Sueño septembrino

Que le falta asiduidad a esto. Sal. Carnita. O sea, que era graciosa. Juvenil, adolescente. Pueril, vamos. Pero antes, en tiempos pasados.

El domingo soñé que estaba en la selva, o en el mar, y había un río y sobre el río unas sillas voladoras, como de juego mecánico, en las que la gente se sentaba y se abrochaba un cinturón. Entonces yo me sentaba, sin abrocharme el cinturón, y un señor apretaba un botón o jalaba una palanca o en realidad no sé, sólo tengo la idea de que él accionaba el mecanismo, y las sillas daban vueltas, muchas vueltas; la sensación física del jalón era intensa, realista, y mientras iba en eso me daba cuenta de que tenía un bebé en el regazo, un bebé pequeñito, feo, rosado, con el pelo enmarañado pegado a la mollera, húmeda de tanto sudar y llorar, y entonces yo intentaba sujetarlo para que no se me cayera, pero el jaloneo era poderoso; yo no podía decirle al señor que se detuviera, de manera que agarraba al niño de la cabeza, como si fuera un pedazo de hule.

El bebé seguro era el que venía en el camión de Polo al DF. Un bebé llorón, un poquito feo, de pelo chinito y húmedo y pegado al cráneo rosado, al que su mamá envolvía y desenvolvía en una cobija violeta (lila, malva, purpúrea).

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Buenos Aires, otra vez

**5 de septiembre**

No acepto la idea. Too good to be true. No la acepto. Más hoy, que todo se formalizó. Que hay un papel, una firma, una cifra, un correo electrónico de emergencia.

Los días han tenido una incómoda cualidad de sueño. Despierto y me duermo, todo sigue igual o parecido, tengo incluso otros sueños, algunos extraños y otros cristalinos, y mientras tanto la idea va adquiriendo solidez, se hace más verdadera, empieza a ramificarse en posibilidades y cuestiones prácticas. Aquello soñado se vuelve realidad.

Durante el periodo de incertidumbre había otras cosas en las que pensaba. Un anuncio publicitario que veía siempre en un andén de metro Chapultepec y que me irritaba en extremo (ya lo quitaron). Era de salchichas Fud. Una familia fresa: la mamá, los dos hijos rubios, comiendo productos Fud, con la mirada fija en algo que no aparece en la foto pero que seguramente es la tele, capturados en un momento de suma naturalidad, a medio bocado, el cuerpo sin tensión, sin pose, hasta un gesto estúpido de pronto, el gesto del que mira embobado una pantalla, sobre todo en la mamá, una mujer atractiva de ojos verdes. Lo poco que se ve de la casa es que hay un sillón, una lámpara, unos libros, unas cortinas bonitas. Y arriba, sobre sus cabezas, con letras blancas, “nos encanta ayudarte a consentirlos”.

(Todo esto en el andén de metro Chapultepec, a las 6 pm en promedio, que es cuando indefectiblemente me encuentro ahí, en hora pico, después de tomar un camión en Palmas, mientras espero el tren hacia Balderas, donde  transbordo.)

Así que obviamente voy a despreciar esto.

Obviamente voy a tener mucho tiempo para ver el anuncio, día tras día, y pensar en él. El doble mensaje de hacer pasar por mimo un alimento de desecho (pero práctico) que es usado por madres solteras o madres que trabajan (quienes son las verdaderas interlocutoras: el anuncio estaba al final del andén, donde paran los vagones exclusivos de mujeres), y el de exhibir el privilegio como algo asequible, como algo común a todos.

Hay otra publicidad, pero del STC mismo, donde se anuncia con gran orgullo que en el metro viajan todos, que el metro es diverso. Y en la imagen se observa, al momento de salir de un vagón repleto, a una mujer indígena, a una mujer enana, a un chavo banda, a una embarazada, a otras personas. Lo diverso es, esencialmente, lo marginal. Lo marginal puebla el metro.

De todas formas, cuando yo veía el anuncio, sabía que algún día dejaría de hacer ese trayecto, pues tenía una esperanza, y detrás de ésta un plan, y éste, a su vez, había sido fraguado hace años. Que otras circunstancias, después, algún tiempo después, me permitirían adquirir nuevas condiciones de existencia.

Poseo la necesidad -o el sueño, ya no puede verse como otra cosa- de los que desean dedicarse a escribir. Y además la quería a ella. Por muchas razones intelectuales pero también por algunas sentimentales. Pues ahora es realidad. Ambas cosas. Estaré allá, en Buenos Aires, para pensar. Para estudiar. Para escribir. ¿Es acaso real? ¿Debo aceptarlo de buenas a primeras y alegrarme y pensar que bueno, que era lo justo? Esto de lograr salir del vagón anegado, al menos durante un par de años. Integrarme a uno de los últimos reductos de libertad intelectual (eso es, en mi actual fantasía, la academia, por lo menos una parte de ella). Irme, mientras todo acá continúa. Mientras la fuerza laboral, entre ellos mi papá, por ejemplo, continúa haciendo el largo, atiborrado, incómodo trayecto. Resulta que no, que no es sencillo. Entonces se vuelve como un sueño raro, una sensación discordante entre lo que asumo como realidad (la vigilia) y aquello que no puede ser posible (y que tampoco creo merecer, como siempre).

**19 de septiembre**

Pero ahora han pasado algunos días y muchas cosas en medio. Por ejemplo: fui a Hawaii. Pero por el trabajo, porque trabajo en una revista de viajes. Lo cual está muy bien, porque puedo viajar y además en condiciones inaccesibles para mi sueldo y lugar en el mundo. Pero eso terminará en unos meses.

(Hawaii fue espléndido. Me dejó con un vacío y un anhelo. Después escribiré de eso, existe la necesidad de fijarlo.)

La sensación de sueño se ha desvanecido un poco. Ahora mi cabeza está ocupada en otros temas. Todo sucede de repente. Se hacen patrones como de bordado.

El jueves 4 murió Cerati. En la oficina sabían que yo amaba a Cerati. Yo decía, con ligereza, pensando que no iba a pasar, que el día que él muriera yo no iba ir a trabajar. Y un compañero respondía que entonces iba suceder mientras estuviera en la oficina. Lo cual sucedió. Me encontraba relativamente concentrada, escribiendo un artículo sobre California (porque también fui a California, una semana, antes de lo de Hawaii). Una vez confirmada su muerte, me levanté de mi lugar y me encontré con una amiga frente al elevador, bajamos en silencio, nos pusimos debajo del techito de un edificio de Palmas, prendimos un cigarro y estuvimos ahí sin decirnos nada. Habíamos compartido tanto a Cerati, de tanta formas y siempre en relación a un sentimiento intenso o una emoción nueva y tal vez transitoria. Yo traía puestos los lentes de sol, que me protegían de la vergüenza de llorar. Después nos sentamos en un chipote de cemento y lloramos juntas, cada vez más abiertamente. Nos abrazamos. Nunca me había pasado algo similar. Ese duelo extraño. Solitario. Pero compartido.

Llegué a mi casa y me puse a llorar. Después me bañé y fui a una fiesta. No se habló de Cerati allí. Tomé un poco. Cuando regresé, venciendo el temor de volver a escucharlo, puse el último concierto de Soda (ni siquiera mi favorito, siempre lo preferí en solitario, su trabajo como solista, pero este concierto, con sus despedidas y sorpresas, quizá sea el documento más emotivo al respecto). Volví a llorar. Creo que fue Calamaro el que dijo que había llorado como un niño al enterarse, y sin saber esto aún, lloré otra vez como niña, con abandono, con absoluto abandono.

Aquel periodo de incertidumbre no se reducía a los tres meses antes de confirmar que me iría a Buenos Aires, sino que iba más atrás, mucho tiempo atrás, tal vez desde 2010. Pero mucho más intensamente desde hace un año. Que fue cuando empecé a escuchar la obra de Cerati con atención, con devoción. Era un refugio. Y la admiración, la maravilla ante el arte que no puede replicarse, el reconocimiento del artista que crea con talento, con medios, con perfectas condiciones, con eco múltiple. La escritura, las palabras, el idioma maleable. Buenos Aires. Su Buenos Aires. Ir ahora allá, cuando no esté más. La pérdida.

Descubro que aquello aún no tiene sedimentos. Todavía no puedo consignar este hecho.

Queda sólo esto. Marzo, Buenos Aires.

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Orange is the new black, una telenovela que es una droga

La última escena que Orange is the new black nos suministró en su primera temporada, hace un año, se interrumpía a la mitad de la golpiza brutal que el personaje principal, Piper, le propinaba a una secundaria maligna, Pennsatucky. Era un final telenovelero, lo que los estadounidenses llaman un cliffhanger, que obliga a imaginar numerosas posibilidades y variaciones, y que garantiza la fidelidad e interés del espectador en el siguiente capítulo.

La esperada “solución” apareció, con el resto de la segunda temporada, en junio pasado. Trece horas –su duración total– después de liberada en Netflix, ¿cuántas personas la habían visto de principio a fin? Inventemos una cifra a la segura: millones.

El motivo fundamental de este éxito, la razón más objetiva y desapegada tras su encanto de oropel, es que Orange is the new black es excelente. Es una droga que consumes porque es excelente. De haber podido eludir la oficina y otras obligaciones, la habría consumido de golpe, sin mediación alguna, en una sobredosis de Litchfield y compañía que me habría dejado mareada y ansiosa pero (de momento) feliz.

Piper Chapman es la protagonista de la serie pero a la vez no tanto. De pronto es molesta o rodeada de personajes aburridos (su prometido, su mejor amiga); la preeminencia de su enfoque narrativo es más bien un mecanismo para acercarse a las historias, mucho más ricas, de las mujeres que cumplen una condena en Litchfield, la cárcel donde se desarrolla la trama.

La serie original de Jenji Kohan (Weeds), basada en el libro de Piper Kerman, es una comedia pero no del todo. Su mérito no está en representar individuos de variado talante, estrato social o mezcla racial (Ross, en Friends, alguna vez tuvo una novia negra), darles antecedentes narrativos, adjudicarse una perspectiva amplia gracias a su presencia, sino en despertar empatía en el espectador, que termina amándolos de verdad. Ya no puedo pensar en unamamushka rusa sin pensar en Red, no puedo escuchar la voz rasposa de Natasha Lyonne (Nicky, exadicta a la heroína, mujeriega oficial de la prisión) sin reírme por pura asociación; cualquier cosa buena y dulce de la vida me trae a Poussey a la memoria, su sonrisa grande y contagiosa, su cara bellísima e inocente. A veces pienso en Uzo Aduba por el puro placer de pensar en Uzo Aduba, en su excentricidad y en la forma en que recita a Shakespeare (Uzo interpreta a Suzanne Warren, apodada Crazy Eyes por su mirada y por cierta forma intensa de entender la realidad, con lo que demuestra un enorme dominio de sus recursos actorales). También me hacen reír Big Boo, Cindy Black, Brooke Soso, Mendoza, las chicas de la lavandería, Yoga Jones, el administrador Caputo, la guardia llamada Susan Fischer. Me conmueven, a su modo, los personajes de Taystee, Sophia, Morello, Watson.

Dudo, después de listar sus nombres, agregar su identidad más “esencial”: dyke, negra, asiaticoamericana, hillbilly, transexual, anciana, latina. Cuando apareció el año pasado, esta parecía la carta más fuerte de Orange is the new black: la manera en que subsanaba un vacío de representación racial, sexual, de edad. Un show que contaba con una mayoría abrumadora de mujeres y, sobre todo, que hablaba de las relaciones entre mujeres (de carácter tanto filial como sexual, de amistad o rivalidad, de complicidad o de explotación). Sin embargo, lo más interesante era el modo en que estas mujeres se revelaban: con aristas y momentos inesperados, con gestos lo mismo emotivos que abyectos, con la capacidad de mostrar no morales ambiguas sino temperamentos con muchas capas de profundidad. “Malos” con gestos enternecedores (un Pornstache enamorado), “buenos” con aspectos desagradables (Sophia Burset o la hermana Ingalls: adorables dentro de la cárcel, poderosas por medio de la bondad y no del abuso, pero narcisistas o egoístas en libertad). Personajes que obligaban al espectador a cuestionar su propia identidad, a preguntarse cuál sería su lugar en prisión, si formaría parte de las líderes o de las sometidas, de las optimistas o de las derrotadas, a qué cofradía pertenecería, bajo qué identidad se le reduciría.

