Girls

Si Reality Bites (1994) era (pretendía ser) la voz de la generación X, Girls quiere serlo de la generación Tumblr. Los noventa están contenidos en Singles (1992), The Craft (1996) y Clueless (1995), por ejemplo. Los noventa son mallas arriba de la rodilla, camisas de cuadritos, Breckin Meyer, el soundtrack de Great Expectations, Billy Corgan en un Dodge. Girls, entonces, quiere ser American Apparel, Coachella, Brooklyn, cupcakes y tatuajes color pastel. Girls quiere ser esta generación y también sus pesares, aunque en esto no tenga tanto éxito puesto que no toda la generación vive en Nueva York ni tiene la capacidad de ser o parecer cool. Esto ya se ha apuntado. Es la cruz de Girls, de Lena Dunham: lo poco representativa que es, lo difícil que es identificarse con chicas neoyorquinas que sufren.

(pienso en Dawson’s Creek: el ficticio Capeside funcionaba como escenografía genérica del drama adolescente; en Girls, en cambio, Nueva York es un motivo y un símbolo.)

Podría ser un acierto o un error, pero Girls va a paso lento con la paleta de personajes que quiere tomar como estandartes de esta generación: artistas que se flagelan porque quieren ser mejores, escritores sin confianza ni futuro, mujeres con la cara de Bridget Bardot y el culo de Rihanna que visten en flea markets

Claro: todos son personajes muy neoyorquinos, en este nuevo Nueva York en el que las calles son como pasarelas y en el que es más probable que seas juzgado por tu elección de calzado que por tu color de piel. Esa ciudad donde es difícil sobresalir y triunfar, pues los que lo hicieron no cederán su lugar: se aferran como sátrapas a sus trabajos y a sus departamentos mientras los demás miran (la fantasía del departamento de renta congelada en Manhattan es una puntada de Friends). Por tanto, es más fácil rendirse en Nueva YorkEsta ciudad es un rack de ropa que ya está muy escogidito. Entonces, las hordas se dispersan a Brooklyn, donde fundan una nueva comunidad sustentada en las thrift stores y la comida orgánica. Girls sabe que la escena anda en Bushwick y que ya no hay placer en sortear límites morales. Los miembros de esta generación están cómodos en la indefinición, aunque no están exentos de pasión; tal vez incluso son demasiado apasionados y también poco realistas: tal vez quieren ser jóvenes por siempre, dice Girls.

Girls es femenina pero no trata de mujeres, en plural, y supongo que en el fondo ni le interesa. Tampoco trata de Lena Dunham, su creadora, sino del mundo que cree ver, esta pequeña porción de realidad en Nueva York, esta muestra (sesgada y privilegiada y demasiado blanca, ya se dijo) de lo que es vivir en la segunda década de este siglo. Todavía no sé qué obra (literaria, cinematográfica, musical) comprendió a los dosmiles, pero esta nueva década ofrece otra cosa y nuevas posibilidades de aprehender dicha cosa. En esta búsqueda, en este dejarse ir entre drogas blandas y trabajos segundones, hay alguna respuesta.

“Creo que puedo ser la voz de mi generación. O la voz de una generación. O una voz”, dice Hannah en el primer capítulo, como si en la duda se adivinara el fracaso y en la confesión, la confesión de Dunham. Su pretensión está puesta: la voz de una generación que nadie ha tenido el detalle de bautizar, o que no ha sido correctamente retratada.

(hay una película, Tonight you’re mine (2011), en la que dos músicos son esposados por un policía en un festival de música y al final, por supuesto, se enamoran. Los dos pueden clasificarse como hipsters con cortes de pelo asimétricos y ropa con animal print. Acá hay otro pedacito de esta generación. La generación Coachella. La generación Glastonbury. La generación Corona Capital.)

En una escena de Girls, Hannah redacta un tuit tres veces, el primero críptico (pierdes algo, pierdes algo), el segundo azotado (mi vida ha sido una mentira, mi ex novio tiene novio). De pronto, el shuffle de iTunes le pone Dancing on my own de RobynHannah, cuyo ánimo se estimula con la música, envía un esperanzador: todas las aventureras lo hacen.

(atención a los detalles: Hannah tiene 26 seguidores, 4,140 tuits y el último de ellos fue: acabo de tirarle agua a un pan para no comerlo, pero me lo comí de todos modos PORQUE SOY UN ANIMAL).

En esta escena, una porción de la juventud está representada, lo mismo en Nueva York que en el DF. El proceso de creación de un tuit. La generación que crea tuits, esa idea de la que Cliff Poncier de Singles, que batallaba como un mártir en el proceso de escritura de sus letras, se burlaría.

Algunas voces de esta generación salen bien retratadas en Girls: su talentoso Adam, el personaje más complejo de la serie y con el arco narrativo más interesante; su etérea, excéntrica (aunque aburridísima) Jessa; la Shosanna que en un momento de coraje grita everyone’s a dumb whore!; Marnie, la chica bella y concentrada, y Hannah (Dunham): la anti-heroína que es lo mismo detestable que entrañable y, por lo tanto, una protagonista original, fresca, humana.

Girls tiene el aroma de una galleta de Magnolia Bakery y de un tubo manoseado del metro neoyorquino. Aunque es un lugar común escribirlo, también es una carta de amor a Nueva York, esa ciudad que aún tiene barrios industriales en los que es fácil perderse y una playa que nadie visita y ciertas calles que aplastan el corazón, y que siempre, siempre será bella, a pesar de lo caro, a pesar de lo difícil que es vivir en ella.

 

**Esto salió originalmente en Conecta la TV**

 

La despedida de Kristen Wiig de Saturday Night Live

Nunca había llorado con Saturday Night Live. ¿Por qué me pondría a llorar con SNL? A lo mucho me enojo: cuando sus sketches son abiertamente malos, como el fanático que no puede perdonar un descenso de calidad y todo se lo toma personal, o cuando el invitado no me parece o no me cae bien, o cuando algo pasa, en fin; me enojo poquito, no realmente, y a veces me aburro y le adelanto y me salto a las partes buenas. En general, en las últimas temporadas, Saturday Night Live tiene la costumbre de mezclar fragmentos que son geniales con fragmentos que son penosos, horribles.

Pero el capítulo final de la temporada número treinta y siete fue una cosa aparte. Cada minuto fue un gran minuto. Mick Jagger se convirtió en el mejor host de la temporada: dio un monólogo conciso, a la antigua, nada de intromisiones de los actores o del público, ni de romper la cuarta pared. Fue Mick Jagger burlándose de Mick Jagger, sin perder el tempo ni el ritmo.

Luego vino ese sketch tradicional del programa sesentero Secret Word. Algo que me gusta de Saturday Night Live, y que algunos podrían tomar por un defecto, es que la estructura de sus sketches no cambia. Es inalterable. Sabes que en What up with that DeAndre Cole (Kenan Thompson, uno de sus mejores personajes en SNL) siempre interrumpirá a sus invitados y no los dejará hablar jamás, y que Lindsey Buckingham de Fleetwood Mac (Bill Hader, cuánto lo amo) siempre estará ahí, no hablará, se molestará, pero al final se reconciliará con DeAndre. Eso es reconfortante. Sabes que las ladies del Bronx (Amy Poehler y Maya Rudolph) siempre invitarán a jóvenes guapillos a su show y que se la pasarán quejándose de sus vidas y tirándole el perro al invitado. Y en ese sketch de la  palabra secreta, Kristen Wiig es la actriz venida a menos que siempre enumera  fracasos pasados y que no se sabe las reglas del juego y que siempre la caga. Y adoras el sketch por eso. Y en perspectiva, sabes que es la última vez que lo hará y algo dentro de ti se rompe.

Nota adicional: en ese sketch, Mick Jagger es una especie de pimp amanerado. En el siguiente, van a un karaoke donde cada imitación de Mick Jagger es peor que la anterior, y sin embargo los amigos creen que son geniales. Mick Jagger, en el papel de un ñoñazo, se queja tímidamente de cada una. En otro sketch rarísimo, telenovelero (The Californians, recurrente), Mick Jagger es un californiano de pelo rubio y acento del west coast. Es adorable. Es gracioso. Pero también es Mick Jagger. Es el host y el musical guest en uno: canta con Arcade Fire, Foo Fighters y Jeff Beck, que son invitados, pero también sus alumnos.

