La otra magdalena

Cuando era chica, mi mamá y yo teníamos una costumbre establecida: después de salir de la farmacia de la tía abuela Guadalupe Real, íbamos a cenar unos tacos con una señora a la que llaman doña Vicky (supongo que su nombre es Victoria, pero no tengo pruebas suficientes) (seguiré en la pesquisa).

Sólo a ella y a mí nos gustaban. Los llamábamos “tacos de aire”, porque eran unas flautas imposiblemente delgadas, con una guarnición que de tan ordinaria sólo parece despertar lástima (col, jitomate, crema, chiles en vinagre y unas deliciosas papas aceitosas y fritangueadas). Eran un placer de los dioses.

Desde siempre, asocié esos tacos con Guadalupe Real. Eran indisolubles: el trayecto de la botica, antigua y obsoleta, a la fondita de doña Vicky.

Un día, doña Vicky cerró el local. Cuatro años después, mi tía Guadalupe Real murió.

Ambas cosas terminaron tajantemente, sin posibilidad de secuela. El platillo (¿podría llamarle platillo a una garnacha tan vulgar?) que más había disfrutado en mi incipiente vida, en la vida del niño que no conoce más sazón que el de su madre y el de la comida rápida. Y mi tía Guadalupe Real, el personaje que ha ejercido la mayor influencia -me atrevo a decir- literaria en mí. Ambos se fueron.

En cuanto a los tacos, supongo que magnifiqué su recuerdo ante la certeza de que no iba a probar otros igual. Es difícil describir en qué consistía su grandiosidad; era más bien una conjunción de elementos (sumados a circunstancias externas: el trayecto por la noche, mis 10 años recién cumplidos, la sensación de la aventura en complicidad con la madre).

He estado en casa de mis papás desde el sábado: nada extraordinario, pero sí edificante. Hace un rato, mi mamá me llamó. Me puse una chamarra, me subí al coche y le pregunté a dónde íbamos. Me confió con otra modulación en la voz: “doña Vicky volvió a abrir”.

¿Es absurdo decir que sentí una contracción en el estómago? No era el hambre, ni el antojo postergado. Era una sensación de nostalgia renacida, similar a la que se experimenta cuando se entra a la casa de infancia, o se encuentra un cuaderno de garabatos extraviado hace tiempo. Lo que sentí, lo que temí casi, fue que dentro de poco estaría cara a cara con uno de los recuerdos sensoriales más intensos de mi niñez. Probaría de nuevo algo que fácilmente tenía 13 años sin comer, y a ese algo se le sumaban otras sensaciones: la inocencia de la infancia, los anaqueles de la botica, mi mamá con mi tía abuela, quien fungió como su madre la mayor parte de su vida.

El local ahora está en una ranchería a las afueras. Allá fuimos, con el temor de que estuviera cerrado. Le dije que por mí no importaba, habría de ir a pie hasta donde estuviera. Y cuando vimos la luz a la entrada, y las mesas de plástico, y mi mamá se estacionó y nos acercamos a la lumbre, escuchamos el chisporroteo del aceite y ambas lanzamos un gritito ante lo expectante, lo añorado.

Me comí tres órdenes casi sin respirar, y el sabor era tal como lo recordaba. Y todo volvió, como en el episodio de Proust con las magdalenas. Mi mamá miró su plato un rato, luego a doña Vicky y le dijo que esos tacos le recordaban a su tía Guadalupe Real.

Recuerdo haber escrito un cuento sobre su muerte: llevaba dos años agonizando por cáncer de mama, y mi mamá la cuidaba a diario. Yo me aparecía de pronto, casi no decía nada; me sentaba frente a su cama, ahora lo entiendo, a verla morir. También recuerdo que ese día llegué a su casona en el centro, y desde que entré al patio tuve la certeza de que estaba muerta. El episodio es similar a los cuentitos del realismo mágico: cuando entré a su cuarto, en el quicio de la puerta, vi que le quitaban los pantalones de su pijama. Creí que me había equivocado, que seguía viva después de todo, pero cuando mi mamá levantó la cara y me miró, supe que sí: estaba muerta.

Cuando digo que su influencia es literaria no lo digo porque ella me hiciera leer, o me hubiera mostrado una puerta hacia la literatura. Lo único que leía era la fecha de caducidad de sus medicinas y las revistas de viaje que le llegaban por correo. Pero su capacidad como personaje era asombrosa: todo en ella era teatral, llevado al extremo, pasado por todos los disparates. Era asombrosa, con una cualidad de malvada y mártir fundida en una sola que hasta hoy a todos nos sorprende: la forma en que la maldad y la bondad aparecían en ella de la forma más natural, sin transiciones visibles.

De todo esto no pienso seguido. Pero los tacos de doña Vicky, como reflejo de Pavlov, me trajeron esas imágenes mentales a la cabeza. El recuerdo y la sensación fueron como atravesar un portal de tiempo: ¿cómo era posible que ahora, a mis 23 años, en el año 2009, regresara tan nítidamente a una etapa de mi vida ya abandonada?

Eso me hace pensar también que, tal vez, el recuerdo habita en un lugar distinto a la mente. En un lugar más accesible, disponible a nuestra existencia, en los objetos más ordinarios. Como con los tacos de doña Vicky, de los que no volveré a separarme jamás.

Farewell, my dear friend

Siempre me acuerdo de Damian en “Boxing day”. Lo imagino con su corona de papel, sentado junto a su amigo Gas jugando videojuegos, su mamá llamándolo para cenar. Lo imagino con su playera de 3 Colours Red, o de Bon Jovi (su gusto culpable), sin zapatos y con boxers de cuadritos. Lo imagino de muchas formas, porque nunca lo vi.

A los 16 años, una de mis bandas favoritas era HIM, ese intento de goth music para chavitas con ideas de marginación. Eran los tiempos de la conexión a internet por teléfono, antes de los blogs y las redes sociales. Yo tenía 16 años, iba en la Prepa Sur, me gustaba HIM: por lógica estaba inscrita en el HIMclub, un foro para fanáticos de la bandita finlandesa de todas partes del mundo.

Ese era el mejor lugar del mundo. El choque cultural consistía en convivir diariamente, en una suerte de Twitter organizado, con chicos de Finlandia, Estonia, Lituania, Luxemburgo, Rumania, República Checa, Noruega, Inglaterra… Me encantaba enterarme de sus rutinas, de su comida favorita, de sus frustraciones, de cómo era ser un adolescente serbio que no habla de conflictos políticos, sino de la borrachera con vodka que se acomodó hace dos horas. Las reglas eran estrictamente amistosas; nadie te llamaba troll, todos te felicitaban en tu cumpleaños, las grandes charlas sobre tu país eran bienvenidas…

Ahí conocí a Damian. Su nickname era NewBornNebula y su lista de bandas favoritas, en su perfil, llenaría tres cuartillas en Word. Era tan tímido, tan retraído, tan inescrutable. Ya no me acuerdo cómo empezamos a platicar, pero a partir de ahí todas mis rutinas en los interents se trastocaron.

No había día que no chateara con Damian por horas. Me llevaba 6 años, vivía en un pueblito al suroeste de Inglaterra llamado Southport, no estudiaba ni trabajaba, era depresivo, dependiente de su mamá, con un amigo gordo llamado Gas que vivía en la casa de al lado… Y, sin embargo, a mí me parecía la persona más fascinante del mundo. Me gustaba que se tomara tan en serio las amistades a través de internet, que me citara para entrar a Messenger a una hora determinada, que viviera a 6 horas de distancia en el tiempo, que le gustara tanto la música como buen inglés, que le temiera tanto a los dentistas, que gastara todo su dinero en conciertos, que amara el puré de papa, que me preguntara por mis papás y mis hermanos, que soñara con viajar a América.

Casi nunca me enviaba fotos, pero me emocionaba que lo hiciera (tenía baja autoestima, por qué no). En mis sueños lucía así:

Como es evidente, estaba enamoradísima de él. Sentía algo inexplicable, bobo e imposible por alguien que probablemente nunca conocería… pero era intenso. Era casi doloroso.

La otra vez encontré un correo que le envié. Fue casi un shock: yo le contaba toda mi vida, y él me contaba toda la suya. Todos esos detalles fútiles que hacen la vida de un adolescente: mis exámenes finales, las conversaciones con amigos, las depresiones inexplicables de entonces, mi cena del viernes pasado, el estado de mi relación parental. Y ante todo él era ecuánime, neutral, comprensivo.

Pero era como tensar un hilo. Su depresión, su codependencia, se hacían mayores si no me aparecía en internet (a pesar de todo, a pesar de que prefería pasar mis tardes en HIMclub, también vivía una vida normal: iba al cine, salía con mis amigos reales, tomaba cervezas afuera de un Oxxo, asistía a conciertos). Sus reclamos velados se transformaban en comentarios pesimistas, en cuasi-amenazas suicidas, a las que yo respondía con palabras exaltadas. Me iba a dormir pensando que tal vez mi sueño de ir a Inglaterra no se haría realidad, que quizás Damian sí estaba en otro plano de la vida al que yo jamás llegaría. Tuve compasión de él, esa clase del lástima por las personas que han dejado de soñar y tener expectativas, que carecen de planes y jamás van a fiestas. Ni siquiera sabía si era virgen (yo también lo era, pero me consideraba joven para tal efecto) y me angustiaba pensar que Damian pasaría su vida en la absoluta soledad.

Al parecer, toda su vida social se desarrollaba en internet. Sus grandes amigos estaban en Tailandia, Finlandia, España, Argentina. Yo sentía celos de todos ellos y pensaba que era poca cosa, que mi vidita ordinaria no ofrecía interés alguno, que Damian preferiría visitarlos a todos antes que hacer escala en México.

Hasta los 20 ó 21 años llevé esta especie de doble vida. Me disculpaba con él si tenía un interés romántico de carne hueso, no le mencionaba si tenía novio, era como si mi infidelidad consistiera en vivir.

Una vez me envió 48 DVDs con cientos, miles de discos de sus bandas favoritas. Es lo más cerca que estuve de él. Ni siquiera tenían su letra impresa (hasta eso lo avergonzaba), así que hizo que su mamá rotulara cada uno con “Lilian DVD 01” y así hasta el 48.

Parece muy tonto ahora en perspectiva, pero después de eso ocurrió el distanciamiento. Él quería que yo le quemara unos DVDs, pero mi computadora ni siquiera tenía quemador. Supongo que nunca me levanté a hacerle el favor, y cuando entré a la universidad ni siquiera me conectaba tanto al Messenger. Dejé de enviarle correos informativos, dejé de saber de él.

Un día, de pronto, dejó de aparecerse. Y todo fue tan natural: su ausencia no era notoria, porque empezaba a conocer a mucha gente a la que veía todos los días, sin depresiones que me deprimieran igual. Ya no pensaba, en ningún momento, que si él se mataba, yo lo haría también. Ya no soñaba con Damian.

No me di cuenta sino hasta un año o dos después, cuando ya no había ninguna forma de volver a ponerme en contacto con él.

Joanna, una amiga finlandesa en común con la que aún platico, me preguntó hace unos meses si no sabía nada de Damian. Y entonces me pegó, me di cuenta de que había dejado de saber de él desde hacía años. Empecé una búsqueda desesperada a través de Google, con todos sus correos, sus cambiantes nicknames, su nombre y dirección, su código postal. Hasta sostuve un carteo regular con su homónimo en Facebook, que me contestó con un decepcionante: “Born and raised in the U.S. state of Virginia, in what’s known as the Hampton Roads area which includes the cities of Chesapeake and Norfolk. Still reside in the city of Norfolk”.

Nada.

Un día, Joanna me dio su número de teléfono. Dijo que lo había encontrado en la guía telefónica de Southport, pero le daba miedo llamar. Me pidió que yo lo hiciera. Pensé que sería fácil, podría fingir un acento y preguntar por Damian de lo más normalmente (con toda seguridad, su mamá contestaría, porque -según él- nadie lo llamaba y por lo tanto no se acercaba al teléfono). Sabría si se habían mudado, si estaba bien, si…

Pero no lo he llamado y la sospecha sigue viva. Si Damian sigue vivo, si cumplió esa oscura promesa que ahora, con todos sus rastros difuminados, parece más real que nunca. Y entonces pienso en lo raro de las amistades fantasmales, en lo mucho que alguien que nunca vi me hizo sentir. En cómo puedes crear algo, una amistad tan real, de la nada. Como si Damian hubiera sido, desde el principio, un mero espejismo.

La verdad, siempre me acuerdo de Damian. No sólo en el Boxing day, como dije al principio del post. Y me pregunto si lo habría conocido en otro universo, si la compatibilidad fue sólo masturbación mental. Y lo único que pido cuando pienso esto es en lo mucho que me hubiera gustado despedirme de él apropiadamente. Decirle adiós, en el idioma que fuera.

Al menos ahora, me queda el único idioma que siempre conocimos: el internet. Me despido de él, resignada a no saber ya de él, con este post.

123

1. Me acuerdo una vez, hace mucho tiempo, que me quedé dormida en el sillón viendo televisión. En la madrugada bajó mi mamá las escaleras y me encontró hecha ovillo frente a la tele prendida. “¿Por qué no te vas a acostar?”, me preguntó, y yo abrí los ojos y la vi en el pasillo, y por un segundo no entendí de qué me hablaba; aún me encontraba en la duermevela, en ese estado donde no se entiende bien a bien qué está pasando, y mi cerebro no lograba comprender gran cosa. La veía pero no sabía quién era, sino hasta que me incorporé, la vi mejor y le dije “ya voy”, y al decirlo tuve la sensación de que no conocía en lo absoluto a esa persona que me miraba, y que esa persona tampoco me conocía a mí.
Sentí miedo.
¿Cómo podría no conocer a mi mamá? ¿Cómo podría parecerme una desconocida en ese momento? A partir de entonces me sentí en otra parte, en un lugar más bien nebuloso donde no soy parte de nada y soy incapaz de reconocer las caras de las personas que he visto toda mi vida. A veces todavía, cuando charlo con ella y le tengo tanta confianza y siento que no hay mujer a la que quiera más en la vida, recuerdo que hubo un segundo en el que me pareció una absoluta desconocida, como si hubiera sido abducida por los extraterrestres, me hubieran borrado la memoria, y me hubieran insertado en la casa de una familia desconocida, a la que no hubiera visto nunca.
Es horrible.
Siempre tengo esas pesadillas donde soy Nicolas Cage en Padre de Familia, y en una realidad alterna despierto como parte integral de una familia que no conozco y tengo que fingir que soy “el papá”, que sé dónde está la repisa de las medicinas, dónde guardan las toallas y cómo se toma el café en esa casa.
Es, se los digo, horrible.

