Los hermanos también aman

Decir que el incesto es una transgresión moral es caer en un lugar común. Y, sin embargo, cuánto hay de cierto en esta afirmación. El arte ha explorado el tema con tal singularidad y fascinación que de pronto nos parece tan trágico como romántico y tan erótico como repugnante. En The Dreamers (Francia, 2003), Bernardo Bertolucci –maestro del erotismo cinematográfico– dirige la parábola de un amor enrarecido y poco ordinario. Isabelle y Theo son dos hermanos gemelos que han crecido en un mundo aparte, construido sobre la inocencia de lo que existe afuera y no conocen, sustentado en la perversidad erótica del juego que crece en intensidad y peligro. El amor que no se llama así, que no puede reconocerse ni perpetuarse.

Y es por el incesto que dos escritores mexicanos convergen en una ruta poco transitada y hasta temida. Uno, decoroso y ambiguo. El otro, discreto en la lenta pero aviesa explosión. Carlos Fuentes (México, 1928), en algún momento de su cuento Un Alma Pura, dice a través de su protagonista “no necesitábamos decir que lo mejor del mundo era caminar juntos de noche, tomados de la mano, sin decir palabra, comunicándonos en silencio esa cifra, ese enigma que jamás, entre tú y yo, fue motivo de una burla o de una pedantería”. En el viaje que la llevará de regreso a México desde Suiza y con el cadáver de su hermano como peculiar equipaje, Claudia compone con sus pensamientos la historia separada, trágica y volátil del amor que desde siempre la ha unido a Juan Luis –el hermano de sangre, piel y destino. Fuentes no escatima en referencias, guiños y coordenadas. Planea seducir con el cuadro inamovible de una historia que, en ese contexto, sólo ha podido suceder una vez y en un momento. Porque Claudia y Juan Luis son individuales como su historia. Porque no es el incesto el que permea en la circunstancia sino la circunstancia la que se impone a esta particularidad. Que su amor sea incestuoso es una certeza que ni siquiera ellos pueden comprender del todo y aunque la intuyen, lo demás (el ambiente, la vida, el año y el presente que para Fuentes es todo lo que existe y sin cuyos límites no existen historias ni corazones rotos) es lo visible, lo tangible, lo que se puede comprobar. Fuentes confiesa el tabú con sólo sugerirlo. El incesto es una sombra que recorre un cuento escrito con la plena conciencia de que las historias suceden sin motivos ni trascendencias, que se ubican en un momento preciso y del cual no pueden escapar. Fuentes parece (o finge, más bien) no comprender que el tema que ha elegido para engatusar a sus personajes es universal, que no puede conceptualizarlo como una cualidad más, como un adorno cualquiera.

En Juan García Ponce (Mérida, Yucatán; 1932) el incesto, aunque sugestivo, es mucho más abierto y sensual. El marco del cuento Imagen Primera es discreto y recatado: los límites son aquellos que surcan una casa familiar y fuera de ella sólo suceden actos aislados que no parecen compararse en intensidad con los pequeños detalles que el entorno familiar aparta. Inés y Fernando son dos hermanos que, primero juntos y luego separados, crecen sin más idea que la presente y visible. Tampoco saben que entre ellos ocurre un fenómeno distinto al amor fraternal pero cercano, en cambio, al pasional y erótico. García Ponce no es cosmopolita como Fuentes (no lo es, al menos, en esta historia en particular) y por ello su relato es más íntimo y sencillo. No hay transgresiones al lenguaje ni a la cronología ni al orden. Sólo hay descripciones concisas, diálogos, rectitud. Pero entre las palabras, en apariencia inocentes, se esconden la provocación y las miradas furtivas, el erotismo y los deseos reprimidos. Cuando, cercano el final, García Ponce confiesa que “Inés sintió su mano abandonar la suya y subir por su brazo para abrazarla por completo, y cerró los ojos para esperar la boca que respiraba apenas contra su mejilla…”, el lector sabe ya de antemano que no puede haber nada terrible entre un hombre y una mujer que se unen por el amor. Y que el amor no puede ser transgresor.

¿Por qué, si el tema es tan antiguo como las tragedias griegas, ambos escritores mexicanos fueron vistos como auténticos infractores de la tradición literaria del México de mitad de siglo? La respuesta no se encuentra en ellos como escritores, sino en la fractura entre las corrientes literarias. Los contemporáneos fueron vanguardistas, todos ellos. Y la vanguardia implica, a menudo, contravención.

Pero de regreso a los hermanos franceses, cuando Isabelle le dice a Theo que lo ama y que es para siempre, Theo no comprende al principio a qué se refiere ella con lo último. Porque la ama también y no puede concebir que no sea para siempre. “Dicen que somos monstruos, fenómenos” dice él, contrariado. “Pero es para siempre”, insiste su hermana. Porque un amor así, nos dicen Fuentes y García Ponce, no puede ser monstruoso. 

El amor según Henry Miller

“Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista.
Ya no lo pienso, lo soy”.

H. M.

 ¿Cómo es posible que un hombre sin dinero ni recursos ni esperanzas sea un auténtico artífice del amor? ¿Cómo es posible que un hombre arruinado, hundido en la miseria, invadido por un profundo desdén hacia la humanidad y además herético en todo cuanto dice y proclama sea el valuarte del amor a la literatura, a la vida, al arte, a la muerte, al sexo, a todo lo que hay de ruin y mezquino en el Hombre?. Henry Miller (1891-1980) logró el milagro.

Trópico de Cáncer, su primera novela a caballo entre la crónica autobiográfica y el relato erótico, es un canto prolongado en honor al amor. Enorme paradoja, si se le mira con detalle, pues la Historia (y la crítica y la censura y el moralismo anglosajón) no se ha guardado de tildarlo de misógino, antisemita, homofóbico y obsceno. No pocas características que lo definirían, con absoluta justicia, como una escoria de las letras. Y, sin embargo, Henry Miller es quizás uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo pasado: influencia innegable de la generación Beat (cuna de otros personajes no menos execrables como Bukowsky, Kerouac o Burroughs), adepto al surrealismo, a la escritura automática, a la prosa desenfadada y testimonial… Sobre todo, Miller es precursor de lo que algún tribunal estadounidense acusó de pornografía y que no es más que la incursión, en sus narraciones, de detalles explícitos en torno al acto sexual. ¿Pero cuál es el crimen si, imbuido en el ambiente bohemio de un París de principios de la década de los treinta, Miller tropieza con putas y gachís cada tanto y en todas ellas ve impreso el rostro del amor? ¿No es ése el verdadero ideal de quien recorre las callejuelas parisinas de principio a fin, duerme bajo los puentes, sobrevive sin un centavo en el bolsillo y jamás anhela su patria pero sí la suave compañía de una única mujer a la que amaría por siempre?

Sería injusto satanizar a Miller por lo que sus dedos compulsivos escribirían en los momentos de furia y desesperación, cuando acababa de llegar a París sin más posesiones que la resolución de convertirse en escritor. El matiz erótico de su obra no es gratuito, pues son evidentes en su espíritu la lealtad y la devoción que por siempre profesaría a las dos mujeres más importantes de su vida: su esposa June Mansfield y la escritora de origen franco-cubano Anaïs Nin. Esta última, doce años menor que él, quien marcaría indefectiblemente su vocación literaria y se convertiría también, a la larga, en su amante fervorosa.

Es, pues, el amor el único sentimiento que engendra las obras de Miller, desde los Trópicos (de Cáncer y Capricornio, respectivamente) y su Primavera Negra de 1934, hasta la Crucifixión Rosa compuesta por Sexus, Plexus Nexus, además de abundantes novelas y estudios literarios. Las Reflexiones sobre la muerte de Mishima (1972), por ejemplo, son de una belleza lacerante. No podía esperarse menos: un Miller octogenario resume en pocas cuartillas la sabiduría, por fin templada y alejada de toda vorágine, que la lectura del escritor japonés le ha proveído. Pero no sólo eso: la sabiduría de Miller es la de un viajero que ha conocido cada rincón y esquina del planeta, que ha encarado la soledad y el escarnio, que ha conocido la pobreza y la miseria, la burla y el reconocimiento, el sexo y la ternura. En una palabra: un hombre apasionado por vivir.

Su amor, plagado de blasfemias (de Trópico de Cáncer decía que no era un libro sino “un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que les parezca”) y de ofensas, no es un amor en el sentido ordinario de la palabra. Hay en él desafío, franqueza, justificación. Dice odiar a los judíos, a las mujeres, a las sociedades que compara con virus. Y es natural en él despertar reacciones encontradas, pero es precisamente en esta contradicción donde Miller se reencuentra con el hombre hipersensible en su interior. Este odio, que a la luz de su vida y obra no es más que una provocación sin fundamentos, es lo que desencadena su pasión en cambio por lo que a él le importa. Al sentirse orgulloso de ser inhumano, su humanidad florece: bella paradoja del amor según Henry Miller.

El amor se escribe sin (h)ache

 

En 1932, elegido el centro del mundo (España), Dios regresa a la Tierra. La Humanidad, de súbito convertida en católica fervorosa, prepara para el Altísimo un banquete de posibilidades: las maravillas terrenales representadas en el arte, la arquitectura, la música, los deportes, las academias, los cabarets y los circos. Pero Dios, que todo lo encuentra inocentísimo y aburrido, se maravilla en cambio con un objeto sorprendente, ingenioso, útil y excelentemente ideado. Esto es:

La máquina Gillette para afeitar.

