Vuelvo a mirar a la gente, a convivir con ella (“la gente”, como una masa) por periodos cortos e incómodos: en el camión, en el metro, en los cruces peatonales. A veces siento cariño por personas desconocidas, pero también, con frecuencia, ciertas cosas me llenan de ira: su conducta estúpida e impráctica en las escaleras eléctricas, la rudeza, la vulgaridad (entiendo la vulgaridad de una forma literaria, con esa intención la escribo), la conducta gandalla, la torpeza, la lentitud. La circunstancia es ésta: el DF es cada vez más inhabitable. La gente sobrevive. Y a la gente que sobrevive ya no le importa nada.
Antes me asaltaba una inquietud: todas las caras anónimas que veo en la calle son nuevas. Esta novedad obliga originalidad. ¿Será cierto que cada cara nueva es diferente de la última cara que vi? Tantas combinaciones y posibilidades. Adivino los rasgos de la gente que camina delante de mí: el tipo de nariz, el tipo de mirada, qué expresión y gesto hará y con qué intenciones. Todo es diferente siempre, excepto que nunca será recordado: la gente es una masa.
Ahora también debo aprender a convivir con muchas personas nuevas. Y esperar a que se vea y se conozca una parte de mí. Después de un periodo de reclusión y escaso contacto humano, me cuesta trabajo. Vuelvo a estar dentro de mí, pero no como antes. Habito un cuerpo desconectado, zombificado. El regreso a la vida es penoso y prolongado.