Otros elementos notables: uno de los personajes más queridos de Kristen Wiig es Dooneese, una chica de manitas horrendas, que canta con sus hermanas y es una desgracia. Aquí en un sketch para la posteridad donde acosa a Will Ferrell. El chiste es que Dooneese nunca consigue al hombre y lo persigue desde su fealdad, que no es autocrítica. Pero en ese último capítulo donde Kristen Wiig aún fue parte del elenco de Saturday Night Live, el hombre a perseguir fue Jon Hamm, un italiano cantor. Y como si Dooneese mereciera un destino feliz por ser ésta su última aparición, el italiano poco exigente la acepta. Y juntos rompen las burbujas de la escenografía de PBS, felices. Un final digno para un personaje grotesco que todos adoramos.

 

Jon Hamm es Don Draper, el personaje más viril de la televisión. Pero también es Jon Hamm, nuevo consentido de Saturday Night Live (y en general, de la televisión en vivo gringa). Cuando a principio de la temporada estuvo Lindsay Lohan, y todos temían que fuera la desgracia que efectivamente fue, Jon Hamm fue el back-up host. Le dio vida a un episodio penoso en el que Lindsay leyó todas sus líneas mal, con una cara hinchada y triste. Además, Hamm es amigo querido de Kristen Wiig. Tenía que estar ahí, en su despedida.

Entonces llegó esa despedida. Kristen se graduó con honores. Hubo una ceremonia real, en la que Mick Jagger fue el maestro. Kristen bailó un vals con sus compañeros. Llegó Bill Hader, su otro camarada fiel. La pareja neurótica de Adventureland. Hader le dijo algo al oído. Kristen empezó a llorar. Yo empecé a llorar. Es absurdo, es tonto. Es un programa de sketches. Pero también conmueve. Hubo en ese episodio todo lo que un seguidor espera. Estuvo Steve Martin, que es como el Empire State de SNL. Estuvieron Rachel Dratch, Chris Parnell (en su última aparición en un Lazy Sunday, evocando al primero de los SNL Digital Shorts), Amy Poehler, Chris Katan. Estuvo Lorne Michaels a cuadro, bailando con su alumna más distinguida. El abrazo de Jon Hamm a su amiga.

Me voy a permitir llorar un poco.

 

Ocho años de amar a Kristen Wiig. La primera vez que llamó mi atención fue cuando vi a su one-upper Penelopela tipa que si has viajado a Italia fue a Japón, que si tienes ocho gatos tiene trece, que si sabes tocar la guitarra puede hacerse invisible y que, al final, cuando nadie la ve, realmente se hace invisible. Recuerdo esa primera vez y lo que pensé: una comediante talentosa. Sutil y aparatosa a partes iguales. Lo que sucede es que el talento femenino escasea en Saturday Night Live. Tina Fey no era graciosa al actuar, no tenía el rango actoral que Amy Poehler sí, pero era la escritora brillante y hacía reír desde el intelecto. Ellas ya no están, Maya Rudolph tampoco. A Jenny Slate la corrieron porque dijo un fuck en vivo. Las que quedan no lo han logrado del todo, a lo mejor porque viven opacadas por la sombra de Wiig (aunque a mí me gusta Nasim Pedrad).

En esta temporada, la número 38, hay nuevas adquisiciones. Ninguna ha logrado brillar salvo Kate McKinnon, a la que se le veía futuro en un par de capítulos de la temporada pasada. Ahora, es evidente que será el relevo de Kristen: ya aparece en casi todos los sketches y su cara es graciosa y se está dando a conocer (además, ostenta el dudoso honor de ser la primera mujer abiertamente lesbiana en el reparto de SNL). Cuando Kristen se fue, me resultaba triste pensar que por primera vez en casi cuarenta años, Saturday Night Live podría empezar una nueva temporada sin comedia femenina fuerte (afortunadamente, no es el caso).

Wiig ahora perseguirá una carrera en cine. No le irá mal, pero dudo que brille. Su talento reside en su capacidad para imitar (es la mejor Drew Barrymore de todas). Para la farsa y la exageración. Para los gestos. Para los personajes extravagantes. Me pregunto si podrá lucir ese talento en personajes de largo aliento. Tal vez, después de mucho intentarlo, regrese a la televisión, reducto de los comediantes de amplios rangos. En el futuro, volverá como invitada de Saturday Night Live, en algún capítulo especial, y revivirá la magia. Es raro, pero espero más ese momento que todo lo demás. Porque los personajes despiertan emociones. Y la despedida de Kristen Wiig significó despedirse de un conjunto de personajes. Al final, no te despides de ella, sino de estos amigos imaginarios.

 

**esto salió originalmente en Conecta la TV**
 
 

Lloro mucho, lloro de todo, hubo una válvula que se abrió y ya no se cierra. Todo lo que debe superarse en la adultez, el miedo a la muerte, el dolor ajeno, las cosas idiotas, lo que podría conmover sin afectar, todo es motivo de llanto. Hay que hacerse duro e insensible, y no llorar. Llorar es de débiles. Llorar es de tontos. Alguna vez me dijeron que lloro cuando quiero y río cuando quiero, y siento que es el mejor halago que me han hecho.

 

Recuerdos de Taganga

Leí este artículo en la Soho (“Taganga: coca, mariguana y judíos”), de una periodista colombiana llamada Alejandra Omaña. Es una breve crónica sobre Taganga, un territorio sin ley, un Estado dentro del Estado colombiano, en el que los policías ofrecen “la mejor creepy de Santa Marta” y las fiestas son explosivas y decadentes, y en el que los israelíes son reyes.

Me encanta leer de lugares en los que he estado, porque en la lectura descubres cosas que no viste o entiendes cosas que viste pero sin entender. O se confirman intuiciones. Las ciudades son como las personas no. 4: nunca dejas de conocerlas.

Mi estancia en Taganga no fue así, pero muchas cosas que Ocaña narra aparecen en el post que escribí al respecto. Ahora que releo, advierto que aún me ronda esa conversación entre Jairo, el dueño del hostal, y uno de los argentinos, que se la pasaban pachecos en las hamacas. Eso de los paisas y el cobro por muerto y la vida de sicarios, y la tranquilidad y alegría con que lo contaban, fumando marihuana en un hostal en el Caribe colombiano profundo.  A veces quiero reescribir la conversación pero la he olvidado casi toda; sólo queda lo del post, ese retazo.

Esos días estuve con el alemán, con quien viajaba. De él no contaría nada aquí, por todo lo que me dijo, por las cosas de las que hablamos en un mes en Colombia, salvo que una noche, mientras caminábamos en el malecón de Taganga, un tipo apareció detrás de una palapa y nos vendió coca, así nomás.

Lo que más recuerdo de Taganga son dos días, porque fueron días perdidos en muchos sentidos, para él y para mí. Uno en el que fui a nadar sola a la playa en la mañana, y tengo ese recuerdo. Creo que nunca había estado sola -y tan sola- en una playa, y en mi mente empecé a apartarme de los turistas (casi todos argentinos, jovencísimos y bronceados) y a sentir un espacio entre el mundo y yo, esa clase de soledad. Esa vez leía Tala, de Gabriela Mistral, y la corrección moral que el libro desprendía contrastaba con la decadencia de Taganga, pero a la vez hablaba de Taganga, y de la tierra y de Latinoamérica, y de esa montaña que teníamos que escalar para pasar a otra playa, la Playa Grande.

El otro día que recuerdo fue precisamente cuando escalamos la montaña para ir a la famosa playa. Atardecía. El alemán se fue a caminar (necesitaba su tiempo a solas), y dejó su diario abierto sobre la toalla, pero estaba escrito en alemán. Hacía mucho viento y me puse de mal humor. De regreso apenas y veíamos por dónde caminábamos, y en el malecón nos compramos unos jugos (nuestro lujo en Colombia era comprar jugos todo el tiempo, de las frutas más extrañas y desconocidas).

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Ocaña dice que hay muchos israelíes en Taganga. No recuerdo haber visto tantos ahí, pero sí en muchas otras partes, y no sólo hombres sino mujeres, pues ellas también hacen el servicio militar (y después de éste, largos viajes por el mundo). Tampoco recuerdo las fiestas electrónicas y excesivas. En el hostal no había ruido, salvo el checheo de los argentinos. Pero es cierto que es bello mochilear en Colombia, y detenerse bajo el sol a comprar una cerveza por menos de dos mil pesos colombianos, y comer su comida y hablar su dialecto y escuchar sus piropos.