El formato de comunidad cerrada, de pueblo chico o microcosmos, genera una narrativa arriesgada, con muchas fuerzas en tensión y destinos interconectados. Si la primera temporada planteaba las circunstancias, la segunda se siente confiada y agrega un elemento disruptivo con la llegada de Vee, figura matriarcal que se va revelando poco a poco como antagonista verdadera. No es casualidad que la temporada inicie con los flashbacks de dos niñas –Taystee y Suzanne– que a la larga terminarían por ser las que más sufrirían el carácter manipulador de Vee. La figura de la madre es el tema principal de esta segunda parte: la madre como anhelo o vacío, la madre sustituta, la madre enemiga, la maternidad como obligación y destino. La mayoría de las mujeres en Litchfield tuvo relaciones difíciles con sus madres, y allá dentro se buscan o se afirman, forman lazos que las circunstancias ponen en conflicto una y otra vez; cuentan, únicamente, unas con otras. Como prueba está que el peor lugar al que pueden caer es la unidad de reclusión, donde se encuentran temporalmente expulsadas de la red humana que les permite sobrevivir.

Orange is the new black es compasiva pero no se engaña respecto a su tema, que es la vida al interior del sistema carcelario de Estados Unidos, el país con mayor población prisionera del mundo, un modelo donde abundan la explotación, la corrupción, la segregación y las injusticias legales. Finalmente, no intenta justificar a sus personajes, convertirlas de un brochazo en víctimas, pero comprende, desde una firme postura política, las circunstancias materiales que las vuelven blanco fácil de una vida en prisión. El enemigo real pero invisible, aquel al que las reclusas se refieren constantemente, es El Sistema. Es la necesidad de Daya Díaz de tener sexo con el detestable guardia de seguridad Pornstache, las regaderas rebosantes de mierda, la separación arbitraria de una madre de su bebé, la “liberación humanitaria” de una mujer que sufre demencia senil, el cáncer incurable (e impagable) de Rosa. Emily Nussbaum, crítica de The New Yorker, escribió a ese respecto: “Orange is the new black echa luz sobre la injusticia a través de historias tan brillantes y luminosas que sencillamente no puedes ignorarlas.”

Mientras se adentra en la vida de cada uno de sus personajes (nos enteramos incluso del drama de Fig, la administradora de la prisión), Orange is the new blackcomparte rasgos con la novela realista, por ejemplo, la tendencia a zambullirse en monólogos interiores. Brilla cuando reúne en un gran montaje a todos los involucrados y entonces el caos se vuelve fiesta; ejemplo de esto último es la celebración de San Valentín –uno de los episodios más conmovedores de la segunda parte, gracias a las particulares definiciones del amor que comparten las reclusas–. Provoca risas de complicidad con algunos chistes elaborados, como cuando Larry dice que se formó dos horas para conseguir un “bagnut”, mezcla de bagel y dona, trasunto del infame “cronut” (mezcla de croissant y dona) que el año pasado generó filas imposibles en una pastelería de Nueva York.

De pronto, Orange is the new black recuerda que es una comedia, que el humor es una forma efectiva de decir cosas serias. Hacia el final emprende una táctica propia de las telenovelas: soluciona algunos cabos sueltos de manera apresurada aunque satisfactoria, a fin de permitirse un último chiste mordaz. En las telenovelas mexicanas, el “castigo” del villano generalmente llega con la muerte (mientras más grotesca y dolorosa mejor: no faltan en los melodramas quemados, atropellados, envenenados, incluso personajes devorados por lobos). Este castigo, de ribetes cristianos, funciona como una suerte de venganza gozosa para el espectador, la sublimación de todas las horas de angustia anteriores.

Como la exitosísima Shonda Rhimes, showrunner de Grey’s Anatomy Scandal, Jenji Kohan mantiene a su público cautivo, lo embelesa a través del conflicto y el ritmo constantes, pero mientras una manufactura dramones para toda la familia, la otra busca incomodar con sexualidad explícita y temas espinosos. En esto reside la cualidad adictiva de Orange is the new black, y a esta premisa debe sus marcas de fábrica: una estructura sencilla, la disponibilidad absoluta de todos sus capítulos, elcliffhanger constante que impele –exige– a consumirla de corrido. Al volver a ella, después de un año de no verla, tuve dificultad para recordar situaciones y momentos clave; la historia exigía estar al tanto de muchos detalles que poco a poco, como el alcohólico rehabilitado que prueba una gota de vino y recuerda por qué era alcohólico, volvieron con intensidad. De todos modos preferí suministrarme dosis pequeñas, paladear cada capítulo, tomarme mi tiempo, todo lo cual no pudo evitar que al final de la temporada, con un cosquilleo, experimentara algo que solo podría definir como síndrome de abstinencia. Seguido de unas ganas enormes de abrazar a todos los involucrados en que Orange is the new black exista. ~

 

entrada original en Letras Libres

Post-LASIK (Laser assisted in Situ Keratomileusis)

El ojo izquierdo me molesta, siento basuritas y a veces veo fragmentado, como a través de un vidrio roto. Pero en general veo. Ya veo. No traigo ya lentes, ni de armazón ni de contacto. Puedo meterme a la regadera y ver lo que estoy haciendo, aunque antes también podía, cuando usaba los de contacto. Se me resecan mucho, como en esa época. Pero con los de armazón ya no sentía eso. Había intercambiado las molestias. Ahora era el puente de mi nariz, por el que se resbalaban continuamente. La sensación de algo ajeno e inestable sobre la cara. La lluvia. El calor repentino. La regadera a ciegas. No poder recostar la cabeza de lado plenamente en la almohada, al leer. Perderlos momentáneamente (la búsqueda a ciegas, ridícula). Pero tenían otros beneficios sobre los de contacto, cuyo uso era problemático, arriesgado y tedioso, además de que irritaban la córnea. Ahora no uso ninguno. Es extraño, pero también cómodo, y nada cuesta menos que acostumbrarse a lo cómodo, a lo fácil. Todo mundo me hablaba de la primera mañana tras la operación, abrir los ojos y ver; yo misma fantaseaba al respecto, volver a distinguir las cosas en la primera mirada después del sueño, la sorpresa al enfocar objetos lejanos, que el mundo se revelara cristalino de golpe. Pero no fue así exactamente. Salí de la operación a las tres de la tarde, cuando empezaba a jugar Holanda contra Argentina, y antes de llegar a la casa pasamos a la farmacia. Tenía puestos los gogles transparentes especiales y, encima de ellos, lentes oscuros. En el camino entreabrí algunas veces los ojos. La luz del sol me los perforaba, pero entre el plástico y la pantalla negra y el lagrimeo, distinguía cosas que no hubiera distinguido antes, como letras sobre carteles en las calles. Los cerraba de inmediato, como temerosa de gastármelos. Después llegamos y me recosté en el sillón y me puse una chalina negra sobre la cabeza, la luz filtrada por la persiana me lastimaba muchísimo, y mientras comíamos escuché el partido que encontramos, justo, en el stream de un canal argentino. Nos gustaba que el comentarista no se guardaba su apoyo y orgullo por la selección argentina, nos pareció un buen gesto, que no sonaba mal, que aquí deberían hacerlo más. En los penaltis traté de volver a enfocar y a ratos, en medio de un ardor casi inaguantable, lo logré: el gol de Messi, por ejemplo. Luego de eso me dormí, con los gogles, y desperté sólo para ponerme las gotas medicinales, y volví a dormirme, un sueño entrecortado en la noche pero muy pesado y prolongado por la mañana; debía pasar 24 horas con los gogles, así que dormité el resto del día hasta que fue hora de ir a la consulta y después, al volver, ya no tuve que usar los gogles. Me encontré en la casa, sola, con ojos nuevos, con luz afuera todavía, sin saber qué hacer. Me daba miedo leer, prender la computadora, ver algo en la tele. Por eso empecé a escuchar entrevistas de escritores. Una manera de escuchar algo interesante mientras no se mira nada. Al día siguiente era otra persona, pero ni siquiera recuerdo esa mañana, sólo recuerdo levantarme pronto y con la luz ya muy amarilla -siempre me levanto cuando todavía es de noche- y hacer cosas, hacerme de desayunar, escuchar otras entrevistas, ir a cortarme el pelo, ver una película (era brasileña), pasar el resto del día normal. Después vino el fin de semana, incansable. Después volví a la oficina. Semana larga. Ojos resecos. Lenta adaptación. Pero no. Nada. La verdadera diferencia, el verdadero momento de quiebre, sucedió anoche, cuando me estaba quedando dormida. Fue un viernes largo, movido: oficina, cantina con los del trabajo, desplazarme al centro para ver a mis papás que estaban aquí, largo regreso en trolebús, caminata nocturna. Cuando por fin me acosté estaba tan cansada que me costaba trabajo dormirme. Ahora mi lugar en la cama está frente a la ventana. La persiana negra llegaba a una altura donde la persiana semitransparente seguía, insinuando a través de ella la jacaranda y el balcón, un pedazo del edificio de enfrente y la luz blanca de la lámpara callejera. Y mientras pensaba en el día, en los sentimientos del día, en los pensamientos principales del día, me puse a mirar la ventana, sin pensar mucho en la ventana sino en las otras cosas, hasta que me di cuenta de que veía la ventana, de que estaba distinguiendo todo. Esa fue la sensación extrañísima, el momento eureka tras la operación. No abrir los ojos por la mañana y que el mundo se transparentara a la primera, sino fijar la mirada en un punto y observarlo hasta que la conciencia se desvaneciera. Esa sensación era la que, de verdad, no había tenido desde que era niña. Todas las últimas noches de mi vida se habían disuelto en medio de una bruma hecha de oscuridad y miopía, entre manchones burdos de lo que debía ser la realidad. ¿Desde que era niña no había sentido cómo llegaba el sueño mientras mis ojos miraban con atención algo? La sombra de un mueble, un fragmento de paisaje detrás de una ventana, alguna figura en la pared formada por un haz de luna, las cúpulas de ladrillo rojo de la casa, que fue de mi abuela, donde vivimos muchos años cuando llegamos a Polo. Despertar y mirar esa cúpula. Las ondulaciones de la cortina. Las caras sobre el tirol. Sólo ayer, al dormirme, me di cuenta de que veía. De que las reflexiones nocturnas ya no transcurrirían en una penumbra total sino en la intuición realista de los objetos circundantes. También sentí que fue la recuperación de una sensación física de la infancia, que era la primera vez en muchos años que sentía -percibiendo- algo que no había sentido desde entonces. La memoria aparece algunas veces por otros conductos.

Aquí terminaba, pero creo que debo rescatar los momentos y sensaciones de la operación. Pienso, sin mucha gratitud, que al fin experimenté su primera ventaja, que ahora sí me ha cambiado la vida -por el tiempo que dure, pues se me advierte que no dura hasta la muerte-, después de la breve tortura que significó exponerme a ella. Volver a ver mi cara libre de anteojos no es algo tan lejano, todavía en noviembre así andaba, y ahora que ha llovido recuerdo mi época de lentes de contacto, y nada es tan extraño para no haberlo vivido antes; mi propia madre me dijo que es como verme antes, con los pupilentes, y el ojo rojo, ligeramente hinchado, no ha cambiado en casi nada. Pero ahora me asusta más cualquier luz u objeto cercano, y los detalles neuróticos se exacerban, esas fantasías a la inversa -en clave horripilante- que siempre me asaltan en momentos inesperados (accidentes y dolores), haciéndome mover los dedos de un modo extraño, llevarlos después a otras partes de mi cuerpo, a rascar la cabeza o la nariz o el lóbulo de la oreja o la rodilla, o tocarme el pelo, gestos ahora encendidos por el recuerdo de las pinzas para abrir los ojos, y el aparato que te abre la cuenca y te aprieta el globo ocular, y la mirada siempre atenta, deformada, acuosa, intentando fijarse en una luz verde que se borroneaba o perdía, el sonido del láser, el olor a quemado, el pincel pasando libremente por la córnea, y la mirada siempre atenta, imposible que no esté atenta, que el ojo mire lo que se le hace, esa es la idea horrible, la sensación incómoda, además del dolor, obviamente, y la neurosis de pensar que el ojo debe ser el órgano menos tocado, menos violentado, menos escudriñado de todos.

 

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Domingo 5:58 pm

Ya teníamos café en la oficina. ¿Cuánto tiempo de no venir por aquí si ya hasta habíamos poseído una cafetera y luego la perdimos, porque se rompió? ¿Un mes, dos meses de buen café? De un café que comprábamos entre todos, es decir, dentro del grupo de compañeros y amigos y adictos al café en el que me muevo. Un día uno veracruzano, otro día un oaxaqueño, hasta hubo un guanajuatense, y otros adquiridos de emergencia, algunos mejores que los demás, pero al menos era llegar en la mañana y preparar la jarra o, si ya estaba preparada, tomar la taza del estado de Nevada que cambia de color con la temperatura y servirse y beber frente al monitor donde los correos iban descargándose poco a poco y el día podía al fin desenrollarse como un listón feliz. Pero otra vez estoy donde empecé, habiendo saboreado la felicidad del café disponible y ahora nuevamente sometida al Punta del Cielo cuya calidad es caprichosa e inconstante.

Eso más muchos horrores domésticos. Pero esos ahora qué.

 

Veleidad

Escribir.

Pero dónde.

No aquí.

Allá, en los cuentos. En el Word. En el trabajo. Lo que debe escribirse.

Leer. Sin método y con él. Esperar, esperar, esperar. Desear.

