Fui a Facebook a registrar quién ordenaría mis cosas en caso de muerte. Fotos, más que nada. No podrían leer mis mensajes. Ahora debo instruir a la misma persona para que se haga cargo de mi cascajo digital. El pensamiento me rozó y me inquietó. Sobre todo, déjate tú el blog, el mail, el Twitter… Sobre todo mis versiones 1-18 de textos que me persiguen y que si me muero quedarán a medias y perdidos. Aunque tampoco importa mucho.
Me puse a ordenar mis papeles, mis usbs. Tiré, borré. Estoy sumergida hasta los muslos en una nueva temporada de burocracia torturante. Avanzo en ese bosque oscuro con resignación, a tientas y muy lentamente. Perseverancia.
Estoy reflexionando profundamente sobre mi vida. ¿Es esto bueno o malo? Sin duda es ensimismado. Sin duda si tuviera otro tren de vida no pasaría. Y a la vez es un poco inútil, porque mientras más miras más se ensancha aquello.
En un mes mudanza y otra vez me despido de las cosas y me recuerdo que soy así, que siempre soy así, que en 2006 escribí lo siguiente, al mudarme de otro cuarto de estudiante, y que por escribirlo puedo recordarlo pero no sé muy bien si eso es bueno o malo:
Pensar que nunca más veré estas paredes. Que nunca más veré el polvo acumulado en los rincones y los restos de unas Suavicremas de fresa que se hicieron pedacitos en el borde del clóset (jamás habrían de salir de ahí). Que nunca más sentiré ese mareo repentino al voltear y, en lugar de encontrarme con una pared de 180 grados -como sería lo natural-, golpearme en cambio con un muro estúpido que de pronto se decidía a dar un giro fenomenal sobre su eje. Tantas anécdotas y accidentes. Oh… Qué atroz. Dejar mi callecita de Vicente Suárez #410, a ochenta pasos de la facultad. Nunca comer de nuevo esos pastes hidalguenses. Ni ir al Oxxo y evitar al gordo acosador. Ni toparme con universitarios ebrios dando tumbos por la calle -la única calle del estudiante, de principio a fin-. Qué atroz. Y lo peor: no ver a mis compañeras nunca más. No oír sus ronquidos a través de la tabla-roca hueca. No recoger sus papeles tirados alrededor del bote de basura. O los vasos vacíos sobre el restirador. O las Maruchans podridas en la barra de la cocina. O los platos infestados de colonias de hongos germinando, reproduciéndose y evolucionando en la tarja. No más de eso. No más. Qué atroz.
Ahorita estoy procrastinando, con esto. Ya atormenté la escritura académica, la única que yo no había atormentado, la única que había logrado mantener lejos de mis neurosis. Si dijéramos tuvieras estreñimiento y hubiera un modo de aliviar el estreñimiento por ejemplo sonándote la nariz, te la sonarías, ¿no? Aunque sepas que el estreñimiento otro ahí sigue, y es grave. O no, símil tonto. Digamos que tienes hambre, que hay una torta cubana esperándote, que enfrentarte a ella será sublime, y difícil, pero ineludible. Pero no puedes. Pero tienes hambre. Te comerías entonces algo pequeñito, insulso, poco nutricio, nomás para espantar a la lombriz.
Entonces yo tomaba aliento, dudaba, ponía la mente en blanco y finalmente decía: mis profecías son éstas.
Vladímir Maiakovski volverá a estar de moda allá por el año 2150. James Joyce se reencarnará en un niño chino en el año 2124. Thomas Mann se convertirá en un farmacéutico ecuatoriano en el año 2101.
Marcel Proust entrará en un desesperado y prolongado olvido a partir del año 2033. Ezra Pound desaparecerá de algunas bibliotecas en el año 2089. Vachel Lindsay será un poeta de masas en el año 2101.
César Vallejo será leído en los túneles en el año 2045. Jorge Luis Borges será leído en los túneles en el año 2045. Vicente Huidobro será un poeta de masas en el año 2045.
Virginia Woolf se reencarnará en una narradora argentina en el año 2076. Louis Ferdinand Céline entrará en el Purgatorio en el año 2094. Paul Eluard será un poeta de masas en el año 2101.
Metempsicosis. La poesía no desaparecerá. Su no-poder se hará visible de otra manera.
Cesare Pavese se convertirá en el Santo Patrón de la Mirada en el año 2034. Pier- Paolo Pasolini se convertirá en el Santo Patrón de la Fuga en el año 2100. Giorgio Bassani saldrá de su tumba en el año 2167.
Oliverio Girondo encontrará su lugar como escritor juvenil en el año 2099. Roberto Arlt verá toda su obra llevada al cine en el año 2102. Adolfo Bioy Casares verá toda su obra llevada al cine en el año 2105. Arno Schmidt resurgirá de sus cenizas en el año 2085. Franz Kafka volverá a ser leído en todos los túneles de Latinoamérica en el año 2101. Witold Gombrowicz gozará de gran predicamento en los extramuros del Río de la Plata allá por el año 2098.
Paul Celan resurgirá de sus cenizas en el año 2113. André Bretón resurgirá de los espejos en el año 2071. Max Jacob dejará de ser leído, es decir morirá su último lector, en el año 2059.
¿En el año 2059 quién leerá a Jean-Pierre Duprey? ¿Quién leerá a Gary Snyder? ¿Quién leerá a Ilarie Voronca? Éstas son las cosas que yo me pregunto.
¿Quién leerá a Gilberte Dallas? ¿Quién leerá a Rodolfo Wilcock? ¿Quién leerá a Alexandre Unik?
Nicanor Parra, sin embargo, tendrá una estatua en una plaza de Chile en el año 2059. Octavio Paz tendrá una estatua en México en el año 2020. Ernesto Cardenal tendrá una estatua, no muy grande, en Nicaragua en el año 2018.
Pero todas las estatuas vuelan, por intervención divina o más usualmente por dinamita, como voló la estatua de Heine. Así que no confiemos demasiado en las estatuas.
Carson McCullers, sin embargo, seguirá siendo leída en el año 2100. Alejandra Pizarnik perderá a su última lectora en el año 2100. Alfonsina Storni se reencarnará en gato o león marino, no lo puedo precisar, en el año 2050.
