El misterio no deja de suceder. Perdí mi pluma. Una pluma fantástica, una Sabonis atómica. La perdí en una banca de la plaza San Martín, después de apuntar un par de cosas. Me fui al café y ahí ya no estaba. Luego volví a la banca y nada. La última vez que fue vista en mi mano atardecía. Anochecía, más bien. Eran las seis, seis y diez. Luz crepuscular. Momento preferido del día, desde siempre. Los instantes en que todavía se puede ver sin luz eléctrica, pero las cosas van perdiendo color, los árboles se vuelven negro sólido, los rasgos de las personas se desdibujan. Hay siempre misterio en esa hora. Yo escuchaba los temas de Hans Zimmer de Inception. El último, de hecho: Time. Y ese fragmento se recortaba de la cotidianidad de la vida, de la ordinariez de la vida, porque todo a su alrededor encerraba un enigma. Frente al reloj estaba parado un muchacho. Yo pensé que estaba vigilando a un niño jugando en la bardita. Pero no había niños. Y él continuaba parado. Se movía poco, tampoco era un soldado. Y miraba al frente, tal vez al reloj pero tal vez no. Traía una sudadera gris, piel morena, expresión contrariada. Desde que hubo luz hasta que ya no él siguió parado. El misterio no deja de suceder.
.
.