Tú también eras apenas una niña cuando te conocí. Acababas de entrar a la universidad, lo que significa que ya tenías tu buena dosis de vida recorrida. Sin embargo, a mis ojos, siempre fuiste una niña. Supongo que en eso residía el encanto de mi atracción por ti.
Eras una alumna regular, ni buena ni mala, y creo que fue un error de mi parte abordarte desde el ángulo académico. Yo no tenía ni un año en Santiago, acababa de hacer una maestría en Filología Hispánica en Madrid, y la sangre me hervía por poseerte. La clase era, aún lo recuerdo, “Las Grandes Corrientes de la Literatura Iberoamericana”: nombre ciertamente pretencioso para la hora y media que empleaba en divagar sobre los vericuetos de la vida y mirar tus piernas desnudas en el otro extremo del salón de clases.
Decías que yo tenía un cierto parecido a Zapata, pero ahora sé que era el único personaje mexicano que conocías y que por tanto me asociabas con él y esperabas de este modo congratularte un poco con el tipo pedante e ingenuo que yo solía ser.
No rechazaste mi primera invitación, pero me dejaste plantado en el cafetín a un costado del Palacio de la Moneda. No dije nada apenas te vi en la universidad al día siguiente, pero te devolví un ensayito humilde que habías hecho con un siete en tinta roja. También escribí, a un costado de tus notas bibliográficas, “Y la próxima vez procure no quedarme mal”.
Te llevé al cine Hoyts dos semanas después, pero ya no recuerdo ni qué película daban. Empleé todo ese tiempo en besarte el cuello y acariciar tu antebrazo, embriagado por esa mezcla de perfume dulzón y esencia femenina que desprendías con cada aspiración. Me atraía sobre todo esa inocencia perversa de tu conducta, ese aire de niña mojigata que en la oscuridad de la habitación accedía a todas mis órdenes y depravaciones. Y luego era realmente excitante mostrarme desenfadado en el aula, mirarte con lujuria y luego preguntarte, sin el menor recato, qué opinabas de El sí de las niñas y otras obras que por supuesto no te habías tomado la molestia de leer.
No sé si alguna vez estuve enamorado de ti. Casi tengo la seguridad de que nunca lo estuve. Al cabo de cuatro meses se había esfumado la chispa y no podía dejar de verte como la niña idiota que suponía eras y entonces me retraje al grado de evitar tu presencia en la medida de lo posible. No sé, no me lo preguntes, si alguna de esas veces tuve el mínimo indicio de culpa. Supongo que, después de extraer todo el jugo de tus entrañas, dejé de encontrarte atractiva y deseable. Sencillamente, habías dejado de ser un enigma para mí.
El siguiente semestre tuve que regresar a México, en plena crisis del 94. Empaqué mis cosas, renuncié a la universidad y tomé el primer avión disponible. No supe de ti más y me entregué a mis nuevas ocupaciones, que incluían un puesto burocrático y la coordinación de un suplemento cultural en un periódico apenas emergente. Con toda franqueza, tu recuerdo llegaba sólo en los momentos de mayor lucidez, los que ocurrían raras veces. Eso me permitió concentrarme en lo verdaderamente importante: ganar fama intelectual y conquistar veinteañeras ilusas no bien la ocasión se presentara propicia.
Una vida envidiable en lo aparente, ¿no te parece?
Es tan extraño lo que ha sucedido con nosotros. Hace algunos años me enteré que habías publicado una novelita de dudosa calidad y que vivías de forma decorosa, lo que me tranquilizó en cierta medida. No sé por qué. Ahora comprendo que los años (y la madurez que debía llegar con ellos, aunque en mi caso aquél era un proyecto irrealizable) me habían enseñado el poder de la culpa y le retrospección.
¿Y qué sucede?
Regreso a Chile después de casi quince años y me encuentro contigo convertida en una mujer adulta y autosuficiente. La noche que recibí tu llamada, en el hotel Fundador, apenas pude reconocer tu voz. Más que eso: me sorprendió, de una forma agradable, el modo en que te expresabas ahora. No cabía duda de que eras una mujer instruida y experimentada. De pronto quise poseerte de nuevo y comprobar si aún conservabas ese olor tan específico que solía excitarme tan gustosamente.
Me citaste en el restaurante del hotel. Pensé, si me permites tal ingenuidad, que buscabas atraerme de nuevo con la nueva mujer que eras y que acaso la llamada significaba un regreso evidente a nuestros escarceos eróticos.
Sin embargo, al verte atravesar el amplio salón del restaurante, me encontré con una mujer apagada y prematuramente envejecida. Quise contener mi emoción, pero todo lo que afloró de mí fue la llana decepción. Incluso llegué a pensar (recuerdo amargo y súbitamente estúpido ahora que lo sé todo) que sería mejor no aceptar propuesta alguna de tu parte y fingir que yo me había casado en México y que había inaugurado la sana costumbre de la fidelidad.
No esperaste a que trajeran los cafés. Lo soltaste ahí mismo, con la mirada gacha.
– Tu hija acaba de morir.
No entendí. No quise entender. Procediste a explicar luego que esas noches en moteles (a los que yo previamente te había arrastrado con toda alevosía y ventaja) habían terminado en lo único bueno que te había sucedido en la vida. Y lo recalcaste: “lo único bueno que he tenido en mi vida”.
Sólo atiné a decir:
– Pero… pero entonces era una niña.
– No había cumplido los quince –dijiste sin despegar la vista del mantel.
Quise preguntar tantas cosas. Luego quise gritarte, pero comprendí casi de inmediato lo imbécil que hubiera sido aquello. No revelaste su nombre y yo no me atreví a averiguarlo. Permanecimos en silencio hasta que el mesero vino y dejó las tazas sobre la mesa. Las miré sin emoción. Iba a decir: “No te creo”, pero luego pensé que era absurdo hacerlo. ¿Por qué mentir ahora, después de tantos años? Quizá la venganza… Pero tú no eras capaz. Tú no eres capaz de tantas cosas, Gabriela, y ahora lo sé.
Qué hubiera dado por saberlo entonces.
¿Es absurdo pedir perdón? Tu visita me hizo olvidarme hasta del propósito que me hizo regresar a Santiago. Espero no tomes esta breve nota como un recurso grosero de mi parte, ni como la escapatoria fácil que, sospecho, en el fondo es. He permanecido la mañana entera recluido en la habitación del hotel, con las cortinas cerradas, y a pesar de que lo intento, no puedo hallar una explicación a los hechos. Me he decidido por este recurso vulgar (espero el camarero te haya entregado la nota con la mayor discreción posible) y, aunque sé que no lo merezco y es lo menos que puedo pedir, he resuelto hacer una última petición:
Por favor, antes de irte, deja su nombre escrito en el papel.