de su cuento Un Alma Pura, dice a través de su protagonista “no necesitábamos decir que lo mejor del mundo era caminar juntos de noche, tomados de la mano, sin decir palabra, comunicándonos en silencio esa cifra, ese enigma que jamás, entre tú y yo, fue motivo de una burla o de una pedantería”. En el viaje que la llevará de regreso a México desde Suiza y con el cadáver de su hermano como peculiar equipaje, Claudia compone con sus pensamientos la historia separada, trágica y volátil del amor que desde siempre la ha unido a Juan Luis –el hermano de sangre, piel y destino. Fuentes no escatima en referencias, guiños y coordenadas. Planea seducir con el cuadro inamovible de una historia que, en ese contexto, sólo ha podido suceder una vez y en un momento. Porque Claudia y Juan Luis son individuales como su historia. Porque no es el incesto el que permea en la circunstancia sino la circunstancia la que se impone a esta particularidad. Que su amor sea incestuoso es una certeza que ni siquiera ellos pueden comprender del todo y aunque la intuyen, lo demás (el ambiente, la vida, el año y el presente que para Fuentes es todo lo que existe y sin cuyos límites no existen historias ni corazones rotos) es lo visible, lo tangible, lo que se puede comprobar. Fuentes confiesa el tabú con sólo sugerirlo. El incesto es una sombra que recorre un cuento escrito con la plena conciencia de que las historias suceden sin motivos ni trascendencias, que se ubican en un momento preciso y del cual no pueden escapar. Fuentes parece (o finge, más bien) no comprender que el tema que ha elegido para engatusar a sus personajes es universal, que no puede conceptualizarlo como una cualidad más, como un adorno cualquiera.

En Juan García Ponce (Mérida, Yucatán; 1932) el incesto, aunque sugestivo, es mucho más abierto y sensual. El marco del cuento Imagen Primera es discreto y recatado: los límites son aquellos que surcan una casa familiar y fuera de ella sólo suceden actos aislados que no parecen compararse en intensidad con los pequeños detalles que el entorno familiar aparta. Inés y Fernando son dos hermanos que, primero juntos y luego separados, crecen sin más idea que la presente y visible. Tampoco saben que entre ellos ocurre un fenómeno distinto al amor fraternal pero cercano, en cambio, al pasional y erótico. García Ponce no es cosmopolita como Fuentes (no lo es, al menos, en esta historia en particular) y por ello su relato es más íntimo y sencillo. No hay transgresiones al lenguaje ni a la cronología ni al orden. Sólo hay descripciones concisas, diálogos, rectitud. Pero entre las palabras, en apariencia inocentes, se esconden la provocación y las miradas furtivas, el erotismo y los deseos reprimidos. Cuando, cercano el final, García Ponce confiesa que “Inés sintió su mano abandonar la suya y subir por su brazo para abrazarla por completo, y cerró los ojos para esperar la boca que respiraba apenas contra su mejilla…”, el lector sabe ya de antemano que no puede haber nada terrible entre un hombre y una mujer que se unen por el amor. Y que el amor no puede ser transgresor.

¿Por qué, si el tema es tan antiguo como las tragedias griegas, ambos escritores mexicanos fueron vistos como auténticos infractores de la tradición literaria del México de mitad de siglo? La respuesta no se encuentra en ellos como escritores, sino en la fractura entre las corrientes literarias. Los contemporáneos fueron vanguardistas, todos ellos. Y la vanguardia implica, a menudo, contravención.

Pero de regreso a los hermanos franceses, cuando Isabelle le dice a Theo que lo ama y que es para siempre, Theo no comprende al principio a qué se refiere ella con lo último. Porque la ama también y no puede concebir que no sea para siempre. “Dicen que somos monstruos, fenómenos” dice él, contrariado. “Pero es para siempre”, insiste su hermana. Porque un amor así, nos dicen Fuentes y García Ponce, no puede ser monstruoso. 

El amor según Henry Miller

“Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista.
Ya no lo pienso, lo soy”.

H. M.

 ¿Cómo es posible que un hombre sin dinero ni recursos ni esperanzas sea un auténtico artífice del amor? ¿Cómo es posible que un hombre arruinado, hundido en la miseria, invadido por un profundo desdén hacia la humanidad y además herético en todo cuanto dice y proclama sea el valuarte del amor a la literatura, a la vida, al arte, a la muerte, al sexo, a todo lo que hay de ruin y mezquino en el Hombre?. Henry Miller (1891-1980) logró el milagro.

Trópico de Cáncer, su primera novela a caballo entre la crónica autobiográfica y el relato erótico, es un canto prolongado en honor al amor. Enorme paradoja, si se le mira con detalle, pues la Historia (y la crítica y la censura y el moralismo anglosajón) no se ha guardado de tildarlo de misógino, antisemita, homofóbico y obsceno. No pocas características que lo definirían, con absoluta justicia, como una escoria de las letras. Y, sin embargo, Henry Miller es quizás uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo pasado: influencia innegable de la generación Beat (cuna de otros personajes no menos execrables como Bukowsky, Kerouac o Burroughs), adepto al surrealismo, a la escritura automática, a la prosa desenfadada y testimonial… Sobre todo, Miller es precursor de lo que algún tribunal estadounidense acusó de pornografía y que no es más que la incursión, en sus narraciones, de detalles explícitos en torno al acto sexual. ¿Pero cuál es el crimen si, imbuido en el ambiente bohemio de un París de principios de la década de los treinta, Miller tropieza con putas y gachís cada tanto y en todas ellas ve impreso el rostro del amor? ¿No es ése el verdadero ideal de quien recorre las callejuelas parisinas de principio a fin, duerme bajo los puentes, sobrevive sin un centavo en el bolsillo y jamás anhela su patria pero sí la suave compañía de una única mujer a la que amaría por siempre?

