Acapulco está abandonado. Es decadente. Ya no hay nada. El crimen organizado es un tsunami. Todo está deslavado, arrasado. Acapulco es el cascarón de una buena fiesta. Pero fue hermoso. No voy a Acapulco de manera irónica. En mi infancia fui muchas veces. Familia clasemediera con muchos hijos que al fin y al cabo sólo podía pagar Acapulco. Y todas las incomodidades las vives con felicidad, porque estás en la playa. Volví a nadar en la misma playa en que nadé antes, como antes, con el mismo abandono. Viví un sueño consciente. LSD. Arena espectacular, que palpitaba. Luces. El sueño que es fugaz, entonces fue real y constante. Fue hermoso. Acapulco fue hermoso.
Un adelanto de la larga entrevista a Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar.
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Hoy, 14 de enero, entra en vigor la reforma migratoria en Cuba. Una reforma que vendría a coronar la serie de revisiones que, mal que bien, Raúl Castro ha implementado desde 2008, cuando relevó a su hermano Fidel en el poder.
En los años setenta se decretó que todo cubano, para salir del país, debía contar con un permiso de salida, otorgado por el propio gobierno cubano, y una carta de invitación de alguien dentro del país al que viajaría. Además, casi todos los países del mundo les exigen visa de entrada (incluido México; para resumir, es más fácil nombrar a algunos que no: Namibia, Rusia, Cambodia, San Vicente y las Granadinas). A Cuba la llaman la isla prisión. Los filtros están pensados para retener a los cubanos que, de otra manera, se establecerían de manera definitiva en otro país. Otra forma de decir que se escaparían.
La reforma fue anunciada el 16 de octubre del año pasado en la Gaceta Oficial de la República de Cuba y difundida, casi con fanfarria, por el periódico Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba: a partir de hoy se eliminan tanto el permiso de salida como la carta invitación. El esquema tiene su asegún: el permiso de salir se sustituye por el permiso de tener un pasaporte.
Leí la novela de DeLillo hace unos años y entonces no le entendí. Absurdo y tal vez ignorante, pero al reconsiderarla con la película, quedé impresionada.
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Hay spoilers a continuación.
“…Look. I’m trying to make contact in the most ordinary ways. To see and hear. To notice your mood, your clothes. This is important. Are your stockings on straight? I understand this at some level. How people look. What people wear.”
“How they smell,” she said. “Do you mind my saying that? Am I being too wifely? I’ll tell you what the problem is. I don’t know how to be indifferent. I can’t master this. And it makes me susceptible to pain. In other words it hurts.”
“This is good. We’re like people talking. Isn’t this how they talk?”
Empezaré por el pretencioso lugar común de apuntar algunas cosas sobre la novela de Don DeLillo que se han dicho bastante ya: que es posmoderna, que toma de Joyce, que prevé (pero no prevé: entiende) movimientos como Occupy Wall Street, que revela un mundo rápido, frío, digitalizado hasta la ridiculez. Segundo, que Cronenberg hizo una adaptación tan fiel que los diálogos son textuales de la novela (como el de arriba, apenas cambiado en la película), los que, recitados por los actores con voces monótonas, arrojan más costales en el carrito de Cosmopolis. La hacen lenta. Incluso, para algunos, tediosa, pedante.
Un yuppie de Wall Street quiere ir a cortarse el pelo hasta el otro extremo de Manhattan. Hay un tráfico espantoso, producto de la visita del presidente y del funeral de un rapero sufí. El yuppie, terco, se sube a su limosina, recibe a sus colaboradores (incluida su jefa de teoría, con la que discute asuntos semi-filosóficos como si hablara del clima), avanza en medio de una protesta de anarquistas, tiene sexo adúltero, pierde su fortuna, se enfrenta a la muerte y llora, conmovido; termina con una pistola en la mano y, más adelante, apuntada a la cabeza… En suma, vive. Su odisea dura un día, o una vida. Esto no se sabe. Se intuye.
Hay Cronenberg clásico: un cuchillazo directo al ojo, para no faltar a la costumbre. Pero la odisea de Eric Packer no es Eastern Promises: toda violencia es una promesa. El momento más tenso, cronenbergiano: el peluquero le corta el pelo con los ojos casi cerrados, por anciano o por miope; las tijeras, como navajas, parecen apuntarlo casi por accidente. Para un hombre amenazado de muerte, la silla del peluquero es un sitio donde es vulnerable.
Cosmopolis es una zambullida. Como escuchar música con la cabeza bajo el agua: todo es hipnótico y un poco falso. Los diálogos no son normales, vamos. Esto le queda bien a Robert Pattinson, que puede abandonarse a la robotización de su personaje y aún así entregar líneas hermosas, llenas de verdad y búsqueda. La atmósfera es como un sueño que se ha acomodado en un orden más o menos coherente, sin abandonar su cualidad de irrealidad. El green screen obvio es, posiblemente, una consecuencia del bajo presupuesto, pero también un recurso: este realismo es apenas insinuado. Hay los suficientes elementos para encontrar la vida conocida, los intercambios sociales normales, pero sin reconocerlos como tales: son representaciones, resúmenes de verdaderos intercambios sociales (uno podría decir eso del cine en general, incluso de la ficción).
Los diálogos en Cosmopolis son metadiálogos. No lo que se dice, sino lo que significa lo que se dice, lo que se busca decir, lo que se termina diciendo. Al bajar de su limusina, un anarquista francés le lanza un pastel a Packer. Directo a la cara. Los paparazzis estaban ahí, esperando el momento, y el flash de sus cámaras aparece casi antes del pastelazo. Puede ser esto burdo, otra parodia de la posmodernidad. Pero mientras los policías intentan abatirlo, el francés tiene tiempo de lanzar su perorata. Su manifiesto ridículo. Cómo lleva tres años esperando para hacer este strike. Cómo dejó pasar al mismísimo presidente de Estados Unidos, al que puede empastelar cuando se le antoje. You are major statement, balbuce, con su acento risible. Y de pronto, todas las huelgas de hambre, los desnudos masivos, los blogueros disidentes, ciertas marchas consuetudinarias, se envilecen, pierden sentido, se vuelven tan inútiles como el pastelazo del francés.
Eric Packer, por ejemplo, tiene un avión soviético guardado en una bodega en Arizona, inservible porque le faltan piezas que nadie encuentra. Lo tiene porque es rico y puede darse ese lujo. A veces va a mirarlo, ¿por qué? Porque es suyo. Rápido, DeLillo apuntala la idiotez de las posesiones materiales.
Cuando se da cuenta de que el funeral del rapero que entorpece el tráfico es el de Brutha Fez, al que adora (tanto que su música es la banda sonora de uno de sus elevadores), Packer llora. Abrazado de un negro enorme, como un niño indefenso (y es inevitable, en esa indefensión, pensar en el narrador de Fight Club, que entierra su tristeza en las tetas brutales de Bob Paulson).