2. Cuando estaba en Buenos Aires fui al MALBA a ver una exposición de Andy Warhol que iba a cerrar en unas semanas. La primera vez que pasé, mientras hacía mi recorrido por la Recoleta con Nicolás, el chileno del que he hablado antes, había una fila enorme que me hizo renunciar a entrar ese día. Fui después, un miércoles por la tarde, y la fila le daba la vuelta a la manzana. Me dije que no había tiempo y, abnegadamente, me formé.
Ya saben eso de que Buenos Aires es la capital de la moda.
Me di cuenta de que tenía frente a mí la fila más larga de fashionistas de la historia: todos los sujetos estaban en sus veintes, tenían peinados a la moda, zapatos curiosos y ropajes excéntricamente combinados. Todos hablaban con su acentito porteño y leían libros de Dostoyevsky mientras fumaban sus Lucky Strike.
De modo que me quedé paradota mientras los veía y conté porteños hipsters en la cabeza hasta que, hora y media después, fue mi turno de entrar.
Lo hice, vi las obras, me reí un poco, fui al baño, regresé, leí cosas, y me salí. Cuando iba cruzando la avenida Libertador, una muchachita me detuvo. Me preguntó si me podía sacar una foto. Puse una cara de vergüenza y confusión máximas, y cuando le iba a preguntar para qué, se adelantó y me dijo que estaba haciendo un proyecto DE MODA para su clase de no sé cuánto y que le había encantado mi atuendo y que por favor, si no me molestaba, le permitiera sacarme una foto. Así que hice mi más logrado intento de una pose (mano en la cintura, mirada al vacío) y la muchacha me sacó la foto, luego se despidió con un beso y se fue dando brinquitos hasta el MALBA.
Fui dios en ese momento.
No les puedo contar en qué consistía mi atuendo porque eso arruinaría la emoción. Sólo sé que canté una canción de los Bee Gees mientras caminaba para tomar el ómnibus (que por supuesto tomé equivocadamente y donde desde luego me humillé ante todos).

3. También me acuerdo cuando fui al pueblecito ese en Chile, Pumanque, con los universitarios católicos. Me hice amiga sobre todo de una chica llamada Valeria, que tenía una relación tormentosa con su pololo. Me gustó que fuera muy sarcástica y que no moviera un dedo para levantar vigas ni cargar ropa, así que hicimos migas ipso facto. Al día siguiente me encontré en el campamento bebiendo pisco con los sujetos mencionados, y una de las muchachas católicas de alcurnia se sentó conmigo, no me acuerdo de su nombre, pero sí que era extremadamente delgada. Me contó que el “líder” de la expedición era su pololo desde hace poco, pero que ella estaba muerta de vergüenza porque desde hacía dos días no se podía dar un baño. Luego, de la nada, empezó a hablarme en inglés. A mí me dio risa y no dije nada, pero luego noté que los chavales ricos tienen la costumbre de ponerse a hablar en inglés por ningún motivo. Mientras estaba con ella llegaron otros tres que se pusieron a charlar en el idioma de Shakespeare con un acento peor que el de Penélope Cruz y de nuevo me sentí en la dimensión desconocida, una dimensión donde no sabía si era mejor llorar o reír.
Afortunadamente, Valeria llegó y me rescató. Era tan mala leche que aún la extraño.

4. Tengo ganas de abandonarme a la actividad física extrema. Cuando era chica canalizaba mi hiperactividad con peleítas con mi primo Juan: nos aventábamos almohadas, nos dábamos de patadas o corríamos sobre el pasto hasta vomitar la comida. También me gustaba poner un cassette de Ace of Base y ponerme a bailar como desquiciada en la sala de mi casa. Esa sensación de hacer algo idiota hasta sudar para después correr por un vaso de agua a la cocina y bebértelo en treinta segundos es algo que realmente extraño. Todavía de vez en cuando me pongo a bailar como estúpida, hasta sudar de veras, pero no es lo mismo: quiero ponerme a golpear a alguien amistosamente, patear objetos y dar brincos por la calle como si me hubiera tomado una pastilla de éxtasis.
Hace poco veía Little Ashes por la única razón de que sale Rob Pattinson, quien a pesar de ser el hombre más guapo del mundo es el peor actor del mundo, y hay una escena donde él -que la hace de Salvador Dalí, por razones incomprensibles- se pone a golpear unas ramas en la playa con el güey que la hace de Federico García Lorca. Ambos se ven muy desquiciados, empujándose y cayéndose al piso y luego levantándose y arrojando cosas y tropezándose contra las olas. Me gustó tanto esa acción que no sé cómo definir… ¿Pendejear acaso? ¿Andar de hiperactivo sin rumbo? ¿Jotear? Da igual.
Tengo ganas de entrar a una casa y destrozar todo. Me sabe mejor que gritarle a la gente y esas cosas.

5. Aunque estuve cerca de eso hace ocho días, cuando fui a la feria del vino y el queso en Tequisquiapan. No sé por qué se me subieron tan rápido las botellas de vino espumoso, o el chiste ese de “vino… chileno… Maipo… merlots” (lo malo de las bromas internas es que cuando uno las quiere exteriorizar ya no funcionan igual), pero el caso es que amanecí con quemaduras de segundo grado, moretones en las piernas y una vaga sensación de haber estado tirada en el pasto mientras escuchaba a unos muchachos cantar unas canciones de un grupo que odio.

6. Quiero perderme en estos ojos:

Escuchando: Yeasayer: O.N.E.

Random thoughts for Valentine’s Day – 6 months later

A veces siento que decir “Eternal Sunshine of the Spotless Mind es una de mis películas favoritas de todo el puto mundo” es asquerosamente demodé. Por Alá, es tan 2004, es tan “Güey, Michel Gondry, ¿viste su video de Björk? ¿Lo viste? Güey, es lo más”, es tan lugar común, tan todos la vimos y la amamos, tan no-indie, tan no-rara, tan no-de-culto precisamente por haberse convertido tan-de-culto. Escribir de ella me provoca la misma incomodidad que me provoca decir que también amo Fight Club, porque es la película favorita de toda una generación y casi siempre, de forma invariable, está en los perfiles de Blogger de una centena de sujetos.

Pero debo hacerlo. Siempre que la veo me conmuevo y lloro. Siempre termino pensando en esa idea tan bella de volver a hacerlo todo, sabiendo que terminará mal. A veces creo que la idea original de Kaufman, esa semilla brillante desde la que construyó toda la historia, no era la posibilidad de borrar a una persona de nuestra vida. Creo que su pensamiento original, su idea hermosa, era esa resignación poética ante la disyuntiva metafísica de volver a hacer las cosas que hicimos en el pasado, aún con la certeza de su fracaso.

“Si pudiera hacerlo todo de nuevo, si pudiera volver el tiempo y conocerte, lo haría todo igual”. Creo que la única forma de ilustrar esa situación hipotética, para él, vino en la forma de Lacuna Incorporated: si borráramos a una persona de nuestra vida, si la conociéramos de nuevo, y si después de conocerla aprendiéramos de nuestra propia voz, de nuestra propia experiencia grabada en un casette, que esa persona llegará a cansarnos, que la relación se tornará hostil, contaminada e hiriente, que todo terminará mal… ¿seguiríamos adelante? Es tan bello pensar que Clementine y Joel, dos tipos totalmente ordinarios, aburridos, llenos de fallas y manías y vergüenzas, tan rotos como el resto de la gente, deciden hacerlo.

Me gusta mucho este diálogo. Es tan simple y tan poderoso al mismo tiempo. Resume la aceptación de algo que terminará mal, pero que se sabe feliz, mientras dure.

Joel: I can’t see anything that I don’t like about you.

Clementine: But you will! But you will. You know, you will think of things. And I’ll get bored with you and feel trapped because that’s what happens with me.

Joel: …Okay.

En la vida real no tenemos la posibilidad de saber qué pasará en el futuro, cómo resultarán las cosas con una persona, y sin embargo… ¿No decidiríamos hacerlo de todas formas?

La otra idea que me gusta mucho en la película es la subtrama de Mary Svevo y el Dr. Howard Mierzwiak. Creo que habla del destino. No importa que te borres de la cabeza a una persona, si todo tu ser, tu historia de vida, las cosas que te gustan, la forma en que te relacionas, y además esa persona precisamente, lo que es, lo que significa, lo que hace en ti… si todo eso conspira para que te enamores, lo hará siempre, una y otra vez. No podemos escapar a eso.


Enamorarte una y otra vez de la misma persona, ¿no es eso algo muy bello?

Mi amigo Billy

Cuando estaba en Buenos Aires conocí a Billy (o Guillermo Alén, un nombre que será muy importante en unos años). Puedo decir sin reservas que él fue mi mejor amigo en el tiempo que pasé allá. Lo recuerdo siempre en nuestros paseos por las calles hermosas, calurosas y amplísimas de Buenos Aires. No nos vimos mucho o, en todo caso, supongo que menos de lo que creo. Pero todas las veces charlamos durante horas, ininterrumpidamente, de cualquier cantidad de temas posibles. Fuimos al teatro, en la calle Corrientes como es debido, una noche lluviosa después de cenar en el “comedero para estudiantes pobres”. Intentó llevarme a muchos sitios que, según él, eran excelentes para comer. Siempre que llegábamos estaban cerrados. Luego de pasar un fin de semana en Iguazú, me dijo que me había puesto más bronceada. Me llevó, eso sí, a las mejores empanadas argentinas. Yo me empaché unas siete y me bebí a grandes tragos una Quilmes Stout mientras lo escuchaba hablar de literatura, sobre todo, y pensaba: qué tipo tan interesante, podría pasar horas escuchándolo.

Otra tarde le dije: “¡Deberías ver a un tipo que comenta en mi blog! ¡Muy lúcido! Se hace llamar El Profesor”. Billy se rió y me dijo: “Che, pero si soy shó”.

En fin. Nos la pasamos muy bien. Le confié muchas cosas al calor de unos tragos maricones con bebida energética y licor de melón, que no me pusieron ni tantito borracha, a pesar de que luego le sumé varias cervezas, esas cervezas que los argentinos beben en unas botellas gigantescas de ¿un litro? ¿Dos? Luego corrimos de vuelta a Corrientes con Junín, donde me quedaba, para hacer mi mochila y tomar un taxi a Aeroparque, pues partiría al Calafate. Eran las cuatro de la mañana y la ciudad estaba dormida pero, al mismo tiempo, nunca tan despierta como entonces.

Sé que de haber recorrido Buenos Aires sola no la habría encontrado tan hermosa y, a la vez, tan hermética. Sobre todo porque Billy, como buen argentino, la ama y la odia con la misma intensidad. Vive su propia ciudad, en cada poro y en cada parabús y en cada pedazo de césped.

Buenos Aires, ah, Buenos Aires… qué te puedo decir. Buenos Aires es como una amante mala que me trata como a un gusano en verano, y en otoño me abraza y me dice que me va a amar por siempre. El invierno es una prolongación de eso, con más bufandas. La primavera es cuando empiezan a verse las grietas, discutimos por cosas boludas como qué video llevar en el Blockbuster o si pedir chino o no, yo empiezo a sospechar que sale con otros, las cosas se entibian. Verano, y vuelta a empezar.

Es mala, sí… pero es mía. Y yo soy suyo. Y ella lo sabe.

Ahora que estoy acá, mantenemos el contacto con correos esporádicos. Le decía que cuando él sea un escritor laureado y yo me quede en el intento, algún editor holgazán hurgará entre nuestra correspondencia para rellenar las novedades primavera-verano 2034. Él me respondió que le hace gracia cómo todos los aprendices de escritores sueñan con los “volúmenes compilatorios de las cosas que escribíamos mientras estábamos en el baño y las conversaciones completamente ociosas que tuvimos y que no deberían interesarle a nadie”.

Pero le pregunté si podía reproducir algunos párrafos y me dio todo el permiso, porque “lo que escribo para vos es tuyo”.

Hablábamos la otra vez, por ejemplo, de Montevideo. Ya se sabe la relación Buenos Aires-Montevideo, pero Billy fue el primero que me hizo notar lo pasivo-melancólico de la ciudad. También, gracias a él, pude notar la enfermiza y dependiente relación de los uruguayos con el mate.

Montevideo es eso que decís: una ciudad tristona, preciosa y alejada del mundo. Una especie de hermana menor de Buenos Aires, la rara de la familia, la loca del altillo. Igual de antigua y venerable pero olvidada, abandonada, paralela. Todo barrido por el viento, silencioso, medio desierto. Con más librerías increíbles por metro cuadrado que ninguna ciudad que yo haya visto, incluyendo Buenos Aires. Cada vez que voy, vuelvo más enamorado de Montevideo; si no estuviera tan caro meditaría seriamente liar el petate e irme a vivir un año allá, a ver si aguanto la vida en cámara lenta y el miasma melancólico o sucumbo a la indolencia, me agencio una linda uruguaya que me cebe mate y no me voy nunca más.

Luego me contó una anécdota increíble sobre Borges y Casares. Resulta que Billy trabaja en una librería de viejo hermosa, en Junín a la altura de la Recoleta, donde han comprado primeras ediciones de verdaderas joyas (ahí fue donde me mostró la primera edición de Los lanzallamas, de Arlt) y otras rarísimas y bellas del Quijote, por las que los coleccionistas pagan millonadas.

…Le puedo mostrar el folleto que tenemos en la librería escrito por Borges y Bioy Casares sobre las ventajas de la alimentación láctea que hicieron por encargo de una compañía lechera… El encargo era tan ridículo (y su necesidad tan grande) que Bioyrges decidieron no sólo defender sus ventajas, sino proclamarlas a pleno pulmón, con muchas referencias históricas y clásicas de dudosísima autenticidad y gran cantidad de científicos y experimentos delirantes que sólo existieron en su imaginación. Absolutamente desopilante.

Luego la cosa se pone apocalíptica y brillante y enciclopédica y erudita:

El otro día pensaba, justo… Todos los futuros locos que se imaginaron que íbamos a estar vestidos en papel de alumino con autos voladores, y al final somos los mismos boludos de siempre, pero con un aparatito negro en la mano, que con apretar unos botones nos abre toda la información acumulada y amasada por los siglos. No podía ser la república platónica, la ciudad celeste de San Agustín, la utopía de Tomás Moro, o aunque sea el Götterdämmerung o el paraíso a vapor y sin clases de Marx… No. De todas las utopías posibles, justo nos tuvo que tocar la de Diderot…

Pero sobre todo, y en mis momentos más oscuros, que abundaron en Buenos Aires (donde permanecí varios días sin “guita” y supeditada a los caprichos de la burocracia bancaria, por contar mis pesares más comprensibles), Billy siempre era aire refrescante, una voz luminosa que me sacaba del marasmo. Así que, haciendo mi autoestima un lugar más habitable, me quedaré con la percepción (naturalmente, equivocada) que tiene de mí:

Es una agradable y divertida mexicana ligeramente fashionista que conoce los códigos, pero no se los toma en serio, que sabe que es bonita sin ser un misil, y que no tiene mayores complicaciones familiares, sentimentales, ni nada…

*Pausa para pensar “Ajá, sí, claro” y luego continuar*

***

Un bonito deseo sería tener la alegría de conversar a diario con Billy. Tal vez en el futuro, si vivo una temporada en Buenos Aires. O él una en el DF. O ambos en París, o en Londres, o en Helsinki. La imaginación lo hace todo posible.

Violencia en Game of Thrones

Creo que no podemos ignorar los elementos ajedrecísticos de Game of Thrones. Esta escena, ¿acaso la perfecta simetría podría ser más simbólica? Aún sostengo mi teoría de Varys y Littlefinger como las dos Torres (¿Pero de qué set? ¿A quién debemos creer que juegan? Lord Baelish ya demostró que sólo quiere cogerse a todos los que no lo dejaron jugar; Varys se mira a sí mismo como un hombre de honor que protege la paz del reino, ¿pero qué tan cierto es eso y cómo descubriremos cuáles son sus verdaderas motivaciones?)

Más reflexiones surgidas de mi segunda vuelta al ver Game of Thrones:

1. La violencia. George R. R. Martin, según leo en Wikipedia, dijo algo como esto: quiero que sientas temor por el destino de tu personaje favorito al pasar la página. Nadie está seguro. Un tipo en los foros de IMDB, con esa solemnidad ridícula tan propia de los ñoños de marca (me cuento en el grupo), sentenció: attach to no-one. Nunca sabes quién va a morir, cuándo, ni de qué forma. No hay un solo personaje imprescindible. Todos corren peligro. De eso se trata el juego: you win or you lose. Game of Thrones recupera la crudeza del Medievo: un lugar y una época en la que contabas con suerte si lograbas mantenerte vivo. Donde el mundo es todo una trampa. Mueres en el fuego, bajo la espada, en la nieve, con el pecho sobre la tierra, entre las garras de un animal, en combate o por veneno. Debo insistir en que me recuerda a las novelas de “arma tu propio destino”. Elegías mal y el orco te arrancaba las vísceras.

2. Otra posible inspiración: las novelas y los juegos de guerra. Napoléon. Las retiradas. Rusia en invierno. Robb Stark está probando ser un gran estratega, aprendiendo mediante el sacrificio de sus hombres y la táctica sobre el enemigo.

3. Hay una escena que me da escalofríos. No es la corona de oro líquido sobre Viserys Targaryen ni la decapitación de Ned Stark. No es cuando le cortan la lengua al juglar con un cuchillo caliente ni cuando Drogo le arranca el corazón al insurrecto (por cierto, es lo único badass que hace Drogo en toda la temporada; su final es demasiado humillante, impropio de un Khal). Es la última escena, el sacrificio de la bruja Mirri para el nacimiento de los dragones. Cuando está en la hoguera, grita you will not hear me scream. Por su honor, porque en su aldea es una sacerdotisa. Daenerys, quien ya había dicho que no tiene un corazón gentil, le responde: I will (el personaje de Daenerys me parece increíble, lo que no me gusta es la actriz, que parece sacada de una telenovela de TV Azteca). Entonces, cuando las llamas empiezan a comer su cuerpo, la bruja grita. Transforma su canto en gritos, gritos desgarradores. La piel siempre se me cubre de un escalofrío. El dolor físico es representado tan hábilmente en Game of Thrones que, pese a los dragones y los zombies medievales, todo me parece profundamente realista.

 

Game of Thrones: un insight (con spoilers)

Cada casa y familia en Game of Thrones es un juego de piezas sobre un tablero de ajedrez múltiple. De eso trata la historia: un juego de estrategia, y no de fuerza, para conquistar territorio. Para ocupar el trono de hierro. Dinastías que representan familias que gobiernan en los siete reinos, pero que obedecen a un solo rey. Una posición que, se sabe, puede arrebatarse.

Intuía que George R. R. Martin sería fanático del ajedrez. Y luego leo en su biografía: Martin was also a college instructor in journalism and a chess tournament director.  Y luego leo un poco sobre ajedrez. Que su antecedente directo es el chaturanga, un juego persa. Lucía un poco así:

Al centro, un trono. Imagino a los Stark como las piezas blancas. A los Baratheon como las negras. Y entonces aparecen unos terceros, los Lannister. De piezas rojas como el fuego vivo. Los Targaryen como las piezas color plata. Los Dothraki como las piezas doradas.

La metáfora no termina aquí. Cada personaje es una pieza de ajedrez. Imagino a Littlefinger y Varys como las Torres: donde uno defiende al rey, el otro lo hace con la reina. Los alfiles de los Stark, Arya y Bran (Jon y Robb son los caballos). La reina, con su poder múltiple y rápido (Catelyn en los Stark; Cersei en los Lannister). El rey (Drogo) que cede su lugar a la reina (Daenerys).

Así surgen los luchadores, que ganan mediante su fuerza (Jon, Jamie) y los estrategas, a través del intelecto (Tyrion, Ned).

(Además, ¿no era Littlefinger quien decía que algunos son jugadores y otros, meras piezas?)

Sí, Game of Thrones es un festín para gordos que viven en el sótano de sus padres. Es el mismo público que juega World of Warcraft y se desayunó a Tolkien a temprana edad. El mismo público que leía historias de haz tu propio destino y se convertía en un elfo que debía elegir entre atravesar la catacumba o regresar al puente de los cadáveres colgantes. Es decir, yo también los leía, pero luego crecí. El mito fue superado.

¿O lo fue? Lo que me ha gustado muchísimo de Game of Thrones es su originalidad narrativa. Hay arquetipos (el hombre de honor, el villano desalmado, la lady in distress) pero estos terminan enfrentados a sí mismos. El hombre de honor muere en la ignominia por un precio demasiado bajo. El villano que creíamos desalmado en realidad es un tipo existencialista que asegura que there are no men like me, only me. Y la dama en peligro, desencantada a una edad temprana, observa la cabeza de su padre clavada en una estaca.

Es maravilloso porque, según entiendo, uno incluso acaba amando al rey Joffrey, que triunfa en su caracterización de un casi-eunuco (ni siquiera Varys tiene menos huevos que él) y futuro tirano, como ver en la cristalización de su crueldad el germen de la locura por venir.

Claro: todos los personajes son entrañables, todos guardan otro lado de la moneda. La abnegada esposa de Ned repudia a su hijo bastardo. La heroica Daenerys es una ambiciosa llena de sed de poder. Los tiranos se refugian en la nieve. Los salvajes abandonan a su líder. Lo que está interesante es cómo Martin logró crear una mitología en la que todas las reglas estén intactas, pero logren convertirse en la excepción de sí mismas. Tienes a tu rey, tienes a tu reina, pero no tienes el orden de acontecimientos esperado. Y entonces, lo más interesante de Game of Thrones es que es sutil con la amenaza verdadera. Lo veo un poco, o al menos así me gusta, como la indomable condición humana, vacua y regenerativa, que se envuelve en guerras una y otra vez, fallando y ganando, y fallando otra vez, mientras allá afuera se desenvuelve la ignominia de verdad. Esas civilizaciones que caen en terremotos. Ciudades destruidas por el fuego. Continentes hundidos bajo el océano. La fuerza de la naturaleza, de esa tierra salvaje que hemos pretendido domesticar, imponiéndose con esa cosa absoluta y definitiva. Mientras las piezas de ajedrez se mueven, avanzan, comen otras piezas (que mantienen en su poder: Tyrion con los Tully; Ned con los Lannister) e incluso hace un jaque (un solo jaque, en el último episodio: cuando Sansa Stark está a punto de derribar a Jeoffrey al precipicio, The Hound la detiene; ella hizo la amenaza, otra pieza evitó que el jaque se convirtiera en mate), mientras, digo, estas piezas arman estratagemas, afuera se acercan los white walkers y la noche larga. ¿Entonces quiénes son los héroes y cuál es la verdadera amenaza? Un juego dentro de un juego. A lo mejor, como la nana de Bran decía, el cielo es azul porque es el ojo de un gigante deforme. A lo mejor Game of Thrones es un juego de ajedrez múltiple dentro de otro juego, Dungeons & Dragons. A lo mejor los niveles son infinitos.

Hoy hace un año empecé a escribir un cuentillo y me acuerdo cómo empezó todo. Conocí a un chileno en el hostal en el que me hospedaba en Buenos Aires, y el domingo 14 de febrero tomé mis cositas, hice check-out, me metí al metro, caminé unas cuadras y llegué a la casa de Esteban, el chico de Couch-Surfing que me hospedó durante casi un mes. Sin avisarle a mi nuevo amigo, claro. Luego de eso caminé entre la bruma espesa del calor bonaerense, aunque el cielo estuvo todo el día nublado y gris. Terminé en Puerto Madero, hacía mucho viento, y recorrí toda la orilla viendo los yates, las luces reflejadas en el agua, la gente sentada en las bancas, las parejas que pasaban tomadas de la mano, más discretas que las que acabo de ver en el metro, aplastadas entre su peso y el de los globos gigantescos. En algún momento me sentí inmensamente sola, así que entré a un café y me puse a escribir. Luego pedí la cuenta, salí, caminé por todo Lavalle hasta el número 477. Pregunté por él, no estaba. Di otra vuelta, sintiéndome cada vez más miserable. Durante mi robo de cartera, nadie me había apoyado tanto como ese tipo alto, barbón y de ojos bonitos, pero increíblemente insoportable. Regresé una hora después y esta vez me dejaron subir. Al verme no dijo nada, me ofreció pisco, nos sentamos a conversar, y al cabo de treinta minutos ya me había fastidiado de nuevo. Me acompañó hasta la casa de Esteban y quedamos de vernos de nuevo, cosa que pensé no prometer. Un mes después, me recibía en su departamento de Santiago.

No hubo nada romántico entre nosotros (él, claro, lo deseaba). De alguna manera, no pude dejar de recordar que hoy hace un año escribía con mis propias acciones una historia particular. Habría sido lindo tener algo más que contar al respecto, pero las cosas, si no se convierten en ficción, como decía Javier Marías en un artículo de cine que leí hace rato, es difícil que se recuerden.

Ella

Una arribista. Tomás Eloy Martínez, arrobado por la belleza etérea del cadáver de Evita Perón, escribe Santa Evita (1995) con la certeza nunca oculta de que en la búsqueda de las palabras encontrará una revelación casi divina de la mujer que, sin querer, describe como una arribista sin escrúpulos. Y, sin embargo, hermosa. Hermosa, sobre todo, después de la muerte. Pues es el cuerpo sin vida el que viaja y se apodera de la novela sin esfuerzo, el que se yergue como protagonista y amo de la trama, el que despierta pasiones y rencores: el que vive, sin desearlo, en la inmortalidad que Eloy Martínez le reserva. Santa Evita es una alegoría de la Historia: aquella más bella y romántica por ser ficticia y mentira, la emocionante por su coquetería con lo imposible y lo prodigioso. Y atrapa: de pronto, entre las líneas meticulosamente construidas con precisión periodística, surge la figura nítida de lo que el lector podrá considerar, en lo sucesivo, Historia prohibida pero verosímil. Y real, indudablemente real.

¿Quién fue Evita? ¿Cómo explicar el mito? Tomás Eloy Martínez, abrumado por las posibilidades, decide lanzarse al ruedo y buscar un cadáver que no le pertenece (que nunca pudo haber sido suyo) a través de historias que pecan de creíbles por lo increíbles. Nunca lo niega: “la realidad no resucita, nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas”[1]. Durante el texto entero, Eloy Martínez no deja de insinuar que lo suyo no es más que una sarta de mentiras acomodadas muy hábilmente entre verdades innegables. Y por eso su propuesta de la leyenda resulta tan magnética: es más romántica, más seductora, más misteriosa y dotada además de una carga de suspenso que la realidad no podría igualar. A un relato de policías y ladrones agrega un conflicto político de primer nivel, una dosis de perversión, lujuria y santería. Sobrenatural y además femenina, la novela exhibe a Evita en muchas más formas que la llana desnudez de su cuerpo embalsamado podría mostrar, a pesar de ser éste susceptible a la profanación y el estupro. Sin ponerse de un lado u otro, con una sospechosa neutralidad, el escritor argentino la describe –e imagina– en las etapas descendentes de su vida, desde el lecho de muerte hasta la tierna infancia. Diosa, madre, Jefa Espiritual de la Nación, Benefactora de los Humildes, única mandataria de la Argentina conquistada en apariencia (en apariencia, porque la verdadera figura era ella, Evita), por el general Juan Domingo Perón… Eva fue mítica y de ello no cabe la menor duda. El interés, el escozor de Tomás Eloy Martínez era encontrar una cara de la moneda que desvelara, de una buena vez, el rostro único de La Mujer. Aquel que lograra encontrarla debía ser, por fidelidad a la historia y a la nación, argentino puro de nacimiento, de patria, de alma y corazón. Un argentino exiliado que la busca en documentos, entrevistas, relatos escuchados aquí y allá, mientras se debate entre los escondrijos y trampas de las letras, en una ciudad que le es ajena (a Ella y a él) y que no comprende, con sus luces neón, la profunda argentinidad de esa mujer odiada y santificada con igual fervor.

El mito, quiere explicarlo el buscador, nace de las incongruencias, de las contradicciones, de la historia de hadas que –dicha de lejos y sin detalles– parece tanto más bella y metafórica cuanto que representa el ascenso doloroso de quien, desprendida de sus penurias, decide darlo todo por los pobres, sus eternos grasitas. Pero la historia no es así, dice Eloy Martínez, no puede ser así. Los santos siempre son mártires. Evita es santa por ser mártir, por sufrir el hierro caliente del desprecio, la pobreza, los prejuicios y el dolor… el verdadero dolor: el físico, el de las entrañas, el que sangra y deja llagas. Pero además, dicen otros, una resentida, enferma de venganza. Una inculta, casi analfabeta y vulgar que se cree ama y señora, dama de los desposeídos y ante todo superior a los oligarcas que tanto desprecia. Una revolucionaria, pero conservadorísima, cegada por un amor que para muchos no es más que la insistencia de un cariño al que se aferra desproporcionadamente. Y una figura, más allá de las descripciones psicologistas que acaso merman la increíble leyenda (leyenda tanto por lo falso como por lo verdadero) que Evita es. Evita, el cadáver: ambas son material sorprendentemente fértil para una novela vigorosa y trascendente en potencia. Y Tomás Eloy Martínez lo sabe.

Los personajes, unos verdaderos (aunque absolutamente falsos al integrarse como títeres a la farsa del escritor) y otros inventados, pueblan Santa Evita de anécdotas hermosas, cómicas, tristísimas. Pedro Ara, el embalsamador catalán que convirtió a Evita en la belleza inquietante que en vida sólo pudo imitar (y que desató, con este simple encargo, una revuelta política de proporciones dantescas), es en la novela un necrofílico amanerado y debilucho. Necrofílico… ¿Quién en la novela no lo es? El coronel Moori Koenig, el más finamente diseccionado por la pluma sanguinaria de Eloy Martínez, es el más humano y sensible de los personajes, el más atado emocionalmente a Persona. Persona, Ella, Esa Mujer, Yegua, Potranca, Evita en mil nombres y ensoñaciones. Galarza (que confiesa su total ateísmo en un descuido), Yolanda, el Chino, Magaldi, Emilio Kaufman… todos prolongaciones de la fascinación que Tomás Eloy Martínez ni oculta ni afirma. Esa fascinación que deja caer en cada línea, cada descripción, cada salto de trama y técnica narrativa: de la crónica a la entrevista, al guión cinematográfico al reporte y al ensayo, todos deshilvanados pero increíblemente compenetrados unos con otros. El descuido perfecto de una novela que se lee como el agua, que envuelve sin querer con el mito de la diosa y su burdo cadáver (pero con vida propia, atrayente como si respirara por las fosas bellamente esculpidas en formaldehído), que lleva ilusamente por un camino oscuro y espeso, donde la verdad escasea pero donde la mentira fantástica es luz suficiente. Llueve y el rostro de Evita aún no desaparece. Ella, como su versión momificada y reservada para la posteridad, pervive sin concesión alguna.



[1] Eloy Martínez, Tomás. “Santa Evita”. Editorial Alfaguara. Ediciones Generales Santillana. México-, D.F. 2002. Pp 90.

Kundera’s real joke

The Royal Academy of Spanish Language defines irony as a “disguised and fine mockery.”  These days, some 40 years after the publication of his first novel, the word I like to set Milan Kundera’s narrative is this: irony.

In 2008 a schism occurred in the literary community: the Czech writer, once considered  -although he never won- for the Nobel Prize, was accused of betraying a suspected spy in 1950, while still active in the Communist Party.

There’s a reason to the use the word “accused” instead of other one. Action is implied by the word: the journal Respekt, a Czech published research based on police records, apparently unveiled the frightening reality: Kundera in fact, had been an informer.

The action was despicable as an overlooked aspect of the personality of the Czech writer was discovered and worse, the entire system of beliefs around him and his literature was put into question. The most representative novels of Kundera, from The Unbearable Lightness of Being to the Book of Laughter and Forgetting, have a similar thematic axis: Communism as a repressive regime,  chasing and condemning those who did not agree with their ideals.

Apparently the 21-year Kundera,  on March 14 at four in the afternoon, went to a police station to denounce Miroslav Dvoracek as an undercover agent. This fact, as simply as terrifying, led to the apprehension of Dvoracek, who was sentenced to 22 years in prison and ended up serving 14 in a uranium mine.

The plot thickens in an argument that may well have been the key frame of any novel of  Kundera: Dvoracek was the lover of Iva Militká, Ivan Daska’s girlfriend, who by then was a friend of Kundera’s.

The thread of events, according to Respekt, was as follows: Dvoracek told that he was a desertor military pilot who later returned to Czechoslovakia as a western spy. Militká  told this to Daská, who told Kundera, who arrived at the police station and precipitated the events that today, 58 years later,  irreversibly condemned the writer.

Betrayal of honor? Informal revenge?  What really happened?

 

The joke

Milan Kundera published his first novel in 1967: The Joke is the story of a trifle that would change for good the life of the protagonist, Ludvik, a college student, full of pride and vitality, active part of the Communist Party, who wants to test the love of her summer affair, Marketa. Separated as they were by an ideological course that will sharpen Marketa’s wits, Ludvik sent her a provocative post card in which unconsciously mocked communism and his followers, and stated: Optimism is the opium of the people! The healthy atmosphere stinks stupidity.”

This simple joke, taken literally by the shortsighted Marketa, raised the expulsion from the party of Ludvik, who had to do hard labor in a mine for dropouts or “confused sympathizers”. His college studies, his future, his perspectives, his whole ideology as it was: everything is removed by the roots.

Ludvik summed it up with a devastating phrase “all the threads had been stripped “[1].

In the end, the real joke is not so much of a thoughtless joke of his youth, but the course of his life itself, an incomplete, mutilated life, in which Ludvik revolved around a small satellite placed in a postcard.

Despite everything, and Kundera has established this categorically, The Joke is a love story, the non-stop persecution of a woman, Lucie, whom Ludvik would love in an innocent, almost intuitive way, and against all odds.

 

The defense

Of course, everything written here has the whiff of coincidence and moral sanction. Beyond that, the facts.

Since The Joke was published  -an automatic bestseller- Milan Kundera became  a cultural pariah in the Czechoslovakia of back then. Expelled in 1950 and then reinstated in the Communist Party six years later, his “counterrevolutionary bible” exiled him from his homeland and moved him to France, where he settled and changed nationality.

Milan Kundera is the perfect example of not being a prophet in his own land, where only three years ago ​​a second printing of his most famous novel was made, The unbearable lightness of being. Outside of that universe, clearly marked by Soviet totalitarianism, Milan Kundera is acclaimed. It’s about a literary celebrity, one of the most important living writers, and his work is considered as essential in contemporary literature.

The research made by Respekt, according to Fernando Valenzuela in his essay “The window of the spies” [2], has staggering inconsistencies: it bases its argument on Milan Kundera’s name appearing in one of the police reports, with so many gaps in both readability and speech, that is almost incredible to think that something like this was taken as definitive proof of  Kundera’s guilt.

More importantly, and as Valenzuela had settled, being the translator and expert of the Czech language, the reports seem to indicate that it was Militká who denounced Dvoracek. The same defendant, to crown the irony, who recently suffered a heart stroke, continues believing that it was she who betrayed him. Others, like Juan Goytisolo in El País, and supported by the text of a historian of Prague, Zdenek Pesat -who claims to know the facts by firsthand-, speculated that was actually Miliktá’s  husband who accused Dvoracek, but he did that with the purpose of protecting her, because the relationship with deserters/spies was highly convicted and she was right in the spotlight.

The question of who did it matter very little in the end, but emphasizes a whole tangle of allegations and accusations that equals a modern witch-burning against Kundera.

The Nobel Prize? Of course we can leave this out of Kundera´s wishlist, and to this unfortunate event we can easily add a number of vile documents where detractors call to get rid of all the books of the Czech origin French writer.

These instant answers -of a supposed high morality- cause me such anger hard to define. In the sentence is implied a superiority too ethereal to admit such an offense by a human being: to them, the betrayal is so heinous as the crimes against humanity, and does not allow any tolerance whatsoever. Especially if  this fact led to the “suffering” of a fellow. What these individuals seek to ignore is that the accusation is nothing but a synonym for indictment, which in turn is synonymous with the conviction from they are personally engaged to, and in this regard they are as despicable as the object of their disapproval.

 

The redemption

Nevertheless, in light of all the facts I have given, I like to think that he did it. Thus, each of his books operated as a limited atonement, intimate, of his past in the socialist youth. The sins of youth are not vested in the facts but on beliefs. Kundera was not wrong, in the manichaean sense of the word, for having betrayed a spy. If there was anything wrong with him, was on the side of his ideology, but how to blame him if at the end of the day he was a young Czech raised in a particular socio-historical context, inescapable, which was impossible to separate? His following novels denounce the repression, and were more important as where he was part of that ideological conglomerate,  he believed in that, and he was active with absolute freedom in the Communist Party.

To support this theory, which in my believe enhances his work and gives it a different complexity than usual, a fragment from  The Joke:

“… Most people are deceived by a double misconception: they believe in eternal memory (of people, things, events, nations) and the possibility of repair (for acts, for injustice). Both beliefs are false. The reality is quite the opposite: everything will be forgotten and nothing will be repaired. The role of the repair (of revenge and forgiveness) is carried out by oblivion. No one will repair the injustices that were committed, but all injustices will be forgotten “[3].

Is it possible to think perhaps that the whole work of Kundera is nothing but a long joke? A complaint after complaint: a guy kills a deer and suddenly, motivated by guilt or anxiety, or maybe for no reason at all, condemns the hunt avidly.

I like to think of a tormented Kundera, seeking his redemption through words. But just as his imaginary Ludvik, he has been the subject of a joke of an impossible magnitude, and his past does not matter. That is the real irony.

 

 

 

Cómo escribía mis ensayos en la carrera

Lo principal era pensar en el tema. Una idea, simple y directa.

Luego buscaba bibliografía. Tenía la costumbre de introducir algún libraco o algún autorsucho que poco tuviera que ver con el tema, para contrastar y polemizar. La nota de color, tú sabes. Los profesores lo aprecian mucho.

Luego me sentaba a buscar las citas. Las citas son el esqueleto de un ensayo, aunque no muchos lo saben. O al menos así es como yo operaba: podía construir un ensayo conectando citas, aunque no tuvieran relación. Se necesita cierta habilidad para eso, es un tanto ilegítimo y tramposo, como Le Chiffre envenenando a James Bond en medio de una partida de póquer.

“Posteriormente” (un adverbio que todo ensayo que se respete debe poseer) transcribía todas las citas a mano en un cuaderno de rayas, donde también apuntaba las referencias con estricto sistema APA.

Luego me iba por un café, me ponía a navegar por internet (ah, sagrados tiempos sin Facebook ni Twitter ni Tumblr), platicaba un rato con mi amigo el Chalu de estupideces varias, y regresaba a la biblioteca. Entonces empezaba a debrayar a mano. A mano siempre. Luego otra vez una pausa, otro café, una tarde que caía en la facultad de al lado, la de letras; un profesor de cabello canoso que me gustaba, charlando en la mesa contigua; un estudiante con un libro grueso bajo el brazo, el suave olor a mota atrás del edificio de idiomas, el lodo que dividía mi salón del pequeño café al aire libre donde me tomaba el descanso. Entonces entraba, con mi cuaderno y una pluma, al salón de cómputo. Y escribía. Con una velocidad impresionante (era transcripción y edición de lo que ya había garabateado casi ininteligiblemente), esa velocidad inhumana de la que todos tenían ocasión de maravillarse y burlarse a partes iguales. Un compañero solía decir que cuando entraba a ese salón y me veía teclear furiosamente (no siempre haciendo la tarea, a veces chateando o escribiendo un post en La Isla a Mediodía de antaño), veía mis dedos moverse y segundos después el sonido de las teclas llegaba. Era gracioso.

Siempre terminaba mis ensayos como si fueran reportajes. Con preguntas al aire y comentarios mamones. Lo imprimía y lo guardaba en un fólder y me iba caminando a mi casa con las manos frías. Y así siempre. Todo el último día. Un día antes de entregarlo, a veces horas antes. Y no es por presumir, querido, o tal vez sí, porque el recuerdo siempre adorna el pasado y lo embellece de alguna forma, pero siempre sacaba diez. O casi siempre.

Extraño esa época.

Envío, de Juan García Ponce

Muchas veces despierto pensando en ti. Es absurdo. No ocurría cuando estábamos juntos y ahora apareces como una imagen que me rodea y en la que me pierdo hasta que poco a poco se disuelve y el día empieza en verdad libre ya de tu recuerdo. Mientras la imagen está presente no siento alegría ni tristeza, nostalgia ni arrepentimiento. Nada más estás. Quizás esa es tu fuerza durante esos breves momentos. Supongo, imagino, porque es probable, que a ti te ocurre lo mismo. Nadie se desprende por completo de su pasado. Pero yo no quiero evocarte, sino tan sólo asentar que muchas veces despierto pensando en ti. Traducido con exactitud esto equivaldría a afirmar que muchas veces, al despertar, por la mañana, te conviertes en mi pensamiento y si me sorprendo es porque entonces me doy cuenta de que nunca supuse que ibas a ocupar un lugar en él. “Quiero estar contigo porque sí. No espero nada”, decías y además lo cumpliste siempre. Pero si tal vez fue cierto para ti, a mí no me ha ocurrido lo mismo. Es imposible vivir sólo en el presente. El pasado no permanece como lo que fue, lo vence el olvido; pero su triunfo consiste en una transformación dentro de la que sus huellas son mucho más poderosas. Si trato de precisar de qué manera despierto pensando en ti al recordar ese momento tengo que corregirme y asentar que primero no aparece una imagen sino una pura sensación, que además no es la sensación de nada, sino algo que reconozco como tu presencia en mí. Sólo entonces alguna imagen se une de pronto al reconocimiento. Te veo –¿pero desde dónde te veo, cómo es posible que te vea si no estás, si lo que veo en verdad al abrir los ojos para ver, son algunos muebles y las paredes de mi cuarto, las ventanas cuyas cortinas he dejado abiertas y el árbol más allá y tú ni siquiera conoces este cuarto, nunca has estado en él más que cuando te veo y tú no sabes que te veo?–; sin embargo, te veo. ¿Para qué interrogarme sobre algo tan banal? Todos somos capaces de imaginar y entre muchas otras cosas lo que alimenta nuestra imaginación puede ser el pasado. Pero, a pesar de la banalidad, ¡qué extraño es poder verte con sólo imaginarte y, sin que mi voluntad intervenga, a la que imagino sea a ti! Estás con un traje de baño amarillo de dos piezas junto a la alberca de un club privado, un club muy exclusivo porque tú eras –debes serlo todavía pero eso ya no le importa ni siquiera a mi recuerdo desde el que el pasado siempre es presente– muy rica. Me habías llevado ahí el tercer día que salimos juntos. Y ahora me doy cuenta de que lo que veo al imaginarte, antes de que el recuerdo se transforme en una sucesión de un tiempo que ya no existe y la imagen se pierda, no es el momento en el que tuve la visión tuya con un traje de baño amarillo junto a una alberca en un club privado, sino una fotografía que he perdido o que nunca tuve porque tú te quedaste con ella que nos tomó la mujer de la pareja que iba con nosotros y que nos servían un poco de alcahuetes, porque al verte, sentada junto a esa alberca, yo estoy sentado también a tu lado y uno no puede verse como si hubiera tenido ocasión de verse desde afuera ni siquiera en el recuerdo. Eso sólo puede ocurrir en una fotografía.

No sé cuál es mi propósito. Ignoro por qué me he confesado que muchas veces despierto pensando en ti. Quizás quiero utilizarte como pretexto para contar una historia, ¿pero qué interés puede tener esa historia, hubo una historia entre tú y yo? Tiene que haberla habido porque toda sucesión de acontecimientos va creando una trama y tú y yo vivimos, tal vez sin darle importancia pero viviéndolos porque nos atraía estar juntos, una serie de sucesos.

No se trata entonces de recuperar nada. Ya te lo dije: no quiero evocarte. Sólo se trata de que algunas veces estás presente y no puedo dejar de reconocer que hay una historia que es nuestra historia, aunque ya no esté en ningún lado, del mismo modo que yo no sé dónde estás ahora y lo más probable es que a ti no te preocupe en lo más mínimo, más que si acaso en algunas remotas y fugaces ocasiones, dónde estoy yo. Juntos ya no existimos. Eso debe ser lo único que me seduce, que me atrae y me conduce una y otra vez al deshilvanado tejido de mis recuerdos: vernos como si ya no existiéramos. Algún día, en efecto, ya no existiremos y sin embargo, para nadie, para el recuerdo de nadie, los aspectos que nada más tú y yo podemos saber y a los que tendríamos que considerar como los que forman nuestra historia, habrán sido, y en esa dirección son irrevocables, aunque para lograrlo han pagado el precio, o pagarán el precio una vez que ni tú ni yo podamos recordarlos, de tener ninguna realidad. Y entonces, ¿en dónde se encontraría su carácter irrevocable, en qué futuro o en qué lugar, en qué espacio que sería el sitio donde el pasado que se ha salido del tiempo se convierte en presente, a pesar de que, esencialmente, ya no es sino tan sólo fue y porque fue ésta en ese espacio que alojaría a todo lo que alguna vez ocurrió y que es imposible de imaginar pues su dimensión tendría que ser la del infinito que, como no tiene principio ni fin, no está en ningún lado?

Alguna vez me contaste que tu primer marido –pues tú habías tenido un primer marido, habías enviudado de un segundo y te disponías a tener un tercero cuando nos conocimos– te había advertido que si empezabas a tener una relación conmigo terminaría usándote como modelo en algún relato. También me dijiste que le habías contestado que no te importaba porque fundamentalmente estabas muy satisfecha con tu presente y te negabas a pensar en el futuro. Nadie tiene futuro. El futuro no existe o más bien deja de ser futuro en el preciso instante en que ya existe. Tal vez yo estoy cumpliendo con una predicción; pero tiene un carácter distinto al de aquel con el que la hicieron. No es la misma. El presente hace falso el futuro que pretendimos imaginar. Y después de todo, ¿qué consecuencia puede tener ser el modelo para un relato? Ninguna. Siempre se puede negar la veracidad del que te ha utilizado como modelo, porque la verdad de los relatos no es la vida y en ellos todo se compone, se desfigura, se acomoda para lograr una verosimilitud que sólo le es necesaria al relato, de tal modo que el retrato nunca se parece al modelo. Pero además, cuando tú me dijiste todo eso, lo que yo pensé fue que eras adorable en tu ingenuidad, porque lo que me estabas diciendo es que te gustaría que te usara como modelo para un relato y yo no lo haría nunca porque no veía qué interés podrían tener para un relato tu persona, el papel que yo estaba actuando entonces y lo que los dos vivíamos juntos: una relación sexual privada muy intensa y que no necesitaba que yo la imaginara contemplada por ningún voyeur que la viera desde afuera. Ahora, al recordar tus palabras, vuelvo a verte en el momento de decirlas. Era por la tarde. Tus dos hijos habían salido y estábamos en la terraza de la parte posterior de tu departamento, la que no da a la calle sino al jardín del edificio y desde la que pueden verse los enormes árboles del bosque que es nuestro legítimo orgullo y nuestro parque nacional desde tiempos inmemoriales, anteriores a ti, a mí y a la Conquista. Yo estaba bebiendo, como siempre, y tú traías un vestido de seda tras el que se dibujaba tu figura, tenías la pierna cruzada y de vez en cuando levantabas la punta del pie. Supe que era bello poder tener mujeres como tú y debería considerarme afortunado, pero que también, después de todo, nuestra relación descansaba en un malentendido porque a ti te excitaba considerarme un malvado y yo no era más que un ingenuo. La ventaja de ese malentendido era que, como ocurrió en ese momento, no dudé en proponerte que fuéramos a tu cuarto. Ni siquiera había intentado besarte antes o hacerte cualquier caricia que propiciara tu aceptación y te negaste alegando que tus hijos podrían regresar en cualquier momento. Yo dije entonces, un poco molesto, que por la noche tenía que hacer y no podría verte y tú me propusiste, arrepentida, que al terminar, fuese la hora que fuera, regresara a tu casa e iríamos a tu cuarto. Lo que no aclaraste, pero yo lo sabía, era que tú también tenías que hacer en la noche porque tu novio iba a ir a verte.

Te encuentro y me encuentro en los ocultamientos y engaños que forman nuestra verdad. Podría contarme cómo fui por primera vez a tu cuarto la noche que nos conocimos. Creo incluso que voy a hacerlo. Tal vez ese suceso merece permanecer dentro del tipo de presente que ya no le pertenece a nadie. Había llegado por la tarde a mi casa después de dar una conferencia en una ciudad de provincia. La conferencia había sido un fracaso, desde luego. Verdaderos racimos de madres abandonaban horrorizadas el salón llevando del brazo a sus hijas y detrás a los novios de sus hijas conforme yo avanzaba en la lectura del que consideré el más limpio e inocente de los capítulos de la novela que estaba escribiendo. Hice un horrible viaje de regreso en un avión tan lleno e incómodo como un camión de segunda. Estaba triste, gozando con la masoquista comprobación de que el signo del fracaso se hacía cada vez más evidente en mi vida y de mal humor por el aspecto de las calles de una ciudad que me encanta y que es espantosa e inhabitable, en el camino del aeropuerto a mi casa. Al entrar a mi departamento me encontré una nota de mi mujer, que me había echado de nuestra casa unos meses atrás, y me anunciaba, en términos más bien despreciativos, que tendría que presentarme en el juzgado a la mañana siguiente para el juicio de divorcio y otra nota en la que los amigos que más adelante nos sirvieron de alcahuetes me invitaban a una cena en su casa. Decidí ir con el aspecto que me correspondía y más que nada para poder comer y emborracharme gratis. No me había rasurado por la mañana y seguí sin rasurarme. Me puse un suéter con los codos rotos y un pantalón de pana inconcebiblemente sucio. Nunca se sabe de antemano por qué conviene adoptar cierta actitud: pero, en cambio, siempre se sabe que ya todo está escrito. Mucho de lo que acabo de contar me recuerda, por el malentendido que permitió crear, algunos aspectos de Hambre de Knut Hamrun. ¡Pero qué diferencia…! Sin embargo así fue y esos son los verdaderos antecedentes: sé que tú me tomaste por algo que no era: bohemio, descuidado y atractivo por eso. Pero yo no me equivoqué sobre ti. Recuerdo el momento en que nos presentaron y me recuerdo viéndote después, vestida de negro, con tu collar de perlas, con el enorme brillante de tu anillo, con tu sonrisa sin edad, con tu frente abombada y el pelo corto, con tus movimientos en los que se afirmaba, se afirma todavía, estoy seguro aunque haya pasado tanto tiempo sin verte, una secreta coquetería, una necesidad de gustar. A mí, por lo menos, me gustaste de inmediato. Eso siempre pasa. A uno le gusta la gente de inmediato o no le gusta nunca. Pero tampoco eso significaba algo. Tú eras una señora rica a la que mis amigos –poco recomendables como todos mis amigos– adulaban discretamente y yo un fracasado, con un oficio sin beneficio, sucio, vestido andrajosamente y, además, más joven que tú. Sin embargo, como es natural, como siempre cabe esperarlo, todas esas desventajas se convirtieron de inmediato en ventajas porque tú lo malinterpretaste todo. Mi aspecto tenía que ser un disfraz y yo hablaba como una persona muy inteligente. Lo cierto era que mi verdadero aspecto no consistía más que en tener que disfrazarme siempre y todavía no logro averiguar para qué me sirve esa inteligencia que acepto, a no ser que sea para seducir a personas como tú y luego no saber cómo enfrentar la seducción.

Había pocos invitados además de nosotros, la cena fue más bien aburrida y yo bebí mucho antes de ella y durante ella. Nuestros amigos acababan de hacer un viaje a Oriente y al levantarnos de la mesa oscurecieron la sala y empezaron a pasar una interminable serie de diapositivas. No soporto esas crónicas de viaje que consisten en retratar desde un ángulo siempre equivocado los monumentos que tiene que admirar todo infeliz turista. El dueño de la casa se sentía obligados además a dar una explicación sobre cada diapositiva. Era ya un especialista en Oriente y entre los invitados se encontraba hasta un profesor americano de literatura japonesa. Pero entre los invitados también estabas tú y a esas alturas yo ya te había observado con una absoluta admiración durante la cena, había observado que tú advertías mi admiración y estaba soberanamente borracho. En la sala oscurecida a medias quedé sentado cerca de ti. Vi cómo la dueña de la casa miraba con horror que había extendido el brazo y desde detrás de tu sillón te tocaba con la punta de los dedos el cuello. Supongo que para sorpresa de la dueña de la casa, tú, en cambio, no te horrorizaste. El tedioso viaje a Oriente empezó a hacerse interesante porque dejó de existir y era un perfecto pretexto para poder actuar en la semioscuridad. Te acaricié cada vez más francamente el cuello. Perdí mis dedos entre tu pelo. Agarré muy suavemente una de tus orejas. La dueña de la casa ya no miraba las diapositivas, me miraba sin saber cómo intervenir, cómo evitar esa ofensa, esa falta de respeto a una de sus invitadas más distinguidas por parte de alguien cuya conducta resultaba inaceptable y que, sin embargo, tú, por lo visto, no encontrabas la manera de rechazar y tenías que fingir que no advertías. Yo sabía, lo supe desde el primer momento, desde que arriesgué el primer contacto entre mis dedos y tu cuello, que tú no tenías ningún deseo de rechazar mi atrevimiento y al placer de tu aceptación se sumaba el gusto ante la turbación de la dueña de la casa, que era mi amiga, que me estimaba y que debería estar totalmente arrepentida de haberme invitado. Mientras, tú y yo estábamos en otra zona. Nadie tiene acceso a ella más que los protagonistas que la hacen posible y acaban de descubrir un lenguaje particular. Yo confirmaba que, como todas las señoras que lo son de verdad, tú no eras una señora decente; tú contribuías a mi confirmación y te gustaba hacerlo. El principio de algo del que se desconoce por completo en qué va a consistir y que transforma a dos personas en lo que no eran apenas un momento atrás.

Para alivio de la dueña de la casa, tal como me lo contó después, la serie de diapositivas se terminó al fin. Volvieron a prenderse las luces. El profesor de literatura empezó a hablar, en inglés, de Japón. Yo dejé mi lugar y me senté en el brazo de tu sillón. Ahora el dueño de la casa cambió una mirada con la dueña de la casa cuando te tomé la mano para ver tu anillo y me quedé con ella entre las mías sin que intentaras retirarla. Resultó que tú habías quedado de llevar a su hotel al profesor de literatura. Los demás invitados fueron yéndose y al final sólo estábamos tú, yo, el profesor y los dueños de la casa que, como supimos después, aunque sólo nos lo dijeron por separado y en diferentes términos y con otro tono (“La sedujiste, desgraciado” y “Puedes confiar en él, parece loco pero no lo es”) ya se habían dado cuenta “de que algo estaba pasando entre nosotros” y suponían que de alguna manera ese “algo” iba a convenirles. En vez de salir con el profesor, con todo cinismo y sin ningún respeto por los dueños de la casa a los que sabías a tus órdenes, hiciste que el dueño de la casa y yo lo lleváramos en tu coche, mientras tú te quedabas esperándonos en la casa. Luego me contaste que la dueña de la casa actuó como si no hubiera notado nada de nada. En cambio fui yo el que manejó tu coche –el dueño de la casa había olvidado sus lentes– y estuve a punto de chocar no sé cuántas veces, ante el terror del profesor y las repetidas súplicas de mi amigo de que manejara con más cuidado. Pero regresamos sanos y salvos y ahí estabas tú, con tu vestido negro y tu collar de perlas. Era obvio que yo iba a acompañarte y, a solas con nosotros, los dueños de la casa ya empezaban a ser nuestros alcahuetes. Después de todo conocían a tu actual novio, que no había ido a la reunión por una mera y afortunada casualidad, y debían actuar como si supieran que tu conducta siempre sería irreprochable, tal como lo había sido durante tu primer matrimonio desgraciado, en medio del irreparable dolor de la muerte de tu segundo marido, que además te había hecho heredera de una cuantiosa fortuna, y como lo comprobaban la seriedad de tu actual prometido y de tu relación con él. Todo eso era tú; pero yo todavía no lo sabía. Para mí no eras más que alguien a la que acababa de conocer, que era un poco mayor que yo, no respondía en lo absoluto a la seriedad que le atribuían los dueños de la casa y había aceptado encantada mis groseras insinuaciones, gracias a las cuales ahora iba a acompañarte a tu casa.

Tú y yo solos en la calle, sin intermediarios, sin testigos, dos totales desconocidos uno para el otro, unidos por una vaga sensación de espera. Te tomé del brazo y te solté enseguida. No había que precipitar lo que ya se había precipitado bastante y supuse, falsamente por supuesto, que tal vez te turbaba. Dijiste que estaba muy borracho y te empeñaste en manejar. Te miré hacerlo, sin intentar tocarte ni hablarte casi. Fuiste tú la que me dijiste: “Me turba que me mires así”. Era una obvia, evidente, obscena insinuación; pero yo la ignoré y seguí sin intentar acercarme. Mientras te miraba estaba pensando en qué pensarías de mí si al llegar a tu casa me despidiera simplemente y, después, te hiciera saber a través de mis amigos que era homosexual. ¡Cómo te hubieras reprochado haber perdido el tiempo de una manera tan tonta y además haberte puesto en entredicho y qué explicación le habrías dado a mis amigos para justificar la facilidad con que habías cedido a mis gratuitas insinuaciones! Pero la verdad es que me gustabas mucho. Hay otro tipo de tentaciones más fuertes y de la posibilidad, siempre atractiva, de tener una conducta abyecta, pasé a pensar en cuáles deberían ser mis precisos pasos para evitar cualquier rechazo y hasta cualquier postergación de lo que podía esperar pero no estar seguro de si lo ibas a aceptar tan pronto.

Llegamos a tu edificio, me diste las llaves del garage y me bajé para abrir. Metiste el coche, cerré, me acerqué al automóvil, voví a tomarte del brazo al ayudarte a bajar y apenas estuviste de pie frente a mí te di un rápido beso en la mejilla. ¿Te acuerdas de lo que dijiste? “Acabamos de conocernos, ¿cómo te atreves?” Supe que iba a tener éxito. Tu remedo de indignación era la más abierta invitación a seguirme atreviendo que he tenido en mi vida. ¿Te acuerdas de lo que contesté? Yo no muy exactamente. Una vaguedad sobre las nuevas costumbres que en cualquier forma iba a ser efectiva porque tú querías tanto como yo que subiera a tu casa, mi respuesta carecía de importancia y es imposible recordarla. En cambio, vuelvo a verte “ahora” desde “aquella” maravillosa seguridad de que iba a acostarme contigo. Te veías adorable sin abandonar nunca tu actitud de señora decente sorprendida por un tipo de conducta al que no estaba acostumbrada. Sentado en el sofá de tu sala seguí tus ondulantes movimientos mientras te dirigías a servir la supuesta última copa que íbamos a tomar y regresabas a mi lado. Unos cuantos, obligados, gestos de rechazo y luego estábamos besándonos y te toqué por primera vez los pechos y empecé a intentar desvestirte. “Mejor vamos a mi cuarto”, dijiste, a medio desvestir ya. Después entramos a la oscuridad total; pero no la de los sentidos sino la de los pasillos por los que me llevaste sin prender la luz para no despertar a tus hijos, ni la de tu cuarto con las cortinas cerradas. Tuviste que conducirme, literalmente, tomado de la mano, como se lleva a un ciego, hasta la cama, me dejaste ahí y saliste del cuarto “para ir al baño”, o sea, para “prepararte”.

Es difícil desvestirse en medio de una oscuridad tan definitiva sin saber a dónde tira uno su ropa y quedarse desnudo en una cama sin ver nada y con una cierta sensación de ridículo. Pero luego tu cuerpo desnudo también estaba junto al mío. No lo veía, pero lo palpé y fui conociéndolo y resultó agradable estar totalmente a oscuras, aunque no me explicaba para qué habías tomado tantas precauciones cuando eres tan ruidosa verbalmente al hacer e l amor. Pensé que si tus hijos tenían el sueño ligero iban a entrar al cuarto de un momento a otro para salvar a su madre del asesino que la hacía quejarse de tal manera. Luego supe que tenían el sueño profundísimo pero te gustaba hacer el amor a oscuras, fingiendo para ti misma que no estabas muy segura de con quién estabas y en verdad, en esa ocasión al menos, no podías saber muy bien con quién estabas, pero a aquel con el que estabas le gustaba hacer el amor con la luz prendida para sumar el goce de la vista al de los demás sentidos. Lo averiguaste luego y aceptaste mis propias “idiosincrasias”, aunque nunca en tu casa, sino sólo en mi departamento. Tu sentido de la propiedad y la justicia era estricto: cada quien debería ser dueño de su propio terreno.

Es hermoso contarte a ti lo que ya sabes, lo que sólo tú y yo sabemos, lo que no necesitas leer ni probablemente vas a leer nunca; pero no estoy muy seguro de por qué he sentido la necesidad de hacerlo. No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras cómo te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve para llegar hasta ti como modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti. ¿Me interesa averiguar si nuestra historia es una historia y puede contarse para hacer que le pertenezca a todo el que quiera llegar hasta ella? No tendría ningún sentido en relación con nosotros dos que ya sabemos que nuestra historia es si acaso la historia de una relación que no llegó a ser una historia. ¿Pero lo tendría para lo que fue nuestra relación? ¿Hay que convertirla en una historia, una ordenada sucesión de acontecimientos en vez de quedarse sólo con tu imagen con el traje de baño amarillo y conmigo sentado a tu lado en la fotografía o en vez de tener el recuerdo de tu figura, con un traje sastre y tu inevitable collar de perlas, la primera vez que salí a abrirte después de que, pasados dos días de aquella primera noche, fuiste a verme a mi departamento, cuya dirección te habían dado nuestros amigos? Pensé de inmediato que ya me había metido en otro lío. Te hice pasar, pero por fortuna tenía un principio de gripe y lo usé como pretexto para no darte ni siquiera un beso en la mejilla. Sentada en el sillón que está frente a mi cama, que estaba frente a mi cama en aquel entonces en aquel departamento, jugabas nerviosamente con tu collar de perlas haciéndolo girar alrededor de tu cuello, mientras yo, en la orilla de la cama, inclinándome a cada momento con unos exagerados ataques de tos, te oía decir que no querías que lo que había pasado impidiera que llegáramos a ser amigos y yo pensaba en lo absurdo que era oírte justificar cuando habías sido tan adorable y estaba seguro de que lo único que querías era repetir el suceso, pero yo no iba a caer en la trampa. No obstante, caí en la trampa y sé por qué: no tomó la forma de una trampa sino que volvió a demostrar el seguro poder del azar y las coincidencias. Ante ellos nadie debe oponer resistencia o al menos yo no puedo hacerlo. Fue fácil despedirte de mi departamento con todo tipo de seguridades sobre mi acuerdo con el proyecto de que llegáramos en verdad a ser amigos. Fue inevitable terminar de nuevo en tu cuarto, sin ver tu cuerpo y encontrando tu cuerpo después de una breve ceremonia idéntica en todo a la anterior cuando, caminando por la calle, pasaste junto a mí en tu coche con los amigos en cuya casa nos habíamos conocido y, apenas un día después de tu formal visita a mi departamento, desaparecido mi principio de gripe, nos fuimos los cuatro al cine y después a cenar y después dejamos a nuestros amigos en su casa y yo tuve que acompañarte a la tuya.

Ya había tenido la imprecisa y nada desagradable sensación de estar en camino de que me tomaran por tu maquereau en el club al que fuimos la primera vez que nos vimos por la mañana y esa sensación se acentuó o más bien se hizo definitiva cuando me presentaste a tu novio, sin dejar de resultar nada desagradable, obligándome a pensar en la opinión que tenía de mí mismo. Según tu presentación yo era alguien al que habías conocido en casa de quienes ya sabemos, que te resultaba muy simpático y cuyo oficio te seducía, que era muy inteligente a pesar de su aire irresponsable, que era menos joven de lo que parecía y con el que estabas segura de que, a pesar de nuestras diferencias, tu novio también iba a simpatizar. No debo haberle caído mal y por mi parte, desde el principio, gozó de toda mi simpatía y estuve a su lado y contra mí en relación con lo que yo sabía que él tomaba por un momentáneo e inútil de combatir capricho tuyo, lo cual no impedía que debiese tener algunas dudas sobre mi rectitud moral. Pero la tentación de actuar cualquier papel que me convirtiera en otro era irresistible y además siempre podía decirme que si yo era un capricho tuyo, tú también eras un capricho mío, un capricho al que someterme, te lo digo sinceramente, me fascinaba mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Sé que tu novio llegó a respetar mi falta de respeto por mí mismo y a mi vez yo lo respeté más por ello. Hay que admitir que los dos te reconocíamos igualmente y nos gustabas así. Eras una señora decente y una mujer fácil. A él le tocaba tu parte de señora decente y a mí la de mujer fácil. Un reparto justo y adecuado porque él era un serio hombre de negocios, bastante mayor que tú, tan rico como tú y que no podía dedicarte mucho tiempo y me temo que yo, tal como sigue ocurriendo ahora por si te interesa saberlo, tenía un porvenir abierto en el sentido de que por esa abertura huía todo lo que podría suponerse que era ese porvenir. Por eso podía acompañarte a nadar a tu club privado cualquier mañana sin ningún problema. Era un placer. La luz, el sol, la piscina, en vez de la oscuridad, el sexo, la cama, resultaban sinónimos. Me gustaste mucho también en traje de baño. Aprobé tu descaro al llevarme a ese club donde todos te conocían y dejar que de pronto te besara un hombro o te estrechara contra mí al pararme detrás tuyo para envolverte con una toalla al salir de la piscina. Incluso me sentí orgulloso de que pudieran pensar que yo era tu maquereau y tú una desvergonzada que abusaba del poder que le daba su dinero cuando, después de que nos vieron en la piscina, también nos vieron entrar al comedor donde te saludaron varios conocidos, el chef y casi todos los meseros y donde, ostensiblemente, igual que en la piscina al pagar las bebidas, firmaste la cuenta.

Fue nuestra primera mañana juntos y la tengo muy presente. Ibas con pantalones y con una camisa de seda floreada que no me gustó. Pero eso no tiene importancia porque en cambio me gustó sentir tu cuerpo bajo ella cuando al terminar de comer salimos a caminar por el campo de golf y fuiste tú la que te apoyaste en mí para que te abrazara, tal vez para poner más aún a prueba la complicidad de nuestros amigos. También era bella la suave ondulación verde con la súbita verticalidad de algunos grupos de árboles y las islas de algodón de las nubes moviéndose apenas sobre el azul del cielo. Nos acostamos uno al lado del otro en el pasto y nos quedamos mucho tiempo así, solos y juntos, a pesar de la presencia de nuestros amigos.

A mí me gustan el dinero y la buena posición social. Son como el amor y el sexo: tomados debidamente sólo producen satisfacciones y hacen que los que no los tienen finjan despreciarlos. Pero también hay que aceptar que en los dos casos algunas gentes saben cómo conseguirlos y otras no. Cuando se tienen las cuatro cosas es perfecto; cuando no, hay que conformarse. Tú tenías las cuatro y te admiraba por eso. Yo sólo tenía las dos segundas; tu novio las dos primeras. Un arbitrario reparto gracias al cual esa mañana me tocaba a mí estar a tu lado.

Es más agradable todavía, pero menos cómodo, pasar por maquereau cuando algunos de tus amigos, que saben que no lo eres, pero se indignan ante el hecho de que aceptes representar ese papel, toman posiciones morales ante ello. A mí me sirvió para advertir lo que eran en verdad algunos amigos, para justificar contigo la necesidad de guardar las apariencias y usar eso como pretexto para conservar una independencia que no deseaba perder; pero tú te pusiste furiosa cuando unos de ellos se negaron a invitarme a una cena junto con tu novio. Te dije que tenían toda la razón. Fue un error. Decidiste portarte más desvergonzada aún y tuve que ocuparme más de ti. ¿Pero por qué trato de justificarme cuando lo que recuerdo con nostalgia y lo que tal vez sea una forma de amor por ti es el ocio en el que me hacías vivir y el placer de mi dependencia? La primera vez que fuimos a mi departamento, después de cenar en un restaurante en el que apenas me alcanzó el dinero para pagar la cuenta y tú lo notaste y me dijiste que no tenías ninguna objeción en ayudarme y sabías que no era lo suficientemente ridículo para ofenderme por eso, dándome ocasión de contestar que me gustaba pagar para tener la sensación de que había comprado un objeto valioso cuyo precio estaba más allá de mis posibilidades y llenándote de placer porque tú tuviste la sensación de que te estabas vendiendo, te hice desvestir con todas las luces prendidas y además te pedí que te dejaras el liguero puesto mientras hacíamos el amor. No había preparado nada de eso, pero supongo que fijó lo que para ti era nuestra relación. Yo te trataba como a ti te gustaba que te trataran y estabas dispuesta a arriesgar todo por eso. Terrible compromiso. No para ti, es delicioso poder arriesgar algo, sino para mí, porque no me resignaba a renunciar al placer que me daba.

Debo tratar de averiguar en qué consiste ese placer. La respuesta parece fácil. El sexo, desde luego. Pero me niego a aceptarla. Nuestra especie no es solamente animal. Lo que resulta difícil es reconocer cuál es ese agregado que se coloca en el sexo y lo transforma particularizándolo de tal modo que nunca se trata de hacer el amor, sino de hacerlo con alguien en especial y sin embargo, eso no pone el amor en el hacer sino que nada más convierte en algo diferente hacer el amor. Después de que hicimos el amor en mi departamento, con las luces encendidas y contigo dejándote el liguero puesto, todavía en la cama, te dije que te quería. Lo recuerdo perfectamente porque fue la única vez y aunque sé que te llenó de orgullo y te hubiera gustado contestar que tú también, tuviste la suficiente altura para no aprovechar mi debilidad y nunca me dijiste algo así, sino que sólo afirmabas que estabas conmigo mejor que con nadie y harías cualquier cosa por seguir estándolo. Dicho en cualquier lugar neutro, más allá del inmediato recuerdo del placer y el afecto o el agradecimiento o lo que sea por quien nos lo ha dado, eso me llenaba de terror y me hacía hablar cada vez con más frecuencia del respeto que me merecía tu novio y las indudables ventajas que la relación que tenían tú y él creaban para ti. Lo malo era que una de esas ventajas consistía en que te permitía estar conmigo y yo no podía dejar de aprovecharla.

Sé que era delicioso y es más delicioso aún recordarlo, llegar a tu casa una tarde y ver ponerse el sol juntos desde la terraza. Me seducía mirarte y gozaba mucho con tus mentiras sobre ti misma; pero mi espíritu negativo y algún molesto residuo de mi estricta educación moral me llevaban a considerar que sólo perdía el tiempo contigo y no sabía lo que ganaba a tu lado. Encontraba la respuesta por la noche, en la oscuridad de tu cuarto, cuando llegaba a verte después de que se había ido tu novio, o en mi departamento iluminado, después de haber cenado, por ejemplo, en la casa de nuestros alcahuetes. Y también estaba siempre presente la curiosidad por comprobar las reacciones que provocaba nuestra relación entre tus amistades. A unos, el ejemplo más radical y más claro era el de los dueños de la casa en donde nos conocimos, les convenía ser nuestros cómplices. Al fin y al cabo, tú eras una señora de posición; me imagino que ahora, después de tu matrimonio, todavía más. Otros, como tu novio, te eran fieles, despreciaban la opinión de los demás y no te juzgaban. Pero no hay que olvidar a los que se escandalizaban y rechazaban por completo verte en mi compañía, igual que aquellos aborrecibles pseudo amigos. Y ya sólo resta mencionar tu especial gusto en llevarme a conocer a algunas amigas que deberían tener también una conducta dudosa y con las que yo advertía de inmediato que les habías hablado de nuestra relación. Con ellas, inevitablemente, en algún momento y como si no te dieras cuenta, me hacías algún cariño que, aún cuando ellas no hubieran sabido todo de antemano, te hubiera delatado sin ninguna posibilidad de duda. ¿Por qué te admiraba tanto entonces, por qué me gustabas tanto, qué placer encontraba estando junto a ti como el amante prohibido, como la relación ilícita, como el lujo que podías permitirte? ¿Me sentía orgulloso de gustarte? ¿Debo considerar que tengo o tenía una vanidad idiota? Tú deberías haberle dicho a tus amigas que yo era un amante maravilloso. Y entonces mi gusto o mi satisfacción son vergonzosos o despreciables. Todo autoanálisis termina en que se encuentra un defecto abominable y uno no puede evitar seguir interrogándose para averiguar si todavía lo tiene. Esa no era mi intención. Yo sólo quería recordar cuán agradable era estar a tu lado y hacerlo como una forma de homenaje a las virtudes a las que, probablemente, pero espero que no, debes haber renunciado ahora.

Fue una de esas amigas con las que te enorgullecías de estar conmigo la que me comentó, con un aire contrito, una tarde que me crucé con ella en la calle, que te habías casado. No me importaba y ya me lo habían dicho los amigos en cuya casa nos conocimos, pero adopté también un aire contrito y le dije que así tenían que ser las cosas. Me sonrió llena de comprensión y simpatía. Y la verdad es que así tenían que ser las cosas. Por eso ahora puedo hablar de ti con la seguridad de que todo fue siempre perfecto, hasta mi asistencia a tu casa la noche en que le diste una fiesta a tu novio porque era su cumpleaños, en la que era inevitable oír algunas de las murmuraciones después de haber bailado contigo y en la que me emborraché muchísimo y me quedé hasta el final con la esperanza de llegar a estar solo contigo e ir a tu cuarto sin que tu novio dejara de mostrarse tan decidido como yo y no se fuera nunca.

Pasaste a buscarme a mi casa al día siguiente. Nos acostamos sin saber que era la última vez, lo cual demuestra la importancia de no conocer ese espacio inexistente en el que habita el futuro y a cambio de ello contar con el valor que el pasado tiene en el recuerdo, y luego decidiste que ibas a quedarte varios días ahí, en mi casa, pasara lo que pasara. Me negué resueltamente. Por último, fingiste aceptar mis razones. No te acompañé; te recuerdo sólo besándome al despedirte y saliendo de la casa. Dejamos de vernos varios días y luego nuestros amigos comunes se encargaron de decirme de tu parte que habías decidido casarte.

No hubo despedida entre tú y yo. Alguna vez, cuando nos permitíamos imaginar proyectos irrealizables, en algún restaurante, después de haber bebido mucho, planeamos hacer un viaje a Europa juntos, con tu dinero, claro. Yo aceptaba entonces sin ningún esfuerzo, simplemente porque me hubiera gustado hacer ese viaje contigo y sabía que nunca se realizaría. Sólo era nuestro el placer de poder imaginar. Otra de las mañanas que pasamos juntos entramos a una librería y me regalaste una hermosísima edición de las cartas completas de Malcolm Lowry. Después nos fuimos a tomar unos sándwiches de tocino y tomate a una cafetería horrenda porque tú “adorabas” esos sándwiches. El libro es maravilloso. Todavía lo tengo. Leo alguna parte de vez en cuando y me conmuevo mucho con la vida de Malcolm Lowry y creo que también, un poco, ante el recuerdo de aquella mañana luminosa y banal en la que me regalaste ese libro y por tanto ante tu recuerdo y la unión entre tú y el libro. También cuando jugábamos con la posibilidad de ir a Europa te hablé muchas veces de mi absoluta fascinación por la Dánae de Tiziano que está en el museo de Viena. Durante tu viaje de novios me mandaste una postal en la que se reproducía ese cuadro. No la firmaste. Detrás sólo decía: “Es muy bello”. A partir del recuerdo de ese detalle todo se disuelve y sólo sé que, ahora, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti.

 

 

El gato y otros cuentos. Juan García Ponce. Fondo de Cultura Económica. Primera reimpresión, 1996. Pp 55.72.

Y el sueño acabó

Ya estoy en México. Por diversas razones, trayectos de incontables horas, arreglos con la aerolínea, llegada inesperada al DF querido, y un viaje-paseo-encuentro en Oaxaca de cuatro días, no había consignado mis últimas aventuras en el bló de ocasión.

Ocurrieron muchas cosas luego de mi llegada a Santiago. Durante dos días, después de volver de Pumanque, me dediqué a turistear con todas las de la ley. Recorrí a pie esa hermosa ciudad que carece de los encantos evidentes de Buenos Aires, por ejemplo, pero que en cambio posee un aire muy distinto. Tiene una grandeza, una vibra moderna contrastada con su pasado bárbaro (en todos los sentidos), y una eficiencia que se distancia de sus hermanas latinoamericanas y te juega el truco de creer que estás en otro continente. Pero luego el acento, los innumerables cachai en el metro, el mote con huesillo, el postre de sémola, los anuncios en paraderos de micro de teleseries que celebran el Bicentenario (Martín Rivas, Manuel Rodríguez… guerrillero del amor), La Chascona -la casa de Neruda en Santiago, construida para su tercera esposa, Matilde Urrutia-, el cerro San Cristóbal -al que subí en funicular y que bajé caminando durante unas tres horas, deteniéndome en el jardín japonés y el jardín Maipú-, la Estación Mapocho, el poto de la virgen, y el contaminadísimo río Mapocho… Santiago es enorme, insondable, interesante. Podría pasar días enteros recorriéndolo.

Palacio de Bellas Artes. Tuve suerte de encontrarlo abierto, porque estuvo cerrado unos días por el terremoto

 

Vista desde la punta del cerro de San Cristóbal. Por si se lo preguntaban, sí: Santiago está tanto, o quizás más, contaminado que el DF.

 

Consigna política en río Mapocho: “Por más y mejor democracia, la derecha nooooo” -nótese la intensidad del no.

 

En el barrio bohemio de Bellavista, de pie al famoso cerro.

También visité Valparaíso. Para entonces, la batería de mi cámara había muerto -y el cargador continuaba perdido en la dimensión desconocida-, así que tendrán que darse una idea con mis descripciones.

Como todo puerto, Valparaíso tiene un aire de antigüedad, de algo perdido, avejentado, cubierto por polvo. En la mañana, cuando llegué, todo lucía desteñido: los edificios entre victorianos y portuarios, de colores pastel sucio. Cuando subí uno de los cerros, el Florida, salió el sol: por las empinadas calles, amarillas, se erguían casitas de colores y el museo al aire libre -pinturas sobre las paredes-. En cualquier punto se miraba el imponente océano Pacífico, azul eléctrico, helado. Los barcos estaban esparcidos por sus aguas.

Me robé esta foto de la Wikipedia. Esta casita tenía un nombre con algo de gato -hay decenas de ellos caminando por el cerro-, y era un restaurante. El senderismo tan inclinado no es lo mío, así que sudé como pueeeerco subiendo y bajando por sus calles ultra-peligrosas y ultra-empinadas.

 

Visité, desde luego, La Sebastiana, la útima casa que Neruda construyó. Gran parte de este viaje la pasé leyéndolo, no sólo sus poemas, sino su biografía -de lo que me arrepiento: al conocerlo, esa complejidad que se antojaba más bien simplona, su donjuanismo, mal gusto, coleccionismo rayano en lo ridículo y egolatría insultante mezclada con un talento a raudales, dejé de verlo como EL poeta y empecé a verlo como un hombre. Y, en definitiva, no quiero ver a Neruda como tal.

Después me fui a Iquique. El trayecto duró exactamente 24 horas, pero esta vez pagué por un asiento-cama, y me la pasé comiendo, leyendo y viendo capítulos de Mr. Bean y Los Simuladores versión argentina. En Copiapó, sin embargo, le ocurrió una desgracia al encantador adolescente que conocí en el autobús, pero esa historia la postearé más adelante con alternativas de solución (¡unámonos por las buenas causas!)

Pasé un día en Iquique, en su playa de agua fría como el hielo, y luego emprendí mi viaje final. Me di cuenta de que, desde el primer autobús que tomé de Quito a Otavalo, en el Ecuador, cada trayecto se elevaría en dificultad. Mi prueba de fuego vendría al cruzar de Chile al Perú.

Primero tomé un autobús a Arica, unas cinco horas desde Iquique, en una carretera construida dentro de una herida en una montaña. Cuando, luego de un par de horas dormida, abrí los ojos, quise morirme: viajar en los segundos pisos nunca es buena idea cuando uno quiere asirse a la seguridad de la carretera.

Esta foto me la robé de un sitio de noticias en español y chino, específicamente de un artículo titulado 10 Caminos de la Muerte del Mundo (!!!!). El pie de foto: “El camino que va de Arica hasta Iquique es una ruta famosa por su peligrosidad, en particular por lo profundo de sus cañones. A lo largo de la ruta se ven frecuentemente los restos de los vehículos accidentados”.

 

En Arica tomé un taxi colectivo hasta Tacna, dos horas, que compartí con una brasileña asentada en Pisco, Perú, donde desde 2007 ayuda a reconstruir la ciudad, y un señor chileno cultísimo con el que charlé amplio y tendido hasta las casetas de migración. En Tacna, gracias a las dos horas que me regaló el cambio de horario, pude tomar un autobús directo a Lima. Pagué con tarjeta y no cambié pesos chilenos por soles -gran error-, así que me metí al bus sin descanso de por medio.

Más de veintidós horas duró el trayecto hasta Lima (sumadas a las siete al hilo que ya llevaba). Cerca de las líneas de Nazca, en una parada exprés, la brasileña me invitó una Inca Kola y unas “canchitas” (palomitas de maíz, pues). Durante las horas siguientes soporté estoicamente las películas violentitas que nos pasaron, pero al menos la señora a mi lado me hizo trueque de granadillas -una fruta parecida a la granada, pero de granos negros y textura babosona- por manzanas -mi alimento de ocasión.

En algún punto en la mañana, al despertar, miré por las ventanilla a la derecha un desierto vasto, con dunas inmensas de arena. Cuando miré por mi propia ventanilla, el Pacífico bañaba la costa con sus aguas azules. Ese contraste no lo olvidaré. Los paisajes naturales del Perú son imponentes.

En el terminal de Lima me recogió Miguel, a quien conocí en México gracias a Luis Urquieta. En Facebook hay un par de fotos encantadoras donde salimos comiendo tacos en el Borrego Viudo, y en una fiesta con una bebé hermosa que pinta para bohemia.

Con dos días para mi vuelo a México, con el dolor de no haber tenido suficiente tiempo para recorrer Perú a fondo y mucho menos para visitar Bolivia, la estadía con Miguel y su familia fue un oasis benigno. Su hermano, Luis, que también conocí acá, su hermanita y sus papás fueron los anfitriones más generosos del universo: me llevaron a cenar auténtica comida limeña -anticuchos con choclo, picarones y agua de chicha morada. Al día siguiente, paseando por Miraflores, comimos en un extraordinario restaurante: Costanera 700 (del cebiche clásico al pescado chita en costra de sal a langostinos en salsa golf y como albondiguitas bañadas en salsa amarilla, con maracuyá sour para beber: orgasmos de sabor continuos) (todo lo cual me hizo confirmar que la comida peruana es mi favorita y punto).

Lima es hermosa: construida sobre un risco, al caminar por ciertas calles se puede observar el mar a lo lejos -que es salvaje, de colores cambiantes, y en el que sólo los surfistas profesionales se adentran.

Fotos robadas del FB de Miguel (que, luego de visitar Bruselas, regresa a México para bebernos el pisco que metí apretujado en mi mochila y hacer los preparativos para nuestra noche peruana)

No visité Arequipa, Cusco ni Machu Picchu esta vez… pero no podía irme del Perú sin acariciar una llama.

 

Hermosa escena al pie de la playa.

 

Faro limeño de cara al mar.

 

En la playa no hay arena, sino las piedras conocidas como “canto”.

Hay otras aventuras encantadoras. El reencuentro con México, que fue brusco por muchos motivos. Supongo que de haber viajado a Europa o Asia, algún lugar enteramente distinto a mi país, el contraste me habría hecho notar la diferencia y saber de algún modo que ya estaba aquí. Sin embargo, después de tres meses en países con el mismo idioma, un pasado en común, costumbres similares, tuve una sensación de desfase, como si cruzar al país del águila hubiera sido el octavo de los siete cruces que realicé. Mientras caminaba por el centro histórico o por las sobrevaloradas calles de la Condesa continuaba con una sensación de turista, que se exacerbó con la llegada a Oaxaca sin haber visto a mi familia todavía.

Pero ir a Oaxaca fue sensacional. Me posicionó suavemente en mi patria, en los paisajes volcánicos que me resultaron muy diferentes a los de Sudamérica. Las monedas que conozco sin ver, los modismos que sé de memoria, los platillos probados que me elevan al éxtasis, y la gente. Sobre todo la gente.

Anécdota última -lo juro

Mientras me bebía unos mezcales en La Casa del Mezcal, charlando con un colega, miré hacia una esquina y casi me derramé el néctar de los dioses sobre la camiseta. De pie, con los rulos inconfundibles, los ojos azules enormes y la sonrisa perenne, estaba Zed.

Conocí a Zed en el terminal de autobuses de Ipiales, en la frontera entre Ecuador y Colombia. Es protagonista de uno de mis posts, junto con Katrin y Valentin. La primera vino a México hace poco y fue atendida con gran calidad por los camaradas defeños. Con el segundo recorrí casi todo Colombia. En Cali conocimos a Nikolai, al que nos encontramos dos veces caminando aleatoriamente por las calles de Taganga, primero, y de Cartagena, después. Supongo que los cinco estamos destinados a encontrarnos en todos lados por siempre.

El reencuentro fue emocionante y feliz. Yo no podía creer la coincidencia: no tenía idea de que Zed llegaría hasta México -lleva diez meses viajando-, y es improbable que me lo encontrara precisamente en Oaxaca, en el mismo bar y a la misma hora. Sencillamente, no tiene sentido. Y, sin embargo, lo tiene.

Antes de volar a Australia, me encontraré con él una vez más en el DF. Mi último eslabón con esa tierra salvaje al sur.

Reflexiones finales -de un post más largo que la cabellera de Rapunzel

Llevo ya una semana aquí, y todo ha transcurrido placenteramente. Extrañaba México por todas las razones coherentes y esperables: mi familia, mis amigos, mis costumbres, mis raíces. La comodidad, la cama propia, el descanso y lo conocido.

Sin embargo, cuando cierro los ojos, a veces imagino que sigo recorriendo porciones del continente sur subida en un autobús destartalado, a través de carreteras estrechas y peligrosas, con la emoción a flor de piel. No quiero perder esa sensación. No quiero perder la sensación del viaje, de esos trayectos que hice por tierra, agua y aire. Y entonces me doy cuenta, feliz porque así es como debe ser, de que quiero volver. Y de que, lo que es más, volveré.

Como Terminator.

 

(entrada original)

 

El país del cóndor

Siempre había querido estar en Santiago. Apenas lo hice, menos de veinticuatro horas después de mi llegada, ocurrió la réplica más fuerte después del terremoto: 7,2 grados Ritcher. En ese momento yo estaba en la ducha, enjabonada de pies a cabeza, sobre un quinto piso. Había cerrado la llave y segundos después sentí la trepidación, furiosa, que no cesaba. Alcancé a escuchar la voz de Nicolás (el primer chileno de este post, con quien me hospedo) que me decía “tranquila”. Vislumbré por un segundo la posibilidad de salir corriendo con una toalla encima, pero entonces acabó. Duró dos minutos.

Tembló de nuevo unos quince minutos después. En el pasillo una señora lloraba. Al mismo tiempo se efectuaba la ceremonia en la que Sebastián Piñera asumía la presidencia de Chile, con invitados internacionales de honor que se quedaron congelados mientras los candelabros de la sede del Congreso, en Valparaíso, onduleaban temerariamente.

Ese día tembló quince veces en total.

***

Supongo que muchos calificarán de necia mi decisión de venir a Chile. Estaba todavía en Argentina cuando sucedió el terremoto, y fue ahí que decidí venir a hacer algo, ya que de todos modos resultaba complicado cambiar mis planes. De modo que pensé que, ya que vendría de todas maneras, lo mejor era emplear mi tiempo de manera positiva.

En cuanto llegué me puse en contacto con un grupo de voluntarios a través de Facebook. No bien mandé mi correo con mis datos, uno de ellos me llamó por teléfono. No entendí su acento poblado de “cachai, cómo estái, sí-po, no-po”, pero igual pude llegar a donde se efectuó la reunión.

Me cuesta un poco de trabajo escribir sobre este apartado, como bien le confié a mi amigo Willy una noche bonaerense en que compartimos unas cervezas. Resulta difícil como mexicana decir que estuve en otro país y me ofrecí como voluntaria, pues puedo escuchar en alud los comentarios de mis coterráneos: cómo podría hacer aquí lo que, en apariencia, no hago por mi país, y mi hipocresía evidente derivada de esta decisión.

Creo firmemente que no hacerlo hubiera sido aún más hipócrita (tanto como no venir a secas, o huir con presteza, como ocurrió con los mexicanos que residían en Chile). Se hizo bastante evidente que el turismo que podría efectuar en este país no iba a ser el más común, y me parecía ruin llegar a Santiago -que está intacto-, tomar unas fotos simpáticas, y seguir hacia el norte. No me parecía correcto.

Por lo demás, me encontré con que el grupo de voluntarios estaba compuesto por chilenos católicos recién recibidos de universidades privadas, ambiente en el que yo encajé como lo haría Greta Garbo en una convención de mariachis. Pese a todo, la experiencia de ir con ellos a comunidades a unas cuatro horas de Santiago resultó buena, no exenta de cosas extrañas, inútiles y trilladas, pero interesante sin duda.

Acampamos, bebimos pisco a la luz de la luna (nunca como ahí había visto un cielo más hermoso, cuajado de estrellas), conversamos con los afectados, fuimos invitados a sus mesas, y sufrimos los constantes temblores -el epicentro del jueves fue en Rancagua- que aquejan la zona. Al menos uno cada hora, casi fugaces.

La primera noche, por ejemplo, me dirigí a tientas a la carpa, como pude me puse la pijama (la piscola desgraciada) y me metí al saco de dormir. A los tres minutos, acostada al ras del piso, escuché un bramido feroz, una especie de rugido que surgía de la entraña de la tierra, que se transformó en un temblor fortísimo que duró casi un minuto. Puedo decir con seguridad que el pedo se me bajó en un segundo.

El miedo, por otra parte, surge de forma instantánea. Aunque llegamos a acostumbrarnos a los temblores al grado de continuar charlando como si nada luego de uno (después de quedarnos inmovilizados como en pausa, comentar “está temblando”, y continuar con lo nuestro), en todas las veces yo sentí ese miedo que surge en la boca del estómago y se extiende como brazos invisibles alrededor del cuerpo. Es algo básico, una reacción natural e instantánea ante el peligro. En una zona donde sólo hay silencio, porque no hay automóviles ni industria, donde la gente construye sus casas con adobe frente al bosque, y cultiva la vid en sus huertos, el temblor no sólo se siente: se escucha. Algo que, en la ciudad, nunca percibiríamos.

***

Todo lo que se escucha en Santiago tiene que ver con el terremoto. Las charlas de sobremesa, en el excepcionalmente eficiente y limpio metro, en los micros y por las calles tratan todas sobre el terremoto y las réplicas. La gente está nerviosa, intenta como puede hacer su vida, yendo a los lugares de siempre y asistiendo al trabajo, pero ante cualquier señal de peligro se queda inmóvil esperando el temblor. Algunos lloran, se tocan la frente y se jalan el cabello: están cansados, verdaderamente cansados, porque nunca escapan realmente de esto. En algún folleto de ayuda leí instrucciones para tratar sobre lo sucedido con los niños, y una de ellas decía: “no haga promesas poco realistas, por ejemplo que no habrá más réplicas”. Todos lo saben y lo resienten. No es algo a lo que puedan darle la espalda.

El primer día comí en el centro en un lugar de espacio muy reducido, donde todas las conversaciones se escuchaban, lo que provocó que eventualmente me cambiara de mesa y me sentara junto a una señora de cincuenta años de Temuco. Platicamos de muchas cosas, desde el terremoto hasta el golpe de Estado. Hasta nos sacamos una foto:

Me doy cuenta, charlando con todas estas personas, del miedo que persiste. Ayer por la noche, cuando regresábamos de Pumanque, nos detuvimos en un “Pronto” -un restaurante de carretera- para comer algo. Y entonces hubo un apagón, que después supimos abarcó todo el país por una falla en el generador eléctrico que abastece la mayor parte de Chile. Los únicos comentarios: es el fin del mundo.

Mientras tanto, la Bachelet se va y entra un nuevo presidente, al que todos parecen preferir porque al menos no es Frei “junior”. El tipo, una especie de Slim chileno, la tiene difícil con un país que se da cuenta, como lo han hecho todas las naciones asentadas en terrenos salvajes, que en realidad sólo son un puñado de gente establecida en una porción de tierra. Y nada más.

***

Mendoza fue lindo. Conocí a un californiano de 45 años, Peter, con el que visité los viñedos y una fábrica de aceite de oliva. Después de probar los vinos típicos -el Malbec, por ejemplo, que en esa región se da esplendorosamente-, sostuvimos una conversación mexicana-gringo que sólo podría suscitarse con un demócrata. Interesante. Él me sacó una foto y yo le saqué una, porque dice que no le sirven las fotos con él mismo, ya que sabe cómo se ve.

El trayecto de Mendoza a Santiago fue imponente: los Andes y curvas cardiacas que casi te hacen morir. Fuera de estos sobresaltos, arribé a Chile sin un rasguño.

Básicamente, al dar una vuelta en esas curvas, mientras estás sentado en el primer asiento del segundo piso de un bus Pullman, sientes que miras el borde del abismo: puedes ver que estás a punto de estrellarte y morir, pero ni te estrellas ni te mueres, sino que te dan ganas de darte un tiro. Básicamente.

El mítico Palacio de la Moneda

Por lo pronto, visitaré Valparaíso e Iquique antes de cruzar a Perú. Mi estadía en el país inca será corta, porque Machu Picchu cerrado anuló muchas posibilidades. En términos llanos, me queda una semana de viaje. Creo que ha quedado claro que esto no fueron vacaciones, sino algo muy distinto.

Me alegra que así fuera.

 

(entrada original)

La selva y el glaciar

A los mexicanos nos gusta decir que tenemos todo en el país: ecosistemas variados, playas, selvas, desiertos y algunos bosques. La verdad, comparados con Argentina, tenemos poco: en sus más de tres mil kilómetros de extensión poseen esas enormes porciones de tierra de aridez verdaderamente deprimente que es la Patagonia, bosques y lagos de verdor intenso, y en el noreste hay una porción selvática fascinante y salvaje. Pero al sur, oh al sur… Los glaciares más grandes del mundo, en constante movimiento: espectáculos de nieve, hielo y montaña que no se parecen a ningún otro (ni siquiera a los fiordos noruegos).

Como otros lo han hecho antes, podemos suponer que mucha de la presunta arrogancia de los argentinos proviene de una tierra rica y fértil que atrajo por montones a inmigrantes europeos a principios del siglo pasado. Por la mañana leía una porción de un libro de Marcos Aguinis donde citaba al mismísimo Cantinflas, que decía: “La Argentina está compuesta por millones de habitantes que quieren hundirla, pero no lo logran”.

Yo espero de todo corazón que no lo logren, porque su imponencia natural opaca esa necesidad constante del argentino por saber cómo lo percibe el resto del mundo (que alguien me dé diez pesos por cada vez que un taxista o personaje cualquiera me pregunta cuánto me gusta Buenos Aires… tendría mi pasaje de regreso pagado).

Sin más preámbulos, fotografías de putamadre (mamá, papá: perdón por las groserías)

Las cataratas de Iguazú. Impresionantes, ruidosas y enormes.

Para sacar esta foto tuve que empaparme un poco. Como puse en mis siempre-jocosos-ajá comentarios de Facebook, ducha gratis apta para los habitantes del Edomex (yo incluida).

 

Cuando viajé en la lanchita observé esta asquerosa tortuga (odio todo lo que tenga reminiscencias reptilianas). Miraba como estatua a lontananza, mientras su vástago se asaba como pedazo de carbón sobre una piedra.

 

En una cafetería entre las parcelas había una familia de coatíes dando tumbos. Buena onda los chavos.

 

Mi clásico foto turística de ocasión. Con los colores intercambiados, así que algunas porciones de agua se ven moradas (igual que yo, aunque es cierto que estoy más bronceada que nunca; en tu cara, Beyoncé)

 

La entrada al mirador de Garganta del DIABLOU (con dedicatoria especial a TriquisMaríaCarlangas, Fanny y Calleja).

***

Estos días, como escribí, fui al Calafate. La población es la más cercana a los glaciares del sur: es pequeña, con una vibra alpina que por momentos te recuerda al pueblito de Eduardo Manos de Tijeras, aunque igual tiene esa complacencia molesta que poseen todas las ciudades en extremo turísticas. Todas las casas tienen techo de dos aguas y están pintadas en colores aparatosos, como para agregar una nota de color al paisaje compuesto por dos paradojas: el desierto poblado de calafates (la planta espinosa), matorrales y arbustos secos. A lo lejos, montañas nevadas coronadas por el glaciar.

Me quedé en un hostal-albergue estilo cabaña, muy bonito pero con cierto personal un tanto ojete. Mi amigo de ocasión fue un francés, Aurelien, que habla con un español plagado de “súper” “buena onda” y “como se llama… este…”

Por lo demás, no hice muchas migas (además de las charlas eventuales con la señora de la cocina, varios israelíes -toda la juventud de Israel está vacacionando, luego de terminar el servicio militar- y algún despistado). Lo verdaderamente impresionante ocurrió al llegar al glaciar Perito Moreno.

“Dejemos que las imágenes nos ilustren mejor”

Vista panorámica del glaciar. Por momentos es posible observar enormes trozos de hielo en caída libre: el splash contra el agua es poco comparado con el ruido, como explosiones intermitentes de un relámpago

El close-up es cortesía del día, que estaba nublado, de modo que el hielo se ve azul (en contraposición con la brillante blancura de un día soleado). Acepto que me recuerda a una paleta helada sabor mora azul.

 

El frío es, además, muy agradable: ventoso y helado, pero no demasiado. Esta foto me la sacó un japonés, a quien yo le saqué fotos con toda su familia

 

Realmente, después de ver esto, uno puede decir: “ya, ya puedo morir en paz”. Pero no nos pongamos catastrofistas, que luego mi querida Chilangelina me regaña: faltan muchos milagros naturales por ver antes de colgar las “zapatillas deportivas, goe”.

 

Al otro día fui a la reserva del Lago Argentino. Acá, los presuntuosos flamingos sólo estando ahí

 

Tengo la impresión de que los pinos fueron plantados hace algunas décadas en un intento por tener un poco de verdor cerca del pueblo

Luego de mucho caminar me subí a un montecito y lo que vi casi me noquea: el Lago Argentino, de un azul turquesa con notas verdosas. Es un golpe directo al corazón

 

En esta lagunita nadan patos. Por alguna razón, me quedé atrapada en un cruce y me empapé-enlodé. Todo alrededor del agua es esponja: la sensación de caminar sobre ella es como si se hiciera sobre algodón.

Por el momento, agradezco infinitamente a todos por los comentarios del post anterior. En serio: a TODOS. Por el momento, ya que ayer asaltaron a Esteban con cuchillo en mano, y el tiempo apremia, parto hoy por la noche a Mendoza. Me dicen que todo está tranquilo en la zona, y supongo que merezco un poco de buena degustación de vino (de un vino que cueste un poco más que una tarjeta Ladatel).

Actualización:

Videos con vista panorámica del glaciar y del Lago Argentino:

 

(entrada original)