Sería injusto satanizar a Miller por lo que sus dedos compulsivos escribirían en los momentos de furia y desesperación, cuando acababa de llegar a París sin más posesiones que la resolución de convertirse en escritor. El matiz erótico de su obra no es gratuito, pues son evidentes en su espíritu la lealtad y la devoción que por siempre profesaría a las dos mujeres más importantes de su vida: su esposa June Mansfield y la escritora de origen franco-cubano Anaïs Nin. Esta última, doce años menor que él, quien marcaría indefectiblemente su vocación literaria y se convertiría también, a la larga, en su amante fervorosa.

Es, pues, el amor el único sentimiento que engendra las obras de Miller, desde los Trópicos (de Cáncer y Capricornio, respectivamente) y su Primavera Negra de 1934, hasta la Crucifixión Rosa compuesta por Sexus, Plexus Nexus, además de abundantes novelas y estudios literarios. Las Reflexiones sobre la muerte de Mishima (1972), por ejemplo, son de una belleza lacerante. No podía esperarse menos: un Miller octogenario resume en pocas cuartillas la sabiduría, por fin templada y alejada de toda vorágine, que la lectura del escritor japonés le ha proveído. Pero no sólo eso: la sabiduría de Miller es la de un viajero que ha conocido cada rincón y esquina del planeta, que ha encarado la soledad y el escarnio, que ha conocido la pobreza y la miseria, la burla y el reconocimiento, el sexo y la ternura. En una palabra: un hombre apasionado por vivir.

Su amor, plagado de blasfemias (de Trópico de Cáncer decía que no era un libro sino “un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que les parezca”) y de ofensas, no es un amor en el sentido ordinario de la palabra. Hay en él desafío, franqueza, justificación. Dice odiar a los judíos, a las mujeres, a las sociedades que compara con virus. Y es natural en él despertar reacciones encontradas, pero es precisamente en esta contradicción donde Miller se reencuentra con el hombre hipersensible en su interior. Este odio, que a la luz de su vida y obra no es más que una provocación sin fundamentos, es lo que desencadena su pasión en cambio por lo que a él le importa. Al sentirse orgulloso de ser inhumano, su humanidad florece: bella paradoja del amor según Henry Miller.

El amor se escribe sin (h)ache

 

En 1932, elegido el centro del mundo (España), Dios regresa a la Tierra. La Humanidad, de súbito convertida en católica fervorosa, prepara para el Altísimo un banquete de posibilidades: las maravillas terrenales representadas en el arte, la arquitectura, la música, los deportes, las academias, los cabarets y los circos. Pero Dios, que todo lo encuentra inocentísimo y aburrido, se maravilla en cambio con un objeto sorprendente, ingenioso, útil y excelentemente ideado. Esto es:

La máquina Gillette para afeitar.

Todo lo cual nos habla de la condición humana sin rodeos, chapucerías ni pretensiones, y en cambio sí con la gracia –en el fondo corrosiva– de quien considera el humorismo como un acto de inteligencia. Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) fue quizás el madrileño más inteligente del siglo pasado y, sin embargo, su obra parece destinada a pulular los rincones polvorosos de las librerías de viejo. Un destino sin duda triste (e injusto) para quien sin problema alguno pudo ser clasificado como un auténtico genio.

En ese episodio de “La tournée de Dios” (1932), Jardiel Poncela pinta un paisaje lo suficientemente nítido de su propia filosofía personal: no es una novela antiderechista –lo que a muchos se les antojaría adecuado dada la entonces recién estrenada República– ni antirreligiosa –ya que representa a un Dios más bien sacrílego–. Es, a lo mucho, un retrato amargo de la Humanidad: la única cabra desbocada, que tantas lágrimas engendra. Quizás por eso el autor fue tan vilipendiado por la crítica de su tiempo, ya que ni se decidía por la maravillosa utopía leninista ni alababa a ciegas las democracias modernas. La autonomía de pensamiento, en todas las épocas, gana discordias y enemistades.

Medio siglo después, el mundo advierte su infinito talento. En 2001, dentro de la celebración del centenario de su nacimiento, el circuito madrileño de teatro puso en escena algunas de sus obras más importantes (“Eloísa está debajo de un almendro”, “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “Una noche de primavera sin sueño”, entre otras), que vistas a la luz de los años adquieren mayor profundidad y relieve. Este mes, en el que se cumplen cincuenta y cinco años de su muerte, el mito de Jardiel Poncela pervive a través de su vasta obra: artículos y cuentos publicados en revistas y periódicos, novelas (“Amor se escribe sin hache”, “¡Espérame en Siberia, vida mía!, “Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, “La tournée de Dios”), obras de teatro (“Los ladrones somos gente honrada”, “Un adulterio decente”, “Los habitantes de la casa deshabitada”, “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, por mencionar algunas de títulos peculiares) y textos de manufactura híbrida. Jardiel Poncela era un escritor prolífico y ello se debe principalmente a que, como él mismo lo dejó asentado, escribir no le reportaba el menor esfuerzo. De padre periodista y madre pintora, Enrique creció en un ambiente de intelectualidad que lo condujo a la literatura de manera precoz. A los veintisiete años publicó “Amor se escribe sin hache” y de inmediato se forjó un lugar dentro de la “otra generación del 27” y, en especial, entre los defensores del humorismo (cuya definición, según él, sería como “pretender clavar por el ala una mariposa, utilizando de aguijón un poste del telégrafo”).