Todo lo cual nos habla de la condición humana sin rodeos, chapucerías ni pretensiones, y en cambio sí con la gracia –en el fondo corrosiva– de quien considera el humorismo como un acto de inteligencia. Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) fue quizás el madrileño más inteligente del siglo pasado y, sin embargo, su obra parece destinada a pulular los rincones polvorosos de las librerías de viejo. Un destino sin duda triste (e injusto) para quien sin problema alguno pudo ser clasificado como un auténtico genio.

En ese episodio de “La tournée de Dios” (1932), Jardiel Poncela pinta un paisaje lo suficientemente nítido de su propia filosofía personal: no es una novela antiderechista –lo que a muchos se les antojaría adecuado dada la entonces recién estrenada República– ni antirreligiosa –ya que representa a un Dios más bien sacrílego–. Es, a lo mucho, un retrato amargo de la Humanidad: la única cabra desbocada, que tantas lágrimas engendra. Quizás por eso el autor fue tan vilipendiado por la crítica de su tiempo, ya que ni se decidía por la maravillosa utopía leninista ni alababa a ciegas las democracias modernas. La autonomía de pensamiento, en todas las épocas, gana discordias y enemistades.

Medio siglo después, el mundo advierte su infinito talento. En 2001, dentro de la celebración del centenario de su nacimiento, el circuito madrileño de teatro puso en escena algunas de sus obras más importantes (“Eloísa está debajo de un almendro”, “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “Una noche de primavera sin sueño”, entre otras), que vistas a la luz de los años adquieren mayor profundidad y relieve. Este mes, en el que se cumplen cincuenta y cinco años de su muerte, el mito de Jardiel Poncela pervive a través de su vasta obra: artículos y cuentos publicados en revistas y periódicos, novelas (“Amor se escribe sin hache”, “¡Espérame en Siberia, vida mía!, “Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, “La tournée de Dios”), obras de teatro (“Los ladrones somos gente honrada”, “Un adulterio decente”, “Los habitantes de la casa deshabitada”, “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, por mencionar algunas de títulos peculiares) y textos de manufactura híbrida. Jardiel Poncela era un escritor prolífico y ello se debe principalmente a que, como él mismo lo dejó asentado, escribir no le reportaba el menor esfuerzo. De padre periodista y madre pintora, Enrique creció en un ambiente de intelectualidad que lo condujo a la literatura de manera precoz. A los veintisiete años publicó “Amor se escribe sin hache” y de inmediato se forjó un lugar dentro de la “otra generación del 27” y, en especial, entre los defensores del humorismo (cuya definición, según él, sería como “pretender clavar por el ala una mariposa, utilizando de aguijón un poste del telégrafo”).

El suyo es, claro, un humor gráfico (prefiere dibujar unos ojos hermosos que describirlos, o representar un crimen mediante diagramas), pero sobre todo es un humor ácido, inverosímil. Una rápida lectura concluiría que Jardiel Poncela era un hombre misógino, despechado, machista (en el prólogo de su primera novela escribió: “La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y les digo adiós con melancólica entereza”). Por lo demás, nunca se cansó de decir que el mayor mérito de una mujer era tener un par de piernas largas.

Sin embargo, en el fondo, Enrique Jardiel Poncela era un escritor sensible y profundamente marcado por sus tragedias personales. Padre soltero a los veintiséis, abandonado por la madre de su hija de tres meses, herido en el orgullo por las nulas recompensas de su incansable carrera dramatúrgica y literaria (cesó de escribir novelas para concentrarse en obras de teatro, que al final de sus días ya no reportaban éxito ni remuneración económica), enfermo de cáncer de laringe antes de los cincuenta años y, en fin, subyugado por la violencia del amor, del que decía que “a semejanza de los catarros, empieza poniéndonos febriles, sigue impidiéndonos salir de casa por las noches y acaba obligándonos a secar los ojos con un pañuelo”, Enrique fue uno de los más grandes humoristas del siglo XX. El hombre a quien le hacía reír ver llorar a las mujeres y llorar ver reír a su hija; el que sostenía que todo lo importante en la vida se escribía con hache (el honor, la hermandad, el heroísmo, la Historia, el Hombre, los hipódromos, la hemoglobina, el humorismo); para quien tener fe es “masticar sin dientes” y la Filosofía, la Física Recreativa del alma; quien jamás osó compararse con Cervantes (pues entre ellos mermaban diferencias notables, decía Jardiel Poncela, como que él nunca estuvo en la batalla de Lepanto); el escritor que no vacilaba en dedicar dos capítulos al acto de bajar una escalera… El hombre que hizo soñar al público. Parece que es él, y no su personaje Zambombo, quien al sentirse terriblemente solo, se pregunta: “¡El amor! ¿Qué es el amor?” y por toda respuesta se tropieza con un anuncio de “Amor: la mejor pasta para limpiar metales”.

Convencido de que habría de morir joven y que a su muerte le sucederían interminables biografías y reconocimientos, Jardiel Poncela escribió su propio epitafio: “si queréis mayores elogios, moríos”. Tuvo que esperar, es cierto, pero la justicia le pagó. Y aún hoy, para el legado de Jardiel Poncela, es menos cierto que el amor se escriba sin hache. Pues lo que se toma en serio, como en su caso, es tan honorable como un buen par de habanos.

 

*en La Mosca en la Pared, 2007

Mario Vargas Llosa y sus cachorros

Dicen que Mario Vargas Llosa es el escritor latinoamericano vivo más importante y lo dicen con toda razón. En un fragmento de Día Domingo (contenido en la colección de cuentos Los Jefes, 1968) Vargas Llosa dice del protagonista, fuerza e ímpetu perdidos de pronto en medio del mar, “Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno”. Y no es que el escritor peruano lo piense realmente. No es que se sienta auténticamente subyugado por el mazo frío de la religión, ni que crea en posiciones tan antitéticas y por ello tan complementarias como Dios y el infierno. Porque lo que realmente le interesa a Mario Vargas Llosa va más allá de un conflicto religioso: es un conflicto moral, político. E ineludible, puesto que en su carácter de latinoamericano (y en su caso, de político demócrata conservador) no puede sino sentirse aludido y profundamente afectado por una realidad que no distingue entre justicia y brutalidad, entre castigo y sabiduría, entre vida y muerte. La convivencia de las dos caras (lo atroz y lo humano, por englobarlo en dos polos ridículos e incompletos) es una constante en la literatura de Mario Vargas Llosa y no hace falta que sus textos desborden críticas abiertas o comparaciones fulminantes: la metáfora de la historia pequeña –el microcosmos– es un reflejo de la realidad inmensa –el macrocosmos–.

En Los Jefes, por ejemplo, la crónica inconclusa de una pequeña (pequeña, no hay adjetivo más adecuado) huelga infantil es una analogía casi evidente de una situación política actual o, más bien, universal y atemporal. Porque la anarquía ha existido desde siempre, no como concepto definido, sino como natural subversión a la antiquísima y humana lucha por el poder. Y en ese cuento no hay final (no hay solución al conflicto primordial de la huelga estudiantil), pero sí la consumación de una rencilla interna: la de Javier –el líder idealista y, sin querer, maquiavélico en sus maneras por conseguir la justicia– y el narrador –idealista a medias, pues sus maneras son más discretas y, en cierto modo, más pendejas– contra Lu, el odiado.

En 1967 Vargas Llosa publicó Los Cachorros, y según el prólogo de Joaquín Marco en la edición de Salvat Editores de 1970, no hay una clasificación certera para este escrito. No es un cuento y tampoco es una novela corta. Es un experimento en el que Mario Vargas Llosa se da el lujo de engañar al lector, a la narrativa, a la literatura misma. El narrador es y no es uno de los cachorros, es ellos y luego los describe y explica desde posturas antagónicas e irreconciliables. Es primera y tercera persona a un tiempo. Y los pensamientos desordenados impiden comprender, salvo en una segunda lectura, que el meollo reside en la poco placentera condición de Pichulita –el innegable protagonista y alter ego de Cuéllar, el niño con ahora improbable futuro prometedor– de niño castrado. Joaquín Marco explica que la anécdota se le ocurrió a Vargas Llosa después de leer una nota de periódico y que trasladó el infortunio a la literatura con reservas y desfachatez.

En el fondo, los temas son los mismos. Las preocupaciones, las fijaciones, las alusiones constantes. Vargas Llosa no puede ocultar su entorno: la sociedad limeña (miraflorina, más específicamente) pero, sobre todo, la cultura latinoamericana y su amplísimo espectro emocional y social. El escritor sabe que el poder corrompe, subyuga, no da lugar a la libertad de elección. Lo que parece heroico en un momento es, al siguiente, una atrocidad… porque los valores éticos fluctúan y jamás son universales. Porque el heroico protagonista de Día Domingo, por ejemplo, desde otra perspectiva es un machista y un ciego. Porque Vargas Llosa lo comprende y, a veces inexplicablemente, lo enaltece.



Vargas Llosa, Mario. “Los Cachorros-El Desafío-Día Domingo”. Biblioteca Básica Salvat. Salvat Editores S.A. Navarra, España. 1971.

