Llevo muchas semanas no con un sueño recurrente sino con una condición recurrente dentro de mis sueños. Adentro me duelen las piernas o no puedo caminar. Me duele insoportablemente levantar el pie, flexionarlo, bajar o subir escaleras. No camino: me tambaleo. ¿Es la cama, es el estrés? No alcanzo las notas, no doy los golpes adecuados. No me muevo adentro con libertad. Despierto con un frío atroz. Sostengo interacciones extrañas, inadecuadas. Me acompañan durante el día. Pero es el asunto de los pies el que me inquieta. Perdí una capacidad ahí. Hasta los sueños eróticos están filtrados de violencia.
Hay una planta en mi oficina que atiendo. Pero creo que no la miro en realidad desde hace mucho tiempo. Miro a mi izquierda, hacia la ventana, a los edificios de la Roma, una casucha en un techo donde hay un perro y una señora que siempre está lavando o tendiendo ropa, un anuncio despintado del que sólo sobreviven las palabras “informes aquí”, un cielo recortado que a veces es gris, a veces azul, a veces rosa y violeta, a veces negro. ¿Cuánto tiempo sin mirar la maceta? Hasta hoy que entró mi jefe y dijo, con sorpresa, que se estaba muriendo. La planta. Entonces volteé y la miré marchita, toda ella marchita, hasta las hojas que, otoñalmente, se habían vuelto rojas, carnosas. La había olvidado. Como me he olvidado.