Caí en otro hoyo negro. Me enganché con otra serie, como si no tuviera suficientes ya. Empecé a ver In Treatment por recomendación de dos personas que me hablaron siempre de la brillantez del guión. Tenían toda la razón. Media hora de diálogo entre dos personajes, sin flashbacks, sin saltos de tiempo, sin ningún recurso pirotécnico/cinematográfico. Diálogo.

El terreno de la mente me parece fascinante. De no haber estudiado periodismo, de no dedicarme a lo que me dedico ahora, probablemente hubiera estudiado psicología o psiquiatría (aunque sé que no habría podido con medicina primero). La estructura de la psique, neurotransmisores, transferencia erótica, neurosis, desórdenes mentales, inconsciente colectivo. Todo eso es para mí como la fábrica de Willie Wonka. Y en In Treatment aparece a través de diálogos hilvanados casi artesanalmente, todo es sutil, intrincado, complejo como la mente misma. Además hay misterio. No sabes cuál es el problema del paciente, ¿pero cuál es el problema de la gente en realidad? ¿Y a qué vas a terapia en realidad? En el libro de Jung que ya mencioné acá, dice lo siguiente:

Los tratamientos psicológicos alcanzan un fin en todas las fases posibles de su desarrollo, sin que tenga uno la sensación de que se haya alcanzado también una finalidad. Se verifican finales típicos, transitorios: 1) después de recibir un buen consejo; 2) después de haber hecho una confesión más o menos completa, pero de todos modos suficiente; 3) después de haber reconocido un contenido esencial, hasta entonces inconsciente, pero que, una vez hecho consciente, aporta como consecuencia un nuevo impulso de vida o de actividad; 4) después de liberarse de la psique infantil, mediante un trabajo más bien largo; 5) después de haber encontrado un nuevo modo racional de acomodación a condiciones del mundo circundante tal vez difíciles o no habituales; 6) después de la desaparición de síntomas dolorosos; 7) después de un cambio positivo del destino, como por ejemplo un examen, un noviazgo, un casamiento, un divorcio, un cambio de profesión, etc.; 8) después de redescubrir que pertenece uno a determinado credo religioso o después de una conversión; 9) después de comenzar a construir una filosofía práctica de la vida (¡”Filosofía” en el sentido antiguo!)

El lector puede fácilmente concluir a dónde se dirige Jung.

Por eso In Treatment está satisfaciendo todas mis necesidades intelectuales (popof). Digo que es un hoyo negro porque ahora tengo menos medias horas al día productivas. Aunque igual, acaban de cancelarla. Necesitaré ir a terapia para superarlo. Esperen, ya voy.

Empecé a leer Psicología y alquimia de Jung. En una parte habla de la incapacidad del cristianismo para cultivar un alma, arrancándole de sí la responsabilidad de la bajeza suprema y la altura suprema. Estos valores, dice Jung, el cristiano los deposita en Dios, pues sólo Él posee la gracia máxima y sólo Él -mediante su hijo- se sacrificó por los pecados de los hombres. Queda en Él, por tanto, la posibilidad única de un espíritu superior que contenga todo lo malo y lo bueno del mundo. Para el hombre occidental las cosas profundas están afuera, son exteriores, no las toca. Está vacío, no tiene un foso profundo dentro de él al cual arrojarse y en el cual navegar; su concepto de lo divino es formulaico, imitado y constantemente interpretado como un guión. Es casi como decir que las personas más religiosas son a la vez las que tienen un alma más profana, pues ésta permanece inacabada, no ha sido domesticada. Jung dice que en las culturas orientales, sobre todo la india, la idea es exactamente la contraria: todo lo bajo y todo lo alto está dentro del hombre, que es trascendental.

Susan Sontag decía que los escritores se dividen en los exteriores -Tolstoi- y los interiores -Kafka-. Los primeros narran el mundo en el que viven, lo reinventan, crean un universo propio, observan y codifican a la humanidad como un todo. Los segundos se sumergen en la concavidad del propio ser, se narran a sí mismos, indagan al hombre como un particular (la condición humana, etcétera). Con algo de vergüenza, Sontag se incluía en los escritores del interior.

No sé cuántas posibilidades puedan existir en el mundo como lo conocemos, pero sí sé que dentro del alma humana son infinitas. Lo que ocurre dentro de un espíritu elevado, confrontado a sus múltiples horrores, reconciliado con sus bondades y sus limitaciones, es más fascinante y desconocido que todos los mundos imaginarios que la literatura ha creado.