Tengo un borrador de post de hace dos meses, sobre Cortázar. No le agregué nada más y no lo publiqué. Algunas semanas después me invitaron a hablar de sus cuentos en el Villaurrutia, privilegio inesperado. Tuve más ocasión de pensar en él. Algo quería escribir sobre la idea de Cortázar. Sobre la mirada de hoy en torno a Cortázar. Sobre el supuesto buen Cortázar (el de los cuentos) y el malón Cortázar (el de Rayuela, que, en muchas opiniones, “no sobrevive la prueba del tiempo”). Pero luego ya no lo continué. Oficinapendientestextoscuentosnadaquédecir. Empezaba:

Hace unas semana releí Rayuela y me gustó mucho la experiencia; esperaba escenas, imágenes, episodios específicos; ya no había oscuridad en la trama; todo era como un viaje en autobús del que no esperas la llegada sino más bien el paisaje a través de la ventanilla.  Y concluyo que me gusta Rayuela. No perdió con la relectura. Reconozco en la prosa de Cortázar, obviamente, muchas cosas que he intentado. Lectura de formación. Claro: esta última vez la leí de manera lineal, sin saltar a los capítulos prescindibles, aunque de pronto me seguía por inercia y encontraba cosas extrañas, me acordaba de cómo desequilibraban la atmósfera y aumentaban la sensación de desorientación, y de inmediato volvía a la trama concreta de Oliveira y la Maga en París; Oliveira y Traveler y Talita en Buenos Aires. Muy agradable.

Fui a Ámsterdam. Por el trabajo. Nos invitó una página de internet, booking.com. Todos los de booking.com me cayeron muy bien. Buena empresa, gran ambiente, industria aparentemente inofensiva. Me paseé por Ámsterdam sola (a veces con los otros periodistas, a veces con un nuevo amigo, polaco, Piotr, fan de Game of Thrones). Pensé en muchas cosas. Conversaciones, lecturas, paseos concentrados. Todo era intenso y a la vez sosegado. Todo pasaba lento y a la vez demasiado rápido. Pero me gustó Ámsterdam. Me gustó lo que sentí. Me gustó lo que me hizo pensar. Fue un reencuentro con Ana (Frank). Con la idea de escribir, con el cuestionamiento de escribir. Pero mejor no escribir aquí, porque ya empecé otra cosa allá, en el Word.

 

 

Cosas en las que he pensado

Hay cosas que me calman y otras que me inquietan. Estoy en el periodo de las que me inquietan. No podía escribir acá. La escritura automática de este lugar, tan calmante otras veces, no llegaba o llegaba a medias. Mientras tanto hice otras cosas, muchos pendientes, mucho trabajo del que paga y transcurre en una oficina, y del otro que no paga y transcurre en todos lados. Fui a San Miguel de Allende, fui a Acapulco, dos lugares cada vez más familiares. Escribí, vi, leí, etcétera.

Demasiados temas, demasiadas impresiones. Sentimientos de permanecer bajo observación. Algo de lo cual quería quejarme por escrito y que sólo he discutido con otras personas, la mirada privilegiada de algunos intelectuales mexicanos, las distintas sensibilidades de clase, las posiciones de poder de las que parecen no tomar conciencia, etc. Pero me resistía (y no encontraba el tiempo y la energía). Sin embargo no puedo dejar de pensar en aquello. Enojarme, inútilmente. El hombre y su circunstancia. El mundo que cada quién sobrevive.

Pero tal vez se puede escribir sobre eso.

Por ejemplo, no sé por que nunca he escrito de ellas aquí.

En la beca del Fonca conocí a María José Gómez y Gabriela Damián. Ahora pienso en la suerte increíble de que me tocara compartir género (cuento) y generación con ellas: ambas son escritoras extraordinarias, muy talentosas. Me resulta difícil aclarar hasta qué punto talentosas, porque este tipo de cosas, en otros contextos, da la pinta de espaldarazo. Aquí no, aquí no podrían operar esas reglas. Ambas están entre las mejores escritoras del país en este momento, lo he dicho siempre, y luego pienso que es de una estadística improbable que las dos estuvieran en la misma generación. (y que yo, inexperta todavía y de ninguna manera con una idea de mí misma similar a la que sostengo de ellas, tuviera la suerte de cobijarme en su talento y experiencia, es de presumirse, de anécdota que se presume, como la vez que me encontré con el señor Pollos de Breaking Bad.) Por suerte ahora nos vemos mucho más que en esa época, hacemos talleres al menos un miércoles cada mes y seguimos trabajando en todo aquello. Se trata de un taller literario productivo y concentrado, pero se ha convertido también en un encuentro de reflexiones, de intercambio de concepciones del mundo, de amistad. Como en tertulias similares, también -ni modo- hablamos de otros escritores, de lo que escriben, de lo que opinan, de las tradiciones en las que se inscriben, de las causas que apoyan o denostan, de sus miradas contrarias o similares a las nuestras.  Todo eso es inevitable cuando se intenta escribir. Pero todo eso también es pensar.

Gaby nos invitó a participar en el especial de género de Tierra Adentro, En Reconstrucción. Era emocionante porque participaríamos las tres en un mismo medio, en un mismo dossier y al mismo tiempo. Yo, insegura y aferrada, no quise participar con un cuento, no considero ninguno terminado nunca, y mejor escribí un ensayo que empezó como comentario y se extendió más de la cuenta (éste). Ellas escribieron un cuento (Majo, Turnos; Gaby, El monstruo del lago Ness) y ambos cuentos, bellos y tristes y profundamente femeninos, son una entrada a su literatura, a sus temas, a sus sensibilidades.

Gaby además coronó con un punzante y sabio ensayo que redondeó la idea entera del dossier, Reconstructoras del tiempo y el espacio (vuelvo a él más adelante).

Al mismo tiempo reseñé el libro de ensayos de Jean Franco (que resultó una de las columnas vertebrales del ensayo que intenté) para el ¿especial de género? de Letras Libres, que en realidad se trató de un dossier sobre la disparidad laboral. Me gustó de nueva cuenta compartir páginas con Gaby, quien además escribió una emocionante reseña (pensemos en lo infrecuente de que esas dos palabras aparezcan juntas) de una novela de Helen Oyeyemi (otra suerte mayúscula: a quien vimos, las tres juntas, en el Hay Festival de Xalapa el año pasado). Pero algún sabor agridulce me quedó.

Majo lo dijo: el ensayo de Gaby en Tierra Adentro es valiente (me tomaré el atrevimiento de citarla en uno de nuestros correos) “no sólo porque señalas ciertas conductas de algunos privilegiados, sino porque haces referencia explícita a personajes concretos. Me gustó mucho leer algo que sentí como una continuación de las conversaciones que hemos tenido.”

El especial es importante porque pretendía, y creo que lo logró, desbrozar muchos de los estereotipos atados al acto radical de asumirse feminista. Ideas de lo femenino, de lo masculino, de los distintos feminismos, de la labor de mujeres trabajadoras y mujeres artistas; manifiestos personales, hábitos culturales, hay un poco de todo y de una calidad excepcional. Pero creo que ese ensayo resume muchas de las ideas más importantes del dossier. Este párrafo, por ejemplo:

La figura de la feminista constituye uno de los “Yo no soy así” más comunes. “Uno se eleva rebajando lo otro”, por lo tanto, quienes sienten la necesidad constante de aclarar que “están a favor de luchar por los derechos de las mujeres, pero no son feministas” desean comunicar que no han caído en la trampa de un discurso percibido como arcaico,violentoradical, y cuyo verdadero objetivo la mayoría desconoce. Desde luego, este deslinde tiene muchos matices: para empezar, hoy en día existen muchos feminismos, no uno sólo. Hay quienes se mantienen cerca de alguno de los feminismos, pero se desmarcan para evitar la carga socialmente negativa que implica el término; quienes lo rechazan en pos de otro que defina mejor su perspectiva, como sucede con el Womanism; y, por supuesto, hay mujeres que no pueden estar física y socialmente seguras en sus comunidades si confrontan al patriarcado como proponen ciertas estrategias del feminismo mainstream.

Cuando menciona a los genios bobos (desde figuras notables como Schopenhauer, quien escribió: “Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas”, hasta un bobo a secas como Luis González de Alba, con su risible texto “¿Cuotas por género?”), Gaby escribe:

Al parecer, los genios bobos se sienten autorizados para hablar de misoginia, inequidad o feminismo aunque nunca se hayan ocupado en documentarse seriamente acerca de estos temas porque, al ser tan brillantes, están confiados en que podrán dar una opinión atinada, cuando en realidad lo único que hacen es repetir una convención social, un acuerdo que les favorece, y que, por lo tanto, no tienen la necesidad de cuestionar. Este mecanismo opera de la misma forma en otras desigualdades: las económicas, de clase, de etnia. Y es que es difícil estar dispuestos a reconocer que se tienen ventajas, porque al reconocerlo (en contextos donde el cinismo no es aplaudido, claro), estarían obligados a alguna clase de renuncia: ceder espacios, reconocer la valía de algo que no les  gusta.

(¿a alguien podría sorprenderle que, en un estudio cualquiera, sólo el 17% de los blancos perciba que la discriminación racial continúa siendo un problema grave, frente a 55% de negros? ¿Que entonces, para hombres y mujeres privilegiadas, el feminismo parezca un asunto inútil o innecesario?)

Continúa (¡todo el texto es para citarse!):

Los genios bobos necesitan dejar de suponer de qué se tratan los libros, investigaciones, discusiones y hasta las leyes que abordan la equidad de género. Seguramente son expertos en muchas otras cosas, pero de este asunto necesitan leer más y escuchar con atención antes de repetir las opiniones de siempre. Hay frases hechas tan sobadas por unos y otros que me sugieren una analogía estrambótica: las visualizo como un chicle que quizá en el origen fue redondo, dulce, de algún color brillante, pero que se fue pasando sin empacho de boca en boca hasta convertirse en un cuajarón gris, insípido y viscoso al que nadie pone muchos reparos porque ya se han acostumbrado a masticarlo:

Y ejemplifica con estas frases, que hemos leído en CANTIDAD de textos: “Las cuotas son otra forma de sexismo”, “La corrección política es sólo censura”, “Las mujeres se victimizan solas”, “Hay asuntos más importantes, como la pobreza”, “Tipificar al feminicidio es discriminación, a los hombres también los asesinan”, “Yo no soy machista, soy un enamorado de la belleza y la inteligencia de las mujeres, es más, creo que son mejores que los hombres”…

La razón por la que estas posturas se vuelven tan populares es porque la incorrección política es equiparable a ser “valiente”, “honesto”, atreverse a decir las cosas “como son”. Quienes no encuentran regocijo en el “me río porque es cierto”, son intolerantes y carentes de sentido del humor.

Pero esa no es la razón por la que no nos da risa. Las verdades a las que alude la generalidad de opiniones catalogadas como políticamente incorrectas son, con frecuencia, estereotipos, simplificaciones de la realidad que: 1) no reflejan la realidad, sino una experiencia muy limitada de ésta; 2) no cumplen con el objetivo principal del humor como herramienta de ruptura: no se oponen al discurso hegemónico, no confrontan al poder, más bien, lo refuerzan al reproducirlo en clave de chiste.

(y el bloque de las amas de casa como escalón más bajo de la especie humana, más adelante, es fundamental).

Pensaba en estas cosas. En los privilegios, sobre todo. Nacer en algún lugar, dentro de alguna familia, con unos obstáculos o sin ellos.

Pensaba en este párrafo de Jean Franco:

Originalmente, “políticamente correcto” era la denominación que los liberales y la izquierda utilizaban para evitar un habla signada por el odio y para hacer que la gente lo pensara dos veces antes de utilizar términos de abuso con claras referencias peyorativas, como nigger (negro), wog (árabe, indio o cualquier persona de tez oscura) o dyke (lesbiana). Desde el punto de vista de la derecha, sin embargo, lo “políticamente correcto” se identifica con nociones de una nueva “policía del pensamiento”, con el paradójico resultado de que la gente se ve estimulada a ser políticamente incorrecta y demostrar su libertad, especialmente en programas de radio, utilizando la misma habla de odio que lo “políticamente correcto” intentaba refrenar. Este nuevo significado de lo políticamente correcto como autorización para “hablar obscenamente”, lejos de ser un asunto abstracto, ha tenido efectos reales en la exacerbación de las ya agudas divisiones raciales.

Pensaba en cuántas veces he leído ataques a lo “políticamente correcto”, al carácter “fascista” de lo políticamente correcto, a lo tonto imbécil innecesario carente de sentido del humor de lo políticamente correcto. Esas cosas. Esas luchas.