Para llegar a Taganga hay que pasar primero a Santa Marta (donde el alemán fue asaltado, ja). De esta ciudad escribí que me sentía como en una novela de Fernando Vallejo. Hace calor y hay prostitutas cariñosas en las esquinas, aunque no diría que sicarios (no diría que reconocí a alguno).

De estas dos ciudades colombianas sólo conservo estas fotos:

Desde la montaña para cruzar a Playa Grande.

Atardecer ventoso en la Playa Grande.

Unos perros (fuera de foco) junto a la playa.

Una calle de Santa Marta.

Aproximadamente trescientos litros de jugo de lulo (individual).

 

 

Domingo 3:09 am

Apenas vi Finding Forrester. Me gustaría tener un mentor.

Empecé a pensar una teoría sobre cómo asumirte escritor implica una salida del clóset (la salida del clóset del escritor). Hay una desnudez ahí. Una exposición de sueños muy caros e íntimos. Luego vi que el personaje de Sean Connery, además del hiper-obvio guiño a J.D. Salinger, está basado un poco en John Kennedy Toole, y leí sobre su vida, y la paranoia y la humillación a las que lo llevó el rechazo de su novela, y el posterior suicidio. El adolescente talentoso del Bronx que oculta su talento, además, lo oculta por un motivo. De nuevo, asumirte escritor es una declaración de principios. Y pensé en todos los escritores que conozco, que he tenido la suerte de conocer, y los que leo aunque no conozco, que escriben maravillosamente pero no se han asumido. Y es lo mismo que en la otra salida del clóset. Hay riesgos que es difícil correr. Pienso en algunos que incluso repiten que no son escritores, y en la negación se asumen. Pero nadie los apura. Escriben. Es lo importante. Aman escribir.

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Ayer también vimos Moonrise Kingdom (la rentamos en iTunes). Es preciosa, desde el principio; la paleta de colores es bellísima y todas las tomas son simétricas, y hay montajes hermosos (spoiler: cuando se leen sus cartas en voz alta y ves sus problemas y sus vidas tristes y la violencia en la que viven, y cómo se acompañan en esta adversidad). Pero no logré conectar del todo con ella. Me reí (Jason Schwartzman es casi siempre una versión de Jason Schwartzman, pero Jason es tan bello que es bello verlo donde sea) y me conmoví un par de veces (en esa escena), y es cierto que es la culminación de la estética de Wes Anderson… pero Rushmore  sigue siendo mi favorita de él. Y es una película que no tiene estética, no al menos la estética planeada y meditada de The Royal Tenenbaums  o de ésta, pero que tiene mucha fibra y sentimiento, y donde puedes palpar la tristeza de Bill Murray como algo crudo, sin filtro Instagram, pues.

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Ayer criticamos a Gus Van Sant pero luego me di cuenta que sí me gusta, o que me gustan muchas películas de él al menos. La última que había visto de él fue Paranoid Park  y me pareció hermosa (es un problema no intentar escribir crítica objetiva cuando escribo de lo que me gusta y verme en dificultades porque lo que me parece bello, me parece bello, y no encuentro muchos sinónimos de esto). Claro: todas las historias que interpretan Crimen y castigo me van a gustar por ósmosis, pero aún así. Elephant también me gustó. Me gusta la forma en que retrata a los jóvenes. Esas tomas innecesarias -que tal vez no ayuden a que la trama avance- de conversaciones de adolescentes que no dicen nada, que sólo ensayan formas de convivencia social. El final de Finding Forrester no me gustó y hasta parece capítulo de caricatura un poco (Jamal está acusado de plagiar y William Forrester, el escritor famoso y recluido, llega a su escuela y lee una pieza del joven escritor, probando su talento). Además, no está bien que le aplaudan a un escritor. En la mañana vi un capítulo de Mad Men al azar, Waldorf Stories, que me pareció impresionante: la carrera de Peggy como un espejo de la de Don, y la importancia de tener más fracasos que éxitos, y tal vez de que nadie te aplauda durante un buen tiempo. Tal vez luego escriba algo estructurado de eso.

 

 

Corona Capital

(me siento en la obligación de aclarar que todo salió bien con el asunto anterior)

Tenía bastantes puntos que quería escribir sobre el Corona Capital, pero una semana después no me parecen tan importantes y, además, ya están desfasados. Creo que en general fue un buen festival. Sólo he ido a dos festivales internacionales antes (Lollapalooza 2010 y el Rock en Seine de este año), así que ponerse a comparar es mamón. Aunque igual lo haces. Y tal vez por eso creo que el Corona estuvo muy a la altura. Además del cartel que, ya todos lo apuntaron, fue excelso (aunque se equivocó, o dejó que la gente se equivocara, en el acto estelar, que era New Order y no The Black Keys). Segundo, las comodidades. Mi experiencia en los Sani-Rents fue saludable, y eso que usualmente tengo una relación neurótica con las idas al baño en espacios exteriores. Muchas veces entré a algunos que estaban recién sanitizados y que hasta olían a Pinol (aunque nunca mirara, porque nunca miro, porque me protejo de ese modo; J dice que tiene que mirar -es una persona normal- en caso de que haya algo, ¿pero qué puede haber además de lo que ya suponemos? Y aunque hubiera un animal, a menos que ese animal fuera una innombrable, cosa que considero improbable aunque posible, no es grave si de todos modos entras, haces lo tuyo y te largas lo más rápido posible).

Tercero, la carpa de comida en el área del Bizco Club era un lugar desolado, como apartado del mundo, en el que podías sentarte a comer sin que el ruido, o el calor, o las aglomeraciones de afuera te interrumpieran. Por último, pero esto ya no es responsabilidad del Corona, hubo un clima excelente con el que podías sentarte en el pasto, recargarte en tu chamarra enrollada y escuchar M. Ward bajo el sol vespertino.

El primer día hicimos estos movimientos:

1. The Walkmen. Llegamos a las cinco de la tarde, apenas iban empezando. Hubo problemas con el ingeniero de sonido y  Hamilton Leithauser se molestó y cantó enfurruñado y creo que fue un error cantar The Rat tan pronto. Pero los disfruté muchísimo y fueron una deuda pagada, pues tenía el plan de verlos en el Lollapalooza y no lo hice.

2. Sí queríamos ir a Death in Vegas, pero nos movimos unos pasos para escuchar a The Wallflowers. Otro momento para sentarse en el pasto y escuchar. (Este año vi a Bob Dylan y también a su hijo, Jakob, así que puede clasificarse como un buen año.) Sin embargo, acá pasó algo injusto. Cuando empezaron a tocar One Headlight, las hordas se dejaron venir. Y ese fenómeno de la canción conocida, del one hit wonder se esfumó cuando la canción se acabó, y todo mundo empezó a irse. Eso es tan frío. Irse dándole la espalda a una banda que todavía está tocando, ¿nadie imagina lo que deben sentir los músicos ahí arriba? Tener que tragar, una y otra vez, esta injusta píldora de que la gente te conoce sólo por una canción, aunque no sea la mejor, aunque tengas una trayectoria, todo esto nos partió el corazón. Sobre todo cuando Jakob dijo algo como “This is even better” (o: estamos los que importamos).

3. Cat Power. Me gustó muchísimo, me mantuvo atraída a su actuación todo el tiempo, aunque la verdad nunca he sido su fan.

4. The Kills. Uf. El año pasado los vimos en el Salón 21 y esa vez fue importante por muchas razones. Alison Mosshart es una sex goddess. Me encanta la mezcla de su música más o menos punk, de mucha energía en el escenario, con la elegancia de ambos, y que estén tan relacionados con la moda (con el mejor aspecto de ella).

5. Suede. La elección era obvia y sin embargo muchos prefirieron ir a Franz Ferdinand. Aquí es cuando puedo decir que el cartel fue escogido y acomodado con mucha inteligencia. Harás a la gente elegir entre lo tradicional y lo novedoso, entre lo ‘clásico’, si quieres, y lo ‘de moda’, si quieres. Entre las bandas con algún éxito Mtv, que atraerán a gente, y las bandas con trayectoria, que atraerán a gente. En Bizco Club estaban Sleigh Bells. También puedes tomar esa decisión. Todo dependía de tu ánimo y de tu nivel de enfiestamiento.

8. The Hives. Divertidos la mitad que los vimos. Pero cambiarnos a Miike Snow fue la mejor decisión de la noche, y lo que dejó la entrada ideal para Basement Jaxx, que aunque se retrasó media hora, y media hora es importante en un festival, fue un cierre espectacular. Ahí fue cuando dije: oye, esta carpa es muy divertida y una debe procurar no alejarse mucho de ella.