El suyo es, claro, un humor gráfico (prefiere dibujar unos ojos hermosos que describirlos, o representar un crimen mediante diagramas), pero sobre todo es un humor ácido, inverosímil. Una rápida lectura concluiría que Jardiel Poncela era un hombre misógino, despechado, machista (en el prólogo de su primera novela escribió: “La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y les digo adiós con melancólica entereza”). Por lo demás, nunca se cansó de decir que el mayor mérito de una mujer era tener un par de piernas largas.

Sin embargo, en el fondo, Enrique Jardiel Poncela era un escritor sensible y profundamente marcado por sus tragedias personales. Padre soltero a los veintiséis, abandonado por la madre de su hija de tres meses, herido en el orgullo por las nulas recompensas de su incansable carrera dramatúrgica y literaria (cesó de escribir novelas para concentrarse en obras de teatro, que al final de sus días ya no reportaban éxito ni remuneración económica), enfermo de cáncer de laringe antes de los cincuenta años y, en fin, subyugado por la violencia del amor, del que decía que “a semejanza de los catarros, empieza poniéndonos febriles, sigue impidiéndonos salir de casa por las noches y acaba obligándonos a secar los ojos con un pañuelo”, Enrique fue uno de los más grandes humoristas del siglo XX. El hombre a quien le hacía reír ver llorar a las mujeres y llorar ver reír a su hija; el que sostenía que todo lo importante en la vida se escribía con hache (el honor, la hermandad, el heroísmo, la Historia, el Hombre, los hipódromos, la hemoglobina, el humorismo); para quien tener fe es “masticar sin dientes” y la Filosofía, la Física Recreativa del alma; quien jamás osó compararse con Cervantes (pues entre ellos mermaban diferencias notables, decía Jardiel Poncela, como que él nunca estuvo en la batalla de Lepanto); el escritor que no vacilaba en dedicar dos capítulos al acto de bajar una escalera… El hombre que hizo soñar al público. Parece que es él, y no su personaje Zambombo, quien al sentirse terriblemente solo, se pregunta: “¡El amor! ¿Qué es el amor?” y por toda respuesta se tropieza con un anuncio de “Amor: la mejor pasta para limpiar metales”.

Convencido de que habría de morir joven y que a su muerte le sucederían interminables biografías y reconocimientos, Jardiel Poncela escribió su propio epitafio: “si queréis mayores elogios, moríos”. Tuvo que esperar, es cierto, pero la justicia le pagó. Y aún hoy, para el legado de Jardiel Poncela, es menos cierto que el amor se escriba sin hache. Pues lo que se toma en serio, como en su caso, es tan honorable como un buen par de habanos.

 

*en La Mosca en la Pared, 2007

Mario Vargas Llosa y sus cachorros

Dicen que Mario Vargas Llosa es el escritor latinoamericano vivo más importante y lo dicen con toda razón. En un fragmento de Día Domingo (contenido en la colección de cuentos Los Jefes, 1968) Vargas Llosa dice del protagonista, fuerza e ímpetu perdidos de pronto en medio del mar, “Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno”. Y no es que el escritor peruano lo piense realmente. No es que se sienta auténticamente subyugado por el mazo frío de la religión, ni que crea en posiciones tan antitéticas y por ello tan complementarias como Dios y el infierno. Porque lo que realmente le interesa a Mario Vargas Llosa va más allá de un conflicto religioso: es un conflicto moral, político. E ineludible, puesto que en su carácter de latinoamericano (y en su caso, de político demócrata conservador) no puede sino sentirse aludido y profundamente afectado por una realidad que no distingue entre justicia y brutalidad, entre castigo y sabiduría, entre vida y muerte. La convivencia de las dos caras (lo atroz y lo humano, por englobarlo en dos polos ridículos e incompletos) es una constante en la literatura de Mario Vargas Llosa y no hace falta que sus textos desborden críticas abiertas o comparaciones fulminantes: la metáfora de la historia pequeña –el microcosmos– es un reflejo de la realidad inmensa –el macrocosmos–.

En Los Jefes, por ejemplo, la crónica inconclusa de una pequeña (pequeña, no hay adjetivo más adecuado) huelga infantil es una analogía casi evidente de una situación política actual o, más bien, universal y atemporal. Porque la anarquía ha existido desde siempre, no como concepto definido, sino como natural subversión a la antiquísima y humana lucha por el poder. Y en ese cuento no hay final (no hay solución al conflicto primordial de la huelga estudiantil), pero sí la consumación de una rencilla interna: la de Javier –el líder idealista y, sin querer, maquiavélico en sus maneras por conseguir la justicia– y el narrador –idealista a medias, pues sus maneras son más discretas y, en cierto modo, más pendejas– contra Lu, el odiado.

En 1967 Vargas Llosa publicó Los Cachorros, y según el prólogo de Joaquín Marco en la edición de Salvat Editores de 1970, no hay una clasificación certera para este escrito. No es un cuento y tampoco es una novela corta. Es un experimento en el que Mario Vargas Llosa se da el lujo de engañar al lector, a la narrativa, a la literatura misma. El narrador es y no es uno de los cachorros, es ellos y luego los describe y explica desde posturas antagónicas e irreconciliables. Es primera y tercera persona a un tiempo. Y los pensamientos desordenados impiden comprender, salvo en una segunda lectura, que el meollo reside en la poco placentera condición de Pichulita –el innegable protagonista y alter ego de Cuéllar, el niño con ahora improbable futuro prometedor– de niño castrado. Joaquín Marco explica que la anécdota se le ocurrió a Vargas Llosa después de leer una nota de periódico y que trasladó el infortunio a la literatura con reservas y desfachatez.