Pensaba en las reacciones negativas al reto Read Women 2014 (las reflexiones de Daniela Franco en LL, que echan mano de los mismos argumentos del “sexismo” que según esto se oculta en la propuesta, del paradigma del gusto, del “buen escritor” a pesar de su “género” (¿sexo?), de las cuotas de género, etc.). De cómo resulta inadmisible cuestionar cómo o por qué razones se ha formado el canon literario y cómo influye éste, en su clasificación de autores menores y mayores, en nuestros hábitos de lectura (de eso se trata: descubrir por qué leemos lo que leemos, por qué escogemos los libros que escogemos). No significa leerlas porque son mujeres. Más bien, leer a las que no sabemos que existen, porque no han sido integradas al canon, porque se mantienen en una trastienda, y porque deberían estar, por su altura literaria, en dicho canon. Nadie acusa a nadie de macho. Nadie pide absurdas cuotas de género. Nadie pide basarse en el sexo para elegir lecturas. Pero ah, no. Luchas inútiles. Luchas egoístas. Dos bandos, dos formas de mirar el mundo.

¿Por qué es inútil el feminismo? ¿Por qué se nos niega la posibilidad de construir (reconstruir: ahí la idea de En Reconstrucción) nuestra identidad? ¿Es egoísta, es inútil? Habiendo asuntos más graves (en México apenas esto podría decirse con una mueca seria), ¿apuntamos erróneamente los dardos?

Mis razones para adherirme al feminismo descansan en la idea de solidaridad femenina. De la empatía en la experiencia de la otra. Así inició el ensayo de Gaby y me gustó mucho leerlo y encontrar mis motivos ahí. Y fue grato saberme rodeada de esta clase de sabiduría.

Pensaba en estas cosas.

 

 

El cuerpo radical: la representación femenina en el cine y la TV

(En el especial sobre feminismos para Tierra Adentro, editado por Gabriela Damián, un ensayo sobre la reconstrucción pop de lo femenino)

Ahora mismo tengo conmigo la Vogue de febrero. Admiro en la portada la cara redonda, la camisa de bolas rojas, los ojos grandes –todo son redondeces explícitas– de Lena Dunham. El balazo principal reza:

Choose your

SPRING STYLE

73 Great Looks, From Bohemian Chic to Boy Shirts

El balazo que concierne a la entrevista de Dunham se sitúa en el extremo superior izquierdo, en letras blancas: Hey, Girl LENA DUNHAM The New Queen of Comedy.

¿Es extraño que Dunham salga en la portada de Vogue? Lo es, la misma editora, Anna Wintour, lo aclara en su carta editorial, desde la primera frase: “Algunos pensarán que Lena Dunham no es la típica chica de portada Vogue, y estarán en lo correcto; precisamente por eso es la más indicada para protagonizar nuestro número de febrero” (nota: nunca sabemos qué tiene de especial el número de febrero). Wintour enumera las razones “verdaderas” para su fichaje ―que es exitosa, que no sólo “ha ascendido a la fama sino a la conciencia cultural colectiva”, que tanto ella como Sarah Jessica Parker encarnan al Zeitgeist― y, aunque muchas frases se leen ensayadas o innecesariamente rimbombantes, encuentro cosas interesantes en algunas, como la afirmación de que los ejercicios de exhibición tan típicos de Dunham no provienen de un deseo deliberadamente provocador.

Más adelante, en la pieza escrita por Nathan Heller, Dunham es retratada en un día de filmación de Girls (la serie que ―se aclara― escribe, dirige y actúa), en eventos públicos, en la cotidianidad de su departamento en Brooklyn Heights. Inevitablemente llega la parte donde se cuestiona el tratamiento poco convencional de la sexualidad en Girls, “famosa por su naturalismo”, pero también, de forma curiosa, por los frecuentes desnudos de Dunham. El texto recuerda que no sólo sus formas han sido reveladas en el programa, sino también las de Becky Ann Backer, la actriz que interpreta a su madre, quien se lamenta cómicamente de que nadie le hubiera pedido que saliera topless en la televisión sino hasta ahora, pasados los cincuenta.

Ahí mismo se recuerda un capítulo controversial en el que el personaje de Lena Dunham, Hannah Horvath, se liga a un hombre guapo, más grande que ella, con el que pasa un par de días ―dentro del bonito bronwstone de él― sin compartir nada más que sexo: un auténtico encerrón que a algunos les parecería muy normal en una chava de 24 años, pero que en las audiencias despertó todas las alarmas de la inverosimilitud: ¿cómo era posible que él, tan guapo, tan casado en la vida real con una modelo, sin ninguna perversión sugerida en el delineado de su personaje, se fijara en ella?

 

Al iniciar un ensayo con la figura de Dunham me arriesgo a varios males: que mi ejemplo me limite (y me confunda, me distraiga y me lleve a ideas a las que no deseaba llegar), y que todo aquel que opine horriblemente de ella decida no leer más que lo anterior.

Sin embargo, la escojo a ella porque es tal vez la figura más visible del cambio de la representación femenina en los medios audiovisuales: no la única, no la mejor, no la más innovadora, simplemente la más obvia aunque también, como me gustaría demostrar más adelante, la más radical.

 

El estudio de las representaciones sociales es complejo y difícil de abordar aquí. El concepto nace con Durkheim, para quien representar significa “traer cosas a la mente”. Serge Moscovici, uno de sus teóricos fundamentales, encontró que la representación social tiene la función de transformar lo arbitrario en lo consensuado, es decir, las representaciones recogen aspectos de la realidad y les asignan significaciones. Dichas significaciones varían de acuerdo al sistema de valores que rige a la sociedad en la que la representación social es creada. Carlos Colina, en “De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, dice que las representaciones “moldean nuestras respuestas ante un determinado objeto pero también configuran nuestra percepción de dicho objeto. Lo que quiere decir que el objeto no es idéntico para los que no comparten su misma representación”.

La definición más simple de una representación social sería, según Abric, “el conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes al propósito de un objeto dado”. Este objeto puede ser, como indica en sus ejemplos, desde una autopista hasta las funciones de una enfermera. La representación, se repite aquí y allá en la teoría, no reproduce sino que re-produce. La idea, más que reflejar al objeto, lo produce de nuevo: la idea se vuelve objeto. Este conocimiento no es de carácter científico. Es el saber natural, empírico, social, modelado y rectificado por un amplio rango de circunstancias que van desde la tradición oral hasta la precisión del entorno que habita el sujeto. Éste no recibe pasivamente la representación: también la modifica y, de algún modo, reconstruye con ella la realidad.

 

Además de la Vogue, que anuncia en un balazo la SUPERBOWL PARTY de Kate Upton (no la conocía, pero ayer vi que alguien compartía en Facebook una explicación teórica de por qué a los hombres les gusta Upton mientras que las mujeres prefieren a Kate Moss), tengo también los Ensayos impertinentes de Jean Franco, publicados recientemente por Océano en colaboración con Debate feminista.

En uno de sus ensayos, “La incorporación de las mujeres. Una comparación entre narrativa popular mexicana y estadunidense”, Franco analiza el discurso contrapuesto de las novelas publicadas por la maquiladora de novelas románticas Harlequin y el de las historietas de El Libro Semanal, muy populares durante los años ochenta. Hay que tomar en cuenta que el ensayo fue publicado en 1996, cuando ambas formas de entretenimiento eran multitudinarias: El Libro Semanal tenía, por ejemplo, una tirada de entre 800 mil y un millón de ejemplares cada semana. Las que Franco llama “narrativas de la cultura de masas” se distinguen entre sí por el público al que van dirigidas: mientras que las novelas románticas le hablan a consumidoras potenciales (mujeres adineradas de ciudades grandes, grupos selectos de países tercermundistas), las historietas mexicanas apuntan sus dardos a mujeres integradas o en vías de integrarse a los niveles más bajos de la fuerza de trabajo. Hasta aquí, sobre todo para quien no conozca el finísimo trabajo de la humanista, parecería una división tajante y hasta arbitraria de dos productos distintos. Sin embargo, Franco es muy cuidadosa en sus intentos por explicarse el éxito de las ficciones románticas, que prometen, sí, una utopía que permite sustraerse del mundo, un mito con reglas inamovibles que conducen a un final satisfactorio, pero al analizarla como literatura de consumo masivo no distingue entre alta y baja cultura. Más bien, desde una sensibilidad marxista, Franco entiende que estas historias enfatizan “la adaptación incuestionada a una situación de abundancia” y el anhelo por obtener poder ―vaya, autonomía, un lugar legítimo― a través del contrato social.

Pese a que sabe que un ejemplo aislado es riesgoso, Franco cita la trama de una de las novelas más populares de Harlequin de entonces, Moon Witch, que narra el ascenso de la huérfana Sara al emporio textil que de pronto, en su lecho de muerte, su abuelo le hereda. “De este modo”, explica Franco, “Sara ya está incorporada desde el comienzo de la novela, lo que demuestra cómo, en el romance, el deseo de la mujer es canalizado antes de su nacimiento”. Entre el aprendizaje que obtiene del antiguo socio de su abuelo, quien le enseña modales y formas de navegar entre el elitismo corporativo, muy al estilo de un moderno “hado madrino”, y los enredos románticos con el hijo de éste, a quien toma por antipático y egoísta, Sara termina su odisea después de obtener su “verdadero lugar en la sociedad”: casada con la versión ochentera del señor Darcy. Es interesante lo que apunta Franco respecto a que, en la mayoría de estas novelas, la socialización no proviene de la madre sino que toda “programación social de importancia es dejada al hombre”.

Pienso ahora en Twilight (el vampiro rico, sofisticado, enamorado sin grandes motivos de una niña de 17 años), o en Fifty shades of Grey (un rico magnate, sadomasoquista, enamorado sin grandes motivos de una recién graduada de universidad), fenómenos comerciales que ilustran no sólo el enorme poder de la ficción romántica, sino los mecanismos narrativos apenas modificados entre una historia y otra. Su éxito se debe, según Franco, a que ponen en crisis el deseo de reconocimiento de las mujeres, “consecuencia directa de la posición devaluada que ocupan en la sociedad”, contra su deseo de amor individual.

Algo curioso sucede en El Libro Semanal, cuyo discurso podría confundirse por feminista cuando, en momentos inesperados, incita a la liberación sexual. Pero las moralejas, si las hay, son extrañas y no se desprenden de manera lógica de aquello que cuentan. Por lo general, sus argumentos se recogen de casos reales, de la nota roja y cartas de lectores, con abundancia de violencia y sexualidad explícitas. Su antecedente literario se encuentra en la novela naturalista, en contraste con los romances de Harlequin y similares, que beben de la caballeresca.

Franco exhibe, con el análisis de tramas (mujeres maltratadas que huyen de casa, mujeres adúlteras que tras el castigo “vuelven a las andadas”), las “diferentes estrategias narrativas cuando las mujeres son destinatarias en cuanto consumidoras, que cuando se las interpela como miembros potenciales de la fuerza laboral”.

Jean Franco rastrea los orígenes de la producción masiva de textos durante la reforma educativa de Vasconcelos. Con la caída del monopolio estatal en la producción de contenidos (consecuencia de la airosa entrada de México a la política neoliberal), el discurso de la Revolución entró en crisis, haciendo notoria la escisión entre aquella República ideal, modernizada, con la demoledora realidad de los mexicanos. Hay, acaso, una separación de la generación vieja, la “mala” ―responsable de la desviación que tomó el camino al progreso― de la generación “nueva”, que para sobrevivir deberá desprenderse del lastre que supone la familia. Y hay algo doloroso aquí: el recordatorio de la sociedad que “hace de la escasez el principal incentivo (para) la fuerza de trabajo”.

(Una suposición precipitada: el interés por lo sensacionalista parece haber sido desplazado, actualmente, por publicaciones como TvNotas, que dispensa unos dos millones de ejemplares cada mes y es una de las lecturas más consistentes del mercado editorial mexicano.)

La preferencia sobre cierta narrativa es reflejo de un momento histórico. Está el ejemplo demasiado obvio de la entrada masiva de las mujeres a las fábricas como consecuencia de la fuga laboral que trajeron consigo las dos guerras mundiales, y el advenimiento de Rosie The Riveter con su enfáticoWe can do it! como símbolo de la mujer trabajadora (un símbolo ahora reapropiado por voluntades menos interesantes, pero esa es otra historia). También, el suave retorno del discurso del ama de casa como columna y eje central de la familia, y el posterior del “empoderamiento” (esa palabra que suena muy feo, pero que es necesaria) de la mujer: una nueva manera de llamarle a su profesionalización laboral. En resumen, una serie de discursos que cambian de acuerdo a las necesidades del mercado.

He citado ampliamente a Franco, una mujer de lucidez, inteligencia y compromiso precisos, pero no encuentro una manera mejor de terminar este apartado que con una de las frases finales de su ensayo: “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”.

