Alguien grita en la calle. Ahora que escribo, alguien grita en la calle. Escuché madres, pero seguramente mi oído deformó la palabra. Seguramente no dijeron eso. Enfrente de mi casa hay una sucursal de La Fábrica de Pizzas, desde mi balcón miro el cartel rojo y amarillo. La grande, la más simple, cuesta 35 pesos. Nunca he comido una de esas pizzas, nunca he necesitado comer una de esas pizzas, lo digo sabiendo la fortuna, porque es el antojo improbable y además el recurso último. En el pretil se han cagado dos palomas y las cagadas son distintas: una, más grande, es blanca con bordes cafés; la otra es un conito color avellana. Las limpio con un limpiador parecido al Windex. Los pendientes. Tan sólo aquí: las fotos perdidas, el recuento chileno. Pero es que otra vez los días han sido novedosos, cada día una experiencia inédita, o por lo menos feliz: el calor, los colores, los cuerpos de la marcha gay, la música, un par de espressos, la caminata, la birra en la mano, el robo, los empujones, la manera en que el grupo grande que he reunido se desmembra, se pierden unos y llegan otros, y siempre soy yo, la única compañía perenne soy yo, el baile, los intercambios de miradas, los trayectos, las charlas, la fiesta, el vicio y la perversión, la desnudez, el sexo exhibicionista, el voyeurismo, tanto calor y tan poca vergüenza ya, por fortuna, y las caras y los objetos y el graffiti y la luz de neón y las canciones que me gustan y al final se reduce a eso, a bailar, a moverse, y las escasas horas de sueño, y el tren, y los amigos, y Tigre, y el delta del Paraná, y el viento y el sol y el catamarán y la parrilla y Tres Bocas, y el mezcal, y la espera tan larga y contemplativa, y Martínez, y el bajo de San Isidro, y Colegiales, y accidentes, y lunes lluvioso, y la cama, y los chilaquiles, la siesta, las cervezas, la recuperación del archivo, la reconstrucción del suceso, los deberes del microcentro, el Kirchner con sus pisos futuristas e inductores del vértigo, la larga caminata, la maquinita para liar cigarros y el tabaco de doble vainilla de origen alemán y las sedas de cáñamo, y Puerto Madero, y los expertos en datos abiertos, y hablar, y presentarse, y bromear, y comer, y guardar teléfonos y tarjetas, y dirigirlos al Gibraltar, y conocer a una chica de nombre floral, y la bola ocho, y meter un par de bolas, y la sidra inglesa, y el volver, y la intimidad, el adentro, lo postergado; y después trabajar, y pensar, y el atardecer, y el calor, este calor de noviembre, un calor que es más bien una tibieza, que acaricia.
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