En el fondo, los temas son los mismos. Las preocupaciones, las fijaciones, las alusiones constantes. Vargas Llosa no puede ocultar su entorno: la sociedad limeña (miraflorina, más específicamente) pero, sobre todo, la cultura latinoamericana y su amplísimo espectro emocional y social. El escritor sabe que el poder corrompe, subyuga, no da lugar a la libertad de elección. Lo que parece heroico en un momento es, al siguiente, una atrocidad… porque los valores éticos fluctúan y jamás son universales. Porque el heroico protagonista de Día Domingo, por ejemplo, desde otra perspectiva es un machista y un ciego. Porque Vargas Llosa lo comprende y, a veces inexplicablemente, lo enaltece.



Vargas Llosa, Mario. “Los Cachorros-El Desafío-Día Domingo”. Biblioteca Básica Salvat. Salvat Editores S.A. Navarra, España. 1971.

Cuando los alacranes atacan

En la novela de Bernardo Fernández hay un periodista y se llama el Negro Aguilar. Tiempo de Alacranes, ganadora del Premio Nacional “Una Vuelta de Tuerca” en los géneros policiaco, negro y de misterio, es una disección por demás cómica y desvergonzada del narcotráfico mexicano y sus extraños (y a veces inverosímiles y absurdos) vericuetos.

Escrita con el humor encarnizado y truculento de quien se las sabe de todas todas y no teme retratar con crueldad y lascivia sus personajes, el relato de Bef (apócope por el que el autor es conocido desde siempre) es inteligente, sin lugar a dudas, y tonto también, si cabe tal dicotomía en una novela de su índole.

Inteligente por lo minucioso y fáctico con que se desmenuzan los hechos y personajes. Tonto por cuanto todo lo escrito no es más que una revisión al género que cae en sus propias trampas y aún así logra librar los obstáculos de su propia ridiculez: incoherencias en la trama, circunstancias absurdas y escenas improbables, que a final de cuentas no son sino un homenaje al género mismo.

Se decía, pues, que en Tiempo de Alacranes hay un periodista. Su columna ficticia, Vida Pública, en el periódico de circulación nacional Reforma no es más que un catalizador de todo cuanto sucede en la novela. ¿Por qué en un diario de franco sesgo derechista? Misterio. ¿Por qué el Negro Aguilar sabe todo lo que ocurre y lo plasma con rigurosidad periodística en el espacio asignado para tal fin? Misterio. ¿Por qué Bef sabe lo que sabe del narcotráfico, la Procuraduría General de Justicia y su División Antiasaltos, los sicarios pagados por la élite de los narcotraficantes, la trata de armas y demás asuntos escabrosos que un ciudadano común (para colmo diseñador gráfico y escritor de Ciencia Ficción) no podría conocer ni en la superficie? Misterio, pero lo sabe.

Sería fácil cerrar los ojos y fingir que en este país no pasa nada. Pero Bernardo Fernández no lo hace. Más aún: se burla de ello, le da una cara y un nombre a la podredumbre de las más bajas esferas delictivas del país (las más altas, en realidad, pues todo se reduce a un conflicto de status quo) y lo denuncia por medio de la literatura.

Escrita con un evidente estilo periodístico y hasta cinematográfico, Tiempo de Alacranes podría pasar por crónica veraz aunque abigarrada. No por ser ficción, sin embargo, es menos transgresora, menos delatora. En ella conviven El Señor (¿de los cielos?), el Cártel de Constanza, el General Díaz Barriaga, el Licenciado Gómez Darkseid, el Támez y el infantil Gordo (pareja quentiniana que provee las mejores dosis de humor negro), el capitán Tapia, Lola y Checo, Obrad (refugiado de un también falaz país: Latveria, república de los Balcanes, en abierta alusión a Letonia –Latvia, en inglés– y los regímenes comunistas de la ex-Unión Soviética) y Fernando Picochulito Figueroa… Ahí está, también, la princesita punk: musa y culpable a un mismo tiempo. ¿Personajes literarios que representan los verdaderos actores políticos del país? ¿Sustitutos ficticios de quienes en realidad mueven los hilos en la tragicomedia que es México? Sólo Bef lo sabe… y, si quisiéramos, todos podríamos hacerlo. Y es que, como dice Lizzy al final, todo el tiempo es tiempo de alacranes.

El general en su laberinto

El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios ha soñado con el proyecto improbable de unificar América entera. Se le conoce como el Libertador y ha participado en la guerra independista de las jóvenes naciones de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia –entonces apelmazadas bajo el nombre de Nueva Granada– del yugo español. Simón Bolívar es el caudillo latinoamericano por excelencia y en la novela El General en su Laberinto (1989), el escritor colombiano Gabriel García Márquez traza la ruta final del general cuando, en abril de 1830, decide renunciar al último Congreso de la Gran Colombia y vagar en un laberinto interminable que lo llevará a la muerte. La única salida posible.

Como novela histórica (y debido, en gran parte, a la extensa investigación que García Márquez elaboró), El General en su Laberinto no deja de ser rigurosa y precisa, pues detalla con minuciosidad el peregrinaje final del que fuera presidente de Venezuela (venezolano él de nacimiento) y fundador de la Gran Colombia. En la recta final se barajan nombres como el de Antonio José de Sucre (también líder independista y primer presidente de Bolivia), Francisco de Miranda, Francisco de Paula Santander, José Antonio Páez y hasta la presencia alegórica (aunque a ratos inverosímil) del militar y fallido emperador mexicano, Agustín de Iturbide. Los caudillos reunidos y recreados a través de los múltiples recuerdos de Bolívar, de las glorias pasadas y el terror inminente de un presente que se dibuja desprovisto de su gloria, honor y notoriedad política.