 

Vi hace poco el documental Miss Representation, una producción de Girls’ Club Entertainment. Es interesante, es, incluso, entretenido. Trata sobre la “objetificación” (otra palabra fuerte, poco atractiva) de las mujeres en el cine, la televisión, el internet y la música, es decir, en los mass media. El discurso se construye con los siguientes elementos: imágenes que exhiben la representación femenina dominante en los medios gringos (escenas deGossip Girl, de reality shows, de noticieros con presentadoras escotadas, de videos musicales); la opinión de personajes de la academia, de directivos de organizaciones civiles por la equidad y los derechos femeninos, de actrices y periodistas, y de estudiantes preparatorianos en lo que parece unfocus group o taller de discusión; por último, de estadísticas y datos en frío que, sin conectarse de manera directa con aquello de lo que se habla, respaldan teóricamente la idea del documental. El hilo conductor lo lleva la reflexión de Jennifer Siebel Newsom, incipiente actriz y directora del documental, que expone su preocupación por la concepción del mundo que los medios transmiten a su hija, y a los jóvenes en general, en lo que toca a los conceptos de feminidad y masculinidad.

Algunas cifras: los adolescentes norteamericanos pasan 31 horas a la semana viendo televisión; 10 horas (me parece poco) en internet; 17 escuchando música, en resumen, más de 10 horas al día consumiendo entretenimiento. El documental inicia con una frase distintiva de la crítica cultural: el medio es el mensaje y el mensajero. Y otra, no tan original pero que encuentro veraz, sobre que entender los medios de comunicación significa enterarse de lo que está sucediendo en la sociedad (la gringa, en este caso).

Sólo 16% de las protagonistas de películas hollywoodenses son mujeres. Sólo 26% del segmento de mujeres que aparecen en la televisión tiene más de 40 años. Las estadísticas no producen análisis cualitativos, como se le ha querido atribuir al súbitamente popular test de Bechdel, pero funcionan como herramienta para medir un fenómeno cultural.

(Una refrescada de lo que dicho test clasifica: una película tendrá una representación femenina más eficaz si en ella aparecen: 1) más de dos mujeres, 2) hablando entre sí, 3) de algo que no sea un hombre).

El mensaje predominante en los medios masivos sitúa el aspecto físico como uno de los valores más altos a los que debe aspirar una mujer. Lucir bien es tener poder. El “empoderamiento” es más efectivo si, preferentemente, es sexual. La mujer fuerte se encarna, a menudo, con el estereotipo de la heroína ruda pero hiper-sexualizada (aparecen imágenes de Gatúbela, Elektra, Lara Croft; las opiniones de adolescentes que perciben el bombardeo de la silueta femenina lo suficientemente redonda, lo suficientemente delgada, como única forma de belleza aceptable; estadísticas que, por tramposas o aisladas que puedan ser, no dejan de apuntar a algo: el 65% de las adolescentes norteamericanas sufre trastornos alimenticios, una cifra que ha crecido entre 2000 y 2010; el gasto promedio en cosméticos y salones de belleza en Estados Unidos es de 12 a 15 000 dólares al año.)

Este argumento salta a otro mucho más agudo: la representación de las mujeres con poder verdadero (económico, político) en los medios de comunicación. Las constantes alusiones al físico de Hillary Clinton, de Sarah Palin (agreguemos: de Angela Merkel, de Cristina Fernández de Kirchner, de, ¡vamos!, Elba Esther Gordillo); la preponderancia del aspecto emocional en las descripciones y juicios respecto a ellas e incluso, si se permite el pecado de la subjetividad, el encasillamiento, la ridiculización, la condescendencia. En pocas palabras: la trivialización del poder femenino.

Un clip de Jay Leno donde presenta el juego: “Adivina si es presentadora de noticias o mesera de Hooters”. ¿Quién con conocimientos poco especializados del mundo de los negocios conoce los nombres de Indra Nooyi (presidente de Pepsi), Ursula Burns (presidente de Xerox), Andrea Jung (presidente de Avon)? Rachel Maddow, analista, frontwoman de un programa político, un personaje delicioso, lleno de candor y perspicacia, relata el hate mail que ha recibido a diario, desde su primera aparición en la televisión, por razones de género, sexualidad (Maddow es lesbiana) y aspecto físico.

Condolezza Rice, Jane Fonda, Geena Davis, Jim Steyer (director de la organización Common Sense Media), Jean Kilbourne (cineasta y académica de Wellesley Centers for Women), Pat Mitchell (presidente de Paley Center for Media), Martha Lauzen (directora ejecutiva del Center for the Study of Women in TV and Film), todos opinan, relatan sus experiencias, apoyan con su visión la propia visión del documental. Y la conclusión demoledora es la siguiente: el tratamiento de las mujeres en la cultura popular es indigno.

Los niños, que construyen su educación sentimental en mayor medida con los medios que con la literatura y el arte, reciben concepciones parciales de lo que significa ser mujer y ser hombre, de lo que hace a una mujer, mujer y a un hombre, hombre. La perspectiva de los creadores de contenidos es, forzosamente, limitada y poco incluyente: la presencia de mujeres y de razas diferentes de la blanca en los puestos estratégicos de cadenas como NBC, Disney, Time Warner o Fox es ínfima (un 3%).

Lauzen plantea: “Cuando un grupo no es representado en los medios, es inevitable que se cuestione qué rol juega en esta cultura”. El término acuñado para este fenómeno es “aniquilación simbólica”. Geena Davis argumenta que siempre se ha dado por hecho que las mujeres se interesan por las historias protagonizadas por los hombres, pero no viceversa: una forma de indicar que la experiencia de la otra mitad del mundo no es taninteresante (aparece el ejemplo de las chick flicks, un género unánimemente asociado con las mujeres, cuyas protagonistas tienen como objetivo más importante la consecución del romance: lo que recuerda el análisis de Jean Franco sobre los romances: lo que trae a la memoria, una vez más, el test de Bechdel).

 

Las representaciones sociales surgen, se perciben y se intervienen desde numerosos frentes, pero la cultura es uno de sus abrevaderos más significativos. En After Theory, Terry Eagleton recuerda que la cultura se movía, hace muchos años, en el terreno de lo simbólico, lo erótico, lo ético, lo afectivo y lo mitológico. A partir de los años sesenta y setenta empezó a significar también cine, moda, imagen, estilo de vida, publicidad, marketing, medios de comunicación. Éste es el concepto de cultura que entendemos hoy. El lenguaje de los medios y el de la cultura es uno solo.

La cultura, conviene el mismo Eagleton, es central para las demandas políticas del feminismo. “Valor, discurso, imagen, experiencia e identidad son el lenguaje mismo de su lucha política, como en las políticas étnicas o sexuales”. Y agrega que el único paradigma sobreviviente de la moralidad clásica (la capacidad de plantear verdades morales) es el feminismo, con su insistencia por entrelazar lo político (en su definición aristotélica) con lo personal.

Un grupo lanzado a los márgenes, en un sistema económico que requiere dichos márgenes para sobrevivir, y que emplea a la cultura como uno de sus artífices principales, vuelve la realidad del mundo un discurso. La realidad se vuelve discurso. La realidad se vuelve representación.

 

Hay muchas cosas que me hubiera gustado decir aquí. Que mis ejemplos son limitados, que el apartado anterior apenas puede aplicarse en México, donde la cultura y su distribución son muy distintos de Estados Unidos. Habría que hablar de los medios de comunicación en nuestro país, del acceso al internet, la televisión, la prensa, la literatura, el arte. De las representaciones femeninas y de clase en nuestros medios, de su transformación (y, acaso, involución) en el tiempo. De los grupos privilegiados que tienen acceso a las narrativas gringas ―y son, por tanto, influidos por ellas―. Pero no albergo ambiciones tan grandes: tan sólo quería hablar de Lena Dunham, la mujer con la que inicié el texto.

En el libro de Jean Franco hay otro ensayo, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. En él analiza los movimientos populares de mujeres latinoamericanas a partir de los años noventa, cuando las madres de desaparecidos durante las dictaduras se erigieron como un nuevo tipo de ciudadana. En las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, las mujeres que blandían las fotografías de sus hijos desaparecidos, imágenes tomadas generalmente en reuniones familiares, representaban la “vida privada” de manera pública. Franco entiende lo privado como lo individual y lo particular en oposición a lo social. Al invadir el espacio público con lo privado se pone de relieve la anomalía que significa la presencia femenina reclamando la polis, que a su vez revela la destrucción de las estructuras familiares y sociales. La separación entre la esfera pública y la privada es factor de subordinación.

En “Silence is a woman”, recientemente publicado en The New Inquiry, la académica Wambui Mwangi describe las técnicas de subversión de las mujeres kenianas contra el régimen opresivo de las élites Gikuyu, que han dirigido Kenia con mano dura desde los años cincuenta. En el lenguaje Gikuyu, “mutumia” es una de las palabras genéricas para designar a la mujer. La traducción literal es “la silenciosa” o “la que no habla”. La condición natural de la mujer, explica Mwangi, es “habitar en silencio, perseverar mudamente, comunicarse sin habla”. El silencio es una mujer.

Las mujeres kenianas, en 1922 durante el colonialismo británico o en 1992 contra el régimen Moi, usaron la desnudez como su arma política más poderosa. En sus manifestaciones descubrían los cuerpos tabú que resultaban una afrenta para el espacio público keniano, acostumbrado a ver esos cuerpos under cover. La desnudez tenía el poder de hacer público lo privado, de crear publicidad a partir del cuerpo. No podía ser de otra forma en una cultura que ha negado la presencia pública de ciertos cuerpos y que, más aún, ha usado el cuerpo de la mujer como “instrumento de aprendizaje”: cuando, en la indecencia y la exhibición, es motivo y justificación de la violencia sexual.

Menciono estos dos ejemplos, radicales en su dimensión política, porque apuntan a dos conceptos que me interesan: lo privado como subversión, la desnudez como protesta.

Vuelvo a Lena Dunham. Es inevitable que, comparada con las madres de la Plaza de Mayo y las mujeres kenianas, su discurso parezca banal. Sin embargo, el tema del ensayo es la representación de la mujer en los medios de comunicación y, tras mucho pensarlo, no encuentro una figura que subvierta las convenciones de la representación femenina en la pantalla de manera más sencilla y a la vez más drástica: con su desnudez.

Girls retrata la vida de cuatro veinteañeras en Nueva York: sus relaciones amorosas, familiares, amistosas, sus búsquedas personales, sus dificultades económicas. Por supuesto la perspectiva es limitada, pero sería imposible pedirle lo contrario; la pretensión de representación detodas las perspectivas femeninas o de clase es tan necia que ni siquiera vale la pena mencionarla. Girls es, a pesar de todo, una comedia: la protagonista, Hannah Horvath, interpretada por Dunham, es una aspirante a escritora con una mirada alienada, desentendida, por momentos insensible. Gran parte de la comedia surge de esta ingenuidad voluntaria, que no es mero ejercicio de autocrítica: al exhibir opiniones que le granjean continuamente la animadversión de cierto público poco perspicaz, queda claro que Dunham, más que ridiculizar, crea un personaje.

Las protagonistas de Girls tienen sexo continuamente, pero el sexo que decide mostrarse es del tipo incómodo, del que recrea los aspectos más torpes, mediocres e incluso violentos de las relaciones sexuales. Es, en resumen, un sexo poco convencional… Y qué extraña es esta frase: poco convencional, porque refiere a una cualidad que sólo existe en relación con las convenciones de la tele y el cine, mas no de la vida diaria. Muchas de las anécdotas que se presentan en Girls me han pasado a mí o a personas que conozco. Puede decirse, entonces, que son anécdotas realistas.

En Girls hay, por lo tanto, mucha desnudez. Pero quien más se desnuda es Lena Dunham, la mujer de las “redondeces explícitas”. No sólo cuando tiene sexo, sino cuando llora en una tina con agua tibia, frente a su mejor amiga; cuando decide usar una blusa de red transparente para ir a una fiesta, cuando habla con su novio mientras se cambia de ropa. Sobre todo, en la actual temporada, Hannah se desnuda mucho.

He leído, en Twitter, en Facebook, en los blogs que reseñan y desentrañan cada capítulo de televisión que sale al aire, que no entienden por qué Hannah se desnuda tanto. No lo entienden. No hay razones. No.

El asunto llegó a su momento más álgido cuando, en un evento con la Asociación de Críticos de Televisión, el reportero Tim Molloy, de The Wrap, le hizo la siguiente observación a Dunham:

No entiendo el objetivo de tanta desnudez en el show, de ti particularmente, y siento que me pones en una trampa cuando dices que nadie se queja de la desnudez en Game of Thrones. Pero entiendo por qué lo hacen: porque quieren ser lascivos y, de algún modo, estimular al público. Tu personaje, en cambio, se desnuda en momentos arbitrarios y sin motivo.

La respuesta de Dunham fue simple: “Creo que es una expresión realista de lo que es estar vivo”.

 

He leído muchas opiniones sobre los “motivos” de Dunham para desnudarse constantemente en su show. En algún texto cuyo rastro he perdido en el historial de mi computadora, una bloguera feminista le daba carpetazo al asunto: porque el cuerpo femenino no está hecho solamente para, con su bella presencia, “alegrar el ojo” de quien lo ve. No existe sólo para el placer masculino.