A mediodía, cuando Packer aún no se desmorona, cuando está en la cumbre de su odisea, o a mitad de su vida, da lo mismo, aparece de refilón un pelón y triste Paul Giamatti (un detalle en medio de la película, casi invisible, otra vez: cronenbergiano). Al final, resulta que él es la amenaza de muerte. Un ex empleado, que recita sus diálogos con una toalla en la cabeza. Siempre es un idiota, sin motivos. Packer intenta hacerlo entender. La violencia tiene motivos, debe ser visceral. Debe tener una verdad. No esto. Esto es una imitación, un síndrome, algo que se te pega de otros. Esta no es tu sensibilidad. Pero el hombre patético con la toalla en la cabeza ha llegado demasiado lejos, a pesar de que logra entender un poco que a este crimen no lo lleva ninguna fuerza social opresora, que no hay inevitabilidad en él. “Por tu departamento y por lo que pagaste por él, sólo por eso. Por tus chequeos médicos diarios. Por eso. Por tus ideas”. Todos los crímenes violentos que sucedieron por nada aguardan ahí. Toda la locura del mundo. Los asesinos de In cold blood. Columbine y Connecticut.
En una parte, la dealer de arte cachonda (Juliette Binoche) dice una frase que suscita risitas: el problema de la vida es que es muy contemporánea. Ésta es la sustancia de Cosmopolis. Hay más ideas sobre el sexo, el tiempo, pistas de cómo el día de Packer es, en realidad, su vida. Breve pero feroz, Cronenberg hizo que la novela de DeLillo se encarnara, tuviera colores y sonidos. ¿No sabes esto? ¿No es esto cierto? repiten los personajes una y otra vez, como preguntas que sirven de argumentos, y que al enunciarse confirman lo que anteceden. Mientras tanto, Packer espera el disparo –que tal vez nunca llegue, porque esa muerte que imagina quizá no aparezca mientras esté esperando por ella.
Anoche soñé que me moría. Entonces, en el funeral, estaba otra versión de mí, viva, que lloraba. Y otra versión, desdoblada, consolaba a la que lloraba. Y yo era todas a la vez. Me abrazaba: abrazaba a una Lilián que tenía el pelo sobre la cara, sintiendo mucha pena por ella.
Es casi casi que un sueño barato.
También, últimamente, sueño mucho con serpientes. Mi fobia. En uno de los sueños, mi hermano tan querido, mi hermano que se fija en las películas en qué minuto y en qué segundo sale una y luego me avisa, se divertía arrojándome una a la cara. Mi hermano que es tal vez el más sensible con mi fobia. En otro sueño caminaba a través de puentes de madera sobre el mar, y ellas brincaban del agua cada tanto. Pero no debía detenerme. Esta sensación es la que más temo: el día, que tal vez tenga que llegar, en el que me encuentre con una.
Caminábamos por la calle Obispo, atestada. Esta calle no sería diferente de otra calle en otra ciudad turística: San Miguel de Allende o Cartagena o Buenos Aires. Nos metimos a una tienda de artículos de música. No había mucho qué ver. Al salir, vi a Rashida Jones entrar. Y yo: ahíestárashidajones. Y J: pues háblale. Y yo: no, pero cómo crees. Y después de un rato, pues fui. Nunca hago esto, me defendí (pero la verdad sí, a veces). Me dijo que no subiera la foto en Facebook porque se podría meter en problemas (los estadounidenses no pueden viajar a Cuba, a menos que sea con un permiso especial, o les ponen diversas multas). Fue el detalle gracioso. Era lunes 31 de diciembre y hacía un calor húmedo en La Habana. Después de eso nos sentamos a tomar una cerveza Cristal en un lugar con músicos coquetos. Son expertos en reconocer nacionalidades. Lo que daría cualquier cubano por recibir propinas en moneda convertible. Al final de la calle Obispo, El Floridita estaba tan atascado que apenas se podía caminar: varios rubios se sacaban fotos abrazados de la escultura de Hemingway, borracho de trece daiquirís, su récord. Afuera de ahí saqué esta foto que a algunos les pareció contradictoria:
¿Qué hay de contradictorio? La gente usa ropa usada. La gente no odia a Estados Unidos, quizás porque su gobierno machaconamente les repite que deberían hacerlo.
Comimos en otro privado, en una casa que tenía pericos australianos. Pedí una chuleta de cerdo que era tan grande que Carlitos se la terminó toda. Afuera de ahí, vistas impresionantes de La Habana. La Habana, ciudad hermosa, ciudad que fue majestuosa, ahora abandonada.
Las fotos que me toman casi nunca me gustan, pero ésta sí.
Les preguntamos a Carlitos y al señor Luis qué cenarían. Pollo, decían. Yo sufría. Está mal, a ti qué te importa y además no haces nada para cambiarlo, pero sentirse mal es una costumbre.
En la noche fue la cena de Año Nuevo en el Cabaret Parisien. Colas para entrar, colas para todo. Nos sentamos. Y yo: nomamesahíestáeldeBreakingBad. Pero decía: no, sería una coincidencia muy ridícula. No puede ser que vengas a la capital del único país comunista de América a encontrarte a las estrellas de dos shows de televisión gringos que te encantan. Lo veía, entonces. Estaba de espaldas a nosotros, sentado con su esposa, que lo ama. Se aman. Era palpable. Era hermoso. Pero yo sopesaba: ¿será? ¿No será? Cómo saberlo, estando de espaldas, con las luces de colores del show cayendo de manera vertical sobre él. Me levanté al baño mientras J salía a fumar. La alcancé afuera, y él estaba ahí, apagando su cigarro. Nuestras miradas se cruzaron. Nomamessíes, pensé.
Pero otra vez el asunto sería ridículo. No quedaba más que mirarlo, tocando la comida apenas (puré de papa de caja, verduras de lata, un pastel de caja congelado). Es mi personaje favorito del programa, su cara siempre como una máscara, un hombre de negocios que es un hijo de puta. Pero… no me acordaba de su nombre. Entonces, le llamé a Luis Frost. “Güey, estoy en La Habana (ah, qué chido). No hay tiempo para contar (lo interrumpí). Acá está el de Breaking Bad, el señor Pollos, ¿cómo se llama en la vida real? Gracias, te quiero, adiós”. Volví a la mesa. Todo mundo se colocaba la parafernalia que nos dieron en una bolsita de celofán antes de entrar: un sombrerito con caras felices, un collar hawaiano, un antifaz, unas serpentinas, un silbidito. El señor Pollos también lo hacía. Yo, como un stalker, como Michael Scott en esta imagen……lo miraba.
Pero nada.
Después de un rato, tuve una idea. Le dije a un mesero que me prestara papel y pluma. Un mesero guapo, coqueto. Lo hizo. Escribí entonces una nota empleando todo mi humor: Mr. Esposito, empezaba. Frases elocuentes, frases graciosas, frases que a mí me harían decir: pero señorita Lilián, es usted una muchacha excepcional. Entonces, le di el papel al mesero con mis instrucciones. El señor de allá (él se señalaba el estómago con el dedo, apuntándolo, sutil y alcahuete). Muy bien, dijo, y se fue por allá.