Cuando los alacranes atacan

En la novela de Bernardo Fernández hay un periodista y se llama el Negro Aguilar. Tiempo de Alacranes, ganadora del Premio Nacional “Una Vuelta de Tuerca” en los géneros policiaco, negro y de misterio, es una disección por demás cómica y desvergonzada del narcotráfico mexicano y sus extraños (y a veces inverosímiles y absurdos) vericuetos.

Escrita con el humor encarnizado y truculento de quien se las sabe de todas todas y no teme retratar con crueldad y lascivia sus personajes, el relato de Bef (apócope por el que el autor es conocido desde siempre) es inteligente, sin lugar a dudas, y tonto también, si cabe tal dicotomía en una novela de su índole.

Inteligente por lo minucioso y fáctico con que se desmenuzan los hechos y personajes. Tonto por cuanto todo lo escrito no es más que una revisión al género que cae en sus propias trampas y aún así logra librar los obstáculos de su propia ridiculez: incoherencias en la trama, circunstancias absurdas y escenas improbables, que a final de cuentas no son sino un homenaje al género mismo.

Se decía, pues, que en Tiempo de Alacranes hay un periodista. Su columna ficticia, Vida Pública, en el periódico de circulación nacional Reforma no es más que un catalizador de todo cuanto sucede en la novela. ¿Por qué en un diario de franco sesgo derechista? Misterio. ¿Por qué el Negro Aguilar sabe todo lo que ocurre y lo plasma con rigurosidad periodística en el espacio asignado para tal fin? Misterio. ¿Por qué Bef sabe lo que sabe del narcotráfico, la Procuraduría General de Justicia y su División Antiasaltos, los sicarios pagados por la élite de los narcotraficantes, la trata de armas y demás asuntos escabrosos que un ciudadano común (para colmo diseñador gráfico y escritor de Ciencia Ficción) no podría conocer ni en la superficie? Misterio, pero lo sabe.

Sería fácil cerrar los ojos y fingir que en este país no pasa nada. Pero Bernardo Fernández no lo hace. Más aún: se burla de ello, le da una cara y un nombre a la podredumbre de las más bajas esferas delictivas del país (las más altas, en realidad, pues todo se reduce a un conflicto de status quo) y lo denuncia por medio de la literatura.

Escrita con un evidente estilo periodístico y hasta cinematográfico, Tiempo de Alacranes podría pasar por crónica veraz aunque abigarrada. No por ser ficción, sin embargo, es menos transgresora, menos delatora. En ella conviven El Señor (¿de los cielos?), el Cártel de Constanza, el General Díaz Barriaga, el Licenciado Gómez Darkseid, el Támez y el infantil Gordo (pareja quentiniana que provee las mejores dosis de humor negro), el capitán Tapia, Lola y Checo, Obrad (refugiado de un también falaz país: Latveria, república de los Balcanes, en abierta alusión a Letonia –Latvia, en inglés– y los regímenes comunistas de la ex-Unión Soviética) y Fernando Picochulito Figueroa… Ahí está, también, la princesita punk: musa y culpable a un mismo tiempo. ¿Personajes literarios que representan los verdaderos actores políticos del país? ¿Sustitutos ficticios de quienes en realidad mueven los hilos en la tragicomedia que es México? Sólo Bef lo sabe… y, si quisiéramos, todos podríamos hacerlo. Y es que, como dice Lizzy al final, todo el tiempo es tiempo de alacranes.

El general en su laberinto

El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios ha soñado con el proyecto improbable de unificar América entera. Se le conoce como el Libertador y ha participado en la guerra independista de las jóvenes naciones de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia –entonces apelmazadas bajo el nombre de Nueva Granada– del yugo español. Simón Bolívar es el caudillo latinoamericano por excelencia y en la novela El General en su Laberinto (1989), el escritor colombiano Gabriel García Márquez traza la ruta final del general cuando, en abril de 1830, decide renunciar al último Congreso de la Gran Colombia y vagar en un laberinto interminable que lo llevará a la muerte. La única salida posible.

Como novela histórica (y debido, en gran parte, a la extensa investigación que García Márquez elaboró), El General en su Laberinto no deja de ser rigurosa y precisa, pues detalla con minuciosidad el peregrinaje final del que fuera presidente de Venezuela (venezolano él de nacimiento) y fundador de la Gran Colombia. En la recta final se barajan nombres como el de Antonio José de Sucre (también líder independista y primer presidente de Bolivia), Francisco de Miranda, Francisco de Paula Santander, José Antonio Páez y hasta la presencia alegórica (aunque a ratos inverosímil) del militar y fallido emperador mexicano, Agustín de Iturbide. Los caudillos reunidos y recreados a través de los múltiples recuerdos de Bolívar, de las glorias pasadas y el terror inminente de un presente que se dibuja desprovisto de su gloria, honor y notoriedad política.

Decía Ortega y Gasset que el pueblo “que no recuerda su pasado está condenado a repetirlo” y esta afirmación viene a cuento en la coyuntura de la política latinoamericana actual. Hasta hace poco, la república venezolana cambió su nombre al de República Bolivariana de Venezuela y no son pocas las alusiones constantes al afán caudillista de Bolívar. En este sentido, cabe preguntarse la validez de premisas libertarias (que en su momento se presentaron como únicas e ineludibles) en una situación que exige más allá de un auténtico afán de lucha y requiere, en cambio, el enfrentarse con la realidad social del país latinoamericano, con yugos distintos y expuesto a la fragilidad de sus ideologías. ¿Hugo Chávez el nuevo Bolívar? Desde luego que no, así como tampoco pueden serlo ya los líderes políticos que permean la circunstancia actual. Un debate político profundo y hasta filosófico que sólo se vislumbra en sus fronteras más lejanas con el conocimiento, aunque sea sólo literario, de la historia del Libertador primigenio, del Bolívar que ha asimilado la problemática de su cultura y el mundo en que vive y que, ya al borde la muerte, exclama aturdido:

– Carajos, ¡cómo voy a salir de este laberinto!

La vida que se vive como en sueño: Pedro Calderón de la Barca

Pero hay tardes como ésta en que, de pronto,
miro por la ventana. Un vago, esperado impulso
me obliga a olvidar lo que esté haciendo
y me llama por la ventana
Juan Vicente Melo



Da lo mismo[1]. Juan Vicente Melo deja asentado en su Obediencia Nocturna, en 1969 y en México, que todo da lo mismo. Más de trescientos años antes, en Madrid, el dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca escribe: “el delito mayor del hombre es haber nacido”[2]. Tres siglos de diferencia y el sentimiento agónico, opresor de la vida persiste: es ésta una vida de lucha constante ante la incertidumbre y el desasosiego. Quizás la referencia al escritor mexicano, perteneciente al movimiento cultural de la Casa del Lago, no sea la adecuada para ilustrar la estética filosófica de uno de los mayores exponentes del teatro español del siglo XVII… pero es, al menos, una prueba innegable de la vigencia del tema. Entre ambos literatos median siglos, ideologías y contextos sociales de diferencia, pero su preocupación es la misma: dilucidar el carácter providencial del libre albedrío, la transgresión a un destino en apariencia impuesto. Sus personajes, sumidos en trances oníricos y hasta falaces, luchan y desafían los hados y las encomiendas: son títeres de una representación teatral que por lo tirana impone y doblega. Son producto de su sociedad, de la aspiración política de sus contemporáneos.

¿Cuál es la sociedad de Calderón de la Barca? Según el catedrático español José Antonio Maravall: la cultura del Barroco y los albores de un siglo XVII arrasado por la miseria, la muerte, la confusión y un despertar apenas incipiente de lo que hoy llamamos conciencia social. En palabras de Maravall, “el Barroco parte de una conciencia del mal y el dolor”[3], alimentada por la crisis del mundo y del hombre, que al fin se pone de manifiesto y es abordada en el arte y la literatura.

En medio de ello, Calderón de la Barca se muestra receptivo a la tradición teatral, por un lado, y, por otro, a la tendencia filosófica que permea en su sociedad. Hablamos de una España de un 1600 y tantos cuya monarquía católica estaba en decadencia; una España afligida y en plena coyuntura político-social. Al respecto, Maravall dice: “El Barroco es un arte de crisis, mas no un arte en crisis; expresa una mentalidad, no una conciencia”[4] y, sin embargo, “es también la época de la fiesta y el brillo”[5]. Esta contradicción es la que distingue una de las obras fundamentales del dramaturgo español: La vida es sueño. Como lectores, somos testigos de las reflexiones profundamente pesimistas de Segismundo, encadenado en una torre y obligado a vivir como una bestia sin conciencia de la vida y el mundo exterior. En esta particular circunstancia toman lugar los soliloquios trágicos que, mirados con detalle, constituyen epítomes de la filosofía personal de Calderón. Segismundo, un príncipe heredero al trono de Polonia, es privado de la posibilidad de vencer el destino que los hados han vaticinado: que será un rey tirano y déspota que llevará a su propio padre, a su nación, a la ruina. Sin advertir que con ello empuja a Segismundo precisamente al abandono de su humanidad, su padre Basilio lo encadena y busca con ello evitar el funesto vaticinio. El dilema es evidente: la reacción lógica de una acción represiva será indudablemente negativa, como lo prueba el hecho de que, una vez liberado, Segismundo obra con maldad y despotismo. ¿Pero no era ello acaso una consecuencia esperable y hasta comprensible en el caso específico de Segismundo? Calderón de la Barca plantea una pregunta clave: ¿el destino es inevitable o el resultado de las elecciones personales?