Decía Ortega y Gasset que el pueblo “que no recuerda su pasado está condenado a repetirlo” y esta afirmación viene a cuento en la coyuntura de la política latinoamericana actual. Hasta hace poco, la república venezolana cambió su nombre al de República Bolivariana de Venezuela y no son pocas las alusiones constantes al afán caudillista de Bolívar. En este sentido, cabe preguntarse la validez de premisas libertarias (que en su momento se presentaron como únicas e ineludibles) en una situación que exige más allá de un auténtico afán de lucha y requiere, en cambio, el enfrentarse con la realidad social del país latinoamericano, con yugos distintos y expuesto a la fragilidad de sus ideologías. ¿Hugo Chávez el nuevo Bolívar? Desde luego que no, así como tampoco pueden serlo ya los líderes políticos que permean la circunstancia actual. Un debate político profundo y hasta filosófico que sólo se vislumbra en sus fronteras más lejanas con el conocimiento, aunque sea sólo literario, de la historia del Libertador primigenio, del Bolívar que ha asimilado la problemática de su cultura y el mundo en que vive y que, ya al borde la muerte, exclama aturdido:

– Carajos, ¡cómo voy a salir de este laberinto!

La vida que se vive como en sueño: Pedro Calderón de la Barca

Pero hay tardes como ésta en que, de pronto,
miro por la ventana. Un vago, esperado impulso
me obliga a olvidar lo que esté haciendo
y me llama por la ventana
Juan Vicente Melo



Da lo mismo[1]. Juan Vicente Melo deja asentado en su Obediencia Nocturna, en 1969 y en México, que todo da lo mismo. Más de trescientos años antes, en Madrid, el dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca escribe: “el delito mayor del hombre es haber nacido”[2]. Tres siglos de diferencia y el sentimiento agónico, opresor de la vida persiste: es ésta una vida de lucha constante ante la incertidumbre y el desasosiego. Quizás la referencia al escritor mexicano, perteneciente al movimiento cultural de la Casa del Lago, no sea la adecuada para ilustrar la estética filosófica de uno de los mayores exponentes del teatro español del siglo XVII… pero es, al menos, una prueba innegable de la vigencia del tema. Entre ambos literatos median siglos, ideologías y contextos sociales de diferencia, pero su preocupación es la misma: dilucidar el carácter providencial del libre albedrío, la transgresión a un destino en apariencia impuesto. Sus personajes, sumidos en trances oníricos y hasta falaces, luchan y desafían los hados y las encomiendas: son títeres de una representación teatral que por lo tirana impone y doblega. Son producto de su sociedad, de la aspiración política de sus contemporáneos.

¿Cuál es la sociedad de Calderón de la Barca? Según el catedrático español José Antonio Maravall: la cultura del Barroco y los albores de un siglo XVII arrasado por la miseria, la muerte, la confusión y un despertar apenas incipiente de lo que hoy llamamos conciencia social. En palabras de Maravall, “el Barroco parte de una conciencia del mal y el dolor”[3], alimentada por la crisis del mundo y del hombre, que al fin se pone de manifiesto y es abordada en el arte y la literatura.

En medio de ello, Calderón de la Barca se muestra receptivo a la tradición teatral, por un lado, y, por otro, a la tendencia filosófica que permea en su sociedad. Hablamos de una España de un 1600 y tantos cuya monarquía católica estaba en decadencia; una España afligida y en plena coyuntura político-social. Al respecto, Maravall dice: “El Barroco es un arte de crisis, mas no un arte en crisis; expresa una mentalidad, no una conciencia”[4] y, sin embargo, “es también la época de la fiesta y el brillo”[5]. Esta contradicción es la que distingue una de las obras fundamentales del dramaturgo español: La vida es sueño. Como lectores, somos testigos de las reflexiones profundamente pesimistas de Segismundo, encadenado en una torre y obligado a vivir como una bestia sin conciencia de la vida y el mundo exterior. En esta particular circunstancia toman lugar los soliloquios trágicos que, mirados con detalle, constituyen epítomes de la filosofía personal de Calderón. Segismundo, un príncipe heredero al trono de Polonia, es privado de la posibilidad de vencer el destino que los hados han vaticinado: que será un rey tirano y déspota que llevará a su propio padre, a su nación, a la ruina. Sin advertir que con ello empuja a Segismundo precisamente al abandono de su humanidad, su padre Basilio lo encadena y busca con ello evitar el funesto vaticinio. El dilema es evidente: la reacción lógica de una acción represiva será indudablemente negativa, como lo prueba el hecho de que, una vez liberado, Segismundo obra con maldad y despotismo. ¿Pero no era ello acaso una consecuencia esperable y hasta comprensible en el caso específico de Segismundo? Calderón de la Barca plantea una pregunta clave: ¿el destino es inevitable o el resultado de las elecciones personales?

José Antonio Maravall, respecto de los valores de la cultura Barroca, nos dice: “Elección es libertad o, mejor dicho, es la versión de la libertad propia del hombre moderno”[6]. Sin la posibilidad de elegir, ¿qué es lo que convierte a Segismundo en un hombre íntegro, conciente? Más aún, como lo indica la trama, al ser devuelto a la torre es forzado a creer que todo ha sido un sueño… ¿y no es éste el carácter metafísico de la vida misma? La creencia de que todo cuanto se vive es un sueño, de que en él poco importan las convicciones personales y las luchas internas, de que pese al esfuerzo invertido en construirse una senda adecuada y libre de disposiciones ajenas, el destino terminará imponiéndose.