Ya me había pasado eso de permanecer en la cama durante un temblor. Cuando estuve en Chile las réplicas eran tan comunes que a veces en la noche sentía que estaba temblando, pero yo estaba tan cansada que ni siquiera me movía. Sólo pensaba “ya pasará, ya pasará”. Claro que no siempre lo tomaba de buena manera. La primera réplica que sentí, que por cierto fue la más fuerte desde el terremoto, yo me estaba bañando. Conjeturé durante unos segundos, cuando vi que las botellas de champú y los cepillos de dientes se caían de sus lugares, si sería buena idea salirme corriendo envuelta en una toalla. Luego, cuando estuve en el pueblito llamado Pumanque, muy cerca del epicentro, los temblores se sucedían a razón de uno por hora. La primera noche bebimos un montón (esto ya lo conté) y cuando fui a meterme a la casa de campaña y cuando por fin me acosté sobre el piso delgado de la carpa, un sacudón enorme nos despertó a todos. La borrachera se nos bajó en medio segundo. Recuerdo que la chica que estaba a mi lado sólo decía, con voz tranquilizadora, “calma, calma, ya casi acaba” pero yo contestaba comiéndome las palabras “pero no se termina, no se terminaaaa”. Es muy distinto sentir un temblor cuando estás con la espalda contra el piso y ese mismo piso se retuerce y se tambalea, y en ese breve lapso de tiempo se forman ideas extrañas (o estúpidas) en tu cabeza: que ese mismo suelo se abrirá y te tragará. No la muerte aplastada por los escombros, sino la muerte definitiva en la que tu sepulcro te aspira mientras estás viva, dejando nada de ti a la intemperie, ninguna prueba física de tu existencia. Pensamientos trágicos e ingenuos. Durante el día veíamos los árboles agitarse y escuchábamos el rugido de la tierra al cimbrarse y todas las veces eran una vez nueva, una primera vez. El miedo tiene una capacidad asombrosa para renovarse.

Por qué no me canso de decir que The Office es la serie más conmovedora y cómica que hay en este momento.

Tienes la temporada 2, episodio 3, The Office Olympics: Michael Scott está a punto de firmar la hipoteca para adquirir su casa, pero se da cuenta demasiado tarde de que el pago será a treinta años y no a diez, como creía. La vendedora le dice que si decide revocar la compra, habrá perdido 7 mil dólares.

Es increíble cómo en un mismo episodio pueden plantear dos historias paralelas (lo que en Friends lograban casi siempre dividiendo al grupo en dos subgrupos, cada uno con un enredo en particular): la primera como un planteamiento serio, de adultos, y la segunda a través de una trama absurda que genera la risa en proyectil.

El dilema de Michael (¿perder dinero o terminar de pagar su casa cuando tenga 70 años?) es aligerado con las olimpiadas oficinistas, un gran pretexto para morir de risa porque las pruebas de atletismo consisten en dar una vuelta al escritorio sosteniendo una taza de café, amarrarse un paquete de hojas a los zapatos y llegar a la meta, etcétera, etcétera. Cuando Michael y Dwight vuelven a la oficina, son condecorados con la medalla de oro y la de plata (hechas con tapas de yogurth y una cadena de clips).

Es tan conmovedor el rostro de Michael en ese momento, ya resignado a pagar la casa. Esos ojos, esas lágrimas, joder, cómo me han hecho llorar a mí también. Porque es la primera vez que veo -en tele y en cine- a un hombre llorar, no por dolor a una pérdida (amorosa, amistosa), no por el orgullo mancillado, no por “algún asunto serio”. Llora por un dilema. Por perder su dinero. Por haber elegido la opción más perdedora. Es un hombre que llora por esa disyuntiva que lo hizo replantear toda la vida que le queda por delante. Un niño que es un hombre que llora.

Dos episodios adelante, en Halloween, Michael está preocupadísimo porque en corporativo lo presionan para despedir a alguien. Y ahí te das cuenta de su calidad humana, pues a pesar de ser un idiota al que nadie respeta, lo que lo atormenta es la idea de despedir a alguien y perder su amistad al mismo tiempo. De hecho, es muy interesante cómo son capaces de mostrar toda la complejidad de un personaje con un par de líneas: cuando Michael le pregunta a Pam a quién debería despedir basado en su rendimiento, Pam dice que no sabe, que ella sólo contesta llamadas, y Michael le responde “sí, y a veces dejas que el contestador lo haga”. Entonces ella, viendo su pequeña ineptitud descubierta por el jefe, ataja halagando su disfraz: eso me encanta porque demuestra que Pam no es una persona totalmente honorable, lo cual sería muy aburrido (además, el halago fácil rayando en el lamesuelismo está presente en todas las relaciones de trabajo).