El caso de Antón Chéjov será un poco distinto: se reencarnará en el año 2003, se reencarnará en el año 2010, se reencarnará en el año 2014. Finalmente volverá a aparecer en el año 2081. Y ya nunca más.
Alice Sheldon será una escritora de masas en el año 2017. Alfonso Reyes será definitivamente asesinado en el año 2058 pero en realidad será Alfonso Reyes quien asesine a sus asesinos. Marguerite Duras vivirá en el sistema nervioso de miles de mujeres en el año 2035.
Y la vocecita decía qué curioso, qué curioso, algunos de los autores que nombras no los he leído.
¿Como cuál?, preguntaba yo.
Y, la Alice Sheldon esa, por ejemplo, no tengo idea de quién es.
Me angustia el hecho de que Hollywood e industrias hermanas me provean incesantemente de piezas que reúnen, en combinaciones cada vez más estrafalarias y lujosas, a mis actores favoritos. Me los están juntando y eso es emocionante y es magnífico pero sospechoso a veces. Se me manipula con actores o sea con personas, de las que admiro la naturaleza de su oficio como admiro la de los escritores, por ejemplo, actores que por las convenciones o quizá exigencias del medio suelen ser personas pues la neta muy guapas, hombres y mujeres de hermosura cautivante, ¿y qué hago, entonces? A veces, me los juntan románticamente, ¿qué hago, repito? Me parece de mal gusto, que le están robando la magia a algo, que no me están dejando disfrutar de actuaciones en bruto, de actores desconocidos de los que no espero nada, cuyas caras no conozco, pero que luego me conmueven y agitan y marcan más que los otros, es decir mis Daniel Day-Lewises del alma, a quienes sin embargo no dejo de ver como Daniel Day-Lewises siempre, tanto espero y exijo de ellos. Total, ¿qué pretenden, que vea todo? Esta modalidad explotadora de repartos corales (o a veces ni corales, viles duetos de nombres tan brillantes que es imposible apartar los ojos) alcanza expresiones tan abyectas como Wet Hot American Summer: First Day of Camp. Ya estuvo, ya estuvo, daré ejemplos ridiculitos que me pintan de cuerpo completo: apenas salgo de Maps to the Stars y ya está Inherent Vice y Love & Mercy, y de Listen Up Phillip me cuestiono si aguanto Still Alice -dudo, dudo, dudo- y se vienen The Big Short y Carol, y tengo en el torrente, esperándome para cuando termine este apunte, The Overnight, tras enterarme que Louis C.K. estará en Portlandia el próximo año, y pude haber visto Mortdecai pero no lo hice, aunque quisiera, por esos dos hombres y esa hermosa rubia, ¡esos dos hombres y esa rubia que ha sido una de mis chicas siempre, aunque todos la odien!, y hasta Star Wars me dará un gusto a bordo de un X-Wing. Pero no, no, no es que sea incapaz de ver cómo se trata de atraer a las moscas con miel, que las caras y los nombres venden, que la crítica y el periodismo que acompaña a la industria endiosa e idoliza aunque a veces de pronto señale el talento, y que la actuación se disfrute lo mismo, lo sostengo siempre, y que muchos sigan esta premisa y por eso acudan y pues qué mejor y cuál es el problema y en el fondo por supuesto hay dinero, hay uso de cuerpos, hay confección de subjetividades, etcétera etcétera, sólo digo que me angustia, que lo estoy leyendo en clave mística, que es como si algunos de mis deseos exóticos se cumplieran, un mundo así de raro, como si dijeras tus artistas favoritos se juntaran a fabricar -crear, expresar, pensar, interpretar- algo a lo cual tú puedes acceder con intermitencias (pensar que este mes en Buenos Aires se proyectaron en cine películas que vi hace dos años: la chilena Gloria, la penúltima de Terrence Malick; que sin embargo me da otras que luego no tendré, que no todo está en internet, que no todo llega a todo, que el tiempo no da, que qué bueno que no da).
Al día siguiente:
No me gustó mucho The Overnight, hay algo falso en ella, algo que no cuaja, algo que abreva del lugar común. Pero me reí un poco. En IMDB, alguien entiende la esencia de este apunte:
Earlier this year, when the trailer to overnight was released, I was sure that I would watch it and it would be awesome, for three reasons: Adam Scott, Jason Schwartzman and the Duplass Brothers. That far I was already sold! Then you got Taylor Schilling and Judith Godrèche, two beautiful and very talented women, in a plot about “swinging”. Shut up and take my money!
A two disc DVD set was produced bringing together locally made archive films including home movies, newsreels and cine society films of everyday life from the 1930s to the 1960s; and combining them with the newly captured oral histories and filmed events from across the project. The DVD was distributed free across the region and can beviewed through most West Sussex libraries and archives. Extracts from the DVD can also be viewed online on this site..
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If only you’d known they were going to say that before you wasted all that time writing the proposal. If you knew they were going to say this, would you have written the proposal? So how do you find out what they are going to say? The way to find out what they are going to say after you have given them your proposal is to ask them the “magic question” before you have spent time and money preparing the proposal. Simple really..
wholesale nfl jerseys The French plan, discussed at a high level meeting in Rome this week, has resulted in “confidence” that Credit Default Swap (CDS) markets would give it their thumbs up, a derivatives expert with knowledge of the talks said.”It is not rocket science for a lawyer to figure out that a debt exchange won’t trigger a credit event,” the source told Reuters.Politicians are adamant a Greek bail out can only work if it avoids a so called credit event that would trigger a pay out of CDS, derivatives designed to hedge against a sovereign default.”(The plan) will be seen to comfortably not trigger the CDS. The issues with the rating agencies and accounting are far bigger,” the person said.Banks have also received positive signals from ratings agencies that they will not call the French plan a default, clearing a second important hurdle that could have scuppered the debt renewal plan.French banks, who have some of the largest holdings of Greek sovereign debt, have proposed voluntarily renewing part of the bonds when they fall due, but on different terms. That proposal is now being discussed in Germany too.Brussels is insisting that banks and insurers take part in the planned second bailout package for Greece, facing rising pressure in countries including Germany, Finland and the Netherlands to share the burden with taxpayers.Reassurances from market players that a debt roll over will not trigger the CDS is a crucial step and would send a strong signal that banks are taking part without coercion. wholesale nfl jerseys
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Lo raro ocurre todo el tiempo. Entré al sueño y ya no salgo de él. Ahora reúno notas para otra cosa; sin embargo, la compulsión de registrarlo todo, de capturarlo mediante la escritura. En la semana, entre otras cosas, cayó a mis manos un texto llamado Hall of Mirrors: muy extraño, los temas en que había pensado, no sólo la compulsión del registro sino también de la confesión, la moral cristiana, la identidad desdoblada en el espejo, la ida hacia la nada (¡y Lispector, recientemente redescubierta allá arriba, en el neoimperio, como epígrafe colosal!), el sujeto, todo el tiempo el sujeto. Hasta la otra idea, que me formulé de broma y luego se tornó un motivo, sobre la duplicidad de Géminis. En fin.