José Antonio Maravall, respecto de los valores de la cultura Barroca, nos dice: “Elección es libertad o, mejor dicho, es la versión de la libertad propia del hombre moderno”[6]. Sin la posibilidad de elegir, ¿qué es lo que convierte a Segismundo en un hombre íntegro, conciente? Más aún, como lo indica la trama, al ser devuelto a la torre es forzado a creer que todo ha sido un sueño… ¿y no es éste el carácter metafísico de la vida misma? La creencia de que todo cuanto se vive es un sueño, de que en él poco importan las convicciones personales y las luchas internas, de que pese al esfuerzo invertido en construirse una senda adecuada y libre de disposiciones ajenas, el destino terminará imponiéndose.

Calderón de la Barca utiliza el tópico, como explica Maravall en su obra La cultura del Barroco, del “gran teatro del mundo”. José Antonio Maravall sintetiza: “no hay por qué levantarse en protesta por la suerte que a uno le haya tocado, no hay por qué luchar violentamente por cambiar las posiciones asignadas a los individuos, ya que de suyo (…) está asegurada la rápida sucesión de los cambios”[7]. Al ser Segismundo sólo un personaje de una obra de teatro, es susceptible de ser manipulado por el dramaturgo, su creador. Así, Calderón de la Barca mueve los hilos de modo que, dentro de la intrincada red de sus personajes, logre extraerse una tesis viable, una conclusión de su propia ideología: a través de Rosaura, Clarín, Clotaldo, Astolfo, Basilio, Estrella y ante todo Segismundo, el dramaturgo español expone el sinsabor de la vida, la desilusión del siglo, la esencia del Barroco.

¿Da lo mismo? Desde luego que no. Para Calderón de la Barca, al final del sueño sobreviene la redención. Cuando por fin Segismundo, aclamado por el pueblo levantado en armas, es liberado por segunda vez y arrojado a la tentación de vivir como en un sueño, elige obrar con prudencia y sabiduría de rey. Se vence a sí mismo y a su destino.

¿Pero esto es lo que en realidad quiere decir Calderón de la Barca? ¿Es ahí donde termina la obra? No. En medio de la algarabía y el goce de los placeres cristianos, subsiste en el fondo una extraña sensación de melancolía y pesadumbre. Como un presentimiento que recorre con su velo los diálogos y acciones de los personajes de La vida es sueño, ya que a pesar de triunfar al final, no resuelven nunca la duda de la legitimidad del destino, de la predestinación de los acontecimientos. La duda es: ¿habría sido Segismundo un mal rey si no hubiera sido encerrado en la torre? La respuesta más fácil es que no, que al enclaustrarlo se precipitó una aguda sed de venganza que de otro modo no hubiera germinado. Pero he ahí la incertidumbre de la vida: la imposibilidad de comprobar las formas en que hubieran ocurrido los sucesos si las circunstancias se modificaran de raíz. Además, ¿es justo que Segismundo haya sufrido durante años para, luego de descubierta la verdad, perdonar a quien lo privó de su libertad? ¿La enseñanza es, a final de cuentas, que “hay que obrar bien no obstante los agravios que se cometan hacia uno mismo”?

Calderón de la Barca no responde estas cuestiones con exactitud, pero es lo suficientemente reflexivo y profundo en la psicología de sus personajes como para dejar abierta la interpretación. Si “el carácter de fiesta que el Barroco ofrece no elimina el fondo de acritud y de melancolía, de pesimismo y desengaño”[8] de la cultura y la sociedad, es pertinente entonces decir que el dramaturgo español no finalizó su obra conforme a los cánones de estilística en la comedia de su siglo. En apariencia, los personajes encuentran la paz (Segismundo se casa con Estrella y Astolfo con Rosaura, en un equitativo intercambio de bienes humanos), pero es Segismundo quien revela la esencia de la trama, al decir: “¿Qué os admira? ¿Qué os espanta, si fue mi maestro un sueño, y estos temiendo, en mis ansias, que he de despertar y hallarme otra vez en mi cerrada prisión? Y cuando no sea, el soñarlo sólo basta; pues así llegué a saber que toda la dicha humana, en fin, pasa como sueño, y quiero hoy aprovecharla el tiempo que me durare, pidiendo de nuestras faltas perdón, pues de pechos nobles es tan propio el perdonarlas.”[9] Obrar bien, parece sugerir Calderón de la Barca, poco importa cuando se hace creyendo que todo es un sueño.


Un vago, esperado impulso de obedecer el dictamen de los sueños. Lo dicho: más de trescientos años después, aún los individuos viven la contradicción –como explicó Maravall respecto al Barroco, sin saber que la definición aún aplica– “bajo la forma de una extremada polarización en risa y llanto”[10]. Cuando, al inicio de este ensayo, dijimos que Juan Vicente Melo y Calderón de la Barca compartían la inquietud literaria y estética por los efectos del sino, no escatimamos en la referencia. Sin embargo, al transcurrir los siglos, parece que la humanidad poco a poco ha comprobado la inutilidad de la lucha. Como un personaje sin nombre, a kilómetros de distancia de su origen, otro Segismundo se mueve con los ojos vendados en medio de la noche.

La vida es sueño y en los sueños nada es controlable, ni siquiera racional.

Bibliografía:

· Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971

· Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994.

· Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002.


[1] Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994. Pp 9
[2] Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971. Pp. 20
[3] Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002. Pp. 310
[4] Íbidem. Pp. 310
[5] Íbidem. Pp 322
[6] Íbidem. Pp 352
[7] Íbidem. Pp 320
[8] Íbidem. Pp 322
[9] Calderón de la Barca, La vida es sueño. Op. Cit. Pp 109
[10] Maravall. La cultura del Barroco. Op. Cit. Pp 322


El tañido de una flauta

Gracias a los cargos diplomáticos que ha desempeñado en variadísimos países del continente europeo, Sergio Pitol (Puebla, 1933) es un escritor cospomolita y -si se quiere- elitista, complejo, altivo. No es para menos y en su obra es aún más notable: en alguna nota del año 2003, escrita por el autor –acreedor en meses pasados al premio Cervantes de literatura– para su diario personal, Pitol dice que en sus obras abundan los intelectuales, los artistas, los personajes inescrutables. Es cierto: en El Tañido de una Flauta (1972) los protagonistas son un director de cine, el que recrea la historia en dos días, y un pintor, cuya vida ha sido inmortalizada por el cineasta japonés Yukio Hayashi. Ambos, la película japonesa (titulada, insoportablemente para el primer hombre, como El Tañido de una Flauta) y la novela entera, recrean la vida de Carlos Ibarra, el hombre que termina en desgracia, miseria y en una paradójica aceptación de estas fatales circunstancias.

 

En realidad la historia es simple, y como Pitol ha enunciado preferir, inconclusa. Un director mexicano, cuyo nombre jamás es revelado, viaja a un festival cinematográfico en Venecia y ahí, en alguna proyección oficial, le es dada la perturbadora casualidad de mirar la vida de un amigo suyo retratada en una película japonesa. La película es la biografía exacta de Carlos Ibarra, pintor mexicano con quien ha perdido contacto y cuyo escalofriante y triste final nunca llegó a conocer… hasta que, por supuesto, lo mira voraz y lacerante en el filme. ¿Qué explicación encierra la paradoja? ¿Cuáles los motivos de Hayashi, el director japonés y eminentemente superior al mexicano, para revivir con fría sutileza cada detalle, encuentro y viaje del pintor exiliado? Los cabos sueltos, para Pitol y para el lector conmovido de pronto con la anécdota, importan poco. Las razones existen quizás, pero perduran aún más los capítulos abigarrados de una vida suelta y desvergonzada, de los paisajes y las ciudades, de los personajes y las nacionalidades. No dejan de parecer, sin embargo, pretextos de Pitol para mostrar lo absurdo del intelectual, su esnobismo desmedido, su insensatez e incoherencia. Ambos hombres, unidos por casualidades increíbles en tiempo y espacio (sobre todo en espacio pues, a pesar de ser los dos mexicanos, no dejan de encontrarse en Londres, en Yugoslavia, en París o en calles ocultas en Varsovia), son dos títeres que no logran sobreponerse al vacío de su época. Se enseñan mutuamente a vivir como sibaritas, se enfrascan en larguísimas conversaciones sobre literatura, pintura y filosofía, discuten sus filias y necesidades. Lo ambiguo de su relación es, a ratos, incomprensible. El final de su relación es un hilo muy frágil que se mantiene tenso por las cartas que, luego del bochorno, sólo Carlos Ibarra envía.

 

¿Cómo era Paz Naranjo?, se pregunta el director mexicano, desencantado de todo, mientras vaga por los rumbos más ruines de una Venecia que creyó idílica y perfecta. Después de ver El Tañido de una Flauta, recuerda con una intensidad incómoda al Carlos Ibarra que solía decirle:

 

¿Has advertido en qué cosa indigna pretendes convertirme?
¡Quieres tañerme!
Pretendes conocer todos mis registros.
Deseas penetrar hasta el corazón de mis secretos,
pretendes sondearme, para que emita desde la nota más grave
a la más aguda del diapasón.
¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta?
Tómame por el instrumento que más te plazca,
pero por mucho que me trates, te lo advierto,
no conseguirás obtener de mí sonido alguno.