Pero, además de que es una sentencia enteramente cierta, si bien un tanto obvia, creo que hay una postura política de enorme significado en la desnudez continua, sin motivos, de Lena Dunham. Una desnudez subversiva.

En su entrevista con Vogue, Dunham explica que buscaba normalizar lo que es natural para todo el mundo: “ese tipo de sexo”, el sexo que es cotidiano para la gente. Su decisión de desnudar a la actriz que interpreta a su madre, en una escena tan anodina como lo es un momento de intimidad con su esposo, obedece a la misma idea.

¡Qué absurdo que la televisión requiera normalizar lo que es normal! Pero lo requiere. Y es mucho más que la satisfacción de Lena con su propio cuerpo, un discurso tibio del que el mercado se apropia lentamente (pensemos en Dove, para no ir tan lejos), y de los modelos a seguir que las niñas (a las que no les interesa Girls) tendrán en el futuro: se trata de una postura radical. Su cuerpo es una herramienta de subversión, porque lleva aquellos “defectos imperdonables” a la luz. Si el arte moderno rompía las formas sobre la base de la armonía, y al experimentar alteraba un orden, no es descabellado pensar que Lena hace lo mismo con su cuerpo en un medio cuya armonía depende de la convención generalizada que exige la belleza.

Los medios son parte de la cultura que permite construir representaciones sociales. Ver, leer, escuchar: todo moldea sensibilidades. Lo que he leído, lo que he visto, lo que he escuchado, lo que he usado como ejemplos y base de mis argumentaciones, está allá afuera, en el corpus de la cultura misma, nodentro de mí, en un hipotético chapuzón hacia los confines de mi alma.

Es un reclamo justo exhibir los modelos destructivos de imagen, su papel protagónico en las representaciones que nos permiten reconstruir la realidad. Si esto sólo pasa con el cuerpo y la imagen, ¿cuánto más falta, cuánto más debe transformarse?

El medio es el mensaje y el mensajero.

¿Entonces? Que Lena se desnude. Que se desnude más y sin motivo.

 

Pienso ahora también en la frase de Franco que utilicé muchos párrafos arriba. “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”. Pienso en mis amigas, en si estamos o no representadas en Girls, con las diferencias de clase, de circunstancia, de lugar en el mundo. No del todo, eso es cierto, pero a veces… El tema más importante en Girls es, a final de cuentas, la amistad que hay entre ellas. La solidaridad femenina. Resulta triste admitirlo, pero en eso, de una manera importante, también es radical.

 

 

Bibliografía

Ensayos impertinentes, Jean Franco. Editorial Océano – Debate feminista.Selección y prólogo de Marta Lamas.

Prácticas sociales y representaciones. Bajo la dirección de Jean-Claude Abric. Presses Universitaires de France (1994). Ediciones Coyoacán.

After Theory, Terry Eagleton. Penguin, 2004.

Miss Representation, Jennifer Siebel Newsom. Girls’ Club Entertainment, 2011.

“De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, en revista Comunicación, Carlos Colina. Centro Gumilla, Venezuela, 2000.

“Silence Is a Woman”, en The New Inquiry, Wambui Mwangi. Junio 4 de 2013.

 

Mi problema del café

Tengo un problema de café en la oficina. Que no tengo. Que no puedo obtener buen café. Que mi aprovisionamiento de café es insuficiente, inestable e irregular. Sólo cuando llevo café de mi casa soy feliz. Pero, ¿cuándo puedo llevar café de mi casa? No siempre tengo tiempo. Ahora parece que podemos programar la cafetera, pero todavía no sabemos cómo. Y poner el agua, el filtro, el café, esperar a que esté, o con el expresso que ahora es otra opción de la cafetera, con la cucharita y a presión, también hay valioso tiempo perdido. De todas maneras, cuando llego, con todo y el termo, ya está un poco frío. Y calentarlo en el microondas de la oficina traiciona su propósito. Tengo las siguientes opciones a la mano: una) el asqueroso café de la oficina, el proverbial café sabor a calcetín que sin embargo, me informan, causa gastritis. Recurro a él sólo en situaciones extremas. Dos) el café del Círculo K, Punta del Cielo, que como puede ser bueno puede ser malo y a veces tiene un aroma rancio y desagradablemente intenso: es necesario rebajarlo con sustituto de crema y azúcar, lo que resulta indigno. Tres) el alto del día del Starbucks, que me acelera el pulso demasiado. Y agregarle leche deslactosada light todos los días es un gasto y unos minutos formada y un ablandamiento de mis ideales radicales que no me puedo permitir. Hay una cuarta opción oculta, el todavía más indigno café del Seven-Eleven. Jamás recurro a él. Hay una quinta opción, que creí era la buena, pero que resultó no serlo: la cafetera Nespresso de mi jefa. Me compré mis capsulitas, a un precio absurdo. No es bueno, no es práctico, no es barato. Lo descarté. Como último recurso, me compré café soluble. CAFÉ SOLUBLE. De ese tamaño es mi desesperación. Un Nescafé de granos tostados y verdes, con más antioxidantes que el té verde, indica. Peor es nada. Más o menos. Con una colega que padece la misma adicción hemos proyectado comprar una cafeterita y compartirla. Nunca lo haremos. Seamos realistas. ¿Cuándo caí tan bajo? En la universidad trabajé año y medio en el Dos Minutos café, que tenía una mezcla de café muy buena y a la que no me entregué sino hasta muy al final. Y ahora soy una adicta, una maldita coffee snob, todo el tiempo compramos café, probamos nuevos lugares, nuevos granos, nuevos tipos y alturas y tuestes. Nuestro favorito es el pluma Oaxaca. Lo descubrí cuando fui a Huatulco a lo de la investigación. Al otro día el hijo de don Octavio me llevó a ese pueblito, Pluma Hidalgo, a media hora de Huatulco sobre una montaña, con un microclima frío y neblinoso. Le compré un kilo a un viejito en un molino antiquísimo, oloroso a granos frescos. Es el mejor café que he probado. En el DF sólo lo venden en una oficina dentro de un edificio horrendo de la Condesa, sin moler, lo que no nos resulta práctico. Y busco, busco, busco. El café Do Brasil enfrente de la glorieta de Vertiz, al que le creí el show de la vejez y el molino gigante y las poquitas mesas. Un café veracruzano mediocre. A veces recurrimos al café molido de Starbucks. ¿Es indigno? Es indigno. Pero es mejor que nada. A veces tiene buen cuerpo, buena acidez. Pero seguimos añorando el pluma. ¡Ay! ¿Por qué todo es tan difícil en esta vida, por qué?

 

 

I want you to deal with your problems… by becoming rich!

Junté algunas ideas sueltas sobre The Wolf of Wall Street, de la que es improbable decir nada original a estas alturas pero, de todos modos, las escribo a continuación:

(obviamente, hay múltiples spoilers)

Animalidad

Jordan Belfort es un lobo. Pero no es nada más una metáfora. Hay mucha animalidad en él, en lo que hace, en la gente que lo rodea. Y la idea no es sutil. ¿Cuál es la primera frase de la película? The world of investing can be a jungle.
Bulls.
Bears.
Danger at every turn.

Estos tipos son animales, punto. Y Scorsese se da vuelo mostrándolos en sus fases animalescas. En la estampida:

Mientras devoran a la presa, por el placer -puro y primitivo- de la depredación:

Pero la presa no es ésta, sino minutos antes: cuando, en complicidad con el jefe y los altos mandos, Donnie Azoff cagotea, humilla y elimina al corderito que limpiaba la pecera.

(también, mientras interrogan al mayodormo que tuvo la osadía de organizar una orgía gay en el departamento de Jordan, es demasiado explícito el gusto de aterrorizar, castigar, territorializar).

Además.

Cuando aúllan, cuando literalmente aúllan:

En el canto tribal de la selva (que le ride tributo a la cabeza de la manada: finalmente, los lobos son animales gregarios):

Wolf, wolf, wolf.

Lo que más me gusta es que Jordan, como lobo, reacciona a su entorno con instintos animalescos. ¿Qué es el inesperado putazo del quaalude sino el disparo o la herida violenta que derriba al animal de caza? ¿Y cómo reacciona Jordan sino haciendo un mesurado listado de los recursos con los que cuenta para sobrevivir al peligro?

I can crawl!

La imagen me recordó una frase del cuento Casa inundada de Felisberto Hernández: “Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido”.

Paréntesis necesarios y obvios: qué gran pieza humorística es toda esta escena. ¡Cuánta comedia física! Leonardo se estrena en el slapstick más tradicional (o, como lo explica el hiperculto Ernesto Diezmartínez, un Jerry Lewis en drogas).

Otro paréntesis: la lucha para mantenerse en funciones y alerta durante el viaje me generó una sensación como de sueño. Jordan se arrastra, babea, maneja, babea, entra a su casa, babea, intenta arrebatarle el teléfono a Donnie, babea. En esa batalla contra la inmovilidad, contra la imposibilidad de articular palabras, hay, para mí, una lucha como la que se libra dentro de los sueños.

Hace poco soñé que despertaba y no podía hablar: miraba la puerta, el pasillo, el contorno de mi cara sobre la almohada, y la voz no salía. Seguramente abrí los ojos también. En Paprika hay una escena similar, cuando se pasa de un escenario a otro a través de una tela elástica que no termina de romperse:


¡Ansiedad onírica! En el sueño, el cuerpo no reacciona y hasta los movimientos más simples son como pesados, lentos y dificultosos.

En la escena hay otro elemento ligeramente inquietante: mientras habla con su abogado, antes de que el Lemon le haga efecto, Jordan dice una frase que al espectador le resulta cien por ciento comprensible (I didn’t try to bribe anybody!), pero que a su interlocutor ya le suena al washawasha posterior. En esa breve anomalía se contagia un poco de la confusión que experimenta Jordan (o, como dijera Alonso Ruvalcaba en su ensayo al respecto, ahí se encuentra un botón de subjetividad).

Finalmente, cuando llega hasta Donnie, ¿no es toda la pelea alrededor del teléfono (y un teléfono además, que es el arma que empuñan para practicar su animalidad) una pelea entre el lobo alfa y el beta por el pedazo de carne? Se muerden, se arrastran, son lobos que luchan entre sí; es la ley de la selva:

Y POR SI NO QUEDARA CLARO, después de salvar a su amigo de una muerte violenta y estúpida, Jordan aúlla como gorila:

Además.

Cuando es atrapado (en el vuelo rumbo a Suiza), gruñe y gimotea como animal que cayó en una trampa. Véanlo, es un cachorrito de pronto:

Otro animalito:

Dos últimas:

La primera vez que fuma crack con Donnie, Jordan quiere correr, ¡correr como leones y tigres y osos! Las drogas son el shot de adrenalina que en los animales se manifiesta en la estampida gozosa.

El detective.

Si estos tipos son animales de caza, ¿quién los captura? Un animal más inteligente. Un ave de presa.

Que además, extrañamente, *parece* un halcón, un águila, un ave rapaz (en guapo).

El tipo que es “straight as an arrow” es aquel que termina de esta forma, porque así funciona el sistema: la rectitud no tiene recompensas. Y eso lo hace todo aún más inmoral.

 Notas intermedias

La escena de la rapada es un gang rape brutal. Estos tipos se cogen lo que quieren, enfrente de los demás si hace falta. Ella parece esperar que la valentía de sentarse ahí le gane el favor de quien sostiene la máquina de afeitar, pero no: ante los animalescos gritos de scalp scalp scalp, es rapada frente a todos. Después, tambaleante, con las pocas hebras de pelo que le quedan, se retira con el dinero que ya sabe sucio, corrompido, mientras a su alrededor se desata la bacanal.

¡Y qué bacanales! Ya han dicho qué dionisíacas orgías se emprenden aquí. La imagen misma es como de composición clásica, griega:

Como de pintura renacentista:

Miren la posición de los dedos: ¡dedos renacentistas!

De Rubens:

De barroco, con atención en el objeto de arte, como este hermoso zapato Gucci (que creíamos Ferragamo):

Como nota feliz, ¡Fran Lebowitz!

Occupy Wall Street bis

Estos tipos son vendedores, eso es lo único que hacen bien. Y Jordan es un gran líder. Motiva a sus empleados, cree en ellos, conoce bien los talentos de cada uno, los alienta. Todo él es una lección de liderazgo, de emprendedurismo como lo conocemos hoy: la capacidad de entablar relaciones emocionales con tus empleados (para, quizás, dejar que ellos hagan el trabajo sucio por ti).

(Para este papel se necesitaba un vendedor con mucho carisma, es decir, un seductor, es decir, un gran actor, es decir, Leonardo DiCaprio.)

También hay una fábula de mentores y aprendices. También esto es entorno empresarial: todo lo que aprende de Mark Hanna lo hereda después a su pequeña manada.

(Por cierto, ¿hay algo mejor que Matthew McConaughey? Su brevísima escena es tal vez la más disfrutable de toda la película.)