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To the sham of the self-same, I say, let it burn. Reduce me to ashes, to (no)thing, to no(t) one—unintelligible, incalculable, multiple, luminous. Loose me to my fathomless depths. Drown out the dictums of truth and listen to my “other tongue of a thousand tongues” sing. Bask in my mis/recognition. Melt my flesh into my reflections, not out of inevitability, but with a playful and perverse purpose, a refusal to make sense. Write me so as to never be read.
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Un viernes por la noche fui a la Plaza San Martín y encontré la pendiente de césped tapizada de motas de algodón. Bolitas de algodón por doquier. De noche. Yo venía con un café en la mano y pensé de lejos que era basura, porque también había basura, pero luego me senté y vi que no, que era como la pelusa del diente de león. Los árboles mudan, la primavera acecha. Había luna llena, grande, blanca, dolían los ojos al verla. Frío: tolerable. De pronto apareció un muchacho vendiendo sus poemarios: era un poeta de Rosario, Bruno ¿Caraccio?, que acababa de presentar su libro en Buenos Aires. Traía la poesía con él.
Demasiadas señales aquella noche, demasiadas coincidencias en la lectura que yo hacía de la ciudad. El primer olor de Buenos Aires, el olor de cuando la conocí: a aparato de aire acondicionado. Muy extrañamente, la ciudad retornó al año 2010: el mismo sentimiento, las mismas impresiones, todo parecido o casi igual aunque yo ya no soy esa persona. Además la ciudad no ha cambiado su faz salvo por los carriles del metrobús en la 9 de julio, y los hombres que ofrecen cambio cambio cambio (dólares, euros y reales) en algunas calles del centro: hasta el trovador de la Plaza Francia, cuyo mail es elquecantaenlaplazafrancia@gmail.com, sigue cantando en la Plaza Francia. Pero si la ciudad parece la misma de hace cinco años, ¿qué será en otros cinco? Vengan, vengan a Buenos Aires, como a La Habana en estos últimos meses de extravagancia y anomalía, que al rato, cuando la cosa se neoliberalice, se nos aplana.
(tan distinta a la ahora Ciudad de México, que nunca es la misma, un camaleón de muchas caras, irreconocible en cuestión de meses.)
Otra noche de la semana anterior, que por fin hizo calor y pude ir a sentarme a una banca de dicha plaza, agradecí que Buenos Aires fuera ciudad nocturna, que se ajustara con mis ritmos y me permitiera callejonear a horas indebidas, pero también lamenté otra cosa, inescapable: que soy mujer, que no puedo ser noctámbula vagabunda, que debo inventarme motivos, propósitos: ir a fumar un cigarro, uno tras otro, para no dar la impresión de estar esperando algo ni dar pie a ser abordada, permanecer con la mirada baja y los audífonos en las orejas, a pesar de que, más sí que no, aparezca de algún rincón un hombre, siempre un hombre, solicitando un encendedor o un cigarro.
Una patrulla. La patrulla que en los barrios ricos protege las pertenencias de otros, que en los barrios bajos vigila a los otros, va de caza.
(Conocí la mítica Villa 31. Pero: después.)
En el Gaumont había una fila de cuadras para entrar a ver El Clan, de Pablo Trapero (la vi otra noche, en la sala más grande, laberíntica, como de sueño, del Premier). Peregrinaje por librerías. Decenas de señales, de lecturas íntimas. Dos sábados tan extraños, muchos personajes y experiencias novedosas, tesis y antítesis, el sol y el frío, la distensión y el viaje, diversión y deber. En uno de estos sábados, al despertar, encontré un mail de un fantasma que creí inhallable. El misterio se agranda, me dice que hay algo que quiere preguntarme.
(una mañana me encontré a alguien en el subte, entre tantas combinaciones.)
Un sábado anterior pasó algo extraño también: por la tarde tomé una siesta, soñé que caminaba por la 9 de Julio, de noche, a la altura del Teatro Colón, y que iba con otra muchacha, una desconocida, desagradable para mí dentro del sueño, con la que se discutía el asunto de ir a la cafetería Vesubio. Y en verdad yo estaba ahí, en aquellos ambientes vaporosos, sin sonido ni lógica, de los sueños, y al despertar fue como atravesar un pasaje, prender y apagar una luz, ya no distingo una conciencia de la otra, y entonces fui, con el cuerpo, al Vesubio: un lugar interesante, anticuado, con buenos helados y bifes de chorizo, desde 1902.
(hice el trayecto como en el sueño, pero con luz diferente.)
Quiero seguir el recuento fílmico (¡Y de TV! ¡Y de teatro!), pero aunque este post comenta productos audiovisuales carece de spoilers y más bien trata de otros temas.
Descubrí el cine BAMA, Buenos Aires Mon Amour, que se presenta como “una iniciativa de amigos cinéfilos que buscan generar nuevos espacios de exhibición, con un criterio de cine de arte”. Lo mejor es la ubicación, en la diagonal Roque Sáenz Peña, a metros del Obelisco y por el rumbo de Tribunales. La primera que vi ahí: What we do in the shadows, con Vainilla, además tras la marcha del 3 de junio. Reímos muchísimo. No había más de ocho personas en la sala. Pequeña, sí, con butacas incómodas y una pantalla con los bordes redondeados, y todo en un sótano, muy 1983. Me gustó el cine y mucho más la película. A veces me pongo a ver clips y videos y vuelvo a reír muchísimo con Viago, Deacon, Vlad, Nick, Stu y Petyr, como sólo me río con los Python.