Al otro día:

1. Alabama Shakes. Llegamos rayando porque J moría por verlos. Otro gran inicio, el atardecer, la música (tenía ganas de ver a The Big Pink, que también vi sin ver en el Lola).

2. Moría por ver AraabMuzik. Este año bajé su último disco y lo escuchaba todo el tiempo, sorprendida, sin saber realmente qué genero era además de electrónica impresionante. Uf, qué momentos; una de mis presentaciones favoritas en todo el festival y cuando más me convencí de que Bizco Club era the place to be.

3. Un poco de The Raveonettes (que vi poquito alguna vez que le abrieron a Depeche Mode hace como tres años).

4. M. Ward. El pasto, el sol, el descanso, la felicidad.

5. Tegan and Sara. Por supuesto. Encantadoras.

6. James Murphy por añadidura.

7. La segunda mitad de My Morning Jacket.

8. New Order, mi momento estelar.

Nos fuimos. En ocasiones distintas ya habíamos visto a The Black Keys, y  ya no me emocionan casi nada; para entonces el grupo se había separado y reencontrado de múltiples formas, y la verdad no creímos tener energía para llegar hasta Dj Shadow, lo cual fue una lástima.

Un último comentario: muchos gringos que seguramente vinieron exclusivamente al festival, y no sólo porque se les cruzara. Eso es bueno. Habla de que el cartel resultó tan vistoso que atrajo a gringos, para quienes debió ser una gran experiencia venir a México (y de paso viajar), ver bandas grandiosas y pagar muy poco por todo. Además, venir al DF. ¡Al De-efey! Tantas cosas por hacer acá.

Por otro lado, el Corona levantó suspicacias porque Ocesa lo organizó, pero me parece más crimen dejar de disfrutar de la música, de la experiencia tan autocontenida que es un concierto, de ese momento de catarsis que da escuchar una canción favorita en vivo, escuchada en la intimidad muchas otras veces. Eso creo y tal vez por eso tampoco siento tanta culpa de ir al Starbucks por el café del día.

Todas las pesadillas

No vuelvo a delegar cosas. No puedes. El trabajo que se entrega a tu nombre debe ser hecho enteramente por ti.

(me acordé de una cosa que dijo en Twitter Alón sobre ‘el trabajo bien hecho’ como su tema favorito en el cine).

Así, aunque delegué un enorme trabajo, no pude entregarlo sin revisar. Entonces, una revisión pormenorizada. Y errores. Y cosas que yo haría distinto. Y pensar: será mi nombre, serán mis errores, serán los reclamos que yo escucharé. No puedes. Hacerlo de nuevo. Un mes. Trabajo pesado, neurótico: corregir. Vuelves sobre tus pasos. Una mayúscula que cambias a minúscula y luego a mayúscula y luego a minúscula, y apuntarla para volver sobre esta palabra al final, y decenas de apuntes: revisar esta parte, revisar esta otra.

El deadline.

Un último empujón. Trabajo rusheado. Un día con su noche de trabajo. Pensar: mejor. Pasado mañana esto habrá sido un trabajo terminado.

Trabajo disciplinadamente, como hace mucho no. Miro el reloj y el número de páginas en la esquina del Word y me congratulo: voy bien en tiempos. (siempre, las horas se consumen más rápido de lo que uno calcula.) Una pausa a veces, corta. Otra, un poco más prolongada pero necesaria. Una Pepsi. Un café. Trabajo. Hay una parte del libro interesantísima; la leo y corrijo en el estado alterado que da la concentración.

Luego, el error. Una computadora sobrecalentada (siempre la apago y este fin, por qué no, decidí sin decidir que se quedaría doblada sobre sí misma). En el archivo, unos asteriscos en lugar de letras. Sin pánico, el caramelito gira. Y gira. Y gira sin final. Entonces, resignación (manzanita Q). Tengo autoguardar cada dos minutos, de todos modos y según recuerdo. Y luego, ese mensaje rápido, un flashazo (ahora veré ese segundo en mi pantalla durante mis pesadillas).

Save changes?

Yes.

Porque pensé que eso era lo mejor.

Más tarde, por Agustín Fest, me entero que es un error de Microsoft, un bug del que han alertado hace tiempo y que aún no se resuelve. La solución: cuando pregunte si guardar, decir que no.

Para qué contar las horas perdidas tratando de recuperar una versión anterior del archivo, bajando trials de programas, leyendo foros de Mac, perdida en la desolación del internet por la madrugada.

Y todo el tiempo reflexionar: ¿Por qué, por qué no mandé el archivo cada tanto a mi correo? ¿Por qué esta vez no, si siempre lo hago? En un mes no lo hice. No lo pensé. No pensé necesario que un archivo de 900 páginas tuviera un par de respaldos. Y eso es lo que jode al final. Parecer amateur. No prevenir.

Otra cosa que me jode (las lágrimas de frustración salieron sin esfuerzo por la mañana): hoy es la cita con el cliente. 2,30, Condesa. Tenía planeado todo. Algunas cosas que quería comentarle, aprovechar para hablar de otro tema, entregar un trabajo bien hecho.

(ese punto culminante feliz, una historia que acaba bien)

Ahora: la clásica excusa del perro que se comió mi tarea. ¿Hay algo peor que decir una verdad que parezca una mentira? Decir una excusa que no es una excusa, sino una razón comprobable, una realidad de la que uno es inocente.

Reflexiones que son antesala  para este momento. Fest me recomendó este programa, Disk Drill. Escanea, pero no recupera sino hasta después de comprar el trial. En el preview del scan (jerga, jerga cibernética) pude ver, quise reconocer algunos cambios que hice ayer mismo. En teoría, es una versión avanzada. ¿Pero quién está seguro de esto? Todos los programas que probé sugieren que recuperar archivos borrados, dañados, depende de muchos factores; que, en resumen, nunca se sabe.

(me he resignado a hacerlo todo de nuevo, y me consuelo pensando que será un trabajo mejor hecho que éste, más reflexionado, más fundamentado, con la atención puesta en los detalles) (otro mes de trabajo, una historia graciosa en el futuro, un karma de trabajo que será recompensado: todo lo que pueda pensar para evitar caer en el drama, en la autoconmiseración, en el azote sin final).

En la mañana pagué la versión pro del Disk Drill (80 euros). Mi analogía ignorante: como un enfermo de cáncer que ya no tiene nada qué perder. Actuar de forma madura, actuar como debe actuarse, conservar la calma, el temple, la visión. Antes de llamar al cliente y abrir mi corazón ante él (eso será), intento esto último. Un último intento. Si no funciona, un mes más de trabajo, atención a los detalles, karma, etcétera.

Dice que 'I sponsored at least 5 coffees for the team'

 

(Estoy a punto de ver si acabo de tirar 80 euros al inodoro.)

(continuará)

 

(una hora después, actualización)

Salvé un 60/70%. No todo el trabajo se perdió (importante). No tendré que revisar todo de cero (importantísimo). Pero hablé con el cliente. Lo previsible: un tono de voz molesto. ¿De qué sirve repetir esta frase “parece excusa, pero es verdad”? ¿Qué es verdad? Siempre se puede rastrear la culpabilidad. En esta verdad (accidente de Word) hay una excusa y una acusación hacía mí. Irresponsable y despistada. ¿Cómo le vendes eso al cliente?

Volver a trabajar. Además, para sentir que he sido una mártir, para la imagen del estoico que, herido, se hace una curación provisional, desde en la madrugada traigo un fuerte dolor en la muñeca, el famoso síndrome del túnel carpiano. Me tomé un flanax y me puse un hielo. La vida sigue. Trabajar. Seguir. Sufrir. Y reírte del sufrimiento, siempre, qué más queda, como único remedio.

 

La idea de Europa

 

Volví a leer La idea de Europa, que Jordy me regaló hace un par de años. Entendí más. Las cinco ideas que, para George Steiner, sostienen o definen a Europa son: los cafés, el continente caminable, las calles bautizadas con los nombres de otros europeos (personajes históricos, escritores, músicos, monarcas, científicos), la descendencia -desde lo espiritual y lo filosófico- de Jerusalén y Atenas, y la idea de la finitud: el término de la civilización, un capítulo final en el que Europa se hallará aplastada “bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia”.

