Tengo posts a medias. De meses pasados. Empezaba a registrar sensaciones, impresiones, hechos concretos, y luego paraba.
En octubre:
Siento que me espantan. Que quieren espantarme.
Estoy cansada, exhausta. A veces clara, por eso. Porque me canso chambeando. Pero también… lo otro. Los fantasmas. Pasé por un periodo -tuve la impresión- de hipertimia. Luego de una distimia falsamente invernal, a mitad de julio. Llevaba cuatro julios al hilo deprimiéndome, trastorno afectivo estacional (a causa del invierno austral). Más otras dificultades concretas del verano pasado. De pronto: el optimismo, las reflexiones, la creatividad y la seguridad y la voluntad para emprender proyectos amateur en artes nuevas. Al mismo tiempo, fresca disposición social, desenvolvimiento, relaciones sociales.
Ya no sé.
En julio:
Constantemente vuelvo. Pero no quiero ir hacia atrás, sino adelante. No sé si quiero ir adelante tampoco. Necesito el archivo que me permite recuperar la memoria. Año 2016, 2017. Indicarle a Google Maps que la calle Monte Albán, entre Concepción Béistegui y Torres Adalid, colonia Narvarte, ya no es mi casa. Ya no calcules rutas desde y hacia allí. Se acabó. Ahora estoy en otro lado. Condesa, unos meses raros. Y luego otra vez Argentina, un tiempo Constitución, sobre la avenida Entre Ríos, zona pesada por la noche, sin embargo a distancia caminable de la estación de subte y a pasitos de una estación de servicio con kiosco 24 horas, lo cual compensaba. Plaza Garay, que no debía pisarse tras el crepúsculo. Luego, al fin, Boedo. Y fue Boedo por un muy largo tiempo: la avenida La Plata, la autopista 25 de mayo, arteria pesada también, por tramos, sobre todo bajo los puentes, pero no, curiosamente, a la altura de la avenida que nacía en Rivadavia y dividía el barrio que propiamente sería Boedo -con su esquina gardeliana en avenida Boedo y San Juan- del más residencial, homogéneo, barrio Parque Chacabuco (bendecido éste, con todo su aburrimiento, con aquel pulmón tan grande llamado, también, Parque Chacabuco). Habitar un barrio verdadero y vérselas con eso, con las dos o tres rutas de colectivo que te dejan, que te meten en un cuete tras otro, pero también: Pompeya, Liniers, esquinas de Belgrano desconocidas, romances y trabajos en Villa Crespo, la ciudad agrandada y en su dimensión real, esas infinitas caminatas por avenida La Plata de madrugada. Y después San Martín y Viamonte, la ciudad accesible, la libertad total, invierno, fiestas, tabaco de sabores, caminatas, sexo, conversaciones, verano, sudar y tiritar y cocinar y bailar sobre la duela con pedazos desprendidos, flashear y trabajar y pensar y leer y mirar películas y caminar a todas horas, por todas partes.
Cuando empezaba a repasar las aventuras en Los Ángeles, en mayo o junio:
Quiero escribir sobre Los Ángeles. Sobre las cosas que me impresionaron y me causaron gracia. Las diversiones, los momentos elevados, lo sublime: luces, música, velocidad, naturaleza, mar. Los momentos desagradables, cansinos: traslados, esperas, caminatas improductivas que no eran paseos sino como castigos peatonales, el cuerpo atrapado en un vacío grande y hostil y diseñado para el automóvil. Las islas diseñadas para dicho aparato: plazas comerciales que son 75% estacionamientos rodeados de algunos locales semiútiles: dentista, tintorería, tienda de 99 centavos, pupusería fabulosa, licorería, parrilla coreana, Subway genérico y un bar exquisito, o alternativo, o de nicho, o tradicional, o decadente, o latino, o de hip-hop, el género musical que define LA, Leo dixit. Pero también la isla para la isla: las plazas de autopartes únicamente, los mofles de primer mundo que no son tan distintos a los del subdesarrollo, que alienan todavía más, sin su caparazón transportador, al cuerpito humano y su lentitud. Esas plazuelas comerciales al aire libre que abundan en las ciudades semiprósperas del Bajío, por ejemplo, rodeadas de naturaleza igual de serrana, pero en el caso angelino de centros proliferantes y no uno solo denominado histórico, territorio abundante cortado y rayoneado y tejido a la vez por highways de anchura espeluznante. Lo que se sabe, pues. Más otras observaciones y sorpresas.