No entendí.
Cuando vino, le pregunté por qué no entregaba mi nota. “Es que ahí sigue su esposa”, me respondió. Todos reímos. “No es coquetería, su esposa puede ver la nota”, le indiqué. Entonces, allá fue. Mi nota estaba firmada como: girl with curly hair, behind you. Esposito y su esposa leyeron la nota. Se carcajearon. Voltearon a todos lados. En nuestra mesa, todos me apuntaban, alzando sus copas. Esposito y su esposa levantaron las suyas y me hicieron pulgares arriba.
Más tarde, cuando se fueron, pasaron a la mesa. Risas y diversión y fotografías como ésta:
Esta foto me gusta más que ésta, que fue la que presumí, porque en aquella sale muy sonriente y contento, y en ésta se ve muy maldito y guapo, oh sí.
Después seguimos tomando y charlamos y todo acabó en el Parisien, y volvimos a los mullidos sillones del hotel, y charlamos y charlamos, y al otro día, entre cruda y desvelada, J y yo caminamos todo el malecón hasta llegar al Parque Central, donde me encontré con Yoani Sánchez.
Faltan detalles sobre Cuba, que si postergo olvidaré.
Nos quedamos en el Hotel Nacional. Días antes, vi Siete días en La Habana, la versión cubana de Paris, je t’aime y New York, I love you. El Hotel Nacional figura de manera prominente en casi todos los cortos. Ese caminito que está en línea recta desde la entrada principal, cruzando el ancho pasillo que conforma el lobby, y que alberga un par de bares al aire libre, con vista al malecón. En el corto de Elia Suleiman, que es casi todo sin diálogos, contemplativo, el mismo Elia camina por un pasillo con piso de azulejos negros y verdes, en cruz, larguísimo, como el de El Resplandor, y no logra encontrar su habitación. En una esquina, una camarera lo mira como un maestro miraría a un niño que no puede hacer una resta simple. Y lo lleva. Lo mismo nos pasó, y del mismo modo, una camarera nos llevó. Y todo estaba ocurriendo como ocurrió allá.
[Ese fue mi corto favorito: Elia observando escenas en La Habana, una chica posando para decenas de fotografías montada en uno de los taxis almendrones, un Plymouth rosa como nuevo, mientras el conductor arregla el motor; unos chicos escuchando regguetón en un vocho, un discurso de Fidel interminable en la televisión del cuarto de hotel, una anciana en el malecón, callada, pensativa, como a punto de lanzarse al mar. Mi otro favorito fue el de Gaspar Noé, Ritual, en el que una niña es enviada a un rito santero para curarla de su lesbianismo, y el rito en sí resulta invasivo, profano, una violación enmascarada, y que al final muestra, con el otro ritual de su madre al vestirla, al abrazarla, el poder de sanación de lo femenino. Curiosamente, el que me pareció más mediocre fue el único dirigido por un cubano, el de Juan Carlos Tabío, por mal actuado, condescendiente y cursi, aunque tiene momentos…]
Otros incidentes: fuimos a escuchar salsa a la Casa de la Música densa, la que está en el centro, en el edificio América. Apenas llegar, un cubano nos hizo plática. Ya sabía que buscaba estafarnos. La cola era inmensa, pagabas 10 CUC, y no abrirían sino hasta las 11, y tenías que esperar, porque en Cuba todo son filas y espera. Nos dijeron que entraríamos más rápido por 15 CUC, pero no lo creímos necesario. Entonces, este cubano. Con un choro interminable, que vivía en Querétaro, que era cardiólogo, que nunca practicó porque jamás lo hubieran dejado salir, que ahora era maestro de salsa, que ponía las coreografías del Tropicana y de Fito Páez (??). Horas ahí. Como no sucedía nada, quiso cambiarnos dos billetes de 10 CUP por uno de 20 CUC (un CUC son apenas 25 CUP). Para zafarnos de él, nos pusimos a conversar con la pareja de atrás, Will y Jess, de Manchester, que estudiaban música y pasarían ocho meses en Cuba. Finalmente pagamos los 15 CUC, al borde del portazo. Adentro hubo un espectáculo Orisha y jamás salsa. En una pared había propaganda de Chávez. El cubano llegaba cada tanto y nos pedía, nos exigía casi, que le compráramos una cerveza. Era triste.
Uno más: cuando fuimos a la Casa de la Música fresa, la de Vedado, a escuchar a Pedrito Calvo, la situación de la cubana que persigue al extranjero se hizo tan evidente que en algún momento, dormida pero con los ojos abiertos, me puse a mirar a una chica que le bailaba a un par de mexicanos, reflexionando verdaderamente sobre el injusto mercado de la prostitución, que fui acusada (en broma) de mirarla con perversión. Y el caldo de hormonas que se cocinaba dentro de mí me hizo levantarme con los ojos anegados de lágrimas, herida en lo profundo por la injusta acusación. Era doloroso ver cómo ella le pedía un mojito, y él se negaba, y ella insistía, y de tanto pedir, finalmente pudo sacar un sándwich. Es una hijodeputez. Ocurre en todos lados.
[Otros mexicanos estaban ahí con un grupo de cubanos, sacándose fotos. Después de un tiempo, escuché que un mexicano le decía a una cubana: “Ay, me las pasas luego por el Feis” y más tarde, “Ah, ¿no tienen Feis?” y dos segundos después, casi incrédulo, “¿Está restringido?”]
Otro día, en el malecón, un grupo de niños nos persiguió, ofreciendo besos. Daban ganas de decir: ni siquiera sabes besar, tienes ocho años.
(la prostitución y las cubanas bellas en tacones en los sitios de salsa y las cubanas casadas con extranjeros sentadas en el Hotel Nacional).
Pensé muchas veces en esa escena de El Padrino II en la que los representantes de la mafia gringa están literalmente repartiéndose el pastel. El Nacional para ti. El Capri para allá. El Casino para los de acá. Y Michael, que recién ha visto a un revolucionario inmolarse en la calle, sabe que esto no durará demasiado. Lo que le dice a Hyman Roth. A los soldados les pagan para pelear. A los rebeldes no. ¿Qué te dice eso? Que pueden ganar.