Calderón de la Barca utiliza el tópico, como explica Maravall en su obra La cultura del Barroco, del “gran teatro del mundo”. José Antonio Maravall sintetiza: “no hay por qué levantarse en protesta por la suerte que a uno le haya tocado, no hay por qué luchar violentamente por cambiar las posiciones asignadas a los individuos, ya que de suyo (…) está asegurada la rápida sucesión de los cambios”[7]. Al ser Segismundo sólo un personaje de una obra de teatro, es susceptible de ser manipulado por el dramaturgo, su creador. Así, Calderón de la Barca mueve los hilos de modo que, dentro de la intrincada red de sus personajes, logre extraerse una tesis viable, una conclusión de su propia ideología: a través de Rosaura, Clarín, Clotaldo, Astolfo, Basilio, Estrella y ante todo Segismundo, el dramaturgo español expone el sinsabor de la vida, la desilusión del siglo, la esencia del Barroco.

¿Da lo mismo? Desde luego que no. Para Calderón de la Barca, al final del sueño sobreviene la redención. Cuando por fin Segismundo, aclamado por el pueblo levantado en armas, es liberado por segunda vez y arrojado a la tentación de vivir como en un sueño, elige obrar con prudencia y sabiduría de rey. Se vence a sí mismo y a su destino.

¿Pero esto es lo que en realidad quiere decir Calderón de la Barca? ¿Es ahí donde termina la obra? No. En medio de la algarabía y el goce de los placeres cristianos, subsiste en el fondo una extraña sensación de melancolía y pesadumbre. Como un presentimiento que recorre con su velo los diálogos y acciones de los personajes de La vida es sueño, ya que a pesar de triunfar al final, no resuelven nunca la duda de la legitimidad del destino, de la predestinación de los acontecimientos. La duda es: ¿habría sido Segismundo un mal rey si no hubiera sido encerrado en la torre? La respuesta más fácil es que no, que al enclaustrarlo se precipitó una aguda sed de venganza que de otro modo no hubiera germinado. Pero he ahí la incertidumbre de la vida: la imposibilidad de comprobar las formas en que hubieran ocurrido los sucesos si las circunstancias se modificaran de raíz. Además, ¿es justo que Segismundo haya sufrido durante años para, luego de descubierta la verdad, perdonar a quien lo privó de su libertad? ¿La enseñanza es, a final de cuentas, que “hay que obrar bien no obstante los agravios que se cometan hacia uno mismo”?

Calderón de la Barca no responde estas cuestiones con exactitud, pero es lo suficientemente reflexivo y profundo en la psicología de sus personajes como para dejar abierta la interpretación. Si “el carácter de fiesta que el Barroco ofrece no elimina el fondo de acritud y de melancolía, de pesimismo y desengaño”[8] de la cultura y la sociedad, es pertinente entonces decir que el dramaturgo español no finalizó su obra conforme a los cánones de estilística en la comedia de su siglo. En apariencia, los personajes encuentran la paz (Segismundo se casa con Estrella y Astolfo con Rosaura, en un equitativo intercambio de bienes humanos), pero es Segismundo quien revela la esencia de la trama, al decir: “¿Qué os admira? ¿Qué os espanta, si fue mi maestro un sueño, y estos temiendo, en mis ansias, que he de despertar y hallarme otra vez en mi cerrada prisión? Y cuando no sea, el soñarlo sólo basta; pues así llegué a saber que toda la dicha humana, en fin, pasa como sueño, y quiero hoy aprovecharla el tiempo que me durare, pidiendo de nuestras faltas perdón, pues de pechos nobles es tan propio el perdonarlas.”[9] Obrar bien, parece sugerir Calderón de la Barca, poco importa cuando se hace creyendo que todo es un sueño.


Un vago, esperado impulso de obedecer el dictamen de los sueños. Lo dicho: más de trescientos años después, aún los individuos viven la contradicción –como explicó Maravall respecto al Barroco, sin saber que la definición aún aplica– “bajo la forma de una extremada polarización en risa y llanto”[10]. Cuando, al inicio de este ensayo, dijimos que Juan Vicente Melo y Calderón de la Barca compartían la inquietud literaria y estética por los efectos del sino, no escatimamos en la referencia. Sin embargo, al transcurrir los siglos, parece que la humanidad poco a poco ha comprobado la inutilidad de la lucha. Como un personaje sin nombre, a kilómetros de distancia de su origen, otro Segismundo se mueve con los ojos vendados en medio de la noche.

La vida es sueño y en los sueños nada es controlable, ni siquiera racional.

Bibliografía:

· Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971

· Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994.

· Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002.


[1] Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994. Pp 9
[2] Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971. Pp. 20
[3] Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002. Pp. 310
[4] Íbidem. Pp. 310
[5] Íbidem. Pp 322
[6] Íbidem. Pp 352
[7] Íbidem. Pp 320
[8] Íbidem. Pp 322
[9] Calderón de la Barca, La vida es sueño. Op. Cit. Pp 109
[10] Maravall. La cultura del Barroco. Op. Cit. Pp 322


El tañido de una flauta

Gracias a los cargos diplomáticos que ha desempeñado en variadísimos países del continente europeo, Sergio Pitol (Puebla, 1933) es un escritor cospomolita y -si se quiere- elitista, complejo, altivo. No es para menos y en su obra es aún más notable: en alguna nota del año 2003, escrita por el autor –acreedor en meses pasados al premio Cervantes de literatura– para su diario personal, Pitol dice que en sus obras abundan los intelectuales, los artistas, los personajes inescrutables. Es cierto: en El Tañido de una Flauta (1972) los protagonistas son un director de cine, el que recrea la historia en dos días, y un pintor, cuya vida ha sido inmortalizada por el cineasta japonés Yukio Hayashi. Ambos, la película japonesa (titulada, insoportablemente para el primer hombre, como El Tañido de una Flauta) y la novela entera, recrean la vida de Carlos Ibarra, el hombre que termina en desgracia, miseria y en una paradójica aceptación de estas fatales circunstancias.