 

Paz Naranjo, la mujer que los separó, era una cincuentona enclenque, siempre a punto de partirse en mil pedazos, experimentada y dolida por un pasado (al que, recuerda el protagonista, le dieron tantas vueltas como sus encuentros en Nueva York les permitieron) que no logra evocar del todo y que, por tanto, no comprende. El episodio que los unió, el de la efímera ruptura con Carlos que los orilló a pasar una noche de pasión urgente, fue después recreado por el director en su ópera prima –y vergüenza intelectual–, Hotel de Frontera. Episodio que, infaltable, fue también incluido en El Tañido de una Flauta. Podría encontrarse con Hayashi, se dice, ¿pero entonces qué le diría? ¿Se limitaría a preguntarle cómo había conocido a Carlos, cómo le había referido detalles tan íntimos de su vida, por qué para interpretarlo a él había elegido a un japonecito de finas maneras y talante inseguro? Prefiere evitar el encuentro y vaga entonces por calles atroces, mira una góndola fracturada que de lejos le parece un cisne negro degollado, recuerda a Carlos Ibarra y por momentos lo odia, lo añora, lo extraña, lo recrea a través de una tía desfigurada que en principio fue motivo ficticio de sus pinturas y luego una presencia real y terrible. Se dice que nunca pudo tañerlo.

 

 

La última escena de El Tañido de una Flauta transcurre en una aldea de Macao, mientras que, en la vida real, Charlie terminó destruido en un pueblito en las Bocas de Kotor. Su amigo, derrotado, no puede soportar la revelación horrible de una muerte tan estúpida, tan accidental, tan casual. ¡Carlos Ibarra! ¡El genio que jamás fue profeta en su tierra, el mentor, el lúcido, el viajero! Reducido a un harapiento que, luego de timado por un poeta desterrado de su gloria personal, resbala por un peñasco y muere en la inopia más inclemente. Sin más. Después de darse cuenta que en adelante sería el loco de dientes podridos que mendigaría para comer. Excluido definitivamente del mundo. Y el protagonista piensa, mientras intenta conciliar el sueño ya de vuelta en su cómodo hotel veneciano, que saber otro detalle sobre la muerte de Carlos no cambiaría en lo absoluto el panorama. Y luego la pesadilla. Pero Pitol nunca, durante las más de doscientas cuartillas de la verdadera El Tañido de una Flauta, resuelve el misterio. ¿Y qué importa, después de todo? La vida, ese misterio, es tan inasequible como una flauta. Imposible pretender tañerla.

Nueva York día 2

A la vuelta del hostal donde me quedaba había una librería de viejo. Ahí compré una libretita minúscula que me sirvió de formulario, agenda, mapa-croquis y confesionario. En una parte escribí: “Nueva York redime a Estados Unidos”. Estaba en el bar del Music Hall de Williamsburg, haciendo tiempo en lo que Juliette Lewis salía para dar un concierto magnífico. Muy rompebolas, para ser más exacta. Abajo de la frase escribí que a mí también me redimían los hombres que me habían amado. Algunos. Y después seguí escribiendo borracheces de poca monta que llenaron las hojas hasta que me puse a charlar con un muchacho de ascendencia salvadoreña que se crió en Nueva Jersey. Bebimos hasta vomitar. Bueno, yo.
Pero me gusta la frase. Es cierto que una ciudad tan bella redime a un país tan fascinante como odiable. Que Nueva York solo vale el trámite vergonzante y molesto de exponerse a los cónsules de la Embajada. Eso.

Algunas fotos sobre mi segundo día en la “gran manzana”:

A la salida del metro, en Union Square, claro. No pude dejar de notar que muchos gringos acostumbran tomar su lunch sentaditos en una banca, mirando a la gente. El calor estaba bueno, pero no insoportable.

Esta esquina debe ser la 17 con Broadway, algo así.

Escaleras de emergencia.

Miren bien esta foto. Nos demuestra que las películas no nos han mentido jamás: los homeless con carrito de súper existen. ¡Existen! Soy testigo de este portento.

Flatiron Building. Nada que en Tacubaya no tengamos.

Como los neoyorquinos amantes de los espacios públicos, comí falafel con camarones de un carrito de la esquina (que, lamentablemente, no era atendido por Ross) sentada en una banca del Madison Square Park. Traía puestos mis zapatitos hechos a mano comprados en Guanajuato. Una señora me preguntó dónde los había comprado y así empezamos a platicar por horas. Me recomendó a qué lugares ir y me contó de su vida, etcétera. Al final me señaló a este sujeto en la azotea de un edificio. “Búscalos, están en todas partes”, me dijo. No encontré a ningún otro.
(*_*)

En Chelsea, donde abundan las galerías de arte. Con una foto del compañero de este cuadro inauguré mi Tumblr, pues qué.

Caminé hasta llegar a este parque, Waterside Park. Me gustó mucho porque tiene varias fuentes y jueguitos alberqueros, y las señoras traen a sus hijos y los avientan ahí con sus trajes de baño mientras ellas se ponen a chismear con la de junto. Calificativo: hell yeah.

Yo me quité los zapatos y me puse a caminar sobre el agua. Relindo.

Río Hudson. Por ahí, pero más a la derecha, debía llegar el pobre Titanic. Pobre Leo.

El Chelsea Market está acondicionado donde antes era la fábrica Nabisco. Algunas de sus atracciones son panaderías con ventanas al público, para que te pares un rato a ver cómo trabajan los panaderos. Museístico con tinte social.

Me gustaba sacar estas fotos en los altos, mientras cruzaba la calle. No me atropellaron a pesar de dar la pinta de turistita maravillada hasta con los pinches semáforos.

¿Qué será? Por ‘ai de la Quinta con la 49.

Estatua de la Libertad en vivo y mascando chicle.

Radio City Music Hall. Tocaba Drake próximamente. La vida es una cosa injusta: en un lugar tan bello, un tipín tan desagradable.

Ainbow Room. Sólo para conceptuales.

La Catedral de San Patricio perfectamente ubicada junto a un edificio modernou algunos años atrás.

El súper edificio Med.

Grand Central.

Nombre al menos dos películas románticas cuyos protagonistas se encuentren aquí y se den un beso apasionado.

Cielo bonito.

En la esquina de la Quinta con la 59, donde uno se siente bien acá.

Dentro de Central Park.

Entré por la 60 Este y caminé, caminé y caminé, hasta que llegué a la otra puerta y pensé: Um, fueron dos horas, pero Central Park no es tan grande como pensé. Caminé un paso y noté que estaba en la 60 Oeste. Es decir, lo había cruzado a lo ancho, pero no a lo largo. Así que en verdad, Central Park es inmenso.

Pero tan bello como creía.

**Continuará (más resumidito)**

Nueva York día 1

Un martes por la mañana tomé el autobús a Nueva York. Llegué ocho horas después. Eran las tres de la tarde y la ciudad estaba nublada, pero calurosa y húmeda. Me bajé del autobús en una avenida desconocida, llena de edificios desconocidos, sin más idea que la de estar en Nueva York. Al fin.

No tenía la más puta idea de dónde estaba. Como no había encontrado ningún Lonely Planet antes de llegar a ese mítico lugar, fui lanzada de porrazo a una de las ciudades más intimidantes del mundo. O la más, cómo saberlo. Empecé a caminar guiada por el instinto, como si supiera dónde estaba. “Ya encontraré una estación de metro”, me decía. “Todas las estaciones se conectan de alguna forma, no hay problema, todo está bajo control”.

Tenía un hostal reservado en Brooklyn, en el barrio de Williamsburg. Las instrucciones escuetas de su página de internet decían que, luego de llegar a la estación Bedford Avenue, del tren L, caminara hasta la calle 4 Norte y girara a la derecha. Yo ni siquiera sabía dónde puñetas estaba Brooklyn. De modo que caminé y me interné en una calle y luego en otra, fingiendo una seguridad que a todas luces no tenía. Por dentro me estaba cagando. Pocas veces me había sentido tan temerosa al caminar arrastrando una maletita en una ciudad desconocida.

De pronto escuché el sonido del tren a toda velocidad, abajo, desde la acera. En la siguiente esquina encontré las escaleras al metro y bajé, sonriéndole a todo el mundo, como diciendo “Uf, ese fin de semana en Los Hamptons estuvo de locos” (lo cual explicaría mi maleta, porque el objetivo es pasar por neoyorquino). Luego me puse a leer el mapa. Imposible de entender a la primera.


Así que me aventé como el Borras. Una estación adelante escuché que en la siguiente había transferencia con la línea L. Me bajé con toda tranquilidad, descendí un nivel en el elevador, me metí al primer vagón que encontré y miré como de pasada las estaciones. Cuatro adelante estaba Bedford Av. Emergí a la calle otra vez, arrastrando penosamente mi maletita (que había intercambiado por mi mochila). Estaba en la calle 7 Norte, así que fui bajando hasta la cuatro, me di la vuelta y toqué un timbre. Lo había logrado.