El señor Luis nos llevó a conocer La Habana. El Cubataxi, una camioneta noventera con el logo dorado y las placas azules del Estado, era conducido por Carlitos, que nació en 1962. El señor Luis tenía 13 años cuando triunfó la revolución (anoto: la Revolución). Detrás del vidrio vi grandes trozos de La Habana. La Marina Hemingway, donde están estacionados los yates más lujosos que he visto, con banderas británicas y canadienses en las astas. La Habana nueva, donde hay residencias para diplomáticos y embajadores. Allá, la refinería. Su fumarola cortaba el cielo desde cualquier punto de la ciudad, con fuego en la base de tan intensa. Una refinería casi en medio de la ciudad. Cosa normal. Las calles bellas del centro histórico de La Habana vieja, con edificios recién pintados, calles angostas por las que apenas si puedes caminar entre los turistas, los cubanos, los músicos, los perros. Algunas esquinas miserables, como si las costuras de un vestido remendado aparecieran por descuido. Muchas veces, pasamos por el malecón. Del hotel al centro. Del centro al hotel. Y el mar estaba ahí, detrás del vidrio. El mar caribeño, azul y verde, que jamás toqué (una vez, su espuma nos salpicó los pies en un restaurante privado, con excelente servicio aunque de comida regular, comida mejor que la comida mala y anticuada de los restaurantes estatales, cuyos meseros están todos vestidos de negro y blanco, perpetuamente molestos). Decíamos: qué bueno que hoy no toca estatal.
En Cuba es fácil pensar que todo es cómodo, aunque también es fácil quejarte porque hasta en los hoteles de cinco estrellas, las frutas están pasadas; el huevo, crudo; el pollo, seco, los jugos son de caja y las verduras, de lata. Pensar, con la culpabilidad de tener estas comodidades de las que, ah, es fácil quejarte: qué comerán ellos. El señor Luis. Carlitos. Con sus 400 pesos cubanos mensuales de paga, que no son ni 20 CUC, que no son ni 20 euros. Qué comerán. Qué vestirán. Qué pensarán al vernos ordenando un mojito y un daiquirí y celebrar que hoy no toca estatal.
El señor Luis sabía todo. Qué edificio era cada uno, qué pasó en cada uno, cada detalle histórico, político y social, y a veces hablaba y hablaba y el estupor del clima caliente y húmedo nos hacía perderle la pista, atolondrados por el sueño. El señor Luis era un ángel. Su nariz de bola, su piel morena (su padre era español; su madre, mulata), sus ojos redondos y nobles. El señor Luis fue funcionario de cultura durante muchos años, una especie de viceministro que trataba asuntos con Fidel cara a cara, que fue delegado cubano en cantidad de asuntos oficiales en otros países, México, Leningrado, España, tantos otros. El señor Luis está jubilado desde hace cuatro años, lo que significa que ya no milita en el Partido Comunista. Su pensión: esos 400 pesos. Por un pago en moneda convertible, fue nuestro guía. Nos contó todo. Defendió todo. Se quedaba pensativo cuando se nos salía la frase escapó de la isla y decía que los que estaban pescando junto al malecón, lo que es ilegal, en realidad eran bomberos salvavidas.
El señor Luis estuvo orgulloso de la Revolución. Eso decía. “Los jóvenes no tienen el mismo nivel de comprometimiento que yo”, dijo una vez. Aún no conectábamos como acabamos conectando después, cuando se refería a mí con orgullo como la periodista (deferencia no merecida). Cinco días después de pasear con él, una tarde conversamos sobre el Periodo Especial. Carlitos, con su acento casi incomprensible, se quejaba con la liviandad de espíritu de quien nació en 1962, cuánta tragedia: demasiado joven para presenciar la Revolución, demasiado viejo para pensar que las cosas tendrían que ser diferentes. De cómo no había jabón. De cómo estabas manchado de aceite y no tenías ni jabón para limpiarte. Y a veces, nada qué comer. Lo decía no enardecido, no indignado, solo disgustado. Como quien se queja de que no ha tenido agua en todo el día.
El señor Luis se reía, entre avergonzado y entristecido. Que ahí era el paraíso en los ochenta. Ah, cómo era Cuba ese paraíso tropical prometido. Luego se cayó el muro de Berlín. Luego la Unión Soviética colapsó. Y el subsidio se fue a la mierda. Y vino el Periodo Especial, en que no había ni jabones, y a veces ni comida. Y el señor Luis dijo, en voz queda, y creo que nadie lo escuchó porque ya estaban pidiendo la cuenta y hacía calor y todos teníamos sueño, que él tenía mucha de la culpa de todo lo que estaba mal en Cuba. “Porque yo participé activamente en esto”, dijo. Un mea culpa silencioso, íntimo, más como para sí. “Yo amo a mi país”, me dijo. “Yo amo a Cuba, pero no al sistema”, dijo por último, una confesión extraña y a destiempo.
Un ex funcionario que en otro país viviría en la opulencia y el renombre. Un hombre al que la Revolución traicionó, 54 años después.
En Huatulco hay una playa que se llama San Agustín. Fuimos un martes. Vas a un crucero que está en medio del desarrollo (la parte concretamente turística) y el municipio (Santa María de Huatulco, diminuto, donde está la sede de la presidencia municipal, una placita, dos o tres calles, una sola panadería). En el crucero, tomas un taxi colectivo. Cuarenta minutos de terracería. Antes, nada de playa. Mucho polvo, muchos árboles, algunas palmeras. Llegas donde termina la terracería y empieza la arena, niños jugando con su pelota, señoras y niñas lavando la ropa, gente sentada en sillas de plástico afuera de sus casas. El taxi se detiene. El taxista se llama Rolando, trabajaba en Estados Unidos de pintor de brocha gorda. El taxista es muy buena gente. Acuerdan que volverá a las seis (cuando llega, un tipo afuera de una tienda le dice que le tiene “un regalito”; suena fishy, Rolando da vueltas, cuando se lo encuentra de nuevo, el tipo le entrega un envoltorio; Rolando lo rompe, aparece una camisa, de rayas; Rolando dice que la gente de acá lo quiere mucho, que le regala cosas todo el tiempo: tú quieres llorar, para no perder la costumbre).
Se hace un hueco entre dos palapas. Un bloque dividido en dos azules: el del cielo y el de la bahía, de tonos cambiantes, por el coral que está abajo (muerto, punzocortante, oscuro). Es un martes de temporada baja. No hay nadie. Nos dijeron que fuéramos con Lala, que en realidad es Lalo, con los senos operados. Su palapa está vacía. Ni siquiera me siento: me quito los pantalones de un tirón, un gesto inusual. El agua está tibia. Hay dos niñas nadando, una es adolescente, la otra es una niña. Platicamos. La grande insiste: ¿Verdad que eres licenciada? Aunque no tiene importancia. Te puedes sentar en las piedras. Las piedras triangulares, enormes, sobresalen del agua. A esa hora no hay olas. La bahía es una albercota. Hay unos ostiones en una red junto a una piedra, con una botella de plástico amarrada (la botella es el indicativo de que los ostiones “ahí siguen”). Luego, leo. Con muchas Coronas. La beatitud.
Luego, snorkel. Pero sin zapatos especiales, entonces no puedo nadar entre el coral, porque un accidente en el que tenga que poner los pies sobre su superficie resultaría catastrófico. Peces de colores fosforescentes: amarillos chillones, azules neón con morado. Algunos muy delgados, casi transparentes, como viboritas. Doy grititos bajo el agua.