En el Lorca, otro favorito, no lejos de ahí, sobre Corrientes, vi una islandesa, Historias de hombres y caballos. Ese día hubo paro de transporte, chispeaba, había neblina, mucho frío, yo no pude realizar los pendientes que tenía programados y decidí, mejor, meterme al cine. Justamente el BAMA estaba cerrado, yo quería ver una de Asia Argento (“Incomprendida” en español), y por eso fui al siempre confiable Lorca. La película empezaría en una hora, así que mientras tanto me metí a las librerías de nuevo y de viejo que abundan a esa altura de Corrientes. En algún momento me aburrí (o me dio la ansiedad de las librerías y los libros infinitos) y quise regresarme a la casa, pero ya tenía mi entrada, así que esperé el momento adecuado y entré al Lorca y qué película tan grandiosa, tan chistosa y tan cruel, en la Islandia rural, mucha cultura ecuestre, conductas animales, vergüenzas y sobrevivencias, equinos hermosos y espectaculares, de miradas profundas, y formato pueblo chico infierno grande, y hasta un personaje colombiano muy simpático entre tantos rostros nórdicos.
Terminemos las de cine.
Un viernes fui a ver Mad Max, tras cierto quilombo (fue la tarde humedísima, maravillosa, en que descubrí lo que hay en la Costanera, detrás de los edificios mamonsísimos de Puerto Madero) que derivó en el Village de Recoleta. Se decidió una experiencia “pochoclera” completa, lo que incluía el pochoclo (sin salsa, maldición) y nachos (sin jalapeños, maldición). Mad Max me gustó, aunque no he vuelto a pensar mucho en ella.
Otra noche, ¿de dónde venía?, hacía muchísimo frío y hasta entré a una tienda a comprarme un gorrito (80 pesos), y más adelante estaba el Gaumont, y dije: bueno, si traigo cambio entro. Y traía justamente los ocho pesos de la entrada en el bolsillo y felizmente en una hora iba a empezar Alfonsina, un documental sobre Alfonsina Storni, cuya poesía aprecio. Esta vez, antes de entrar, me comí dos empanadas en una cafetería pizzetera de esas de poco pelo, donde estaba puesto el futbol. Pero yo me senté en una mesa abajo de la tele y no vi nada (y traía lecturas de la escuela) (está mal decirle escuela, o no). También tomé un vasito, o quizá dos, de moscato, lo cual fue un gran error, porque es una bebida aparentemente insulsa pero con grados imperceptibles de alcohol, de efecto pastoso y soñoliento. Cuando entré a la sala empecé a cabecear y creo que, entre las fotos del Buenos Aires de principios de siglo, y la música, y los poemas, y las entrevistas, y la hora, y el insomnio de noches anteriores, me dormí por momentos. Qué mal, qué mal. Pero me gustó y me gustó, también, que al terminarse varios aplaudieron.
Netflix me genera problemas, me hace caer en un vortex de indecisión, no se me antoja nada o lo que se me antoja ya lo vi. Está Girlhood, que me interesó desde que vi el trailer, casualmente en el momento en que Boyhood estaba de moda. Tiene momentos muy Drive, muy tecno-oníricos, de dicha momentánea con música electrónica y transiciones en negro laaargas largas, pero la película en sí es muy dura, no se engaña respecto a las opciones con que cuenta una adolescente “guetoizada”, tiene “interesantes usos de la elipsis”, y una secuencia hermosa donde las adolescentes de raza negra, que forman una pandilla, que molestan a gente más debilucha y se meten a tiendas de ropa a robar, rentan un cuarto de hotel para probarse ropa, tomar alcohol, comer dulces y cantar “Diamonds” de Rihanna como si estuvieran en un video.
(además es de Céline Sciamma, quien dirigió otra belleza y monumento queer, Tomboy).
La otra que vi, en la indecisión total, fue un clásico de los hermanos Coen, los hermanos que más quiero además de mis hermanos: The Big Lebowski.
Mi diálogo favorito:
Además de la clásica “That rug really tied the room together” y uno de los tantos, grandiosos diálogos de Walter Sobchak/John Goodman: “Nihilists! Fuck me, I mean, say what you want about the tenets of National Socialism, Dude, at least it’s an ethos”.
Otra noche, antes de dormir, tuve muchas ganas de volver a ver The Beach, pero sólo la primera parte, aquella donde todo es hermoso. Y recordé que suelo ver esa película cada tantos años y que la relaciono intensamente con Buenos Aires, puesto que hace cinco años, un par de semanas antes de llegar a Argentina, estando en Taganga, Colombia, con el alemán, quien en muchos sentidos -y en otros no- era Richard, la vimos. Después, al llegar al primer hostal porteño, sobre la peatonal Florida, uno de los libros que estaban en el librero comunal era “The Beach”, que te podías llevar si dejabas otros dos. Yo dejé un par que había conseguido en otros hostales, y que ya había leído: “Tala” de Gabriela Mistral, y una edición de Bruguera con “Desayuno en Tiffany’s” y otros cuentos de Capote. De manera que esa fue mi lectura durante los primeros días en Buenos Aires. No puedo disociar la experiencia mochilera de ella (“The Beach”, a backpacker novel…) y de Buenos Aires (pero: The Beach también se relaciona con mi mamá, con quien la vi en el cine la primera vez, y con Carlita, con Triquis, con la prepa y la universidad; con J… Es una película que veo a cada rato, pues).
Trust me, it’s paradise. This is where the hungry come to feed. For mine is a generation that circles the globe and searches for something we haven’t tried before. So never refuse an invitation, never resist the unfamiliar, never fail to be polite and never outstay the welcome. Just keep your mind open and suck in the experience. And if it hurts, you know what? It’s probably worth it.
La otra que vi -abundaremos- es una argentina, Sin retorno, porque salen Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi. También se me antojó porque pensé que tenía el estilo de Amores perros, es decir, género realismo muy realistay muy serio, subsección “realidad nacional muy jodida” y “cosas cabronas que le pasan a gente adulta”, ejemplo: un choque o un atropellamiento.