¡Pero ah, mi suerte duró tan poco! Luego de congratularme por la hazaña, salí de nuevo sólo para perderme como nunca. Eso pasa cuando una anda creyendo que Brooklyn es un barrio cuando en realidad es una ciudad inmensa dentro de otra. Así que de tanto caminar terminé en un barrio peor que Tepito, para intername después en uno de puros polacos que me decían las que parecían guarradas en su idioma original. Encima, se me había bajado la presión. Me metí a un restaurante, donde me creyeron turca, y luego de comerme una sopa de lentejas para el alma, la mesera me dijo que tomara el metro.

Volví a perderme. Con el mareo, el dolor de cabeza y la náusea, olvidé fijarme que en un mismo andén pasan varios trenes. Me equivoqué de dirección tantas veces. Salí a la calle para volver a entrar al túnel. Pasé horas ahí dentro, reflexionando sobre el génesis del graffiti y The Warriors, sobre un video de U.N.K.L.E. y un libro de Henry Miller. Y sólo cercana la noche logré llegar a Brooklyn Heights.

Valió la pena.

A la mañana siguiente decidí levantarme muy temprano y empezar a conocer la ciudad de veras. Tomé el metro para llegar a las escalinatas del Brooklyn Bridge y cruzarlo a pie.

Comienza la aventura

 

Down Under the Manhattan Bridge Overpass, no un pinche elefantito volador.

Y entonces, a medida que caminaba y los contornos de la isla de Manhattan aparecían, tuve una sensación definitiva. Por fin estaba en Nueva York. No había logrado sentirlo el día anterior, encerrada en el metro o dando tumbos por calles desconocidas. No había mirado sus rascacielos todavía, no de cerca al menos, y la magnificencia neoyorquina se me reveló de golpe en esa caminata.

Es cierto todo lo que se dice de Nueva York. Todas las novelas, películas, canciones, poemas, rumores, todos tienen razón. Es la capital del mundo. Es intimidante. Es hermosa, con una belleza especial y como sucia. Intento describirlo, pero no puedo: hay una emoción continua por estar en Nueva York. Una emoción que se renueva cada minuto. Creo que Nueva York es la ciudad que más se conoce sin haber ido: la hemos visto tanto en la tele y en el cine, y hemos leído tanto sobre ella, que parece asequible. Y lo es. Es caminable y es cálida. Los neoyorquinos son increíblemente amables: no bien te miran leyendo tu mapita o luciendo confundido en una esquina, se acercan para ayudarte. Y todo se ha visto. Jamás serás raro ni peculiar y esto, en lugar de ser aburrido, es liberador.

Acá cruzando el Brooklyn Bridge como cualquier hijo de vecino.

 

Fotografía de muy mala calidad de ya saben qué señora.



Decidí recorrer Manhattan en orden, de abajo a arriba. Empecé entonces en Lower Manhattan: Ground Zero, Financial District, Wall Street y después Chinatown, Little Italy, NoLita, SoHo, NoHo y un poco de Greenwich Village. Por la noche cometí una indulgencia de turista y me subí al Empire State. Al salir caminé por la Quinta hasta la 42 y luego fui a Times Square. Me quedé mucho rato sentada en unas escaleras repletas de turistas mirando los anuncios brillantes, sabiendo que un verdadero newyorker evita esa zona como la peste. Pero yo era turista y me gustaba, porque todo se me reveló por primera vez.

Fotos:

Clásico vendedor de playeras de I ♥ NY. Nótese que aún venden las playeras esperanzadoras de Obama.

 

Ground Zero.

 

Oficinista agobiado.

 

Wall Street. Paseador de perros con alto interés en economía al frente.

 

Es que como ni quién me sacara foto…

 

Esto es Nueva York: un loco montado en una escalera con una biblia en la mano pregonando la falta de valores en nuestra sociedad. Y un señor panzón sin nada mejor qué hacer asintiendo cada tanto.

 

También esto es Nueva York: las nalgas de una monja senil.

 

Columbus Park. Fue harto emocionante pasar en medio de estos amables señores.

 

¡Chinatown! Aunque no todo es chino, como este restaurante vietnamita. Yo comí en uno tailandés junto a unos españoles medio pendejos para los palillos.

 

Y, es verdad, todo el barrio chino huele a pescado.

 

El agua de lychee es dios… hecho agua de lychee.


Y luego, en Little Italy…

Así es como me gustan mis estereotipos: básicos y en placas de coche.

 

Es verdad: Little Italy sólo son dos cuadras, llenas de papel picado y verdeblancorojo. Y de restaurantes con pasta. Y de meseros parlanchines.

Exterior del New Museum en Bowery.

 

Lost duck. Still lost.

 

You so gay.

Una muestra en el New Museum consistía en decenas de deseos impresos en estas pulseras de tela. Podías escoger la que quisieras y la leyenda es que, cuando se te cayera, tu deseo se cumpliría. Elegí dos y no las soporté un día y yo misma me las quité. La metáfora de la vida: uno siempre destruye sus propios sueños.

Cosa de todos los días en SoHo.

 

Una pinche taquería, clásico.

 

Atardecer en la Sexta.

 

Empire State, psss oh.


Algo falta en esta foto. Algo como un gorila gigante.

Vistas desde el Empire State:





De la tienda de regalos, una taza de gorila: por qué no.

El paraíso terrenal.

Y por último, esa noche, Times Square:




Continuaron otros días emocionantes. Los iré relatando poco a poco. Aunque en un día vi tanto que me habría conformado con sólo ese. Afortunadamente, pues no. Mientras tanto, el recorrido de ese día:

Manhattan, día 1

**continuará**

 

 

Pittsburgh

En Pittsburgh siempre es 1998. Toda la ciudad me recuerda a una década que me pasó tangencialmente. Siempre quise vivir en los noventa, pero me tocó de refilón. Fue una buena época para mí también: viví mi infancia y descubrí las cosas poco a poco, como suelen hacer los niños. Pero lo que entonces yo deseaba era ser grande como mis hermanos, usar zapatos de plataforma, ponerme maquillaje, salir a bailar, tener romances adolescentes, aparecerme disfrazada de Robert Smith en una fiesta de Halloween y tener un amigo con un apodo idiota. Todas las cosas que ellos hacían.

Todos me preguntaban a qué iba a Pittsburgh. Es una ciudad bella, pero difícilmente turística. La respuesta es simple: a ver a mi hermano. A eso iba. Tenía dos años sin verlo, a él y a mi cuñada, a quien quiero como si compartiéramos la sangre. Así que la segunda ciudad en mi periplo gringales fue la de acero. Industrial, gris, cortada por los tres ríos y por innumerables puentes sobre el agua, rodeada de vegetación, extremosa en el clima. Anclada en los noventa.

En mi última noche en Chicago salí a un bar con Paulina, su novio y unos compañeros de su trabajo, incluyendo al gerente (el mismo que dos días antes nos había regalado una pizza casi por ninguna razón). Platicamos y bebimos, y luego nos fuimos a dormir. Estaba un poco ansiosa. Por la mañana me levanté muy temprano, tomé un autobús y luego el metro hasta O’Hare. Mi vuelo era por American Eagle y supongo que no muchos hacen la ruta Chicago-Pittsburgh, porque viajé en el avión más diminuto en el que he estado. Era más bien una avioneta, con dos asientos en una hilera y sólo uno en la otra. Pensé que el despegue sería terrible, pero ni me enteré. Me quedé dormida en el acto.

Lo demás es detalle de relleno. Caminé hasta llegar a la banda del equipaje y mientras estaba buscando el número de vuelo en la pantallita, escuché mi nombre. O más bien con el que me llaman ellos, “Lila”. Nos pusimos a llorar como unos maricones mientras nos abrazábamos.


Amé este anuncio en el pasillo para abordar:
CAN YOU BELIEVE THIS MANIAC?

No sunscreen.

Quiero saber dónde está el maldito copy para abrazarlo y decirle: eres la esperanza de esta nación, muchacho. Lo eres.

Dato cultural: Andy Warhol nació en Pittsburgh. Así que el aeropuerto se aprovecha.

¿Cómo recibir a nuestros visitantes de mejor forma que con una figura de cera de un jugador de los Steelers? ¡Somos unos genios!
Toma eso, Tucson.

Mi estadía en la ciudad de acero fue totalmente placentera, a no ser por un golpe que me di en el dedo chiquito del pie y que me dejó la uña negra; otro golpe en la cabeza en el baño, alguna caída y un calor infernal. Soy torpe y no tengo termostato.

Una tarde estábamos paseando y le comuniqué a mi hermano mi intención de hacerme un tatuaje, pensando que iba intentar convencerme de lo contrario. Pero en realidad se entusiasmó con la idea y de inmediato fuimos a los locales tatuadores de la calle Carson, la mejor calle de Pittsburgh para mí (luego explicaré por qué). No lo pensé más y lo hice. La emoción de mi hermano se triplicó y acabó tatuándose él también.

Otra tarde estaba buscando un Barnes & Noble para comprar una Lonely Planet NY, pero no di con ninguno. Recorrí el centro pasando por todas las direcciones que había apuntado de Google Maps y nada. Le pregunté a un chavo que lucía como cinco años más joven que yo si sabía de alguno, pero no me supo decir. Continué con la búsqueda y volví a la misma calle (él trabajaba acomodando carros de un club muy exclusivo; tan exclusivo, me dijo, que ni siquiera lo dejaban entrar). Luego quiso atraparme con una labia que a todas luces no tenía: me gusta tu acento, ¿de dónde eres?, yo he vivido solo toda mi vida, ¿tienes planes más tarde?, ¿de cuál calzas?