No hay glorificación. Scorsese, Terence Winter y el mismo Leonardo DiCaprio tratan a su héroe con condescendencia. Siguen el libro de Jordan Belfort al pie de la letra -según he leído-, pero lo hacen con ironía, una ironía que celebra y también se burla: así como Jordy embauca, es embaucado. También a él le ven la cara: su yate horrendo, el banquero suizo, la esposa interesada.

Sus discursos son retorcidos, porque encarnan un sueño americano retorcido: the beautiful house, the beautiful wife, the beautiful kids. En lo más burdo, The Wolf of Wall Street es una fantasía que se ofrece al espectador. El desfile de excesos comprados con dinero funciona como un moderno cuento de hadas: aquí lo imposible, aquí lo irrealizable, aquí lo fantasioso. Más que un espejo de la sociedad (aquí y aquí), es el espejo de sus sueños, de lo que quiere y no puede tener (y que otros, talentosos usureros, pueden conseguir y, además, ser admirados por ello).

We are the common denominator, dice Mark Hanna. Tipos como estos mantienen el sistema atado con alfires: ellos, Robin Hoods, roban al más rico para echárselo directo a su bolsillo. Pero en el robo hay un revanchismo de clase. Éste es el discurso oculto en The Wolf of Wall Street, uno revolucionario, anárquico, anti-sistema. Al enseñarles el guión que deben seguir para vender las acciones de empresas miserables, Jordan los anima con un nuevo target: the wealthiest one percent of Americans.

¿Qué tan masiva era la idea del 1% en los años noventa? Sé que existía, ¿pero tenía una relevancia cultural como la de ahora, a la luz del Occupy Wall Street y otros movimientos? Los discursitos con los que Jordan motiva a sus empleados pueden muy bien aplicarse a nosotros, los espectadores. Porque en su entraña el mensaje toca la fibra de la clase media. Hacer dinero para pagar la tarjeta de crédito, para tener un mejor trabajo, para alcanzar una vida más digna. I want you to deal with your problems by becoming rich. Hacer dinero como revancha social: nosotros, espectadores, sentados, pasivos, empleados, el engranaje más bajo de esa rueda.

La justicia también es una artificio: Jordan pasa poco tiempo en la cárcel y después se vuelve gurú de auto-ayuda. Ese es el final lógico y natural en esta sociedad. Adorar estos ídolos. Estos que mientras orinan gritan un gran, sonoro FUCK YOU, USA.

 

 

Mástil

Necesidad de escribir, pero no aquí, que de pronto se torna demasiado personal (confesional, público, abierto, incluso: leído).

La mudanza. Ideas que serían otras ideas, ya discutidas, ya escritas, ya desprendidas. La novedad de todo, la triste novedad de todo: encontrar una nueva tiendita, una nueva verdulería, dónde venden pan, o tortillas, o papelería, o un sastre; descubrir todo, otra vez: qué cansado, qué emocionante, qué agotador. Quisiera quedarme quieta (qqq) como un faro y ya no tener que moverme. Siempre me muevo. ¿Cuántas veces me he mudado en la vida? Más de veinte. Los objetos en una caja, el proceso de tirar basura en bolsas negras, de mirar los libros una y otra vez, de encontrar lo que no sabías que tenías, de meditar qué harás con esto, si lo necesitarás, si lamentarás deshacerte de él. Y todo es como provisional, aunque espero que no, que esta vez no. Luego, desear dormir, bajo las cobijas, con las cortinas cerradas, sintiendo una respiración contigua, sin pensar demasiado que hay que organizar y reorganizar la vida y que todo cambia y todo muere y todo podría continuar en cajas por siempre, por siempre.

 

 

Querétaro

Antes de irme a Querétaro soñaba con Querétaro. Mi hermana ya vivía ahí -estudiaba arquitectura- y me contaba todo lo que hacía, y yo quería hacer esas cosas también. Ir al cine con sus amigos o a un bar, lo más sencillo, lo que era imposible en Polo. Era 31 de julio de 2001, tiene que haber sido ese día, el primero de clases en la Preparatoria Sur, pero ahora pienso -acabo de buscarlo en internet- que entonces fue el 28, lunes, y que de tal forma yo llegué el 27 en la noche (también llegué al DF un domingo).

El primer día fui reclutada por las que así, apresuradamente, podían perfilarse como las desmadrosas del salón. Fuimos a un billar. Yo no sabía, ni sé, jugar billar. Pero tomamos chelas y uh, tomar chelas a los quince, adultamente, con gente de tu salón que no conoces. Después todo se fue acomodando y la prepa fue una enorme piscina de agua tibia, con caras nuevas todos los días, porque era tan grande que yo juraba que siempre veías a alguien que nunca habías visto, lo que era lógico con mi mente pueblerina, de haber tenido sólo tres compañeros en sexto de primaria.

¿Es que todos los lugares me cansan? Los amo mucho y luego nada. Querétaro fue hermoso hasta que dejó de serlo, como Polo cuando llegamos -porque a Polo también llegamos, en 1992, cuando yo tenía seis años- y ahora mismo con el DF, al que todavía reverencio pero del que empiezo a desear separarme (aquí nací, aquí están los recuerdos primigenios, como de sueño).

Ahora que fui, un poco por el trabajo y otro poco para visitar amigos, entendí que mi relación con la ciudad es diferente. Ya no puede herirme, insistir con eso sería absurdo, infantil (aunque soy infantil): las rutas de camiones, malignas; cómo se piensa (pero no todos piensan igual). En la terminal entré al baño y una señora detrás de mí empujaba a su niña, no más de tres años, para que aprovechara y entrara detrás de mí, y la niña la miraba confundida y temerosa, así que la tomé de la mano y nos metimos juntas y le indiqué dónde, y no dejaba de pensar en cómo una señora puede hacer eso, por qué, no parecía que no tuviera cinco pesos sino que más bien le daba flojera o codo desembolsarlos y prefería que la niña entrara sola y guardara ese recuerdo insustancial pero acaso humillante, que de alguna forma moldearía su forma de ser. Cosas así. Tal vez insisto en meter todo al mismo costal, imaginar un temperamento queretano que igual no existe, pero al otro día, cerca de la fuente de Neptuno, había un señor en una jardinera, pelo largo canoso y sin zapatos, cantando a todo pulmón una canción obscena con una guitarra imaginaria, puras inocencias, “los calzones cagoteados” y “pinches” y demás, y la gente lo miraba escandalizada y apenas se permitía una sonrisa tímida, y volví a mi costal del temperamento queretano. También recordé (¿he confirmado este dato?) que no hay sanatorios mentales en Querétaro y que la solución es dejar que estén ahí, vagando confundidos y ensimismados por la calle, o meterlos al Cereso. Un Querétaro triste.

Pero también, una noche en la terraza de Carlita, estaban ahí Triquis, Fanny, Ribón, el Abuelo, Geritas, Edgar, Lois, y otros, y nos acordábamos de cuando alguien se caía en la prepa y la regla inamovible era salir del salón, señalarlo y gritar AH AH AH como tontos, y cómo era graciosísimo y muchos se asomaban de los salones y los pasillos del segundo piso, y todo era una misma cosa. De los demás: algunos ya casados, con hijos, con trabajos importantes o no, viviendo ahí o en otro lugar. Las personas sólo existen en el recuerdo de otras personas.

Además, es una ciudad bella. Siempre he pensado que vivir la adolescencia en una ciudad colonial de mediano tamaño es perfecto (así como vivir la infancia en un pueblo es perfecto, y la primera adultez en una capital monstruosa es perfecto, por tanto supongo que he hecho bien las cosas). Algo más: muchos recuerdos que creí domados, clasificados, siempre presentes, no estaban del todo aceitados, y sólo al andar por las calles y avenidas aparecían con su solidez exacta. Es necesario volver a todos los lugares.

Borges miró esta pequeña, amarilla, refulgente ciudad en El Aleph. Esta parte la escribí en mi “texto oficial/serio” al respecto, pero: entre las maravillas del mundo que sus ojos recogen, entre las pocas ciudades que nombra, está “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”.

 

2013

Viajé mucho gracias al trabajo.

 

Ciudades que fueron como un sueño.

Un día en París. Un día en Río de Janeiro. Un día en Nueva York. Un solo día.

 

Pisé los aeropuertos de Dallas y Houston, dos formas de estar y no estar en Texas, lugar que me causa una enorme curiosidad. Sólo en Dallas, en el tren aéreo de una terminal a otra, vi a lo lejos el skyline ultra-moderno, medio borroneado por un aire caliente y espeso.

 

Vi muchos mares. En la mayoría nadé, otros -fríos, lejanos- sólo los admiré, y todos me despertaron cosas distintas.

 

El Cantábrico en la costa vasca francesa, el Atlántico que baña Brasil, el Caribe en Tulum  y en La Habana, el Pacífico en Acapulco y en toda la costa de Jalisco (Costalegre la llaman: abarca los municipios de Cihuatlán, La Huerta, Tomatlán y Cabo Corrientes), también fui a Manzanillo y, en Chetumal, nadé en las aguas de Bacalar: no es un mar pero se parece o es más hermoso que el mar, de un azul turquesa intenso, con piso de arena blanca y corrientes cálidas, con tanto azufre que no hay animales en su interior.

 

Descubrí a los siguientes autores: Alice Munro (y aclararlo, por la dignidad o el ansia de originalidad: meses, pocos, antes del Nobel), Eloy Tizón, James Baldwin, Leopoldo Marechal, Felisberto Hernández.

 

Probé el LSD por primera vez en Acapulco. Fue como entrar en un sueño, vivir el sueño. Las alucinaciones -nada terrorífico, nada que pudiera dar pie a un lugar común- estaban hechas de materia onírica. El sol brillaba de otra forma sobre las ondulaciones de la arena, una arena viva que palpitaba.

 

Vi una tortuga marina del tamaño de una lavadora, nadando en el mar de Manzanillo: yo estaba encima de un barquito y de pronto la vi, en una parte profunda. También vi una víbora. No me desmayé. Ahí estaba. Ahí me esperaba. Me hizo más fuerte.

 

Xalapa con sus edificios manchados por la humedad, la fiesta de una editorial allí mismo, y a la que no fuimos invitadas, y donde bailamos hasta la deshidratación; San Miguel de Allende, un antro mirrey, ¿cómo terminé ahí? Fui a un evento, los errepés, la mamá de la errepé argentina, hablamos de Buenos Aires, me dijo que a veces manejaba por la noche y que le gusta mucho la ciudad y yo sentí mucha nostalgia, y después tomé de más, como nunca, y la cruda fue tan dolorosa y volvimos de San Miguel por la mañana, a gran velocidad, y en cada curva desfallecía, y tuve que escribir un reportaje urgente (y serio, de un tema serio) en esas condiciones, ¿cómo lo logré?

 

Fue un año difícil. El principio y el final. Preocupaciones por la enfermedad de mi madre, por la cercanía de la muerte, por el futuro de mi padre, de mis hermanos, por la familia que te divide en pequeñas partes que siempre te duelen, que ya no dejan de dolerte. Evasión. Dolor en la distancia. Fracasos personales, un sistema de las cosas traicionero, una forma de madurar.

 

No fui a muchos conciertos. En 2012 fui a muchísimos, y buenos. Ahora sólo recuerdo el Corona, donde estuvimos en nuestra burbuja, en las gradas y otros espacios del VIP, porque la vejez ya no nos permite otra cosa, y el Ceremonia, que fue horrible y denso por muchos motivos, y del que después preferimos no hablar.

 

Este año concreté mi vocación. Veo un final al libro del Fonca. Falta muchísimo. Nadie reescribe o corrige tanto como yo (hipérbole). A veces son cosas neuróticas. Una coma que quito y pongo y quito y pongo, pero también: una descripción desacertada, un inicio flojo, un personaje difuminado, un final que no llega. Una idea que no puede ejecutarse. Muchas páginas escritas a mano y muchos inicios, y mucha corrección y relectura. Siempre ha sido escribir, siempre lo ha sido, pero nunca con tanta adultez como ahora.

 

Adultez será la palabra de 2014.

 

El amor estuvo en mí. Fui amada y amé (y todavía, y seguirá). Un futuro nuevo se abre para nosotras. Nada se compara a la calidez de la otra persona, a la que se procura y que te protege. Pero también: vivir con alguien te desnuda. Todos mis berrinches matutinos, mi mal humor, mis recaídas, mis enojos, mis decepciones, todo lo que resulta molesto de mí, de mi forma de ser, de mi forma de llevar una relación, la frialdad y la distancia, están ahí a su disposición, y nada se recoge u oculta. Pero luego nada se compara a mirar los ojos de J y saber que ahí está todo, ahí empieza y termina todo, y ya no quieres irte de ahí jamás. Y desear ser mejor. Como mi gran amigo me escribió: amar mejor, más adultamente.

 

Claro que espero viajar. Viajar por mis propios medios además de las agradables y emocionantes sorpresas del trabajo. Leer y escribir más. Amar y entender otras cosas. Esperar y cultivar otras. Tomarlo. No dejarlo.