Cuando al final decide despedir a Devon, la situación es muy incómoda y desde luego Devon sale mentando madres y arroja una calabaza al coche de Michael. Las últimas escenas de este episodio son súper agridulces: la voz de Michael en off hablando sobre sus disfraces en años anteriores con un tono melancólico, cansado, resignado, mientras limpia los restos de calabaza de su coche y maneja a su casa, como esas personas que hablan de temas intrascendentes durante momentos de crisis, sólo para evitar quebrarse en cualquier momento; luego abre la puerta a los niños que le piden trick or treat y lo ves bromeando con ellos, siendo un tipo tan pocamadre que hasta consideras injusto que le pasen tantas hijodeputeces.

Ahí te das cuenta lo solitario que es ser un jefe, lo mal que debía sentirse regresando a una casa de cuya compra ya no estaba seguro. Es que si eso no es conmovedor, yo no sé qué lo es.

Dialéctica en contra del hipster

  • – Todo esto, Jason Schwartzman, Bored to death, Mad men, los Huckabees: estar en Brooklyn y ver a este gente que le ha dado la vuelta al concepto de decadencia. Ahora lo cool es, literalmente, lo cool. Andar en bicicleta, comer comida orgánica, separar tu basura, leer existencialismo, sofisticarte y hacerte consciente de tu entorno y tu planeta. La Condesa y la Roma y Coyoacán, al sur, donde viven los hippies que maduraron y ahora tienen dinero y son profesores de humanidades. Ya odio el término hipster, pero en realidad va de la mano de algo intelectual: no puedes ser hipster si eres un idiota. No son sólo las drogas: es una visión sofisticada del mundo. Lo que preocupa es que estas personas tengan tan bien “digeridas” -aparentemente- estas teorías, pero no propongan nuevas
  • – A eso iba: sofisticada, sí, pero inútil. Muerta. Es el McDonalds de la filosofía. Vas a la Barnes & Nobles, comprás una magnífica edición de Camus por dos mangos, la lées en Starbucks y después vas a tu pisito, regás tu plantita de marihuana y seguís siendo la mierda pretenciosa que eres.

Nunca pensé que lo desearía o más bien siempre imaginé que imaginaría otro futuro para mí, pero últimamente fantaseo muy duro con la idea de vivir en Los Ángeles de la siguiente manera: ser guionista de una serie cómica con el humor más escatológico e irrespetuoso posible, algo como Family Guy para desequilibrados mentales. Tener un empleo en el que sólo tenga que asistir a juntas cada semana y pueda aparecerme en bermudas y con flip-flops mientras me tomo mi frappuccino venti con leche deslactosada light, un empleo para el que me tenga que sentar con un montón de tipos igual de fumigados que yo, todos con el cerebro hecho puré, y escribir chistes idiotas por el puro poder de los viajes compartidos, pelotear cada quién tirado sobre la alfombra entre una densa nube de humo mientras nos acabamos diez cajas de la pizza más cartonuda de la ciudad. Esa clase de L.A. Vivir frente a la playa, estar todo el tiempo pacheco mientras escuchas el Celebrity Skin de Hole y te tomas una Budweiser. Una ciudad donde siempre son las dos de la tarde y vives entre celebridades sin ser una, alguna vez almuerzas en el Ivy y miras con una mirada perdida, detrás de tu ensalada orgánica, las piernas de Cynthia Nixon. Ya saben a lo que me refiero. Ese L.A.

Las aventuras de Pete & Pete y los videos de Smashing Pumpkins moldearon mi forma de ser. Estética de suburbio, lo sé, una porquería. El arte del disparate.

