Lunes, 6:18 p.m.

Acabo de caerme. Entré descalza al baño, el piso estaba mojado, mi pie patinó, me di en la rodilla, en los dedos, en las pompas. Intentaba escribir aquí: la angustia. Que es física (taquicardia, sudor frío, respiración entrecortada). Ahora estoy en Polo, en mi cuarto. Debo escribir un texto, avanzo con lentitud. Hay buen clima desde hace unas semanas. Aquí hasta hace calor: la luz de la tarde entra por la ventana, me siento abochornada. He aplazado la angustia. Pero es mentira, es otra de las mentiras que me he dicho a mí misma (como esa de que me es fácil desprenderme de las personas). En realidad es fácil tomar la decisión, cualquiera puede con eso.

Hay amenazas latentes, la posibilidad de perder lo que anhelaba. Después: trámites, llamadas, correos, solicitudes, firmas, copias. Visitas. Idas y vueltas. Compromisos. Lo que ya no voy a hacer. Lo que ya no va a suceder. Dar por hecho que yo cambiaré, que los demás cambiarán, que los sentimientos de ahora serán reemplazados por otros.

Insomnio. Otra vez esos sueños: el tsunami. Una ola que arrastra el agua desde las orillas, que deja la arena a la intemperie, que se alza como un edificio y después, sin más, azota. Un jardín sin plantas, varios bichos arrastrándose por las paredes. Más trámites, más compromisos. Muchos consejos, muchas palabras bienintencionadas.

Me ha recordado: siempre tuviste facilidad para el llanto. Todo, hasta eso, lo más mundano, me lleva a las lágrimas. Pero no siempre son lágrimas frívolas. Llorar el sábado, con J. Abrazarnos y por momentos olvidarlo y volver a ser felices, y aferrarse a lo que tenemos. Ser fuerte es volverse insensible. Entrar en la angustia, envolverse en ella, respirar a través de ella: que me despierte por las noches, que me haga repasar las caras, decir en mi mente lo que ya no voy a decir, ni en persona ni por escrito; respirar mal y sentir este ardor en las mejillas. No sé qué nota final darle a esto, de dónde surge el impulso de escribir una entrada acá. Mis diarios están llenos.

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Dominicana tres meses después

Yo estuve de malas en República Dominicana, estaba casi siempre de malas, poco participativa y callada, no tengo que verlo ahora (ahora que escribo, por fin, el texto al respecto); lo veía entonces, me daba cuenta y me odiaba por eso, y me decía: ya cálmate, pon buena cara, agradece todo, intenta hacer amistad, hablar más, entender lo que pasa no desde adentro sino al menos en el intento del afuera. Comimos en un restaurante muy bonito en un mall lujoso en el Santo Domingo que yo no sentía que fuera el verdadero Santo Domingo, yo quería ver más, caminar más, estar menos atada al hotel y a las pasarelas, pues iba a la semana de la moda y a diario había eventos en el hotel mismo donde nos hospedábamos, de cara al Caribe pero sin entrada al Caribe, lejos de la ciudad colonial y los primeros asentamientos, la ciudad más antigua, Santo Domingo, Prudi, las aventuras de Prudi, Montse tan dominicana, tan agradablemente dominicana, con todo y sus miamol. Así, en este restaurante de nombre francés, yo comí un carpaccio que me cayó mal y me produjo gastroenteritis, o al menos eso creí y me hundí más en mi mal humor y en mi separación. Fuimos a los Altos de Chavón, maravillosa y admirable escuela de diseño, con los estudiantes internados ahí mismo, dibujando figuras y esculpiendo en palapas con ventiladores, y una réplica de ciudad mediterránea pero con vista al caudaloso río Chavón, después más carretera, hacia Punta Cana, todo hermoso y exótico, y sin embargo yo desfallecía en mi asiento, empapada en sudor frío y con grandes malestares, seguro una sanción por mi actitud y por lo poco que participaba y me dejaba estar, ni siquiera el mar, ver el mar, donde aquel día no se podía nadar por las algas, lograba calmarme, hasta la noche que nadamos en una especie de cenote dentro de un club residencial privado, en el que nos movíamos con nuestra nueva amiga en carritos de golf, hasta entonces me sentí más yo y dentro del momento, en el cenote de agua helada y poco profunda y transparente. Al día siguiente nadamos menos de una hora en la playa de un all inclusive en el que no nos hospedamos, en el punto donde el Caribe confluye con el Atlántico, en aguas turquesas y delicadas como las de Tulum, o Cancún, pero tibias, muy tibias. Después, otra noche, de regreso en Santo Domingo, yo me escapé del hotel y de la pasarela y salí por una avenida, y caminé por calles que podrían ser el oriente del D.F., puentes peatonales y coches que echaban lámina, y bardas pintadas con el logo del PRD, Partido Revolucionario Dominicano, y muchos Wendy’s, McDonalds, Burger Kings y KFCs, pensar: ¿así pasaría con La Habana, es esto lo que le habría sucedido a La Habana? (aún no cabía el pensamiento de que esto podría pasarle a La Habana). Llegué a un bar con karaoke, cerca de una universidad, donde había un grupo grande de estudiantes, tomando ron y cervezas, cantando  éxitos lo mismo de Juan Luis Guerra que de Paulina Rubio; yo los veía, sentada en una mesa, tomando mi cerveza Presidente, hasta que uno de ellos se acercó a mí, me preguntó de dónde era, si española o de dónde, le dije que no, que mexicana; me dio un cigarro, era gay, por cierto, ninguna posibilidad de ligue, y así acabamos hablando de temas políticos, del narco como nueva actividad en República Dominicana, y hasta de las reminiscencias trujillistas, y de esto y aquello. Volví al hotel y a mis responsabilidades, y a confirmar que soy vaga, que tengo que vagar, que no puedo estar confinada, que algo se puede descubrir, incluso cuando se viaja así, con todo dispuesto, con todo acotado, cuando uno va de prensa y deja que le descubran en lugar de descubrir a solas. Otra tarde, en un cigar club, un puro dominicano, un buen ron dominicano, y volver a pensar en el comercio dominicano que se beneficia del embargo, vendiéndole a manos llenas a Estados Unidos, recibiéndolos en sus playas y casi nunca en su capital, extraña capital, bella y contradictoria capital, la ciudad más antigua del continente, la primera en casi todo: un sábado, el sábado antes de irnos, por fin pude caminar mejor su centro, tomar su cerveza y comer sus empanadas de lambi y su chivo ripiado y luchar con la paleta helada de chinola (maracuyá) que se me derretía en las piernas, haciendo un mejor intento (todavía insuficiente) por conocer a las otras reporteras, hablar más con ellas sobre su vida y mi vida y participar nuevamente del mundo. . .

1:44 pm

Para escribir un texto, así sea sobre la semana de la moda en un país del Caribe o un restaurante o un episodio de TV y sobre todo si es algo serio o narrativo, debo prepararme mentalmente, hurgando dentro de mí y haciendo espacios en los desórdenes de mi cabeza, como si me entrenara para un maratón o dispusiera los ingredientes para una receta difícil, postergando y angustiándome, que es parte de la preparación, juntando frases sueltas, datos e información, lecturas previas y preparatorias, y relacionadas también, y no relacionadas de igual forma, y todo es por el miedo, el puto miedo, que me da escribir.

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(entrada escrita en dos minutos, ay, cruel paradoja)
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Lo extraño

Otra vez una coincidencia que califica como extraña.

Había estado pensando en Damian, mi amigo del internet telefónico, prehistórico, de quien escribí un post hace cinco años, en mi otro blog. Ahora que lo releo, dolorosamente (¿quién se aguanta a los 23 años?), me da pudor lo cursi, lo torpe, lo un poco ridículo. Pero es necesario volver a él, para entender el asunto con Damian.

El pensamiento se hizo más intenso después de leer el cuento de Mariana Enríquez que compartí en la entrada anterior, “Verde rojo anaranjado”. Creo que no había leído en literatura reciente, además con tanta belleza y sencillez, un tratamiento tan certero sobre las amistades fantasmales de internet. Este fragmento en especial:

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Internet en los años noventa era un cable blanco que iba desde mi computadora hasta la ficha del teléfono, cruzando la casa. Mis amigos de internet se sentían reales y yo me angustiaba cada vez que se cortaba la conexión, o la electricidad, y no podía encontrarlos para hablar de simbolismo, glam rock, David Bowie, Iggy Pop, Manic Street Preachers, ocultistas ingleses, dictaduras latinoamericanas. Una de mis amigas estaba encerrada, me acuerdo. Era sueca, tenía un inglés perfecto –yo casi no tenía amistades argentinas online–. Tenía fobia social, decía. No recuerdo su nombre. No puedo recuperar sus mails, quedaron en una máquina vieja. Desde Suecia me enviaba documentales en vhs y cd imposibles de conseguir fuera de Europa. Entonces no me preguntaba cómo hacía para llegar hasta el correo si supuestamente no podía salir. Quizá mentía. Los paquetes, sin embargo, llegaban desde Suecia: no mentía sobre su locación. Conservo las estampillas aunque las cintas de los videos ya se llenaron de hongos y los cd dejaron de funcionar y ella se desvaneció para siempre, un espectro de la red, y no puedo buscarla porque no recuerdo su nombre. Me acuerdo de otros nombres. Rhias, por ejemplo, de Portland, fanática del decadentismo y los superhéroes. Teníamos una especie de romance y ella me mandaba poemas de Anne Sexton. Heather, de Inglaterra, que todavía existe y que, dice, siempre me agradecerá haberle hecho conocer a Johnny Thunders. Keeper, que se enamoraba de jovencitos. Otra chica que escribía poemas hermosos que tampoco puedo recordar, salvo algún verso malo, “my blue someone”, por ejemplo. Mi alguien triste. Marco se ofreció a recuperarlas por mí. A todas mis amigas perdidas. Dice que el encierro lo volvió hacker. Pero yo prefiero olvidarlas porque olvidar a la gente que solo se conoció en palabras es extraño, cuando existieron fueron más intensas que lo real y ahora son más distantes que desconocidos. Les tengo un poco de miedo, además. Encontré a Rhias por Facebook. Aceptó mi amistad y yo la saludé muy contenta pero ella no contestó y nunca más hablamos. Creo que no me recuerda o me recuerda poco, vagamente, como si me hubiera conocido en un sueño.

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Yo pensaba así de Damian, mi amigo Damian, alguien que sólo conocí en palabras pero que mientras existió fue más intenso que lo real. Tengo recuerdos de conversaciones, de tardes gastadas en estas conversaciones; de lo que yo hacía, aparte, durante chats que se prolongaban más de lo debido y se alternaban, con una velocidad de 56kbps, con las páginas que yo visitaba entonces (mundoyerba.com), con los discos que escuchaba en Winamp, con mis otras conversaciones de Messenger (amigos de la prepa, en su mayoría). Recuerdo aquella Compaq Presario y sus salvapantallas, mis carpetas y sus .docs, mis devaneos en Paint.

Recuerdo a varios integrantes del HIMclub, que congregaba a la Europa periférica, algunos gringos (recuerdo a una chica de Virginia, que usaba lentes), un par de australianos, cuatro o cinco mexicanos (entre ellos Helena, a quien conocí en un concierto de HIM, ojos grises enormes, delineados de negro siempre, cuya amistad conservo).

De entre todos ellos Damian sobresalía por la densidad de su presencia, a pesar de ser ésta puramente espectral. Alguna vez su realidad se trenzó con la mía, cuando me llegó el paquete con 48 dvds rotulados con la letra de su madre, las pruebas físicas (la rosa del sueño) de su existencia paralela.

Pero yo me había resignado a nunca encontrarlo: el post era una carta de despedida, el proyecto de llamarlo quedaría inconcluso. Así tenían que ser las cosas.

Pasaron casi tres años de aquel post. En verano de 2012 empezó a seguirme en Twitter un hombre de Southport, Inglaterra. Lo he buscado entre mis followers: @rmcooksey. Otra cosa extraña: no actualiza esta red social desde 2009. No hay tuits dirigidos a mí. Vamos a pensar esto: que, al seguirme, al ver que era de Southport, decidí seguirlo enseguida; que no hubo necesidad de hablarnos en público pues iniciamos, de inmediato, un intercambio de mensajes directos.

(dudo de esta versión)

Este hombre, llamado Richard, me dijo que conocía a Damian y que había visto mi post. Confirmó que Damian seguía viviendo en Southport, con sus papás. Entonces seguía vivo, al menos. Richard, en cambio, vivía en Oxford, ¿con su esposa, con sus hijos? Ya casi no recuerdo nada de esto, algo más que guardé en cajoncitos provisionales de la memoria que no volví a abrir. Richard iba algunas veces a Southport y prometió conseguirme el nuevo correo de Damian.