Pero el personajito del estudiante universitario que atropella a un ciclista y esconde el coche y miente a sus padres, y los papás infumables, y la hermana intratable, y toda su capsulita existencial de familia cheta que vive en un departamento amplio de Barrio Norte, o sea, no, no, no pude, y además el muchacho no sabe actuar y me desesperó muchísimo. Pero las partes donde salen Luppi (papá del ciclista, quien termina yendo al juicio oral con la foto de su hijo colgada del cuello, al estilo de las madres de desaparecidos) y Sbaraglia (ventrílocuo padre de familia/clase media baja/tipazo, que minutos antes, casualmente, había atropellado la bici del ciclista y a quien acusan injustamente de matarlo) salvan enormemente la película, desbordan los límites de la imagen con su presencia actoral, con lo cual elaboré una analogía que tal vez puede derribarse con facilidad (ahí dirán): que la actuación es como la prosa o el estilo de las películas (o la tevé); una muy intensa, interesante, elevada, trasciende la obra que la contiene.
(pero es un símil idiota porque la estructura de la literatura es el lenguaje mismo y pues no).
Vi Obvious child, “dramedy” “indie” de Jenny Slate, quien me encanta. Un personaje lee The Savage Detectives. Feminismo waspy aunque sea judía. Aborto. Gaby Hoffman. Experiencia de las mujeres (me interesa, por supuesto que me interesa). Me reí bastante.
Vi Appropriate behaviour, opera prima de la cineasta de origen iraní Desiree Akhavan y ME ENCANTÓ. Es cierto que existe un vacío de representación mediática de la experiencia de las mujeres bisexuales “hoy” (no se guarda el “es sólo una fase”) pero me gustó mucho por otras cosas: es chistosa y es ojete y no tiene piedad con su propia protagonista, muy al estilo de Girls (Desiree aparece en un par de episodios de la última temporada: es la compañera malvada de la maestría de escritura creativa, y además es muy bella, tiene una mirada hipnótica, penetrante).
Vi The Two Faces of January, basada en una novela de Patricia Highsmith, con Oscar Isaac (mi razón elemental, confieso) y Viggo Mortensen y Kirsten Dunst, y transcurre en Atenas y quizá es que yo extrañaba algo muy English Patient, muy The Sheltering Sky, gringos en parajes exóticos, y enredos, y años cuarenta. Calificación: REBUENA.
Alguien puso en Twitter que Another woman estaba en Netflix y entonces fui y la vi. Una de las grandes de Woody Allen, con mi hermosa Mia Farrow cuando ambos todavía se amaban, y la bellísima Gena Rowlands; de 1988, otoñal e intelectual, con tantos temas que me dejaron pensando (you and your life of the mind!) y sí, creo que lloré un poquitín.
-Ahora escribo un mes después, para ponerme al día-.
Otras que he visto en BAMA cine: Melancholia (ya consignada) (gran lectura al respecto) y, ayer, la última de Polanski (que me dio, pese a todo, ay, una de mi top personal, Rosemary’s Baby): La Vénus à la fourrure, y que resultó otro gran comentario sobre la actuación, el teatro y la magia, y además deliciosamente perversa, erótica, con buena comprensión de las dinámicas de poder entre hombres y mujeres, y Mathieu Amalric que me fascina, con labial rojo y tacones, y muchas risas.
Volví a ver, por gusto y para escribir este comentario en La Tempestad online, Clouds of Sils Maria, que es tan buena. Y de paso, también, al respecto, vi Rendez-Vous, Juliette Binoche joven actriz:
https://youtu.be/tk8yMT4ioWk
Con J, acá, vimos A girl walks home alone at night, de otra bella iraní debutante, Ana Lily Amirpour, y me gustó muchísimo, y el documental de Tig Notaro, Tig (muchas veces escuché en mi iPod su stand-up del cáncer y reía y lloraba).
Esto es un poco vergonzoso pero: resulta que yo nunca vi Parent Trap. Y la vimos. Y, ay, qué tristeza ver a la niñita Lindsay Lohan. Pero no abundemos.
Me parece que eso es todo.
He visto o estoy viendo lo siguiente de televisión: segunda temporada de Twin Peaks, primera temporada de Club de Cuervos (¡cómo me reí!), tercera temporada de Orange is the new black, segunda temporada de BoJack Horseman, primera temporada de Wet Hot American Summer: First Day of Camp y: segunda temporada de A young doctor’s notebook, que es muy cruel, opone a Jon Hamm y Daniel Radcliffe (son el mismo doctor moscovita), y transcurre en páramos siberianos entre 1917 y 1933.
(he visto un chingo de tele: no me enorgullezco)
(teatro) Vi un show con los hermanos Sbaraglia en Palermo (Leonardo es HERMOSO), Escenas de la vida conyugal con Darín y Érica Rivas, y una llamada Madre sólo hay una. Pero francamente ya me cansé de escribir y quien hipotéticamente lea seguramente también. Adiós.
Elaboración entre pendejo, cabrón y nuevas formas de insultar a malos conductores (forro entre ellas, la concha de tu madre otra).
Pinche güey.
¡No mames! ¡Mamón! Mamando, mamó, se la mamó.
La neta. La neta es la neta. La verdad es la neta.
Y el ahorita. Mi compañero más divertido no se había burlado del ahorita. Y mi hermana: entonces cómo dicen algo que será ya, ahorita.
Reencuentro. También con el lenguaje, que volvió a mexicanizarse (achilangarse, en parte). Bajo techo. Buenos Aires no dejó de llover. Salir y frío, frío hijo de tu puta madre. Suerte culinaria. Sueños muy nítidos en aquel piso 13. Y el amor. Y otras cosas.
Llegué del aeropuerto y me puse a leer, otra vez, pero como con lupa, sin distancias, el diario de Ana Frank. Por la mañana, el de Virginia Woolf. Porque los diarios, ahorita, ocupan mi mente, mis proyectos. Pero además no quería pensar en la tristeza infinita de la despedida.
Ahora está tan soleado, ¿por qué? Siento que soy otra. Otra vez cambié. Y ya solamente pienso y planeo la estadía próxima en México. ¿Y aquí qué poner? (Verónica Murguía: SOS). Sí duele. No deja de doler.