De las sobras del post de los gatos:
De repente, por la madrugada, escucho maullidos de bronca, esos gritos de guerra que los gatos lanzan cuando están a las puertas de putearse. A veces abro la ventana y grito ¡ALEX! ¡GATOS!, y lo único que alcanzo a ver es una sombra rapidísima que desaparece por la barda y las plantas, hacia la milpa y los terrenos de atrás, atravesados por dos caminos solitarios.
¿Quiénes pelean? Anoche me pareció ver la sombra de un cuarto gato. ¿Hay otros gatos que quieren atravesar ese sitio donde se sirve carne de cerdo y de res, y a veces también granos de pozole cocidos y arroz y huevo sobrante y papas hervidas, ya que leí que los gatos pueden digerir y nutrirse de todas estas cosas?
Unas frases aisladas que hubieran terminado en un exabrupto narcisista:
Desde que me acuerdo, desde que era niña, siempre había alguna persona enamorada de mí, o más bien obsesionada.
Todavía me perturba, si bien momentáneamente me acaricia el ego, cuando en mi pueblo me saludan y me llaman Lilí y saben cosas de mí y están al tanto de mis desplazamientos y hasta un poco al decirlos se echan de cabeza.
Las líneas o puntos a tocar más recientes:
Viene.
Gatos, ruidos, envenenamientos.
Inseguridad, policías.
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De Missouri, del norte, de las nueces, no hay nada aquí. Pero allá escribí mucho, vigorosamente. A mano, sobre todo. Afuera nevaba y adentro, en la cabina, no teníamos internet. Yo escribía y escribía, y cuando no escribía leía, y cuando no escribía ni leía trabajaba, y como trabajaba más con el cuerpo y el instinto, pensaba mucho mientras trabajaba. Mi cuerpo, cansado, sometido al clima hostil. Además de todo, convivía. Los cuatro primero, mi hermano y su amigo, y mi amigo y yo (mi compañero de la secundaria, que me encontré allá y estuvo unas semanas y luego tuvo que irse, y con quien nos contamos lo profundo y me recordó personas, vivencias que pensé que recordaba pero no las recordaba para nada, no había pensado en ellas en casi veinte años, y en él todo estaba reciente, fijado por la intensidad de las experiencias inmediatas, migrar siendo todavía un niño, a los quince años quién sabe nada, etc.). Luego, los tres nada más, y qué difícil fue, y qué intenso, y qué alegre, a veces, y qué extraño todo, qué lleno de ebulliciones, entre mi hermano y yo, entre nuestro amigo y yo, entre ellos dos casi nunca, y luego: la nieve. Brunswick, el pueblo doble de aquel del que los cuatro habíamos partido, parecidos y distintos en igual medida. Columbia, Missouri. Marshall, Missouri. Miami, Missouri. Mexico, Missouri. Carrollton, Missouri. El caudaloso río Missouri, al cruzarlo por un puente. Jim, Brad, Ethan, Roberta, Kaythlyn. Los güeros. Comer con tortillas y salsa todos los días, y todo lo dulce con sabor de peanut butter. Mirarnos profundamente a los ojos, el hombre con muchos nombres y yo, y unos sueños intrincados, vehementes, a veces demasiado obvios en su simbolismo.
Pero esa lista de arriba es la que ahora quiero pensar. Cuando estaba allá vi en una publicación de NotiPolo que alguien estaba envenenando perros y gatos callejeros en Polotitlán. Hace un par de meses supe de un ajuste de cuentas a una mujer y uno de sus trabajadores que se dedicaban al huachicoleo. Acaban de matar a un hombre en su local y dos taxistas aparecieron quemados dentro de sus unidades. El miedo que acá era de orden sobrenatural, y así se mantendrá, se mezcla con este horror que es estado de emergencia. Ya no he visto a una de mis gatas, las hermanas calicó. Y ahora cuando Alex se acerca al montón de comida, me maúlla y quiere quejarse o expresarme algo, y se va sin comer. ¿Desconfía de nuestra comida? ¿Qué intenta decirme? Tengo que aceptar que la otra gata debe estar muerta. Por la noche escucho otra vez esos rugidos agudísimos, un chillido que me trastorna, que me hace odiarlos. Y a veces, como todas las noches desde que yo era una niña, un concierto de ladridos lastimosos a cierta hora de la noche.