Qué extraño pensar que las ideas que definen a Europa también pueden definir a México (aunque no a Estados Unidos, pues de hecho Steiner hace la diferenciación precisamente entre Europa y América, o sea, EU). En Europa no hay desiertos saharianos o australianos, la aridez de Arizona, la selva del Amazonas; históricamente, las distancias se cubren a pie, pues el paisaje ha sido domesticado. ¿Quién me contaba del césped perfectamente recortado de Europa, el paisaje de jardinería desde la ventana del tren? No hay parajes inexplorados en Europa -salvo, pienso, Laponia, pero es mera suposición: tal vez el mismo círculo polar ártico es un set del reino de Santa Claus y cada tanto hay una cabaña y un sauna y puedes mirar la aurora boreal tomando té verde.

Para los que no somos europeos, el viaje a Europa contiene varios países, y todo es como en bloque, por la pequeñez del terreno. Volviendo a la idea de México, lo que ha sido explorado no necesariamente es accesible. La idea del cuerno de la abundancia. Regocijaos, pues en nuestro país hay abundancia de climas, nos decían, y esta idea del orgullo por los bienes naturales del país se quedó incrustada. Las playas, bosques, desiertos y selvas dan la idea de algo salvaje, algo exótico, pero caminado al fin y al cabo.

(“me tocó” pasar el 15 de septiembre en París; fuimos a la fiesta mexicana oficial, que según me dijeron tuvo presencia del embajador, aunque llegamos tan tarde que no nos dejaron entrar sino hasta después del grito. Era un salón de fiestas inmenso: 18 euros la entrada, 5 euros cualquier cosa, atiborrado de franceses muertos de risa y de mexicanos fresitas que viven en París y, sobre todo y lo peor, mirreyes tomando Corona y bailando cumbia con la mitad de la camisa abierta. Lo importante es que había dos pantallas en las que, cíclicamente, pasaba un video turístico con los 31 estados de la República: imágenes de Querétaro, Yucatán, Baja California, todo en este estilo preciosista de la publicidad turística, y sin embargo juro que en algún momento decías puta madre, qué bello es México, qué ecléctico, qué lleno de cosas y colores y sabores. Y extrañabas. Todas las ideas del cuerno de la abundancia, del imaginario común mexicano, se exaltaban dentro de ti y revoloteaban y te hacían cantar canciones de Maná sin vergüenza porque al fin y al cabo y a pesar de terribles son mexicanos, sólo para sentir al otro día una resaca patriotera espantosa. Esta pulsión deben sentirla quienes viven algún tiempo en el extranjero; esta cercanía con tu país, con tu cultura, el redescubrimiento ocasionado por la perspectiva de la distancia, por el factor emocional de la nostalgia).

La otra idea de Steiner respecto a Europa es el peso histórico visible en cada calle. Las calles nombradas a partir de otros hombres, a diferencia de los genéricos, dice Steiner, Arce, Pino, Roble, Sauce que se repiten al infinito en Estados Unidos. O las calles numeradas, idea brillante para la practicidad, pero terrible para la memoria (¿por qué Colombia tuvo que caer en eso?). Esta costumbre que es tradicional en México (crecí en la calle Mariano Abasolo y por eso, como todos los niños, sentía afinidad por este personaje en la monografía; también me acordé de este post de Plaqueta con fotos de personajes históricos bigotones que nombran calles en que ha vivido). Tal vez este homenaje perpetuo se replica en otras partes que fungen como memorial. Ciudades-museos, ciudades-recordatorio. Por eso pensaba: si alguien visitara el DF con la misma avidez histórica con que se visitan ciertas ciudades europeas, encontraría los remanentes de un pasado no remoto. Las ruinas del Templo Mayor contrapuestas a la catedral, el hecho de que ésta se construyera sobre aquél, como símbolo de la Conquista. O Coyoacán. Ahora vivo en Coyoacán: algunas tardes, bajo cierta luz, imaginando que no hay coches, el ambiente es el de un pueblo. Y yo sé lo que es un ambiente de pueblo, pues crecí en uno donde había aún carretas y procesiones del silencio; sin semáforos, sin peligro, sin ruido, sin cines o cafés; un pueblo que sobrevivía como cuando fue concebido, con una plaza en el centro y una botica y una lechería y un molino). ¿Cómo puede haber lugares así dentro del DF? Yo me maravillaría (aún me maravillo). En esta ciudad hay territorios de nadie. Están los lugares más sórdidos que he visto, y también unos muy hermosos, a pasos de los otros. Hay que visitar La Ciudad de México en el tiempo, archivo fotográfico del cambio en el DF. Lo fascinante de las ciudades viejas (otra cosa que me acuerdo, pero no sé dónde leí, eso de que Nueva York es la más vieja de las ciudades nuevas).

La herencia cultural en México: el catolicismo español y el pasado prehispánico (rasgo en común con Latinoamérica, salvo Argentina). Y la idea de la finitud: el DF como criatura llena de tentáculos, creciendo desordenadamente, el commuter pain (DF, número uno en el mundo según este estudio). Y los otros temas que sabemos tan bien. Aunque, claro, es forzar las similitudes demasiado, pues no creo que haya un símil en México de los cafés como centro de la vida cultural, sitio de escritores y de tertulias en la historia europea (o tal vez sí, tal vez Carlos pueda contestar esto mejor). Además, obviedad, la idea de la conquista en México tiene un sentido inverso.

Hoy -ayer- la Unión Europea recibió el Premio Nobel de la Paz. En The Guardian leí este texto que se pregunta quién deberá ir a recoger el premio. Buenísimo.

As Henry Kissinger famously pointed out, when he asked: “Who do I call when I want to speak to Europe?”, there are several pretenders for the job (…). An unscientific appeal to Twitter yielded several interesting recommendations. Most were humorous. Some were unprintable. They included: “Nigel Farage”, “Giscard d’Estaing?” “Golden Dawn” – the neo-Nazi Greek party – and “A weirdly shaped banana.”

 

 

Personas que conocí brevemente

Pasó algo raro en el hostal de Londres (la última semana estuve sola). La noche anterior había intercambiado algunas frases con un muchacho, más joven que yo. Eran acuerdos sobre el canal de televisión que queríamos ver. Esa charla insulsa, sin objetivos ni agendas. Al otro día, después del desayuno, me lo encontré en un pasillo. De la nada, me preguntó qué haría ese día. Le dije. Luego, directo, sin titubeos, que si quería ir a tomar un café. Dije que sí. Salimos. Hablamos. Me dijo que era músico. Que tocaba la trompeta. Hasta después de un rato le pregunté cómo se llamaba.

Ross.

Y al mismo tiempo, los dos:

– Friends.

Nos sentamos en un parque. Hacía frío. Hablamos más, nada en especial, lo que suele decirse: anécdotas de viaje, la música que escuchamos, silencios raros, una conversación que no fluía.

Cuando terminamos el café, se levantó y se fue.

Ya no volví a verlo más y después me fui.

**

Cuando viajas solo conoces mucha gente. Hablas con decenas de personas. Pero todo es como una prueba y error. Esta persona que conozco será importante. De esta otra olvidaré su cara y su voz y seguramente nunca sabré su nombre. Además de este Ross, hablé con una pelirroja que se ponía a hablar con todos en el hostal, hasta la madrugada. Con un inglés que trabajaba en Chelsea. Y Susie, la neozelandesa, con la que anduve dos días enteros. Cenamos en Victoria, fuimos juntas al cambio de guardia en Buckingham, caminamos alrededor del Támesis, compramos boletos para ver The Taming of the Shrew en The Shakespeare’s Globe. En algún momento me dijo que acababa de terminar una relación de años y que su ex novio estaba en París y que no sabía si verlo. Le dije lo esperable. Seguimos caminando. No le conté nada de mí. Yo sabía que no seríamos amigas en otras circunstancias. Nuestras caminatas eran otra prueba y error. Eran un dejarse ir. Eran un conformarse.

Y pienso: qué triste. Buscas con quién conectar y rara la vez lo logras. Escoges a personas que no te importan para ir a lugares a los que siempre quisiste ir sólo porque te aterra la idea de ir a solas (yo prefiero ir sola, digo algunos). Y después, en la evocación de la experiencia, estará su cara difusa como una mancha en un vidrio. Pero en esta prueba y error de los solitarios siempre digo que sí. Es el problema de no saber decir que no. En todos los hostales en los que he estado, en todas las ciudades en que he estado, llega alguien en algún momento y me dice: vamos por un café, vamos a este barrio, vamos a este museo (por ejemplo). Y todas las veces voy, sin desearlo.