Antes de las seis caminamos a la otra parte de la playa, que es mar abierto. Ahí también hay piedras y las olas se rompen contra ellas, e imaginas que esa muerte sería dolorosa. No hay nada más imponente. El agua verde se revuelca antes de llegar a la arena y arrastra los coralitos y las conchitas. Es bello, pero terrible.
Al volver, Rolando lleva algún tiempo esperando. No le para la boca en todo el trayecto de regreso. Es bueno, Rolando. Fue fijado en mi mente.
**no llevé cámara ni celular ni nada, pero encontré estas imágenes, que no le hacen justicia**
Pasé dos semanas trabajando en unos reportajes a los que tuve la suerte de llegar gracias a Eileen Truax. Round Earth Media me puso en equipo con Monica Ortiz, de la radio pública estadounidense, para investigar tres historias poco tratadas en medios tradicionales, que serán transmitidas en radio en EU y publicadas en prensa aquí; antes han hecho investigaciones con este modelo en Bolivia, El Salvador, India… Las historias de aquí eran, en muchos sentidos, una sola: migrantes repatriados, mujeres y mexicanos invisibles. Empezamos en Nuevo Laredo, de donde conservo la imagen, que luego se convirtió en una idea triste, de los deportados en una cola larguísima bajo la lluvia. Luego estuvimos en Guanajuato, en Zacatecas, en Guerrero, en Oaxaca.
Me habría gustado escribir mientras estaba en el camino. Otra bitácora. Pero durante esos días no escribí nada, además de mis notas. Leía; leía mucho, en los camiones, en la noche, camino a algún lugar. Descubría que soy una blanda (también: poco exigente, habituada a la incomodidad, curtida en el viaje difícil, ¡albricias!). En Guerrero, una estudiante de la escuela de parteras nos invitó a pasar la noche en su comunidad, Tlalquitzingo. Viajamos en una pasajera, un camión de redilas que sale de Tlapa cada hora hasta las 6,15, y que hace casi una hora por una carretera de terracería con algunas curvas angostas, las milpas, las montañas y los árboles allá abajo, y los altos órganos (los cactus) que crecían en las orillas, y en cada curva, por supuesto, yo sentía que moriría mientras machacaba con la única pregunta que siempre traigo a colación, que es cuántos accidentes pasaban ahí. Pau -así la llamaría hasta que nos despedimos- me decía que a ella también le asustaba esa curva, particularmente una, en la que sentías que volabas. En la pasajera vas de pie y miras por los bordes y no ves la carretera, salvo los despeñaderos. Pau nunca quiso tutearme, y yo lo hacía con soltura, y la timidez que creyó parte de mí se convirtió en otra cosa, cuando llegó el momento de volver a Tlapa y vino esa despedida.
Me cuesta trabajo pensar que escribirás de personas que nunca leerán lo que digas de ellas, ni la honda impresión que dejaron en ti. Los funcionarios son anodinos y sus discursos, parejos. Pero las personas de las que escribes en los reportajes son personas, y no dejarán de serlo cuando reduzcas su vida a un párrafo, o deseches su grabación porque no fue todo lo interesante que debía. A Pau la quise, y a su madre todavía más. Y luego pienso: si la describiera, caería en ese lugar común. Te separas. Empiezas a colgarle esas cualidades que te parecen tan loables: su activismo que no se reconoce como tal, el feminismo que le achacas, el misterio de su lengua náhuatl, que habla con lo que crees es misterio (pero no es misterio: es sólo algo que no conoces).
¿Cómo escribir estas historias sin caer en esos lugares comunes? Estas personas sufren. Estas personas son admirables. Esa cola de deportados bajo la lluvia. Ese camino de terracería en el que madres a punto de dar a luz mueren todos los años. Soy una blanda, soy una blanda. ¿Cómo puedes olvidarte de todo y ponerlo en papel, y separarte de modo tal que excluyas el silencio junto al río que corría a pasos de la casa de Pau, después de comentar que su mamá le teme a los puentes? ¿Y pensar: ahí hay una persona, no un conjunto de cualidades y detalles chuscos, que jamás conoceré? ¿Cómo describes todo sin ser un manipulador o un cínico?
Otra cosa que aprendí: como reportero, es más fácil buscar la historia que quieres contar en lugar de contar la historia que encontraste. Sobre la historia de las parteras, sobre las razones de los migrantes repatriados, teníamos ideas periodísticas en nuestras cabezas: hipótesis que sonaban bien en papel, pero que se deshacían después de cada testimonio. Qué fascinante.
Síndrome Gellhorn: estar en el peligro. Arriesgarte por la historia. Descubrir horrores que llevarás al mundo occidental. Eso no lo deseo: ese detachment. Esta galería en Time sobre Siria. Esta frase del fotógrafo Rodrigo Abd.
We are journalists. In a way, we have a privilege of covering the story, but at the same time, we know we can get out. You can see the villagers -they are stuck there.
A veces siento que la reedición del Turn on the bright lights es el signo más claro de la decadencia de Interpol: ha llegado el momento, demasiado apresuradamente, de celebrar lo mejor que han hecho. Diez años después: no quince o veinte; así, muy pronto, con otros tres discos que luego no se pueden discernir uno del otro. Ese disco salió en 2002, yo tenía dieciséis años. La primera vez que fumé marihuana me acosté en un sillón y lo escuché, esperando un efecto impreciso. Sin querer, dejé el estéreo en repeat (todavía usábamos los estéreos y los discos), y desperté al otro día sobre el sillón, y había otras personas en mi casa que aún no despertaban, y el Turn on the bright lights se quedó como implantado en mi mente. Es un disco hermoso. Lleno de misterio, de una inspiración que ya nunca tuvieron de nuevo. Es lugar común desdeñar a Interpol, pero tuvieron ese disco, que fue importante. Leía una reseña: one of the most strikingly passionate records I’ve heard this year, escribía y, más adelante, and although it’s no Closer or OK Computer, it’s not unthinkable that this band might aspire to such heights.
No lo lograron, por supuesto. Ahora sólo queda revivir glorias pasadas. Celebrar esa inspiración y esas atmósferas, perdidas después. Qué terrible y qué triste reconocer en uno mismo un genio perdido. Admirar tu ópera prima como si fuera algo ajeno, rebosante de un talento que ahora no existe, o que se perdió.
1. La tensión. No sé dónde leí que se nota que esta película fue recortada sin piedad (tal vez por el mismo Ben Affleck, o por el editor, William Goldenberg). De modo que nada sobra. No hay secuencias aburridas o innecesarias: todo es como una torre de Jenga que va creciendo, tambaleante, hasta que se deja caer de manera espectacular.
2. Me gustó esto: evadir la tentación de justificar el proceder de Estados Unidos (o: la patria vs el ‘Medio Oriente’, a secas). Sin profundizar, Ben Affleck narra las circunstancias y luego se aleja de ellas, como para no entrar en terreno pantanoso. También, logra que la película trate sobre personas y no abstractos.