 

En realidad la historia es simple, y como Pitol ha enunciado preferir, inconclusa. Un director mexicano, cuyo nombre jamás es revelado, viaja a un festival cinematográfico en Venecia y ahí, en alguna proyección oficial, le es dada la perturbadora casualidad de mirar la vida de un amigo suyo retratada en una película japonesa. La película es la biografía exacta de Carlos Ibarra, pintor mexicano con quien ha perdido contacto y cuyo escalofriante y triste final nunca llegó a conocer… hasta que, por supuesto, lo mira voraz y lacerante en el filme. ¿Qué explicación encierra la paradoja? ¿Cuáles los motivos de Hayashi, el director japonés y eminentemente superior al mexicano, para revivir con fría sutileza cada detalle, encuentro y viaje del pintor exiliado? Los cabos sueltos, para Pitol y para el lector conmovido de pronto con la anécdota, importan poco. Las razones existen quizás, pero perduran aún más los capítulos abigarrados de una vida suelta y desvergonzada, de los paisajes y las ciudades, de los personajes y las nacionalidades. No dejan de parecer, sin embargo, pretextos de Pitol para mostrar lo absurdo del intelectual, su esnobismo desmedido, su insensatez e incoherencia. Ambos hombres, unidos por casualidades increíbles en tiempo y espacio (sobre todo en espacio pues, a pesar de ser los dos mexicanos, no dejan de encontrarse en Londres, en Yugoslavia, en París o en calles ocultas en Varsovia), son dos títeres que no logran sobreponerse al vacío de su época. Se enseñan mutuamente a vivir como sibaritas, se enfrascan en larguísimas conversaciones sobre literatura, pintura y filosofía, discuten sus filias y necesidades. Lo ambiguo de su relación es, a ratos, incomprensible. El final de su relación es un hilo muy frágil que se mantiene tenso por las cartas que, luego del bochorno, sólo Carlos Ibarra envía.

 

¿Cómo era Paz Naranjo?, se pregunta el director mexicano, desencantado de todo, mientras vaga por los rumbos más ruines de una Venecia que creyó idílica y perfecta. Después de ver El Tañido de una Flauta, recuerda con una intensidad incómoda al Carlos Ibarra que solía decirle:

 

¿Has advertido en qué cosa indigna pretendes convertirme?
¡Quieres tañerme!
Pretendes conocer todos mis registros.
Deseas penetrar hasta el corazón de mis secretos,
pretendes sondearme, para que emita desde la nota más grave
a la más aguda del diapasón.
¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta?
Tómame por el instrumento que más te plazca,
pero por mucho que me trates, te lo advierto,
no conseguirás obtener de mí sonido alguno.

 

Paz Naranjo, la mujer que los separó, era una cincuentona enclenque, siempre a punto de partirse en mil pedazos, experimentada y dolida por un pasado (al que, recuerda el protagonista, le dieron tantas vueltas como sus encuentros en Nueva York les permitieron) que no logra evocar del todo y que, por tanto, no comprende. El episodio que los unió, el de la efímera ruptura con Carlos que los orilló a pasar una noche de pasión urgente, fue después recreado por el director en su ópera prima –y vergüenza intelectual–, Hotel de Frontera. Episodio que, infaltable, fue también incluido en El Tañido de una Flauta. Podría encontrarse con Hayashi, se dice, ¿pero entonces qué le diría? ¿Se limitaría a preguntarle cómo había conocido a Carlos, cómo le había referido detalles tan íntimos de su vida, por qué para interpretarlo a él había elegido a un japonecito de finas maneras y talante inseguro? Prefiere evitar el encuentro y vaga entonces por calles atroces, mira una góndola fracturada que de lejos le parece un cisne negro degollado, recuerda a Carlos Ibarra y por momentos lo odia, lo añora, lo extraña, lo recrea a través de una tía desfigurada que en principio fue motivo ficticio de sus pinturas y luego una presencia real y terrible. Se dice que nunca pudo tañerlo.

 

 

La última escena de El Tañido de una Flauta transcurre en una aldea de Macao, mientras que, en la vida real, Charlie terminó destruido en un pueblito en las Bocas de Kotor. Su amigo, derrotado, no puede soportar la revelación horrible de una muerte tan estúpida, tan accidental, tan casual. ¡Carlos Ibarra! ¡El genio que jamás fue profeta en su tierra, el mentor, el lúcido, el viajero! Reducido a un harapiento que, luego de timado por un poeta desterrado de su gloria personal, resbala por un peñasco y muere en la inopia más inclemente. Sin más. Después de darse cuenta que en adelante sería el loco de dientes podridos que mendigaría para comer. Excluido definitivamente del mundo. Y el protagonista piensa, mientras intenta conciliar el sueño ya de vuelta en su cómodo hotel veneciano, que saber otro detalle sobre la muerte de Carlos no cambiaría en lo absoluto el panorama. Y luego la pesadilla. Pero Pitol nunca, durante las más de doscientas cuartillas de la verdadera El Tañido de una Flauta, resuelve el misterio. ¿Y qué importa, después de todo? La vida, ese misterio, es tan inasequible como una flauta. Imposible pretender tañerla.

Ella

Una arribista. Tomás Eloy Martínez, arrobado por la belleza etérea del cadáver de Evita Perón, escribe Santa Evita (1995) con la certeza nunca oculta de que en la búsqueda de las palabras encontrará una revelación casi divina de la mujer que, sin querer, describe como una arribista sin escrúpulos. Y, sin embargo, hermosa. Hermosa, sobre todo, después de la muerte. Pues es el cuerpo sin vida el que viaja y se apodera de la novela sin esfuerzo, el que se yergue como protagonista y amo de la trama, el que despierta pasiones y rencores: el que vive, sin desearlo, en la inmortalidad que Eloy Martínez le reserva. Santa Evita es una alegoría de la Historia: aquella más bella y romántica por ser ficticia y mentira, la emocionante por su coquetería con lo imposible y lo prodigioso. Y atrapa: de pronto, entre las líneas meticulosamente construidas con precisión periodística, surge la figura nítida de lo que el lector podrá considerar, en lo sucesivo, Historia prohibida pero verosímil. Y real, indudablemente real.