¿Fue así? ¿O, más bien, dijo que le daría mi correo a él? No lo recuerdo con exactitud. Los huecos en mi memoria se ponen en mi contra. Me convierten en la narradora poco confiable, en la loca que narra sus memorias, lo que explicaría la extrañeza de más adelante.

En agosto de ese año fui a Europa, al fin.

Tal vez sí me dio un correo. Tal vez sí le escribí antes de ir.

Tal vez no.

No recuerdo nada porque no escribí nada, no dejé pistas escritas para mí misma y no se lo conté a nadie; además, en la vida real, analógica, se producían acontecimientos de naturaleza intensa y arrolladora, que me distraían de lo residual, lo fantasmal.

Me fui. Y sucedió que una noche, en un hostal de Berlín (un hostal limpísimo, blanco y minimalista, parecido a un hospital), a oscuras porque ya era de madrugada y todas dormían en el cuarto, abrí mi correo de Gmail en mi teléfono.

Tenía un correo de Damian.

¿Qué recuerdo de ese correo? Que había encontrado mi post también, un par de años antes. Que lo había pasado por el Google Translator. Que le había dado muchísima pena. Que todo bien, seguía viviendo en Southport. No había más qué contar.

En el sopor, en la sorpresa, en la ansiedad, le escribí muy escuetamente que estaba en Berlín, que iría a Londres, de hecho, aunque no esperaba que quisiera verme.

Unless…

Que, de todos modos, le escribiría bien bien cuando regresara a México.

No me respondió. Fui a Londres. Estuve más de una semana allá y casi no pensé en él. ¿Volví a escribirle? ¿Le di la dirección del hostal de allá? No me acuerdo.

Algunas veces él hacía el viaje de Southport a Londres, muy raras veces, sólo para algún concierto: Glassjaw, HIM, Bon Jovi, 3 Colours Red…

(ahora puedo ver que Damian también era un hikikomori)

Volví a México. La rueda de la vida empezó a andar otra vez. Nuevamente fui una mala amiga y pospuse de manera indefinida aquel correo, que me angustiaba.

Hasta que no sé cuándo decidí que iba a escribirle. Coincidió con el hecho de que Romina, una de sus amigas argentinas, me agregó a Facebook. Hablamos de Damian. Le conté de su breve correo. Me pidió encarecidamente que se lo compartiera, para escribirle a su vez.

Busqué, entonces, aquel correo.

Y nada.

Busqué todas las combinaciones. Busqué en mi teléfono y en web. Busqué en mi antiguo correo en Hotmail. Peiné mis correos enviados y recibidos durante julio, agosto, septiembre, octubre de 2012. Nada.

No tenía nada.

Damian nunca me había escrito y yo había soñado que me escribía.

O me había escrito y de alguna manera, una manera que no imagino complicada para él -un hacker amateur formado por el ocio, como el hikikomori del cuento de Mariana Enríquez-, había logrado borrar el mail enviado. Había eliminado toda evidencia de comunicación. Había decidido que no quería que lo contactara, o lo había decidido tras una larga e infructuosa espera.

Esto pasó más de una vez. Este descubrimiento de la nada. Una cosa extraña. No le respondí a Romina ni le expliqué el asunto, simplemente me hice la tonta. En momentos de ocio, cuando la idea aparecía en la mente, intentaba nuevas combinaciones de búsqueda. Y siempre el mismo resultado.

No, no lo imaginé. Recuerdo la pantallita del teléfono, el correo, los latidos del corazón, cómo escribí: ahora estoy en Berlín. Ahora me encuentro en Berlín.

También lo he buscado en lo público, fuera de los espacios privados de internet. Pero Damian no ha dejado rastro o si lo ha dejado también ha sido fantasmal: su distintivo NewBornNebula en algún foro de internet, su registro electoral, un perfil en Twitter escrito en ruso. Una presencia online marginal. Un pionero del 1.0 que decidió, por elección, no integrarse al flujo hiperneurótico del 2.0.

Y ahora esta época, el 2015 que corre.

El fin de semana fui a Polo, estuve con mi familia. El domingo tomé el autobús de regreso.

En el camino oscureció. Yo escuchaba música y pensaba.

Llegué a la terminal, tomé el metro. De nuevo fui pensando, ¿qué más hacer? Este asunto extraño, más que el pensamiento puro y concentrado de Damian, me producía otra vez una ligera inquietud. Salí de la estación Eugenia con la firme resolución de escribir todo esto en el presente blog. El misterio sin resolver.

Lunes.

Llego a trabajar. Abro mi Gmail. Un mail con el encabezado: “Damian”.

Leo: Hello I found ur blog and I don’t speak Spanish. U did write Farewell my friend about Damian. Is he dead??

Una coincidencia extraña, un presagio funesto. Como si lo hubiera invocado.

El remitente: Eric Swahn. Sueco. Su perfil en Google Plus, un salto nostálgico a la era de HIMclub: metalero nórdico, de pelo largo, con una playera de In Flames.

Nos mandamos varios mails esa mañana, después de aclararle que, al menos que yo sepa, Damian no está muerto. En uno Eric explicaba: I just knew him over the net to I think from dc++ but then we ripped CDs on mIRC and other stuff but then  he just dissapeared, I have tried to contact him over the years, i had 5 email addresses or so to him but no answer. If I remember right I found him on MySpace maybe 2006 or so but he never answered there either. I tried to find him after I read your blog and I only found this.

Cotejamos pistas y señales, hablamos de la posibilidad de borrar mails enviados (él cree que sólo es posible si ambos usan Outlook), encontramos su última actividad, en un foro de Bon Jovi, dijimos: qué extraño, qué triste, ¿por qué?, para llegar, sin decirlo, a la misma conclusión.

Damian se ha desvanecido.

Como si lo hubiéramos conocido en un sueño.

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Ensayos Impertinentes: humanismo pertinente (reseña ampliada)

Jean Franco

Ensayos impertinentes

México, Océano – debate feminista, 2013, 256 pp.

 

 

Feminismo y América Latina: los temas de un volumen titulado, tal vez demasiado provocativamente, Ensayos impertinentes. Es posible que el título y lo que se anuncia en la contratapa –por ejemplo, los ensayos que abordan las figuras de Sor Juana y Frida Kahlo– respondan a una necesidad de marketing razonable; que estos “ganchos”, la promesa de la impertinencia, atraigan a un público en búsqueda de visiones frescas sobre temas atractivos: la Malinche, las historietas populares mexicanas, las disputas entre el Vaticano y los movimientos de izquierda. La contradicción funciona porque no es feminismo a secas ni América Latina los verdaderos temas, sino otros, enunciados de manera menos explícita: el discurso del mercado que permite el uso de la mujer como mano de obra barata; los mecanismos del orden social que logra prosperar del centro hacia los márgenes y la injusticia, una verdad moral incontrovertible. “Una de las ironías del pluralismo es que hasta el compromiso se convierte en mercancía”, afirma Jean Franco, tal vez ahí sí impertinentemente.

En uno de los ensayos finales, la autora confiesa que siempre le han gustado las misceláneas y los pot pourri del siglo XIX, un espíritu que Ensayos impertinentes suscribe como síntesis del pensamiento de la humanista.

Marta Lamas, directora de la revista mexicana debate feminista, es la encargada del prólogo y la selección, que abarca ensayos previamente publicados en medios como la misma debate feminista, los cuadernos del North American Congress on Latin America (NACLA) y la colección Marcar diferencias, cruzar fronteras, en estricto orden cronológico. Pionera de la enseñanza de literatura latinoamericana en Inglaterra, profesora emérita de la Universidad de Columbia y autora de La cultura moderna de Latinoamérica (1967), Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (1994) y Cruel Modernity (2013), entre otros títulos, Franco es, según Marta Lamas, “la referencia imprescindible para quienes estudian la cultura latinoamericana y también para las feministas”.

Franco, por cierto, acaba de cumplir noventa años y se mantiene productiva todavía. Su interés por la cultura latinoamericana comenzó en los años cincuenta, cuando, nos explica Lamas, conoció a un artista guatemalteco y se mudó a su país; en 1954, tras el golpe de Estado que derrocó a Jacobo Arbenz Guzmán, llegó a vivir a México. De vuelta en Londres, en 1957, estudió Letras Hispánicas, y en 1972 obtuvo un puesto de catedrática en Stanford, donde nació su interés por los movimientos feministas en América Latina. Esta trayectoria es referida en el prólogo, que comenta de manera excepcional las búsquedas y métodos interpretativos de Franco, y hace la necesaria precisión de que, “si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal, existen distintas formas y niveles de serlo. Y el feminismo de Jean Franco se cuenta entre los más altos de los distintos grados y tipos existentes”.

Las claves para leer Ensayos impertinentes se encuentran en la primera pieza, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. La primera es muy general y concierne al estado actual del feminismo o, más bien, a su percepción en el amplio espectro de lo social. Jean Franco dice que las mujeres que encabezaban los movimientos populares por la supervivencia en los Estados ineficaces solían “rechazar la denominación de feministas, término que se ha envenenado al asociarse a mujeres puritanas que odian a los hombres o a grupos de mujeres de clase media cuyos intereses no coinciden con los de las clases subalternas”. No hay, en los dieciséis ensayos que componen la colección, una definición explícita de lo que es o no es el feminismo, pero encuentro necesario detenerse un momento en este breve pasaje para preguntarse por qué la palabra misma se ha degradado. Feminismo, un concepto lleno de equívocos.

La segunda clave que Franco da al lector alude al papel que ella misma juega en la crítica cultural: “La mujer intelectual no puede ya sostener ingenuamente que representa a las mujeres y que es su voz, pero puede ampliar los términos del debate político mediante (…) el uso del privilegio para destruir el privilegio”. En aquel ensayo, Franco analiza la vinculación entre lo público y lo privado que las madres de los desaparecidos en la dictadura de Videla, en Argentina, hicieron posible mediante el traslado de lo íntimo y lo familiar a la esfera pública (con un acto simple: la exhibición de las fotos familiares), constituyéndose en nuevos paradigmas de ciudadano. Desmenuza el trabajo de varias escritoras: la chilena Diamela Eltit, la argentina Tununa Mercado, la peruana Carmen Ollé, la mexicana Elena Poniatowska (quien, a la vez que da voz a las clases subordinadas, “afirma (en La flor de Lis) enérgicamente su identificación con su aristocrática y esnobista madre”), y la brasileña Clarice Lispector, cuyas voces ponen en crisis la separación entre lo subjetivo y lo dominante (tradicionalmente asociado a lo masculino). Franco escribe: “Los textos que a mí me interesan no son aquellos en los que habla el subordinado mientras el agente intelectual del discurso permanece oculto”.  Pero es en “La larga marcha del feminismo”, que inicia con el recuerdo de su amiga Alaíde Foppa, feminista e intelectual que murió torturada por el ejército guatemalteco, donde Franco asume una postura hiper-crítica ante la izquierda ortodoxa que margina o ignora las necesidades de las mujeres; antes de iniciada la participación de las mujeres en la esfera pública, se pensaba que la militancia feminista era lo mismo que lucha armada. En los ochenta, con la creación de centros de investigación y publicaciones feministas, la esfera privada empezó a revalorarse como arena política.

Franco también analiza las narrativas estadounidenses (con los romances de editoriales como Harlequin) en contraste con la literatura popular mexicana de los años ochenta, representada en El libro semanal. Pero su tratamiento es radical en tanto que demuestra cómo los mecanismos narrativos se transforman de acuerdo a la destinataria del texto: mientras el primero la mira como consumidora, el segundo la percibe como un eslabón más de la fuerza de trabajo. Esta dialéctica marxista es la base de ensayos como “Deponer al Vaticano” y “Las guerras del género”, que analizan el rechazo de la élite católica por el uso de la palabra género como el “conjunto de significados culturales que asume el cuerpo sexuado” (en la acepción de Judith Butler), pues alcanzaba a entender las consecuencias de un debate tan amplio: la legalización del aborto, los matrimonios homosexuales y las familias no convencionales.

Incluso en el ensayo donde prevé la “iconización” de Frida Kahlo, “Manhattan será más exótica este año” (1996), la mirada es demoledora: en la exhibición México: esplendores de treinta siglos, en el Museo Metropolitano de Nueva York, y a pesar de que las mujeres artistas permanecieron al margen, el “Autorretrato con mono” de Kahlo fungió como símbolo de la nueva retórica nacionalista, que se hacía más accesible por medio del exotismo y dejaba atrás el discurso antiimperialista de la Revolución. Era 1990, plenos “esplendores” salinistas. “Tanto la publicidad como la derecha han usurpado el lenguaje y los símbolos de la izquierda”, concluye Franco.

