Ocurre que el mexicano común es malo por naturaleza. Es torpe, no tiene modales, no sabe lo que es la urbanidad. En su intento por encajar en un mundo que le exige portarse con civilidad, lo único que se le ocurre es derramar los cafés, criticar al primo hermano del jefe sin saberlo, comerse la torta antes del recreo y cajetearla en general. Avanza como puede en una sociedad que le exige portarse bien y al mismo tiempo le va lanzando muebles y otros obstáculos en su camino, le manda taxistas que no saben cómo llegar a su destino, hace que un policía lo cache tomándose una cerveza en pleno Paseo de la Reforma y, en general, lo obliga a rebelarse y convertirse en un hijín de puta.
Todos somos malos, asquerosos, petulantes. Todos pegamos el chicle debajo de la mesa, lanzamos el envase vacío y nos importa muy poco si no cae dentro del bote, miramos a la gente y nos burlamos con risitas de su atuendo y peinado. En esta inadecuación, en esta inhabilidad de comportarse como la gente decente, se encuentra implícito el deseo de ser mejor.
Todos pensamos en ser mejores. Todos quisiéramos ser más bondadosos, tener más inteligencia, y vivir en un mundo mejor. Pero la imposibilidad de la perfección está dada, porque el mundo es hostil: la gente de la que nos burlamos también se burla de nosotros, y a veces no son ellos sino otros. Y los taxistas se meten por lugares recónditos con el único ánimo de cobrar más; y los policías te “cachan en la movida”, convenientemente, con el único objetivo de llevarse una mordida, y la gente que te dice “no eres tú, soy yo”, en realidad quiere decirte “no es cierto: sí eres tú, siempre fuiste tú”.
¡Qué momentos tan hostiles vivimos! No hay agua, no hay dinero, no hay trabajo, no hay esperanza. La vida se convierte de pronto en un campo minado en el que debemos cuidarnos de no salir dinamitados, y para ello tenemos que pagar cierta fianza moral: ser mejores, porque el sufrimiento es el boleto directo a la redención y al paraíso.
¿Pero cómo, si somos mexicanos? Y a pesar de no tener agua, nos levantamos más temprano que los vecinos para sacar toda el agua de la llave; y todavía nos burlamos, y ahogamos las penas en alcohol, y vamos tirando el camino de la maldad por doquier.
Pero a veces, cuando veo que aún siendo buenos nos va ir de la chingada, prefiero la maldad. Pienso en la gente que es buena, en la gente que es buena de a de veras, y no los comprendo. La verdad, pienso si tienen un poco de sangre en las venas. Pienso si alguna vez se han dado el lujo de ser malignos per se. Criticar a una tipa porque el pantalón le hace ver las lonjas. Decirle a alguien que no sencillamente porque le aburre. No brindar ayuda porque no se les da la gana. Ser malos: malos por la maldad en sí, porque es más divertida que la bondad, porque no le temen a las consecuencias ni sienten temor de ese sujeto llamado “karma, el vengativo”.
Una de las ventajas de ser un hijín/hijina de puta consiste en perder la capacidad de crítica. Saber que, sencillamente, uno es peor que los demás. Ergo: no exigir, no juzgar, no alzar la ceja con indignación ni enfado. No escandalizarse. Y por lo tanto, ser bonachones, dispersos y amables. Ser bueno al ser malo: dejar de ser mejores, porque ya no podemos ser peores.