¿Quién fue Evita? ¿Cómo explicar el mito? Tomás Eloy Martínez, abrumado por las posibilidades, decide lanzarse al ruedo y buscar un cadáver que no le pertenece (que nunca pudo haber sido suyo) a través de historias que pecan de creíbles por lo increíbles. Nunca lo niega: “la realidad no resucita, nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas”[1]. Durante el texto entero, Eloy Martínez no deja de insinuar que lo suyo no es más que una sarta de mentiras acomodadas muy hábilmente entre verdades innegables. Y por eso su propuesta de la leyenda resulta tan magnética: es más romántica, más seductora, más misteriosa y dotada además de una carga de suspenso que la realidad no podría igualar. A un relato de policías y ladrones agrega un conflicto político de primer nivel, una dosis de perversión, lujuria y santería. Sobrenatural y además femenina, la novela exhibe a Evita en muchas más formas que la llana desnudez de su cuerpo embalsamado podría mostrar, a pesar de ser éste susceptible a la profanación y el estupro. Sin ponerse de un lado u otro, con una sospechosa neutralidad, el escritor argentino la describe –e imagina– en las etapas descendentes de su vida, desde el lecho de muerte hasta la tierna infancia. Diosa, madre, Jefa Espiritual de la Nación, Benefactora de los Humildes, única mandataria de la Argentina conquistada en apariencia (en apariencia, porque la verdadera figura era ella, Evita), por el general Juan Domingo Perón… Eva fue mítica y de ello no cabe la menor duda. El interés, el escozor de Tomás Eloy Martínez era encontrar una cara de la moneda que desvelara, de una buena vez, el rostro único de La Mujer. Aquel que lograra encontrarla debía ser, por fidelidad a la historia y a la nación, argentino puro de nacimiento, de patria, de alma y corazón. Un argentino exiliado que la busca en documentos, entrevistas, relatos escuchados aquí y allá, mientras se debate entre los escondrijos y trampas de las letras, en una ciudad que le es ajena (a Ella y a él) y que no comprende, con sus luces neón, la profunda argentinidad de esa mujer odiada y santificada con igual fervor.

El mito, quiere explicarlo el buscador, nace de las incongruencias, de las contradicciones, de la historia de hadas que –dicha de lejos y sin detalles– parece tanto más bella y metafórica cuanto que representa el ascenso doloroso de quien, desprendida de sus penurias, decide darlo todo por los pobres, sus eternos grasitas. Pero la historia no es así, dice Eloy Martínez, no puede ser así. Los santos siempre son mártires. Evita es santa por ser mártir, por sufrir el hierro caliente del desprecio, la pobreza, los prejuicios y el dolor… el verdadero dolor: el físico, el de las entrañas, el que sangra y deja llagas. Pero además, dicen otros, una resentida, enferma de venganza. Una inculta, casi analfabeta y vulgar que se cree ama y señora, dama de los desposeídos y ante todo superior a los oligarcas que tanto desprecia. Una revolucionaria, pero conservadorísima, cegada por un amor que para muchos no es más que la insistencia de un cariño al que se aferra desproporcionadamente. Y una figura, más allá de las descripciones psicologistas que acaso merman la increíble leyenda (leyenda tanto por lo falso como por lo verdadero) que Evita es. Evita, el cadáver: ambas son material sorprendentemente fértil para una novela vigorosa y trascendente en potencia. Y Tomás Eloy Martínez lo sabe.

Los personajes, unos verdaderos (aunque absolutamente falsos al integrarse como títeres a la farsa del escritor) y otros inventados, pueblan Santa Evita de anécdotas hermosas, cómicas, tristísimas. Pedro Ara, el embalsamador catalán que convirtió a Evita en la belleza inquietante que en vida sólo pudo imitar (y que desató, con este simple encargo, una revuelta política de proporciones dantescas), es en la novela un necrofílico amanerado y debilucho. Necrofílico… ¿Quién en la novela no lo es? El coronel Moori Koenig, el más finamente diseccionado por la pluma sanguinaria de Eloy Martínez, es el más humano y sensible de los personajes, el más atado emocionalmente a Persona. Persona, Ella, Esa Mujer, Yegua, Potranca, Evita en mil nombres y ensoñaciones. Galarza (que confiesa su total ateísmo en un descuido), Yolanda, el Chino, Magaldi, Emilio Kaufman… todos prolongaciones de la fascinación que Tomás Eloy Martínez ni oculta ni afirma. Esa fascinación que deja caer en cada línea, cada descripción, cada salto de trama y técnica narrativa: de la crónica a la entrevista, al guión cinematográfico al reporte y al ensayo, todos deshilvanados pero increíblemente compenetrados unos con otros. El descuido perfecto de una novela que se lee como el agua, que envuelve sin querer con el mito de la diosa y su burdo cadáver (pero con vida propia, atrayente como si respirara por las fosas bellamente esculpidas en formaldehído), que lleva ilusamente por un camino oscuro y espeso, donde la verdad escasea pero donde la mentira fantástica es luz suficiente. Llueve y el rostro de Evita aún no desaparece. Ella, como su versión momificada y reservada para la posteridad, pervive sin concesión alguna.



[1] Eloy Martínez, Tomás. “Santa Evita”. Editorial Alfaguara. Ediciones Generales Santillana. México-, D.F. 2002. Pp 90.