Está muy bien escribir. Está muy bien pronunciarse. Está muy bien citar a pensadores franceses y apelar al cuerpo en la plaza pública y a la resistencia y a la solidaridad. Está muy bien. Pero eso qué. Vamos a seguir. A seguir qué. Resistiendo. Pero cómo, dónde. No nos van a callar. Pues sorpresa: sí. Sí nos van a callar. Sí somos desechables, sí somos los puppen. Pero no. Mi sensibilidad es otra: no cinismo, no derrota. Aunque, ahora, no puedo articular nada (pero sí lo hago, fragmentaria e irresponsablemente). No puedo traducir en palabras. ¿Traducir qué? ¿Y quién nos va a leer? ¿Qué vamos a decir, además de lo que ya se dijo? El silencio sería más digno pero también es indigno. Un detalle, nada más. Yo le temo a la tortura. La palabra misma me produce escalofríos. Tortura. Con señas de tortura, dicen las notas. ¿Qué tortura? La tortura es tanto, puede ser tanto. Tengo dos ideas anteriores, infantiles: una visita al museo de la Santa Inquisición en Santo Domingo, donde me enteré de formas de tortura que hubiera preferido no saber. Me arrepiento. Información que no requería. Imaginación que no requería. La otra es un fragmento de Casino Royale, la novela de Ian Fleming (descendamos, descendamos al infierno de la trivialidad): “Bond cerró los ojos y esperó el próximo golpe. Sabía que el principio es lo peor de la tortura. Hay una parábola de agonía. El dolor va en aumento, llega a la cima y luego los nervios se embotan y reaccionan cada vez menos, hasta la inconsciencia y muerte. Todo lo que podía hacer era rogar por alcanzar pronto la cima, rogar para que su espíritu resistiese hasta ese instante y aceptar después la cuesta final, hasta perder el conocimiento. Había sido informado por colegas que habían sobrevivido a torturas de los alemanes y japoneses, que hacia el final se experimentaba un maravilloso periodo de calor y languidez que guiaba a una especie de crepúsculo sensual, donde el dolor se convertía en placer y donde el odio y temor de los torturadores se tornaba en gozo de los torturados. Sabía que se requería una gran fuerza de voluntad para no dejar traslucir este estado de ánimo. Tan pronto como el torturador entrara en sospecha, lo mataría de una vez, evitándose así más molestias, o dejaría que volviera a recobrarse lo suficiente como para que sus nervios regresaran a la primera etapa de la parábola. Luego empezaría de nuevo”.
Pero yo no creo esto. Yo creo que es el infierno y ya, sin más. No hay sentido posible y eso es lo que rebela. ¿Y este pensamiento, este machaconeo, de qué sirve? ¿Lo elevado es lo que sirve? No ofrezcamos propuestas (o quizás sí: radicalizar nuestros afectos, cambiar nuestra experiencia inmediata) (sé que no lo voy a hacer, inútil ofrecerlo). ¿Qué unirá a las multitudes? ¿Qué nos rebelará? Lo que temo más, para mí, para los que quiero, es la tortura. Y la siento cerca, rascando el techo, en un departamento de la Narvarte, a cuadras de casa. Este desahogo -compartirlo, sostenerlo en un espacio ínfimo de autonomía- tampoco aporta nada. Es, peor, la postergación de otra cosa que sí debo escribir, que no será útil tampoco, que será borrado también. Ah, el horror. Un horror estruendoso con el volumen hasta abajo.
Todavía se proyecta en un par de cines de Buenos Aires la última película del escritor y director francés Olivier Assayas, traducida, en Argentina, como El otro lado del éxito, y en México, donde se exhibió hace unos meses, como Las nubes de María (del original Clouds of Sils Maria, de 2014). Dividida en dos actos y un epílogo, a la manera de las representaciones teatrales, la cinta inicia con una especie de “prólogo en un tren”: en un trayecto por los Alpes suizos, Valentine (Kristen Stewart) sortea en dos teléfonos los asuntos –personales y laborales– de la actriz Maria Enders (Juliette Binoche), de quien es asistente personal. Camino a aceptar un premio en honor del director Wilhem Melchoir, quien veinte años atrás le dio su primera oportunidad actoral y a la larga se convirtió en su mentor y amigo, Maria es informada por Valentine, casi bruscamente, que Wilhelm acaba de morir. La situación, planteada sin dilaciones, establece un pacto de complicidad y un campo de referencias comunes con el espectador: Enders es un trasunto evidente de Binoche (su prestigio, su talento, su belleza) y Melchoir, más veladamente, del cineasta Rainer Werner Fassbinder, retratados aquí en las bambalinas de lo más chic de la industria, entre artistas alemanes, marcas francesas, fotógrafos estelares, hoteles y automóviles lujosísimos: un mundo que no conocemos pero que sabemos que existe.
El juego de espejos se vuelve más complejo mediante el tópico de la “obra dentro de una obra”: la pieza teatral –después película– que Enders protagonizó en su juventud, Maloja snake, y que es aludida, citada e interpretada continuamente por los personajes de Clouds of Sils Maria. En dicha obra, una mujer mayor, Helena, cae presa del influjo sexual y destructivo de una mujer más joven, Sigrid. El conflicto inicia cuando Klaus Diesterweg, exquisito y reputado director teatral, ofrece a Enders interpretar a Helena en una nueva escenificación, un papel que sólo puede pertenecerle a ella, pues ambos personajes “son una y la misma”.
(Un dato más: Assayas coescribió, hace treinta años, la película que cimentó la fama de Binoche, a saber, la semierótica y extraña Rendez-vous, o Apasionados en español, en la que ella interpreta a una joven mujer recién llegada a París cuyo único valor de cambio es su cuerpo).
El segundo acto se centra en la estancia de Maria y Valentine en el chalet de Sils Maria donde Wilhelm vivía con su esposa Rosa (la impresionante Angela Winkler). Allí, Maria ensaya parlamentos con Valentine (ambas transitan de un personaje a otro, borrando fronteras entre obras) y se entera a cuentagotas de la vida de Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz), la polémica joven actriz que interpretará a Sigrid, protagonista habitual de la prensa de chismes y con experiencia teatral a pesar de sus papeles hollywoodenses.