Pero no caí. Luego empezó a llover torrencialmente. Era sábado y jugaban los Steelers. Al principio, cuando veía al 98% de la población vistiendo jerseys del equipo, pensé que en esa ciudad sí que amaban a su equipo, pero luego entendí. Me senté en un parabús a esperar la ruta que me llevaba de regreso, pero las calles se fueron vaciando. Una muchacha se sentó a mi lado, tenía un uniforme de Subway y empezó a comerse un sándwich. La lluvía seguía cayendo. Me dijo que no había comido en todo el día y pensé en lo triste que era tener que comer los mismos sándwiches que preparas todos los puñeteros días. Al final decidió “ir por ello” y correr bajo el agua. Yo esperé mucho tiempo más, en el agua y en la noche, hasta que apareció mi ruta. No morí.

También fuimos al Wal-Mart, como cualquier familia gringa lo haría, y es verdad lo que dicen en People of Wal-Mart: la tienda es como un imán para freaks. Más que eso: ninguna otra experiencia ordinaria resulta tan reveladora sobre una nación.

¡El paraíso de las Pop-Tarts!

Acomodé muchos sabores en orden para fantasear un poco. A veces mi vida puede ser muy solitaria.

Todo un pasillo dedicado a botanas chatarras: only in America.

En Carson estaban todos los bares, pero no eran sofisticados en absoluto. En todos había gente tatuadísima escuchando rock clásico. Tiendas absurdas: de disfraces, de ropa vintage, de artículos de colección. Un solo Starbucks, solitario (alright!). Como me cayó chamba inesperada, pasé casi todos los días metida en el Beehive. Era un café, pero por la noche se transformaba en bar, y todo el inmobiliario estaba compuesto por muebles sacados de una thrift store. Parecía un video de Smashing Pumpkins o el sitio donde los chavos de Reality Bites pasan el tiempo. La decoración era fantástica. Me volví tanto parte de ella que el último día se me acercó el dueño y me hizo la clásica pregunta: where-are-you-from-darling. No quería irme de ahí.

De hecho, no quise irme porque hice una vida normal en Pittsburgh. Yendo al súper, viendo películas por la noche, desayunando fuera los domingos. Mi hermano, mi cuñada y yo nos volvimos uña y mugre (donde yo soy mugre y ellos uña). Platicábamos hasta la madrugada y aún cuando ya nos habíamos acostado. El día que me fui aguanté las ganas de llorar y no miré atrás. Pero ya están de regreso muy pronto y eso me consuela.

Fotos:

Toque de color en downtown.

Me gusta esta foto por pretenciosa.

Puente Smithfield. El icónico edificio de cristal al fondo.

Una noche fui a un dancehall con Rosemary, una señora encantadora que es muy amiga de mi hermano. Su hija y más tarde su nieta nos acompañaron en la aventura. El lugar, con una pista redonda y una banda de country, es real americana. Bailamos de forma tan ridícula como pudimos -o eso hice yo, para estar a tono con la fauna congregada- y bebimos y luego disparamos al cielo gritando yiiihah.

Comimos con Rosemary al otro día, que nos cocinó comida polaca (su papá es polaco y su mamá mexicana). Lo que ven en la imagen es una col rellana de carne. Así se las gastan esos polacos.

Me recuerda a “¡Soy polaco!”

La mejor tienda del mundo en Carson: “Pop Culture Emporium”

¿Y qué venden ahí? La Barbie NBA y el Ken con arete mágico.

Muchas figuras de acción y cabezas de plástico que dan miedo.

Pósters y estupideces y juegos de mesa antiguos y fichas de colección y trolls miniatura y…

Mis fotos son tan artísicas, we…

Acá es donde me tatué. Se llama “In the blood”. No, no pondré foto de mi tatuaje. Si lo quieren ver pídanlo en persona. Pues estos.

A pesar de toda su buenaondez, la calle Carson de pronto se pone mamona. Pero en serio: ¿”baggy clothes”? Les digo. En Pittsburgh siempre es 1998.

Acá el Beehive

Me gusta tu sinceridad.

Así luce el baño. Sé que parecen los baños de la Preparatoria Norte o de algún Cebetis. Pero en realidad es la pura buena onda. Y además huele a canela.

Acá no se andan con rodeos.

¡Quiero volver!

La razón número uno por la que el Beehive parte madres.

En un Starbuckcito normal hay una mesa con azúcar e implementos. Acá hay una cabeza amarilla que te da los popotes. Supera eso, imperialismo. ¡Supéralo!

Downtown desde el mirador

Yo no quiero tanto a Canadá. O tal vez un poquito y con unas chelas encima.

Lollapalooza

Los de mi generación (nacidos a mediados de los ochenta) tenemos una primera imagen del Lollapalooza: Billy Corgan con cabello y piel amarilla sosteniendo este hermoso diálogo con Homero Simpson en el backstage del “Hullabalooza”:

Homer: You know, my kids think you’re the greatest. And thanks to your gloomy music, they’ve finally stopped dreaming of a future I can’t possibly provide.

Corgan: Well, we try to make a difference.

Uno de los episodios más grandes de Los Simpson, el Homerpalooza, está repleto de momentos clásicos: uno de mis favoritos es cuando corren los créditos con el tema simpsoniano, pero grungeado por Sonic Youth, mientras varios sujetos de caras inexpresivas “bailan” con sólo dos movimientos en loop infinito. Es enorme.

The Smashing Pumpkins, una de mis bandas favoritas de la adolescencia, se juntaron en Chicago. La esencia rockera, marginal, que sólo podría originarse en una ciudad con un pasado tan oscuro como ésta, se siente en todas las calles del imponente Chicago.

Desde que me enteré del line-up del Lollapalooza de este año quise ir. Pero no tenía la visa, así que hice mi mejor esfuercito por ir a poner mi cara de idiota a la embajada. Me tocó un cónsul asiáticoamericano que hablaba el español de una forma lastimosa, así que acabé ofreciéndole llevar la entrevista en inglés, lo cual tal vez me dio una ínfima ventaja. Después eché un rollo sentimentaloide sobre cuánto amo la música y cómo mis bandas preferidas tocarían en el Lollapalooza, y al final me dio la fichita con la aprobación, pagué el envío, salí exultante, y compré un boleto combinado México-Chicago-Nueva York-México esa misma noche.

Una de mis mejores amigas de la preparatoria, Paulina, a quien conocí en mis -ahora inútiles- clases de francés, se mudó a Chicago en 2003. Tenía exactamente 7 años sin verla, pero me pareció muy curioso cómo desde el primer momento todo volvió a ser tan natural como antes. Aunque la verdad no nos vimos mucho, porque yo salía desde temprano hacia el centro de la ciudad -ella vive muy al norte- y sólo por la noche nos encontrábamos en el Giordanno’s, el restaurante donde trabaja.

Y al fin, chanca-chancán

Estas son las bandas que vi, en orden:

The New Pornographers (amaré toda mi vida a Neko Case y algún día la veré como solista también)
The Big Pink (buena onda sin llegar a más)
The Black Keys (una de las mejores bandas de estos días: rock muy clásico y potente)
Lady Gaga (espectaculazo con sangre, fuego y lágrimas, como debe esperarse de ella)
Stars (lindos)
The xx (hipnotizantes)
Grizzly Bear (amo esta banda y los amé en vivo, son sencillamente espectaculares)
Metric (ya son súper estrellas, pero Emily Haines siempre cumple)
Spoon (buenísimos)
Cut Copy (Hearts on fire fue tal vez la canción más bailada del día)
Empire of the Sun (teatrales, con bailecitos estrambóticos, muchos juegos de luz, We are the people fue la más aplaudida)
Yeasayer (estoy enamoradísima de Anand Wilder, esperaba con ansias escuchar Madder Red en vivo y terminó por conquistarme)
Instituto Mexicano del Sonido (prendieron muchísimo, no faltaron los mexicanos con banderas y el “putos todos”; bueno no, eso me lo estoy inventando)
MGMT (no pude verlos en el Motorkr 2008 por muchos motivos tontos -maldito Foro Sol, cuando iba a la mitad del camino ya estaban terminando y me consolé con Nine Inche Nails-, pero esta vez me vengué: el nuevo disco me gustó mucho por ser totalmente distinto al primero; creí que no iban a tocar Kids por lo choteada pero sorpresivamente lo hicieron)
The National (qué buenos son; para estas alturas, los escuché tirada en el pasto en el atardecer)
Arcade Fire (son ENORMES, nada que diga de ellos va a sonar original, pero son unos dioses, así nomás)

Me perdí, por logística, porque las decisiones deben tomarse, porque el cielo es azul, porque la vida es injusta, porque ¡ay!:

The Antlers y The Walkmen (me dolieron hasta el tuétano del alma, sobre todo los segundos, a quienes sigo como desde 2004)
Wolfmother, Minus the Bear, el set de Justice, The Strokes (ay), Ana Sia (snif), Devo, Hot Chip, Los Amigos Invisibles, Gogol Bordello, The Temper Trap (bah, los veré en el Corona), Social Distortion, Green Day (los habría visto por mera curiosidad), Phoenix y Soundgarden (que el camarada me reprochó hasta lo indecible, pero tuve que decirle que yo nací en 1986 y la fiebre grungera no me tocó; en cambio Arcade Fire me conmovió desde Funeral).

