Cuando era chica, mi mamá y yo teníamos una costumbre establecida: después de salir de la farmacia de la tía abuela Guadalupe Real, íbamos a cenar unos tacos con una señora a la que llaman doña Vicky (supongo que su nombre es Victoria, pero no tengo pruebas suficientes) (seguiré en la pesquisa).
Sólo a ella y a mí nos gustaban. Los llamábamos “tacos de aire”, porque eran unas flautas imposiblemente delgadas, con una guarnición que de tan ordinaria sólo parece despertar lástima (col, jitomate, crema, chiles en vinagre y unas deliciosas papas aceitosas y fritangueadas). Eran un placer de los dioses.
Desde siempre, asocié esos tacos con Guadalupe Real. Eran indisolubles: el trayecto de la botica, antigua y obsoleta, a la fondita de doña Vicky.
Un día, doña Vicky cerró el local. Cuatro años después, mi tía Guadalupe Real murió.
Ambas cosas terminaron tajantemente, sin posibilidad de secuela. El platillo (¿podría llamarle platillo a una garnacha tan vulgar?) que más había disfrutado en mi incipiente vida, en la vida del niño que no conoce más sazón que el de su madre y el de la comida rápida. Y mi tía Guadalupe Real, el personaje que ha ejercido la mayor influencia -me atrevo a decir- literaria en mí. Ambos se fueron.
En cuanto a los tacos, supongo que magnifiqué su recuerdo ante la certeza de que no iba a probar otros igual. Es difícil describir en qué consistía su grandiosidad; era más bien una conjunción de elementos (sumados a circunstancias externas: el trayecto por la noche, mis 10 años recién cumplidos, la sensación de la aventura en complicidad con la madre).
He estado en casa de mis papás desde el sábado: nada extraordinario, pero sí edificante. Hace un rato, mi mamá me llamó. Me puse una chamarra, me subí al coche y le pregunté a dónde íbamos. Me confió con otra modulación en la voz: “doña Vicky volvió a abrir”.
¿Es absurdo decir que sentí una contracción en el estómago? No era el hambre, ni el antojo postergado. Era una sensación de nostalgia renacida, similar a la que se experimenta cuando se entra a la casa de infancia, o se encuentra un cuaderno de garabatos extraviado hace tiempo. Lo que sentí, lo que temí casi, fue que dentro de poco estaría cara a cara con uno de los recuerdos sensoriales más intensos de mi niñez. Probaría de nuevo algo que fácilmente tenía 13 años sin comer, y a ese algo se le sumaban otras sensaciones: la inocencia de la infancia, los anaqueles de la botica, mi mamá con mi tía abuela, quien fungió como su madre la mayor parte de su vida.
El local ahora está en una ranchería a las afueras. Allá fuimos, con el temor de que estuviera cerrado. Le dije que por mí no importaba, habría de ir a pie hasta donde estuviera. Y cuando vimos la luz a la entrada, y las mesas de plástico, y mi mamá se estacionó y nos acercamos a la lumbre, escuchamos el chisporroteo del aceite y ambas lanzamos un gritito ante lo expectante, lo añorado.
Me comí tres órdenes casi sin respirar, y el sabor era tal como lo recordaba. Y todo volvió, como en el episodio de Proust con las magdalenas. Mi mamá miró su plato un rato, luego a doña Vicky y le dijo que esos tacos le recordaban a su tía Guadalupe Real.
Recuerdo haber escrito un cuento sobre su muerte: llevaba dos años agonizando por cáncer de mama, y mi mamá la cuidaba a diario. Yo me aparecía de pronto, casi no decía nada; me sentaba frente a su cama, ahora lo entiendo, a verla morir. También recuerdo que ese día llegué a su casona en el centro, y desde que entré al patio tuve la certeza de que estaba muerta. El episodio es similar a los cuentitos del realismo mágico: cuando entré a su cuarto, en el quicio de la puerta, vi que le quitaban los pantalones de su pijama. Creí que me había equivocado, que seguía viva después de todo, pero cuando mi mamá levantó la cara y me miró, supe que sí: estaba muerta.
Cuando digo que su influencia es literaria no lo digo porque ella me hiciera leer, o me hubiera mostrado una puerta hacia la literatura. Lo único que leía era la fecha de caducidad de sus medicinas y las revistas de viaje que le llegaban por correo. Pero su capacidad como personaje era asombrosa: todo en ella era teatral, llevado al extremo, pasado por todos los disparates. Era asombrosa, con una cualidad de malvada y mártir fundida en una sola que hasta hoy a todos nos sorprende: la forma en que la maldad y la bondad aparecían en ella de la forma más natural, sin transiciones visibles.
De todo esto no pienso seguido. Pero los tacos de doña Vicky, como reflejo de Pavlov, me trajeron esas imágenes mentales a la cabeza. El recuerdo y la sensación fueron como atravesar un portal de tiempo: ¿cómo era posible que ahora, a mis 23 años, en el año 2009, regresara tan nítidamente a una etapa de mi vida ya abandonada?
Eso me hace pensar también que, tal vez, el recuerdo habita en un lugar distinto a la mente. En un lugar más accesible, disponible a nuestra existencia, en los objetos más ordinarios. Como con los tacos de doña Vicky, de los que no volveré a separarme jamás.