3. Teherán. En el (¿la?) Tate Modern vimos la exhibición Air Pollution of Iran de Mahmoud Bakhshi Moakhar, artista iraní, que consistía en ocho banderas de Irán colgadas en una sala como cuadros, una por cada año de guerra entre Irak e Irán (1980-1988). Todas las banderas estaban contaminadas, teñidas de smog: manchas grises, negras, amarillentas, que parecían pintadas a mano por Mahmoud. Pero el mérito del artista no consistía en su virtuosismo, sino en su concepto: las banderas fueron extraídas de edificios públicos, y las manchas eran reales: Teherán es una de las ciudades más contaminadas del mundo. Era tan simbólico y potente que ahora imagino a Teherán envuelta en una bruma gris, una ciudad mítica de aire espeso**.
4. El primer día del héroe anónimo (el nombre del personaje de Ben Affleck se revela más adelante, como un voto de confianza) en Teherán: los contrastes, los clichés derribados. El Kentucky Fried Chicken fue un detallazo. Por supuesto. Viajar a ciudades remotas implica destruir las ideas sobre ellas, y descubrir la ‘marca de la Globalización o el Capitalismo’ en su interior.
** Hace poco vi otras dos películas relacionadas: la primera, The Devil’s Double, en realidad transcurre en Bagdad y otras partes de Irak. La película es violenta, tiene algunas ridiculeces del cine de acción, pero Dominic Cooper hace un papel doble interesantísimo como Uday Hussein (el sádico hijo de Saddam) y Latif Yahia, el hombre que es obligado a convertirse en su doble o hermano gemelo. La otra fue Persepolis, que no vi en su momento (gran mensa) y de la que tendría que escribir más, después.
–Regresando a Argo—
5. Los personajes. Alan Arkin y John Goodman, los bonachones Hollywood lords, están increíbles (cosa no sorprendente). Bryan Cranston, del que igual siempre se puede esperar una actuación maravillosa, sale poco pero está consistente (y logra recordar sus dos personajes más memorables, en momentos indistintos: el adorable Hal y el hijo de puta Walter White). Me sorprendió: Scoot McNairy, el diplomático de los lentesotes con ligeras tendencias pederas, que primero confundí con Mathew Gray Gubler (se parecen montones). Ben Affleck… Ah. Ben Affleck es como esos actores hollywoodenses que uno da por sentado. Cada tanto, nos recuerda su talento y entonces ponderamos por qué no lo tuvimos siempre en alta estima.
6. La cinematografía de Rodrigo Prieto. Ya denle un Oscar.
7. (spoiler) La elipse: durante toda la película, Tony Mendez intenta sacar a personas de un lugar. Al final, logra entrar a otro: su hogar. La última frase es grande y sencilla: Can I come in?
Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.
En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.
Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.
El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).
Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.
Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.
Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.
(parte con spoilers a continuación)
El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.
Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.
¿Me dicen que la actuación no es una de las bellas artes? ¿Ver a Daniel Day-Lewis durante 158 minutos en There will be blood, ver sus miradas, sus tics, advertir las entonaciones de su voz, sentir algo -bello, horrendo- por un sujeto que está detrás de un pedazo de pantalla, no merece compararse con escuchar una pieza, leer una novela, sentir el peso del mundo?
Me gusta ver a la gente actuar, pero reconocer su actuación, no como algo que tiene las costuras al aire, sino como un oficio que se trabaja, se medita, se presenta de manera reflexionada. No algo que surge con naturalidad. La actuación no puede ser un talento por accidente como a veces, decía Susan Sontag, es la fotografía.
La animación es bella, pero, creo, no tendrá nunca la falibilidad de la actuación de un humano, sus accidentes, sus momentos iluminados. Las experiencias contenidas o puestas al servicio de una emoción. Me gusta ver la cara de los actores, sus arrugas, sus defectos, sus manierismos, reconocerlos después, volver a verlos en el recuerdo y asociarlos con la emoción suscitada por la ficción.
“Amada y odiada”, dice sobre Elena Garro una reseña dedicada al Centro Cultural a su nombre.
Hay que leer a Elena Garro, primero y más importante.
Ahora no logro recordar dónde leí que Octavio Paz consideraba a Elena Garro la mejor escritora de México.
La figura de una mujer que vive detrás de las sombras de su esposo, porque este esposo era Octavio Paz, ya siempre fue Octavio Paz, mientras Elena Garro fue siendo Elena Garro con el tiempo solamente.
Ahora hay un Centro Cultural a su nombre, eco sureño del Rosario Castellanos de la Condesa. Que estas dos mujeres hayan sido parte de otro centro cultural (el de la Casa del Lago) hace muchos años, y en él se hayan formado y constituyeran, con otros, con Inés Arredondo, con Juan García Ponce, con Juan José Arreola, con Juan Vicente Melo, una generación denominada por el mismo centro cultural, habla de un esperanza o un memorial.
Ahora sólo (otra promesa) es una librería Educal en el corazón de Coyoacán, pero pronto podrá ser muchas cosas. Sede alterna de la Cineteca (el gran proyecto de restauración del CNCA), foro fotográfico, galería, centro de presentación de libros y conferencias. El techo del auditorio –aún no terminado– es el límite. A lo mejor se proyecta un regreso cultural a Coyoacán, hogar histórico de mentes brillantes, que ha aprovechado mejor que otras delegaciones el concepto de casa-museo.
Para escribir del Elena Garro imagino un reportaje que tal vez nunca escriba, con algún retrato de Consuelo Sáizar en medio. Para eso tendría que observarla más y hablar con ella muchas veces, y narrar esos encuentros con algún detalle o leitmotiv que aparezca tanto al principio como al final. Seguramente mencionaría que es muy segura de sí misma. Rememoraría la última vez que la vi en un evento, en la ceremonia de apertura del coloquio de Nuevos Cronistas de Indias 2, en el auditorio Torres Bodet del Museo de Antropología. La forma en que interrumpía su discurso cada tanto para saludar, sonriente, a escritores y periodistas en las hileras cercanas al podio. Esta naturalidad. Su visión empresarial: su biografía en Wikipedia informa que, en su gestión, la producción editorial anual del Fondo de Cultura Económica creció de 1 millón a 4 millones de ejemplares y que las nueve filiales del Fondo de Cultura Económica en el extranjero (de Buenos Aires a Madrid) se convirtieron en distribuidoras de fondos editoriales mexicanos.
Dejar una nota al aire, un juicio que tal vez nunca venga.
Este reportaje imaginario contendría una entrevista con Fernanda Canales, la arquitecta del CC Elena Garro. Anticipo ahora que la charla se decantaría por sus influencias arquitectónicas, su visión de integración del entorno con la arquitectura y la importancia del espacio público en la ciudad (acá resistiría el impulso de mencionar algún detalle de su personalidad, dependiendo de lo que concluya de la entrevista, para aportarle un criterio velado al lector). En el párrafo siguiente volvería a algo que seguramente debí decir al principio, en un bloque introductorio. En éste se haría una breve narración del predio y la casona que ahora ocupa el centro cultural Elena Garro en el barrio de La Concepción, y del pleito entre el Comité Vecinal de Coyoacán y Conaculta. Los primeros alegan, y fueron avalados por el Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal, que el predio es de uso habitacional y por tanto es ilegal construir una librería ahí.
