Me pasó algo hermoso. Facebook reserva una bandeja de entrada diferente, y oculta, para los mensajes de personas que no son tus ‘amigos’. Acabo de darle click sin querer. Y entonces algo de hace tres meses:
Hi Lilian,
My name is Peter. I met you a few years ago on a wine tour in Argentina. You left early the next morning from the hostel and left me a note that you had to leave early for Santiago.
I recently moved and went through a lot of old papers of which I found the note from you. So I thought I’d say hi.(aquí me cuenta de qué va su vida y otros detalles personales)
I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
If you’re ever “estado lado” look me up.
Regards,
Peter
PS Dora! is my Hollywood name. It was a joke that stuck 30 years ago.
Firma: Dora Exclamationpoint
Al leerlo me encontraba cocinando una receta que “aprendí” (vi cómo cocinaban) en el sórdido hostal de Cartagena. Esa vez quizá tenía demasiada hambre, pero mientras veía a las señoras cortando el cebollín y las zanahorias, vertiendo el jitomate de las sardinas en el arroz, la boca se me hacía cataratas. No lo probé y no he conseguido a la fecha el sabor que yo imagino que tenía. Es una receta elusiva. Cuando fuimos al tour de vinos acababa de intentar cocinarlo por segunda vez y compartí con Peter un tupper del arroz rojísimo, picante y oloroso en el camioncito que nos llevó al primer viñedo.
Escribí de él. Lo otro que recuerdas más de los viajes es las personas que conoces durante ellos. Atesoro las caras, insisto en fijarlas en mi mente. Me enternecí tanto al comprobar que Peter conserva esos recuerdos, que fui fijada también. No hubo un lazo fuerte: nos vimos durante un solo día, no hubo atracción ni comunión de almas, pero en el día que compartimos existió un intento honesto y alegre por tender un puente con otro ser humano. Lo conocí en el hostal de Mendoza: una tarde volví a cambiarme y encontré que había nuevo inquilino en el dormitorio. Eran más de las dos y el cuarto recién limpiado estaba vacío excepto por un bulto en la parte superior de una litera. Tenía su mochila abierta, sus botas de minero algo percudidas tiradas como al aventón, una pequeña torre de desorden alrededor de su espacio. De las sábanas emergía el pelo rubio y escaso. ¿Qué haría un gringo de esa edad en un hostal barato de una ciudad bonita pero medianamente turística en el norte de Argentina? Me pareció, por la escena, que era un viajero. Roncaba tan fuerte que se notaba que estaba cansado, físicamente agotado. O pasa. Viajas y un día, el día que llegas a una ciudad nueva, simplemente no tienes ánimos para salir. ¿Dónde leí eso de que al viajar uno siempre considera “su casa” el hotel donde se esté quedando? Tal vez Peter necesitaba la casa provisional que es un hostal, cuyo funcionamiento brinda la ilusión de un refugio seguro y familiar.
Ese día, mi penúltimo en Argentina antes de cruzar a Chile, estuve caminando por toda la ciudad, cuya extensión y ciertos aspectos me recordaron a Querétaro. Me despedía de todo: de las marcas, de los billetes y monedas, de los mismos comerciales de Claro y los productos para el pelo con información conjugada a la argentina, de la cotidianidad que un país te impone cuando lo habitas un tiempo. Vagué sin mucho rumbo de algún parque a una glorieta larga y despejada, me paseé por un súper como de interés social, de pasillos anchos. Fui a un cineteatro. Me gustaba mucho entrar al cine en Sudamérica, me gustaba seguir viendo películas de la cartelera y no abandonar el hábito, y además me gustaba conocer los cines de allá, los de barrio y los de cadena, y los cineclubs como ese, otra similitud con Querétaro: un teatro convertido en cine. Vi Up in the air y lloré mucho. Volví al hostal y me encontré con Peter por la noche y hablamos un rato; le dije que pensaba hacer el tour por los viñedos mendocinos y como que se interesó, sin tanto entusiasmo. Al día siguiente, más recuperado, decidió unirse de último momento.
Hablamos un montón. Recorriendo los viñedos, en la carretera, en las catas de vino y aceite de oliva, hambreados ambos porque sólo desayunamos mi arroz horrible y durante todo el día no comimos más que panecitos con jitomates deshidratados y mordiscos de uvas. Al volver a la ciudad caminamos un poco por el centro, alrededor de la plaza Independencia que no estaba lejos del hostal y luego por una larga avenida peatonal con árboles, bares y restaurantes, bonita y llena de vida. Nos sentamos en una parrilla con mesas al aire libre y comimos carne, unos enormes pedazos de carne que eran gloriosos con el hambre, el vino y el buen clima. Y platicamos. Fue una charla muy agradable y honesta, tal como escribí en el post de entonces: entre un gringo demócrata y una mexicana de tendencia a la izquierda, con todas nuestras diferencias y puntos de encuentro, en un diálogo que por más políticamente correcto no dejaba de ser verdadero. Peter tenía gestos dulces y calmos, hablaba con lentitud, era súper californiano: un laid-back dude, pues. Al día siguiente yo iba tomar el autobús de la mañana para Santiago, el que va cortando los Andes en curvas demoniacas y paisajes sobrecogedores. Me levanté muy temprano y él seguía durmiendo; como sabía que ya no lo vería, arranqué una hoja de mi cuaderno, le puse que me dio gusto conocerlo y le dejé mi correo, pensando que jamás me escribiría.
Me parece lindo, y mejor, que me escriba ahora. Ahora sí se puede decir de todo eso que fue “hace unos años”. Lentamente queda en el pasado y se vuelve más fácil verlo. La semana pasada me llegó de Buenos Aires un regalo de enorme valor y significado. El intento por fijarnos nos lleva a escribirnos religiosamente, a ser confidentes. Edificamos con cada larguísimo mail un puente distinto. El día que vea a Alén en la cara de nuevo, no sé cómo vamos a hablar, no sé cómo platicaríamos, no me acuerdo ahora ni de su voz. Será descubrir algo diferente.
Ojalá en el futuro se repitan los milagros de recuperar personas momentáneamente.
Del regalo:
Cuentos reunidos de Felisberto Hernández, una edición bonita con prólogo de “Elvio Gandolfo, pionero de la ciencia ficción en Argentina”. Se me recomienda empezar con “La casa inundada”. El otro es un “alarde de bibliófilo”: la primera edición de Cuentos droláticos de Balzac, ilustrados por Albert Robida, del que “cabe agregar que fue el primer ilustrador de ciencia ficción” y cuyos grabados “están hechos al acero, con las planchas originales”. Que ojalá me guste (*ñoño se desmaya*). Venían además postales encontradas en libros de viejo, como toda la serie de viajes enviada al matrimonio formado por Óscar y Lilián del 4776 de la avenida Libertador, de 1984 a 1988. Y muchos dulces hipotéticos que jamás llegaron porque en DHL son unos fachos (*robado de mi propio Facebook*).