Lo principal era pensar en el tema. Una idea, simple y directa.
Luego buscaba bibliografía. Tenía la costumbre de introducir algún libraco o algún autorsucho que poco tuviera que ver con el tema, para contrastar y polemizar. La nota de color, tú sabes. Los profesores lo aprecian mucho.
Luego me sentaba a buscar las citas. Las citas son el esqueleto de un ensayo, aunque no muchos lo saben. O al menos así es como yo operaba: podía construir un ensayo conectando citas, aunque no tuvieran relación. Se necesita cierta habilidad para eso, es un tanto ilegítimo y tramposo, como Le Chiffre envenenando a James Bond en medio de una partida de póquer.
“Posteriormente” (un adverbio que todo ensayo que se respete debe poseer) transcribía todas las citas a mano en un cuaderno de rayas, donde también apuntaba las referencias con estricto sistema APA.
Luego me iba por un café, me ponía a navegar por internet (ah, sagrados tiempos sin Facebook ni Twitter ni Tumblr), platicaba un rato con mi amigo el Chalu de estupideces varias, y regresaba a la biblioteca. Entonces empezaba a debrayar a mano. A mano siempre. Luego otra vez una pausa, otro café, una tarde que caía en la facultad de al lado, la de letras; un profesor de cabello canoso que me gustaba, charlando en la mesa contigua; un estudiante con un libro grueso bajo el brazo, el suave olor a mota atrás del edificio de idiomas, el lodo que dividía mi salón del pequeño café al aire libre donde me tomaba el descanso. Entonces entraba, con mi cuaderno y una pluma, al salón de cómputo. Y escribía. Con una velocidad impresionante (era transcripción y edición de lo que ya había garabateado casi ininteligiblemente), esa velocidad inhumana de la que todos tenían ocasión de maravillarse y burlarse a partes iguales. Un compañero solía decir que cuando entraba a ese salón y me veía teclear furiosamente (no siempre haciendo la tarea, a veces chateando o escribiendo un post en La Isla a Mediodía de antaño), veía mis dedos moverse y segundos después el sonido de las teclas llegaba. Era gracioso.
Siempre terminaba mis ensayos como si fueran reportajes. Con preguntas al aire y comentarios mamones. Lo imprimía y lo guardaba en un fólder y me iba caminando a mi casa con las manos frías. Y así siempre. Todo el último día. Un día antes de entregarlo, a veces horas antes. Y no es por presumir, querido, o tal vez sí, porque el recuerdo siempre adorna el pasado y lo embellece de alguna forma, pero siempre sacaba diez. O casi siempre.
Extraño esa época.