Recuerdo que en mi fiesta de trece años senté a mis compañeros de la secundaria a ver Pete & Pete. Nadie se reía, el humor era demasiado absurdo. Yo no comprendía por qué no les causaba gracia. En momentos así es cuando te das cuenta de que vas a ser una persona muy nerd toda tu vida. Lo bueno de internet y las épocas actuales es que ahora eres cool por eso

Este tuit me dio la idea de un sketch tipo Monty Python:

Entran Graham Chapman (vestido como caballero inglés) (q.e.p.d.) y Terry Jones (vestido como una grotesca mujer, su esposa) (como siempre, pues) a un restaurante muy fino. Eric Idle es su torpe mesero. Les anuncia que ese día hay un buffet especial: comer todo lo que puedan por 20 libras. Graham Chapman, muy flemático él, se dirige a la mesa de la comida, sólo para descubrir que en las bandejas hay puros productos no comestibles: crayolas, papel de baño, pintura para paredes, flores en floreros y un gato vivo (close up al gato, muy Monty Python). Chapman se queja con el capitán de meseros, John Cleese. Cleese, muy correcto, le explica que las reglas del buffet son muy claras: comer todo lo que puedan por 20 libras. Chapman explota: “¡Pero nada de esto es comestible!” (acento londinense marcado). Cleese revira: “¿Acaso no tuvo infancia? ¿Acaso no comió alguna de estas cosas a espaldas de sus padres?”

Aparece Michael Palin, cliente del lugar, mordiendo un ramo de flores, feliz. Se acerca a Chapman y le recomienda los tulipanes, “very juicy”. Antes de que pueda reaccionar salvajemente, Chapman descubre a Jones -su mujer- devorando al gato vivo.

(en la esquina siempre estará Terry Gilliam comiendo crayolas silenciosamente)

El sketch termina con una escena fuera de lugar que nada tiene que ver con el tema, por ejemplo: Chapman envuelto en una toalla, en un sauna, charlando con un Eric Idle disfrazado de relojero, contándole que así fue como comenzó a comer gatos.

Entre muchos de mis miedos, está uno que nunca he podido superar. Cuando era niña tenía pesadillas y despertaba llorando y me aferraba a la cama de mis papás, pidiéndoles que nunca murieran. De alguna forma, me salté el paso de la adolescencia en la que este miedo se difumina. El que mis papás tengan que morir algún día es algo que no tengo asumido, y todavía a veces despierto con el corazón oprimido pensando que si me resulta tan difícil vivir con mis depresiones constantes, un evento así no podría superarlo nunca.

Bueno, el asunto es que iba caminando por la calle y de repente un señor me dijo algo. Me quité un audífono de una oreja -el mínimo de atención posible y, al mismo tiempo, el máximo esperable de cortesía- para escucharlo mejor.

– Traes las panties chuecas.

Me puse roja porque conjeturé que a través de la camisola se me veía la ropa interior.

– Está bien, no te vayas a preocupar: soy travesti.

El señor iba como cualquier señor: lentes, chamarra, pantalones con raya de planchar, zapatos aburridos. Un señor. Un señor como cualquiera. Pero era travesti de noche, así que sabía más de la vida que yo y podía darme consejos aleatorios en la calle. Además, es de notarse cómo el hecho de ser travesti debía tranquilizarme definitivamente.

– Traes las panties chuecas. No se ve lindo, deberías arreglártelas.

Hasta que me di cuenta, porque traía medias de rayas y a veces las medias de rayas son de difícil mantenimiento.

– ¿Quiere decir las medias?

– Sí, tus panties, tus pantimedias.

Le dije que me las arreglaría y me crucé la calle, con peligro de atropello. Al fin que, de todas formas, ya había sido atropellada.

Un recuerdo de los Reyes

Ya me había acostado, pero me desperté en la madrugada. Caminé hasta la sala para ir al baño del cuarto de mis papás, y en la sala me encontré a mi papá y hermana viendo El Piano. Siempre lo recordaré: un dedo amputado, Harvey Keitel tan masculino como siempre, la infante Anna Paquin, y Holly Hunter con un peinado horrible. Me quedé como hipnotizada viendo la película y al voltear, lo juro, junto al sillón estaba mi flamante bicicleta. Era azul y verde. Nunca me di cuenta de quién la puso y eso alimentó mi ilusión durante muchos años.

Con ella fui muy feliz, hasta que me la robaron. En mi siguiente cumpleaños me regalaron otra bicicleta, mucho mejor: era rosa con bolitas de colores y canastilla. Fue mi fiel amiga hasta que llegué a la adolescencia.

Últimamente tengo el súper poder de recordar detalles ya olvidados. El pasado remoto, todos sus detalles triviales, ahora mismo.

