Joaquín la miró dormirse. Estaban en un hotel en la Roma, era ya de madrugada y la habitación olía a plástico quemado. Esto lo desconcertó: creyó haber notado un olor a viejo apenas abrieron la puerta, pero la sensación se evaporó casi inmediatamente.
De súbito, sin que ningún factor importante incidiera en ello, recordó la primera vez que se acostó con alguien. La sensación fue vívida y precisa. Tuvo en la punta de la nariz el olor a látex de los condones y luego el golpe, entre salado y amargo, del sexo una vez que lo tuvo abierto frente a sus ojos.
Después le dieron ganas de llorar. Con este recuerdo vinieron otros, más antiguos. Lo primero fue una calle larga y angosta; estaba desierta y llena de basura. Después la reja de la preparatoria y algunos rostros amigables de antaño. Sintió que los ojos se le aguaban y entonces un estado de beatitud lo envolvió desde la punta de los pies hasta la frente. Hacía calor. Pero se dijo que si podía recordar todo eso y verse en aquella situación entre incómoda y molesta de no poder lograr una erección, no todo estaba perdido. Todavía tenía algunos escrúpulos y un poco de decencia, si es que eso importaba un poco.
De los recuerdos ligados llegó al momento en que conoció a la chica que dormía plácidamente a su lado. La miró una vez más y se le ocurrió de repente que era una desconocida: dormida, ajena, fue como si ese rostro al que se había acostumbrado en los últimos meses no fuera más que la careta de alguien totalmente extraño. Se sintió incómodo; situación que aumentó cuando reparó en que los pies de ella sobresalían de la cama. Había poca luz (apenas una lámpara de la avenida que arrojaba un haz directo a su almohada) y tuvo que entrecerrar los ojos para admirar mejor aquello. No cabía duda: Argelia tenía unos pies tan enormes que no cabían en el colchón. Le pareció un poco cómico, y quizá un poco aterrador también, nunca haberse dado cuenta de ese detalle. Tantas veces habían dormido juntos, incluso en circunstancias totalmente favorables, y sin embargo él nunca había notado que su amante tenía unos pies desmedidamente grandes.
– Jodidamente grandes –corrigió con un hilo de voz.
Continuó mirándola en la penumbra. Tenía el cabello muy fino, como fideítos quebradizos. La nariz afilada, pero respingada en la punta: eso fue lo primero que llamó su atención. Con algo de suerte podían observarse los vellos en las mucosas y a Joaquín eso le parecía excitante (un fetiche oculto, le dijo un amigo alguna vez). Los labios eran la mejor parte, sin embargo. Algo en ellos siempre húmedo y expectante, como una invitación manifiesta, cínica de ser besados. Y el cutis de un adolescente afortunado… El término le parecía idiota. Una piel apenas expuesta, no perfecta, pero lozana. Como si respirara.
La amaba un poco, por eso. Tenía un aire… ¿vikingo? Otra definición idiota. Caminaba bruscamente y era algo torpe: muchas veces le había sucedido que, sentados en un restaurante, Argelia derramara las bebidas o se golpeara la rodilla con la pata de la mesa.
Sus piernas estaban llenas de moretones.
Y sus pies, esos pies enormes que apenas ahora veía en su justa dimensión, tan antiestéticos a pesar del calzado femenino que invariablemente los cubría.
Recordó después que, el día que la conoció en la oficina de un proveedor, Argelia llevaba unas zapatillas estampadas de leopardo. Era imposible no notarlo (y es probable que ese sea el único calzado de ella que Joaquín identifique con precisión) y Argelia parecía orgullosa de despertar esa vaga curiosidad.
¿Cómo algo tan frágil podía cubrir algo tan monstruosamente grande?
Y así fue que llegó el pensamiento.
Rápido, volátil, implacable y sombrío.
Todo esto pudo maquinarse en menos de un segundo: el pensamiento se formula mucho más rápido de lo que puede manifestarse en palabras.
Sintió que una mano se le adormecía. Joaquín volteó hacia la ventana y alcanzó a distinguir un anuncio de Coca-Cola a 300 metros. La impasibilidad de la ciudad lo tranquilizó. Pensó en la avenida moteada de árboles, las banquetas anchas y cuarteadas, los aldabones de algunas casas antiguas y los cafecitos en los que solía desayunar con Argelia, con lo que le vino una sensación de hambre insoportable.
Movió la mano.
De nuevo apareció la reja oxidada, color rojo sangre, de la preparatoria. Un martes a mediodía, con los salones desiertos, y una bola seca en la garganta. Sabía que estaba un poco borracho y sabía que eso era lo que menos le importaba; algo dentro de él se había fracturado para siempre.
Un puñetazo en el estómago, tan real que Joaquín tuvo que enderezarse sobre la cama.
Estaba sudando. Se levantó, caminó hacia el lavabo y se mojó la cara repetidas veces. El chapoteo del agua hizo que Argelia se revolviera en su lugar y gimiera un poco, pero no despertó. Joaquín se sintió aliviado por ello y de pronto no supo por qué. Se recargó en la pared, débil, y la observó de nuevo.
Todo tenía una razón.
Frente a sus ojos estaba su sonrisa de niña perdida. También estaba el modo en que desviaba la mirada cuando algo la abochornaba. El pudor una vez desnuda.
La odió tanto por mentirle.
Se dejó caer sobre la alfombra.
¿Era igual a esa decepcionante primera vez?
La sensación de vacío, el sudor en la espalda, la boca seca, los puños crispados. Durante dos años se repitió que todo era culpa de la borrachera y apenas cuando tuvo una novia constante pudo olvidar (¿olvidar? Sólo una cosa no hay: es el olvido, había dicho Borges una vez) la vergüenza, quizá insulsa, de sentirse un maricón frente a una mujer.
Sí, fue muy cruel, y pudo entenderlo siendo un adulto.
Todo estaba superado ahora. Volvió a la cama, se acostó y le dio la espalda a Argelia. Intentó dormirse, pero en la duermevela lo asaltaban imágenes de una gran pelea con su amante y casi podía verse con la nariz rota y la sangre manando a chorros por su camisa. En una ocasión saltó al imaginar a los de la oficina literalmente muertos de risa al verlo al día siguiente con la camisa ensangrentada y los coágulos macerados en el labio.
Y todo un torrente de maledicencias.
La mataría, por deshonesta. Y él que la amaba: la había llevado a un congreso en Acapulco, le había regalado un vestido carísimo que ni en sueños hubiera pagado, la hacía acompañarlo a las fiestas de la oficina (la cena de diciembre y la conmemoración del aniversario y cuando todos celebraron en un restaurante marroquí por una cuenta que creyeron inalcanzable) y además la presumía sin tregua alguna.
¿Cuántos no debieron advertirlo antes que él?
Se odió a sí mismo, mucho más de lo que creía ya odiarla a ella.
Y lloró. Esta vez fue un llanto entrecortado, plagado de manerismos, que le recordó el momento más humillante de su vida y cómo lo confrontó llorando como un imbécil.
Esos pies. Esos pies tan extraordinariamente grandes simbolizaban su derrota. Esa fractura que nunca había sanado del todo.
Cuando Argelia despertó temprano por la mañana, Joaquín la esperaba sentado en un sofá frente a ella.
Supo de qué trataba cuando él le dijo, sin mover las pestañas:
– Es hora de golpearnos de hombre a hombre.