 

 

Acto ruin de la semana pasada

Quería escribir de la semana pasada, el día en que ocurrió, y luego ya no lo hice y los días se fueron desdoblando. Pero siento que debo consignarlo, por la diversión de consignarlo nada más. Esto: le pegué a una señora en el metro. La frase me sorprende ahora tanto como el hecho mismo ese día.

Pero el contexto: el viernes, por ejemplo, que fue el día que subieron el metro a cinco pesos. Una semana en la que, para colmo, mi tarjeta (con más de 50) fue inexplicablemente invalidada y en la que pasé como tres veces gratis haciendo mis prudentes reclamos a los polis de los torniquetes, que me recomendaron ir a la oficina de Juárez a reponer mi dinero. Lo pensé demasiado. Pero el tiempo es dinero, concluí. El sólo hecho de desviarme al salir del trabajo a reclamar 50 mugrosos pesos era más costoso que esos mismos mugrosos mugrosos, robados, 50 pesos.

Y llegó el viernes y yo no tenía ni un boleto, no había hecho mis providenciales compras de pánico, pero estaba tranquila porque era el #posmesalto (nota para el futuro, para otro lugar: la protesta ciudadana contra la alza) y podía aprovechar para unirme al acto subversivo y liberador. Pero llegué a Chapultepec y la gente pagaba sumisamente y sumisamente, en fila, introducía su boletito o pasaba su tarjeta en el torniquete. Resignada, me formé en la taquilla y ¡cuatro boletos por veinte pesos! Cuando llegué -o volví- al DF en 2008, con 20 pesos podías comprar 10 boletos. En cinco años, un aumento del ¿150%? ¡Maligno! Lo que antes alcanzaba para una semana de traslados ahora se gasta en dos pinches días. Lo peor, lo más humillante, lo más Murphy del día: al bajarme en Miguel Ángel de Quevedo, reducida otro poco, siempre reducida después del metro (no sólo la incomodidad y lo indigno: lo que ves, lo que entiendes), había muchachos con cartulinas vociferando nuestro derecho a pasar gratuitamente, y la gente se saltaba, torpe y gozosamente, los polis viendo (los muchachos diciendo ¡poli!, ¡poli!), la algarabía que no me tocó, el acto liberador del que no pude ser parte.

Entonces llego el lunes, primer día del aumento, esperando en lo íntimo, no una mejora instantánea ni un servicio de primera, sino ya aunque sea menos gente, por pura lógica de mercado, ¡y Barranca del Muerto, inicio de estación, primera parada de la línea siete, siete con treinta minutos de la mañana, ATASCADA! El andén, intransitable. Los trenes que llegan no abren las puertas sino hasta la siguiente estación, Mixcoac, ahora rebasada por el flujo que viene de la nueva línea dorada, y puedes estar ahí minutos, minutos, minutos eternos, esperando tontamente, como ciudadano pisoteado. Después de muchos trenes, llegó uno que abrió las puertas justo frente a mí y, momento: soy rápida, soy ágil, soy veinteañera. Conozco los pormenores del transporte público, ¡pocos hacen operaciones de traslado a dos pies más rápido que yo! Y en el momento en que ponía el pie por delante, una señora detrás de mí sencillamente dejó caer su humanidad de manera violenta, atrabancada, BESTIA.

En la operación me machucó un dedo. Pero un machucón. Un Señor Machucón. Una aplastadura que me dejó la uña chata. Y el dolor fue tan intenso, tan rápido, tan mortal, que mis sentidos se obnubilaron y no hubo raciocinio, premeditación ni planeación alguna: con una fuerza que no conocía en mí, levanté el brazo y lo dejé caer con dolorosa furia sobre su espalda, al tiempo que lanzaba maledicencias varias. Todo esto en menos de un segundo. Recuerdo vagamente que la señora -su rostro es una mancha- volteó la cabeza sorprendida, pero leo su sorpresa como la del malhechor que, habiéndose salido con la suya todas las veces, recibe el castigo no con culpa o arrepentimiento, sino con inesperada catarsis. Sabía que se lo merecía y que se lo venía mereciendo desde hace mucho, pues seguramente ese era su modus operandi cotidiano.

Luego de haberla golpeado, fui a sentarme en una silla que milagrosamente estaba vacía. Tal vez me la reservaban, pues de pronto era la hembra Alfa de ese vagón. A mi alrededor se hizo como un círculo. Sentí que me veían, que me temían, que era a la CRAZY EYES del lugar. En cuanto me senté, temblorosa y adolorida (el dedo me palpitaba), empecé a sentirme avergonzada. Le pegué a una señora. ¿Quién, yo? Soy la persona más cortés y ciudadana por no decir pendeja de la vía pública: cedo todos los lugares, dejo pasar a toda la gente, digo gracias compermiso de nada buen día vaya con dios, ¡todo! En circunstancias normales no le pegaría ni a mi reflejo. La verdad, me sentí mal. ¿Tenía que pegarle? ¿Cuál era la edad de la señora? ¿Le dolió? ¿Me pasé? ¿Volverá por mí y me agarrará del pelo por detrás y me obligará a enfrentarme a ella y ahora, sin la adrenalina y ofuscación del dolor, no sabré cómo responder y si me pega me quedaré ahí sentadota recibiendo sus arañazos o por el contrario me levantaré y desquitaré en ella y en su cuerpo de señora la frustración, impotencia y coraje por las condiciones de traslado y vida a las que me obliga esta ciudad de mierda?

Por eso, hundí la cara en mi libro durante seis estaciones. Y en Auditorio  me levanté de un brinco y corrí a la puerta siguiente y caminé lo más rápido que pude entre los ríos de gente, subí las escaleras con trote seguro y emergí del túnel subterráneo bañada en vergüenza y extrañeza de mí misma, repitiéndome que huir de esa forma era lo más ruin del acto, pero que debía salvaguardar mi pellejo y mi poca dignidad y después, en el trabajo, a lo largo del día, en el tráfico o cuando me fui a cortar el pelo, relaté la anécdota con pena y orgullo secreto: sí, le pegué a una señora. Chingue su madre.

 

18 de diciembre, tarde

Me pasó algo hermoso. Facebook reserva una bandeja de entrada diferente, y oculta, para los mensajes de personas que no son tus ‘amigos’. Acabo de darle click sin querer. Y entonces algo de hace tres meses:

Hi Lilian,
My name is Peter. I met you a few years ago on a wine tour in Argentina. You left early the next morning from the hostel and left me a note that you had to leave early for Santiago.
I recently moved and went through a lot of old papers of which I found the note from you. So I thought I’d say hi.

(aquí me cuenta de qué va su vida y otros detalles personales)

I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
If you’re ever “estado lado” look me up.
Regards,
Peter
PS Dora! is my Hollywood name. It was a joke that stuck 30 years ago.
Firma: Dora Exclamationpoint

Al leerlo me encontraba cocinando una receta que “aprendí” (vi cómo cocinaban) en el sórdido hostal de Cartagena. Esa vez quizá tenía demasiada hambre, pero mientras veía a las señoras cortando el cebollín y las zanahorias, vertiendo el jitomate de las sardinas en el arroz, la boca se me hacía cataratas. No lo probé y no he conseguido a la fecha el sabor que yo imagino que tenía. Es una receta elusiva. Cuando fuimos al tour de vinos acababa de intentar cocinarlo por segunda vez y compartí con Peter un tupper del arroz rojísimo, picante y oloroso en el camioncito que nos llevó al primer viñedo.

Escribí de él. Lo otro que recuerdas más de los viajes es las personas que conoces durante ellos. Atesoro las caras, insisto en fijarlas en mi mente. Me enternecí tanto al comprobar que Peter conserva esos recuerdos, que fui fijada también. No hubo un lazo fuerte: nos vimos durante un solo día, no hubo atracción ni comunión de almas, pero en el día que compartimos existió un intento honesto y alegre por tender un puente con otro ser humano. Lo conocí en el hostal de Mendoza: una tarde volví a cambiarme y encontré que había nuevo inquilino en el dormitorio. Eran más de las dos y el cuarto recién limpiado estaba vacío excepto por un bulto en la parte superior de una litera. Tenía su mochila abierta, sus botas de minero algo percudidas tiradas como al aventón, una pequeña torre de desorden alrededor de su espacio. De las sábanas emergía el pelo rubio y escaso. ¿Qué haría un gringo de esa edad en un hostal barato de una ciudad bonita pero medianamente turística en el norte de Argentina? Me pareció, por la escena, que era un viajero. Roncaba tan fuerte que se notaba que estaba cansado, físicamente agotado. O pasa. Viajas y un día, el día que llegas a una ciudad nueva, simplemente no tienes ánimos para salir. ¿Dónde leí eso de que al viajar uno siempre considera “su casa” el hotel donde se esté quedando? Tal vez Peter necesitaba la casa provisional que es un hostal, cuyo funcionamiento brinda la ilusión de un refugio seguro y familiar.

Ese día, mi penúltimo en Argentina antes de cruzar a Chile, estuve caminando por toda la ciudad, cuya extensión y ciertos aspectos me recordaron a Querétaro. Me despedía de todo: de las marcas, de los billetes y monedas, de los mismos comerciales de Claro y los productos para el pelo con información conjugada a la argentina, de la cotidianidad que un país te impone cuando lo habitas un tiempo. Vagué sin mucho rumbo de algún parque a una glorieta larga y despejada, me paseé por un súper como de interés social, de pasillos anchos. Fui a un cineteatro. Me gustaba mucho entrar al cine en Sudamérica, me gustaba seguir viendo películas de la cartelera y no abandonar el hábito, y además me gustaba conocer los cines de allá, los de barrio y los de cadena, y los cineclubs como ese, otra similitud con Querétaro: un teatro convertido en cine. Vi Up in the air y lloré mucho. Volví al hostal y me encontré con Peter por la noche y hablamos un rato; le dije que pensaba hacer el tour por los viñedos mendocinos y como que se interesó, sin tanto entusiasmo. Al día siguiente, más recuperado, decidió unirse de último momento.

Hablamos un montón. Recorriendo los viñedos, en la carretera, en las catas de vino y aceite de oliva, hambreados ambos porque sólo desayunamos mi arroz horrible y durante todo el día no comimos más que panecitos con jitomates deshidratados y mordiscos de uvas. Al volver a la ciudad caminamos un poco por el centro, alrededor de la plaza Independencia que no estaba lejos del hostal y luego por una larga avenida peatonal con árboles, bares y restaurantes, bonita y llena de vida. Nos sentamos en una parrilla con mesas al aire libre y comimos carne, unos enormes pedazos de carne que eran gloriosos con el hambre, el vino y el buen clima. Y platicamos. Fue una charla muy agradable y honesta, tal como escribí en el post de entonces: entre un gringo demócrata y una mexicana de tendencia a la izquierda, con todas nuestras diferencias y puntos de encuentro, en un diálogo que por más políticamente correcto no dejaba de ser verdadero. Peter tenía gestos dulces y calmos, hablaba con lentitud, era súper californiano: un laid-back dude, pues. Al día siguiente yo iba tomar el autobús de la mañana para Santiago, el que va cortando los Andes en curvas demoniacas y paisajes sobrecogedores. Me levanté muy temprano y él seguía durmiendo; como sabía que ya no lo vería, arranqué una hoja de mi cuaderno, le puse que me dio gusto conocerlo y le dejé mi correo, pensando que jamás me escribiría.

Me parece lindo, y mejor, que me escriba ahora. Ahora sí se puede decir de todo eso que fue “hace unos años”. Lentamente queda en el pasado y se vuelve más fácil verlo. La semana pasada me llegó de Buenos Aires un regalo de enorme valor y significado. El intento por fijarnos nos lleva a escribirnos religiosamente, a ser confidentes. Edificamos con cada larguísimo mail un puente distinto. El día que vea a Alén en la cara de nuevo, no sé cómo vamos a hablar, no sé cómo platicaríamos, no me acuerdo ahora ni de su voz. Será descubrir algo diferente.

Ojalá en el futuro se repitan los milagros de recuperar personas momentáneamente.

 

Del regalo:
Cuentos reunidos de Felisberto Hernández, una edición bonita con prólogo de “Elvio Gandolfo, pionero de la ciencia ficción en Argentina”. Se me recomienda empezar con “La casa inundada”. El otro es un “alarde de bibliófilo”: la primera edición de Cuentos droláticos de Balzac, ilustrados por Albert Robida, del que “cabe agregar que fue el primer ilustrador de ciencia ficción” y cuyos grabados “están hechos al acero, con las planchas originales”. Que ojalá me guste (*ñoño se desmaya*). Venían además postales encontradas en libros de viejo, como toda la serie de viajes enviada al matrimonio formado por Óscar y Lilián del 4776 de la avenida Libertador, de 1984 a 1988. Y muchos dulces hipotéticos que jamás llegaron porque en DHL son unos fachos (*robado de mi propio Facebook*).