La escena de la manifestación afuera de la apertura y las palabras de las que se hizo un vecino con Elena Poniatowska (Milenio, 05/10/12)) sería la más chistosa. Vendrían términos jurídicos, los abogados de ambas partes. “Pero es Conaculta”, me dice alguien un día, como zanjando el asunto y pues ya está.
Si se comprobara que los vecinos tienen razón, el centro cultural Elena Garro sería demolido. Demolición. Hay quejas de “afluencia vehicular excesiva” en la zona. Carteles reclamatorios: “Consuelo, los vecinos ganamos. Tu obra es ilegal y la tienes que quitar” (en mayúsculas). Dos o tres policías, que están como en guardia pero también como en espera. Empleados que no pueden responder preguntas sin autorización. Un director nervioso, “es que usted me puede decir que viene de tal medio pero yo cómo sé, se tendría que comunicar a Comunicación Social de Conaculta y ya si le aprueban con todo gusto”. Y es amable. Y se nota que está en apuros, que no quisiera ser tan reticente pero a la vez hay peligros que no deben correrse.
Y entonces una reseña que, para sugerir el asunto pero no sorrajarlo del todo, describe al centro como a la mujer que le dio nombre: “Amado y Odiado”.
La primera vez que voy es domingo. Hay calles de Coyoacán que nunca he caminado, lo digo sin vergüenza. Presidente Carranza, por ejemplo. Hay una casa en la que vivió el teniente coronel Francisco del Palacio Álvarez, Defensor de la República del Pte. Benito Juárez,dicta el mosaico. Debajo del nombre hay una bandera mexicana surcada por un rifle para arriba y una espada abatida. Sé que la espada abatida (o dos al menos, en condecoraciones) significa una derrota, pero no sé el rifle.
En la calle Presidente Carranza hay casas y puertas y colores, y todo es el Coyoacán de antes. En algún momento aparece la Plaza de la Conchita, una plaza atípica: empedrada, frondosa, cuyo centro de gravedad no es una fuente o un kiosco sino una iglesia antiquísima, la Capilla de la Purísima Concepción. En la página de Fernanda Canales me entero que la rehabilitación de la plaza estuvo a cargo de ella.
En Fernández Leal hay una clínica del Issste, el restaurante Hacienda de Cortés y el Colegio Téifaros. Y sí es Coyoacán, pero de pronto aparece el cuadrado de luz que es el Elena Garro.
Esa primera vez, ya oscurecido, me encuentro a una amiga que es arquitecta. Casi no hay público. Hay una señora con su esposo que compra libros para su hijo y que sonríe mucho y de la que se nota que le gusta leer e ir a lugares lindos. A mi amiga le gusta el diseño del Elena Garro y menciona con enojo a los vecinos quejones (ella también vive en Coyoacán, así que es tan vecina como los otros). Es ella quien me dice que la casa estaba abandonada y que integraron la fachada al espacio, casi idéntica a su trazo original, pero a la vez protegida por las paredes de vidrio. Integración es la palabra clave. En el primer cuadro, dos árboles salen del piso y atraviesan el techo. “Y no está fácil, eh”, me dice. “Es un pedo conservar eso”.
También sabe quién diseñó las lámparas en forma de libro abierto que penden en la esquina del área juvenil y en la escalera de madera (Ariel Rojo, responsable del diseño de otro proyecto Educal, la librería Alejandro Rossi en la Ciudadela).
Continúa la auscultación. Paseamos por la terrazade la fachada original, que es visible desde la calle. Hay dos sillas en cada esquina. Los géneros en los flancos derecho e izquierdo: Género y Obras de consulta. Las mesitas de la diminuta cafetería. Paseamos y opinamos como si el centro mismo fuera una instalación dentro de un museo, que ofrece interpretaciones mientras más se mira. Si la escalera en U es demasiado oscura, si no le faltará iluminación. Afuera, en la calle ya desolada, delante de la hilera de árboles y plantas que enmarcan la construcción, mi amiga, su amiga y yo regresamos al término librería de barrio. En la entrada misma hay un cartel que recomienda llegar a pie y un rack de bicicletas, y entonces hablamos de las bicicletas, que es un tema más interesante, hasta que nos despedimos.
El segundo día que vengo son las 11 de la mañana y hay un fotógrafo sonrientísimo sacando fotos, seguro de prensa. De nuevo me paseo pero ya no observo tanto sino que hojeo libros, tomo fotos, hago anotaciones. Escucho a unos chicos con la playera negra de Educal. “¿Ya leíste Aullido?”, pregunta uno. El otro le responde algo que no escucho. “De Ginsberg, lo tenemos acá en Sexto Piso” (se van). Un taladro persistente: hay una parte de la librería que sigue en obra negra en la que los trabajadores trabajan como si nada. No hay espacio para preguntas sin autorización de Conaculta. “Es que ya ve con el problema de los vecinos”. ¿Cuántos son?, le pregunto al director, Óscar Morales, que sin darse cuenta va diciendo algunas cosas. “Cinco o seis”, responde, como si fuera un pleito de condóminos.
Pienso otra vez si la junta vecinal, el delegado de Coyoacán (Mauricio Toledo, que se refiere al Elena Garro como proyecto federal), el Tribunal, las partes involucradas, se atreverían a demoler este cuadrado de luz. Y en una frase en la descripción del proyecto de Fernanda Canales: “Todo el proyecto se contempla como una pieza independiente a la casona existente, pudiendo hacer reversible la intervención en un futuro si fuese necesario”.
La tercera vez que fui, un jueves por la tarde, me tomé un café y leí un libro. Había buen tiempo.
**Esto salió en el semanario Frente originalmente y en este link**
El agente 007 es, esencialmente, un personaje de la Guerra Fría. La contraportada de Casino Royale, la primera novela del agente secreto, se presentaba como (cito): un relato altamente dramático de la lucha entre eloccidentey elcomunismo, entre elServicio Secreto Británicoy elSMERSH, la terrible organización soviética para el asesinato.
El primer villano de James Bond era un comunista maniático (Dr. No, 1962). Los siguientes villanos de James Bond fueron comunistas maniáticos (sus nombres los delatan: Ernst Stavro Blofeld, Anatol Gogol, Rosa Klebb, Auric Goldfinger, Aristotle Kristatos, además de algunos cubanos, chinos y neonazis). La tensión venía del conflicto político y, por tanto, hacía posible que las historias de James Bond estuvieran inscritas en el mundo. Aunque este mundo era casi una caricatura cuando era pasado por el lente jamesbondiano, las luchas estaban intactas: la Unión Soviética (y sus aliados) contra el resto del mundo (o: Inglaterra y Estados Unidos, representado por Felix Leiter, agente de la CIA, colega y amigo de Bond).