Tres veces interrumpí la lectura del ensayo más duro de este volumen. En él se narran las violaciones como estrategia de tortura y eliminación étnica en las guerras civiles de Perú y Guatemala durante los años ochenta y noventa. Apoyándose en los testimonios documentados por las comisiones de la verdad creadas en ambos países, Franco describe escenas de una abyección intolerable. Es difícil leerlas. “La violación: un arma de guerra” analiza la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en ambos países con el fin de reprimir movimientos insurgentes. En los dos casos, ejército y policía emplearon la violación sistemática como aniquilación colectiva de grupos indígenas y mujeres, a las que, además de considerar “parte del botín”, creían portadoras de “la semilla”: la matanza de niños, incluso de fetos dentro del vientre, apunta a un proyecto de genocidio. Todavía más terribles son las consecuencias en lo social, pues el concepto de “deshonra”, que tiende a culpar a la víctima, la lleva al silencio y al sufrimiento en solitario. Franco no se limita a enlistar las atrocidades, ni aplaude la creación de las comisiones de la verdad, cuyo poder reparador pone en duda. “¿Pueden la verdad y la reconciliación reparar las ruinas de tantas vidas (…), especialmente dado el hecho de que ha sido tan difícil acabar con la impunidad de los responsables?” Franco apela a “valores esenciales de justicia” que deben ser establecidos, mal que bien, por instancias supranacionales de derechos humanos. Y se pregunta si los feminicidios en Ciudad Juárez, Colombia y ciudad de Guatemala se han “privatizado”. El problema del activismo contra la violación sexual es que “no afecta suficientemente a la población para obligarla a entrar en acción. La impunidad del ejército y de otros sólo se romperá cuando la población en general acepte que la violación es un crimen contra la humanidad y decida llevar a los responsables ante los tribunales”.

Ensayos impertinentes es una lectura intensa, que obliga a veces a poner el libro abajo y pensar fríamente en lo que se ha leído. Pero también regala momentos luminosos. En “Elogio de la diversidad”, Franco en realidad elogia la labor de debate feminista, pero la inclusión de la pieza es tanto un alarde como un autogol, pues ahí mismo exhibe la renuencia de las integrantes de la revista a tramar el tema de la vejez, tropezón que corrigen dos números adelante y que da pie al texto final, “Confesiones de una bruja”. Por supuesto Franco recurre a Beauvoir, pero con La Vieillese, un tratado exhaustivo de la vejez que pertenece sólo a su tiempo, cuando existían Estados benefactores. Ahora, ante la falta de representación (a no ser por los viejos que aparecen en anuncios de “remedios para la incontinencia, la artritis y el pene flácido”), y bajo el apelativo de senior citizen, Franco urge a perder la vergüenza a sentirse viejas y generar, en cambio, un pensamiento político de la vejez.

Hay que elogiar también el impecable trabajo de edición, las acertadas traducciones individuales de cada ensayo y la apuesta de una editorial más bien comercial que decide colocar en las mesas de novedades un libro lleno de humanismo, inteligencia, nociones de izquierda verdadera, de contribución a la memoria colectiva y, sobre todo, de un feminismo que es, que siempre ha sido, para todos.

 

 

versión impresa en Letras Libres, aquí.

Algunas lecturas de 2014

Finalmente pagué los cinco euros de Malherido. No estuvo mal, no me arrepiento. Pongamos de lado la polémica en torno a las reseñas -a su valor en la crítica literaria, a su actuación frente al mercado, a cómo se escriben, cómo se publican, etc., etc.- y digamos que sí, que a mí, como lectora, todavía me interesan. Es un juego perverso, claro. Es cierto que una reseña negativa, implacable, daña un libro o la posibilidad de su lectura. A veces pasa lo contrario, que el morbo gana (me desligo). Pero una reseña emocionante, agradecida, genuinamente afectada por la lectura (todo esto es emocional) conduce a libros que ¡sí! ¡QUE SÍ!

Por eso quise volver a leer a Malherido, aunque había dicho que no, que no iba a pagar, porque finalmente me dio a Eloy Tizón alguna vez, por ejemplo, cuyo “Técnicas de iluminación” va adelante en la carrera de los que ya leí o estoy leyendo en 2015. Después podría comentar lo negativo, el desacuerdo, la mala onda. Por ahora, consignar: puedo, para mí (para recordar) y para antojar la lectura y por motivos que me parecen no del todo horribles -más allá de una pobre pretensión: no leí demasiado- hacer un mapa incompleto, sesgado, de las cosas que leí el año pasado. Seguramente leí cosas que no me acuerdo ahora que leí pero que después recordaré haber leído (lo cual, además de cuestionar si lo leído fue memorable, retoma un tema que he estado rumiando, lo de meter pensamientos e ideas en un cajoncito detrás de la mente). Justificación que no es tal: obviamente las condiciones laborales en ciudades de movilidad deficiente como el D.F. impiden que una pueda leer tanto como le gustaría/debiera (o que se lea de manera superficial). Las lecturas se adelgazan, se dividen -en mi caso- en las ligeras (aptas para el transporte público) y en las chonchas: el pensamiento y la alta literatura. A veces pasa que lo segundo, de estar tan bueno, quiere convertirse en galopante, pero eso va en su contra y termina por darle en su madre; a veces en el momento adecuado para la concentración una acaba leyendo el cascajo y el divertimento. Total. Luego no hay método. Y entretanto, en horas del trabajo, por ejemplo, artículos y cuentos, ¡y ah!, muchos cuentos, que después pueden releerse. Releer me gusta mucho, ¿tal vez por eso me gustan los cuentos tanto?

La lectura más importante, por tantos y tan íntimos motivos: “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge”, de Rilke.

La novela más importante, por factores de mucho peso: “Madame Bovary”, Flaubert.

Veo, por un diario, que este año terminé “Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal. Gran novela, una rareza de gordura y ambición dentro de la literatura del sur.

Releí “Río subterráneo”, segunda colección de cuentos de Inés Arredondo. Los adoro a todos, a ella la quiero. Leí “Cambio de armas”, cuentos de Luisa Valenzuela. Con esos dos libros todo cambió, empecé a estudiarlos.

Leí una antología de Silvina Ocampo, con cuentos y poesía, llegada de Buenos Aires gracias al camarada Alén (junto a una novela de Lispector, una antología de hoteles literarios y un libro de ensayos sobre “women & power in Argentina”). A Silvina la quise también. Leí una novela que encontré entre los libros de mi papá hace mucho, que siempre quise leer por su título: “Dejemos hablar al viento”, de Onetti (hay más de él, adelante). Leí a Levrero, autor de pronto ubicuo: Jordy me trajo la “Trilogía involuntaria” de Montevideo, de la que había leído dos; volví a leerla, toda, y “Caza de conejos” y el cuento de “Gelatina”. También me trajo “Flor de lis”, el último libro de poesía de Marosa di Giorgio, que leí con delectación casi casi erótica. Leí la poesía de César Vallejo, de Gorostiza, de García Lorca, de Sor Juana. Leí “Las elegías de Duino”, de Rilke.

La novela más perturbadora (me causaba pesadillas cada noche): “Los vigilantes”, de Diamela Eltit.

Empecé, por el club de lectura de Gerardo Piña, “En busca del tiempo perdido”, de Proust (sigo, ¿cuándo terminaré eso?).

Releí “Rayuela”, la lectura convencional. Releí dos de José Emilio Pacheco. Releí la primera parte de “Los detectives salvajes”, el diario del joven García Madero, porque me devolvieron el libro, se lo había prestado a una amiga, muy buena lectora, a la que hace mucho no veía y a quien volví a ver este año. También, de Bolaño, leí “Amuleto” y leí o releí muchos cuentos suyos, entre los que destaco “El policía de las ratas” y “El dentista”. Leí, en condiciones alarmantes, “El infierno tan temido” de Onetti y otra vez “Bienvenido, Bob”.

Leí novedades argentinas. Leí “El viento que arrasa”, de Selva Almada (antes de esa había leído el relato “Intemec”, que me gustó mucho más). Leí “La libertad total”, de Pablo Katchadjian (solté carcajadas sinceras). Leí “Una belleza vulgar”, de Damián Tabarovsky (me gustó bastante).

Leí el libro de ensayos de Jean Franco, “Ensayos impertinentes” (lectura importante). Un libro de ensayos de Margo Glantz, “La polca de los osos”. Leí “El idioma materno”, de Fabio Morábito (lo devoré como todos los que lo leyeron). Leí “La parte ideal”, ensayos de Álvaro Uribe (me gustaron todos). Leí un libro de ensayos titulado “La otredad, los discursos de la cultura hoy: 1995”, coordinado por Silvia Elguea Véjar, producto de las jornadas de estudios culturales de la UAM, que encontré en una librería de viejo afuera de metro Eugenia. Mi favorito: “Las tretas del fuerte: escribir ‘para, por y en lugar del bello sexo'”, de Lilia Granillo Vázquez.

Leí la última colección de cuentos de Guadalupe Nettel, “El matrimonio de los peces rojos”. El de la serpiente me gustó mucho (por supuesto). Leí dos libros tardíos de cuentos de Cortázar que no había leído, “Octaedro” y “Deshoras”. Leí la colección de cuentos “El rey del Honka Monka”, de Tomás González (muy bellos). Leí algunos cuentos de Katherine Anne Porter, de una antología que tengo. Leí un cuento de Don DeLillo, “Midnight in Dostoevsky”.

Releí mi cuento favorito de Juan García Ponce, “Envío”, más de una vez. Releí algunos cuentos de “La ley de Herodes”, de Ibargüengoitia (siempre será grande). Leí lo nuevo, lo aún no publicado, de María José Gómez Castillo y Gabriela Damián (y lo que se publicó: “Turnos” y “El monstruo del lago Ness”). Terminé la colección “Too much happiness”, de Alice Munro, que me prestó Majo. Leí dos cuentos muy buenos de Marina Porcelli: “Crónica de un lugar muerto” y “Esa noche llamó Tamara”.

Leí “Elsinore: un cuaderno”, de Elizondo. Entrañable. Y dos cuentos de “Narda o el verano”.

Leí la mitad de una edición crítica de “El diario de Ana Frank” (lloraba al leer). Leí algunos cuentos de un libro de cuentos de Julian Barnes, “Pulse” (estos dos libros estaban en un cuarto de hotel amsterdamés, por eso no los acabé) (lo cual genera un sufrimiento esnob). De Barnes, morí de risa con ese de “60/40” de la serie “At Phil and Joanna’s” (está en línea, sin la frase que me dio más risa y que se repite a lo largo del texto: “it’s the hypocrisy I can’t stand!”). Leí unas prosas, no todas, de “Berlin Stories”, de Robert Walser.

Leí una novela de Enrique Serna que detesté y sin embargo no pude dejar de leer hasta el final, “El miedo a los animales”.

Leí un muy buen cuento de Mariana Enríquez, “Verde rojo anaranjado”. Leí un muy buen cuento de Liliana Colanzi, “El ojo”. Leí dos muy buenos cuentos de Abelardo Castillo, “Carpe diem” y “Muchacha de otra parte”. Leímos El Horla, del señorón Maupassant. También, por recomendación de Gaby, leímos “La inminencia del desastre”, de Clive Barker.

No leí rusos, aunque son o siempre digo que son mis favoritos (¿fue este año o el pasado que leí un cuento llamado “La víbora” de Tolstoi, no León sino Alexéi Nikoláievich?). Leí “Parábolas y paradojas”, de Kafka.

No leí cómics o novelas gráficas, aunque me encantan (releí una de las historias que conforman “Mirror mirror”, de Jessica Abel: el cuentito de unas amigas que viven en ciudades diferentes y quedan de verse en un motel a medio camino, con el único fin de platicar, nadar, tomar unas cervezas, ponerse al día, una celebración a la amistad femenina con los dibujos mal hechotes pero hermosos de Abel, y sus diálogos inteligentes y sus historias originales y su talento total como novelista gráfica, que me llena el alma de amor).

Entre aquello que no podría calificarse como literatura pero equivale a lecturas elevadas, ¿académicas?, leí libros o ensayos de Stefan Gandler (El discreto encanto de la modernidad), Butler, Kristeva (Historias de amor), Eagleton (Literary Theory, an introduction; Why Marx was right, After Theory), Gramsci (Introducción a la filosofía de la praxis), Bolívar Echeverría (La modernidad de lo barroco), hasta Foucault (¿Qué es un autor?). Me enfrenté a “La escritura del desastre”, de Blanchot. Pero nada pude estudiarlo bien o sacar mucho en claro.

 

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Mi mano

Empezaba con un taxista que me llevó a la terminal de autobuses uno de los últimos días de diciembre. Ya estaba oscureciendo. Pero me hizo la parada. Una última clienta, lo que saliera, eso dijo después. Cara buena onda, de mi edad. Amable. Me llevó a otro lado y me esperó. Después, cerca de la Alameda, hizo una llamada telefónica, que yo intenté no escuchar, no por desagradable sino porque, en parte, prefiero enterarme lo menos posible de la vida de los demás pero también, en parte, me gusta el husmeo siempre y cuando transcurra en una penumbra asegurada, y ese husmeo era demasiado fácil, demasiado puesto en bandeja. Yo no quería escuchar pero él hablaba tan fuerte que era imposible no escuchar.