Antes de que apunten su dedo flamígero contra mí, entiendan que eran OCHO escenarios, el Grant Park es inmenso, y casi todas las bandas buenas se empalmaban de alguna forma. Las decisiones fueron tan dolorosas como la de Sophie (o tal vez más).

Detalles curiosos:

El primer día estaba yo viendo a Lady Gaga en mi pedacito de pasto, sin molestar a nadie, charlando con unos güeyes defeños que luego se movieron para otro lado, cuando divisé frente a mí a una muchachita gritando A HUEVO con toda la potencia de sus pulmones. Era la clásica chava de Interlomas poniendo el desorden con una gringa gordis a la que ya le había enseñado a entonar nuestra frase nacional. Acabé ahí mismo departiendo, con eso de que me veía con cara de “saber hablar español”.

Oh, hola.

Con gringos con los que hablé de manera arbitraria, me inventaron muchas nacionalidades. Esta circunstancia se repitió a lo largo de mi viaje por el Gabacho -ah, cómo amodio esa palabra-. Por ejemplo: el primer día pasó un gringo borrachísimo y me señaló a una pareja que empujaba la carreola de su bebé, luego me preguntó si eso estaba bien, si creía realmente en el fondo de mi corazón que eso estaba bien. Le contesté que cada quién, y en eso me preguntó de dónde era, e intentó adivinar, y después de un rato dijo que si de Bolivia. Más tarde, estaba sentada en una cafetería aliviándome el dolor de cabeza, cuando se sentaron otros gringos a decir estupideces. En cuanto les contesté no sé qué cosa, uno de ellos me miró de forma muy circunspecta y preguntó: ¿Français? Yo le contesté: Nel, mexicain (al menos después me regalaron hórrido vodka que sirvieron generosamente en mi té helado).

Así sucesivamente: española, italiana, turca, griega, árabe, brasileña y colombiana fueron otras nacionalidades que me inventaron. La próxima vez voy a decir que vengo de un lugar mágico donde no existen los pinches estereotipos.

También conocí a unos fresas satelucos que luego, por diversos motivos, acabaron cayéndome re-mal (al menos me regalaron Jack Daniels directo de la botella). Pero estuvo bien, porque al final gracias a M y M, con quienes acabé teniendo toda una aventura digna de película noventera. Nos subimos a una de esos bicitaxis y recorrimos las calles principales del centro de Chicago, no por gusto sino porque el conductor se perdió y nos dio paseada gratis. El gerente del Giordanno’s nos regaló una pizza y tuvimos importantes momentos de circunspección espacial y esa lucidez tan especial de la no-lucidez. Lo mejor fue cuando entramos a un Seven-Eleven y el que atendía era árabe y casi casi gemelo de Apu: fue un momento tan simpsoniano, y oh el tamaño de los slurpees y su simbolismo en la idiosincracia norteamericana, etcétera.

Algunas fotos:

Millenium Park

Oliver Sim, de The xx, a través de la pantallota.

Romy Madley Croft

En esta foto de Grizzly Bear hay en primer plano un gringo que parece estar sonándose los mocos “a pelo” o, de plano, esnifando coca. Depende de la perspectiva de uno: candorosa o más bien decadente.

La única foto no-mala de Metric.

La clásica gringa echadota en el pasto, no se sabe si por borracha, por insolada o nomás por güevona.

Desde que Mariana nos dijo que el edificio con forma de diamante fue construido por una arquitecta y que en realidad tiene forma de vagina, me quedé clavada con el edificio-vagina. No podía dejar de mirarlo y pensar: es una vagina enorme. Y brillante por la noche. ¡Brillante!

Cielo buena onda.

Señor con playera altamente graciosa.

Dan Whitford de Cut Copy (sólo a él se le ocurre vestirse con camisa, todo para terminar empapadísimo en sudor)

Frijol contra edificios

Nuestro amiguismo duró como 2 horas con 18 minutos. Exactos.

Por Alá: Anand Wilder es tan sexy. El más guapo de todo el Lollapalooza. Fácil.

Ya: cásate conmigo. Ya. Ahora mismo. Le daré a tu familia una vaca y un borrego en prenda por tu amor.

Instituto Mexicano del Sonido, pronunciado: Mexican Institute of Sound -porque ni modo que los gringos intenten pronunciar un nombre tan largo, no, pues no.

Andrew Van Wyngarden haciendo un puchero.

Con tal de ser cómico y que la gente le pidiera fotos, este sujeto se enfundó en un traje de látex y se anduvo paseando bajo el sol y las temperaturas de casi cuarenta grados. Es al mismo tiempo conmovedor y desagradable. Sobre todo por el sudor que estaba haciéndole alberquita ahí dentro.

Empire of the Sun.

Edificios acá (pie de foto de la clasificación “cuando uno ya no sabe qué poner de pie de foto”).

Escenario Budweiser.

The Black Keys.

De nada.

Fuente del Grant Park con cielo mamón por detrás.

Gringous locous al atardecer.

Creo que esta fue una de mis fotos favoritas: Lady Gaga en todo su esplendor con garra… y la garra de un anónimo en consonancia.

Conclusión: gran concierto. Repitámoslo.

La ciudad de los vientos

Escribo esta entrada desde Pittsburgh, en un café que se llama Beehive, atendido por muchachos con tatuajes y perforaciones que acomodan barras de dulce y cereal con canciones de Depeche Mode y The Smiths de fondo. Todo el inmobiliario es vintage, hay graffiti en las paredes, lámparas en las mesas, mensajes como “God didn’t save Him” en el baño y una bicicleta colgada en la pared. Buena onda. Pero después escribiré de la ciudad de acero.

Chicago: muy caluroso. Ya no se encuentra a los mafiosos en la calle, pero sí en cambio un montón de jovenzuelos en short-shorts gritando “wahooo” en las aceras. Una noche me subí al John Hancock, uno de los rascacielos más altos, con la única finalidad de tomarme un martini y apreciar la vista nocturna de la ciudad. Mientras estaba sentada en la barra, con el cabello pegado a la frente por el calor y mis Converse llenos de lodo, me puse a charlar con una pareja de sureños que resultaron amabilísimos y muy entretenidos. Un cliché derribado.

Pero hay otros: desde que llegué al aeropuerto de Atlanta, donde hice escala, los encontré. La negra gorda regañona, tronando los dedos mientras hacía puré a un flacucho que la escuchaba sin saber qué contestar. Una pareja de obesos con la piel enrojecida, cada uno usando viseras, comiendo McDonalds mientras ocupaban dos asientos con sus enormes nalgotas gringas. Decenas, cientos de “California gurls” usando short esquina calzón, rubias y con bronceados artificiales, mascando chicle y usando excesivamente la muletilla like. Y el paisa infaltable, con sus camisa negra larguísima, sus pantalones cholos y sus tennis de un blanco inmaculado.

Finalmente, en el aeropuerto Midway, me encontré al Fáyer Tony. Sobra decir que si en México siempre andamos hablando de pura tontera nerd hasta que nos sangran las gargantas, acá lo hicimos mientras caminábamos a morir por el downtown.
Algunas fotos para el disfrute visual:


Esta foto fue mi favorita. Chicago es la capital de la arquitectura.

En el famosísimo “frijol” -en realidad es una nube, según el escultor- donde, si se fijan, pueden apreciar al Fáyer tomando la foto.

En Navy Pier: espejos deformantes (que desde que las Mac existen ya no causan gracia).

Dos mexicanotes en Gringolandia, we.

(bueno, el Fáyer es legalmente gringo, we) (no te la esperabas, we).

El ojo que te mira.

Un chinguísimo de edificios “y así”.

Más edificios antiguos y todo.

Saliendo de la estación de metro The 18th, en el barrio mexicano-ahora más hipster, tarán: carnitas de Uruapan.

El clásico teatro Chicago.

En un pinchurriento McDonalds en Navy Pier, como si jamás hubiéramos visto de esas bolas con electricidad.

Chicago desde el lago.

En la estación de metro afuera de Chinatown, sin darme tiempo a posar. Ese pinchi Fáyer es mal fotógrafo de turistas, ca.

Rueda de la fortuna feliz.

Morí de risa con esta advertencia en el refrigerador de las cervezas en un Seven-Eleven.

***

El Lollapalooza: esplendoroso. Pero ahí también hay varias aventuras, fotografías, videos y paseos felices en bicicletas en la noche que luego relataré. Chicago fue una aventura con lluvia, calor, sol, encuentros fortuitos en la calle (una tarde estábamos el Fáyer y yo sentadotes en una banca y en eso pasaron los camaradas de Chilango.com), conocencias prescindibles, encuentros imprescindibles, reencuentros (volví a ver a mi amiga Pau, que en 2003 se mudó a Chicago), largas caminatas por la ciudad y muchas conversaciones. Definitivamente volveré.

Espere en un siguiente post:

1) Pormenores del Lollapalooza. ¿Lady Gaga mostró su pene? ¿Es realmente Anand Wilder de Yeasayer el tipo más estúpidamente guapo del indie? ¿Los gringos se ponen muy borrachos como dicen? ¿Vi un ataque de epilepsia en vivo? ¿Me inventaron por lo menos tres nacionalidades diferentes? ¿Tuve orgamos auditivos continuos? Todo eso y más.

2) Mi tatuaje. Chancán.

3) Continuará.