De todos los viajes que he logrado hacer este año, el que ha permanecido más intensamente conmigo fue el de Acapulco. No he podido determinar de forma total el estremecimiento que me produjo la visión de un Acapulco devastado, el Acapulco dorado de la niñez. El regreso a ese sitio hermoso del recuerdo y, de pronto, aunque con conocimiento de causa, las ruinas. Mi hermano fue este año con su esposa y su hijo. Si mi mamá había insistido en volver, sencillamente porque ama el puerto, tenía al menos la delicadeza de no salir del hotel, atenerse a la porción de playa, alberca, restaurante y sol que ese pequeño espacio, cercado por los límites del mismo hotel y de los militares que se plantan a un lado y otro, restringe. Pero mi hermano, nostálgico de marca, no podía hacer lo mismo. No podía quedarse encerrado en el hotel. Impelido por esta añoranza de la que yo misma no pude abstenerme, salió de su todo incluido porque lo que en realidad le interesaba no era tanto la evasión del mar y la arena sino el conjunto de lo que es Acapulco. Y se fue al zócalo. Y a la cancha de basquetbol donde antes, en tardes hermosas, para siempre evaporadas del mundo, jugaba cascaritas con mi otro hermano mientras los demás los veíamos, sentados en las gradas. Hay fotos de ellos. Viajaban con sus bermudas, sus tennis, su balón de basquet.
Antes, Acapulco se disfrutaba de punta a punta y sus atracciones eran de variado carácter. Veíamos el atardecer en Pie de la Cuesta y a los clavadistas de La Quebrada, nos subíamos en la lancha con piso de vidrio para ver a la virgen enterrada y pasábamos, antes de partir, al mercado por la Diana Cazadora a comprar cocadas y dulce de tamarindo y ceniceros y plumas con cordel que regalabas entre los amigos.
Al tercer día de su viaje mi hermano cayó enfermo, con fiebre terrible y vómito, según parece por algo que comió. Tuvo que adelantar su regreso algunos días. Él no lee las noticias. No sabe lo que sucede en Acapulco. Me contó el estado de las cosas, la fealdad de todo, entre incrédulo y conmocionado. Supe que su enfermedad fue la respuesta de su cuerpo al horror de lo que vio. Una nueva pérdida de la inocencia, otra institución de la infancia derribada. Nadie lo había preparado para esa devastación que yo, al menos, intuía.
Esta última vez nos quedamos en un hotel de medio pelo, en la Condesa, con los ruidos del bungee y de las cantinas entrando por la ventana. Pasamos al mercado, con las conchas de mar grabadas con palmeras y sirenas, y las playeras, y las alcancías de cocos vacíos, y los trajes de baños montados en maniquís de unicel. Cuánta desolación sentí al caminar por los escombros de Acapulco. El mar es tan bello como antes. Apenas en el sueño comprendí todo esto. Sólo íbamos a la playa, pero Acapulco se impuso en su totalidad. El sentimiento generado por aquella experiencia fue tan fuerte que aún pergeño un cuento al respecto, sobre el Acapulco dorado de la infancia. Eso no se va.
Casi lloro. Soy de Guerrero. El primer mar que conocí y disfruté fue el de Acapulco. El mar de mi infancia, con todo y revolcones de olas en Píe de la Cuesta. Mis padres aún viven en Acapulco, así que mi sentimiento de desolación se confunde con el del miedo.
Rafael Pérz-Gay dice en alguna parte que «somos los lugares que hemos perdido». Para mí, Acapulco es un poco eso … o un mucho.
Saludos
Qué bonito comentario, Marichuy. Y qué hermosa frase. No la había leído. Todos perdimos Acapulco. Quién sabe cuándo podremos sopesar y admitir el tamaño de esa pérdida.
Abrazo.