Necesito tomar un autobús. Necesito una carretera. Necesito la sensación de traslado.
Yo nada más aparecí aquí. Dónde queda el sentido -el dolor, el sacrificio- del viaje. DÓNDE.
(he tenido un cierto deseo de ir a Rosario, pero el boleto de autobús a Rosario sale lo mismo que el buquebús a Colonia, Uruguay: mejor ir a Uruguay)
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Extraño las tortillas de maíz. Extraño el sabor -¡y la consistencia!- de los nopales. Extraño las salsas. Todas las salsas. La verde que es mi favorita (pero más la verde cruda, que allá también era una rareza), la tatemada, la de chile de árbol, la roja con cilantro, ideal para tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos. De todo. Los dorados de mi mamá, con queso y crema de Polo. Los dorados rellenos de barbacoa en salsa verde. Con queso y crema de Polo. El queso y la crema de Polo. Las tortillas de harina gigantescas de Polo. La comida de mi mamá. Toda la comida de mi mamá. Pero sobre todo a mi mamá. Extraño los frijoles. No he encontrado frijoles. Encontré aluvias, las aluvias no son frijoles. Necesito frijoles, tampoco hay para cocinarlos, aunque me tarde un día entero. Refritos, enteros, negros. Negros con puerco, arroz blanco y pico de gallo: mi platillo favorito. Moros con cristianos. O colorados. Recién salidos de la olla: con caldito y queso de Polo. Refritos con longaniza. En una telera. De Polo. A Polo. Una torta de aguacate con queso de Polo. Ay, el terruño: lo que tenemos es nuestro queso, nuestros productos lácteos, no más. Extraño un champurrado, un tamal, una torta de tamal. Cualquier producto de maíz: gorditas, sopes, huaraches, tlacoyos. Una quesadilla de flor de calabaza. Extraño esos tacos chilangos campechanos -con cecina y longaniza, con chicharrón o bistec- con papitas fritas encima. Y una salsa poderosa. Con sal y limón. Al limón verde le llaman acá limón sutil. O lima. Y a la lima le llaman limón. Como los gringos. Extraño la comida de la fonda a la que íbamos religiosamente los de la oficina. Sus salsas, sublimes. Grasoso todo, sí: y qué. Su sopa de nopal. Su sopa de tortilla. Sus enfrijoladas con pico de gallo. Sus enchiladas verdes o rojas o de mole. Sus tortitas de huauzontle: trabajo artesanal desmenuzarlas. Sus albóndigas con un huevo cocido adentro. El plátano macho relleno de queso, frito. Los jueves de arrachera. ¡Ay! Extraño algo que hace mucho tiempo no comía ni siquiera allá: los quelites. En un taco. Con: sí, crema de Polo. Vaporoso. Las espinacas no le llegan. Pero los nabos no, demasiado amargos. Lentejas con plátano. Tamales de dulce. Ya sólo enumero, caigo en la nostalgia de alimentos de la infancia. Ay, no digamos unos chilaquiles con huevo estrellado (también causa gracia eso: el huevo estrellado). Una concha. Pero sin cajeta (los argentinos ríen). Una concha, sí, fantaseo con la costra dulce, arenosa, de vainilla. Y claro, más lugares comunes: el pozole de mi mamá, unos esquites con mayonesa y chile del que pica, unas papas de carrito con salsa Valentina. Se me antojan los mangos y las jícamas. Un coctel de camarón con aguacate y catsup. Una tostada de ceviche. Una tostada de atún con poro frito. Una michelada en un vaso grande con el borde escarchado. Un litro de agua de horchata de avena.
Pero yo cocino. Yo cocino e intento salir adelante.
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Tanto Darío, tanto Darío últimamente, que ya me dieron ganas, también, de torcerle el cuello al cisne.
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