Le decía a su interlocutor que lo acababan de tracalear, que fueron 900 pesos, que un pasajero, que traía una pistola. ¡Te lo juro por Dios!, respondía a la incredulidad del otro. Era convincente y era conciso, pero también, extrañamente, ameno. Su historia entretenía. Si quería enterarme más, era difícil adivinar con quién hablaba. Le decía “dile a tu hija que ya se vaya a la casa” (¿papá, suegro?), pero a la vez le reclamaba por doscientos pesos que le debía, directo y descarado, como se trata a los amigos. Las dos posibilidades hacían trabajar la imaginación (era amigo de un hombre mayor con cuya hija se casó, o pretende a la hija menor de un amigo que fue papá muy joven) (la suposición realista apunta a que se trata con su papá de ese modo porque él es quien trabaja y mantiene la casa, y por tanto el encargado simbólico de vigilar a la hermana, a la que trata con cierto autoritarismo que podrá verse como macho pero que es también un desesperado instinto de protección hacia una adolescente habitante de un territorio marginal -digamos la zona metropolitana del Estado de México-, por ende víctima potencial de violación o asesinato).

¿Cómo se llamaría este chavo (este taxista, este hombre, esta persona, este ser humano)? Cuando terminó su llamada me miró por el espejo retrovisor (se le veía la frente, las cejas, los ojos, la nariz, parte de la barba; sin embargo toda la atención la robaba su mirada, que invitaba a la risa pero no a la desconfiada que producen otras personas, que aunque no quieran tienen una expresión como de burla; ésta no, ésta era una mirada inteligente y a la vez simpática). Me preguntó “¿Cómo ves?”, dando por hecho que había escuchado su conversación. Y así empezó a contar la breve anécdota: recogió a un hombre por Arcos de Belén, lo llevó a la colonia que está del otro lado de la Narvarte, entre el Eje Central y Tlalpan, una colonia más o menos fronteriza. Fueron 70 pesos según el taxímetro y el pasajero le pagó con un billete de doscientos. El taxista, como no halló suficiente cambio en las monedas que tenía al frente, bajó la visera y expuso, así, todos los billetes del trabajo del día, o sea, cerca de 900 pesos. Entonces el hombre le enseñó la pistola desde atrás, le preguntó ¿crees que es de juguete?, sacó la mano por la ventana y lanzó un disparo al aire. Y ya, qué quedaba. Le dio todo el dinero.

La historia era dramática pero él la contaba con tanta seguridad que con cada palabra se hacía verdadera, no daba pie a la duda. Era la cuarta vez que un pasajero lo asaltaba. Describió lugares y montos de las veces pasadas, y agregó detalles que dolían, como que ya hasta había hecho planes con ese dinero, que había decidido no trabajar al día siguiente pero que ahora tendría que hacerlo, que ya se iba a su casa pero me vio y decidió llevarme, y todo era triste pero a la vez cómico, una anécdota chilanga agridulce. Después siguió hablando y yo seguí dándole cuerda, y así me contó que alguna vez se había subido un “viejito” al asiento de adelante, que a los pocos metros de avanzar empezó a toquetearlo, a buscar bajarle el cierre, a lanzársele encima, y a quien respondió con un puñetazo en la cara al que el viejito, a su vez, contraargumentó con un síiiii, síiii, pégame máaaas. Muchas risas. Después estaba otra señora que lo mismo: se había subido en el asiento de adelante y, en pleno Circuito Interior, empezó a desabrocharse la blusa e intentar abrir la de él, diciéndole sooooy mujer, no me rechaceees. Aquí había un factor de peligro novedoso: la presencia de una patrulla más adelante. Si la señora se ponía a gritar, semidesnuda, ¿quién iba a creerle a él? Complicados intentos de convencerla de que se bajara. Más risas. Finalmente llegamos a la terminal y el taxímetro marcó 80 pesos. Yo le di 100 pesos y no solicité cambio.

Me subí al camión. Me dormí. Casi al llegar a Polo leí en Twitter que Gerardo Deniz (Juan Almela) había muerto. La noche anterior, después de acostarme, había leído tres poemas suyos, y uno en especial (CAPRICHO (en estado de ebriedad)) me impresionó y me tuvo pensando, y en la mañana, en la casa, retrasando lo más posible mi partida inminente, alargando mi momento de soledad y distensión, apunté en mi diario cosas sobre ese poema y sobre Deniz y también sobre otros temas, y luego se oscureció un poco y salí y tome aquel taxi.

Al llegar a Polo, camino a mi casa, había un gatito muerto en medio de la calle, uno de esos anaranjados de rayitas blancas.

De madrugada pensé en mi mano y en lo que tocaba. Después pasaron más días y conté lo del taxista, y al contarlo, como la figura del burro en el rompecabezas que los personajes aburridos de Los Simpson descubren subrepticiamente, empecé a ver que quizás nada era cierto, lo de la pistola que no es de juguete ni el viejito masoquista ni la señora que no quiere que la rechaces porque es mujer, sino un truquito fácil, prenavideño, el choro que busca una propina extra, más que merecedora, por la historia y por el engaño, y por la posibilidad de la verdad que encierra, y por aquello que me hizo pensar y, ahora, escribir.

***

Al día siguiente le tomé una foto a la casa donde viví de 1992 a 1996, la casa de mi abuelita Aurora (bisabuela, en realidad; mi abuela murió en trabajo de parto). Metí la mano por un vidrio roto de la entrada y saqué la foto. La cochera en subida, de azulejo rojo; el pasillo con sus columnas falsas; las puertas que daban al corredor; el jardín descuidado. La casa entró en litigio, está semiabandonada. Tenía dos jardines. El que estaba a la entrada, con caminitos y diseños romboidales, tenía un zapote y una higuera en las dos esquinas, y un tejocote, un árbol de mandarinas (unas mandarinitas minúsculas, insignificantes, que yo arrancaba antes de que estuvieran maduras), y una granada, y muchas plantitas que mi mamá siempre cuidó y luego, la mayoría, se llevó a la casa actual. El otro jardín era más salvaje, estaba atrás de la casa y tenía un cuarto de adobe y láminas, con triques y muebles rotos, y otra pileta, y mucha hierba que crecía sin orden alguno, pero también un manzano (con unas manzanas muy verdes, siempre verdes, aunque estuvieran maduras, que había que preparar en dulce o eran incomibles), y un chabacano (mi mamá hacía una mermelada caliente con los chabacanos, y no he probada nada igual jamás), y un durazno y un aguacate. Ese jardín ya no existe. Ahí están ahora las casas de mis dos hermanos, que aniquilaron el terreno abierto y cancelaron el acceso a esa otra casa. Ese espacio separaba lo viejo de lo nuevo (nuestra casa actual).

Ahí permanecen algunos muebles y pertenencias de mi abuela. Durante algún tiempo, antes de las construcciones, yo aún entraba. Estaba todo incluso acomodado como en casa “normal”, sala, comedor y recámaras puestas, pero con sábanas encima, todo cubierto de polvo, con cajones vacíos pero, por ejemplo, trastes en los muebles de la cocina. Una verdadera casa del terror, de atmósfera pesada y trastornante. Yo me metía, como siempre, para hurgar, miedosa y a la vez valiente, un turismo hacia lo perturbador que me atraía. Y muchas veces me hice a la idea de que había alguien detrás de mí respirándome en la nuca, o que me veían desde un punto ciego, o que me perseguían a una distancia milimétrica, moviéndose detrás de mí como sombras. Muchas veces salí de ahí corriendo, pero nunca tras abandonarme ciegamente al terror, momento al que yo en realidad le tenía más miedo que al causante mismo de ese miedo, pues significaba el punto de no retorno. En cambio trataba al miedo (El Mal) con respeto, dándole su lugar de ente siniestro al que conviene no perturbar, y me alejaba de la casa lentamente, sin darle la espalda, sin dejar de repetirme pensamientos calmantes y falsamente optimistas, hasta tocar un punto de seguridad (por ejemplo, la bardita que indicaba el confín de nuestra casa, el patio donde ya empezaban las cosas con vida: la ropa tendida, la lavadora, nuestra puerta, etc.), en el que por fin me liberaba y gritaba.

Pues bien, después de sacar esa foto, pasé varios días en casa de mis papás, debajo de pesadas cobijas pues rozábamos los cero grados, casi sin salir de mi cuarto, y por momentos yo sentía que aquella casa me llamaba. Ha sido el escenario permanente de mis pesadillas. ¿Cómo es posible que algo tan cercano, tan cercano físicamente, se convierta en un espacio inaccesible, lejano, cuya apariencia ya ni siquiera logro recordar? Estuve maquinando la forma de entrar y hasta el momento más conveniente, tendría que ser una hora anodina, las dos de la tarde, el sol en lo alto, ningún elemento que pueda conducir los acontecimientos hacia lo ominoso…

Hasta que el domingo, último día que pasaría en Polo, fueron a visitarme y la oportunidad se puso, esa sí, en bandeja. Mis amigas de la infancia son Laura, Leticia y Araceli, hermanas (las primeras dos son cuatas, la tercera es un año menor). Vivían atrás de mi casa, nos conocimos a los ocho años, nuestras aventuras infantiles llenarían muchos documentos Word. Esa mañana llegaron Araceli, Lety y su novio, Sebastián. Les dije de mis planes y enseguida se interesaron, pues aquella casa también marcó sus vidas, también las atemorizó, también se volvió un espacio mítico de su infancia. Convencí a mi hermano de usar una escalera y saltarnos por la azotea, y todo fue torpe y accidentado, como cuando teníamos esa edad y a veces yo no podía bajarme de los árboles o de las azoteas, y mi hermano llegaba y me bajaba, pues es muy alto.

Y así fue que volví a entrar a esa casa. El jardín arruinado, lleno de yerbajos. La pileta invadida. El zapote seco, la higuera también. Lo único que sobrevive, por si nos quedaban dudas de su naturaleza correosa, es el tejocote. Entramos a la casa, a los cuartos empolvados, remendados, una obra negra a medias;  a los (antes) amenazadores cuartos viejos, nidos y heces de cacomixtles, el ropero con el espejo que me daba miedo. En un rincón Lety se escondió y cuando yo pasé ella aplaudió y yo grité. Subimos a la azotea, a las cúpulas. A esa otra casita, independiente, sobre los cuartos viejos. La puerta hacia el establo de mi tío, al que íbamos por leche. ¿Es esto realismo mágico? No, así fue todo. Así vivíamos. Encontré platitos y una taza de juego de té de mi abuela, que robé. Vimos la higuera, siniestra. Sebastián, con su acento chileno simpático, dijo que la higuera conectaba dos mundos, el de la vida y la muerte. Un portal. Mi hermano dijo que sí, que se rumoraba que ahí en la higuera salía el diablo, la bola de fuego. La miramos mucho rato. Intenté juntarlo todo en la memoria, asegurarlo de alguna manera. Pero no se puede. La tierra ha quedado erosionada.