La cinta de Assayas explora varias ideas interesantes. En primer término, el recorte que pretende mostrar la “realidad en estado puro”, que borra las diferencias entre vida y arte, o que permite que la representación, en tanto interpretación, sea más verdadera que la vida. Assayas coquetea con planteamientos conocidos de Walter Benjamin y Guy Debord, de quienes se ha asumido lector: la representación en la sociedad del espectáculo; el aura de la representación teatral que, al fragmentarse en cine, pierde su unicidad. Se centra, por eso, en uno de los aspectos más interesantes de la industria: la intensidad del oficio actoral. Todo arte implica una dimensión material, todo arte remite a la corporalidad, pero quizá en ninguno es tan evidente como en la actuación, donde el cuerpo se habita, se cede (o se secuestra). Otros temas: la relación del artista con su público, con la recepción y circulación de su obra, y entre quien ejecuta un arte y quien lo interpreta. De hecho, la interpretación de una obra y las subjetividades con que se le encara son una noción recurrente: “el texto es un objeto, cambiará la perspectiva según dónde estés parada”, dice Valentine a Maria, frustrada con un personaje que considera patético, en una obra que le parece cada vez más una mera fantasía masculina.
De paso, se lanzan varios dardos certeros: a Google, a la industria fílmica chatarra, a la actuación “frente a pantallas verdes”, a lo insensibles que suelen ser los periodistas de espectáculos, a la intimidad expropiada por Internet, entre otras alusiones divertidas (cuando Valentine habla de Jo-Ann parece comentar, al dedillo, a Kristen Stewart).
Uno de los mayores méritos de Assayas, aquel que permite muchas lecturas posibles, es la ambigua relación que se teje entre Valentine (brutalmente sincera y al mismo tiempo enigmática, una actuación por la que Stewart recibió el prestigioso premio César) y Maria Enders (insegura, talentosa, llena de supersticiones), en la que hay amistad e intimidad, pero también desacuerdos intelectuales y, más llanamente, un convenio patrona-empleada. En Sils Maria, Rosa explica a Maria que la serpiente de Maloja es una misteriosa formación de nubes que repta sobre el valle suizo desde los lagos italianos, presagio de mal tiempo; después, miran el fenómeno retratado, en blanco y negro, en un cortometraje de un siglo de antigüedad (del director alemán Arnold Fanck). El paisaje y la naturaleza verdadera se revelan en las imágenes, dice Rosa, y Assayas insiste con la idea, transformando los imponentes paisajes suizos en tomas semiestáticas de transición entre una escena y otra, para reinterpretar los encuadres de Fanck, a todo color y en 35 mm, en el momento en que la serpiente –su misterio– irrumpe en el punto crítico en que el artista se reconcilia con el tiempo y con su arte.
El misterio no deja de suceder. Perdí mi pluma. Una pluma fantástica, una Sabonis atómica. La perdí en una banca de la plaza San Martín, después de apuntar un par de cosas. Me fui al café y ahí ya no estaba. Luego volví a la banca y nada. La última vez que fue vista en mi mano atardecía. Anochecía, más bien. Eran las seis, seis y diez. Luz crepuscular. Momento preferido del día, desde siempre. Los instantes en que todavía se puede ver sin luz eléctrica, pero las cosas van perdiendo color, los árboles se vuelven negro sólido, los rasgos de las personas se desdibujan. Hay siempre misterio en esa hora. Yo escuchaba los temas de Hans Zimmer de Inception. El último, de hecho: Time. Y ese fragmento se recortaba de la cotidianidad de la vida, de la ordinariez de la vida, porque todo a su alrededor encerraba un enigma. Frente al reloj estaba parado un muchacho. Yo pensé que estaba vigilando a un niño jugando en la bardita. Pero no había niños. Y él continuaba parado. Se movía poco, tampoco era un soldado. Y miraba al frente, tal vez al reloj pero tal vez no. Traía una sudadera gris, piel morena, expresión contrariada. Desde que hubo luz hasta que ya no él siguió parado. El misterio no deja de suceder.
Yo quería subirme a un autobús. Quería la separación que da el trayecto de autobús. Yo siempre me quejaba, antes, de vivírmela en autobuses, de tomar uno cada ocho días, cada quince, una vez cada mes, desde que recuerdo. Por eso quise vivir en algún lugar donde mis fines de semana estuvieran asegurados. Pero después, como siempre pasa, vi que necesitaba ir a una terminal de autobuses y subirme a un autobús y ah, el ritual: la ventana, la mochila en los pies, los audífonos, el libro o no, el cuaderno o no, la película o no, dormir o no, y siempre tras mirar un poco a las personas que van viajando también.
Los trámites se alargaron, hice la fila dos veces, al aire libre, en la plaza frente a la estación Retiro, en esa zona donde la ciudad se va desvaneciendo, se va llenando de espacios vacíos. Pero no me enojé, esperé. Y cuando por fin pude entrar y escoger mi asiento, ah, ridiculez: sentí hasta emoción. Me resultaba cansado lo que hacía en México antes, tomar el metro y transbordar en La Raza, cruzar la enorme terminal del norte, tomar el autobús a Polo, bajarme en el km 133… Pero a veces también suponía una pausa y un descanso.
Bueno. Me subí al autobús. Ventana. Del lado derecho, como casi siempre. Un error, porque de ese lado la ciudad de Buenos Aires se fue convirtiendo en el conurbano bonaerense, la pobreza de los márgenes se fue revelando, las viviendas precarias y unas vacas pastando, y espectaculares con candidatos electorales, y unos niños jugando futbol en un claro, pobres, mal vestidos; después el club aéreo de Río de la Plata, hangares blancos, avionetas estacionadas, un cartel: APRENDA A VOLAR. Pasto reseco. Más adelante, humo del corte y quema. Árboles raquíticos. Una avioneta en el aire, volando. Del otro lado del autobús, del pasillo izquierdo, llanura pura.
El inconfundible olor a pipí. Una señora hablando por teléfono. El amenazador llorido de un bebé. De mi lado no hay vastedad. Del otro sí. Un tractor, más propaganda electoral, y luego los tímidos comienzos de una ciudad pueblo de casas bajas y pocos coches.