La espía que me amó. De Rusia con amor. Al servicio secreto de Su Majestad. La semántica de James Bond resumía sus ideas principales: espionaje y socialismo soviético. El Servicio Secreto, según Ian Fleming, otorga “licencia para matar” a los agentes secretos designados con el prefijo “00”.
Puestas las cartas, era fácil entender a Bond, a pesar de su ironía: adalid de lo justo y lo bueno de este mundo, que puede matar. Sus historias son presentadas como capítulos con estructuras inamovibles: una persecución improbable como secuencia inicial, un villano con planes de destruir el mundo, una orden de M que James desobedecerá, dos chicas Bond contrapuestas, el suministro de gadgets salvavidas de Q, escenas “de cama” y escenas de acción, y en el centro un hombre atractivo, maduro, severo, pero un tanto hueco e inaccesible.
En las primeras (¿qué?, ¿diez?, ¿quince?) historias de James Bond, el enemigo fue más o menos el mismo (en la novela de Casino Royale, Vesper Lynd es una contraespía rusa). Luego se cayó el muro de Berlín. El fin de la Guerra Fría pegó en la narrativa de James Bond como el cese de los gobiernos militares en la literatura latinoamericana. En los noventa, cuando la franquicia volvió con Pierce Brosnan (no el peor Bond, pero sí el que vivió las peores tramas), los villanos se hicieron más variados, los complots más enredados y los zapatos con dagas, el cigarro-misil, el coche que se convierte en submarino o se hace invisible dejaron de ser graciosos. Lo que antes era entretenido ahora es ridículo.
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Casino Royale (2006) fue, para la saga de James Bond, lo que Batman begins para las adaptaciones cinematográficas de Batman. Una reinterpretación de la historia que antes fue tratada con fanfarria, a través de una mirada más oscura, tal como lo exigen los tiempos (el mundo post-septiembre once, presenta).
Antes de este reseteo bondiano (Casino Royale abre con los asesinatos que le valen el grado de doble cero a Bond, por tanto anulando narrativamente las veinte películas predecesoras), James Bond no crecía como individuo. Era como la familia Simpson: pasaban los años, pasaban las épocas, el mundo se dividía, y él seguía igual, martini en mano, traje arreglado por sastre, reloj costosísimo en su muñeca, mujeres bellas a su alrededor.
Aunque el James Bond de Daniel Craig abreva de la misma fuente que los cinco anteriores (incluido George Lazenby, quien lo interpretó una sola vez), es otro James Bond. Es quizá el verdadero James Bond, tal como lo describió Ian Fleming: frío, desconfiado, herido en su orgullo, concentrado, hijo de puta.
En Casino Royale, esta deliciosa escena entre James Bond y Vesper Lynd (Eva Green, en adelante La Chica Bond de la que todas las demás serán una pálida comparación), una reta de deducciones estilo Sherlock Holmes que también es un coqueteo sensualísimo y un duelo actoral.
Más adelante, James Bond es torturado… desnudo, sentado en una silla, con un latigazo que va directo a sus testículos. Aún más adelante, James Bond es traicionado por Vesper, y el hombre derrotado se dobla de dolor, y llora. James Bond llora.
La idea de que Sean Connery es el mejor James Bond está bien. Pero Sean Connery, al ser Bond, era Connery: el mismo valemadrismo, la sonrisa burlona, el mojo con las mujeres. Craig, en cambio, interpreta a su Bond con tanta seriedad que es factible encontrarlo, dos años después, en otra misión (Quantum of Solace, 2008), intentando vengar la muerte de Vesper: esta clase de universo cronológico se había visto raras veces en la saga (y un James enamorado nunca, obvio).
En Skyfall (2012), James Bond siente por primera vez el Inexorable Paso del Tiempo. El famoso MI6, víctima de un ataque terrorista, se muda a los subterráneos en los que Winston Churchill se ocultó durante los bombardeos a Londres. El villano no es otro país, otro ideal, sino un ex agente doble cero, Raúl Silva, interpretado con magistral locura por Javier Bardem (la escena en que se presenta a Bond, con un fugaz destello homoerótico, es la más disfrutable; tal vez la segunda es cuando Bond persigue a un hombre en medio de una oscuridad surcada por neones trippy en Shanghai).
Skyfall es más personal y dura que las anteriores películas, pero a la vez que se emancipa de ellas, les rinde tributo. Lo hace través de las referencias: un sobre for her eyes only, un James Bond que se mete a la regadera con una chica linda, una pastilla de cianuro, el asiento eyector dentro de un Ashton Martin, el regreso de cierta secretaria encantadora… El nuevo Q (un adolescente genio, más acorde con nuestros tiempos de entrepreneurs) le entrega a Bond sus gadgets correspondientes, un radio miniatura y una pistola que sólo responde a su ADN; esta última, menos una máquina para matar que una declaración de principios. “No esperabas una pluma explosiva”, advierte Q, guiñando hasta el infinito.
Skyfall le hace justicia a sus rituales: hay un Bond, James Bond de rigor, un martini shaken, not stirrred implícito (en una toma bella: la barista termina de mover el agitador, y James exclama Perfect!), una persecución improbable en una locación exótica como secuencia inicial (Bond persigue a un hombre en moto sobre los techos de Estambul y luego pelea con él sobre un tren en movimiento). Es bondiana como ninguna porque decide desbocarse sobre sí misma: el conflicto principal ocurre entre M y James Bond, como si el universo Bond por fin se reconociera como tal y le asignara un lugar a sus mitologías.
Este desapego a su propia fórmula también tiene que ver con el mundo al que ahora se suscribe. En una audiencia pública en la que M comparece ante el Comité de Inteligencia y Seguridad por los malos resultados del MI6, Dame Judi Dench (perfecta, como siempre) se cuestiona si el espionaje es necesario cuando los enemigos son invisibles, cuando no forman parte de una organización (la URSS, Al Qaeda) y son en cambio sujetos ordinarios, insertos en la vida diaria. Después del sermón, Silva se infiltra en la sala vestido de policía, disparando a quemarropa. No hay honor en el ataque terrorista, que se vuelve de inmediato un símbolo (de nuevo, Nolan y su influencia en la saga Bond).
Al final, Sam Mendes vuelve a James Bond en algo muy de su estilo, una película sobre reflexiones más que una película sobre acción. Incluso, la acción se dosifica y la secuencia clímax ocurre de noche, con usos de luz más artísticos que hollywoodenses.
Hay dos momentos que la hacen indispensable: uno, la secuencia tradicional de créditos con la canción interpretada por Adele (ay, casi Nancy Sinatra con “You only live twice”). Bond en un abismo. Bond disparando a su reflejo. Otra reinterpretación del clásico collage con siluetas de mujeres, pero con un claro sentido sobre la historia que está antecediendo. Y Ralph Fiennes, las pocas veces que está cuadro, la importancia sutil de su papel sobre la historia.
Skyfall podría ser la mejor película de Bond (si no existiera Casino Royale).
**Esto salió originalmente en el blog de cine de Letras Libres**