 

 

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El Mal

Otra vez ganas de escribir, sin temas ni ideas, ni nada qué decir. Y con obligaciones laterales de escribir otras cosas, como siempre. Tengo ideas para esto, temas que me interesan actualmente, sí, pero los desecho. Ahora no, ahora no. No estoy preparada. Esos debería escribirlos con tiempo y dedicación. Entonces. Veamos. Qué he estado leyendo. Cuentos, muchos cuentos. Me encantan los cuentos. Son estructuras cerradas, piezas diseñadas para la relectura. Cambian. Nunca son la misma. Pienso en lo laborioso de un cuento. Cada palabra pesa, la extensión obliga a plantear y replantear, a corregir en busca de la impermeabilidad. ¿Flujo de conciencia, intento de flujo de conciencia? Bueno. Me molesta cómo escribo acá, siempre me ha molestado. Te agarras de lugares cómodos, de disposiciones que funcionan. ¡Ash! Pero los cuentos. Los cuentos no son postitos. Los cuentos no son textos ligeros, fruto de la flojera, la impaciencia o la ansiedad. Los cuentos son pequeños monumentos. He estado leyendo y releyendo muchos cuentos. Y otras cosas. Poesía, también. De Marosa, Rilke y Deniz, últimamente. Y cuentos de García Ponce, de Abelardo Castillo, de Silvina Ocampo, de Aira, de Bolaño, de Inés Arredondo, de Felisberto, de Luisa Valenzuela, los primeros de Vargas Llosa, los últimos, extraños, siniestros de Cortázar (Verano, qué terrible, qué siniestro, el caballo, los cascos del caballo, la niña que sueña en la camita de la casa de campo, la pareja y sus reproches, la violación, la separación de las almas). El carrito. Pfff, espantoso. Se lo conté a J “en vivo” y en la última frase volteé lentamente la cabeza e hice un tono de voz grave, lo más grave posible, y conseguí con esto su terror y su miedo. Me encanta asustar a la gente. Es un talento que descubrí a los doce años, cuando venía caminando una tarde por una calle de mi pueblo con mi vecina, con quien estudiaba la secundaria, y al pasar junto a un establo, en uno de cuyos muros sobresalía un cuerno de toro grandísimo, le inventé que ése era el cuerno del diablo y que así se le invocaba y que la leyenda contaba…, y luego llegamos a su casa y nos sentamos en la sala, y como no había nadie, yo seguí inventándome historias de terror sin reírme nunca y mirándola fijo, y ella se asustó tanto que me decía “ya no me veas, ya no me veas”, y aunque yo ya quise pasar a otra cosa y hablar de temas graciosos y hasta me estuve riendo, ella ya no soportaba ver mis ojos, decía que mi mirada era muy penetrante y de miedo, entonces más la miraba yo y la asustaba sólo mirándola, y así descubrí que hay gente muy miedosa a la que resulta muy placentero asustar. Otras veces he amagado una posesión diabólica de cuerpo presente o sugiero atmósferas de miedo y misterio o deslizo comentarios sobre apariciones y espectros o hago cosas que yo sé que a la gente miedosa le dan miedo, y la verdad es que me regocijo en ese miedo y obtengo un placer perverso de él. Yo quise ser como mi cuñado que un día nos contó una historia de una mujer que se aparecía en un bordo y que cuando levantaba la cabeza te dabas cuenta que no tenía cara, historia que él nos contaba con voz indiferentísima y sin gestos o expresiones, y que por eso asustaba, creo yo.

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Martes

Soy débil. Me siento irritada. Eludo responsabilidades. Intento salir de mí y verme desde otra distancia, o más bien no verme sino situarme afuera, sin estudiarme. Pero después, cuando he estado mucho tiempo con otras personas, en actividades concretas, en el centro mismo de la realidad, ansío un momento a solas para sumergirme en mí misma, como si adentro hubiera un pozo (pero no es oscuro) o tal vez una alberca en la que me es preferible nadar y concentrarme. Soy egoísta, también. Me doy muy poco a los demás, en el fondo. En la superficie parece lo contrario. O eso imagino, pienso que esa debe ser la explicación para que las personas me quieran y hasta, en ocasiones, se enamoren de mí, y que nunca me falte en quién confiar y a quién querer en los diversos lugares donde tengo que estar.

Pero hace poco descubrí, con sorpresa y enorme pesar, que me resulta muy fácil desprenderme. Incluso de los que más amo, incluso de los que amo más que a mí misma.

Yo sé que allá, en el sur, estaré con la única persona con la que siempre he estado. Y después, en otro mañana, si no me muero, será lo mismo. Pero esto no me angustia. La única persona que me ha acompañado, a lo largo de épocas y lugares y grupos de personas, la miro todas las mañanas, todavía no me cansa por completo. (¡obviedad: soy yo!). A veces me molesta, me choca, me avergüenza; a veces me da lastimita, a veces me cae bien, a veces la puedo mirar desde afuera, pero estudiándola, con ojos que no son míos, para decir: está bien. Con razón.

En realidad namás escribo por escribir. Porque tengo varios textos pendientes del trabajo y, como siempre, no puedo escribirlos. Pero tengo ganas de escribir. Aunque no tengo deseos de escribir en mi cuento, que está por abandonarse en su, espero, mejor versión posible. He pensado en él como una escultura de barro que primero fue una simple bola deforme, después fue creciendo hacia arriba, con pequeños detalles que he fabricado y deshecho, una bola manoseada que ya tomó su forma final pero a la que todavía se le pueden afinar ángulos y acabados y colocarle un fijador digno, pues el que tiene fue hecho al aventón. Y está bien, me gusta la labor de retoque, pero es peligroso, acercarse a lo definitivo, a lo final, en lugar de retozar en lo inacabado, como esto. Que en el futuro podría borrar y editar, como acostumbro.

Me digo que no idealizo aquella ciudad en la que viviré. La razón es que también la padecí, una vez que dejé de pasear en ella y tuve que usarla. Me digo que me he mudado a otras ciudades antes, y sola. Que no tengo por qué olvidar el idioma (yo soy una tonta, cuando he estado en otros lugares donde tengo que hablar inglés durante mucho tiempo, la gramática del español se me empieza a olvidar, ya no conjugo bien y empiezo a trasladar y a perder un poco la lengua, cosa que me aterra; por eso me gusta tanto la literatura en español, además de la obvia ventaja de leer al autor en su estilo original, con sus dificultades originales, porque el español me gusta, es un idioma que a mí me gusta, pues). No necesito decirme que voy a extrañar. Y, a veces, desear volver.

No había extrañado sino hasta hace dos semanas. De pronto empecé a extrañar a todos. Me sentí muy triste por eso.

Debo escribir las cosas que debo escribir. Aunque acá se sienta mejor (pero aún así siento que esto es falso y poco sincero).

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Javai-í III (última parte)

¿Será mejor la distancia? La distancia -el olvido- lo cubre todo de embuste, de falsificación. Pero queda, por el tiempo transcurrido, el miedo trillado a perderlo todo. Además he venido escribiendo este post a lo largo de un mes. Lo he abandonado y retomado muchas veces. Será mejor desprenderse ya de todo esto.

Veamos: el martes a mediodía volamos a Hawai’i, la isla más grande del archipiélago, a la que suele llamarse la Big Island para diferenciarla del estado mismo. Es tan grande que todas las demás (que son 137 en total) no colman ni la mitad de su territorio. Esto también lo fuimos aprendiendo poco a poco: primero hay que saber que las cuatro islas principales de Hawai’i son Maui (a donde las ballenas llegan a reproducirse durante invierno, por lo poco hondo de sus costas); Hawai’i (la enorme, la húmeda, donde está el volcán Kilauea y otros); Oa’hu (donde se encuentra la capital, Honolulu) y Kauai, la más antigua de ellas, repleta de acantilados, volcanes y accidentes geográficos, la que imagino más frondosa y exótica y sobrecogedora, y la única que no conocimos.

Dejamos, pues, el ambiente playero de Maui para llegar a la parte este de la Big Island, que en todas las islas se trata de la zona más húmeda. El cielo estaba gris, cargado de agua. En el aeropuerto de Hilo (prácticamente idéntico al de Maui, y también monopolizado por Hawaiian Airlines, que controla casi la totalidad del transporte aéreo en el archipiélago) nos esperaba Jim Carey, el guía y chofer, que ya casi ni bromea sobre Jim Carrey, de tanto que se lo han de sobar cada dos minutos, cantando con un ukulele. Este señor Jim Carey era muy chistoso. Usaba, como obliga el sector, la típica camisa hawaiiana de flores y tenía bigotote, pelo blanco, la piel muy roja. Era de Minnesota o cerca de ahí.

Primero fuimos al Centro Astronómico ‘Imiloa, que tiene un museo y un planetario. Esto me gustó. Ir a Hawai’i a museos, lo atípico de esto, lo que nos daba para pensar. Nos recostamos en el planetario a ver videos y aproximaciones visuales del nacimiento de las islas, que no son sino volcanes submarinos que emergieron del mar formando montañas y planicies, que se encontraron y amalgamaron con otros volcanes en el camino. Qué cosa tan impresionante, ¿no? Por eso la insistencia de que nada se le parece. En las islas es palpable el ascendente de la naturaleza, de las formaciones geológicas, de la pequeñez ante el infinito torrente del tiempo.

Después fuimos al Kilauea. A los caminos de lava solidificada. Al parque nacional que es tan grande que se recorre en coche, por carreteras que luego, viniendo de la “civilización”, dejan atrás casas solitarias, de estilo californiano, una planta, su porchecito, madera, colores pastel apagados; y Wal-Marts y Home Depots y Walgreens y la infraestructura comercial que es ubicua en todo el territorio gringo. La vegetación que crece de la lava. Otro paisaje lunar, o quizá de Plutón, o de Neptuno, piedra negra que revela entre sus intersticios manchas y franjas azules, moradas, irisadas, tornasoladas.

Los volcanes hawaiianos se llaman “de escudo”, pues no crecen hacia arriba, como los cónicos a los cuales estamos acostumbrados, sino que están achatados y se extienden como una plancha. La lava escurre de los lados: “llora”. El cráter principal del Kilauea se encuentra junto a un centro de visitantes con fotos, trozos de lava en capsulitas, tienda de regalos. Hay una fumarola en medio de una gran circunferencia, acordonada. De su centro brota el humo vaporoso, gris, constante. Jim Carey nos llevó a un pedacito de pasto que escapaba del cordón, donde se tenía mejor vista que en el mirador. Luego insistió en sacarnos fotos de turista: fingiendo que soplamos delante del humo, por ejemplo, como los que detienen la torre de Pisa con la mano o sostienen, entre el dedo índice y el pulgar, una pirámide o la torre Eiffel. Le hicimos caso, posamos para la foto.

Dormimos en un hotel integrado al parque nacional, a pocos metros de la fumarola. Por las ventanas del restaurante, en la noche, se veía claramente que el humo no es gris sino naranja o rojo incandescente. Ahí se acostumbra apagar todas las luces cada 45 minutos, para que los comensales admiren su resplandor. Ninguna cámara podría reproducir la intensidad de sus colores. Mientras tanto hablábamos con el tibio, manso, callado Ross, de la oficina de turismo de la Big Island, donde están haciendo campaña para que ya no la llamen la Big Island, concepto que según ellos remite a caos y tráfico, y se recupere el nombre simple de Hawai’i. “La Hawai’i original”. Las alusiones a las oficinas de turismo hermanas, su rivalidad apenas disimulada; cada isla quiere ser la única isla, cada isla promete lo que la otra no tiene.

Luego estaban Carlos (¿o Víctor?), de Roswell, Nuevo México; y Charlie (¿Charlie?), de Oakland, California, y con todos era la misma historia, los casos (y las pruebas) se amontonaban; es difícil venir a las islas y escapar de su hechizo, de su magnetismo poderoso.

Visitamos las Akaka Falls, escuchamos las historias de Jim Carey, que antes de empezar preguntaba siempre do you want to hear a storyyyy? y al principio nos reíamos mucho y decíamos que sí, que claro, pero al cabo de muchas veces de repetir el numerito terminó por confesar que esto era protocolo de la compañía, preguntar si la gente quería escuchar dichas historias, en realidad leyendas de la mitología polinesia hawaiiana, que trataban, por ejemplo, sobre Pelé, la diosa del fuego, la danza, la ira y los relámpagos. Pero en una ocasión yo me quedé dormida y cuando desperté escuché la mitad de una en la que él, Jim, era el protagonista, junto con su esposa: al salir de un parque nacional se habían encontrado con una misteriosa mujer que les pidió un cigarro; como la esposa fumaba, se lo dio; luego sucedió algo que me perdí pero que sugería que la mujer había desaparecido, o nunca había estado ahí, en fin, que Jim y su esposa lo tomaron como una aparición de Pelé, dándoles permiso de permanecer en Hawai’i. Eso me gustó.

En Hilo, durante un rato, cada quién se fue por su lado. Entré a algunas librerías, difícilmente había algo interesante, pero era entretenido mirar. Luego me metí a un café, Hilo Shark’s Café. Tenían muchos sabores de breakfast smoothie y lo atendía un rubio de ojos azules, bronceado, altísimo, seguramente un surfista ex mainlander. El menú estaba escrito en un pizarrón con gises de colores y en todo lo ancho de un muro estaba el dibujo de una mujer, mezcla de pin-up y hula girl, con su lei y su ukulele, los brazos tatuados, malabareando un coco, un café y unas antorchas. Detrás de ella, un volcán echando humo.

Más tarde, en otro restaurante, comimos con muchas prisas una exquisita e irrecuperable hamburguesa vegetariana que tenía arroz, frijoles, taro molido.

Vino otro vuelo, en la última hilera, sin ventanillas disponibles, en un avión repleto.

Por fin llegamos a Honolulu, la segunda o tercera ciudad con más tráfico de Estados Unidos; autopistas arriba y abajo, muchos rascacielos, algunos poco interesantes; el enorme puerto, sus restaurantes y oficinas, y por allá, al pasar velozmente en el vehículo, la base naval de Pearl Harbour. Un hotel grande, cómodo, a caballo entre el boutique y la cadena. Mi ventana daba a un estacionamiento de muchos pisos.