Con Susie al menos hubo el protocolo de agregarnos a Facebook y fingir que habría alguna especie de vínculo. Pero lo del muchacho Ross fue la prueba más pura de esta conexión no alcanzada: nunca seremos amigos, para qué fingir.

Y me niego. Cada momento, tarde perdida, conversación aburrida, debe permanecer. Cada persona debe ser fijada.

 

 

Berlín nunca será Berlín

Llegamos a Berlín sin haber dormido casi. En avión, porque es más barato que en tren. En la sala de espera veía un anuncio de Clarins. Llamaron en francés y no escuchamos, o escuché sin entender, o pensando que tarde o temprano lo anunciarían en otro idioma. Casi perdemos el vuelo, un vuelo triste, un vuelo sin incidentes. De una geografía a otra geografía. Cortas la distancia. No viajas. Te transportas. Suprimes la jornada necesaria, el paisaje que se transforma, las horas invertidas en alcanzar un punto. Ir de un lugar a otro debe costar algo. Cuando apareces en otro país un par de horas después es como despertar de una borrachera.

Afuera hacía frío y estaba nublado. Primero pensé que así debía ser Berlín. No sabía mucho de Berlín, no más allá de lo histórico. No sabía lo que esta ciudad te hace. Cómo te envuelve. Alguna vez, Luis Frost me dijo que Londres era hombre y París, mujer. El Támesis es caudaloso, frío y de aguas turbias, un río hijo de puta, un río al que da miedo caer. El Sena es bello, los puentes que lo cruzan se salvan con unas zancadas y sus aguas son verdes, de un verde lindo, de un verde que, dice Olga, siempre sale bien en las fotos. Analogías sexistas. Pero entonces, terminé pensando: Berlín es un transexual. Para el caso. Un sujeto interesante, un sujeto sin la belleza de esas ciudades, pero con mejor conversación. Una conversación llena de silencios.

Al final, Berlín terminó por ser mi destino favorito.

Todos deben sentir lo mismo. Antes de llegar, Jordy me dijo que esta ciudad te da “vergazos de historia”. Por ejemplo, cuando llegamos, dejamos nuestras cosas en el hostal y caminamos un par de cuadras para descubrir que ahí mismo estaba Checkpoint Charlie. Así, con dos movimientos, Berlín adquiría su cualidad de ciudad-museo.

Claro: te enteras que es tourist trap, que hay actores disfrazados de soldados con los que puedes tomarte una foto por dinero, que ahí mismo hay un McDonalds, que el cartel de You’re leaving the American sector es una réplica, que en la contraesquina hay una hilera de puestos de comida (el mejor kebab del mundo) y que puedes ir a sentarte en un pedazo de muro a comer. ¿Pero no es esta contradicción misma parte de la historia? La edulcoración del pasado, la transformación de la tragedia en souvenir, la foto en el muro con los pulgares arriba.

Visitamos Berlín de manera desordenada. El tour del Third Reich el mismo día en que visitamos Treptower Park. Prusia y la RDA y la Alemania Reunificada, todo en un mismo día, saltando de un proceso histórico a otro, como si Berlín fuera un museo, y cada barrio, cada calle, cada placa, memorial, grabado, edificio antiguo contrapuesto a edificio nuevo, estatua, monumento, puente, graffiti, cada estilo arquitectónico, fuera un recordatorio y una pieza. En la contradicción armas el rompecabezas. Y te maravillas. Es imposible que no te maravilles. Aunque alguien llegara con una película gringa sobre la segunda guerra mundial por todo antecedente cultural. La ciudad misma se encarga de guiarte, y te lleva, te lleva, y al final te rindes y admiras el lugar que ahora es.

Una ciudad inacabada. Una ciudad en reconstrucción. Una ciudad joven, más joven que yo, dominada por grúas y edificios en construcción que son también una promesa. Por eso digo que Berlín no tiene la belleza de París y Londres, que son más definitivas. Difícilmente encuentras belleza en una construcción en obra negra. En el tour en bici (¿y por qué habría de negarme a esos tours juveniles y al camioncito turístico si son la manera más fácil de acercarte?) recorrimos la ciudad de la forma en que quise recorrerla desde que llegué. Las ciclopistas pletóricas de ciclistas (parece pleonasmo pero no). Los ciclistas no son Los Ciclistas, como acá en el DF o en otras ciudades donde empiezan a establecerse y ganar derechos. Están dados por sentado, porque son los berlineses en general, sin el monopolio de la fixed bike o la bici de renta. Al principio veía las filas indias (todos: ancianos, oficinistas, jóvenes, niños, señoras, repartidores, turistas) y pensaba que eran grupos, que todos iban al mismo lugar, pero no. No hay un tipo. La democracia en dos ruedas.

Dos tipos del tour posando con el oso berlinés.

Los días en Berlín fueron soleados, no el frío del primer día. A veces nos metíamos al metro gratis y yo temía la aparición del supervisor vestido de civil y miraba a todos y sospechaba. Quién de ellos sería. Ese hombre flaco que va leyendo el periódico. Esa mujer en traje sastre. O la punk de pelo verde que olía a alcohol y nos pidió aspirinas (seguro no). En nuestro último trayecto en metro por fin las vi: dos mujeres que entraron al vagón y se sentaron como cualquier pasajero, y que después de un rato se levantaron con sus credenciales al frente de una manera tan badass que temblé en mi asiento aunque yo sabía que tenía el boleto, y que al irse me hicieron formular una idea injusta: el Terrorismo Velado del Supervisor.

U-Bahn.

Magdalenenstraße.

En París muchos se meten al metro gratis. Se saltan los torniquetes o, cuando hay dos puertas que se abren automáticamente, los apóstatas del boleto merodean las entradas en búsqueda del polluelo al que puedan adosarse en un elegante paso de ballet que, bromeábamos, era un arrimón de camarón. Lo vi en un viejito y me dio tristeza y luego me pasó a mí y me dio coraje (ah, debí verme tan polluela). Los supervisores, con sus uniformes, aparecen sorpresivamente. Pero los que se saltaron el boleto saben que hicieron mal y los supervisores, en su papel de funcionarios, amonestan con toda visibilidad. Saltarte un torniquete es demasiado Warriors de todos modos. Pero en Berlín no hay nada. En el metro no hay puertas. En el andén compras tu boleto y en el andén mismo lo composteas, si quieres, y todo recuerda ciertos hábitos comunistas de los que luego ahondaré. Y los supervisores, imprevistos, se visten de civiles. O sea, de civiles, ¿sí? Agazapados en su asiento como un espía secreto, mirando, mirando, mientras estás en la feliz ignorancia o en la lela, y luego se levantan y te muestran su credencial y ejercen un terrorismo moderado.

Jannowitzbrücke.

Volvimos a ver The Lives of Others. Reconocimos las oficinas de la Stasi, que ahora está convertida en un museo. Por cinco euros caminas por las oficinas de Erich Mielke: la sala de juntas, los sillones en un espacio privado, la cocinita y el baño con regadera, y el escritorio de su secretaria, donde -dice la tarjeta- encontraron una nota con las instrucciones detalladas del desayuno de Mielke. En otras habitaciones, ejemplares de cámaras fotográficas miniatura escondidas en bolsas, libros, botes de basura. La tecnología de punta puesta al servicio del horror. El museo estaba vacío, además. Un par de chicos recorrían los pasillos igual que nosotras. Uno tenía el pelo largo y una playera que le llegaba a las rodillas. El otro tenía el pelo pintado de rosa estridente, un rosa tipo Barbie, y usaba estoperoles y Dr Martens y pantalones desgarrados. Berlineses, pensé. Pero no. Uno de ellos tal vez, el pelo de Barbie, que le hablaba al otro con un inglés perfecto, casi sin acento.

Oficinas centrales de la Stasi.

– Duuuude, listen to this.

Una canción de niños comunistas. Dinos lo que piensas y sabremos si estás del lado correcto. Afuera, en el metro, estaba el anuncio de las cámaras de seguridad, replicado:

Al salir caminamos por la avenida Karl Marx. Los edificios en bloque. Ahora, en los balcones, hay paneles rojos y amarillos, y aunque los condominios son cajas de cereal en medio de espacios amplios, todo es o parece más moderno.

En The lives of others, me conmueve la definición socialista del artista como “ingeniero del alma”, encargado de ponderar el trabajo y la dignidad del obrero y el bien común. Y cómo un dramaturgo, un artista, un apasionado de Beethoven y Brecht conmueve, en la distancia, a un agente de la Stasi, moldeando su alma en el proceso.

La belleza austera de las estaciones de metro en el lado oriental.

