El lunes por la noche, confundida por mis planes próximos, tomé la resolución espontánea de irme a Uruguay. Me levanté a las seis de la mañana, dejé una nota y partí hacia Puerto Madero.
El viaje en buquebus, un ferry inmenso de dos pisos, duró unas tres horas. Leí, escribí, me asomé a la cubierta, donde el Río de la Plata divide a ambos países con su franja de agua, y me dormí. Cuando abrí los ojos, llegábamos al puerto de Colonia.
La pequeña ciudad uruguaya causó una gran impresión en mí. Días antes, abrumada por la perspectiva de viajes larguísimos a tierras lejanas, las contantes llamadas a Banamex e Ixe, el adelanto de efectivo que se escurría como agua en mis manos y cierta melancolía que no me abandonaba, había llegado a sentir un cansancio atroz. Supongo que a todos los viajeros les pasa, sobre todo a la exacta mitad de su viaje: no es tanto el famoso homesick como una sensación de que algo está fuera de lugar. No diría que me dieron ganas de regresar, sino que perdí cierto entusiasmo por seguir viajando.
Y de pronto, mientras caminaba por las calles de estilo portugués de Colonia del Sacramento, toda la emoción volvió a mí. Uno nunca deja de sorprenderse, no cuando se descubren sitios tan hermosos como éste.
El casco histórico de Colonia, uno de los asentamientos más antiguos de Sudamérica, es muy pequeño: su totalidad se recorre en una hora. Está todo rodeado por el río y sus calles son de piedra, llenas de árboles. Como cambié pocos pesos argentinos, estaba limitada de recursos: comí empanadas y manzanas en un parque, luego renté una bici y recorrí todos sus senderos. Fue una de las tardes más felices de mi vida, pues la belleza de un lugar así puede alegrar al corazón “más frío del universo, oh”.
No era mi plan original quedarme a dormir, pero decidí hacerlo de último minuto. En el hostal conocí a una pareja de australianos con los que charlé un rato. Me contaron que llevaban una semana en Sudamérica, y que iban a recorrer todos los países hasta subir a México por los próximos seis meses. Les pregunté a qué se dedicaban, y me dijeron, pero después agregaron convencidos: we are professional travellers. Me di cuenta de que para muchos esto no se trata de simples paseos, sino de un modo de vida. Tuve que pensar qué era para mí este viaje, y creo que aún lo estoy decidiendo.
Por la mañana tomé un autobús a Montevideo. Mi plan era pasear unas horas y regresar por la noche a Buenos Aires, pero también me di cuenta de que no tenía caso, así que me quedé de nuevo en otro hostal.
Montevideo es una ciudad melancólica. A pesar de ser una capital federal, me sorprendió lo solitarias que están algunas calles. Casi no hay tráfico, hay mucho viento y oscurece poco después de las nueve de la noche. A pesar de esto, pude hacer algunas conclusiones apresuradas: los uruguayos son más reservados y callados que los argentinos, carecen de esa altivez y desenfreno que tienen los porteños. Por otro lado, paradójicamente, los hombres son más coquetos: no tienen reparo en lanzar piropos desde el coche o desde la ventana, y con esto reactivan en un trescientos por ciento la autoestima de la piropeada.
Willy me había contado que los uruguayos tomaban más mate que los argentinos, y de forma desquiciante (por ejemplo, que lo cebaban mientras conducían o entregaban las cartas montados en una bicicleta). No lo descreí, pero cuando llegué al Uruguay tuve que admitir que mi buen amigo se quedó corto.
Los uruguayos no toman mate: hacen de ello el centro de su existencia. Caminan por la calle agarrados del termo, bajo la axila, como si fuera una prolongación de su cuerpo. Lo beben como agua de uso, con una naturalidad e insistencia que no hace menos extravagante la venta de mates, materas, boquillas y paquetes de hierba mate en todas las presentaciones posibles cada dos metros.
Las calles de Ciudad Vieja son angostas y largas, y de alguna forma todas llevan al puerto. Hay una vibra de algo antiguo y elegante en sus edificios venidos a menos, de colores grises con manchas de humedad.
Al cabo de una larga caminata ya había hecho mi resolución: si alguna vez me exilio, elegiré Uruguay para vivir.
Anecdotario Jocoso:
En mi dormitorio había cuatro chilenos. Uno de ellos se parecía a Claudio Valenzuela y me hablaba de usted: “¿Lleva mucho tiempo en Uruguay? ¿Le ha gustado? ¿Va a regresar a Buenos Aires después?”
Me contaron que al día siguiente se irían a Colonia en autobús, y luego de ahí tomarían un ferry a Buenos Aires. Yo partiría directo de Montevideo.
En la noche dejé mi iPod conectado al cable conectado al adaptador de usb conectado al adaptador del enchufe uruguayo conectado al enchufe uruguayo, que era algo como esto:
Por la mañana sólo tomé el “aipaaad” y, luego de desayunar con todos los otros huéspedes y de decir algunas chabacanerías, me largué a caminar. Cuando volví, no estaban ni mi cablerío ni los chilenos. Tanto la dueña del hostal como yo pensamos que los tomaron sin querer, así que me dio el correo de uno de ellos para ver si lo podía contactar en Buenos Aires o, ya de plano, en Santiago.
Estoy harta de ser tan estúpidamente distraída, y de perder las cosas todo el tiempo (la otra vez dejé mi diario con pensamientos máximos y profundos en un locutorio, maldita sea) (pero lo recuperé). Decidí no satanizarme tanto y me fui al terminal. De ahí salió un bus de nuevo a Colonia, y de ahí un Seacat a Buenos Aires. La mitad del camino leí, y la otra mitad me dormí. Cuando arribamos al puerto, cansada de largas filas, esperé en mi lugar hasta que el ferry se vaciara por completo. Cuando me levanté, los chilenos venían por el mismo pasillo. Jamás se me hubiera ocurrido que tomarían el mismo ferry. Antes de decir nada, uno de ellos sacó mi cablerío y me dijo “¡Mira!”.
Fue fenomenal y me hizo sentir menos estúpida.
Sección de letreros chistosos:
Estamos de acuerdo en que todo este comercio, que no sé ni de qué era, sería un enorme albur en México.
Perspectivas a futuro:
Creo que visitar la tierra de Onetti, Benedetti y Galeano me dio un segundo aire, y refrescó mi perspectiva del viaje. Aún me faltan los trayectos más pesados, que serán una prueba de resistencia para mi cuerpo y mi mente. Pero también falta lo mejor: las cascadas de Iguazú, el glaciar de Perito Moreno, los Andes, Machu Picchu… Las glorias sagradas del continente. Tengo otra vez la energía. En una hora, por ejemplo, parto hacia Puerto Iguazú. Treinta y cinco horas de viaje en total, ida y vuelta, pero valdrá la pena, estoy segura. O eso quiero pensar. Me reportaré si no pierdo la cabeza.
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Buenas fotos, Colonia es un lugar hermoso para viajar en cualquiera de las vacaciones del año. Si piensas volver por allí recomiendo visitar la estancia Don Joaquin: http://www.donjoaquin.com/index.php/es/blog/3-disfruta-de-uno-de-los-mejores-hoteles-con-piscina-climatizada-en-uruguay