Waiki’ki. Una noche perdidas, Gretell, Arcelia y yo, en los laberintos de la marina, en las calles del hotel ciudad Hilton (con miles y miles de habitaciones), luego de regreso al bar del hotel, un speakasy bastante bonito, con aire acondicionado helado; una cerveza regional: Bikini Blonde Lager; un cover de Drunk in love a cargo de un dueto hombre y mujer, interesante todo, pero el cansancio, la noche, la agenda que no se daba un respiro.

Una mañana fuimos al otro lado de la isla de Oa’hu, la North Shore. Nos detuvimos en una antigua plantación de piñas, ahora convertida en una especie de parque temático con súper integrado, en el que todos los productos son de piña, tienen forma de piña, remiten a las piñas. De ahí viene el Pineapple Express.

Más adelante, en una playa de surfers, nos metimos al mar por segunda vez. Una playa pública, al pie de la autopista. Aguas tibias y cristalinas, como las del Caribe. De pronto pasaba un coche viejo, un Mustang despintado, un Lexus jodidón, visiones extrañas en Estados Unidos, donde la norma es cambiar de coche apenas el uso se note. Los manejaban surfistas.

Comimos un shave ice, un raspado con los colores del arcoiris, en un lugar llamado Matsumoto’s. Después hicimos una parada en un food truck cerca de los criaderos de camarones. Una mujer estaba sentada junto a la ventana donde se ordenaba. Cincuenta años, tal vez cuarenta, piel tostada, con cicatrices, pelo recortado a mordidas, ojos azules intensos. Hablaba sola, su boca profería palabras y sonidos desarticulados, que escuché con atención, sin lograr comprender nada. De pronto había frases completas, pero casi todo eran gruñidos, ruidos guturales, una risa macabra. Fuimos a sentarnos a una mesa de madera, con bancas, y ella fue a sentarse en un extremo de la misma mesa, mirándonos. Comimos bajo el yugo de su mirada. Se lee exagerado, el yugo de su mirada. Pero era un yugo, una opresión palpable. De pronto hacía ademanes de tomar nuestras papas, nuestros refrescos, y si alguna los desviaba de su camino, su voz cavernosa lanzaba fuck you ladys, fuck you ladyyyys horrorosos, que caían como plomo. Finalmente le fui acercando cosas y ella se apropió de ellas con manos escurridizas, como de animal. Luego alguna hablaba y ella volvía a reír con su risa burlona y ultradiabólica. Pero lo interesante fue cuando, al subir al autobús, mirándola por la ventanilla, ella sintió el peso de nuestras miradas y nos miró también, primero mascullando insultos, luego súbitamente risueña, y al final haciendo con una mano la seña del aloha.

Christiana comentó que muchos brasileños, cuando visitaban Hawaii en los sesenta o los setenta, en busca de sus olas, acabaron en un malviaje de ácido y nunca volvieron a su país.

Fuimos al Centro Cultural Polinesio, adyacente a la universidad BYU. Es una especie de parque temático, dividido en “villas” que representan las principales naciones polinesias: Fiji, Tonga, Tahití, Nueva Zelanda, Samoa… En cada villa, estudiantes de esos mismos países, la mayoría con becas proporcionadas por la universidad, representan costumbres, artefactos, diferencias lingüísticas, etc., en un formato agringadísimo, entre el stand-up y el cabaret. La maestría gringa en materia de entretenimiento. Así, Kap, un estudiante de artes visuales de Samoa, demostraba en un show de micrófono cómo los hombres samoanos, que eran los encargados de preparar los alimentos, extraían la leche del coco, hacían fuego, etc. Todos reíamos con ganas. (encontré un video de él, de su envidiable maestría para el stand-up).

Al final vimos una obra/musical (en su sitio: think of Broadway, then add flaming knives), llamada Ha, “aliento de vida”. Muy bonita. El protagonista va saltando simbólicamente de isla en isla, una por cada temperamento y momento vital, para cerrar el círculo entre la vida y la muerte.

Lo que me gusta sobre Hawaii, como potencia cultural y económica de Polinesia, es su voluntad de integración con la región. El último estado de Estados Unidos. Pero no es Estados Unidos. El archipiélago en medio del océano, con un pasado tan remoto como peculiar, está separado del continente y de todo lo que lo liga a él. Existe con las otras islas. Me hizo pensar en Latinoamérica, en una Latinoamérica oceánica.

(casi olvido: tomamos una clase de surf, cerca de Waikiki; todo mal, todo mal, y después de eso comida hawaiiana auténtica, mucha carne de cerdo y de salmón, y el taro en puré llamado poi, y jugo de liliko’i, la maracuyá de allá)

Al día siguiente fuimos al Bishop Museum, el más antiguo y grande de Hawaii (fundado en 1889), con una colección de artefactos pertenecientes a las dinastías reales, pinturas, prendas de ropa, hasta animales disecados (aclaración: no hay víboras en las islas, esto las convierte en mi representación del paraíso, y sin embargo entré, confiada, a la sala de animales, sin temer ni esperar nada, y en la primera vitrina estaba una larga y cabezona embalsamada, ¡ay!, las llamo, las llamo, siempre vienen a mí).

El guía, también orgulloso descendiente de hawaiianos, nos mostró el Kāneikokala, una efigie de piedra y basalto, descubierta por un hombre en Kawaihae, que la soñó (le pedía que la retirara del frío, que la llevara a un sitio cálido). Llegó al museo en 1906 y cuando recientemente, por remodelación, quisieron cambiarla de lugar (tal vez afuera, donde sintiera más calor todavía), la figura había echado raíces tan profundamente que fue imposible desprenderla de donde estaba. Eso también, como muchas otras cosas, me gustó. Me hizo pensar. Le dio más matices a mi ensoñación.

Y ya sólo queda, en Honolulu, cuando fuimos a hacer tiempo a un mall en lo que llegaban unos amigos de Christiana, brasileños afincados en Hawaii. Era sábado a la hora de la comida, hacía tanto calor, yo tenía tan poco dinero, tan nulo propósito, que vagué por los pasillos techados y luego los semi-abiertos, integrados con el estacionamiento, hasta dar con un Barnes & Noble, donde no compré ni leí nada importante, sino que me puse a hojear las People y otras por el estilo. Un mall viejo, aburrido, fétido, la verdadera cara de Honolulu, la ciudad de la que no se escribe, que no se promociona, donde los adolescentes en patinetas o en transporte público llegan a encontrarse con otros adolescentes, entran al cine y comen en el hacinada área de comida, el sitio de encuentro de una parte de la clase trabajadora, de la verdadera población de Hawaii.

Comimos después de esto, a horas de tomar el vuelo de regreso, en un restaurante cerca del puerto. Se descorrieron los últimos velos de la intimidad. Después nadie quería irse y, aunque nos separamos brevemente en el aeropuerto, por nuestras rutas diferentes, ya en las salas de abordaje fuimos a despedirnos de Andi y enfrentamos con resignación el regreso a tierra continental, a la insulsez.

Arcelia me cedió su asiento, junto a la puerta de emergencia, porque estaba en el pasillo, que yo siempre requiero (si es un vuelo largo, porque ay, la vejiga). Era vuelo nocturno, seis horas hasta Phoenix, mucho espacio para mis largos pies, oportunidad invaluable para dormir… y: la perilla del aire acondicionado estaba rota. Y el aire acondicionado, frío más bien helado, salía de ahí en fuertes remolinos que me despeinaban y lentamente me fueron amoratando. ¡Oh, lo que sufrí! La sobrecargo, preocupada por mi ficticia historia de una neumonía recién contraída, recorría el pasillo y volvía cada vez con peores noticias: que no sólo vendían las cobijitas sino que ya no tenían ni una, que no había un solo asiento disponible, que no sabía qué hacer… Hasta que, pasada la medianoche, apareció con una botella de plástico rellena de agua hirviendo y me dijo que la apretara contra el estómago y me hiciera ovillo. Ay, no poseo tolerancia hacia el frío, ¡absolutamente nada! Ahora mismo escribo con dedos entumecidos. Intentar dormir, perder la conciencia, en esas condiciones… A veces me levantaba y caminaba por el pasillo, donde todos dormían, felices y despreocupados, y yo entraba al baño ¡y lloraba como una niña! Y volvía al frío, a la lenta tortura… Llegué a Phoenix con las extremidades agarrotadas, la botella fría entre las manos y un arrastrarse hacia donde hubiera café y un poco de sol. Qué clase de regreso. Del paraíso cálido al frío artificial.

Después México, después The Descendants, los leis que aún permanecen en espera de que los devuelva a otro tipo de tierra, el anhelo, la erosión de la memoria.

Hace unas semanas vino Andi y volvimos a reunirnos. Recordamos anécdotas del viaje y hablamos de otras cosas.

 

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Contra la degradación humana

1.

“Salir a decir que están muertos, sin ninguna certeza, “es una forma descarada de torturar a los padres de familia”, señaló uno de los padres de los desaparecidos.” (La Jornada)

El dolor que no tiene nombre. (El País)
“La desaparición forzada es probablemente la más siniestra forma de violencia. Supone una forma de tortura psicológica para los familiares. Por una parte quieren que aparezca aunque sea muerto y por otra conservan la esperanza de que no aparezca porque tal vez esté vivo y reivindican su vida frente a las autoridades. Es una situación psicológica de doble vínculo en la que cualquier pretendida salida supone un nuevo impacto, y el paso de los días o semanas no hace más que aumentarlo” (Carlos Beristain, psicólogo español).

“En México hay alrededor de 30.000 desaparecidos, según cifras oficiales. Muchos casos no reciben atención mediática. Los más crudos y que salen a la luz, sí la reciben.”

“Beristain expresa el efecto de la desaparición como “una especie de limbo del que ni siquiera se puede hablar. Ni siquiera hay un estatus para ese dolor”. La forma de “sanación”, dice, es la ayuda mutua entre afectados, acompañada por profesionales, e integrada en la búsqueda de justicia. “Lo que necesitan los familiares es la verdad”.”

 

 

2.

En tres ensayos de Margo Glantz sobre la degradación humana en Auschwitz [“La muerte voluntaria”, “Siempre es posible lo peor (políticas de la memoria)” y “Harapos y tatuajes”, todos reunidos en La polca de los osos (Almadía, 2008)]:

“En Auschwitz -el paradigma del campo de exterminio- se afinan otros procedimientos y se alcanza el grado más refinado de la deshumanización, la producción en serie de hombres que han descendido al grado más abyecto de la condición humana“.

(…)

“Auschwitz tecnificó a la muerte, en los campos se hizo posible la fabricación en masa de cadáveres y se acuñó un vocabulario burocrático para referirse a la exterminación”.

Recoge el testimonio de Filip Müller, “sobreviviente de cinco liquidaciones”, que narra lo siguiente en Shoah:

La muerte por el gas duraba de diez a quince minutos.

El momento más terrible era cuando se abría la cámara de gas, la visión era insostenible: la gente comprimida como si fuera de basalto, en bloques compactos de piedra. ¡Cómo se desplomaban fuera de las cámaras de gas! Lo vi varias veces, y era lo más duro de soportar, a eso no se acostumbra uno jamás. Era imposible. Sí, hay que imaginárselo: el gas comenzaba a actuar; se propagaba de abajo hacia arriba. Y en el terrible combate que se entablaba -pues era eso, un combate- la luz se cortaba en las cámaras de gas, estaba oscuro y no se veía nada, y los más fuertes querían subir, subir cada vez más alto. Quizá sentían que a medida que subían, menos les faltaba el aire, podían respirar mejor. Empezaba una batalla y al mismo tiempo todos se precipitaban a la puerta. Era psicológico, la puerta estaba allá y todos (…) se precipitaban hacia ella, para forzarla, era un instinto irreprimible en ese combate de la muerte. Y es por ello que los niños más débiles y los viejos se encontraban abajo y los más fuertes encima. En ese combate de la muerte el padre ya no sabía que su hijo estaba allí, debajo de él.

¿Y cuando abrían las puertas? Caían como bloques de piedra, una avalancha de gruesos bloques precipitándose de un camión (…). La gente quedaba herida, pues en la oscuridad se producía una debacle, se debatían, peleaban. Sucios, manchados, ensangrentados, les salía sangre de los oídos y la nariz.

Cita ahí mismo fragmentos del tratado y confesión que Jean Améry, judío nacido en Viena, escribió en 1976 para explicar su suicidio (Améry fue, con Celan, sobreviviente de Auschwitz):

“Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos humanos no logran -voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o bien a causa de alguna catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días y las cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado. Todos los mandamientos y órdenes de “recordar” y de no “olvidar” que se dirigieron al pueblo judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen convertido en el canon de la Torá…”

Glantz: “La reconciliación entre las víctimas y los verdugos era imposible porque sólo podía proceder de una letargia emocional y de un sentimiento de indiferencia ante la vida, o de una conversión masoquista de una sed de venganza auténtica pero negada (Anissimov).”

