Últimamente tengo el súper poder de recordar detalles ya olvidados. El pasado remoto, todos sus detalles triviales, ahora mismo.
Antes era un súper poder que lograba sólo en estados alterados (principalmente los logrados con las drogas blandísimas). Mis viajes consistían en los recuerdos, veía mi vida pasar como a través de una cinta. Detalles, ya dije. Cosas como el color de mi colcha en segundo grado, mi lápiz favorito, la textura de mis cuadernos en cuarto grado, la sonrisa de mi mejor amiga a los siete años, mi desayuno del kínder, algunos comerciales de productos ya extintos, mis zapatos favoritos, ciertas anécdotas (mi hermana y su robo de mochila, el Benito Bodoque de mi hermano, algún cinturón de mi papá, los labiales de mi mamá). Todo, todo lo que conforma la vida diaria y su monotonía, su insoportable trivialidad, de pronto regresan, se materializan, se hacen tangibles. Los recuerdos, con insoportable vivacidad.
Lo considero un súper poder porque, a través de un recuerdo banal, aparecen los verdaderos recuerdos. Las verdaderas imágenes. Los verdaderos motivos. Escondidos entre mis Barbies, mis zapatos y mis vestidos, hay una configuración oculta. Un sentido. Una estructura desconocida y, sin embargo, increíblemente lógica. Algo que se construye sutil y pacientemente. El yo.