Antes era un súper poder que lograba sólo en estados alterados (principalmente los logrados con las drogas blandísimas). Mis viajes consistían en los recuerdos, veía mi vida pasar como a través de una cinta. Detalles, ya dije. Cosas como el color de mi colcha en segundo grado, mi lápiz favorito, la textura de mis cuadernos en cuarto grado, la sonrisa de mi mejor amiga a los siete años, mi desayuno del kínder, algunos comerciales de productos ya extintos, mis zapatos favoritos, ciertas anécdotas (mi hermana y su robo de mochila, el Benito Bodoque de mi hermano, algún cinturón de mi papá, los labiales de mi mamá). Todo, todo lo que conforma la vida diaria y su monotonía, su insoportable trivialidad, de pronto regresan, se materializan, se hacen tangibles. Los recuerdos, con insoportable vivacidad.

Lo considero un súper poder porque, a través de un recuerdo banal, aparecen los verdaderos recuerdos. Las verdaderas imágenes. Los verdaderos motivos. Escondidos entre mis Barbies, mis zapatos y mis vestidos, hay una configuración oculta. Un sentido. Una estructura desconocida y, sin embargo, increíblemente lógica. Algo que se construye sutil y pacientemente. El yo.

Creo en el honor. Creo en la importancia de escribir personajes honorables. No es una regla escrita en piedra: los personajes más grandes de la literatura han sido villanos, tipos sin escrúpulos, asesinos, paranoicos, mentirosos, arribistas, estafadores. Sin embargo, hay siempre en ellos una cualidad que los redime. Una complejidad avasalladora. Son profundamente humanos. O inhumanos.

Por encima de la acción y la filosofía (la visión del mundo) que ofrece una novela, creo que el personaje es lo más importante. Un personaje admirable, un personaje detestable, un personaje que se grabe en tu memoria con un cincel.

Pensé en esto porque acabo de leer dos novelas, una de ellas es Lullaby y la otra no la mencionaré porque es mexicana y contemporánea, en las que los personajes son grises y detestables, pero no detestables en el buen sentido. No hay motivaciones, no hay recovecos por explorar, no hay cualidades redentoras. Seres grises.

Qué diferencia, pues al mismo tiempo releo Crimen y Castigo, y Raskólnikov siempre será mi personaje favorito. Un tipo insondable, un tipo consumido por la desgracia y la culpa.

¿Asomarse a estos abismos no debería ser el objetivo de escribir?

Estaba en Oaxaca, en un bar, abstraída en mis pensamientos (tristes, no puedo alejarlos ni en una ciudad hermosa, en un lugar hermoso, con gente brillante).

De pronto, un tipo que buenacopeaba por ahí, dando tumbos mientras sostenía trabajosamente su mezcal, se me acercó de la nada y me dijo:

“Tú eres muy guapa”.

Me puse roja y por un momento formulé un pensamiento consolador, un: “Mira lo que son las cosas, tú tristeas y te das azotes, y esto pasa para demostrarte que no todo está tan mal y…”

Pero antes de terminar mi pensamiento, se volvió a una bella chica junto a mí y dijo:

“Pero ella, ella es guapísima”.

No entendió -sólo una mujer podría hacerlo- qué había en sus palabras que de nuevo me sumió a mis tristes pensamientos, y los atravesó, hasta un lugar más profundo todavía.

Así que me le puse punk. Qué más hacerle.

Algo que pensaba en la mañana, por ningún motivo

Ninguna persona será igual para ti después de terminar con ella, no importa en qué buenos términos hayan quedado. Nada es lo mismo después de una relación. Nunca la intimidad es la misma, ni la opinión que tenías antes. La ilusión con la que se empieza una relación inevitablemente muere y se transforma en otra cosa, tal vez por eso me aterra tanto pensar que las personas que he amado no son las mismas ahora -y si lo son, la forma en la que pienso en ellas ya no lo es- así como las personas que amo ahora no lo serán en el futuro. La resistencia a cambiar los términos. Siempre un amante pasado será una persona que no merezca tu mejor opinión: si aún lo consideras un sujeto valioso, ya no pensarás en él con deseo y pasión; si aún lo deseas, algo en tu interior te recuerda por qué lo dejaste en el pasado. Y en la mayoría de los casos, es alguien que te lastimó, alguien que al final no valía la pena, un ególatra o un intenso o un cobarde o un ingenuo. Siempre hay una razón para que las relaciones se terminen. Y esa razón siempre definirá a esa persona en el futuro. Por eso la resistencia a terminar. Por eso la insistencia en mirar a esa persona como la ves ahora, durante el mayor lapso de tiempo posible. En toda su belleza e imperfección, como si tus términos y sentimientos estuvieran detenidos en el tiempo, y no tuvieran que cambiar. Porque cambiar la forma en la que piensas a una persona, lo que sientes por ella, es lo más triste que puede ocurrir.