Vamos a museos. Caminamos. Nos subimos varias veces al camioncito turístico. La primera vez tomamos una siesta ahí, sin vergüenza. Otro día discutimos. Bebemos en la calle, como bebimos en París. Las pequeñas libertades alcanzadas por un mexa en Europa. Un Biergarten, el Prater Garten. Ahí está Jacobo, el español historiador que nos relató la Alemania nazi una mañana, en un grupillo pequeño que, como en la escuela, fue arruinado por una sabelotodo insoportable y estúpida. Jacobo nos dice buen provecho, su pelo sucio revuelto. Debe ser uno entre los cientos de españoles desempleados que merodean en Berlín. La mejor cerveza del mundo: Weihenstephan. Sabe a madera ahumada, a cerveza mate.

Arte callejero.

Berlín es tan barato que puedes incluso sentarte en una mesa y comer con cubiertos.

La grúa omnipresente.

Oso frente a Puerta de Brandenburgo: composición.

Spree.

Insistí en ir a Treptower Park, pues Jordy y Jacobo me habían dicho la impresión que causaba la estatua del soldado soviético con la niña alemana en brazos, sosteniendo una espada y aplastando la esvástica. El símbolo de la liberación de los soviets, a pesar de las violaciones multitudinarias, del odio encarnizado de los rusos a los alemanes (que no es nuevo: pienso en los ridículos personajes alemanes de Dostoievsky). Nos perdimos en el parque que está al salir del metro, pero un chico nos indicó el camino. Un arco del triunfo. Un espacio abierto, opresivo, la tarde que caía sobre sus diez hectáreas de tumbas bajo mármol que antes perteneció, de otra manera, a Hitler. Los soldados del Ejército Rojo hincados: el heroísmo comunista, ceremonioso.

De lejos, estos árboles me parecían irreales: como plumas de ganso pintadas a mano.

Lo mejor de Berlín está en Berlín del Este.

En el museo de la RDA, ¡entérese cómo vivían los alemanes del este!

También puedes babosear así.

Café oriental (puede contener trazas de todo menos de café)

Trabant.

Disponible para la clasiquísima foto.

J, a regañadientes, porque sí tiene dignidad.

Esta foto me gusta: la sala de interrogaciones interactiva.

Nuestro guía ciclista, londinense (a quien yo llamaba Liam, por mera asociación mental), nos dejó recorrer vericuetos del Tiergarten y nos llevó a todos los puntos típicos: de la Universidad Humboldt a la isla de los museos al memorial de los judíos caídos. Pero lo que más me gustó de él fue lo que dijo al final sobre la cualidad cambiante de Berlín. Lo diferente que era cuando él llegó y lo diferente que será en diez años. Y al final, esa frase que he repetido tanto ya:

– They say Paris will always be Paris, but Berlin will never be Berlin.

Londres

No sé si se te olvidan las caras, creo que las de personas importantes difícilmente, pero las de personajes que miras en la calle o en otros lugares y con los que no hablas seguro sí. Por eso me dije: debo escribir de este niño. Acá hay otro pedazo de crónica en Europa, pero en detalles, porque me abrumo.

El sábado quince tenía que tomar un tren a París a las cinco y media de la tarde. Me salí por la mañana del hostal, fui al British Museum, caminé por ahí, me tiré en una plaza que había descubierto dos días antes (Russell Square), me puse a leer. Por alguna razón, tenía la idea de que debía salir del hostal a las cinco en punto y que haría media hora en el autobusito número 10. Llegué a las cuatro con dieciséis. En la sala del hostal, un tipo veía Snatch. Se reía y me señalaba la televisión y yo le sonreía con pena ajena y a eso de las cuatro cuarenta pensé: un momento. UN MOMENTO. Debía estar a las cinco en la estación. Con temblores, corrí a la parada, esperé diez minutos, me subí. Unas cuadras adelante, era evidente que no llegaría. Me bajé, busqué un taxi. No tenía más que cinco libras en la cartera. Sufrí en el trayecto. Llegamos a St. Pancras a las cinco con veinticinco. Mi tarjeta no pasaba. En un momento de desesperación, le dije al taxista -un negro enorme, con ojos bondadosos- que me aceptara cinco libras y veinte euros. Aceptó.

Pero no llegué.

Derrotada, me senté en un bar y me bebí un whisky. En la mesa de enfrente estaba sentado un niño de doce años. Un Hugh Grant pequeño (Agustina decía que los ingleses se dividen en los que se parecen a Hugh Grant y todos los demás). Frente a él estaba su hermana menor, aburrida. Un hombre canoso le preguntaba qué libro había leído el fin de semana. El acento del niño era el londinense posh, no el cockney que es más común. Su corte de pelo era de tazón, y tenía papada. Su voz era correcta y taimada. En su cara estaba toda la contención inglesa. Y pensé: Londres. Tal vez eso no es Londres. Tal vez los guardias reales no son Londres. O los carros que manejan del otro lado y los letreros en cada paso peatonal que te recuerdan en qué dirección fijarte para no morir atropellado. Muchas cosas no son Londres. La cara de la reina. El please mind the gap between the train and the platform. El extracto de cebada. Un pato en un lago. Las cabinas de teléfono con la corona inglesa. Una anciana con un sombrero rimbombante. Pero ese niño era para mí Londres. Y las caras de la gente que he visto en otros lugares se me olvidarán, pero la expresión de este niño cuando hablaba de su libro con toda propiedad ojalá no.

**

Tengo un problema con escribir de un viaje después del viaje y es que olvidas fácilmente la persona que fuiste durante esos días y colocas otra idea, otro estado de ánimo en días que después parecerán idílicos aunque no lo hayan sido. Y el dolor, el cansancio, el mal humor, serán reemplazados con beatitud pura. Por eso, recordar que mientras se estuvo ahí hubo miedo y hartazgo y enojo y que a pesar de ver lugares hermosos, o los lugares del mundo que son estampas del mundo mismo, también tuviste hambre o sueño o dolor de pies y que viviste no en un sueño sino en una realidad.

A veces idealizo mi viaje a Sudamérica, más la idea que las cosas que hubo, pero luego me acuerdo que también estuve cansada y que sufrí, y que hubo días desperdiciados como aquí.

También pensaba que el estado ideal antes de regresar debe ser ambivalente: querer y no querer regresar. No quieres regresar porque te la estás pasando bien. Pero quieres regresar porque tu vida real  también es importante. La noche antes me sentí satisfecha. Caminé muchísimo. Fui a todos los museos que pude. Platiqué, bebí y reí. Y aprendí. Fue un buen viaje. Luego escribiré más.

**

La tarde que descubrí Russell Square apareció en el iPod England, de The National. Y este verso:

You must be somewhere in London
You must be loving your life in the rain
You must be somewhere in London
Walking Abbey Lane

 

En Shakeaspare & Company, adquirí Portnoy’s Complaint, de Philip Roth, que me gusta y divierte tanto:

 

Doctor, they can stand on the window ledge  and threaten to splatter themselves on the pavement below, they can pile the Seconal to the ceiling -I may have to live for weeks and weeks on end in terror of these marriage-bent girls throwing themselves beneath the subway train, but I simply cannot, I simply will not, enter into a contract to sleep with just one woman for the rest of my days. Imagine it: suppose I were to go ahead and marry A, with her sweet tits and so on, what will happen when B appears, whose are even sweeter -or, at any rate, newer? Or C, who knows how to move her ass in some special way I have never experienced; or D, or E, or F. I’m trying to be honest with you, Doctor -because with sex the human imagination runs to Z, and then beyond! Tits and cunts and legs and lips and mouths and tongues and assholes! How can I give up what I have never even had, for a girl, who delicious and provocative as once she may have been, will inevitably grow as familiar to me as a loaf of bread? For love? What love? Is that what binds all these couples we know together -the ones who even bother to let themselves be bound? Isn’t it something more like weakness? Isn’t it rather convenience and apathy and guilt? Isn’t it rather fear and exhaustion and inertia, gutlessness plain and simple, far far more than that “love” that the marriage counselors and the songwriters and the psychotherapists are forever dreaming about? Please, let us not bullshit one another about “love” and its duration.

