Buenos Aires, mon amour

Maxi y Esteban, mejores amigos, viven juntos desde 2007. Ambos son rubios, menuditos, de grandes ojos. Uno es periodista deportivo y el otro estudia sociología. A pesar de que su departamento no es grande, me dieron una cama, un juego de llaves y me dijeron que hiciera lo que quisiera en la cocina/área común/baño.

¿Recuerdan esa percepción generalizada -sostenida incluso por mí misma en mi estadía en Taganga- sobre la arrogancia de los argentinos? Nada podría ser más falso. De hecho, tuve que elaborar una teoría según la cual, algunos argentinos dan mala imagen sólo en el extranjero. En su país de origen, son encantadores.

Desde el señor en el bus rumbo a Boca que te habla de cuando llegó a Ushuaia en 1947, de familia italiana. La mesera que te trae los cafés. Los cocineros de la pizzería Kentucky, afuera del subte Plaza Italia, que dicen “fue un placer” y “¿le sirvo otro vaso de vino de la casa?” (por doce pesos mexicanos uno se puede emborrachar con un vino poco fino, pero delicioso). La rubia vegetariana del hostal que defiende su estilo de vida ardientemente. Una pareja hablando puras linduras halagadoras de México en el bus, sin saber que yo era mexicana. Las personas que te piden direcciones en la calle -increíblemente, lo han hecho conmigo e, increíblemente también, he podido ayudarlos gracias a mi mapa. He visto por todos lados Jake Gyllenhaals tímidos, charlando con Brad Pitts callados en el subte. Por poco dinero, uno come como los dioses: carne, empanadas, pizzas, tartas de espinaca, alfajores de dulce de leche, café con medialunas…

Hay mucha melancolía en Buenos Aires, una ciudad que sólo puede conocerse a pie. He elegido, por gusto, recorrerla en soledad. Del jardín japonés, donde sufrí con los inmensos peces reptilianos, hasta Puerto Madero de noche. De los bosques de Palermo al cementerio de Recoleta. Me he tomado un expresso en cada café que he encontrado a medio camino, y charlado poco, porque de pronto se me quitan las ganas.

Es verdad que, después de un tiempo, uno se siente abrumado por las grandes cantidades de turistas. Se siente como si entorpecieran la percepción de la ciudad, como si mancharan la esencia de algo separado de ellos, algo que debe coexistir sólo entre las calles y los porteños. Después de un tiempo, uno ya no quiere ser turista, sino fundirse. No quiere preguntar por direcciones con un acento diferente, sino moverse como pez en el agua. No ver más flip flops y bermudas, sino sentarse en un bar a conversar de algo más que cómo se dice resaca en ocho dialectos distintos.

La razón por la que viajo sola y no con amigos es que siempre necesito mi soledad. Hay días en que no me dan ganas de hablar con nadie, no por melancolía, sino porque me gusta disfrutar del paisaje, leer mi libro y caminar con los audífonos. Buenos Aires se presta mucho para eso.

Algunas fotos de ocasión:

La tumba de Evita, que no es ni remotamente tan bella como otras en el mismo cementerio. Por supuesto, es la única que atrae a los turistas por montones, fascinados con el mito. Desde luego, no pude evitar ir a ver, porque yo también siento cierta fascinación -y cómo no, si Eloy Martínez nos hizo sentir más curiosidad por el cadáver que por la mujer en “Santa Evita”. Por cierto, una tristeza su muerte reciente.

Más chisme en el Museo de Evita: sus vestidos (claro que no hay tanto chisme como en la novela citada, pero es igualmente recomendable).

En el jardín japonés hay peces asquerosos nadando en el estanque. Yo, que padezco ofidiofobia, crucé los puentes con las manos temblorosas y los ojos apretados (el lugar sería un mini-paraíso para Jair Trejo, por ejemplo)

La calle Jorge Luis Borges, en Palermo, le daría vergüenza a Borges: es como Tamaulipas en la Condesa, llena de lugares nice para ir a tomar una copa, tiendas de ropa con nombres curiosos (“No me toques” o cosas así) y gente con onda. Acá el complejo Borges, donde cualquier escritor que no se respete querría vivir.

Mi prima, que es muy hipster-fashionista-escenosa-pero-jipi-orgánica y lleva cuatro años viviendo en Buenos Aires, me recomendó una peluquería llamada Roho en Palermo. Ayer fui a que me arreglaran mi corte y me sentí como en el bar con más onda del universo, sólo que ahí me lavaron el pelo en una sala pintada de negro con fosforescencias, y mientras yacía acostada veía una película en pantallas pegadas al techo con Tim Robbins (mientras tanto, la señorita me enterraba los dedos con fruición, como si nunca me hubiera lavado el cabello o apenas regresara de una aventura en las montañas). Luego un tipo delgado me hizo unos cortes menores para asegurar que el pelo me siga creciendo, y mientras tanto música tecno-indie resonaba en mis orejas. Al final, el corte ni se nota pero ah, qué bien la pasé.

Por cierto: la escena es paradójica. Yo en Buenos Aires, y mi prima -con su acento aporteñado- en casa de mis papás, tal como me escribió. El mundo está al revés.

 

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