“Efectivamente, si el torturado nunca puede olvidar su tortura –Quien ha sido torturado lo sigue estando (…). Quien ha sufrido el tormento, no podrá ya encontrar lugar en el mundo (Jean Améry)-, los otros tienen el deber de recordarla y convertirla en memoria colectiva, como si fuera un nuevo mandamiento.”

 

 

3.

En “La violación: un arma de guerra”, contenido en Ensayos impertinentes (Océano/debate feminista, 2013; escribí una reseña del volumen aquí), Jean Franco analiza (y narra) la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en Guatemala y Perú, en los ochenta y noventa, con el fin de reprimir movimientos insurgentes: el grupo Sendero Luminoso en Perú, a su vez responsable de violaciones y torturas en las comunidades que invadía, y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, conglomerado de grupos guerrilleros de ascendencia rural e indígena cuya persecución inició tras el exitoso golpe de Estado de Ríos Montt.

Uno de los fragmentos más difíciles de leer:

Memoria del silencio (la documentación de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de Guatemala) señaló que la barbarie de las masacres fue de tal magnitud que “a primera vista, podía incluso provocar cierta incredulidad”. Lo que hizo que los acontecimientos fueran verosímiles fue la reiteración del detalle y las exhumaciones de cadáveres, pero también “las imágenes, todavía vívidas en la mente de los testigos -de gargantas cortadas, cadáveres mutilados, mujeres embarazadas con el vientre abierto por bayonetas o machetes, cuerpos ‘sembrados’ en estacas, el olor de la carne quemada y los perros devorando los cuerpos abandonados que no pudieron ser enterrados- y que corresponden a un evento real ” (CEH, Memoria III: 249-250).

“A los niños (“la semilla”) se les mataba azotándolos contra una pared o arrojándolos vivos a las fosas, en donde eran aplastados por los cuerpos de los adultos muertos. El ejército también destruyó lugares ceremoniales y sacó “a más de 80% de la población de sus hogares”. La violación casi nunca fue un acto aislado cometido por una sola persona; eran actos colectivos. Un testigo de Guatemala describe a una mujer que perdió la conciencia y fue violada por veinte soldados: “estaba en un charco de orina, semen y sangre; era realmente humillante, una mezcla de odio, frustración e impotencia” (CEH, Memoria III: 28). A los soldados se les ordenaba matar, torturar y violar como una estrategia aceptada (CEH, Memoria III: 29).

(…)

«”La violencia”, escribe Judith Butler en su libro Vida precaria, es la manera en que “queda expuesta la vulnerabilidad humana primaria ante otros seres humanos en su versión más terrorífica, una manera de ser entregados, sin ningún control, a la voluntad de otro, una manera en que la vida misma puede verse suprimida por la acción intencionada de otro” (Butler 2004: 28-29). A la luz de la reciente violencia global, Butler pregunta: “¿Qué cuenta como humano? ¿Las vidas de quiénes cuentan como vidas? ¿En dónde son unas vidas más dignas de duelo que otras?” (Butler 2004: 29). La pregunta fue formulada de distinta manera por Solomon Lerner en su presentación del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Perú en 2003: “¿Qué nos dice acerca de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que 35 mil de nuestros hermanos están desaparecidos sin que nadie los eche de menos?”. Y, podríamos añadir, ¿qué nos dice que tantas “hermanas” hayan desaparecido o sido atacadas en su persona? ¿Pueden “la verdad” y “la reconciliación” reparar las ruinas de tantas vidas…?»

 

 

4.

Fragmentos de la declaración de Murillo Karam el 7 de noviembre:

“Incluso se encontraron restos que correspondían a mujeres, mientras que el grupo de estudiantes normalistas de Ayotzinapa estaba constituido sólo por varones, hechos de los que se ha iniciado una investigación y en este momento ya podemos determinar que policías municipales de Iguala se encuentran involucrados en el homicidio de estos cuatro cuerpos identificados en las primeras fosas de Cerro Viejo.

(…)

“Los documentos, los detenidos, perdón, señalan que en ese lugar privaron de la vida a los sobrevivientes y posteriormente los arrojaron a la parte baja del basurero, donde quemaron los cuerpos; hicieron guardias y relevos para asegurar que el fuego durara horas, arrojándole diesel, gasolina, llantas, leña, plástico, entre otros elementos que se encontraron en el paraje. El fuego, según declaraciones, duró desde la media noche hasta aproximadamente las 14 horas del día siguiente, según uno de los detenidos y otro dice que hasta las 15 horas del día 27 de septiembre.”

(…)

“A decir de los peritos, el alto nivel de degradación causado por el fuego a los restos encontrados, hace muy difícil la extracción de ADN que permita la identificación, sin embargo, no agotaremos esfuerzos, no los escatimaremos hasta agotar todas las posibilidades científicas y técnicas. Los peritos, tanto de la Procuraduría General de la República como los forenses argentinos en un esfuerzo exhaustivo, continuarán sus trabajos hacia la identificación.”

 
5.

Stefan Gandler, en El discreto encanto de la modernidad (Siglo XXI Editores/UAQ, 2013):

“El siglo XX no ha sido, como se puso de moda afirmar con ingenuidad o con intenciones abiertamente derechistas, tan terrible por los “grandes relatos”, lo que quiere decir los grandes sistemas ideológicos, sino lo fue más bien por la brutalidad que se vivió en este siglo, en el cual millones fueron reducidos a su pura presencia física y asesinados como muñecas (Puppen), como solían llamar los nazis a sus víctimas y victimados.

“La reideologización de los conflictos sociales, es decir, la reconstruida capacidad de percibirlas como tales, será el primer paso para poder parar la actual ola de violencia criminal, es decir apolítica, que está dañando a los habitantes de México y del mundo en general.”

 

 

6.

Después, un poema de Primo Levi, traducido por la misma Glantz:

Tú que vives en calma

bien abrigado en tu casa,

Tú que encuentras,

cuando de noche regresas,

la mesa puesta, rodeada de rostros amigos.

Considera si esto es un hombre:

El que sufre en el lodo,

el que no conoce el reposo,

el que pelea por un mendrugo de pan,

el que muere por una insignificancia.

Considera si esto es una mujer:

la que ha perdido sus cabellos y su nombre,

y hasta la capacidad de recordar,

los ojos vacíos y el seno frío

como una rana en el invierno.

No olvides que esto sucedió.

No, no lo olvides:

Graba estas palabras en tu corazón,

piensa en ellas, en la calle

en la mañana, por la noche

repítelas a tus hijos

O si no que tu casa se derrumbe,

que la enfermedad te haga sucumbir

y que tus hijos te abandonen.

 

 

Jueves, transcribir

Subrayados (reacomodados) de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke:

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(Ser amada quiere decir consumirse en la llama. Amar es brillar con una luz inextinguible. Ser amado es pasar, amar es permanecer.)

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Quizá. Quizá sea nuevo que superemos esto: el año y el amor. Las flores y los frutos están maduros cuando caen. Los animales se huelen, se encuentran entre sí y están contentos. Pero nosotros, que hemos proyectado a Dios, no podemos terminar de estar dispuestos. Relegamos nuestra naturaleza; aún necesitamos tiempo. ¿Qué es un año para nosotros? ¿Qué son todos los años? Incluso antes de haber comenzado con Dios, ya le rogamos: Haznos sobrevivir esta noche. Y después las enfermedades. Y después el amor.

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Los que son amados llevan una vida difícil y llena de peligros. ¡Ah!, ¿por qué no se sobreponen para amar a su vez? Alrededor de las que aman no hay más que seguridad. Nadie lo sospecha y ellas mismas no son capaces de traicionarse. En ellas el secreto se ha hecho intangible. Lo clamorean entero como ruiseñores, y no se divide. Su queja no se refiere más que a uno; pero la naturaleza entera junta su voz: es la queja por un ser eterno. Se lanzan en persecución de aquel que han perdido, pero desde los primeros pasos le han adelantado y no queda ante ellas más que Dios.

**

Sólo mucho más tarde recuerda con qué firmeza había decidido entonces no amar nunca, para no colocar a nadie en esta situación atroz de ser amado. Años más tarde se acuerda, y como los demás proyectos, éste también ha sido irrealizable. Pues ha amado y aun ha amado en su soledad; siempre malgastando toda su naturaleza, y con un terrible temor por la libertad del otro. Ha aprendido lentamente a hacer pasar los rayos de su sentimiento a través del objeto amado, en vez de consumirle.

**

Un amor semejante no tiene necesidad de respuesta, contiene el reclamo y la respuesta; se otorga a sí mismo.

 

(después)

 

Hacen bien en limitarse a tomar nota de ciertas cosas que no pueden cambiarse, sin deplorar los hechos ni siquiera juzgarlos. Así fue como me representé claramente que yo no sería jamás un verdadero lector. Cuando era niño consideraba la lectura como una profesión que era necesario asumir, más tarde, un día, cuando llegara el turno de las profesiones. A decir verdad, yo no me representaba exactamente cuándo llegaría esto. Pensaba que se manifestaría una época en la que la vida se abatiría de cierto modo y no vendría más que desde fuera, así como antes venía de dentro. Me imaginaba que entonces se haría inteligible, fácil de interpretar e inequívoca.

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Diré en honor mío que he escrito mucho en estos días; he escrito con un ardor convulsivo. Sin duda, al salir, no pensaba con gusto en el regreso. Incluso di unas vueltas y perdí así una media hora, durante la cual podría haber escrito. Concedo que fue una debilidad. Pero, en cuanto estuve en mi habitación, no tuve nada que reprocharme. Escribía, tenía mi vida, y lo que estaba al lado era otra vida, con la que yo no compartía nada: la vida de un estudiante de medicina que prepara su examen.

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…No estoy lejos de creer que la fuerza de su transformación consistió en no ser ya el hijo de nadie.

(Ésta es, en definitiva, la fuerza de todos los jóvenes que se van.)

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Pero ahora que todo se hace diferente, ¿no ha llegado la ocasión de transformarnos? ¿No podríamos tratar de desarrollarnos algo y tomar poco a poco sobre nosotros nuestra parte de esfuerzo en el amor? Nos han evitado toda su pena, y así es como se ha deslizado hasta nosotros entre las distracciones, como a veces cae en el cajón de un niño un trozo de encaje fino, y le gusta, y deja de gustarle, y queda allí entre cosas rotas y deshechas, peor que todo lo demás. Estamos corrompidos por el goce superficial, como todos los “dilettanti”, y rastreamos tras el dominio. Pero, ¿qué sucedería si despreciásemos nuestro éxito? ¿Qué, si comenzásemos desde el principio a aprender el trabajo del amor que ha estado siempre hecho para nosotros? ¿Qué, si regresásemos y fuésemos principiantes, ahora que tantas cosas se disponen a cambiar?

**

He rezado para volver a mi infancia, y ha vuelto, y siento que aún está dura como antes, y que no me ha servido de nada envejecer.

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Pensaba sobre todo en la infancia, y cuanto más reflexionaba con calma, más inconclusa le parecía. Todos sus recuerdos tenían la vaguedad de los presentimientos, y el hecho de que fueran pasados los hacía casi pertenecientes al porvenir.

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Javai-í II

Pero yo no había terminado el texto. Me faltaban, calculaba, unos tres o cuatro párrafos (incluyendo aquel donde, a mi juicio, debía estar el “chispazo final”, la “conclusión demoledora” o, al menos, en un par de líneas, la idea general del texto). De todos modos disfruté del luau que nos dieron en Kā’anapali Beach, pues caía el sol, había buena comida (un cerdo entero asado, “estilo luau”; muchos tipos de pescado, el puré de taro llamado poi, etc.), abundantes mai-tais, música y bailes. Los bailes eran dulces e hipnóticos. Me dijeron que los Hula dancers eran estudiantes de una academia de por ahí; había dos, una muchacha de pelo larguísimo y un cejoncito de gesto chistoso, que sobresalían, que brillaban. Resultaba fácil perderse en sus movimientos, cadenciosos, miméticos con aquello de lo que se canta (el movimiento de las olas, del viento, de la luz) y hasta eróticos, un erotismo libre de todo tabú. Mientras tanto Andi nos contaba cosas, nos venía contando cosas desde la tarde, y la razón por la que sabía tanto sobre Hawaii me gustaba (ella es argentina). Para ganarse la cuenta de Hawaii en Latinoamérica, había tenido que hacer un examen teórico, dificilísimo, para el que debió memorizar geografía, historia, leyendas, infraestructura turística, logística de viajes, etcétera. Sacó, de los 80 puntos requeridos, 99 limpios. Llevaba un mes allá y sabía mucho sobre las islas, pero también iba descubriendo nuevos aspectos cada día, y para mí era como asistir a un proceso de reconocimiento, ¡de enamoramiento incluso!, de una persona con un lugar. Alguien que nos traducía todo lo que veíamos y que a la vez vivía un proceso personal e íntimo, de conexión profunda con una cultura, que es eso, un lento enamoramiento, un enamoramiento que me gusta, que encuentro familiar.