 

 

París

El problema con las grandes ciudades es que no puedes domesticarlas. Han sido domesticadas por otros, antes de ti. Las entendieron mejor. ¿Hay algo de París que pueda decir además de lo que dijeron Hemingway o Cortázar o Henry Miller, los otros extranjeros que estuvieron aquí y la descubrieron de modo distinto? Poco. Además, ya no tengo dieciséis años. Ya no es un viaje de mochileo como el primero que hice. Hay algo muy burgués en todo. Eres un turista. Y como turista, si quieres un poco humillado, caminas por lugares caminados muchas veces antes. Y nada que veas no ha sido visto antes, y visto mejor. Y lo que digas, por más sincero, por más íntimo, no será otra cosa que un lugar común. Entonces, te rindes. La ciudad gana. Su metro gana. Su río gana. Su torrente de gente en las avenidas gana, sus francesitos con alto sentido de la moda sentados en las cafés mientras fuman, ellos ganan.

Todos los lugares nuevos me intimidan. Me intimida aquello de lo que se ha escrito demasiado, lo que ha sido evocado por otros con más talento y más sensibilidad. No le agregarás nada a ese paseo por el Sena ni a la primera vez que viste la torre Eiffel, ese portento de la ingeniería. Puedes pensar en personas, puedes estar con personas, y nada será original.

Y ya son días y sigo sin sentir que he comprendido un poco. Además de que, en realidad, entiendo poco. Y soy la turista con cara de idiota que con trabajos puede pedir un agua embotellada, cosa que es nueva para mí, porque tengo poco mundo tal vez, o porque viajé a otros lugares en los que era fácil comunicarme. Me aplasta. Un poco.

El viernes fuimos al festival Rock en Seine. El único día que llovió. Fue en un parque inmenso con fuentes y esculturas decimonónicas en medio de stands de Coca-Cola y chilli con carne, y era maravilloso y triste a la vez pensar que en otros días podrías haberte echado y beber con el sol en la cara. Pero igual bebimos -vino, un stand con todo tipo de vinos- y mientras veíamos a The Shins, y no pudo ser más adecuado, salió el sol. Luego escuchamos un poco de Bloc Party (que ya había visto alguna vez) y Sigur Rós, y después de ellos estuvo Placebo.

Es sabido que Placebo es mi banda favorita. Aquí y aquí y aquí se demuestra. Y lo he dicho: no es la banda más elegante del mundo ni es la clase de banda que te hace levantar tu camisa con los puños crispados y decir “los amo” y que la gente piense que estás bien, pero yo lo hago y con intensidad. El por qué lo he narrado muchas veces, aunque sin detalles. Todo sigue ahí. Brian Molko y sus letras. En París, uno de sus sitios predilectos. Con alguien (la Defe) que los ama con la misma intensidad, y por lo tanto no me siento sola en mi pasión. Y están los pasillos de la preparatoria sur y el primer discman que tuve, y el dolor y la juventud.

Tenía muchas cosas en mi mente en el trayecto de regreso del festival. Cosas clavadas. Las canciones que faltaron (Without you I’m nothing) y las que fueron una sorpresa gratísima (el cover de Kate Bush, Running up that hill). El descubrimiento de la sexualidad. Y París. Ese momento en que se dejó conquistar, un poco. La mujer hermosa en la otra mesa que, por un momento, te devuelve la mirada. Placebo hizo que París fuera mío, un instante.

 

Sí soy 132

Me exalté con este texto de Julio Patán en Letras Libres, ¿Yo soy 132? Y dejé este comentario kilométrico:

 

El problema de escribir de #YoSoy132 a un mes de las elecciones, a meses de su creación, es que uno ya asumió una postura antes de empezar: describir su carácter contradictorio y poco definido, su caída tropezada al radicalismo, o ponerse positivo y celebrarlo.

Hay varias inconsistencias: el grupo que “empujó y escupió” a Carlos Marín no era un grupo de autodenominados 132. El incidente ocurrió en el cierre de campaña de López Obrador, por lo que, acaso, habría que describirlos como simpatizantes de AMLO. Saltarse la lógica y asegurar ya de plano que eran 132 es asumir el argumento bastante pelotudo de Alemán y otros de que el 132 “estuvo siempre cooptado por AMLO”. Y eso es tramposo, como el mismo Patán consigna a través de las desmarcaciones de distintas asambleas, la del ITAM, por ejemplo.

Otra inconsistencia: el #YoSoy132 sí explicó cuál es su método de toma de decisiones y qué se considera oficial dentro del movimiento. Como Patán sabrá, había una Asamblea Interuniversitaria que era la encargada de aprobar resolutivos. Lo explicaron muchas veces: el carácter del movimiento hace natural que cualquiera que se considere parte de él, sea automáticamente parte de él. La consigna misma, yo soy 132, alude al número 132 anónimo, el ciudadano que se suma a los 131 alumnos de la Ibero en la propuesta, y que puede ser cualquiera. Pero sólo lo que es aprobado en la Asamblea Iternuniversitaria puede considerarse como oficial del movimiento. De ahí que todas las ridiculeces, los actos vandálicos (los hubo: en León y en Oaxaca), la ‘toma’ de casetas y otros, sean expresiones de los auto-adheridos, que no desvirtúan el movimiento sino que dan cuenta de su excesiva permisividad. Tal vez ahí esté la crítica.

Como nota al pie: usar ese texto de Ricardo Alemán como una cita seria, como una fuente de información y contraste, es peligrosísimo. No por su tono, dejemos eso de lado. Por las cosas que afirma: que la manifestación en el Azteca “eran cientos”, cuando se vio que era un grupo que explicaron en un Tumblr o un Facebook cómo confeccionaron la camiseta gigante. O que CÓMO ES POSIBLE QUE un rato estén en el Azteca y luego en Televisa, ¿cómo se transportan? (cualquiera imagina de inmediato que son distintas células). En fin. El texto de Osorno en Gatopardo es importante porque él estuvo ahí, habló con ellos, los acompañó en las asambleas; hizo, en fin, trabajo periodístico, no un recuento de distintas notas en los medios para salir con el juicio fulminante: estos muchachos no sirven.

Segunda nota al pie: el nombre de la estudiante pejista (ya de plano pejista, para que no quede duda del tono) no es Circe Cacho, sino Circe Camacho.

 

Más de sueños

Los sueños son irreversibles. Todo lo que ocurre en un sueño, ocurre para siempre. Los dientes se te caen para siempre. La gente te vio sin ropa en la calle para siempre. Las personas que amas se mueren. Y se mueren una y otra vez, de muchas formas. Y cada noche es un nuevo sufrimiento, una nueva manera de recibir estas noticias. Porque, además, los sueños no tienen matices, en ellos no hay sentimientos o impresiones complejos. Todo es definitivo. El dolor es definitivo. Visceral. No hay espacio para ponerse intelectual. Todo es como una cajita en la que sambutes un sentimiento…

 

…y este sentimiento se expande dentro de su contenedor y lo ocupa todo. Los sueños son sentimientos para dummies. Aquí, el dolor. Allá, la calentura. Antes, el miedo. Nunca nada junto, nunca nada en la misma escena, aunque quizás todos aparezcan en la secuencia final (ver). Si se muere tu mamá, sufres. Al despertar, hay un alivio instantáneo. Te descubres en tu cama y la luz entra por la ventana y piensas: fue un sueño. Pero el dolor no se diluye fácil. Te acompaña mientras te estás bañando, mientras te lavas los dientes y te vistes, y meditas durante la rutina en el sueño, pero más en la sensación que dejó el sueño que en el sueño mismo.

Es por esta irreversibilidad. Esto es definitivo. Esto no tiene arreglo. Cuando sueño que, en un arrebato, me corto el pelo cortito, me aterra la imposibilidad de la reparación. Y sin embargo, en el fondo hay una conciencia mínima de que hay una forma de cambiarlo, como no ocurre en la vida diaria. ¿Será nuestra parte primitiva? Cuando eres niño y aún no sabes que la muerte es definitiva, y si tuviste que aprenderlo del modo fácil, con tus mascotas, llegas de la escuela y escarvas en el jardín para encontrar la caja de zapatos donde enterraron a tu canarito muerto y lo descubres cubierto por gusanos. Y así te enteras que eso es irreversible.

En tus sueños volverás a tus temores y los vivirás -qué cosa tan cruel- pero al despertar será como una formateada total. No pasó. En la mañana, J me dijo que soñó que su papá tenía demencia senil y que sufrió mucho. Fue esta cosa la que causó el sufrimiento. Demencia senil > nunca volverá a estar lúcido > irreversible. Yo también tuve pesadillas (debe ser el edredón) y he aprendido a tener la conciencia mínima en alerta, y en medio del sufrimiento, guardar la esperanza de que despertarás y la realidad se rebobinará sola.