Escribo rápido porque en unos minutos llega Martín, mi anfitrión quiteño, desde el barrio de La Mariscal (que es como su Condesa, llena de turistas, con calles más parecidas a la Verónica Anzures que a otra cosa).
Mi aventura empezó en el momento mismo en que bajé del avión en Quito, ayudé a una niña abandonada en el baño, caminé al metrobús, unos quiteños jóvenes y buena onda me echaron un aventón a la parada del autobús y, desde luego y haciendo honor a mi torpeza, tomé el bus equivocado.
Llegué a una iglesia evangélica en medio de montañas y caminos terrosos. Una señora gringa, Linda Rogers, unos sesenta años y español perfecto, me dejó usar su teléfono para comunicarme con Martín, y como ninguna le entendiera, me llevó hasta el punto de encuentro. Una iglesia en un camino rural lleno de vacas, desolado, que no invitaba mucho a la ensoñación turística.
Linda fue increíble, me dejó su teléfono, me ofreció su cama, y hasta desconfió un poco del chico desaliñado y rubio, apenas 20 años, que fue hasta la iglesia en su bicicleta. Después fuimos a su casa, una auténtica hacienda de más de 100 años de antigüedad, rodeada por la naturaleza.
Su abuelita rezaba una novena en el completo silencio. Martín y yo esperamos en un patio enorme, con vista a las montañas. Después la conocí, debe tener unos 90 años y es la señora más extraordinaria que he conocido. Tiene un sentido del humor finísimo, vivió muchos años en México (cada diez minutos exactos me dice: “Yo conozco más México que vos”, lo cual no dudo un segundo). No escucha bien y anda por la casa descalza, repite las cosas cada tanto, pero es un verdadero placer charlar con ella.
Martín me dijo que en la casa hay una vibra extraña. Me dormí a las 8 de la noche de mi organismo, y no desperté sino trece horas y media después (no había dormido ni ocho horas en tres días). El cuarto en el que me quedo tiene una cosecha, digamos, interesante en el ropero. La cama es de fierro antiguo, muy decimonónica, pero se duerme fantástico. Claro, hasta que en la noche escuché ruidos muy pesados, como de metal cayéndose. Concluí que era Martín y volví a dormir.
Luego sentí un cuerpo acomodándose entre mis piernas, supongo que era uno de los cuatro gatos. Quiero pensar que era uno de los gatos.
Lo bueno que no soy miedosa, porque decidiría no regresar a esa casa donde todo tiene impresa la huella del pasado.
Pausa para sopesar los hechos.
Todavía queda mucho por conocer de Quito, hasta ahora sólo he conocido más bien poco. Quisiera subirme al TelefériQo, aunque Martín y su amigo Arturo sólo ríen nerviosamente cuando les pregunto si quieren ir (dicen que no es la gran cosa). También, desde luego, la mitad del mundo -a 10 minutos de la casa de su abuelita. Y al centro histórico, a la iglesia de la compañía, a algunos museos. Estoy pensando ir a la playa de la Esmeralda, no lo tengo muy claro todavía…
Ésta es la segunda capital más alta del mundo. Sentí el mareo hasta en la noche, después de tomar café en la cocina de la abuelita de Martín. Aún siento estragos, pero ninguno como para preocuparse. Tampoco he probado platillos típicos, y sólo he visto puestos de fritadas, que supongo es como una gordita de carne de cerdo. Pero hay muchos lugares con comida chilena, china, libanesa y hasta mexicana -con el clásico estereotipo del sombrero y los cactus.
Seguiremos informando.
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