Hoy iba en el subte charlando con un chileno que conocí en el hostal y que habla hasta por los codos de temas enciclopédicos varios (de la trombosis al corazón al nombre científico de todas las palmas africanas con pata de elefante a las variedades de “ají” boliviano a los músculos ejercitados en las fuercitas a las técnicas de hipnosis al sicoanálisis puntual de mi persona). Cuando bajamos en la estación Plaza Italia, noté que mi bolsa estaba abierta. No necesité revisar para saber que me habían robado la cartera.
Tres horas empleé para cancelar mis tarjetas y comunicarme tanto con Ixe como con Banamex, y por ende con Visa y Master Card. La lección: Banamex es una auténtica mierda incompetente y abyecta, Ixe es lo máximo, y las ejecutivas sudamericanas de Visa y Master Card son increíblemente pacientes, bondadosas y altruistas. El subte es un túnel oscuro y sucio donde es imposible hablar con acento extranjero, y yo soy una pelmaza distraída sin remedio.
No perdí mucho dinero (sólo tenía unos sesenta pesos argentinos) y bloqueé mis cuentas, pero me duele haber extraviado:
1) Mi credencial de elector -en la foto salgo, cosa rara, fotogénica. En la siguiente seguro saldré con el ojo chueco y el cabello enmarañado.
2) Mi RFC enmicado.
3) La cartera Old Navy que mi hermano me regaló a los dieciséis años.
4) Mi credencial de la UAQ, recuerdos universitarios que se irán.
5) 250 pesos mexicanos y varios billetes colombianos y venezolanos de recuerdito.
6) Muchas monedas argentinas, que en este país escasean y son preciadas.
Luego de eso traté de ser positiva, y Nicolás y yo nos encaminamos al Jardín Botánico después de comer unas rebanadas de pizza sentados en el parque. Allá fuimos devorados por los zancudos, un auténtico ataque que nos hizo arrastrarnos entre maldiciones varias y lamentos lejos del paraíso botánico. El diagnóstico fue picaduras extremas por todo el cuerpo, tantas que tuvimos que caminar por algunas calles de Palermo y Recoleta rascándonos la piel hasta dejarla en carne viva.
Es curioso: mi primera mañana en Buenos Aires me encontraba desayunando en un hostal en la calle Florida. De pronto, un chileno se sentó junto a mí y me preguntó si era venezolana (he escuchado que me dicen ecuatoriana, colombiana, venezolana, chilena o argentina; nadie jamás dice México en primer lugar: supongo que mis paisanas no viajan mucho al sur, maravilladas con Europa, ¡éjele!)
Bernardo es un mapuche moderno, de cabello largo y ojos rasgados. Me contó que estudia historia en la Universidad de Chile y que vino a Argentina buscando unos libros en específico. Terminamos acordando visitar la Boca juntos: fuimos a el Caminito, nos sacamos toda clase de fotos turísticas idiotas, vimos el estadio del Boca Juniors, y acabamos vagando por las calles lejanas a la zona turística, la Boca verdadera.
Cuando vi estos zapatos pensé en Plaqueta y cómo tal vez le encantarían
En una cantina-restaurante típico nos comimos un bife de chorizo, seis centímetros orgásmicos de espesor que me hacen sentir pena por los vegetarianos, acompañado de un litro de Quilmes negra.
En la mesa de al lado había un señor callado acompañado por dos argentinas de unos cincuenta años, rubias y alegres, que me dijeron que soy idéntica a Verónica Castro (?). Terminamos platicando con ellos sobre infinidad de cosas, y al final una de ellas (la carola, le decía Bernardo) nos invitó a su casa, uno de los departamentitos miserables de lámina clásicos de Boca, y cebamos mate con ella. Resultó medio bruja y le leyó las cartas a Bernardo, pero yo me rehusé a que hiciera lo mismo conmigo (todo lo esotérico me produce ronchas y jamás en mi vida voy a consentir que me embarren en sus ondas). Tal vez varios en mi situación se hubieran sentido tentados, que les leyeran las cartas gratis, pero no yo. La carola decía cosas tan evidentes, cosas que a todo mundo le diría (“sos un líder”, a Bernardo: “vas a llegar lejos” y “sos bien distraída”, a mí; lo primero algo que todos quieren escuchar, lo segundo algo evidente a simple vista).
Salimos de ahí después de haberle prometido visitarla luego. Tal vez lo haga.
Al día siguiente paseamos por San Telmo con un ecuatoriano del hostal, un tipo callado y tímido. Caminamos por sus calles típicas, y de nuevo comimos otros seis centímetros de paraíso, acompañados de papas fritas. Todo es tentador: las antigüedades, la carne, los alfajores, la vista, la arquitectura. Buenos Aires es tan hermosa que es difícil escribir conclusiones apresuradas sobre ella, y además todo está empañado, cubierto por una densa capa de calor: ayer estuvimos a 37 humedísimos grados centígrados.
En la calle Bolívar encontré la librería El Rufián Melancólico, que desde luego me hizo pensar en Rufián y en Roberto Arlt. Me saqué la foto de ocasión:
Hay tanto aún por conocer de Buenos Aires y de Argentina que mi robo furtivo no me duele tanto. Acumulo puntos kármicos, supongo, así que pronto algo realmente bueno me ocurrirá. O no. Al menos mañana me mudo con un couch-surfero, Esteban, que vive en Corrientes: cerca de todo y con tiempo suficiente para caminar, recorrer y aprender. Ésta es, verdaderamente, la ciudad de la furia. Y de los sueños.
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