Esto, de Casciari, para variar.
Me recordó las pizzas de “muzzarella” (con u, como lo pronuncian los argentinos) de Buenos Aires. Pizzas simples con salsa de jitomate, cubiertas de queso. De olor profundo, casi ácido. Suaves y calientes y chorreantes y grasosas. Exquisitas.
Ya no me gusta la pizza. Se me fue el encanto. Creo que el gusto por la pizza es algo muy básico de la niñez y la adolescencia, porque simboliza todo lo que es bueno y simple. Y no es que me haya hecho más compleja o más complicada, es sólo que comí toda la pizza que podía comer. Abusé de lo bueno y lo simple. Ya no la encuentro deliciosa, ya no me entusiasma pedirla a domicilio, ya no se me antoja como antes (el famoso craving for). Pero no tajantemente. A veces la como con gusto, sobre todo si es de horno de piedra o de base delgada y crocante, casera como las que hace Carlita. La que es grasosa y gruesa y abusa de ingredientes no me pasa.
Pero sigo. La pizza argentina es deliciosa. Nunca he ido a Italia, no sé cómo sea la pizza italiana, aunque mis fuentes dicen que tampoco es la gran cosa. Con muchas hierbas, parece. La argentina, al menos, es tan única, tan de ellos. Y no sé si es porque fui en verano y todo era húmedo, caliente, cargado con una vibra como de vacaciones, como de tiempo libre, como de puerto turístico, no lo sé. Tampoco si fue porque viví muchas cosas, tantas que no he contado, en Colombia y Venezuela, y apenas llegaba de allá, con todo aún dando vueltas en la cabeza. Si era como un descanso y un comienzo. Si es porque era la mítica Buenos Aires, esa ciudad tan hermosa en la punta del mundo de la que tanto han escrito. Que es en tantos sentidos como una persona, con todos sus rasgos de carácter adorables y contradictorios, un personaje más de todas las historias que alberga. Donde te verán caer, porque es la ciudad de la furia. Porque es pequeña (comparada con el DF). Caminable. Parques, pasto, insectos, el río de la Plata, los cientos de cafés con baños invariablemente sucios y meseras sonrientes de dentaduras chuecas y un metro -subte- angosto, oscuro y viejo; viejo como la ciudad. Porque siempre acompañaba la pizza (la muzza, como la llaman cuando entran a una pizzería con prisas y la piden para llevar) con vino tinto corriente, corrientísimo, servido en un vaso de vidrio. Fui feliz. En esos breves momentos en que comí la pizza y bebí mi vino, y la ciudad se me mostró cálida, welcoming (¿cuál sería el equivalente en español de esta palabra? A veces el inglés es más preciso). Pero también fui desdichada, como siempre, porque así soy. Depresiva por default. Y también me sentí sola, increíblemente sola, sentada en un restaurantito de la avenida Corrientes, que es como un Insurgentes venido a más, la otrora “Broadway de Buenos Aires”, plagada de teatros comerciales y tiendas de ropa de mala calidad. Sentada ahí, pues, esperando mi milanesa a la napolitana con mi vinito tinto corriente, porque era tan barato y tan normal pedirlo que no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerlo. Ni de desayunar medialunas y café con leche siempre, en cafeterías igualmente tristes en esa misma avenida -que recorrí entera, porque ahí mismo me hospedaba.
Todo lo describo torpemente, porque es de madrugada (y eso es una excusa fácil). Pero así recuerdo Buenos Aires. Nunca me sentí doblegada, ajena, extranjera. Ni por mi acento, porque incluso los demás lo encontraban lindo. Al contrario: sentí que la ciudad me acogió, que se permitió tocar, vaya, como una virgen decidida a entregarse. Sólo que Buenos Aires no es una virgen, es en todo caso una puta con un corazón muy puro. Una puta con clase. Siempre se te entrega, no importa de dónde vengas y con qué intenciones.
Corrientes con Pueyrredón. La foto es de Roberto Fiadone.