Leí este artículo en la Soho (“Taganga: coca, mariguana y judíos”), de una periodista colombiana llamada Alejandra Omaña. Es una breve crónica sobre Taganga, un territorio sin ley, un Estado dentro del Estado colombiano, en el que los policías ofrecen “la mejor creepy de Santa Marta” y las fiestas son explosivas y decadentes, y en el que los israelíes son reyes.
Me encanta leer de lugares en los que he estado, porque en la lectura descubres cosas que no viste o entiendes cosas que viste pero sin entender. O se confirman intuiciones. Las ciudades son como las personas no. 4: nunca dejas de conocerlas.
Mi estancia en Taganga no fue así, pero muchas cosas que Ocaña narra aparecen en el post que escribí al respecto. Ahora que releo, advierto que aún me ronda esa conversación entre Jairo, el dueño del hostal, y uno de los argentinos, que se la pasaban pachecos en las hamacas. Eso de los paisas y el cobro por muerto y la vida de sicarios, y la tranquilidad y alegría con que lo contaban, fumando marihuana en un hostal en el Caribe colombiano profundo. A veces quiero reescribir la conversación pero la he olvidado casi toda; sólo queda lo del post, ese retazo.
Esos días estuve con el alemán, con quien viajaba. De él no contaría nada aquí, por todo lo que me dijo, por las cosas de las que hablamos en un mes en Colombia, salvo que una noche, mientras caminábamos en el malecón de Taganga, un tipo apareció detrás de una palapa y nos vendió coca, así nomás.
Lo que más recuerdo de Taganga son dos días, porque fueron días perdidos en muchos sentidos, para él y para mí. Uno en el que fui a nadar sola a la playa en la mañana, y tengo ese recuerdo. Creo que nunca había estado sola -y tan sola- en una playa, y en mi mente empecé a apartarme de los turistas (casi todos argentinos, jovencísimos y bronceados) y a sentir un espacio entre el mundo y yo, esa clase de soledad. Esa vez leía Tala, de Gabriela Mistral, y la corrección moral que el libro desprendía contrastaba con la decadencia de Taganga, pero a la vez hablaba de Taganga, y de la tierra y de Latinoamérica, y de esa montaña que teníamos que escalar para pasar a otra playa, la Playa Grande.
El otro día que recuerdo fue precisamente cuando escalamos la montaña para ir a la famosa playa. Atardecía. El alemán se fue a caminar (necesitaba su tiempo a solas), y dejó su diario abierto sobre la toalla, pero estaba escrito en alemán. Hacía mucho viento y me puse de mal humor. De regreso apenas y veíamos por dónde caminábamos, y en el malecón nos compramos unos jugos (nuestro lujo en Colombia era comprar jugos todo el tiempo, de las frutas más extrañas y desconocidas).
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Ocaña dice que hay muchos israelíes en Taganga. No recuerdo haber visto tantos ahí, pero sí en muchas otras partes, y no sólo hombres sino mujeres, pues ellas también hacen el servicio militar (y después de éste, largos viajes por el mundo). Tampoco recuerdo las fiestas electrónicas y excesivas. En el hostal no había ruido, salvo el checheo de los argentinos. Pero es cierto que es bello mochilear en Colombia, y detenerse bajo el sol a comprar una cerveza por menos de dos mil pesos colombianos, y comer su comida y hablar su dialecto y escuchar sus piropos.
Para llegar a Taganga hay que pasar primero a Santa Marta (donde el alemán fue asaltado, ja). De esta ciudad escribí que me sentía como en una novela de Fernando Vallejo. Hace calor y hay prostitutas cariñosas en las esquinas, aunque no diría que sicarios (no diría que reconocí a alguno).
De estas dos ciudades colombianas sólo conservo estas fotos: