Yo les creo

Publicado originalmente en el marco del espacio Inflexión en Kaja Negra.

 

En marzo de 2019, una ola golpeó el ecosistema cultural mexicano. Ahora, en medio de la pandemia, qué interés puede reclamar volver a esto. Pero debemos hacer un esfuerzo. Kaja Negra, las editoras y las autoras de estas reflexiones hacemos el esfuerzo, así quede como archivo [ver la intervención de Natalia Flores].

 

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Mientras me decido a terminar de redactar este texto, han pasado 67 días desde que inició el confinamiento masivo en México, o Jornada Nacional de Sana Distancia, el día 23 de marzo. Un año exacto después de la explosión en redes sociales de lo que dio en llamarse #MeToo mexicano [por los ecos del movimiento denominado #MeToo, surgido entre actrices y trabajadoras de la industria hollywoodense que denunciaron abusos, violencias y delitos de una gran cantidad de actores, directores, productores y otros pesos pesados del sector].

Aquella ola mexicana, aquella iteración de otros movimientos surgidos en espacios digitales, según la llama Ana G. González en su recuento de los hechos, inició con un tuit. Se trataba de una denuncia, un escrache, una llamada de atención, una exigencia a cerrar filas. En su reflexión de aquel momento, que urde las figuras de la marabunta, la falange y el caracol, Tessy Schlosser Presburger argumenta que fijarle un origen al movimiento, a la manera de un «paciente cero», es un ejercicio poco productivo; en realidad, una de las preguntas más importantes pasa, forzosamente, por lo que movió a tantas mujeres a contar historias íntimas, a exponer la violencia en sus vidas.

Hubo algo desordenado, visceral y furibundo en las denuncias vertidas en Twitter y otras redes sociales, producto de una impotencia vital que en su centro es perfecta y legítimamente revolucionaria y feminista: la necesidad de la destrucción purificante, refundante. La denuncia colectiva no era exactamente punitivista –no tenía el poder para serlo– sino que, antes bien, provenía de una desconfianza o hartazgo o desilusión de lo punitivo, de la idea de justicia y reparación. No habría nada de esto pero al menos se señalaría lo velado, lo que se sabía tras bambalinas, lo que nadie decía abiertamente pero tantos, tantas, sabían. Sabíamos.

El escrache inicial, hacia un poeta a punto de presentar un libro jugosamente premiado, buscaba poner de relieve la complicidad, pero también, o así lo interpreté entonces, exigir que pararan los estímulos, los premios, la buena voluntad de los escritores, las editoriales, los espacios culturales, los medios de comunicación. Cuando decimos que golpeadores, acosadores y abusadores siguen publicando con tranquilidad, interviniendo en el campo cultural, lo que denunciamos es una red de complicidades y actitudes solapadoras. 

Como consecuencia de esta ola denunciante hubo castigos sociales: despidos, ostracismo, carreras literarias canceladas. Hubo, incluso, castigos ejemplares. Quizás el punto más álgido fue cuando, tras una denuncia anónima en la cuenta oficial de #MeTooMusicosMexicanos, el músico y escritor Armando Vega Gil cometió suicidio. En el testimonio que lo implicaba, una mujer denunció anónimamente el acoso sexual que recibió de parte de Vega Gil cuando ella tenía 13 años y él, más de cincuenta. Según la nota de suicidio de Vega Gil, que colgó a Twitter, su muerte «no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia».

Hace un año pensé que estas denuncias, que en muchos casos ponían de relieve la ineptitud y negligencia de las instancias oficiales [del ámbito laboral al jurídico], tenían que ser además una invitación muy concreta a no consumir las obras de violentadores. A no otorgarles espacios de enunciación. Perdonarlos, alentar su rehabilitación, denunciarlos judicialmente donde corresponda: sí. Pero hacernos de la vista gorda ante sus violencias suponía admitir que los daños a las mujeres violentadas eran menos importantes que las contribuciones de sus agresores al campo cultural. Que, si sus daños no alcanzaban a considerarse delitos, eran pasables, olvidables, pertenecientes a una intimidad que no merecía desmenuzarse en público.

Más tarde, cuando se anunciaron resultados de una convocatoria del Fonca con beneficiados señalados en el #MeToo, se me ocurrió que, si no había sanciones efectivas, por lo menos que las hubiera sociales. Y económicas, si hablamos de recursos del Estado. En otras palabras: que el castigo de sus violencias sea la peste. Apestados. Violentadores apestados. La pérdida de su prestigio o su buen nombre, su empleo o sus redes de confianza, sería la consecuencia del ejercicio de una violencia que mina, en las mujeres que la padecieron, su autoestima, su voz interior, su libertad sexual, su posibilidad de tener carreras literarias y autonomía económica.

Era más vehemente, más sesgado lo que pensaba entonces. Pensaba que, vaya, los creadores denunciados tampoco es como que nos hubieran entregado, a cambio, obras mayores. Pero el arte no es una moneda de cambio. 

Nuestro canon, nuestros mapas literarios, están rayados por la violencia, saturados de ausencias y vacíos. Denunciar implica dar nuestra versión, nuestra historia, nuestro punto de vista. Entre personas que escriben, se torna más obvio. Escribimos, publicamos, intentamos crear literatura. Perpetuamos y enquistamos la violencia, o nos resistimos a ella.

En aquel marzo de 2019 estaba convencida de que si hay un motivo para denunciar escritores e intelectuales concretamente era ese. La denuncia es una intervención pública. Una necesaria toma de postura, digan lo que digan. No corren tiempos fáciles. Vivimos en un perenne estado de emergencia. Tenemos que señalar el machismo, tenemos que señalar el racismo, la violencia, el despojo y, en suma, la ideología del fascismo. Condenarlo en privado no basta. 

Cómo pasar de la adherencia ideológica a la militancia

Una mujer que admiro mucho, desde el sur, me recuerda mirar hacia la Comisión de Escrache de H.I.J.O.S., o Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, colectivo militante conformado por simpatizantes e hijxs de detenidos, desaparecidos, presos políticos, fusilados y exiliados por la última dictadura militar en Argentina. A mediados de los años noventa, esta organización política dio con un método novedoso de denuncia e intervención pública, que se bautizó con la sonora palabra del lunfardo escrache. Desde luego, eran genocidas los escrachados, señalados de modos peculiares [con marchas, actuaciones, recitales y otros elementos espectaculares] en las inmediaciones físicas de sus propias casas, oficinas y barrios, involucrando así a vecinos y conocidos, y confrontando a estos últimos con la realidad de la complicidad y el silencio. Pero hay algo de la práctica –también llevada a cabo con criminales políticos impunes en Chile– que subyace.

El impulso inicial del #MeToo trajo otros. El escrache de escritores pronto se extendió al gremio entero de los intelectuales [que, gramscianamente, habría que categorizar por las funciones que desempeñan socialmente]:periodistas, cineastas, músicos, editores, trabajadores de la cultura.

En la cresta de la ola, la práctica llegó a escuelas y universidades, y se manifestó no en lo digital sino en los espacios físicos donde la violencia se ejerce cotidianamente: los tendederos en que las estudiantes denunciaban conductas impropias, acoso sexual, abuso de poder y diversas violencias de parte de profesores y compañeros. Esta violencia endémica en el sistema educativo es corrosiva, y la manera en que la joven militancia feminista mexicana se ha movilizado en torno a ella es admirable, como puede verificarse en los paros y tomas de diversas facultades y bachilleratos de la UNAM.

La misma Natalia Flores, lo recuerdo, ironizaba en un tuit sobre la opción del #MeToo de los «don nadie»: nuestros vecinos, compañeros de trabajo, hombres que nos violentan de manera cotidiana. Y esto también nos obliga a pensar cuál es la arena de estas denuncias, dónde son los espacios en que se legitiman o en los que hay una incidencia real más allá del quemón dentro del gremio o de una clase social que, sin militancia, no corta la membrana de lo meramente individual.

Nosotras

En las últimas semanas, a raíz del #MeToo, leí algunas reflexiones que parecían dirigir el grueso de sus críticas a otras mujeres, es decir, a las mismas compañeras de lucha. Si bien es una forma de apelar a la autocrítica y exigir una organización más concreta, creo que corren el riesgo de perder de vista el objeto de los reclamos originales. Nayeli García, en Yo acuso, escribió sobre el componente identitario de las acusaciones, basado «exclusivamente en el género». Y ese Yo te creo, que le dispara alarmas. O el texto de Nora de la Cruz aquí mismo, sobre el que hay que volver, que habla de ciertos capitales simbólicos aprovechados por grupos de mujeres privilegiadas a raíz del #MeToo. Leo también el texto que Lucía Melgar escribió hace un año, donde reflexiona sobre las denuncias desde el anonimato: el peso negativo, la incapacidad de organizarse a partir del anonimato, que como desahogo o catarsis, opina, no genera responsabilidad en su denuncia, ni moviliza. 

¿Arruinamos vidas?

A menudo lo pienso. En versiones anteriores de este texto hablaba sobre tres casos en los que intervine, como testigo, cómplice o víctima. Pero era demasiada exposición, demasiado de , de mi vida privada y de mujeres cercanas a mí, y me pregunto con franqueza si vale la pena, si desnudarme así me libera. 

La denuncia, viniera acompañada de un nombre, una voz y un cuerpo, o bien surgiera del anonimato [motivado más por el miedo y la cautela que por el ánimo de joder impunemente a hombres inocentes], parecía irremediablemente acompañada de un desnudamiento. Para desnudar al agresor, era preciso desnudarnos nosotras primero. Para señalar los pecados, había que describirlos, inscribirlos en nuestros cuerpos y nuestra psique.

Me entra la sensación de que, fuera de algunos casos contados, nuevamente fuimos nosotras las víctimas colaterales: queríamos liberarnos, queríamos alzar la voz, denunciar y gritar y exigir, y acabamos peor que antes: expuestas, arrinconadas, culpables

Hace un año, mientras leía a tantas mujeres a la distancia, percibía –y las reflexiones de este especial coinciden en este aspecto– que el #MeToo fue, para muchísimas mujeres, un trance DOLOROSO. Lo fue, sin duda, para las que participaron en él, por proximidad o al interior del ojo del huracán, por perjuicio directo y por relación indirecta. Además, el desvelamiento público de lo más privado trajo consigo, de manera inesperada, una especie de duelo colectivo en el que muchas pudimos reconocernos y encontrarnos en las historias de otras mujeres. En la violencia surgida del amor, de una idea del amor.

Creo, todavía sin saber demasiado en lo que creo, que el #MeToo mexicano se instaló como una práctica que pudo ser reapropiada por grupos diversos de mujeres y que movilizó una gama de resistencias. En ese sentido, celebro su emergencia. Pero en un punto muerto en las discusiones feministas en que tenemos que volver sobre nuestros pasos y combatir desviaciones del proyecto común de emancipación de las mujeres –como los discursos transodiantes, que cada vez permean más y retrasan una organización posible–, estoy de acuerdo en lo que plantea Nora de la Cruz:

Denunciar no es suficiente, ni expresar simpatía por un movimiento; se necesita crear un núcleo ideológico, plantear una agenda política, establecer metas y procedimientos, pero sobre todo, proponer una nueva forma de ejercer el poder. 

Es decir, ¿cómo transformar nuestra adherencia ideológica al feminismo en una militancia activa? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quiénes

Creo también que, lejos de erigirnos jueces morales, de cancelar carreras, repudiar personas y negarnos a la compasión, esta inflexión nos obliga a insistir sobre temas no superados: que todo arte es político, que toda escritura es una cosmovisión, que nunca está trazada la raya que divide la obra de la persona, ni la teoría de la praxis; que algunos poemas no valen nada, que hay mucha pedofilia normalizada, que entre nosotras sabemos, compartimos, y nos defendemos –hasta con nuestra pluma– de sus violencias. Y aunque muchos de nuestros conocidos hayan hecho como que no sabían, o hayan guardado silencio, nosotras sabemos que no es así. No olvidamos.

En esta lucha contamos con nuestros métodos de defensa, sobre todo con uno que es esencial en toda lucha colectiva: la solidaridad. La sororidad entre nosotras.

Yo te creo, repetíamos una y otra vez, como un mantra, durante la erupción de aquel marzo.

Yo les creo.

Pensamientos desarticulados

Escribo en esta casa, vacía casi todos los días del mes, a la que vengo a trabajar, a leer y a estar sola. Recorro los pasillos. Durante los años noventa, la casa fue sede de un colegio particular de corta duración en los anales de Polotitlán de la Ilustración. Aquí transcurrió mi vida de 1992 a 1998 y aquí, por cierto, adquirí todas las habilidades que ocupo para sobrevivir hoy en día: aprendí a leer, a escribir, a hablar inglés, a usar los procesadores de textos. Aquí fui alentada, estimulada, desafiada y lastimada también, en este sitio recibí las primeras heridas. Recorro la casa, que salvo algunas remodelaciones está casi igual a esa época en que para mí representaba LA ESCUELA. Los salones son habitaciones cerradas con llave, a las que no tengo ni busco acceso; el territorio libre se compone de la estancia donde se ubican la sala con su chimenea, el comedor y la cocina; además de los corredores, el jardín en el que camino por la tarde, pensando; en el que leo, bajo el durazno o la buganvilia, y donde hace rato me encontré a un gato anaranjado majestuoso, de ojos amarillos.

Aquel jardín es tan grande que alberga una cancha simultánea de futbol rápido y basquetbol. La portería-canasta, de fierro, tiene la pintura oxidada y desflecada. Pero el rectángulo de cemento, formado de cuadrados más pequeños, está intacto y solo a medias invadido por la hierba. Al fondo se extiende un tupido bosque de carrizos, las paredes de adobe centenarias, el misterio salvaje.

Allí encontré al gato, en una caminata vespertina. Encontré el hoyo en la barda por el que se mete y luego seguí su paseo; su cabeza atenta, como una antena, perseguía los graznidos de las aves en los muchos árboles del jardín. Pero al volver al corredor, en una pared, vi una lagartija tan grande que parecía una iguana.

Esta entrada lleva meses a medio escribir. No los párrafos anteriores, esos los he forjado con la rapidez con la que mecanografiaba (otra habilidad adquirida en la época a la que me refiero, pero en otra escuela más odiosa, el Plancarte). Sin embargo hace un rato, mientras leía en el sillón de la sala, cada vez más a oscuras, encontré la respuesta de lo que a continuación intento terminar.

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De un artículo que leí hace unos meses en la New Yorker, titulado, aburridamente, “How social media shapes our identity”, sobre nuestro derecho a olvidarnos, a prescindir de la documentación digital –generada unilateralmente, si quien leyere fuere un chaval nativo digital, por sus propios padres– y la ¿máscara azogada? de nuestras identidades en línea, en fin, la idea que más quedó conmigo, la que sigo rumiando, es aquella de que les niñes hoy en día –con sus canales de YouTube, por decir– se han apoderado de los medios de producción. La niñez crea y consume contenidos sin mediación de los adultos.

Y hay algo ahí, algo que me inquieta. La maravilla de contar con audiencia, les niñes creadores. El laberinto del contenido sin supervisar, para quien se pierde en esa fortaleza. Contenidos no curados, contenidos mediocres en su mayoría. El vasto desierto del entretenimiento, y lo cierto es que casi cualquier cosa entretiene. Distrae. Quisiera que mis sobrines descubrieran a Gógol y se carcajearan con sus cuentos, que leyeran una novelita erótica a escondidas, que hojearan los poemas de Sor Juana, y no como ocurre ahora que miran durante horas a un chileno barbón jugar un videojuego, o consumen sagas enteras de GachaLife de la peor calidad. ¡Bah!

Pero:

Ellos y ellas crean. Dibujan, escriben, tocan música. Elaboran sus videos pacientemente, que luego suben a sus canales de YouTube.

Pensar, entonces, en la dimensión ética de cuidar niñes artistas. ¿El deber de alentar sus talentos, y procurárselos, de no solamente celebrárselos sino facilitarles los medios para ejercerlos? Claro que parece lo más lógico. Alentar artistas. Pero, ¿qué se hace con el talento, cómo se lo administra, qué bienestar puede proporcionarle a quien lo cultiva? En pocas palabras, ¿cómo ser artista en esta época, en este país? Entonces siento una comezón molesta, una pregunta simplona que me repta por la piel hasta formarme un coágulo en la garganta. ¿Para qué? No, tampoco es eso. No es solamente eso. Por un lado, para evitar el mal gusto de la retórica de los sueños –abstractos– que se persiguen –se padecen–. Por otro, porque tendríamos que ser capaces de más, de traer un poco de contexto, condiciones materiales, POLÍTICA a la situación.

Pero la pulsión de crear es más fuerte, y si aparece en la niñez echa raíces profundas. Si la legitima el aparato o no, si se transforma en oportunidad de negocio o no, si la crítica la celebra o la ignora, si llega a las masas o si no llega jamás, nada de esto la determina. Si han de crear, crearán. Si han de entregar sus vidas a la creación, que así sea.

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Acá había un párrafo con anécdotas uruguayas, que suprimí. Pero se refería, como Tiranos Temblad, o por lo menos a la manera en que se originó, a lo que denomino la creación por pura onda. Esa circunstancia tan frecuente en Montevideo de cruzarte cada dos por tres con artistas, con músicos, con escritores, con místicos delirantes. Artistas sin audiencia, o con audiencias limitadas. Crear por crear, por lo bonito y lo posible de crear, y de compartir lo creado, sin buscar ni esperar nada más allá del modesto acto de intercambiar sensibilidades, es decir, esa relación entre el que crea y el que recibe, pero también interpreta y disfruta.

Últimamente he pensado en uno de estos sitios ideales del internet, escondidos a plena vista del gran mall-tendedero digital, Archive of Our Own. La lógica de Wattpad, ponele, al que ni he entrado por lo feo que es, y este otro lugar qué ejemplo de limpieza y elegancia, y de ecos revolucionarios. Nuestro propio archivo.

En ese lugar solamente se escribe (y se lee, que es otra forma de escritura). O, más bien, se reescribe. Intertextualidad pura. Cualquiera puede entrar, adueñarse de personajes o tramas o escenarios o palabras o ideas protegidos por la propiedad intelectual, y crear. Crear para otras personas, para su disfrute y su entretenimiento y hasta su placer sexual. Es un intercambio de atenciones: escribir por pura onda, leer por pura onda. Acompañarse. Los puentes entre almas.

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El tema concreto, la duda que me perseguía, sobre qué hacer con mis sobrinas y mis sobrinos, cómo ayudarlos a gestionar su talento, y si es eso lo que debía hacer, si es que debía hacerse algo, se despejó (o agrandó) aquella tarde en la que escribía los primeros párrafos de este post.

No había leído nunca a Natalia Ginzburg y mi amada M me envió Las pequeñas virtudes.

“En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

Quisiera ir más allá. Quisiera profundizar. La otra noche estuve platicando con mis sobrinas de 10-casi-11 y 12-casi-13. Oh… Al otro día, en el jardín de esa casa, recordaba fragmentos de la conversación y las lágrimas me venían a los ojos. A veces aquí en mi pueblo, en donde puedo vivir con la tranquilidad que en esta época necesito, me siento sola. Me siento intelectualmente sola, vaya. Lo dejaré simplemente así. Entonces, en esa soledad que me procuro, que busco y busco, pensaba que en ellas, en esta cuestión del crear y del no crear, tengo las mejores interlocutoras. Que con ellas puedo hablar de lo que escribo, de lo que quiero escribir, de lo que he escrito. Y ellas, a su vez, pueden hablarme de sus proyectos y hasta de sus deseos de vivir sin proyectos, de elegir no tener la obligación o la deuda que impone la creación.

El hermoso libro de Natalia termina de esta manera:

“Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si hemos continuado a través de los años amándola, sirviéndola con pasión, podemos mantener alejados de nuestro corazón, en el amor que sentimos por nuestros hijos, el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, no tenemos vocación, o si la hemos abandonado o traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como un náufrago al tronco de un árbol, pretendemos vivazmente de ellos que nos restituyan todo lo que hemos dado, que sean absolutamente y sin fallo tal como nosotros queremos que sean, que obtengan de la vida todo lo que a nosotros nos ha faltado; acabamos por pedirles todo lo que puede darnos solamente nuestra propia vocación; queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos continuar procreándolos a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu.

Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella o la hemos traicionado, entonces podemos dejarles germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y del espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Ésta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida”.

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Entradas

Tengo posts a medias. De meses pasados. Empezaba a registrar sensaciones, impresiones, hechos concretos, y luego paraba.

En octubre:

Siento que me espantan. Que quieren espantarme.

Estoy cansada, exhausta. A veces clara, por eso. Porque me canso chambeando. Pero también… lo otro. Los fantasmas. Pasé por un periodo -tuve la impresión- de hipertimia. Luego de una distimia falsamente invernal, a mitad de julio. Llevaba cuatro julios al hilo deprimiéndome, trastorno afectivo estacional (a causa del invierno austral). Más otras dificultades concretas del verano pasado. De pronto: el optimismo, las reflexiones, la creatividad y la seguridad y la voluntad para emprender proyectos amateur en artes nuevas. Al mismo tiempo, fresca disposición social, desenvolvimiento, relaciones sociales.

Ya no sé.

En julio:

Constantemente vuelvo. Pero no quiero ir hacia atrás, sino adelante. No sé si quiero ir adelante tampoco. Necesito el archivo que me permite recuperar la memoria. Año 2016, 2017. Indicarle a Google Maps que la calle Monte Albán, entre Concepción Béistegui y Torres Adalid, colonia Narvarte, ya no es mi casa. Ya no calcules rutas desde y hacia allí. Se acabó. Ahora estoy en otro lado. Condesa, unos meses raros. Y luego otra vez Argentina, un tiempo Constitución, sobre la avenida Entre Ríos, zona pesada por la noche, sin embargo a distancia caminable de la estación de subte y a pasitos de una estación de servicio con kiosco 24 horas, lo cual compensaba. Plaza Garay, que no debía pisarse tras el crepúsculo. Luego, al fin, Boedo. Y fue Boedo por un muy largo tiempo: la avenida La Plata, la autopista 25 de mayo, arteria pesada también, por tramos, sobre todo bajo los puentes, pero no, curiosamente, a la altura de la avenida que nacía en Rivadavia y dividía el barrio que propiamente sería Boedo -con su esquina gardeliana en avenida Boedo y San Juan- del más residencial, homogéneo, barrio Parque Chacabuco (bendecido éste, con todo su aburrimiento, con aquel pulmón tan grande llamado, también, Parque Chacabuco). Habitar un barrio verdadero y vérselas con eso, con las dos o tres rutas de colectivo que te dejan, que te meten en un cuete tras otro, pero también: Pompeya, Liniers, esquinas de Belgrano desconocidas, romances y trabajos en Villa Crespo, la ciudad agrandada y en su dimensión real, esas infinitas caminatas por avenida La Plata de madrugada. Y después San Martín y Viamonte, la ciudad accesible, la libertad total, invierno, fiestas, tabaco de sabores, caminatas, sexo, conversaciones, verano, sudar y tiritar y cocinar y bailar sobre la duela con pedazos desprendidos, flashear y trabajar y pensar y leer y mirar películas y caminar a todas horas, por todas partes.

Cuando empezaba a repasar las aventuras en Los Ángeles, en mayo o junio:

Quiero escribir sobre Los Ángeles. Sobre las cosas que me impresionaron y me causaron gracia. Las diversiones, los momentos elevados, lo sublime: luces, música, velocidad, naturaleza, mar. Los momentos desagradables, cansinos: traslados, esperas, caminatas improductivas que no eran paseos sino como castigos peatonales, el cuerpo atrapado en un vacío grande y hostil y diseñado para el automóvil. Las islas diseñadas para dicho aparato: plazas comerciales que son 75% estacionamientos rodeados de algunos locales semiútiles: dentista, tintorería, tienda de 99 centavos, pupusería fabulosa, licorería, parrilla coreana, Subway genérico y un bar exquisito, o alternativo, o de nicho, o tradicional, o decadente, o latino, o de hip-hop, el género musical que define LA, Leo dixit. Pero también la isla para la isla: las plazas de autopartes únicamente, los mofles de primer mundo que no son tan distintos a los del subdesarrollo, que alienan todavía más, sin su caparazón transportador, al cuerpito humano y su lentitud. Esas plazuelas comerciales al aire libre que abundan en las ciudades semiprósperas del Bajío, por ejemplo, rodeadas de naturaleza igual de serrana, pero en el caso angelino de centros proliferantes y no uno solo denominado histórico, territorio abundante cortado y rayoneado y tejido a la vez por highways de anchura espeluznante. Lo que se sabe, pues. Más otras observaciones y sorpresas.

De las sobras del post de los gatos:

De repente, por la madrugada, escucho maullidos de bronca, esos gritos de guerra que los gatos lanzan cuando están a las puertas de putearse. A veces abro la ventana y grito ¡ALEX! ¡GATOS!, y lo único que alcanzo a ver es una sombra rapidísima que desaparece por la barda y las plantas, hacia la milpa y los terrenos de atrás, atravesados por dos caminos solitarios.

¿Quiénes pelean? Anoche me pareció ver la sombra de un cuarto gato. ¿Hay otros gatos que quieren atravesar ese sitio donde se sirve carne de cerdo y de res, y a veces también granos de pozole cocidos y arroz y huevo sobrante y papas hervidas, ya que leí que los gatos pueden digerir y nutrirse de todas estas cosas?

Unas frases aisladas que hubieran terminado en un exabrupto narcisista:

Desde que me acuerdo, desde que era niña, siempre había alguna persona enamorada de mí, o más bien obsesionada.

Todavía me perturba, si bien momentáneamente me acaricia el ego, cuando en mi pueblo me saludan y me llaman Lilí y saben cosas de mí y están al tanto de mis desplazamientos y hasta un poco al decirlos se echan de cabeza.

Las líneas o puntos a tocar más recientes:

Viene.

Gatos, ruidos, envenenamientos.

Inseguridad, policías.

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De Missouri, del norte, de las nueces, no hay nada aquí. Pero allá escribí mucho, vigorosamente. A mano, sobre todo. Afuera nevaba y adentro, en la cabina, no teníamos internet. Yo escribía y escribía, y cuando no escribía leía, y cuando no escribía ni leía trabajaba, y como trabajaba más con el cuerpo y el instinto, pensaba mucho mientras trabajaba. Mi cuerpo, cansado, sometido al clima hostil. Además de todo, convivía. Los cuatro primero, mi hermano y su amigo, y mi amigo y yo (mi compañero de la secundaria, que me encontré allá y estuvo unas semanas y luego tuvo que irse, y con quien nos contamos lo profundo y me recordó personas, vivencias que pensé que recordaba pero no las recordaba para nada, no había pensado en ellas en casi veinte años, y en él todo estaba reciente, fijado por la intensidad de las experiencias inmediatas, migrar siendo todavía un niño, a los quince años quién sabe nada, etc.). Luego, los tres nada más, y qué difícil fue, y qué intenso, y qué alegre, a veces, y qué extraño todo, qué lleno de ebulliciones, entre mi hermano y yo, entre nuestro amigo y yo, entre ellos dos casi nunca, y luego: la nieve. Brunswick, el pueblo doble de aquel del que los cuatro habíamos partido, parecidos y distintos en igual medida. Columbia, Missouri. Marshall, Missouri. Miami, Missouri. Mexico, Missouri. Carrollton, Missouri. El caudaloso río Missouri, al cruzarlo por un puente. Jim, Brad, Ethan, Roberta, Kaythlyn. Los güeros. Comer con tortillas y salsa todos los días, y todo lo dulce con sabor de peanut butter. Mirarnos profundamente a los ojos, el hombre con muchos nombres y yo, y unos sueños intrincados, vehementes, a veces demasiado obvios en su simbolismo.

Pero esa lista de arriba es la que ahora quiero pensar. Cuando estaba allá vi en una publicación de NotiPolo que alguien estaba envenenando perros y gatos callejeros en Polotitlán. Hace un par de meses supe de un ajuste de cuentas a una mujer y uno de sus trabajadores que se dedicaban al huachicoleo. Acaban de matar a un hombre en su local y dos taxistas aparecieron quemados dentro de sus unidades. El miedo que acá era de orden sobrenatural, y así se mantendrá, se mezcla con este horror que es estado de emergencia. Ya no he visto a una de mis gatas, las hermanas calicó. Y ahora cuando Alex se acerca al montón de comida, me maúlla y quiere quejarse o expresarme algo, y se va sin comer. ¿Desconfía de nuestra comida? ¿Qué intenta decirme? Tengo que aceptar que la otra gata debe estar muerta. Por la noche escucho otra vez esos rugidos agudísimos, un chillido que me trastorna, que me hace odiarlos. Y a veces, como todas las noches desde que yo era una niña, un concierto de ladridos lastimosos a cierta hora de la noche.

Alex

Respeto completamente al gato Alex porque él ha alcanzado la máxima expresión de su existencia. Él vive libre: su ágil cuerpo de gato recorre el mundo a su alrededor, que es verde y de confines remotos, salpicado de humanos y sus cosas grandes con sus peligros.  Todas las noches le damos de comer las sobras del restaurante. Mucha carne, de cerdo o de res, cocinada pero a veces cruda. Él siempre viene a las once de la noche en punto. Se para junto a la puerta y maúlla. Yo salgo y lo miro: un gato grande y gordo de color anaranjado, con la panza blanca y los bigotes, tensos, muy largos. El tipo maúlla con un tono TAN MANIPULADOR. Tan dulce y rastrero. Tan satisfactorio. Eficaz por eso. Es el canto de la sirena o del flautista que ahuyenta las ratas pero no te destruye después de llamarte y hechizarte y llevarte hacia sí, a menos que consideres esa mansedumbre otra forma de destrucción. La servidumbre voluntaria, que le llaman. Yo lo sirvo y me someto a sus deseos. No pido nada de él; me es suficiente la visión, incluso si es parcial y fugaz, de su cuerpecillo regordete. Disfruto mirarlo y mirarlo nada más, sin hablarle ni exigir su atención; disfruto mirar la mancha blancuzca que se acerca en la oscuridad, y algunas tardes o mañanas advertir las patitas que alborotan hojitas de árboles y plantas cuando atraviesan la barda a gran velocidad.

LOS GATOS ME GUSTAN MUCHO.

Como suele ocurrirle a otros ailurofílicos, encuentro la fisonomía felina altamente agradable. Me dispara, no sé, algo entre la risa y la ternura. Además, y en cierta forma de mayor importancia, los comportamientos de los gatos me despiertan curiosidad, fascinación y respeto. A los gatos los admiro y los envidio, pero también me siento impelida a cuidarlos y alimentarlos como una madre. Convivo con ellos entre la adoración pura y la extrañeza, ya que a todo momento se hacen evidentes, con estos individuos pelusitos, la alteridad y la separación irreparables.

Alex sabe lo que necesita y ha encontrado una forma de procurárselo. Él es todo relaciones públicas: cuando viene y me maúlla con ese tono que ha sabido perfeccionar, cuando me acuerdo de lo que me contaron una vez, que los gatos sólo maúllan para comunicarse con los humanos, nunca entre ellos, entonces yo caigo en su juego y le respondo igual. La relación comercial se camufla entre intercambios afectivos que tal vez, ¿tal vez no?, para él están vaciados de sentido. Su ronroneo me permite especular: él se deja acariciar y rascar la panza y la cabeza y el mentón y la garganta como varios de su especie, y cierra los ojos mucho durante el suceso, señal más o menos clara (pero con ellos todo puede ser equívoco y ambiguo) de que le gusta.

Alex me llama, me envuelve con la rara música de su voz, esa voz que me activa como las órdenes del hipnotista y en otros humanos parece no surtir efecto, es un mero ruido del afuera, el chillido del gato callejero.

Una noche llegó todo puteado, se había peleado con alguien. Estaba sucísimo, con costras de lodo en el pelaje. Y una rajada sangrante en la cabeza. No se dejó tocar. Anduvo así días. Luego vino y  las gemelas de cinco años, mis sobrinas, lo estuvieron acariciando un largo rato, y entonces yo lo acaricié también y en un descuido se dejó limpiar con agua oxigenada. Pero la herida ya estaba cerrada.

El misterio se ensancha, porque Alex no está solo. Según las informaciones que he recabado, el Alex original era el padre, y a éste lo llamaron negando la identidad de aquél: “el no-Alex”. El NoAlex. O Noalex, que suena a medicina contra las hemorroides. Prefiero llamarlo Alex, ¿no es cierto que él ya se ha ganado el patronímico?

Alex, como tantos gatos machos sin dueño, es un semental. Una de sus compañeras es una gata de tres colores: es blanca y es anaranjada y es gris, sin mancha dominante, todo su cuerpo son parches y recortes, como una gatita hecha con las sobras de otros gatos. Mi hermana dice que es una calicó: como las gatas carey, su pelaje tricolor revela el sexo de la gata. Dice Wiki: Los gatos que presentan la característica calicó son casi siempre hembras, que en cada una de sus células tienen dos cromosomas. Leo también que se consideran de buena suerte y que ahuyentan los malos espíritus.

La cabeza de esta muchacha calicó es muy pequeña y ovalada, y sus ojos rasgados son de un gris verdoso y aguachento. Ella es temerosa de las personas y ágil para huir con un salto karateka cuando alguna se le acerca. Alex la llama cuando le servimos, come rápidamente una porción y le deja el resto.

**Días después

Dejé de escribir. Otras cosas, trabajo, situaciones. PERO EL MISTERIO SE HA DUPLICADO, como espejos deformantes. Hay otra gata calicó. Una noche vino Alex y luego vino Ella, y media hora después llegó la Otra, a la que habría tomado por la primera de no ser porque reconocí, vagamente, que las manchas grises estaban diferentes, más grandes y oscuras, y que dominaban el dorso. La panza, abultada. Cargada o recién parida.

CA RA JO. ¿Por qué siempre proyectamos atrapar a Alex y llevarlo a esterilizar? ¿Y por qué no terminamos de hacerlo? Ahora hay otra gata de la buena suerte embarazada, y no sé qué es de la primera, si su madre o su hermana, su gemela de camada, como las gemelas que las descubrieron, y que de alguna forma también son la duplicación de mi cuñada y yo, que nacimos con días de diferencia y nos parecemos un poco y las personas a veces nos confunden una con la otra.

**ALGUNAS SEMANAS DESPUÉS

Interrumpí, por tercera vez, la redacción de este post. Después de los párrafos anteriores había muchos párrafos que decidí suprimir, por aburridos y redundantes. Los copié y pegué en una entrada, que seguramente jamás publicaré, con la clave “gatos sobras”. Igual en todo esto se encuentra el tema del doble.

He querido escribir sobre volver al pueblo. A los gatos de campo. A la vida familiar, rural, sencilla. Los trabajos que efectúo. No estoy en espera de nada, no intento irme, por ahora, a otra ciudad. Ésta es mi base de operaciones. Aquí hay un misterio y quiero penetrar en él, vivir una de mis tantas vidas posibles. Acordarme de caras del pasado y paredes que ya no existen y hasta plantas arrancadas. El cactus órgano de mi bisabuela Aurora rozaba los tres metros, todavía puedo ver cómo sobresale de la barda de adobe. Nuestros árboles frutales: manzana verde, chabacano, durazno, aguacate, zapote, mandarina, pera, higo, granada, tejocote. El tejocote sigue vivo. La casa, ocupada. Ansío volver, habitar aquel departamento independiente con salida a los techos de bóvedas. Paisaje lunar.

Las gatas ya tienen nombre: Perlita y Clarita. Perlita es la intrusa que resultó una fiera y le sisea a Alex y a Clarita y acapara la comida y no los deja comer, y la que más me halaga con la dulzura de su canto y su cola que se trenza en mis piernas. Me gusta vivir aquí. La suerte permitirá volar después.

 

 

Los Ángeles // BTS

Diré que llegamos. Así suele empezarse. Las ruedas chirriantes del avión rasparon la tierra y, otra vez, aquel país, aquella idea. Hace cinco años que yo no entraba a sus fronteras y la última vez fueron islas que son distintas, que son otra cosa. Pero mi viaje no empezó ahí, sino a un costado de la carretera, en el km 133 de la autopista México-Querétaro, con las luces de los trailers y los automóviles encegueciéndome. Anochecía, el día de la partida se me había rebanado en múltiples pendientes, y ahí estaba debajo del puente, con mi mochila en la espalda y mi petaca compacta en el suelo, esperando el autobús que se detuviera para llevarme a la terminal de Querétaro, donde me encontraría con Triquis para tomar el autobús de las diez pe eme hacia León, Guanajuato, y pasada la medianoche abordar un Uber -única opción a esa hora- al aeropuerto internacional del Bajío, en Silao. Semanas atrás habíamos encontrado desde ahí, a una hora irrisoria, pasajes baratos, así que los tomamos. Y en aquel aeropuerto sucinto, tras una espera de horas en salas frías y aburridas donde muchas otras personas esperaban también, dormidas en asientos incómodos o directamente sobre el piso helado y súper limpio (no hay nada qué hacer salvo encerarlo a todas horas, parece ser la consigna), abordamos un vuelo de tres horas que nos depositaría en la ciudad de las estrellas.

Mañana azulada. Palmeras, palmeras por todas partes. Migración, ajetreo. Cambiar, con tarifa desventajosa, unos pesos mexicanos por dólares, en vista de que la hora de nuestro vuelo me impidió efectuar dicha operación anticipadamente. En los pasillos del aeropuerto comentar “por aquí pasó…”, y  señalar lo novedoso y lo conocido y lo gracioso, porque con ella todo siempre es gracioso, y agradable, y fácil. Un trayecto en el autobús FlyAway hacia Union Station. Autopistas de muchos, muchos carriles. La ciudad de concreto. En la estación: los murales. El sol brillante. La señora hermosa, mayor, que nos indicó la dirección de Highland Park. Y en Chinatown creer que nos equivocamos de tren, y bajarnos, y descubrir que creer que nos equivocamos era la verdadera equivocación (fue mi equivocación). Y mirar por la estación al aire libre un estacionamiento repleto de autobuses escolares amarillos, y del otro lado las calles amplias y las estructuras que simulan pagodas del barrio chino, y humaredas blancas salidas de no sé dónde, y las autopistas, y las colinas, y las palmeras, siempre esas palmeras altas y flacas que definen el paisaje angelino. Pero el Airbnb no estaba listo y en Highland Park -demasiado residencial, poco movido a esa hora- caminamos un rato hasta que decidimos volver a Chinatown, a unas estaciones de distancia (nos sentíamos invencibles con nuestra tarjeta TAP ilimitada por unos días), y allí caminamos por sus anchas avenidas y rápidamente encontramos Foo Chow, un restaurante chino que Eileen Truax nos recomendó, famoso porque ahí se filmó Rush Hour de Jackie Chan (el letrero grande desde el otro lado de la acera, Jackie Chan’s Rush Hour was filmed here: a partir de entonces veríamos letreros similares en varios locales y restaurantes, y de las películas más tontas: Jack & Jill, Big Momma’s House, o cosas peores). Estábamos exhaustas, y el local era chiquito y agradable, con un fresco muy lindo en una pared, y a esa hora apenas había unos cuantos comensales, y pedimos pollo a la naranja y chop suey de vegetales, y sopa miso, y té tailandés y té verde tibio, y todo estuvo exquisito y barato y satisfactorio, nuestra primera comida caliente después de viajar toda la noche y toda la mañana. Ah, recuperar fuerzas, cargar el celular en un conector, lavarse la cara, enviar mensajes. Luego, cargando fatigosamente nuestro breve equipaje, recorrer placitas achinadas, entrar a una tienda de fayuca (inciensos, y aretitos, y piedritas, y paragüitas, y dragoncitos de madera), caminar por los angostos pasillos de un mercadito parecido a un tianguis. En un local: Fireeeee. Y reír. Ya pronto, ya mero. Y volver a Highland Park, y buscar la casa de Nick, tras subir una calle empinadísima, pletórica de las típicas palmeras altas y flacas ese a de ce ve, sudando y respirando agitadamente, y al fin encontrarla (antes: preguntar a un muchacho que pasa mirando su iPad, quien de inmediato busca en Google Maps igual que nosotras venimos buscando en Google Maps, ya que a todo esto contar con una conexión 3G constante fue nuestra salvación). Se trata de un chalet en el patio trasero de un dúplex, con jardincito, agradable, soleado, bien decorado, Nick es rubio, ¿de Missouri?, claramente gay, y su perro french se llama Bill, y Bill nos mira y mueve la cola y se mete a nuestro cuarto y husmea entre nuestras cosas, mirándonos con ojos de humano, es simpático Bill, y por fin recostarnos en una cama y dormir de un modo que es más como desenchufar el cuerpo que ya no da más, que está quemado. Un par de horas más tarde despertar, la ducha reparadora, sentirse como una persona nuevamente, y las decisiones prácticas, eso que es tan de viajar en compañía, ¿me llevo suéter o no?, ¿nos dará tiempo de volver tras ese paseo o no?, ¿mochila o cangurera/riñonera, o chamarra de bolsillos amplios?, ¿me llevo las llaves yo o las cargas tú?, etcétera.

(estoy más bien acostumbrada a viajar sola, pero qué agradable fue, qué fácil)

Esa noche iríamos a ver a Negative Gemini en el Lodge Room. Todo se nos había dado tan bien, tan esplendorosamente bien: durante semanas estuve buscando conciertos que cayeran en los días de nuestra estadía, y de pronto me aparecía ella, la solista que había escuchado de manera obsesiva los últimos dos años, cuando descubrí -¿cómo, dónde, por quién?- aquel video semicasero de You never knew en Sofar NYC, con el peinado que tenía entonces, bobcito teñido de negro y con flequillo, una Winona Ryder (¿no es mi modelo, después de todo?) cuyo proyecto -¡ay!- se llamaba Negative Gemini (nos une el signo de Géminis, ¿y lo negativo, o lo que se percibe como negativo?) que hacía un synth pop de toques góticos, ácidos, de pronto progresivos, de pronto deudores del eurodance noventero, o del dream pop dosmilero, que de inmediato me capturó, en casi todas mis playlists está, había soñado con verla en vivo, y de pronto resultaba que daría un concierto a unos PASOS, literalmente a UNOS PASOS, del Airbnb más conveniente para alquilar, por su cercanía a Pasadena y al estadio Rose Bowl, por veinte módicos dólares, es que era de no creerse, de no creerse verdaderamente.

Así que fuimos, a pie, por una cosa. Mirando todo: las rejas de las casas y las casas mismas, con sus colores a veces centelleantes; los automóviles, el bajo número de peatones, la tarde que se descomponía en rosas-anaranjados-amarillos mostaza, luego York Boulevard, restaurantes mexicanos, bares, los infaltables food trucks con BIRRIA y pupusas y pork tacos (ah, esos pork tacos, y esos beef tacos, y esos chicken tacos), gente hermosa y gente diversa y gente como nosotras un viernes por la tarde tomándose una cerveza y exhibiendo vestimenta/peinados/modificaciones corporales cool, y pasar por un EL SÚPER (era un Chedraui, rebautizado EL SÚPER, que a partir de entonces daría pie al meme más memorable o por lo menos más insistente del viaje: pronunciar todas las palabras y frases escritas en español con acento caricaturizado de gringo) (para entonces ya habíamos establecido el código para referirnos a los gringos: bolillos, como suelen decirles los paisanos, del modo en que yo había aprendido con mi hermano, cuando era mojado, que los latinos suelen referirse a las personas de color como morenos, o moyos, para evitar la odiosa sonoridad del negro, tan reconocible, tan odioso, tan insultante) (desde mediodía, en las bancas de la estación al aire libre de Highland Park, habíamos establecido un código lingüístico que respetamos a rajatabla, a fin de proteger y ocultar nuestro discurso, el castellano que en Los Ángeles, de entre tantas ciudades, es tan transparente: cómo nos referiríamos a ciertos grupos étnicos, etarios, sexuales, de los que podríamos hablar impunemente aún en su presencia, sin herir susceptibilidades ni alimentar discursos de odio) (un último paréntesis: ¿a qué genio se le ocurrió bolillo?, ¿acaso porque el gringo es blanco como el migajón y, como el migajón, desechable?, ¿white trash en su forma más acabada? ¿O porque es una palabra difícil de pronunciar si la lengua nativa es otra?, ¿por qué, oh?).

Luego, con el cielo apenas oscurecido, por calles vacías, limpias, casitas con porches inmaculados, volvimos. Pasamos delante de una high school. Entramos a un Seven-Eleven. Llegamos al Lodge Room, en una esquina que volvía a ser ciudad, la entrada por un callejón angosto, y un dude en la puerta con quien bromeamos de una tontería, y no sabíamos que antes de Negative Gemini (nombre real: Lindsey French) estarían Buzzy Lee (nombre real: Sasha Spielberg) y Part Time (una banda que nos recordó otras épocas, otros gustos), y tomamos cerveza IPA y esperamos sentadas, o de pie, riéndonos, aburriéndonos a veces, hasta que salió ella, por fin, y abrió con You never knew y me hizo tan feliz, me llevó a otro mundo, qué extraña diferencia con lo que se vendría al día siguiente, un venue pequeño y amaderado, con candelabros y un paisaje al fondo y luces bajas color violeta y azul, y no seríamos más de 200 personas esa noche, estábamos hasta adelante, sin esfuerzo alguno, tan cerca del escenario que mirábamos los cables de los teclados y las guitarras y los amplificadores, y hasta las pequeñas arrugas del traje que se había puesto ella, color salmón, y que abrazaba su cuerpo bellamente, y muy pronto Body work, favorita total, y Bad Baby y  You only hate the ones you love y  Different color hair (sí, ahora es de un rubio anaranjado, y largo, y suelto) y You weren’t there anymore y Skydiver y Don’t worry bout the fuck I’m doing, pero no, por ejemplo, Virgin who can’t drive (construida a partir del sample de la exacta línea que Brittany Murphy qepd le sorraja a Alicia Silverstone en Clueless), y a un lado una muchacha que de pronto me sonreía, porque bailábamos con entusiasmo parecido, y luego su mano en la mano de otra muchacha, que la alejaba, y la marea de los cuerpos, y notar al baterista y al bajista, los dos tan masculinos, esa vibra sexual entre ellos y Lindsey, y algunos vaporizadores en funcionamiento, veo todavía las caras, ¿por qué conservo detalles tan inútiles?, y los que hablan fuerte y son molestos, y de nuevo perderse, el hielo seco, la nube rosada pacheca, las luces violeta, el drop esperado, en fin, todo lo que esperaba de una noche como esa.

Salimos y caminamos en la dirección equivocada, disfrutando el paseo de todas maneras, y pronto rectificamos. Consideramos comernos una torta de carne asada en un food truck abierto a esa hora, y otra vez rectificamos. Por fin, cerca de la estación de tren, descubrimos que nuestra única opción era una taquería que entregaba los tacos por una ventanita, se llamaba La Estrella y al día siguiente una sucursal compañera nos salvaría, y dijimos bueno-por-qué-no, y fue buena decisión, porque eran tacos ricos aunque con esas tortillas de maíz no nixtamalizado, o nixtamalizado apenas, que están buenas pero no son tortillas-tortillas. Salvaron: su salsita roja potente y su cilantro y su cebolla cruda en cuadritos.

¡Ah, tantos detalles! El sábado tan soleado. Ir otra vez al York Boulevard, en un Lyft conducido por Alex Cole, quien nos escuchó hablando en español y esperó el momento adecuado para meterse a la conversación: rockero italiano que nos regaló una uñilla con su nombre y nos invitó a su concierto el siguiente jueves, al que prometimos ir sin intenciones verdaderas; qué risa, qué personaje tan angelino, y luego comer en el jardincito trasero de Nick, mirando a sus vecinos a través de rejas improvisadas, un viaje anticipatorio, con emoción y preocupación*.

Finalmente nos dirigimos al Rose Bowl. Todo alrededor del estadio era una verbena: food trucks, muchachas regalando postales, islas de mercancía oficial, grupos variopintos ensayando coreografías. Picnic improvisado en el pasto, igual que otras muchachas y muchachos, y señores y señoras, y niños y niñas. Es que siento que debe reiterarse la diversidad de lxs asistentes, es parte esencial de la experiencia. Personas de todos colores, de todos tamaños, de todos sabores. Muchachas musulmanas hermosas con sus hijabs y trajes sastres color rosa pastel, el color oficial de esta era be te ese. Niñitos y mujeres y señores de color, latinxs de todas edades (it’s L.A., baby), jóvenes de ascendencia asiática, armenia, europea; personas con alguna discapacidad física, algún trastorno neurológico, algún impedimento motriz; adultos y adultos mayores en grupitos, no necesariamente como chaperones, van por gusto, con orgullo y sin vergüenza. Muchaches con sus diademas de Mang, de Chimmin, de Cookie, de Tata, de RJ, de Koya, de Shooky. De ot7, como una corona. Con sus playeras BT21 o sublimadas o pintadas a mano, con letreros de lo que se les ocurriera: memes impresos, la foto más tonta de su bias, una frase memorable, de dónde vienen (lejos, de otro estado, de otro país, de otro continente) (en el estacionamiento, camionetas y autos compactos decorados como de recién casados, la aventura bangtan sonyeondan desde Washington o desde Texas o desde ¿¡Chile?!, etcétera).

Nos fuimos a formar a la cola-serpiente, que rodeaba las inmediaciones del estadio en una imagen que, si ahora la veo en mi cabeza a vista de pájaro, se me figura a la de una película que el martes siguiente fuimos a ver en Universal Studios, Us. The tethered. Y eslabonadas a esa cadena humana nos pusimos a hablar nuevamente con nuestra lengua privada, y nos reímos y nos preocupamos* juntas y nos volvimos a reír y tuvimos interacciones con otros seres humanos y tomamos decisiones, por ejemplo ese día Triquis tomó el mando, yo no estaba en condiciones de hacerme cargo y me entregué a ella; esa dinámica se repitió en nuestro viaje: algún día, alguna noche, alguna salida cualquiera, una de las dos se convertía en la responsable, la que manejaría las direcciones -Google Maps, salvador- y guiaría a la otra por norte-sur-este-oeste, a la derecha o a la izquierda, la que se encargaría del dinero y las cuentas, del transporte público -la app Metro, salvadora-, de lo práctico. He descubierto que es la mejor dinámica, mantiene la estabilidad, nadie depende al cien de nadie, cada una colabora y tiene oportunidad de liderar pero también de descansar. Agh, ¡Triquis es la mejor compañera de viaje! (escribo con emoción esto que ya debería publicar, al menos una primera parte, antes de emprender otro miniviaje con ella al D.F. para, claro, la marcha gay y Momoland en el Plaza Condesa y ciertos trámites y asuntos que deben llevarse a cabo en esa ciudad en la que no extraño vivir del todo, como no extraño Buenos Aires tampoco; ahora me encuentro demasiado bien en mi pueblo, redescubriendo la vida en su interior, pero ya escribiré de eso llegado el momento) (seguiré, seguiré, para no desviarme).

*La preocupación mayor: meses atrás, el día que los boletos salieron a la venta, Ticketmaster nos había mantenido en la fila virtual por horas y luego, al intento veintisiete de asegurar dos lugares (los puntitos coloreados del plano digital del estadio desaparecían apenas pasabas el cursor por encima, lo gris devoraba aquellos miles de puntos/asientos que debían durar más, debían ser suficientes), cuando por fin conseguimos sitio en las últimas-últimas filas y empezamos a meter los datos bancarios, limpiamente fuimos expulsadas de la página. Tres, cuatro veces. ASH. La comunidad amante de BTS por Twitter compartía sus triunfos (despreciar sin miramientos a quien ya se agenció buenos boletos), sus amarguras (expresar compañerismo), y algunos consejos: llamar a los teléfonos de Ticketmaster, usar diecinueve computadoras del salón de cómputo de la universidad, conectar laptops, tabletas, teléfonos simultáneamente, en fin: resultaba que estos boletos eran los más buscados del planeta y no duraban ni media hora.  Qué locura. Pero ya estábamos ahí, ¿no? Ya habíamos decidido, unos días atrás, que iríamos a Los Ángeles o a Nueva York a verlos, no sólo por verlos sino también por ir. Por viajar. Por tener un divertimento. Por darse un gusto adulto, por más que el objeto de ese gusto fuera o pareciera decididamente adolescente, y sin embargo de adolescente todo esto habría sido imposible. Y yo no iba a quitar el dedo del renglón. Tras algunas investigaciones, vi que varixs compraban boletos en VividSeats, un sitio de reventa, así que con las sentidas palabras de “si tú saltas yo salto” (porque el vínculo Leo DiCaprio nos une a Triquis y a mí desde que nuestra amistad empezó hace tres lustros en la facu de ciencias políticas y sociales), dimos el mentado salto de fe. El PDF de los boletos me llegó inmediatamente a mi casilla de correo, y al abrirlo, con su anuncio pixeleado de Takis, no dejaba de sentir que aquello bien podía ser una estafa monumental (habíamos pagado, al final, un poco más del doble del precio original) (sí, sí, sí, y no me arrepiento, y al día siguiente del primer concierto se nos retribuiría ese pago, pero ya llegaremos allá) (si es que siguen aquí, ¿siguen aquí conmigo, leyendo estas cosas que dan un poco de pena pero que debo fijar para mí, como siempre, y también para que mi compañera de viaje reviva la aventura y podamos reírnos un poco después?). Luego, cuando días después me llegó un correo informando que el pago del seguro del boleto no se había validado, entramos en pánico. El seguro de veinte dolarucos me daba esa falsa seguridad de que todo operaba como era debido. Entonces nuevamente en los bajos mundos de Twitter aquella anécdota o leyenda urbana o información verificada respecto a la usuaria de VividSeats que, a punto de entrar al concierto, descubrió que sus boletos eran falsos, y la preocupación escrita en mayúsculas y con muchos emojis lastimosos y gifs de lloriqueos por personas que habían hecho uso de sitios parecidos. Sin embargo, tras varios mails con distintos Toms, Jessicas y Andrews de servicio al cliente del sitio, decidimos creer que todo estaba en orden. Nos obligamos a creer que sí, total. Y empezamos a organizar el viaje, siempre con la inquietud de que nos pasara lo mismo que a usuaria de leyenda urbana, tan cerca, tan lejos, Y TODO PARA QUÉ.

La cola-serpiente reptaba por puentes, por grandes extensiones de pasto, por los bordes de un estacionamiento infinito, sobre césped perfectamente recortado, mientras algunes guardias del Rose Bowl pasaban como carceleros preguntando quién no traía bolsa alguna, porque había una especie de fila exprés para los que traían las manos vacías. ASH (entre las especificaciones del estadio se encontraba la de llevar bolsas o mochilas transparentes, requisito que sin querer había cumplido /yesss/). Una rosa roja, hermoso logo oficial, en botes de basura, en postes, en cada cartel. Cruzarnos con personas con las que nos habíamos cruzado antes, e intercambiar deferencias. Y avanzar, avanzar, son casi las seis de la tarde y se supone que esto empieza a las siete treinta. Y después a unos metros ya se encontraban los detectores de metal y lxs guardias, el portal místico, ese pitidito del aparatejo que escanea los boletos y que es deleitable por el triunfo que supone. Pasó primero Triquis. Si tú saltas yo salto. Y el pitido triunfal. Y el mío. Y estar adentro, por fin. Con qué alivio eufórico nos abrazamos. TODO SALIÓ BIEN, DUDE, AHGHR, A HUEVO, ya en la tierra prometida, en el Disneylandia de lxs amantes de BTS.

Seguiré con detalles, no tienes por qué continuar si te has aburrido ya. Las filas largas para entrar a los baños, veinte minutos calculados (unas amigas dándose instrucciones: “entramos, orinamos, salimos corriendo”). Las filas largas para comprar y configurar la ARMY bomb que se activaría conectada a una matriz y al prenderse formaría, con las otras miles de bombs en el estadio, figuras, colores, arcoiris, o titilaría al ritmo particular de cada canción. Las filas largas para la mercancía oficial. Para unos nachos. No, porque pasó un señor vendiéndolas, para una botella de agua, que compramos por diez malditos dólares. Gasto odioso pero necesario. Navegar entre la marea de colores. Encontrar nuestra entrada. Un túnel que varies recorrían entre brinquitos, corriendo y gritando, o con falsa calma, para emerger a la boca del estadio: tanto espacio y tanto sol, las montañas de California, una tarde perfecta, el escenario con mobiliario cubierto por mantas y ¿hay dos panteras gigantes ahí colgando? (y te imaginas a Jin y a Jungkook y a Yoongi gritando WAKANDA FOREVER y, aunque no viene al caso, las panteras ahí tienen, en su capricho, un cierto sentido), y las macropantallas donde pasaban la videografía entera de BTS en orden, entre gritos enloquecidos como si ya hubieran salido ellos, y eventuales anuncios informativos. Conocimos a Viviana, (“como V”, pero su bias era Jin: se sabía por su diadema de RJ) (mira, no te voy a explicar), quien había venido desde Arizona en autobús. Se tardó dos días. Ya se había puesto a platicar con otra muchacha que también había ido sola, desde muy lejos, y como nos escucharon hablando en español hicimos todas conversación, aquel reconocible acento de la comunidad latinaestadounidense. Fui al baño una última vez y, en el pasillo, escuché que en las pantallas pasaban Singularity. MI BIAS, entiéndelo. Mi amado Kim Taehyung con su brazo dentro de la manga de un saco colgado en un perchero, su mano como si no fuera su mano, tocando su rostro como si no fuera su rostro. Hice una cara que seguro fue altamente expresiva, y un muchacho que venía de frente empezó a reírse conmigo, y los dos nos reímos mucho y sin palabras, compartiendo varias capas de significado en el pequeño acto. Cosas así, ¿sabes? Juvenil, inocente, alegre. Y aunque cuando volví la dulce V había tenido un problema con una mujer déspota que tenía el mismo número de asiento que el suyo y que la había obligado a cambiarse a otro sitio, ella no se dejó amilanar y siguió contenta y animada y hasta nos encargó su ARMY bomb, más tarde, para grabar Epiphany, el solo de su amado Jin.

TOTAL. Empezó. Fuegos artificiales. Michael Scott gritando OH MY GOD IT’S HAPPENING (The Office es otro de nuestros fuertes vínculos; todavía nos acordamos, Triquis y yo, de una vez que tardamos setenta y nueve minutos evacuando el Foro Sol al término de un Corona Capital, y cómo los gastamos enteros acordándonos de los mejores momentos de Michael Scott). No sabíamos nada de lo que pasaría. Era el primer concierto del tour. Qué gran decisión, qué buena movida no escoger Nueva York, después de todo, y entregarnos a una ciudad que ninguna de las dos conocía, a pesar de sus contras (no tener exactamente con quién llegar, como sí hubiera ocurrido allá, en la gran manzana donde además habría más transporte público y la ventaja de que ya conozco, el destino me ha llevado algunas, pocas veces; ya no me perdería en el metro, conocería algunos trucos, y a la vez eso lo volvería menos divertido, menos novedoso). Mejor Los Ángeles, primera vez para las dos, primer concierto del tour.

Más pormenores, más capturas de lxs asistentes:

¡Cuando Jungkook voló! Cantaba su canción como si nada y de pronto lo amarran a unos cables y ya está volando sobre el estadio como si cualquier cosa, y mi ansiedad fincada en el tópico de las tragedias-inesperadas-en-la-música-popular (Lennon, Selena, Cobain, como quiera un accidente así sería aparatoso y horripilante y le daría la vuelta al mundo en segundos) me hace no disfrutar del todo mientras el muchacho está en el aire. Pero baja y sigue cantando, muy cancherito. Detalles así, de los que millones se enteraban al instante, a través de numerosas transmisiones en vivo por Periscope y por Twitter, y que luego de ese día ya no serían sorpresa pero para nosotras sí, todo era una sorpresa y un acto inesperado y totalmente nuevo, lo que incrementaba su valor (vaya, llegar y disfrutar sin spoilers). En cada cambio de vestuario, aquellos videítos reciclados del tour anterior que permitían adivinar lo que vendría a continuación, las actuaciones en solitario y ciertas canciones, y sobre todo y lo más importante, daban la oportunidad de sentarse y descansar con dignidad y recuperar fuerzas para la siguiente aparición que nos eyectaba de nuestros asientos como tapón de champaña. Una señora me tocó el hombro para hablarme porque sintió la fuerte necesidad de felicitarme por lo mucho que, SE NOTABA, estaba disfrutando yo el concierto (o sea, bailar y corear lo coreable y no tener una bombita de luz en la mano y sacar muy poco el celular para fotografiar algo). A mi costado estaban unas adolescentes rubias que hablaban como salidas de una cuenta stan de Twitter, con esas expresiones que forman parte del vocabulario kpopero, tipo cuando uno de ellos hace algo muy sensual y se considera RUDE y un ATAQUE, y la de al lado tenía su clásico jersey negro con las letras J I M I N en gigante y fue un placer mirarla derretirse en una mudez  pasmada durante Serendipity (Jimin también es el bias de Triquis: son mutuals). Una fila abajo estaban dos muchachos de ascendencia asiática, uno de ellos con el pelo teñido de rubio, ligeramente parecido a Tae, que agitaban con ardor sus ARMY bombs y constituyeron el mejor ship irl que he mirado. O un hombre que, atrás, gritaba súper fuerte y una señora latina le dijo ME ESTÁS PEGANDO EN LA PANZA y él le pidió muchas disculpas, y quien más adelante, cerca del final del concierto, fue de los más entusiastas organizadores de La Ola®, ya para entonces totalmente amigo de la señora, con la que intercambiaba opiniones de lo que pasaba abajo. También llegó el momento que yo más esperaba y que sabía que me destruiría por completo, a saber, el citado solo de Taehyung, y lo que aparece en el escenario es, ¡¿QUÉ?!, no el perchero con el saco donde él introduciría un brazo que actuaría como autómata, acto con el que venía iniciando su show desde hace meses, sino una C A M A. Una cama colosal, medio vertical, suspendida por cables transparentes, en la que este perfecto ser humano está acostado con los ojos cerrados, un close-up de su bello rostro en las pantallas gigantes, y cuando la canción empieza él abre los ojos al fin y hay como un gemido colectivo en todo el estadio. O sea, la evolución de su representación, de su prestidigitación en el escenario, pasó de la división de su cuerpo en como dos ejes independientes, la dualidad, lo masculino y lo femenino, el fondo al interior de sí que se ignora… a abrir sus pinches ojos. Porque su mirada es ETÉREA y te subyuga y te hace mierda. Ay, no.

Y así, varios momentos geniales, extraños: un show excesivo, ridículo por momentos, que nos privó de cosas (DNA), transformó otras en nuevas, absurdas (Anpanman en juegos inflables que salieron de la nada y que los siete trepaban, a los que se arrojaban, por los que se deslizaban tomados de la mano y muertos de risa), con burbujas y papelitos y corazones digitales dibujados por Namjoon en una lluvia de luces, y Hobi con su traje Dior personalizado y a la medida en el cúlmen de su excelencia, y mirar, cuando nadie lo está grabando, cómo Taehyung se cae aparatosamente al tropezarse con unos reflectores y llega Jimin y lo levanta y él corre para terminar la coreografía y yo OH-NO, y todos -menos amado líder y su IQ de 148- luchan por decir unas frases en inglés, y cualquier cosa que dicen suscita reacciones enardecidas, febriles, y al final hay una voz anónima que traduce lo que ellos expresan en coreano, y es tan bonito y simple e inocente todo, como la alegría de que haya tan buen clima y sea una tarde tan linda, y luego Namjoon dice en inglés frases inteligentes y conmovedoras  y elaboradas con esmero, cada momento del concierto ha sido pensado, calculado, diseñado para generar un estado de ánimo; pero las olas son iniciativa nuestra, una tras otra, divertidas y ruidosas y colectivas, y es triste pensar que pronto acabará todo pero a la vez esa ansia de que acabe de una vez y se convierta en experiencia vivida.

Habían dicho “nos vemos mañana” y a mí eso me desafiaba. Terminaron la última canción, se tardaron mucho despidiéndose, recorriendo todos los pasajes del escenario para repartir saludos, ataviados en sus playeras y sudaderas de la mercancía oficial para que digas TENGO QUE HACER MÍA LA SUDADERA NEGRA CON EL LOGO DEL TOUR QUE USÓ J-HOPE; otra vez fuegos artificiales en cantidad, como si fuera 4 de julio, muchaches llorando a moco tendido por todas partes mientras empezaban a dispersarse en las gradas, y nosotras así de goeeeee, goeeeee, goeeeee, cansadas hasta la médula porque ya no tenemos 22 años aunque conservemos un brillo y un espíritu juveniles, harto juveniles, si quieres.

Logramos salir de las instalaciones del estadio. Caminamos por las calles de Pasadena durante uno punto cinco horas. Nos sentamos en el suelo y yo busqué food en Google Maps, arrancando las risas de Triquis. Vimos que había otra taquería La Estrella algunas calles más adelante, y que en las reseñas alguien había escrito SALSA ROJA ESTA BUENA; convencidas por la vehemencia de su comentario, nos dirigimos hacia allá, arrastrando las piernas. La encontramos. Pedimos asada fries y tacos con todo. Comentamos que salsa roja está buena indeed. Alrededor había muchas ARMYs, una chica súper cool con pelo verde y diadema de Mang, y grupos de amigas, y muchachos, y agua de jamaica, y la promesa, según Google Maps, de que otras cuadras más adelante se encontraba la estación de tren. Fuimos. Bajamos a los andenes. Del otro lado un muchacho orinaba contra la pared y su amigo, al vernos, empezó a justificarlo cómicamente, y el otro se dio la vuelta y pidió disculpas, señoritas, y empezó a decir que su papá era güero pero su mamá era mexicana y que cuántos días nos quedábamos y si le dábamos nuestro teléfono. Nos subimos al tren y se nos pasó la estación por andar tonteando. Esperamos el tren de regreso en el andén el aire libre, tiritando de frío. Pasó. Nos bajamos en Highland Park, ahora sí. Subimos la calle empinada. Llegamos a la casa de Nick, Bill nos olisqueó y volvió por donde vino. Nos tiramos en la cama y yo miré mi teléfono: me habían estado llegando notificaciones de VividSeats toda la tarde, que había boletos para el día siguiente todavía, que estaban de descuento, que fuera a ver. Nos dormimos y yo me desperté a las 8 de la mañana y entré a la aplicación y revisé, y luego esperé un rato a que Triquis abriera los ojos y apenas lo hizo le sorrajé un “Están los boletos para hoy a 40 dólares, ¿jalas?” Triquis parpadeó, confusa y somnolienta, y finalmente dijo: “Jalo”.

Así decidimos que iríamos al segundo concierto. Total, ya estábamos ahí, ¿no? A eso habíamos ido. A mirar a nuestros coreanitos. Pero el día presentaba desafíos. Cambiarnos de Airbnb a uno sobre avenida Melrose, emprender una excursión infructuosa a Hollwyood Boulevard, hacer el largo trayecto de vuelta a Pasadena. Pero y qué. Siempre que nos vemos, ella y yo nos cantamos Foreeever, we are young.

Al menos esos dos días, y los siguientes, cuando pasamos por otros hospedajes, otros barrios, otras aventuras, Venice Beach y paseos pachecos con Leo, Conan y su humor deadpan, karaokes y autopistas de madrugada, almuerzos en cementerios y museos extrañísimos, fuimos young forever.(empiezo, ya, a redactar la siguiente parte de esta aventura jovial).

Marzo 2019 (fragmentos sin tejer)

Abro mi cuaderno azul y encuentro una entrada del 27 de octubre de 2018:

“Nunca dejo de sentir, en Buenos Aires, que estoy en un sitio lejano, muy al sur de todo, y además tan cerca del agua”.

Quiero irme, pero no quiero irme. No quiero irme, pero quiero irme. Y están esas dos cosas. Y, de mis fracasos, debo ver qué gana, qué se salva.

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— Pero el domingo por la tarde que caminaba por Corrientes y luego por esas callejuelas que están hacia Congreso… Fui al cine al Cultural San Martín pero antes de eso pasé a una feriecilla friki otaku, llegué cuando ya estaban casi levantando pero no mames, resultó ser en la sede de la Unione e Benevolenza, que es una asociación muy vieja de italianos genoveses en Argentina, en un edificio del siglo XIX justo en medio de otros edificios puteadísimos, y entrando tiene una sala de teatro hermosa, con plateas y todo, y sobre el escenario una pantalla donde estaban pasando anime. Un palacete esssspectacular en una calle miserable. Esa clase de cosas me fascinan de esta ciudad, que está llena de secretos. Y de jóvenes, porque afuera estaban todos los frikis, cosplayers, góticos, nerdos…

— Ajá ajá, tiene dos caras extremas. En la punta del continente…

— Ahora que vivo en microcentro y luego siento que me lo tengo súper recorrido, nel. De repente hay un edificio todo viejo y horrendo y subes y en el tercer piso hay una tienda increíble de cómics o un restaurante venezolano. Me da una impresión bien tokiota aunque no conozca pero es lo que he leído. Esta cosa de la ciudad vertical y que todo está en edificios. El microcentro está lleno de galerías subterráneas. En una que nunca había entrado de esas donde hay, no sé, una sastrería, una librería de viejo y una de indumentaria gótica, encontré dos tiendas de kpop. Y tipo entras y un chaval punketo de pelo verde HABLANDO DE BTS con su amigo, y también dos amigas otaku bien bonitas, y una adolescente con su papá todo aburrido…

— Suena increíble eso de la ciudad vertical. Me llama cabrón. Y sí, Tokio es así, incluso para abajo, de pronto hay sótanos y pisos subterráneos…

— Pero a la vez quiero volver a vivir eso de irte a un sitio nuevo y adaptarte de cero y todo lo que implica, aunque en un lapso más corto. Encima se viene el invierno y la luz subirá un 50% así que ni poner las estufas será posible. Y me da el SAD muy cabrón.

En artículo de Marcela Rosa Toso, en Blasting News, sobre la Unione…

La sede, sita en calle Juan Domingo Perón 1362 de Buenos Aires (teléfono 011 4372-3015), guarda la bandera verde, blanca y roja, que el legionario Virginio Bianchi trajo desde Milán y que había esgrimido en barricadas de esa ciudad a mediados de 1800 durante cinco días de sublevación.

Imagen de Google Maps

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El viernes en el Feliza tras la marcha del 8M, con breve parada justamente sobre la calle Perón -pero con Callao- en el Espacio Ambigu, que por entonces no ofrecía nada, y luego aventuras en el mencionado boliche, con dos actos artísticos que me encantaron, Karen Pastrana y sus Superpoderosas Crew (esa Carito Samantha cómo baila, eh), y la pieza de las muchachas del colectivo Chica Queen Kong, tan pop y político, caras y gestos inolvidables, la vestimenta neón en esas caras tan argentinas; después: la intensidad todavía juvenil del ligue, felicidad y dolor potenciados; y caminar mucho sobre Santa Fe de madrugada, sabiendo que sería, inevitablemente, una de las últimas veces.

Y luego el sábado siguiente, con el ánimo de la fiesta otra vez, acudir a la tal Sense donde antes se hacía la mítica Whip, en el sótano de la Galería Buenos Aires, Edificio Thompson (la misma donde está la Chikara y la Keroro, k-stores, y la del ejemplo de sartrería-librería de viejo-tienda rockera y ahora, recién vimos en un paseo vespertino, una especie de fonda al estilo mercado mexicano).

Alguna otra noche, por ejemplo una madrugada invernal volviendo de una fiesta en Flores, me bajé del 132 en Paraguay y Florida, y cuando crucé por Córdoba, a la altura de dicha galería me encontré con una escena dantesca: caía una lluvia fría y en la vereda había varios bultos de seres completamente desmayados; en los postes se detenían al menos dos post-adolescentes vomitando mientras que otros tantos miraban sus celulares confundidos, o esperaban el bondi sin sostenerse sobre su eje. Sabía, pues, que en tales fiestas había barra libre del alcohol de la peor calidad, y aquel sábado, con sus debidas precauciones, nos enfrentamos a tal coctelería, y nos amigamos de personas nacidas en 1999 que, al saber nuestra edad, dijeron “muy respetable”, y en el baño había dos chicas y una le decía a la otra que conoció a un partidazo “porque tiene todos sus dientes y eso es muy importante”, y la amiga se reía y le decía que tenía razón, que eso era muy importante en efecto.

Exterior del Edificio Thompson, y entrada al boliche en el sótano. Imagen de Google Maps

Chica Queen Kong su presentación en Feliza el 8M (imagen de su Facebook)

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Tomé todos los trenes. El Roca, el Mitre, el Sarmiento, el Belgrano Norte o Villa Rosa, que sale de la Retiro otra, la estación más vieja y fea, con sus andenes provisionales; también tomé el Tren de la Costa, que va bordeando el río. Tigre, Torcuato, Vicente López, Lanús, Ramos Mejía, San Isidro y Martínez, Liniers, Avellaneda, a donde ellos te llevan, barrios y localidades del conurbano. Y barrios alejados o poco turísticos o demasiado barrios, vaya, a los que me llevó la casualidad o la suerte: Flores, Chacarita, Barracas, Colegiales, Villa Crespo, Villa Ortúzar, Coghlan, Nueva Pompeya, mi Boedo entero, los parques: Parque Patricios, Villa del Parque, Parque Chas, Parque Chacabuco. Y los parques -no confundir parque con parque-, lo verde: Centenario, Barrancas de Belgrano, bosques de Palermo, el rosedal, parque Las Heras.

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Me he dado cuenta de que sólo puedo hablar conmigo misma, de ahí la compulsión de anotar cosas, y hablarme desde el pasado y hacia el futuro. De un correo desesperado reciente: “…Me ha entrado la sensación de que todo lo que tengo por decir, por compartir, por pensar, por discutir, por opinar, por chismear, por expresar, no puede ser depositado en un único ser; que mis pensamientos no pueden ser glosados y compartidos salvo si su contenido se reparte entre varias personas, lo que conlleva a la repetición constante. Entonces ese ser al que va dirigido aquel torrente encuentra su único reflejo posible dentro de mí misma, soy la única que podrá comprender y recibir y expresar todo lo que me ocurra; me encuentro cósmicamente sola y conectada únicamente con mi propio ser”.

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Creo que ya sabía, cuando desmantelábamos el departamento de Jessica y José Juan y la pequeña Nat, que así me despedía. Esa noche que llegó la joven, poco convencional familia que hacía mudanzas en una combi para llevarse los últimos muebles, salimos a Callao y desde Santa Fe se levantaba una bruma blanca y espesa. Esa humedad de Buenos Aires.

Ya hice, acá, otro domingo, un último paseo: de microcentro a plaza San Martín, de ahí a Retiro, Suipacha, Arroyo, Esmeralda, Maipú, Paraguay, Lavalle.

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Mi celular anterior se rompió en México, lo conecté a una toma de electricidad en un café (estaba con mi mamá, ella me hablaba de cómo deseaba sexualmente ¡a Putin!), algo tronó, y luego ya nada fue lo mismo, el aparatejo sufrió un lento colapso. Con el celular que compré de urgencia dejé de tomar fotos, salvo en ocasiones esporádicas. Entonces mis últimos meses aquí tuve que guardar las imágenes en la mente; creo que las fotos me siguen sirviendo para lubricar la memoria, miro mis galerías de años atrás y rastreo hasta las calles por el orden de las imágenes, y ahora casi todo tendré que guardarlo sin su índice, evocarlo sin muletas.

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Otro jueves fui al Colón, nunca había entrado a tal portento arquitectónico, compré un boleto de la actual temporada de la orquesta filarmónica de Buenos Aires de improviso, alcancé sólo de pie, escuchamos la obertura de Fidelio de Beethoven y el concierto no. 3 para piano (Filippo Gamba en el piano), y Scherezada de Nicolai Rismky-Korsakov (solo de violín de Pablo Saraví), y fui tan feliz en ese lapso, en esas dos horas, incluso en el intermedio en que vagué por los pasillos circulares, anticuados, los revoques de aquellas paredes que yo me imaginaba, no sé por qué, en medio de un temblor, ya empezaban a traslaparse las geografías.

Otra noche fui a escuchar a Mariana Enríquez al Cultural San Martín. Reciclaré los tuits porque ya no me da la gana continuar redactando pero quizás los corrija en el proceso:
*La plática, en realidad, se titulaba hermosamente “Cómo me hice escritora”. El San Martín, además, es una joya arquitectónica cyberpunk, muchas escaleras y concreto y mosaicos y luces neón y salas vacías y oscuras.
*Estábamos en total oscuridad, sentados en unas butacas viejísimas, y como yo estaba algo soñolienta porque había dormido poco, a veces cerraba los ojos de más. De repente sentí que un muchacho junto a mí se inclinaba y se me quedaba viendo fijamente, pero no se había movido nada; el sobresalto de la ilusión/espanto terminó por despertarme. ????
*Pero esta atmósfera era perfecta para su charla. Dijo algunas cosas que ya había leído en el prólogo a la reedición de su primera novela, Bajar es lo peor (su adolescencia punketa, consumo de merca rebajada, su amor por rock y el deseo de convertirse en periodista para ser corresponsal en Glastonbury, su vida y sobre todo sus noches en La Plata, el amor por la sexualidad de hombres gay, cómo fue convertirse en una autora precoz y ser presentada en tele y radio como “la escritora más joven de Argentina”).
*Le preguntaron qué situaciones cotidianas tenían el potencial para convertirse en cuentos suyos y ella dijo que cualquiera, y narró cómo esa misma mañana, en su barrio (Flores), se cruzó con una pareja de adolescentes vestidos con remeras de AC/DC a los que siguió durante un tramo y luego, frente a una iglesia, él le dije a ella: “Mira, esta iglesia es re satánica”. Dijo que quizás no lo convertiría en cuento ahora, pero que es una imagen que captó como con una antena y tal vez en el futuro… Me fascinó porque fue como obtener de ella misma, al momento, la imagen de un cuento posible, un cuento muy marianaenriquezesco.

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Ya no fui al Gaumont una última vez, ya no fui (por última vez) a: la Sala Lugones, al BAMA, al Cosmos UBA, al MALBA, a la biblioteca de Congreso, al Parque Chacabuco, a la reserva ecológica, al Planetario, al restaurante boliviano de Liniers, al Ejército de Salvación y el restaurante peruano de allí, Juanita y Paul; a buscar cosas a Once, al Barrio Chino, ya no emprendí caminatas de dos, tres horas, ya no, por ahora, por esta vez, en esta ocasión.

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Hace cuatro años, cuando llegué a vivir a Buenos Aires, leí El discurso vacío. Fue el primer libro que compré, el primero que leí aquí. Por una casualidad volví a leerlo estos días, un broche adecuado. Respecto a los cuatro años que vivió en esta ciudad y cómo afrontó la despedida de Montevideo, Levrero habla de la “operación psíquica consciente” (o “psicosis controlada”), que es en realidad una “negación de la realidad” y que básicamente consiste en repetirse: “No me importa dejar todo esto”.

He podido descubrir que tras ese aparente vacío se ocultaba un contenido doloroso: un dolor que preferí no sentir en el momento en que debí sentirlo, pues estaba seguro de no poder soportarlo, o por lo menos de no tener tiempo para irlo soltando lentamente de un modo tolerable. Porque el 5 de marzo de 1985, a primera hora de la tarde, subí a ese coche que me llevaría “definitivamente” a Buenos Aires, y el 6 de marzo de 1985, a las 10 de la mañana, debería comenzar a trabajar en una oficina en Buenos Aires. Y debería comenzar a adaptarme a la vida en otra ciudad, en otro país. No había tiempo para sentir dolor y opté por anestesiarme.

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Las personas que me despidieron aquella vez siguen allá, serán las primeras que veré, y me gusta pensar que las que estuvieron aquí para despedirme seguirán acá cuando vuelva, de la manera en que vuelva.

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Debo recordarme que los motivos para volver son más importantes que los motivos para quedarme.

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Todos somos guacherna: la política del desvío en Ornamento, de Juan Cárdenas

Publicado originalmente en SENALC (Seminario de Estudios sobre Narrativa Latinoamericana Contemporánea)

Cárdenas, Juan. Ornamento. Cáceres: Periférica, 2015.

Hay dos epígrafes en Ornamento, tercera novela del escritor colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978)De Adolf Loos, arquitecto austriaco, Juan Cárdenas elige un fragmento del ensayo Ornamento y delito, escrito en 1908. Del poeta colombiano León de Greiff, un verso del poema Balada de los búhos estáticos, de 1914. Leídos uno tras otro, tradición y pensamiento, el contorno epistemológico de la novela aparece como en un reflejo:

Cada época tiene un estilo, ¿sólo la nuestra carecerá de uno que le sea propio? Por estilo se quería entender ornamento. Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido el ornamento. Nos hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el tiempo en que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo.

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En el jardín los árboles eran rectos, retóricos,

las avenidas rectas, los estanques retóricos… retóricos,

y en fila los búhos, rectos, retóricos, retóricos…

Loos y De Greiff, modernistas, radicales, disruptivos, señalan una senda, un pensamiento al que se suscribe y contra el que escribe Cárdenas. Entonces, segunda apertura de discurso, un incípit que es una paradoja o un oxímoron: Hoy han traído por fin a las voluntarias. Las voluntarias, que son llevadas, pierden su voluntad o son nominadas por medio de un equívoco. El lenguaje, el discurso, la retórica, la cárcel de la educación (la interpretación, siempre a través del lenguaje, que se hace del mundo) son observados en esta obra, puestos en crisis, reducidos a su distorsiónpara bordear el resto, el ornamento, el significado. En Ornamento hay un pensamiento que aborda críticamente el mercado del arte, así como la idea de progreso, evolución, limpieza (la limpieza que Loos, reaccionariamente, deseaba liberada del adorno inútil). Pero en su centro hay algo más, que se resiste a ser explicado: una búsqueda por el sentido de la creación artística y el valor de la interpretación, la configuración de un espíritu que indaga sobre la gracia, el misterio, aquello que puede ser sugerido, creado o destruido por el lenguaje.

“Todos somos guacherna”

Gracia, la primera parte de Ornamento, inicia con la voz del científico encargado de diseñar y perfeccionar una droga recreativa, extraída de una flor del género datura, que produce, únicamente en mujeres, efectos de goce extremo –por razones fisiológicas, es inocua para los hombres–. El narrador observa el comportamiento de las voluntarias, a las que llama número 1, número 2, número 3 y número 4, denominaciones que las acompañarán el resto de la novela. Como ellas, como el narrador mismo y el resto de los personajes (la esposa del científico, los gerentes del laboratorio, el arquitecto encargado de diseñarlo), la ciudad donde transcurren los acontecimientos permanece innominada. Se trata de una capital latinoamericana, “una ristra de cosas gastadas y mohosas”, con un viejo centro financiero dotado del “funcionalismo criollo” de los años cincuenta, rodeada de cerros y verde, y barrios marginales. Un personaje incidental, un taxista, dice de las mujeres colombianas que “son todas unas malparidas”: entonces se trata de Colombia, son colombianas quienes conforman el mercado para aquella novedosa droga de diseño, pero Ornamento no ofrece más pistas. Lo impreciso o sin nombres, el despojamiento de identidades fijas, es procedimiento frecuente en Cárdenas.

La única particularidad que las voluntarias comparten es que todas han sido madres a una edad precoz, “pero eso es algo normal en las mujeres de las clases inferiores”, dice el narrador. En esta primera versión de la fórmula, tres de las voluntarias se quedan dormidas, excepto número 4, que produce un monólogo retorcido, sin mucho sentido aparente; la esposa del científico lo considera una forma de anamorfosis, o “el arte de hacer aparecer una imagen bajo un aspecto casi irreconocible recurriendo a una calculada distorsión de la perspectiva”. En este discurso logra desprenderse que la madre de número 4, sometida a innumerables cirugías estéticas, transformada en una especie de grotesca muñeca “recién salida de la caja”, suele pedir de su hija que le unte cremas y pomadas como parte de sus curaciones, tarea que ella emprende con indiferencia, con asco o con rencor, al tiempo que recuerda la costumbre de su madre de formar escenas en una vitrina con figuras de porcelana.

Con este movimiento de variación de Las hortensias, cuento largo del uruguayo Felisberto Hernández, Cárdenas traza una línea interesante al interior de la literatura latinoamericana. Horacio, el protagonista del texto felisberteano, colecciona muñecas muy parecidas a mujeres reales, que dispone en vitrinas formando escenas peculiares. Obsesionado con una de ellas, a la que llama Hortensia (una duplicación de su esposa María Hortensia, quien, para evitar confusiones, termina identificándose o degradándose a María), la muñeca pasa a formar parte de la pareja, primero como un accesorio o juguete, después como un elemento corruptor.

El científico comparte con su esposa las transcripciones de los monólogos que produce número 4 y ella, que es una artista prestigiosa, comenta que tienen su gracia. “Me pareció curioso que justo hubiera empleado esa palabra y se lo hice saber, no sin recordarle lo que ella misma había dicho hace unos días sobre el misticismo de la gracia, el esbelto reflejo que surge de la renuncia al amaneramiento de la conciencia”, apunta, pomposa y deliciosamente, el narrador. La esposa del científico, a quien él suele darle la razón en cuestiones de arte por considerarla la autoridad estética en la pareja, admite que a ella “no le importa el significado de lo que se le ocurre”. Las ideas se ensartan como cuentas de colores en un hilo, esa es su gracia, como las marionetas que “no necesitan de la voluntad para moverse de acuerdo a la geometría más elemental”. El científico quiere creer, como su esposa, que “el significado de las cosas es un accidente, un sobrante”, y a pesar de todo considera que número 4, como una marioneta, está imbuida de gracia.

Eventualmente, tras ser invitada a la exposición de la esposa del científico con uno de sus vestidos (como la Hortensia de Felisberto), número 4 se va a vivir con la pareja, que tiene por costumbre invitar a terceros a la relación, pues después de todo un triángulo es una forma perfecta, forma pura sin significado.

La droga, lanzada al público, es un éxito de ventas, y el científico fantasea con que se trata de una droga igualitaria, feminista, que no requiere códigos para acceder a ella, ni “intérpretes dotados de una lengua hermética, ninguna liturgia. El único espacio de legitimación es el mercado, o sea, el cuerpo y el mercado”. Los gerentes del laboratorio (son gemelos, como los gemelos felisberteanos) mueven sus tentáculos en el senado para evitar una regularización de la venta de drogas, que sería el paso previo para la legalización del tráfico y consumo, y el científico se pregunta si en tal escenario él y su esposa se clasificarían en el mismo “nicho ideológico” como “diseñadores de estados de ánimo artificiales”.

En este punto la trama de Ornamento se vuelve distópica, y no deja de avanzar. En una de las “ollas”, barrios dedicados a la venta de toda clase de drogas, una banda de mujeres se amotina y roba mil doscientas pastillas a punta de revólveres, cuchillos y machetes. Después de una batida de los proveedores por la zona, catorce mujeres son asesinadas. La esposa del científico, quien además de la cocaína se ha hecho adicta a la droga todavía sin nombre, sospecha que pronto será abandonada, y número 4 decide irse sin dejar rastro. El científico, recluido en el laboratorio montado sobre una hacienda colonial, el progreso platinado fundido con la herencia de la Conquista, gasta el tiempo paseando por el jardín, acompañado de los perros rottweiler y la pareja de monos que custodian la propiedad. Como el Horacio de Las Hortensias, ve augurios por todas partes: un búho moribundo, las atávicas columnas de humo que se desprenden de los barrios periféricos, número 2 con su rostro grotesco, puro exceso, capas de maquillaje aplicadas como con espátula (“hay instantes en que cierto efecto de la iluminación le otorga una repentina velocidad al conjunto”). El científico se acuesta con ella, extrañado ante su propio deseo y la forma en que puede perderse en aquel rostro que:

…no es el umbral de ningún cuerpo, porque ahora solo hay cuerpo o solo hay cabeza, no hay entradas ni salidas de ningún cuerpo, las tetas como otras dos cabezas que solo saben mirar hacia adentro, por encima del ombligo que parece mascullar algo y ahora soy yo, yo como una extensión del rostro, como un adorno, como un firulete macizo, accesorio perplejo y poco grácil que le hubiera salido por la boca a ese rostro expansivo y sin centro (Cárdenas, 2015: 126).

En algún momento, mirando los esbirros que pasean por el bosque alrededor del laboratorio, con sus armas y su imponencia barroca, el científico cae en cuenta de que él, y todos ellos, no son otra cosa que narcos. “Somos guacherna, todos somos guacherna”, concluye.

Quitar los ídolos y poner las imágenes

Hay, en Ornamento, un momento de catástrofe. El narrador, que hasta ahora ha presentado una voz desafectada, la sobria voz de un hombre culto, atravesada por un cinismo motivado por su clase, habla en el capítulo doce de Gracia de un “guayabo descomunal”. En el siguiente capítulo se transcriben las respuestas de número 1, número 2, número 3 y número 4 a una encuesta sobre los efectos de la droga. La de número 2 comprueba que un lenguaje escrito no sometido a la normatividad ortográfica es, tal vez por eso, poderoso y expresivo: “Nose bien zabroso, rico, como que te salen halas y se te_erisa el lomo. Como que sos la más perra, como que te da un ardorsito vien bacano por acá abajo”.La droga que no tenía nombre –a los gerentes e inversionistas sólo se les ocurren conceptos angélicos o celestiales, y el científico se rehúsa a ponerle nombre a sus “criaturas”– ya ha sido apropiada por las consumidoras, que no han necesitado guía alguna para nombrar lo innominado, aquello que atañe directamente a sus cuerpos: según número 2, las pastillas se llaman “caracolitos, perrunitas, berrinchitos, chamusquinas, cucarachas, crispeta Golden, triangulitos, raspacuca, chiripiorca, mariconas…” Si una de las ideas que se presentan en Ornamento, de manera dialéctica, es que la educación (por tanto el lenguaje) es una cárcel, estos momentos de ruptura, la incursión de la marca regional, establecen lingüísticamente la idea de gracia o misterio como aquello inapresable, resistente a la clasificación; pues apelan a un desvío del castellano neutral que ciertos criterios editoriales dictados desde España exigen de las obras escritas en nuestro idioma.

La frase “todos somos guacherna” lo sintetiza. El baile popular, la comparsa de las “clases inferiores” (como las llama el científico), designa en el castellano de Colombia una noción común a los dialectos latinoamericanos: gentuza. Científico y esposa, con su cultura y su estrato y su separación de todo aquello que está por fuera del intelecto, son, también, gentuza. Guacherna.

En un pasaje de la novela, ambos observan, en la ciudad, murales cubiertos de graffiti, algunos con mensajes políticos, cifras de muertos y desaparecidos. A ella, la artista, le parecen una “asquerosidad” y comenta que deberían borrarlos todos, dejar las paredes limpias. El científico finge o cree estar de acuerdo, como sin duda aprobaría Adolf Loos, para quien el ornamento (el residuo, el sobrante, el significado accidental) debe erradicarse.

León de Greiff, en cambio, sabía que los árboles, las avenidas, los estanques y los búhos pueden ser, y de hecho son, retóricos, retóricos, retóricos… El científico, que intuye que hay algo perteneciente al orden de lo sublime, quizá lo sagrado, recuerda el extraño fenómeno lumínico que solía observar de niño, en una finca sobre las montañas, producto de la ionización de huesos enterrados. El Fuego de San Telmo, que es resplandor y luego ya nada, tras un instante devuelve la vulgaridad de la noche.

Cerca del final de la novela, cuando la violencia desatada por la droga los obliga a refugiarse en una cabaña campestre, el científico y su esposa descubren petroglifos de una cultura extinta en un acantilado, cubiertos por pinturas de escenas religiosas mandadas a hacer por un cura alarmado por los cultos paganos a su alrededor. Quitar los ídolos y poner las imágenes es el leitmotiv que atraviesa la novela, primero en boca de número 4 durante sus discursos, después por el científico, en sueños y en relación con los petroglifos, quien recuerda que la frase le pertenece a Hernán Cortés, pero sin lograr llegar al fondo de su significado.

La tercera parte de la novela, Economía II (Lo que dijo número 4 cuando nadie escuchaba), recoge el discurso de número 4 mientras se oculta en uno de los edificios abandonados del antiguo centro financiero, donde monta escenas a gran escala, de patrones gratuitos, “sin otra motivación que la de completar la acción más allá de su cumplimiento, como una coda”. Completa así la obra que la esposa del científico, con su renuncia al significado, nunca pudo concebir: “El efecto ornamental, lo que dura, es el fósil vivo de la acción”. El arte como una potencia de la acción, puesto que “las obras de arte no se ejecutan, se cumplen, como una profecía”. Es entonces, sin ser escuchada, sin ser transcripta, en la soledad del abandono y la locura, que número 4 produce el verdadero dislocamiento de su discurso, mientras se refiere por medio de una perífrasis a lo que hizo con su madre: “Yo morirá con el rostro de mi madre”.

Tras descubrir los petroglifos, el científico y su esposa terminan en un arroyo que desemboca en una cascada, al fondo de la cual varias campesinas, al ritmo de cumbias, ríen estrepitosamente mientras lavan la ropa, sumergidas sin saberlo en el efecto de la flor del género datura de la que se extrajo el principio activo de la droga. Hace mucho tiempo que no hablan de número 4, él y ella, menos ahora que saben lo que hizo, “pensar en ella nos produce algo cercano al hartazgo del lenguaje”. Sin embargo, reconocen que “tiene gracia lo que hacen las lavanderas con sus cuerpos”. Y al final, lenguaje como engaño u ornamento, el narrador apoya su mano sobre la cabeza de su esposa, “pero su cabeza ya no es su cabeza, ni su pelo es su pelo, ni mi mano es mi mano”.

Ornamento fue publicada por Periférica en 2015 y será reeditada este año por la joven editorial argentina Sigilo.

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Los diarios III

Vuelvo a los diarios de Piglia, el último tomo. Es adecuado, si es que éste es mi último año aquí. Futuro incierto. Pero éste no es el tema. Toda la primera parte está atravesada por su lucha con la escritura de una novela que lo obsesiona y lo elude, a la que intenta dedicarle todas sus energías, en la que a veces pasa diez horas seguidas para obtener unas cuantas páginas que enseguida considera borradores o directamente inservibles. Es curioso, porque en los dos primeros tomos de sus diarios le ocurre lo mismo con la novela sobre “los maleantes que roban un banco y se esconden en un departamento de Montevideo” –Plata quemada– y que terminó por publicarse hasta 1997 (cuando bien desde los años sesenta Piglia o Renzi ya lucha sin cesar con sus materiales). Pero anoche leí las delirantes entradas donde un golpe de inspiración o de manía le permite terminar la otra novela en un par de meses, luego de un periodo a fines de 1979 en que los pensamientos suicidas se intensifican, y que Piglia narra en sus diarios desplazando astutamente la primera persona a la tercera, como en otros fragmentos. No es secreto para nadie que Piglia abusaba de las anfetaminas, lo que en todo caso podría considerarse un desliz de la época, pero es notoria la correspondencia entre abuso químico y ánimo desfalleciente. Al mismo tiempo, un funcionario “de obras sanitarias” va a buscarlo a su departamento y él huye por el otro ascensor: pasa los siguientes meses recalando en casas y departamentos de amigos, durmiendo en sofás o en hoteles, completamente cagado de miedo y a la vez dudando de si lo estaban buscando en realidad, de si estuvo a punto de desaparecer.  Por la ventana mira cómo los militares cortan el tráfico, civiles que patrullan las calles, voces y luces que encandilan, y sin embargo la gente sigue haciendo su vida, ríen, van al cine, “lo peor es la siniestra sensación de normalidad”. Algunos de sus amigos se van, por un tiempo o para siempre, pero él insiste en quedarse, se reúne con Beatriz (Sarlo) y Carlos Altamirano para editar una revista, la destroza a ella y a sus opiniones y su voz engolada y sus palabras infladas, escribe: “la literatura le es ajena como a los realistas la realidad”. Sigue obsesionado con la novela sobre “la historia de alguien que escribe la vida de otros”, del censor que lee cartas, se le ocurren títulos horribles (La prolijidad de lo real, luego el mismo narrador de Respiración artificial opina, de una novela suya con ese título, que el título es lo más genial).

Diciembre de 1977:

Cenamos con Tamara K. y Héctor L. Oscura ronda sobre los libros que estamos escribiendo. El gesto vanguardista de Héctor que yo he perdido o, en todo caso, he desplazado a una pasión experimental que prefiero no definir. Me entiendo bien con él porque es un poco lunático (no en el sentido de alguien alunado, sino más bien en la significación poética de un tipo levemente hermético).

(K. de Kamenszain, L. de Libertella).

Al leer sus luchas con la novela, sus lentos avances, sus anotaciones sobre la trama y la organización de la información y las rutas posibles, yo no dejaba de pensar en el sentimiento tan ensimismado que emana de perderse en el texto que se está escribiendo, en la obra si quieres llamarle así, que antes de ser nada es pura disputa y ambición y por ende frustración, caldo de cultivo del narcisismo, porque el escritor se mira a sí mismx en el texto, se contempla con enfado y con amor como en un espejo, y se vuelve adictivo eso, volver y volver, y escribir un poco sobre el aire, sin avanzar realmente, y al final de ese proceso hay como un asqueamiento de sí mismx y del texto y eventualmente de todo alrededor. Muy horrible, sí. Pero así se escriben los libros. Y así llega un día en que Piglia consigna, por ejemplo, haber escrito doscientas páginas en menos de cuarenta días, y puede entonces pensar en la publicación, y facilitarle la novela a sus amigos, y recibir impresiones, y seguir adelante, ja, seguir adelante, como si eso fuera posible: siempre está esa otra cosa que debe escribirse, que debe terminarse, que debe intentarse.

En realidad empecé a escribir este texto la semana pasada, y ese anoche no es el anoche verdadero, el del momento en que esto sea publicado, y por tanto ciertas incertidumbres cada vez se vuelven menos inciertas. Ahora se dibuja un viaje o una vacación muy interesante en mi horizonte y nada podría darme más alegría, pero tampoco más ansiedades, porque en mi cabeza se proyectan todas las cosas horribles que podrían suceder y ante las cuales me preparo como para un combate con el destino, ¡ay! Noto, por cierto, que a Piglia no le interesaba mucho viajar, y en cambio a mí es lo que más me interesa en el mundo. Siempre quise viajar mucho, conocer Asia, recorrer Europa del Este, montarme en el transiberiano vertiente transmongoliano, y recalar en Pekín, poner los pies en la muralla china, pisar África, tal vez porque mi determinación de clase me lo complica, pero no me lo imposibilita. Esos son mis deseos. Juntar esas vivencias. Sin embargo, me encanta que Piglia haya tenido la sinceridad de escribir, y luego de no haber borrado para su edición, las siguientes palabras en su diario: “Desde siempre, nunca he deseado otra cosa que ser un gran escritor y la gloria inmortal, pero ya se ve y se entiende a lo que han quedado reducidas las ilusiones.”

Es muy triste revelarlo, pero he tenido esta conversación con otras personas, y la verdad es que yo adoro al Piglia diarista, adoro al Piglia ensayista (también él lucha mucho con la forma de los ensayos que quiere escribir, ni académicos ni impresionistas, sino algo así como literarios, de escritor); pero un poco el Piglia novelista me aburre. También estas cosas suelen pasar. Alguna vez alguien me lanzó una indirecta poco elegante porque hice una lectura de Plata quemada, la película, no la novela, como una devastadora historia de amor gay (se sabe que nada me resulta más atrayente que dos hombres hermosos enamorados, y en la película Eduardo Noriega y Leonardo Sbaraglia están enamorados, ¿alguien ya se fijó cómo lucían esos dos en el año 2000 y dicho sea de paso cómo siguen luciendo el día de hoy?, bien, ellos dos, hombres hermosos los dos, mueren en los brazos del otro, entiendan por favor esto, entiéndalo).

En unas horas se acaba un sitio para siempre, y hace unas semanas ya lo presentía, ahí mismo, en el departamento de Recoleta sobre Callao entre Marcelo T. y Paraguay, sentir que vivíamos un pasado que alguien que estuvo ahí imaginaría y reconstruiría por medio de fotos y relatos escuchados al crecer, en un futuro que tampoco imaginamos aún. Pero muchos viernes fuimos felices ahí, y otros sábados y domingos, y días entre semana por las tardes, y muchos errores pasionales o divertidos fueron cometidos ahí, y al final qué importa si se cuenta con la suerte de ser joven todavía, ya no encuentro una parte donde Piglia dice que en el futuro imaginaría con nostalgia algunos de esos días que entonces relata como felices, aunque yo siempre he tenido claro eso, creo.

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Apuntes misceláneos XXVII

Siento el dolor muscular. Tirada en mi cama, con el ventilador puesto, siento cómo me punzan las extremidades. El antebrazo sobre todo, entre la muñeca y el codo. Extensor, googleo. Ese músculo que se siente en llamas. Pero también me duelen las pantorrillas, los tobillos, los talones, y el empeine, ah, duele el empeine, mucho, mucho. Y los dedos de los pies, sobre todo los pulgares, los dedos gordos, duele la uña que se me abrió y sangró, y sobre todo las puntas de los dedos, que tengo en carne viva, se me desprendieron grandes trozos de piel, la herida se amorató, y quedaron ahí colgando los pellejos de piel muerta. Pero: debo persistir con el arte marcial. Recordar -lo he repetido a otrxs- el placer del golpe cuando, en prepa, practicaba karate con entusiasmo y quizá torpeza. De todas maneras no vale la pena seguir sin el convencimiento de que soy buena, de que puedo mejorar, de que pateo con fuerza, de que puedo dominar los movimientos.

La semana pasada, por avenida Avellaneda, recorriendo un área de la ciudad que no conocía, como un sueño. Había un aire un poco frío, por suerte, y de las anchas veredas emergían tiendas y tiendas y tiendas, lo mismo de bisutería que de ropa veraniega, y había tanta gente en las calles, demasiadas para un miércoles a media mañana. Yo había ido a Caballito por una cuestión laboral, y crucé Rivadavia y me encontré en Flores, Floresta, zona barrial tan particular y que parece vivir como a espaldas de todo, y nuevamente pensé que la ciudad es inabarcable y que no dejo de conocerla y que las excursiones jamás tienen fin. En la calle de Morón me encontré un gato negro: el tipo venía caminando por la acera y cuando me vio empezó a maullar en tono de queja, y yo me puse en cuclillas y le hablé, y él se acercó y se dejó acariciar, y ronroneó mientras paraba la cola; así estuvimos un rato largo, largo, en el cual hasta le saqué fotos y él siguió quejándose de la vida conmigo, o contándome algo, o quizás no quejándose sino celebrando y regodeándose, y luego me puse de pie y caminé y él caminó conmigo, incluso caminó como en diagonal, con la cabeza dirigida a mí, y yo mientras tanto me derretía, pensaba: me lo llevo, ya estuvo, lo cargo acá mismo y me lo llevo, no importa, y en la esquina pasó una muchacha que observó la escena y dijo “¡ay, qué lindo gatito!”, y yo le dije “tal vez es callejero, está todo sucio”, y ella: “no, no, mírale el pelo, el cuerpo, está bien alimentado, para mí que es de casa y anda de paseo, ¡ay!, me recuerda al que dejé en Venezuela”, y así estuvimos con el tipín hasta que tuve que irme y, al caminar, lo veía todavía parado en la esquina, como despidiéndome.

Dos calles adelante entré a un pequeño enclave coreano, una bodega de fayuca abandonada, artículos de papelería polvorientos de Hello Kitty y otros muñequitos, cinturones por diez pesos y portarretratos y ¡carteles de Leonardo DiCaprio en The man in the iron mask! Estuve a punto de comprarme uno, pero por suerte lo medité mejor. Luego, buscando dónde comer, encontré un mercado oriental sobre Vallese que, al fondo, tenía comida coreana por peso. Delicias picantes y con cierto amargor en una mesa junto a tipos hermosos que hablaban con acento porteñazo.

En la esquina de Marcelo T. de Alvear (nunca dejará de causarme gracia el “Marcelote”) y Talcahuano, un café anticuado donde algunas veces desayuné café con medialunas y en el que trabajaba una muchacha muy simpática, ahora es una pizzería Kentucky. Todo cambia y todo seguirá cambiando aunque ya no pueda atestiguarlo.

En mis sueños estoy yendo al mismo lugar, sensación de irrealidad al despertar, como si fuera bruscamente removida de una existencia concreta. Sueño con mis hermanos y les pregunto cosas y escucho sus consejos. ¿No es cierto que aquí vivimos muy a gusto y que mi habitación está más agradable que nunca? Pero en esta ciudad el clima me duele o me derrota; yo tenía experiencias excepcionales del calor húmedo, de la playa, de sentir la piel ardiente y la espalda empapada, pero bajo otro signo, con el mar cercano, con el tiempo peculiar y distinto de la vacación, y ahora siento que me ahogo, que estoy presa. Sin embargo, el frío no es mejor, es de hecho peor, sufro y sufro con él y el ánimo se me va al inframundo, lo reconozco ahora que transcribo mis cuadernos y noto la distimia invernal, a la que temo demasiado.

La semana pasada vino Elsa, era un viernes hermoso, soleado pero fresco, y la alegría indescriptible de encontrarla en Recoleta y hacer la caminata que suelo hacer con quienes están de visita. Fuimos a ver la floralis genérica, charlábamos de asuntos agradables, nos reíamos y nos sacábamos fotos, y le dije que fuéramos al Museo de Bellas Artes para hacer tiempo. Estábamos a punto de subir los escalones de la entrada cuando escuchamos un golpe seco, un sonido que ahora me persigue, y enseguida algunas expresiones de pasmo y aturdimiento: a treinta centímetros de nosotras una señora se había desvanecido, plaf, cayó del cuarto o quinto escalón, y su cuerpo quedó en transversal sobre la escalera, la cabeza sobre el piso, las piernas desnudas elevadas, no olvidaré las arañitas azules y moradas de las várices y su piel tan blanca, y que los lentes quedaron rotos a un costado de la cabeza de la cual sólo podíamos ver el pelo revuelto; y las dos nos quedamos en shock, inmóviles, y nos tomamos de las manos y dijimos “está bien, está bien, no pasa nada”, y mientras tanto llamaban a la ambulancia y nadie sabía qué hacer, no era aconsejable moverla, y de pronto con el rabillo del ojo mirar el pequeño charco negro que se formaba bajo su cabeza, la mancha roja que se fue extendiendo sobre el piso. La gente empezó a enroscarse alrededor, personas que iba pasando, trotando, y que se quedaron como congeladas y magnetizadas, el morbo terrible; pero nosotras, con las piernas temblorosas, decidimos irnos, y luego nos sentamos en un café y concedimos llorar y pedir por su salud.

Por la noche, en Camping (recuerdos, recuerdos, marzo 2015), escuchar a Franny Glass/Gonzalo Deniz, la belleza y el bienestar, ese modo de ser tan dulce y tranquilo y particular de los músicos uruguayos, y aunque todo era tan bueno y feliz yo tenía el alma triturada y el corazón todavía me latía con fuerza. ¿Qué signo terrible era ese y cómo se explicaba o a qué correspondía, y sobre todo era necesario hacerse esas preguntas o más bien ignorarlas?

Al otro día fui al taekwondo y pateé y pateé y pateé.

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Mario Levrero y la política de la postergación en La novela luminosa

Publicado originalmente en Página Salmón

Un escritor posterga la escritura. El proyecto de Mario Levrero se funda en la postergación. Levrero pospone, desorganiza el tiempo, vive separado de la gente y sus costumbres, y en medio de una “angustia difusa”. Para escribir necesita un determinado “ánimo psíquico” y una serie de condiciones a veces inconseguibles (sufre fobia a las interrupciones). Pero: escribe. A mano y mientras lucha con el dibujo de la letra o en el Word de la computadora, cuando ha logrado sustraerse de la inercia de otras actividades: los juegos (repetitivos, de azar) y la instalación de programas cibernéticos. Levrero suele llegar tarde a todo: a la escritura y a la experiencia, a sus obligaciones y afectos. Entonces parece un cálculo, tal vez maligno, pero también humorístico, que hasta su magnum opus, La novela luminosa, aparezca en 2005, un año después de morir. Pero éste es también, después de todo, un gesto típicamente levreriano: un mensaje desde el más allá, el retorno fantasmagórico que es interés suyo y figura recurrente en su literatura, y la puesta en suspenso de la noción de luminosidad que ha buscado, que nunca deja de buscar y que lo elude.

Un problema: ¿Cómo generar un pensamiento original en torno a La novela luminosa, de la que se ha escrito en abundancia tanto en la academia como en la crítica literaria ligada a los medios? La influencia de esta obra, no sólo en la crítica sino en la producción literaria latinoamericana reciente, es vasta y heterogénea. Son tantos los problemas que propone que todavía es posible extraer una hebra, abordar alguna idea (los juegos paratextuales[1], la noción del ocio[2], la interrogación de las experiencias luminosas[3]) y generar por adición una visión caleidoscópica de su sentido. Pensamos aquí una crítica como la que propone Walter Benjamin en El autor como productor (1934): una lectura política de Mario Levrero, autor que pone en entredicho los medios de producción y al mismo tiempo, siguiendo a Adorno, reclama la lugartenencia del artista y renegocia su papel en la sociedad. El concepto de autonomía cobra importancia central al leer a Levrero, que para defenderla (esto es: la sagrada esfera de la Literatura) recurre al diario éxtimo y a la “investigación de sí mismo”. Al contrario de las subjetividades que, nos dice Paula Sibilia, hacen de la intimidad un espectáculo, Levrero lleva el adentro al afuera, entra en sí mismo y se persigue con y a pesar de la escritura, y en este proceso cuestiona la antinomia vida-arte y renueva la literatura, es decir, la Literatura.

Levrero: un rodeo

Un índice.

Una nota aclaratoria: Este libro fue escrito en su mayor parte gracias al generoso apoyo de la John Simon Guggenheim Foundation, a través de una beca otorgada en el año 2000.

Agradecimientos: a “las Potestades” que le “han permitido vivir las experiencias luminosas”, a la fundación Guggenheim, a “los que han aceptado figurar como personajes”, a los “lectores-cobayo” y a varios amigos, indicados por su nombre.

Una advertencia, firmada por M.L.: Las personas o instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil.

Hacia la página 17: un prefacio de título grandilocuente (“Prefacio histórico a La novela luminosa”), donde Mario Levrero narra las circunstancias en las que, años atrás, acosado por la inminencia de una operación de vesícula, intentó escribir una novela dedicada a ciertas experiencias que para él habían sido luminosas. Apenas alude a ellas al tomar la palabra, ya sabe, o al menos así lo declara, que la empresa es imposible, que “ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel” (17). Este prefacio, fechado entre el 27 de agosto de 1999 –un año antes de obtener la beca– y el 27 de octubre de 2002 –un año después de terminada– nos hacen conjeturar que se trata del texto presentado a la fundación Guggenheim como justificación y explicación del proyecto, completado después ante el “fracaso” de terminar (pero quizá la palabra terminar no alcanza) La novela luminosa. En este paratexto, el autor habla de la deuda que contrajo a raíz de la operación y que lo obligó a tomar un empleo de tiempo completo en Buenos Aires, de los cincos capítulos de la novela luminosa que logró escribir y conservar, de la idea (que desechó para atenerse a lo inédito) de incluir en el libro dos textos anteriores, Diario de un canalla (2013) y El discurso vacío (1996), y del fracaso general de la obra, en la que seguirán “faltando una serie de capítulos que no fueron escritos” (22).

Sigue un prólogo, titulado “Diario de la beca”, que en la primera edición de Alfaguara Uruguay se extiende monumentalmente hasta la página 431. Tras La novela luminosa propiamente dicha (apenas 100 páginas) y el relato “Primera comunión”, sobreviene un epílogo, el “Epílogo del Diario de la beca”.

Los juegos paratextuales en La novela luminosa ya han sido señalados (por ejemplo, por María Pía Pasetti, quien observó cómo un discurso al servicio del texto cobra una función esencial en la obra[4]). En Levrero el espacio paratextual se vuelve problemático y, al integrarse a la obra o de algún modo transformarse en la obra misma, nos obliga a pensar en aquel espacio textual secundario, ligado a la labor editorial, que el lector tiende a pasar de largo y que de manera explícita señala la burocracia de la escritura y la publicación. Al aparecer señalada de manera marginal en los paratextos iniciales, como suele suceder con algunas obras beneficiarias de apoyos económicos, la alusión a la beca que le permite a Mario Levrero encontrar el ocio y las condiciones para la escritura regresará una y otra vez a lo largo del texto, cada vez con menor ceremonia y solemnidad, hasta transformarse en comicidad pura (“el señor Guggenheim puede irse despidiendo de la idea de que su beca produzca los frutos esperados”, 198).

Las escrituras sobre La novela luminosa suelen caracterizarla como el testimonio de un fracaso, la imposibilidad de traducir en lenguaje literario ciertas experiencias “luminosas”. Pero el fracaso se anuncia, quizá irónicamente (“Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso”, 22); pero también quizá misteriosamente (¿Y qué libro se está leyendo al leer esto, y cuál es su título, y cómo encarar el fracaso durante las 525 páginas que le siguen?)

Sin embargo, lo que resulta imposible es hablar de La novela luminosa sin aludir a sus condiciones de producción, no sólo porque éstas aparecen explícitas en el texto, sino porque constituyen el mecanismo que echa a andar la escritura y uno de sus motivos principales. Conviene, por tanto, detenerse en la beca, condición de posibilidad de la escritura.

Levrero se ve obligado a producir, y de esta imposición nace un conflicto: el de la productividad. El autor, acostumbrado a escribir por inspiración y deseo, se rebela de la escritura preceptiva y en cambio busca el ocio por oposición al negocio (el cual, según una teoría etimológica suya, encarna la negación del ocio). Sin embargo, al tanto de que ha contraído un compromiso, se propone escribir un diario que dé cuenta “al señor Guggenheim” del modo en que gasta su dinero. Este diario debe ser un hábito, se recuerda continuamente, haciendo eco de los conflictos (y los temas) de Diario de un canalla y El discurso vacío, obras que prefiguran ésta que nos ocupa: en la primera, el fantasma de la novela luminosa inconclusa, el retorno a la escritura tras el silencio que ha supuesto la transformación en un canalla, fruto de un empleo y horarios fijos y lujos impensables como “una heladera eléctrica”, y la consecuente claudicación de la vida de artista; en la segunda, una serie de ejercicios caligráficos que pretenden transformar, por la vía del dibujo de la letra, su personalidad y “psique” (un término muy levreriano). Paradójicamente, si en algo fracasa Levrero, es en la improductividad deseada: la naturaleza autoimpuesta del diario lo obliga a escribir y al cabo de un año produce más de 400 páginas.

Produce. Levrero, como quería Benjamin, revela la posición que su obra y su labor mantienen con las relaciones de producción de su época. Más allá de sus concepciones románticas sobre la literatura (la Literatura, que escribe con mayúsculas y que a estas alturas considera elusiva e inalcanzable), Levrero pone en entredicho la idea del artista como genio y nos permite ser testigos de su proceso, de su constitución como productor. Supera además la falsa oposición entre forma y contenido por medio de la técnica, pues, ¿qué otra cosa lo obsesiona sino su perfeccionamiento? Aquella constante indagación con lo escrito, lo que se puede escribir y lo que está por escribirse, la lucha con las condiciones materiales (siguiendo a Adorno, en quien nos detendremos más adelante) y el convencimiento de que éstos pueden asir esa otra cosa que falta, el misterio inapresable de la literatura, son los ejes de su obra.

En El autor como productor, Walter Benjamin desecha la idea de que la tendencia política correcta de una obra (las “opiniones, convicciones o disposiciones” del autor) en sí misma incluya su calidad literaria, y en esto dialoga con Adorno, quien a su vez piensa en Sartre cuando rechaza el compromiso social del escritor y en cambio encuentra la posibilidad de resistencia, dentro de la obra, en su negatividad, en su renuncia a transmitir un sentido y una comunicabilidad. Para Benjamin, “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo pude ser establecido –o mejor: elegido– con base en su posición dentro del proceso de producción” (10). Y la única forma de lograrlo es, precisamente, no abasteciendo ese aparato de producción, sino transformándolo. No escribir la novela esperada, la novela por la que se pagó por adelantado una suma de dinero, la novela que podría escribirse en las condiciones adecuadas (Levrero puede librarse de varios compromisos laborales y obtener tiempo “de sobra”, que por supuesto pierde, desperdicia), no escribir esa obra sino otra cosa, un prólogo que es un diario que es una novela sobre nada, que persigue por medio de la postergación y el rodeo un texto que nunca llega, que hace de la escritura en negativo una estética, y que deja al desnudo las condiciones materiales de un escritor. Y con esa otra cosa, dislocar el estatuto de lo literario.

Lo que nos interesa señalar es cómo Mario Levrero reivindica la noción de artista desde su condición de intelectual latinoamericano marginal (poco mimado por el mercado, el gobierno y las instituciones culturales). Exhibe y cuestiona el lugar del escritor y, más aún, lo hace desde la enfermedad y la vejez. En otros términos: reflexiona su posición en el proceso de producción a través del medio del que dispone (sus habilidades técnicas), con lo cual se hace un traidor de su clase de origen. Lo político, en Levrero, se halla en el trastorno de la técnica. Sobre las obras que hacen de la miseria y del imperativo revolucionario un objeto de consumo contemplativo, Benjamin dice que han evadido la tarea más urgente del autor contemporáneo: “comprender lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder comenzar desde el principio. Porque de esto se trata. Sin duda, el estado soviético no expulsará al poeta, pero (…) le asignará tareas que no le permitirán sacar a relucir en nuevas obras maestras la riqueza ya hace tiempo falseada de la personalidad creadora” (14).

Para ilustrar su tesis del artista como lugarteniente del sujeto social, Adorno piensa en Valéry, quien a su vez se refería a Degas con “esa proximidad al sujeto artístico de que sólo es capaz aquel que produce él mismo con responsabilidad extrema” (126). La noción de responsabilidad, de quien critica el arte “tras bastidores” por conocer el oficio, es aplicable a Levrero, un autor que asume la obligación “que pesa hoy sobre toda filosofía consciente de sí misma”. La obra de arte exige un sacrificio que comporta la entrega y pérdida del hombre individual, quien se involucrará entero en la obra y le otorgará todas sus capacidades. Levrero incluso encaja en la idea de aquel hombre indiviso, “cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema de la división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones utilizables” (127). Artista obsesionado con la técnica, encarna la contradicción del trabajo artístico que hoy (sostenemos que en esto Adorno no está desactualizado) se produce en las condiciones sociales de producción material dominantes.

El artista produce la obra –no es dueño de ella– por trabajar con el lenguaje, que es social. La manera de transformarse en el reverso de una sociedad oprimida y alienada es “sometiéndose a la necesidad de la obra de arte”, eliminando de ésta “todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación”. Adorno encuentra esta posibilidad en el tratamiento crítico de los materiales, su especialización. Levrero lucha con la escritura porque su material, el lenguaje, no puede dar cuenta de la luminosidad. Pero la estrategia que elige plantea una paradoja. ¿Y no podría ser lo luminoso, acaso, el aura de lo literario, una esencia que no ha sido restituida?

Levrero, artista del yo

¿De qué habla Levrero en su diario? Del estado de su barba (cada día le crece más y no se la rasura); de una joven, a la que nombra Chl, con quien solía sostener una relación sexual que devino amistad célibe y que le provee milanesas y otros guisos; de sus obsesivas pesquisas para encontrar novelas policiales (nuevas o cuyo argumento haya olvidado); de las visitas de su doctora (su ex esposa); de experiencias “paranormales” (el avistamiento de un fantasma que lo visita desde un sueño ajeno, por ejemplo); de la telepatía con su librero (quien le anuncia, “psíquicamente”, cuando hay nuevos-viejos ejemplares de la colección Rastros); de sus hábitos de sueño (se va a la cama después del amanecer y despierta cuando quedan pocas horas o minutos de luz) y cibernéticos (juega Golf, Free Cell, instala y desinstala programas, o los programa él mismo en Visual Basic, y de vez en cuando, con gran culpa, agranda su colección de imágenes eróticas). Narra el comiquísimo sueño que tuvo con Vargas Llosa, en el que lo describe como un hombre muy elegante, “uno de esos peruanos aristocráticos” ante los que Levrero sólo puede sentir inferioridad. Sus amigos mueren: él registra las muertes y las lamenta y a veces se permite un chiste y un consuelo. En alguna entrada imagina que tiene cáncer, en otra registra los momentos de (fugaces) pensamientos suicidas, en varias el ánimo desfalleciente. Hacia la página 413 confirma que ya tiene 394 programas instalados en la computadora. Describe las dificultades para cumplir con los talleres literarios, que lo dejan exhausto e inician siempre demasiado temprano para su gusto. Algunas salidas, acompañado por amigas a las que designa por la inicial de su nombre, por un Montevideo claustrofóbico (nunca más allá de la zona centro) que le resulta violento, ajeno, pesadillesco. La postergación es el signo que atraviesa el diario.

Si la escritura no puede llevarse a cabo, entre otras indisposiciones, debido a las condiciones materiales imperantes, el autor (el productor por obligación) recurre a una escritura menorsuplementaria, sucedánea de la verdadera escritura que todavía no existe. Esta escritura en negativo nos recuerda aquella que propone Josefina Vicens en El libro vacío (1958): José García, contador aspirante a escritor, adquiere dos cuadernos: en uno escribirá su primera, anhelada obra; en el otro se dedicará a recoger las impresiones y sedimentos del día, en espera de transformarlos en literatura. Como no puede ser de otra manera, un cuaderno se mantiene vacío (es el libro vacío, inconseguible) mientras que el otro, el sustituto, termina por convertirse en la única obra posible. Es probable que Levrero nunca haya leído a la escritora mexicana, pero sí a Rosa Chacel, autora española que también libró un perenne conflicto con su situación material, de género (su condición de mujer no le permitía, en su opinión, ser considerada tan seriamente como los escritores varones[6]). Al encarar la escritura de su diario, Levrero toma como modelo el que Chacel escribió cuando ella misma fue beneficiara de la beca Guggenheim, y encuentra enormes coincidencias en “percepciones y sentires”. Esta identificación es clave para entender dos aspectos en Levrero: el tipo de lectura que emprende (y que suscita) y la naturaleza autobiográfica de su último proyecto de escritura.

En La cena de los notables[7]Constantino Bértolo efectúa un análisis materialista sobre tres aspectos fundamentales del acto literario ficcional: escritura, lectura y crítica. Además de volver sobre planteamientos marxistas como el de mediación de la realidad, Bértolo nos obliga a considerar aquello que entendemos por literatura como un acto de interrelación social. En sus reflexiones sobre la lectura, llama urdimbre lectora a la imbricación de los estratos textual (el desciframiento lingüístico), autobiográfico (los hechos concretos de la vida del lector), metaliterario (las lecturas previas, el bagaje literario) e ideológico (el sistema de creencias sociales) que se ponen en juego durante el acto de lectura. Un acto público, oral, devino históricamente en uno solitario y silencioso, aquel diálogo íntimo, depositario de toda interioridad, que “permite al lector sentirse dueño de las palabras, apropiárselas” (45).

En su clasificación de lectores y su tipo de lecturas (sectaria, inocente, adolescente etc.), si bien discutible, situamos a Levrero (y nos situamos, que eso implica el doble movimiento) como un practicante fiel de la lectura letraherida. Ésta se caracteriza “por el sentimiento de la literatura como un privilegiado modo de acceso a una verdad trascendental o especial (…). La literatura como sensibilidad estética que parte de una consideración de lo estético como cualidad y sentimiento que alumbra una vía de comunión con la realidad que no pasa por la razón” (84). Es necesario volver a las prácticas lectoras: la lectura que se hacía frente o entre un público, en voz alta, se orientaba como un acto público, comunitario, social. La lectura que hizo de la soledad su piedra de toque, en aquel silencio que no requiere de los otros, permitió la emergencia del yo como relato. Paula Sibilia, en La intimidad como espectáculo (2008), también alude a esa historiografía del yo por medio de los relatos, que “son la materia que nos constituye como sujetos”. Es el lenguaje el que “nos da consistencia y relieves propios, personales, singulares, y la sustancia que resulta de ese cruce de narrativas se (auto)denomina «yo»” (38).

Si entramos en el problema del yo con cierta brusquedad es porque la lectura solitaria, y sobre todo la lectura de sí mismo, es clave en Levrero. Aquella apropiación solitaria del texto a la que alude Bértolo es, de otro modo, la restitución de algo que el lector ya poseía y que encuentra reafirmado o verbalizado en él, y entonces “se siente adivinado por el texto, desnudado y arropado al mismo tiempo. [Por eso] no es extraño que en consecuencia tienda a divinizar al autor y a sacralizar la literatura”. Esta lectura, además, “conlleva ese movimiento narcisista de leerse a uno mismo en el texto, y la tentación de servirse de la lectura como mera confirmación del propio yo” (46).

Volvamos a Levrero, a dos pasajes del “Diario de la beca”:

Estoy empezando, aunque tardíamente, a pensar en mí mismo. El tema del retorno, el retorno a mí mismo. Al que era antes de la computadora (…). Es la forma de acceder, creo yo, a la novela luminosa, si es que se puede (39).

Más adelante, tras encontrar una pila de las revistas que antiguamente editaba en Buenos Aires, Levrero pasa una noche en vela (otra más) releyendo las cartas de los lectores y las propias respuestas que él redactaba, sumergido en otro trance de remembranza, ejercicio de la memoria o reposición voluntaria, como quiera llamársele a la práctica del recuerdo que atraviesa su obra. Tras la prolongada mirada en el espejo, escribe:

Todo este pasado es también un criptograma que debo descifrar. El monólogo narcisista está funcionando a otro nivel. No debo abominar de él ni rechazarlo como patología pura, porque ahí hay muchas pistas para encontrar el camino de retorno; y no debo olvidar que donde no hay narcisismo, no hay arte posible, ni artista (170).

Sibilia inicia su larga indagación sobre la constitución de la subjetividad posmoderna, construida hacia fuera, preguntándose con Nietzsche cómo se llega a ser lo que se es. “El estatuto del yo siempre es frágil”, nos recuerda. Rastrea las primeras escrituras de este yo, desde los ensayos de Montaigne, quien “se proponía alcanzar el conocimiento de sí mismo desdeñando los atributos universales del género humano para indagar en las complejas aristas de una personalidad singular: su yo” (111), hasta Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, quien “delineaba la radical singularidad de su yo” (112). Y del volverse dentro de sí mismo en la búsqueda de un encuentro con Dios, como sucedió con San Agustín, piensa la modernidad como una exploración contraria, donde el yo requiere “escribir para ser, además de ser para escribir” (40). Narra la autoconstrucción de la interioridad a partir de los siglos XVIII y XIX, la entrada en juego del cuerpo (un enemigo: el dolor, la enfermedad, la vejez) y la autobservación producto del desplazamiento de lo objetivo de la realidad (la realidad ya no es “verosímil”) y una vida interior ligada a la proliferación de diarios, que a partir del siglo XIX, por medio de “síntesis perceptivas”, ordenan el adentro y afuera (una dicotomía que para Levrero es falsa, todavía más: en su pulverización se funda su proyecto literario). Es decir: un yo cohesionado que provea sentido. En esta larga tradición de la escritura como la gran creadora de la interioridad, la escritura de sí, Sibilia desbarata categorías como verdad, sinceridad, autenticidad. La primera persona del singular busca, ya no el encuentro místico, sino la afirmación de la individualidad.

Sería necesario, para abordar una obra que roza lo autobiográfico, bordear varios problemas que por el momento nos rebasan. Por suerte encontramos también en Sibilia, y en su alusión a Phillippe Lejeune, una definición útil: una obra es autobiográfica cuando las identidades del autor, el narrador y el protagonista coinciden (esta noción, por supuesto, es problematizada por Sibilia). Un amigo cercano de Mario Levrero, Elvio Gandolfo, plantea la situación de frente en una nota publicada en El País Cultural sobre La novela luminosa: “Todo coincide con su persona: el departamento de la Ciudad Vieja donde vivía, su adicción a la computadora, sus diversos achaques físicos, la serie de mujeres (entre las que destaca Chl) que lo sacan a pasear, sus lecturas, sus talleres literarios. Sin embargo, no es una autobiografía, ni sólo un diario.” [8]

Hay un gesto de desdoblamiento que Mario Levrero hizo de manera consciente al inicio de su obra literaria: la adopción de un seudónimo compuesto por su segundo nombre y su segundo apellido: así, la persona Jorge Varlotta (legalmente Jorge Mario Varlotta Levrero) se separa del autor y sin embargo, durante su obra tardía, se desplaza al primer plano, se torna tema único (la investigación de sí mismo) y permite un saqueo de lo íntimo que pone en crisis la noción de representación y mediación de la realidad. En Levrero pesa el factor emocional, la sinceridad, aquel desnudamiento (que es también un sacrificio) en pos de lo elusivo. Es, como propone Sibilia, un homo psychologius: “Un individuo con estrecho contacto consigo mismo –con las profundidades de su originalidad individual– (que) será capaz de revelar una realidad que es, al mismo tiempo, universal e individual, objetiva y subjetiva, pública y privada, exterior e interior” (125).

Ésta es la estrategia que Levrero emprende para perseguir la cualidad aurática de la literatura: lo íntimo hacia fuera, lo íntimo revelado, lo íntimo usado para un fin que se pretende mayor. Si en el análisis de Paula Sibilia, el internet y las redes sociales han contribuido a producir una subjetividad alterdirigida, que al exhibirse espectaculariza la personalidad, en Levrero la exhibición de la intimidad se transforma en la búsqueda de una interioridad que no se rebaja ante el espectáculo. No se trata de una literatura testimonial, un ejemplar más de la llamada autoficción que llena las mesas de novedades, en la que los autores sucumben (la elección del verbo es de Sibilia) a presentarse como personajes, sino de algo más, esa otra cosa a la que aludimos antes y sobre la que volveremos. Es pertinente detenerse un momento en Sibilia, que encuentra problemática la estetización de la vida en internet y también la paradoja que planteaba Benjamin[9] sobre el desplazamiento del valor de culto, el aura de la obra, hacia el autor o artista mismo. Encuentra, con Virginia Woolf, que si la obra de Shakespeare se resiste por completo a la porosidad es porque los datos de su vida –en gran parte desconocidos– no pueden “contaminar” lo escrito: la obra se presenta como acabada, completa, reacia a la espectacularización por medio de su vínculo con lo autobiográfico. El peligro de la exhibición, el develamiento de lo privado, nos dice Sibilia, se encuentra en la mercantilización de la subjetividad, la interioridad transformada en bien de consumo. De esto habla cuando advierte que “esas cosas groseramente materiales que forman parte de la vida de todo artista –así como de cualquiera– pasaron a despertar más interés que las finas telas de araña construidas con su arte y su oficio” (249). Como ejemplo vuelve sobre Woolf y otras autoras cuyo sufrimiento y esforzada labor literaria merecieron mayor interés que su obra misma.

También la escritura confesional ha seguido una trayectoria en la historia de la literatura, y no siempre avalada por la modernidad, nos recuerda Siblia, como fue el caso de las vanguardias a principios del siglo XX. La paradoja que plantea Levrero es que no hace falta más que acudir a él mismo para enterarse de los detalles más privados de su vida, de sus “cosas groseramente materiales”, porque en ellas hay un valor revolucionario: gracias a estas confesiones, a la subjetividad puesta en la picota, los materiales son revolucionados. Levrero nos muestra que es necesario disputar la noción de autor y narrador una vez más, llevando la intimidad (lo real, la persona que escribe, el sujeto que implica su cuerpo y el sitio que lo rodea) a una exhibición tan radical que el concepto mismo de escritor quede en entredicho. Pero siempre desde una postura de combate que disocia literatura de espectáculo, y literatura de mercado. Es importante, de todos modos, resaltar la ironía de que este libro sea publicado, de manera póstuma, por Alfaguara Uruguay (ediciones sucesivas por Random House Mondadori), y que entonces el reconocimiento –que para muchos ya existía– se vuelva unánime.

No resulta extraño, por ejemplo, que en el blog “Lo escribo por tu bien”, María Álvarez se imagine que el “Diario de la beca” sería “un blog maravilloso”[10]: la presentación de la escritura, algunos de sus contenidos (Levrero lo escribe en la computadora, después o antes o mientras navega por internet) y sobre todo las nuevas prácticas lectoras, desde la esfera de la recepción (la literatura se compara con los blogs), nos llevan a pensar en la categoría propuesta por Josefina Ludmer: una literatura postautónoma, que presentifica el presente, en la que nada queda por fuera y donde el régimen de lo real (la realidad real) se desarticula. Si alguna ironía plantea esta visión es que a Levrero la técnica (o mejor sería decir la tecnología) no lo libera, sino que lo somete.

¿Qué hay en la novela luminosa de La novela luminosa? Ya lo dijo bien Gandolfo: la narración de una conversión religiosa. Las páginas escritas en la década de 1980 apenas fueron modificadas: quizá no se modificaron en lo absoluto. Levrero las recuperó, las dejó intactas, y al presentarlas como lo que fueron se planteó un fracaso (diríamos que un falso fracaso). En el “Epílogo del diario” cierra cómicamente algunos cabos sueltos de su diario: la situación con los antidepresivos, el yogur que le causa hemorroides, su relación con Chl, los fantasmas que se le han aparecido. El resultado de esta aventura literaria es una obra un poco monstruosa, deforme, que sólo puede enfrentarse con un poco de perplejidad: en este tratamiento revolucionario de los materiales, Levrero introduce innovaciones, disloca la forma novela (una cualidad, por otro lado, inmanente del género mismo, que continuamente está replanteándose) y se atreve a crear otra cosa, cuyo estatuto es todavía una incógnita.

Pensamos en los lectores de La novela luminosa como una comunidad que puede ser encontrada en cualquier parte, sobre todo en aquel espacio neurótico en el que Levrero supo perderse mejor que nadie. En su blog Desde la ciudad sin cines, David Pérez Vega escribe: “Entiendo que “El diario de la beca” pueda exasperar a más de un lector ingenuo, pero he de decir que para mí ha constituido un verdadero estímulo creativo. Era adentrarme un día más en las páginas del diario, en esa epopeya de la digresión, de la cotidianidad trastocada, de la lúcida mente loca de un escritor, e incrementarse en mí las ganas de sentarme a escribir, sin pensar en nada más, sólo como un hábito o como un refugio”. [11] Y en el post de María Álvarez, un anónimo deja el siguiente comentario: “Es increíble la cantidad de delirios afines que encontré en la novela. Al terminarla hice un duelo como si se me hubiera muerto un amigo”. No podemos sino suscribir estas palabras, sucumbiendo (a pleno) a una lectura letraherida, que encuentra en esta novela el misterio y la luminosidad esquiva. Levrero, paradigma del artista que no transige, efectúa la labor que Benjamin exigía de los escritores que importan: “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”.

¿Cuál es la pregunta de fondo en La novela luminosa? ¿Cuál es la magia y el misterio de la literatura? ¿Cuál es nuestra postura, como lectores y como escritores, frente al problema de la escritura y la sobrevivencia? Quizá la antinomia arte y vida no ha sido superada, pero si la escritura y la lectura pueden ayudarnos a vivir, alguna pregunta ya ha sido respondida.

Bibliografía

Adorno, Theodor W. “El artista como lugarteniente”, en Notas de literatura. Madrid, Ediciones Akal, 2003.

Benjamin, WalterEl autor como productor. Traducción de Bolívar Echeverría. Disponible en el portal del filósofo ecuatoriano: http://www.bolivare.unam.mx/

Benjamin, WalterLa obra de arte en la era de su reproducción técnica (apostilla por Jorge Monteleone). Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2013.

Bértolo, ConstantinoLa cena de los notables. Buenos Aires, Mardulce, 2015.

Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba, en III Congreso Internacional Cuestiones Críticas, Centro de Estudios de Literatura Argentina, Rosario, Argentina, 2013

Levrero, MarioLa novela luminosa. Montevideo, Alfaguara, 2005.

Ludmer, Josefina.  Aquí América Latina. Una especulación. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.

Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi, en VIII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, La Plata, Argentina, 2012.

Sibilia, PaulaLa intimidad como espectáculo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.

Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires, en Revista Laboratorio no. 8, Universidad Diego Portales, Chile, 2013.

Notas

[1] Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi.

[2] Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba.

[3] Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires.

[4] “…En ningún momento se habla del prólogo como “prólogo”, sino de diario y hasta de novela. Es más, el epílogo de la obra se denomina “Epílogo del diario” por lo que, paradójicamente, actúa como paratexto de otro paratexto, gesto que le otorga al prólogo un lugar de privilegio y quizás, un espacio aún más relevante que la novela en sí.” (Pasetti 2).

[6] Según un perfil de Laura Freixas en Letras Libres, enero de 2004. Citado por Gabriela Damián en “Reconstructoras del tiempo y el espacio”, dossier de género de Tierra Adentro, abril 2014.

[7] Publicado por Editorial Periférica, España, en 2008. Recientemente reeditado por Mardulce, Argentina, en 2015. Las citas corresponden a esta última edición.

[8] “El último libro de Mario Levrero. Descripción de un combate”. 16 de septiembre de 2005, recuperada en BazarAmericano en 2006.

[9] “Cada vez es más frecuente que el espectador reemplace en su mente la unicidad de lo que se manifiesta en la imagen de culto por la unicidad empírica del artista o de sus logros artísticos” (Benjamin 16).

[10] “La novela luminosa” (Viernes, 8 de mayo de 2009), en Lo escribo por tu bien, un blog de recomendaciones fílmicas, literarias, musicales (su autora lo define de “autoayuda social y cultural”), imbricado con apuntes personales que vinculan directamente lo recomendado con la subjetividad de quien escribe (blog que, por otro lado, se inscribiría en la práctica de fabricar presente, de Josefina Ludmer).

[11] “La novela luminosa, por Mario Levrero” (Lunes, 14 de febrero de 2011). Pérez Vega es escritor y poeta. Sobre su blog, lo describe así: “Este blog comenzó su andadura en el verano de 2009. Hasta marzo de 2010 vivía en Móstoles -una de las treinta ciudades más grandes de España-, donde no hay en la actualidad ningún cine abierto. Ahora vivo en la ciudad de Madrid, y tengo cerca de casa unos cines en versión original. La ciudad sin cines sigue siendo un estado de ánimo”.

Extraños retornos del pasado

No voy a mirar tus fotos en Nueva York, lo bonita que te veías, lo joven y bonita, yo también me veo joven, no comparto el engaño de que luzco igual, reconozco la mirada de bebé, la sonrisa de bebé, la inocencia: quién iba a saber las cosas que sucederían y lo mal que la pasaríamos, lo terrible, asquerosamente mal que la pasaríamos; qué raro que otra vez escriba de esto, es de madrugada y tecleo con rapidez -pero sólo aquí, porque en mi documento avanzo con muchos dolores y muy lentamente- tras otra zambullida narcisista; no sé cómo llegué al post del irlandés que trabajaba en el cementerio de Montparnasse, Ruairi o Ruairí, el que me escribió su correo en mi cuaderno además de la enigmática frase “never eat candy floss in the rain”, y se me ocurrió googlearlo porque ahí también aparece su apellido, Condra, y hasta me quité los audífonos por el pálpito que sentí cuando me aparecieron dos notas sobre violación, RAPE, esa palabra que en inglés es tan precisa, barbaric sex attack, precisaba una; pero luego resultó que eran otros Ruairi u otros Condras, o eso voy a pensar, eso quiero pensar, no tengo ganas de indagar más; cuando me dijo que me iba a enseñar una cosa en el cementerio, una escultura de una pareja besándose, medio oculta, yo fui con mi gas pimienta, como si eso me hubiera ayudado, ¿en cuántas situaciones de peligro me he puesto y no he sabido? Nunca olvidaré la vez, cuando iba en primero de secundaria en el Plancarte de San Juan del Río, que se me fue el autobús de estudiantes y mi papá paró a los señores del camión de gas y me mandó con ellos, y mi mamá se enteró de esto a mediodía y a punto de que yo volviera; cuando al fin llegué la encontré tirada en mi cama en un baño de lágrimas, nunca la había visto así en mi vida, en ese infierno tan personal y tan único y tan diseñado a su medida, y apenas me vio me tomó de los hombros y me dijo DÍMELO TODO, DIME QUÉ TE HICIERON, y yo le dije qué quiénes de qué hablas, y ella lloraba y soltaba groserías, y nunca le gritó tanto a mi papá como ese día, quien escuchaba estoico los reclamos y remarcaba que esos señores del gas eran sus amigos y que confiaba en ellos, oquei, ¿pero por qué, a quién se le ocurre?, y yo tardé en darme cuenta, no hilaba las cosas, hasta que luego lo pensé mejor y la imagen se fue dibujando, y creo que con el pasar de los años cada vez se dibuja mejor, con más detalles, con más horribles detalles, y siento mucho horror, pero, ¿por qué llegué hasta aquí si en realidad yo estaba pensando en esa foto tuya afuera de un hotel en la 9th Avenue, uno que aparecía en Bored to death y por eso nos detuvimos, además de que siempre me gustaron sus ventanas redondas como de lavadora? No imaginaba que luego, en un microviaje de trabajo, dormiría en uno de sus microcuartitos, berreta dirían acá, pero entonces no me lo parecía, bueno, quiero que sepas que todavía me acuerdo de estas cosas y ya las puedo escribir sin llorar ni sentir feo y casi, diría, sin sentir nada. *

Aunque creo que sí me arrepiento de jamás haber escrito lo mucho que te quería ni haber sido romántica, vaya, todo era fruto de mi autocensura, esa jaula en la que las personas queer suelen vivir, como bien expresa Agustina Comedi -se ve que su bella película me afectó-, quien además recuerda que una psicoanalista le dijo que como bisexual nunca sería feliz, viviría toda su vida dudando entre una cosa u otra, afirmación que otros psicoanalistas me han hecho llegar a través de cobardes intermediarios. Suelo ver cómo algunxs salen del clóset por Twitter sin comprender del todo que no se trata de un proceso cerrado, finito, que reconciliarlo en el fuero interno y luego comunicarlo a la familia, a los amigos, es apenas el inicio de un acto que ocurrirá incesantemente, una decisión que habrá de tomarse ante cada nueva situación, recién conocido, centro de trabajo, circunstancia vital. Releía un texto fallido donde narro, respecto a ciertas dinámicas familiares de aquella época: “Convivo un poco, cuento las cosas de manera superficial, porque la vida que llevo es vida que no les interesa o que no quieren saber, por sus propios motivos”; y aunque al final todo se supo, todo se aceptó, todos felices, y luego ya no, cuando el horror y las cosas feas que sucedieron precipitaron un cantado, esperado fin, la verdad es que lo gay todavía es origen de pesares y me gustaría, siento que debo, encauzar eso en otra cosa de largo aliento.

Oye, ¿no te parece que estás escribiendo demasiado en tu blog, que nuevamente se ha convertido en la escritura sucedánea de otra que es obligatoria, necesaria y urgente?

Sí, sí.

.

Mujeres que no han desaparecido

Estoy leyendo El nervio óptico de María Gainza y es hermoso y formidable, se lee con la naturalidad de un líquido transvasándose, encadena un cuento o una pieza con la otra, y una mujer personaje con otra, y vidas de artistas con otras, como un collar de gemas tornasoladas. En su última tarde en Santiago, en la muy famosa librería Metales Pesados, Marisol y yo nos topamos con aquella bella edición de Laurel, y ella enseguida tuvo la clarividencia de comprarla. A mí me había llamado mucho la atención la contratapa, la promesa de hibridación entre crítica de arte y crónica íntima, pero me había propuesto o más bien estaba obligada a no comprar libros en Chile. Además se me ocurrió que, dado que la autora era argentina, terminaría por encontrármelo más temprano que tarde acá. Y por fin llegó a mí, no vía Mansalva que lo publicó originalmente en 2014 sino por un truco que Anagrama hizo posible, y entonces lo leo y me dan ganas de ir a buscar esas pinturas al Museo de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte Decorativo, al Museo Histórico Nacional, y me parece incluso que voy a hacerlo, que será una de esas excursiones de despedida ahora que ya he tomado mi decisión o debo tomarla, lo que me recuerda de ciertas investigaciones que debo emprender mientras esté aquí (los planos, la construcción del Ramos Mejía, por ejemplo).

Deben leer el ensayo de Marisol García Walls, por cierto, en la Revista de la Universidad de México, “La línea de ombligo”, sobre el archivo feminista de las artistas y la genealogía de las mujeres y sus nombres, y el borramiento que implica la línea de sangre, que me hizo pensar en mis dos abuelas y sus muertes prematuras. De ellas no llevo el apellido pero sí los dos nombres, ay.

En México, como dije, leí poco. Una mañana leí Tsunami, antología de textos feministas editada por Gabriela Jáuregui y Sexto Piso, y encontré que hay tres textos fundamentales en ella: el diario de la maternidad de Daniela Rea, que ha causado conmoción, con razón, y que me gustaría compartirle a mis amigas que son madres, por lo descarnado; el ensayo de Yásnaya Elena A. Gil sobre la categoría mujer, la categoría indígena, y su anudamiento; y el brutal texto de Sara Uribe sobre el desamparo del Estado hacia ella y su hermana cuando son niñas, cuando son adolescentes, y hacia las mujeres que están solas en general. Este último me despedazó. No tengo el libro conmigo, quisiera citarlo en extenso, pero me quedan ciertas impresiones vivas. O lo que dice Cristina Rivera Garza sobre el amor y el sexo. También leí los cuentos de Nora de la Cruz porque me parecía un título hermoso ese, Orillas, y que transcurrieran en esa franja orillada que es el Estado de México cuando no es zona metropolitana pero tampoco rural. Polotitlán de la Ilustración es Estado de México, he explicado antes, pero es rural y se sitúa en la punta más al norte, en la frontera con Querétaro y en algún punto con Hidalgo, y por tanto pertenece geográfica y culturalmente al Bajío, al centro, a esa región que es la cintura del país, que con su ancha faja divide los desiertos de las selvas, y es más bien serrana, arbusto y pasto seco, y ciertos lánguidos ríos. En fin. Mi cuento favorito, por la relación de amigas que aparece, es el de la quinceañera chicana que viaja a México a celebrar sus XV años.

Ernesto, aquí, me prestó Lugar, la colección de cuentos de María José Navia, escritora chilena nacida en 1982, que yo llevaba algún tiempo con ganas de leer. Hay un cuento muy lindo, y oscuro, que transcurre en el Costanera Center aunque nunca se menciona que se trata de él, y es que a mí siempre me gustado esa unión del mall -el mal, dicen las protagonistas- con la vida adolescente, tan contigente, de paso.

Alicia también me prestó Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró. Hacía meses me había llamado la atención el procedimiento, su tratamiento de los archivos y la polifonía para narrar -aunque no es sólo narrar lo que hace aquí y este libro, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, es asimismo una intervención política- las reiteradas violaciones y abusos sexuales por parte de su tío, jefe de policía, cuando visitaba a su familia en la localidad de Santa Lucía, provincia de Buenos Aires. Y la violencia posterior, del Estado y las personas con las que se comparten lazos sanguíneos, y aquellos que prefieren bajar la mirada y no agregar nada más, como repiten en las declaraciones testimoniales del ministerio público. Es un libro lleno de odio, de mucho, mucho odio, y eso es lo que impresiona y alivia además de su sofisticada estructura, y de una afirmación personal tremenda.

También estuve leyendo unas novelas de un señoro francés que tenía toda la pinta de ser un señoro-señoro pero resultó no serlo, o por lo menos no del todo; pero no necesita que yo lo recomiende y además, en este post, los señoros qué.

José Juan me envió Comunidad terapéutica, de Iveth Luna Flores (Monterrey, 1988), y después diríamos que desde el primer poema es un knockout, es como una puerta que abres y te da un madrazo fenomenal. Me encanta la disposición de los poemas de la tercera parte, del otro poema que forman sus títulos:

Terapia individual
49 Voy a escribir en la bitácora…
50 Aprieta la cuerda…
51 Esta noche hablé con mi padre y fue…
53 Claramente visualizo…
55 Llené tu bandeja de entrada…
56 Voy por el valle de los ciegos…
57 Para perderlo todo…
59 Tanta rabia para cambiar el mundo…
61 Una zona de la ciudad…
62 Voy corriendo sobre mesas…
65 El tiro de gracia en el pecho de un poema…

Esto me pone a pensar en mis maneras de acceder a ciertos libros, de agenciármelos. Algunos mediante préstamos, otros leídos una mañana entera en una librería, y otros más pirateados. Aunque me interesa mucho leer, y sobre todo releer, raras veces he sentido el fetichismo de los libros.

También.

Miré Los Adioses, de Natalia Beristáin, robada toda por la presencia de Karina Gidi, sobre ciertos fragmentos de la vida de Rosario Castellanos, un domingo por la tarde.

Salgo del Gaumont casi a las ocho de la noche, todavía hay mucha luz, una luz cálida y rosácea; camino por Rodríguez Peña, sus edificios angostos como recortados bruscamente, del color de la tierra húmeda, tirados a la mierda la mayoría, y sus restaurantes anticuados y sus tiendas, y luego por Corrientes; me meto a las librerías, encuentro un libro que me interesa y que apunto mentalmente, por su título y por un fragmento que leí a las apuradas (La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis); el puesto de Eloísa Cartonera está abierto y me detengo a ver los títulos y el tipo que atiende me dice que mi remera está buenísima -es de Condorito- y que dónde la compré, me dice que él es chileno y me pregunta de dónde soy, menciona algo que discutíamos recién hace unos días en casa, que todo mundo en Latinoamérica piensa que Condorito es de su país, y después me habla de los títulos de la editorial y me anima a hurgar y a llevarme alguno y por alguna razón sale al tema Salvadora Medina Onrubia (publicada en Eloísa), y le digo que sí, que ya sabía que era abuela de Copi, y empieza a hartarme él, y entonces miro  un ejemplar -distinto al mío, claro, por lo menos los trazos con pintura acrílica de su portada- de Caza, el poemario de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, que otra tarde decidí comprar porque lo abrí en una página que tenía el verso: yo que tengo tan alto y bajo concepto de los cuerpos; luego entro por una porción de muzza con fainá a Güerrín, como de pie y me miro en el espejo de enfrente, mi playera blanca de Condorito adquirida sin romanticismo alguno en el aeropuerto de Santiago, mis chinos que aquí son rulos, los cachetes inflados mientras mastico la pizza grasosa empujada con fainá; entonces entran dos hombres que sobrepasan la cincuentena, uno tiene una barba blanca larguísima, de Fidel Castro, y lleva puesta una playera con el rostro de Fidel Castro, compran sus porciones y se paran frente a mí a comerlas, y noto que el otro tiene una playera de México, y me río por dentro; el de la barba le comenta a su acompañante que la pizza “tan superior como siempre” pero el servicio está del carajo y aquel le responde que es así, que como siempre tienen lleno qué les importa, “¿y en México la pizza qué tal, eh?” y el sujeto responde que casi todas son de cadenas yanquis, Pizza Hut, Domino’s, terribles, y yo me acuerdo de la vez que allá nos comimos una Pizzeta y sentí de pronto que era la peor pizza que comía en mi vida y que no se le comparaba para nada a las de Buenos Aires, que al fin y al cabo no son del tipo que me gustan (prefiero las delgaditas, y crocantes), pero que al César lo que es del César, y luego hablan de las pizzas de Estados Unidos y el de la playera mexicana dice que hay unas que sí son muy buenas, las de Chicago, y al mismo tiempo, al lado de ellos, hay un hombre y una muchacha, y él, que es moreno y de pestañas largas, se queja del transporte público, de que sales de la facultad y tenés que tomar esos colectivos que tardan horas, que a La Plata no la cambia por nada, y yo digo ah, ah, otra de esas coincidencias en las que aparecen, aglutinados y en un tiempo que es el mismo, sitios en los que he estado en el pasado, viajes que me cambiaron un poco; y se han puesto de moda ahora en el D.F., aclara el del atuendo paisano, cadenas de pizzas abiertas por argentinos y uruguayos, y ahí es cuando dejo el plato sobre la barra y salgo, hace mucho calor y ya es de noche afuera.

/ Paréntesis

Los posts hechizos volvieron. Se me figura que son como una plaga de bichos, paso las noches aniquilándolos y al día siguiente ya invadieron de nuevo. Pondré aquello en pausa, no tengo la paciencia o no me encuentro en el estado mental adecuado para iniciar otra extraña batalla relacionada con el blog.

Cierra paréntesis /

Siento que mi YouTube y mi Spotify intentan encajarme kpop a toda costa, como han visto que no dejo de escuchar y mirar videos de BTS, pero stop trying to make other kpop acts happen, it’s not gonna happen. Sin embargo, me gustó mucho Yaeji cuando me hablaron de ella en México, aunque difícilmente se la podría situar en el pop salido de allá; luego, en algún video de Taekook que son mis predilectos, los había notado tarareando una melodía que al instante me encantó pero que me resigné a no encontrar nunca, hasta que algún algoritmo me la trajo de nuevo: la canción se llama “Some” y es de Bolbbalgan4, o BOL4, o Blushing Youth, o 볼빨간 사춘기, un dueto de dos chicas, Woo Ji-yoon y Ahn Ji-young, pop-pop-bubblegum pop pero un tanto indie, ponele. Igual creo que sólo me gustará esa canción de ellas, por ciertas líneas tan bonitas y tan ingenuas, que alguien tradujo al español de la siguiente manera: ¿Es mi culpa si no soy buena expresándome? Soy una chica sincera en una ciudad fría. ¿No puedo decir que me gustas? (…) A partir de hoy, voy a tener algo contigo. Te llamaré todos los días. Aunque no pueda comer gluten, voy a comer comida deliciosa contigo.

Este fin de semana miré todo Russian doll de una sentada; en realidad, dice Natasha Lyonne, la concibieron como una película de cuatro horas, dirigida y escrita toda por mujeres, sólo por mujeres, y esto es importante, le digo a Gandhi el domingo por la noche, cuando comentamos qué estuvimos viendo durante el calurosísimo, infernal fin de semana en que sobrevivimos bajo el aire artificial de unas aspas de ventilador, aunque de momento no te lo parezca.

*

El arte es una batalla; pero nosotras estamos perdiendo. Miro las noticias y me lleno de miedo, preferiría que a mí me pasara algo, que me pasara lo peor, antes que a mis sobrinas y a mis hermanas y a mis cuñadas y a mis amigas. Tengo miedo de que desaparezcan. Que las secuestren y las violen y las prostituyan y las maten y las destruyan. Que las desaparezcan. Que desaparezcan.

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Fantasmas IX

Un nuevo misterio. ¿Un virus, un error, un glitch? me posteó textos aleatorios en el blog. Textos de variada índole cuyo único elemento vinculante eran las palabras “canada goose”. Googleo: “Un holding canadiense de fabricantes de ropa de invierno. La compañía fue fundada en 1957 por Sam Tick, bajo el nombre de Metro Sportswear Ltd. Canada”. Bien, no me resuelve nada. Tampoco me acuerdo cómo me di cuenta, pero casi todas las entradas estaban publicadas en los años 2014 y 2015. Cientos de ellas. Nunca entré a su web, nunca busqué la mencionada marca invernal. Vuelve el pensamiento mágico: las señales en cada título. Por ejemplo ahora, al azar, reviso mi papelera (ya que una noche me decidí a borrarlas todas sin preguntar, sin googlear, sin enviar un correo quejoso a WordPress): We had a nice pattern of higher lows dating back to September. Otro título tenebroso: And I had no idea where they were taking me. O: When you burn cannabis, you are actually destroying a lot of. O: It is his/her premise that because of this supposed power. O: I want us to be about standing up for people who are single. O: Our rent is a month and we manage to save each month. O: And even that is just a poor rewrite of an extract from. ¿Qué carajos…?

Y ahí estaba todo, robándose espacio en mi blog, multiplicando los pins (¿los pins?).

En fin. No quiero volver a escribir sobre los fantasmas de internet (a, b), sino recordar(me) que nada aquí se conserva, que todo está destinado a la destrucción y el olvido. A continuación copio y pego unas notas que tenía en un cuaderno, que ya transcribí a un Word, y con las que escribiré otras cosas.

El problema número 5 para Giunta (Andrea Giunta, Objetos mutantes):
– Destrucción o apropiación de los archivos: su universalización por la vía del giro tecnológico. Poner todo online.
“Pero la idea de accesibilidad opaca la posibilidad de que el archivo no exista si no está ligado a una memoria acumulativa”.

Los archivos se desordenan en relación con su origen, se forman nuevos.
Otros no pueden digitalizarse.

Pregunta:
– ¿La idea de un archivo digital universal no alimentará la certeza de que sólo existe lo que está online? -> La digitalización no garantiza conservación.

Un resumen apresurado:

Archivo: lugar neutro que almacena registros y vincula con contextos y relaciones de producción.

El presente se analiza a través de los documentos, restos, fósiles, ruinas, es decir, indicios del pasado.

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Las cosas que no deseo

Camino por la calle y veo lo que no quiero. Vivir en pareja, tener hijos. Pero algunas veces sí, los hijos y ser madre de un hijo, cuando juegan, cuando hay complicidad feliz, cuando los miran con un cierto gesto, de una cierta manera… Pero en general no. Porque creo que no puedo. Y en cuanto a lo de establecer una vida en pareja, me parece -así me lo parece ahora, en la vida todo se trata de desdecirse, de nunca decir nunca- que tampoco. Que hay algo de lo performático en ese vivir en pareja, en los acuerdos, en una democracia compuesta por dos*, en un compartir más de lo tolerable (el espacio, el sueño, el dinero), que no me alcanza. Que siempre, en algún momento, me cansa. Me obliga a escapar, o a desear escapar. Para volver a mí, a mi ansiada soledad. Escribo esto, que es tan íntimo y tan temerario, tan poco apto para un blog, y siento arrepentimientos. Pero creo que ratifico el saqueo de lo íntimo y que no necesariamente contribuye a la subjetividad alterdirigida, Paula Sibilia dixit.

*Y entre tres o más, menos. O sólo para algunas citas en su departamento en Colegiales, en verano y en invierno, y entonces desligarse de su conversación de pareja y su dinámica por momentos, para luego entrar en materia y ni siquiera ahí salir de sí misma ni entrar en nadie más, y luego irse tan rápido como es posible cuando insisten en pasar la noche ahí, e imaginar aquella escena, y decir no, no, no, tengo que dormir en mi cama y no despertar y verlos, que lo primero sea verlos, y recordar.

Tampoco me imagino paseando un perro de corta estatura. Con ropa de gimnasio en un bolso gigantesco. En una exaltada llamada de trabajo a las 23 horas. Hay futuros en los que no me veo y en esa bruma de las posibilidades habrá que inventarse algo más, otro modo de ser y envejecer y sobrellevar con dignidad la flecha del tiempo y, vaya, terminar el turno aquí.

Me molestan profundamente las parejas que, en un gabinete, se sientan del mismo lado.

Edición/adición:

Publiqué esto y enseguida me apareció un artículo de Malvestida donde citaban un texto de la joven escritora Aimée Lutkin (publicado en 2016) titulado When Can I Say I’ll Be Alone Forever?, en el que habla de la falta de lenguaje para nombrar lo que es vivir sin pareja, y sin buscarla.

The immediate sense of loss after a relationship is painful, but at least there’s a word for it: heartbreak. I have no simple way to describe the slow, dull ache of separation from physical and emotional intimacy after years without it.

(La inmediata sensación de pérdida al final de una relación es dolorosa, pero al menos existe una palabra que la designa: corazón roto. No hay manera simple de describir el dolor, al mismo tiempo lento y aburrido, que conlleva separarse de una intimidad física y emocional después de años sin tenerla.)

I wanted to cry at that dinner table, because keeping up the farce that I’m still waiting means staying still. It means diminishing the life I do lead, which is a good one. I’ll never be free to say that I’m alone forever, only that I’m in a holding pattern until real life begins.

(En aquella cena me dieron ganas de llorar, pues sostener la farsa de que sigo esperando implica quedarse quieta. Implica menospreciar la vida que tengo ahora, y que es buena. Nunca me sentiré libre de decir que estaré sola para siempre, tan sólo que estoy en modo de espera hasta que la vida de verdad empiece.)

En el otro articulito hablaban de The lobster, de Yorgos Lanthimos, que recién vi. Y claro: el solitario como residuo de la sociedad. Marginado. Expulsado. El amor como equivalencia de dolencias, faltas, defectos, averías, errores. Para no terminar en lo otro, el olvido total. La vida sin consciencia, sin herencia y sin perpetuidad.

(A mí, que tanto me interesaba, en esta época hasta el sexo ha dejado de interesarme.)

Encuentro el blog de Aimeé. Pero ahora intenta tener citas. Y escribe un como proyecto, 2 Dates a Week. Agridulce. El amor como ilusión (engaño) mutuo. En un diario que encontré entre mis cosas, en México, aquellas anotaciones. “He sido objeto del amor de otros; mas amar, he amado poco. O nunca he sido libre con mi amor. He procurado ser discreta con él. Las personas que me aman suelen consumirme. Pero (…) ya no me ama, y no me consume más”.

Pero es que entiende: yo tenía un ascendente. Un ideal no alcanzado. Y esto no, no se le parece.

*pone el YouTube*

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Algunos títulos fílmicos y televisivos que relatan, de manera lateral, un mes y medio en México, alegre y familiar

En el avión rumbo a México miré GoodfellasDoblada. “Maldito patán”, repite Joe Pesci. Maldito patán. La palabra fuck y sus derivadas se pronuncian trescientas veintiuna veces durante la película, un promedio de 2.04 por minuto, dice IMDB. La mitad por Pesci. Pero el doblaje de 1990 sólo permite patán, maldito, hijo de perra. Me reí mucho, a solas, mientras otros cabeceaban o comían las porciones minúsculas de la comida de avión o miraban otras películas. Después vi Flashdance, una jovencísima, hermosísima Jennifer Beals: el deseo de la artista (la danza), la mejor amiga que persigue un fin similar, florido (patinaje artístico), y la ocupación improbable (soldadora), todo aquello en Pittsburgh, la ciudad de acero. Ah, Pittsburgh.

O el viernes que Frost y yo fuimos a Los Pinos (cuántas risas en el búnker de Calderón, en donde, desde un compartimento secreto, aparecían el tequila y la sangrita, imaginábamos; o el romance entre el sargento Pérez y la joven hija del presidente, del que actuamos cada escena, inventamos diálogos y nos carcajeamos por los pasillos y los senderos de la gran casa presidencial); luego comimos en El Pialadero de Guadalajara (aquella torta ahogada de camarones rosados, y el aguachile horadador de lenguas que yo tanto extrañé, y que con esa visita se disociará de otras personas y otras épocas), y caminamos por la Juárez, mi antigua colonia, la colonia de mis dulces 23, Hamburgo y Toledo por siempre, que es también la pequeña Corea, y entonces descansar en el café coreano donde dos señores jugaban Go en un tablero con sus inmaculadas piedras blancas y negras. Y en la glorieta de Insurgentes rememorar El vengador del futuro (un título infinitamente mejor que Total recall) y decir: vamos a verla, y esa misma noche verla, después de la sorprendente Tiempo compartido (reciclo los comentarios que le hice a Triquis por twtr: la estética vaporwave, la lenta erosión de la psique de estos dudes, la escena del escupitajo, es como un cuentito carveriano bien hechecito, y tiene algo muy hitchockiano también, alta tensión, infaltables momentos graciosos. Y ese lazo sutil pero irrompible de la mamá con su hijo, su cicatriz de cesárea, un vínculo que el papá neuras jamás conocerá.)

Luego, acá, hemos visto tantas con mis sobrinos. [Nota: el presente post comenzó a escribirse el día 7 de enero]. El 23 de diciembre: las gemelas Camila y Romina, y Osvaldo, y Tita, y Caro y Regina, y Leo, y yo, la tía que es excelente tía pero quizás sólo eso ya que constantemente se ha preguntado si podría ser madre y su más reciente conclusión es que no, que quizás no, ellos y yo acostados entre cobijas y cojines en la salita de tevé miramos Home Alone, un clásico navideño que nos arrancaba las risas (¿cuántas veces vi esa película cuando era niña?) mientras en la cocina mi mamá avanzaba con las preparaciones de la cena de Nochebuena, y mis hermanos cantaban con su karaoke, y ese nivel de bienestar, ¿qué haré al pensar en él cuando esté ocho mil kilómetros al sur? Y también, con ellos, he vuelto a Pocahontas. A El príncipe de Egipto (tan bella como la recordaba, o más: me obsesioné con ella años atrás, y quizás más de lo que entonces pude apreciar, e incluso fue, además de las lecturas del antiguo testamento en aquel volumen de Mis historias bíblicas, sumamente útil cuando acudí a la celebración del Pésaj en una sinagoga de Once, en 2015). Vi Mulán por primera vez. Una travestida, dice un personaje. Ah,  la heroína más hermosa, y los temas más adultos, y la belleza oriental… Y otra noche, con Tita, escogí Flavors of Youth para que se durmiera más rápidamente (pijamada con tía Lilí), pero las dos quedamos hipnotizadas con las breves historias que transcurrían en pueblos de China, y en la gran Shanghai, los fideos de arroz, las callejuelas y los edificios lustrosos y los que están a medio derruir, las varas de bambú para colgar la ropa, y los cassettes con mensajes largos que se graban dos amigos que no saben que están enamorados. O después, un sábado, con Carolina y Regina, vimos Wolf children, y lloramos mucho, o por lo menos dos de nosotras lloramos mucho, y al día siguiente le conté la trama entera a mi madre, tanto así me conmovió. O la otra noche en que cuidé a Osvaldo y Camila y Romina, y empezamos a ver Isle of dogs pero a la mitad, exhaustos, nos quedamos todos dormidos. Les mostré, a Tita y Regina y Caro, la belleza inigualable de The Addams family. Que, leía hace poco con justeza, aunque no sé dónde, lo que los vuelve excéntricos no es su afición por todo lo goth sino que Gomez y Morticia son en serio peculiares, distintos, notables, por ser dos paterfamilias que se aman con pasión y apoyan a sus hijos en sus proyectos e intereses.

También está el domingo en que, con Triquis y Luis, luego de mirar uno tras otro los ocho episodios de Burn the stage, el documental de BTS, en un fin de semana que volvimos obsesivamente sobre ellos, nos sentamos a ver la última Misión imposible, y los diálogos que francamente me daban risa aunque a la vez no dejaba de pensar en una crítica de cine que me gusta mucho, Priscilla Page, quien durante meses se la pasó diciendo que esa era la mejor película de acción del mundo, y ponele que sí, de acción (aunque existiendo Point Break no entiendo cómo alguien puede afirmar algo así), pero es mafufa y en la última media hora me aburrió y me permitió dormir sin culpa.

Por cierto: miré el documental para cine de Burn the stage con María y Frost mismo (renuente) en una salita de Oasis Coyoacán, con otras tres muchachas que reían mucho también, sobre todo cuando Hoseok está jugando con Yeontan, el pomeranian de Taehyung, y canta graciosamente did you see my bag, did you see my bag… Lástima que, pese a sus bellísimos momentos, hay como un final que llega y llega, y a la vez nunca, hasta que sí.

Piensa, piensa.

Widows con Carla y Triquis un viernes en Querétaro, tras dar muchas vueltas en el centro con unos helados que se nos derretían en las manos, y las palomitas de Takis, y la cerveza francesa con gusto cítrico, y charlar y charlar y charlar antes de eso, y en medio, y después.

Otra noche vi No regret, una película surcoreana del año 2006, escrita y dirigida por Hee-il Leesong, un parteaguas del cine coreano LGBT+, que amenaza con tener un final tragiquísimo, lo cual me habría hecho voltear la hipotética mesa, pero se las arregla para cerrar con algo como un sarcasmo, un final tragicómico, o feliz. En este momento me interesa demasiado el conocidísimo género del BL, abreviatura que me oculta y me mantiene a salvo.

El sábado chilango, con Frost, Fáyer, Elsa, Thalía, luego de desayunar en la esplendorosa Fonda Margarita (¡todo lo que dicen sobre ella es cierto! ¡los frijoles refritos con chorizo, el cerdo en salsa verde, el guiso de longaniza, el bistec en salsa morita, los huevos rancheros, el café de olla, las filas semilargas y muy tempraneras en aquel rincón de la Del Valle, el milagro de cocinarlo todo en manteca de cerdo!), y mientras comíamos una deliciosa rosca de reyes de la pastelería Alcázar, y chocolate de agua de Oaxaca recién traído de Oaxaca, estuvimos viendo muchos videos en YouTube: los Guau de Alexis Moyano (el rap de los perritos explicando el internet me mató, me había matado ya semanas atrás cuando me lo mostraron en Baires, “no, no, no, te mandaste cualquiera… internet es un cable con poderes mágicos que… wrah… internet es una tele con botones pero que… tiburones”), un episodio de Skull-face Bookseller Honda-sanya que durante el desayuno habíamos estado hablando intensamente de anime, y la noche anterior Elsa me había mostrado uno que ahora consume algunas de mis noches: el anime yaoi Sekaiichi Hatsukoi, sobre romances homosexuales entre trabajadores del mundo del manga: editores y mangakas y hasta libreros sexys con perforaciones en las orejas, ¡ay!, y ese video de History of Japan, y varias otras cosas de las que ahora no me estoy acordando, para proceder al plan original que era mirar Life of Brian Holy Grail, de los reverenciados Monty Python, largometrajes que he visto tantas veces, que me sé tan de memoria, que me entregué al placer del sueño sin remordimiento, pues había dormido bastante poco los días anteriores. ¡Ah! Elsa también me mostró Diablero, una nueva serie de Netflix ¡excelentemente actuada, con excelente diseño de producción, excelentemente musicalizada, excelentemente fotografiada, excelentemente ambientada, y todo en ella es tan excelente -los diableros, la santería, el chilanguismo recalcitrante, el hermoso Horacio García Rojas y frases que me calcinaron el cerebro como “tsss, te repites más que taco de longaniza” y la hermosa Fátima Molina como su hermana, los dos hermanos más sensuales de la tevé digital- que no entiendo por qué la gente no la adora y habla más de ella, no lo entiendo!

El otro descubrimiento excelso de estas vacaciones tiene que contar con preliminar barato.

Verán.

Esa vez que Tita se quedó a dormir conmigo, busqué algún anime en Netflix porque ella empieza a dibujar manga y siempre es bueno animar los talentos de los niños a tu alrededor, los cuales abundan en mis muchachitos, ¿no? Entonces estaba buscando algo en aquella sección centrada en anime y me llamó la atención uno llamado Gokudols, o Backstreet Girls, que en aproximadamente un minuto presentaba el intríngulis de su relato: tres yakuzas que han metido la pata hasta el fondo -no se sabe por qué ni cómo- son presentados con una disyuntiva por el jefe de su familia: la muerte o cambiar de sexo en Tailandia para formar un lucrativo grupo de idols de jpop. Escogen lo secundo. Pero son muy yakuzas y a un yakuza muy macho no le importa su aspecto, y sin embargo a la postre son enfrentados a toda clase de humillaciones y sacrificios, lo que nos demuestra que la violencia idol no es tan distinta de la violencia yakuza. Con aquellas primeras escenas me quedó claro que no era un anime apto para niños, y lo guardé celosamente para echarle un ojo después; al fin, llegado el momento, quedé pasmadafascinadamaravilladaintrigada por una trama que me parecía completamente original pese a una animación más bien burda, en la que durante largos planos sólo se mueven las bocas, y de pronto los ojos se vuelven dos hoyos negros y macabros, y a las caras angelicales se les superponen los rostros duros de los hombres yakuza que viven atrapados en cuerpos que no escogieron, que les son ajenos, y aunque todo es de una crueldad extrema, en esencia es una comedia negrísima, carcajadas cargadas de culpa, ¡pues qué jefe yakuza tan sádico, qué castigos corporales tan siniestros, qué graciosa subtrama del club de damnificados por las Gokudols, cuánto por decirse de la violencia machista y sí, heteropatriarcal, y de la destrucción de las vidas jóvenes, inocentes, no por un ideal sino por una suma de dinero sucio de la industria del entretenimiento! Lo recomiendo ardientemente, está allí mismo a distancia de un clic en Netflix, no lo dejen ir, no dejen ir esta gema, esta joya, este milagro.

También he estado viendo Neoyokio porque leí, de pasada, que la voz del personaje principal la hace el hijo de Will Smith, y Jude Law y Susan Sarandon hacen otras, y que la creó Ezra Koenig (Vampire Weekend), y aunque no es tan interesante ni tan incisiva como muchas otras cosas que empiezo a ver en el género (y la marca gringa está demasiado presente, demasiado difícil de ignorar), su mezcla de magia, moda, demonios y decadencia neoyorquina me ha tenido, digamos, más o menos interesada.

Quisiera ya terminar este post. Quisiera mencionar que también he estado mirando un dorama coreano, Reply 1997, que salta entre dicho año y 2012, en Busán, durante el reencuentro de antiguos amigos de la secundaria y los recuerdos de sus años mozos, y la protagonista es fan acérrima de H.O.T., hasta extremos locos, locos, y las cosas que hacen las fans en sus conciertos y alrededor de sus ídolos (ese cántico con sus nombres y apellidos al inicio de cada canción en vivo, los impermeables con las siglas, la fanfiction homoerótica) no es nada distinto de lo que hacen hoy en día, y luego descubrí que la actriz es, en la vida real, una idol también.

Sólo resta decir que vi Crazy rich asians con mi hermana porque ella necesitaba distraerse, que en un autobús miré y cabeceé con Ghost in the shell (versión Scarlett Johansson), y que en al avión de vuelta a Buenos Aires, muy estresada y malhumorada y preocupada por asuntos que aquí no vienen al caso, miré The big sick, que me gustó y hasta me permitió soltar unas necesarias risas alagrimadas. Luego, necesitada de dormir, y habiendo descubierto recientemente que sólo me da sueño mirando cosas pero que aquello se convierte en una lucha porque detesto dormirme mirando cosas a menos que ya las haya visto o su mala manufactura me libre de culpas, puse Inception porque medio me la sé toda y es un gran soundtrack  ese de Hans Zimmer, digan que no, y es perfecto para conciliar el sueño.

Ah, también vi Roma. La primera vez en la cineteca -antes cineteatro- Rosalío Solano, en Querétaro, con Carla y Ribón y Fanny y Triquis y David -y hasta, coincidencia hermosa, Hasiby- y que todos lloramos menos David, y luego, una segunda vez, en casa con mi mamá y mi hermana. Hace unos días soñé con Yalitza Aparicio, tanto me impresionó su actuación y hasta dónde la ha llevado.

Coda:

Mención a los animalitos hermosos con los que conviví esos días: Logan, el gato azul. Luna, la cariñosa french blanca. Aguacate, el ajolote plateado. Sorata y Pirata, la Hello Kitty real y el gato negro cuyo ojo perdido relata su imaginado paso por Vietnam. Bebé, el gigante aranjado, esponjoso, de mi hermana. Y el nuevo miembro de la familia gatuna, otro Logan, también gris. Y el muy libre y callejero Noalex, platicador, anaranjado, viril. Los ruidosos, olorosos, minúsculos chihuahueños de mis sobrinas, Taco y Chamoy.

Los cursos en la secundaria, algo que no sabía que estaba en mí, que podía hacer, que podía disfrutar, que podía darme ciertas guías.

Faltan amigos que vi, que extrañaba tanto. Olga. Marisol. Luli y Migue. Ara. Lety. Laura. Gaby. Grace. Jordy. Diego. Carlos. Rob. Gregory. Chava. Y los que me faltaran mencionar.

El día que volví, con un calor un poco asfixiante tras las noches bajo cero de Polotitlán, acompañé a Jes a unos asuntos y en la 9 de Julio nos cruzamos con la marcha por la liberación de Milagro Sala de Tupac Amaru, y luego caminamos por Recoleta hasta la placita de Vicente López donde se junta un nutrido y diverso grupo de niños a jugar en el arenero gigante. Y pensábamos en lo linda que es la ciudad, y en lo difícil que se nos pone la estadía. Al volver pasé por la esquina de Suipacha y Arenales donde viví durante mi primera temporada acá. Las ventanas estaban cerradas.

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