También es triste reconocer la razón del luau. Esa bienvenida o “introducción” amigable a la cultura hawaiiana, fabricada para los gringos del mainland, que llegan a las islas como si llegaran a un país extranjero. La manera en que la cultura netamente polinesia ha sido interpretada para su mejor comprensión. El aire de cabaret tropical en el ambiente.

¿Y qué? De cualquier manera es bello. De cualquier manera te dejas seducir.

Pero a las nueve ya cabeceaba.

Además, a las dos de la mañana llegaría una camionetita por nosotras para subir al Haleakalā, donde observaríamos el amanecer. A LAS DOS DE LA MADRUGADA.

Subí al cuarto, me eché agua en la cara, me senté en la mesa junto al balcón (el “lanai”), y me puse a escribir. No sé cómo escribí. No sé de dónde salió. Los ojos se me cerraban. Pero estaba acorralada. La obligación y la urgencia, sin embargo, me soltaban la pluma. Un párrafo, luego dos, luego tres, luego el cierre que imaginaba, sin florituras, y el anhelado punto final. Envié el texto cerca de las once, me dormí dos horas con la luz prendida, y me desperté con un cansancio tan bruto que hasta alucinaba bajo la regadera.

Pero estaba libre, al fin. Podía entregarme a Hawaii. Aquello me animaba, hacía menos intolerables las muchas horas despierta.

Andi nos había recomendado “pedir prestada” la cobija de la cama, pues en la cima del Haleakalā las temperaturas descienden bajo cero. ¿Pero qué tomé yo? La colcha. Una colcha que mediría unos tres metros. Que hice bola y arrastré hasta la camionetita, donde ya iban algunos turistas desmañanados.

(Además de Arcelia, Gretell, Andi y yo, iba también Cristiana, una periodista brasileña que llegó en un vuelo posterior).

Pues fuimos. El chofer hablaba y hablaba por el micrófono; de chistes, de Hawaii y de su propia vida. Su historia era la misma de casi todos los que se emplean en la industria turística hawaiiana: un mainlander que vino de vacaciones y no se quiso ir, o que al volver al continente hizo todo lo posible para mudarse a Hawaii de manera definitiva. Al principio puso el aire acondicionado y yo me envolví en la colcha y me quedé dormida; luego el calorcito en el ambiente (era la calefacción) y las curvas me despertaron. Miré por una ventana y vi el extremo de una carretera estrechísima en las faldas de una montaña, y abajo, muy abajo, como si voláramos en un avión, lo verde, lo café, las luces, el borde redondeado del mar.

Bajamos de la camionetita y nos golpeó un viento helado. Había ahí, detrás de un mirador, un cráter. En una hora amanecería. Nos quedamos sobre piedras grandes y afiladas, mirando los colores cambiantes del cielo. Claro, la gente hablaba. La gente sacaba fotos. La gente se reía. Pero de todas maneras era un espectáculo bellísimo y contrastante; la luna llena seguía arriba, a nuestras espaldas, y debajo de ella había una mancha blanca apenas dibujada entre bruma azul, que descubrí después era su propio reflejo sobre el mar, a esa hora del mismo color del cielo.

La alineación de las estrellas, dos puntos brillantes en el horizonte. Las figuras geométricas que formaban las nubes, pintadas de negro, semejantes a cordilleras. El naranja, el morado, el rojo sangre, el azul. La corona amarilla; los haces de luz, gruesos y perpendiculares, como en los diseños japoneses. ¡Un canto hawaiiano! Un súbito momento de silencio. Mirar a Andi, adivinar lo que pensaría. Una mainlander (una far-far-away-lander) que acaricia el proyecto del exilio.

Después vagamos entre los caminos, el observatorio y los miradores de la cima. Yo arrastraba, como una cola de novia, mi colcha sucia de tierra.

Un paisaje lunar. Un frío atroz. En pleno Hawaii.

Me gustaba eso. Me gustaba todo lo raro.

El resto del día lo pasamos en Maui; comimos, paseamos, nadamos en la playa enfrente del Kā’anapali y al romper la tarde nos subimos a un barquito con estructura de canoa polinesia, que atracaba en la playa y al que había que subirse desafiando las embestidas de las olas. Allí arriba tan sólo recorrimos el contorno de Maui, observando las islas de Moloka’i y Molokini a lo lejos. De la primera, santuario de aves donde, en los mil ochocientos, en el reinado de Kamehameha IV, los leprosos eran enviados para suicidarse entre los acantilados. Molokini, la más pequeña de las islas de Maui, con forma de media luna. Otras que no veíamos: Lanai, una isla privada (el 98% le pertenece al fundador de Oracle). Hay un Four Seasons allí. Kaho’olawe, una isla “prohibida” en la que se hicieron experimentos con armamento. Hay una lista de espera de tres años, para limpiarla. Como voluntario. Otra isla, un nombre que escribí mal en mi cuaderno, en la que viven los descendientes de la realeza hawaiiana, en aislamiento.

Ya me había contagiado de este virus. Esta cosa. Hawaii.

A las ocho de la noche subí a dormirme. Dormí de corrido hasta las seis de la mañana. Desperté descansada y de buen humor.

Desperté, creo, feliz.

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Estado de la cuestión

Aquí debería ir lo de Hawaii. Pero luego, hay tiempo. Necesitaría, más bien, desprenderme de otros pensamientos. Por ejemplo, la seducción de escribir aquí, con rapidez y desahogo. Si se relaciona con el hecho de que es público e instantáneo. Si es cierto que podría recuperar (pero para qué) el tono que tenía antes, en mi otro blog, de jojojo y estupideces, ese blog que sin querer revisé hace rato, hasta sonrojarme (editando, borrando, pretendiendo que todo eso no existió y también, claro, recordando) (personas, caras, anécdotas, sentimientos) (tal vez por eso la necesidad de consignar, de fijar).

Y las opiniones idiotas. Y la ignorancia. Y la caricatura. Y el barroquismo. Y la juventud. Y el humor autodenigrante (y repetitivo). ¡Ay! Tengo diarios desde la niñez, todos separados de sí mismos, todos diseminados en distintos soportes (en cuadernos, en máquinas de escribir, en .docs, en posts), todos más o menos con la misma cosa, el mismo núcleo.

No se puede aprender a escribir, se dice. No se puede enseñar a alguien a escribir. Pero eso es cuando existe un tercero concreto, con actitud pedagógica. La idea es que cada vez se debe escribir mejor, con más claridad, con más inteligencia, con más originalidad. Con mayor dominio de recursos. Con mejores reflexiones. Con…

 

 

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Javai-í I

Traje un café de Hawaii. Es un café de Waialua, al norte de Oa’hu. Es un arabica no demasiado especial, no de importación, como es, en cambio, el que proviene de Kona, en la isla de Hawai’i (la Big Island). Pero no compré del otro, del verdadero, por motivos tan diversos y tan estúpidos como la postergación, la esperanza de una mejor oportunidad en el futuro, porque no había tiempo o no tenía suficiente efectivo, porque quería esperar a sentir la partida ineludible. Sin embargo logré llegar con éste, que no es un café mediocre: es suave, achocolatado, frutal a veces, de buen cuerpo y color. Y entonces, la noche que llegué, o tal vez la siguiente, nos pusimos a ver The Descendants, porque yo seguía con el vacío y la nostalgia, con una sensación de haber sido abruptamente arrancada de un lugar en el que me sentía muy bien, en el que todo se borroneaba, se hacía impreciso, estaba lejos y adquiría significados más simples. Y mientras la veíamos (ya la había visto, con otras opiniones) bebíamos el café y comíamos también un chocolate, con nueces de Macadamia, de Big Island Candies. Mis leis empezaban a secarse. Los otros, de conchitas y semillas, unos ligeros y otros pesados y olorosos, permanecían sin acomodo sobre el mueble de la tele. También perdería el bronceado, el cansancio del viaje, la idea general de Hawaii (de Javai-í, la pronunciación nativa, difícil para mí, que ensayaba repitiendo en voz baja durante algunos trayectos). Pronto empezaría a perder a Hawaii.

Quedan las ideas resumidas. Pero a la vez sé que puedo sumergirme más, recoger algo con la enumeración y la descripción. Porque todo empezó mal, con incertidumbre grande, con pendientes graves, con poca información. El fin de semana inmediatamente anterior (saldría el lunes) tuvo dos momentos infernales, de mirar el abismo. Además, tenía trabajo pendiente. Un texto pendiente. Que es la peor forma del trabajo pendiente. No logré terminar. El domingo, sin haber dormido casi, pedí el taxi para las 4:40. Desperté tras una hora de sueño inquieto. Me bañé. Todo dolía. A las 4:45 el taxi no llegaba. Llamé. No había quedado registrado. Pedí otro. Lo buscaron. La grabación eterna de Taximex. Sólo tenía los datos del vuelo y probablemente lo perdería.

Pero no lo perdí. Alcancé a desayunar algo en el aeropuerto. Llegaría primero a Phoenix. El avión estaba semivacío. Sabía que irían dos reporteras mexicanas, pero no las reconocía. Debía trabajar. Pero no trabajé. Me quedé dormida. Allá, tres horas después, llovía. Por los ventanales de la terminal se veía el cielo gris, triste, cubriendo con nubarrones las montañas de Arizona. Por fin las encontré. Gretell y Arcelia. Nos sentimos más seguras juntas. Esperábamos que hubiera alguien en Maui, a donde ahora volaríamos, después de almorzar un sándwich con huevo en la atestada sala de espera. Fuimos las últimas en abordar. El avión iba lleno y estaba dividido en muchas clases: yo iba en la cola, en el último tramo de asientos, en un feliz pasillo, pero cortándole el paso a una pareja de novios o recién casados, rubios y gruesos, que hablaban entre sí en un idioma que sospecho era polaco. Me puse a escribir, primero en mi diario de los tulipanes y luego ya, en plan concentrado, en la compu que llevaba para tal fin. No había prórroga posible. El texto debía salir. Yo, que me había tardado semana y media en pergeñar unos párrafos (que había escrito muchos, en realidad, que fui desechando todo el tiempo), redacté más por oficio que por gusto, procurando alguna calidad pero con el alma entrecortada. A veces ella quería ir al baño, a veces él, o pedían café con azúcar y crema, o jugo de manzana, o jugaban con sus tabletas, o hablaban en el idioma indescifrable, y cada vez que querían salir yo debía salir también, cargando el librito, la compu, el cuaderno, la pluma, la chamarra y el vaso con café -negro, simple, sin azúcar-.

Seis horas y media después arribamos. Hacía calor. Eran las dos de la tarde, cinco horas menos que en nuestro organismo. El aeropuerto de Maui tiene grandes tramos al aire libre, con techos de dos aguas y vigas de madera, y al salir del túnel una chica morena de ojos almendrados nos puso un lei encima. La seguimos por los anchos e iluminados pasillos, hasta dar con Andi. Ella era la salvación. El itinerario por escrito. La seguridad de que el viaje se llevaría a cabo como estaba estipulado, con horarios y actividades definidas y relaciones públicas ineludibles. Andi nos dio unas bolsas de playa con agua, con chocolates, con las papitas oficiales de Maui. Luego nos subimos a una camioneta y la camioneta tomó una carretera, que corría junto al agua, que a veces se convertía en arena, y de la que salían árboles torcidos, verdes pero no frondosos, y las olas recalaban ahí mismo, y después estaba el mar, el profundo océano Pacífico, de un azul distinto al que yo conocía, y del que, no tan lejos, emergían grandiosas yemas de tierra. Otras islas.

Nada se le parece, pensé. No había visto algo similar, pensé. La carretera perfecta, nueva, agringada, cortando el paisaje volcánico.

En Kā’anapali Beach conocimos a Kalani, descendiente de hawaiianos, que nos mostró el hotel más hawaiiano de Hawaii, con un estilo sencillo de edificios chaparros con balcones, con alberca de riñón, y mucho pasto verde donde no hay reglas, donde a nadie le importa nada, donde puedes mover los objetos a tu gusto y, preferentemente, no pasar nada de tiempo ahí, pues todo está afuera, en el agua, en la playa, en los volcanes, en los parques nacionales. Nos cambiamos de ropa y bajamos para beber mai-tais y dejar que una hermosa hula girl nos pusiera un tatuaje de tinta temporal en el brazo y lanzar una piedra redonda entre dos pedruscos que semejan una portería y caer, pronto, sin prisas, como quien cae en un sueño, en el sueño de Hawaii, en el espíritu del aloha, en todo lo que es bello y limpio y lejano y exótico, como en cualquier otro sueño.

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