Me gustó La Plata. Me gustó el aire socialista -esos edificios altos, rectangulares, manchados de humedad- que se respira en la Plaza Moreno, donde está la catedral. Después esta impresión se diluye en sus calles anchas, con mucha arquitectura europea clásica -de pronto interrumpida por edificios ochenteros- y los famosos tilos que, según leo, es su árbol emblemático. Una ciudad planificada como poquísimas en Latinoamérica, un cuadrado perfecto surcado por diagonales -la ciudad de las diagonales, la llaman- y plazas que aparecen en cada intersección de avenidas, hasta sumar 23, leo en Wikipedia, además de representar el paradigma del “higienismo”. Diría que unas cuantas calles densamente comerciales en el centro, con tiendas y servicios para locales y turistas, para gente con mucha lana y gente con poca, y otras calles solitarias, tranquilas, vacías, que me hacían sentir en Polo (vi una carreta empujada por una mula).
Buscaba un cuaderno. Llevaba uno, pero para otros fines. Muchas vueltas en círculo, como siempre. Y otras que me desubicaban, me desnorteaban. Pero las calles numeradas facilitan todo. Evité un tramo de la 50 muchas veces, que después reveló una librería Ateneo a medio cerrar, donde venden un cuaderno que yo codicié. Antes había entrado a una tienda de fayuca china y me emocioné un poco porque pensé en Oracle Night: el narrador y protagonista encuentra un misterioso cuaderno azul en una papelería china; en él escribe la historia de un escritor, como él, que tras varios giros de la trama termina encerrado en un búnker y al que después ambos autores -Auster y Sidney Orr- dejan abandonado (la angustia que, a la fecha, siento por el personaje encerrado durante toda la eternidad). Ese cuaderno en el que escribirá más tarde, impelido por una fuerza extraña, la historia que pudo o no suceder entre su esposa y su amigo y mentor.
(a veces me pregunto si volveré a leer otro libro de Paul Auster, creo que lo agoté demasiado; creo que en este momento de mi vida me interesa demasiado la literatura escrita en español).
Los cuadernos de la fayuquería no me convencieron y después terminé adquiriendo uno en Todo Moda, un sencillito de forma francesa, de hojas blancas, con estampado de pata de gallo en turquesa. Por la hora, más factible refugiarse en un bar que en un café: un irish pub, Wilkenny, donde fui observando a los asistentes emborracharse paulatinamente. Entraron unas promotoras de Philip Morris y nos regalaran objetos como: una playera y unos lentes con ojos falsos. Ahora releo mis apuntes, um.
(recuerdo que esa tarde me ladraron dos perros, lo que siempre me pone en un ánimo lóbrego debido a mis misticismos e intachable historial con los canes).
Ah, qué noche. Me quedé en un hostal barato, en una típica casa argentina de las que llaman chorizo: larga, con un pasillo por el que se distribuyen las habitaciones, con techos muy altos, puertitas de madera y hierro, y mosaicos pintados. Apenas había dormitado una hora o menos cuando entró al cuarto una mujer de botas muy largas, que hizo mucho ruido y me despertó. Ya no pude dormir. Ya no pude. Me moví inquieta, me di vueltas, abrí Twitter, Facebook, Instagram, Gmail, fui al baño -un chico jugaba un videojuego de computadora; el otro, el encargado, estaba sentado en un sillón de la sala-, tomé agua, sentí calor, sentí frío, me acosté, di muchas vueltas, empecé a angustiarme, la angustia me subió, me inundé. Las cuatro, las cinco, las seis. A las seis empezó a roncar alguien en el cuarto, muy fuerte. Alguien más se despertó y tosió muchas veces pero el concierto no se aquietó. Los ronquidos venían de la parte superior de mi litera. Estiré los brazos, hundí los dedos en el colchón, le di golpecitos a la madera para que dejara de roncar, pero no dejó de roncar nunca; de pronto, a mi costado izquierdo, en la penumbra, apareció un pie enorme que se fue alargando hasta formar una pantorrilla larguísima y después, a su lado, otra pantorrilla que se hizo más larga todavía, hasta contornear un muslo, metro y medio de extremidad, y todo esto yo lo observé estupefacta, con una sonrisa congelada de miedo. Por fin la altísima mujer tocó el piso y se estiró toda: sólo vi la silueta negra, duramente negra, mientras el ronquido persistía: no era de arriba de donde venía. Intenté dormir. Dieron las siete. La luz del día no entraba al cuarto, la ventana estaba tapiada. Alguien más entraba y salía del cuarto: la puerta, avejentada, no cerraba bien y se abría y cerraba hacia las estrechas escaleras, iluminadas por un foco amarillo, por las que se llegaba al cuarto. Un aire frío me caía en la cara intermitentemente. No sé en qué momento me dormí, no sé en qué momento entré a ese otro lugar, con un pedazo de la conciencia en el sueño y otro en la vigilia, y en aquel lugar yo sabía que no podía o no debía mirarme al espejo, y sin embargo me veía: mi cara, con gran nitidez, reflejada en varios espejos.
Después viene lo de miedo. Hubo sobreposición de planos y ahí, en el sueño, con la conciencia de los sueños sobre las cosas, yo estaba en el cuarto del hostal, acostada, mientras una figura negra, negra, pero humosa, como una sombra, entraba por la puerta que rechinaba y se acercaba a mí y se metía a la cama y, a punto de abrazarme, de rodearme con un aliento frío sobre la oreja, abrí los ojos como quien abre una alacena, de golpe, y exclamé chingatumadre y me levanté.
Desayuné sola en la mesa de madera de la cocina, café soluble y pan con mermelada de durazno y el ubicuo, ya casi casi chole dulce de leche, temblorosa todavía por la pesadilla, leyendo un cuento lindo de Hebe Uhart para despejarme. Después, a punto de irme, fui retenida por una mujer alta, llamada Eva, nacida en Taiwán, con un muy buen español argentino, quien por lo visto quería practicar el idioma y quien, después hilé, fue la mujer de botas largas que me despertó y, sobre todo, la dueña de los ronquidos pertinaces. Platicamos. Alguien más que no reconoce mi acento, que me lo halaga y me halaga en el ínter, que resultó trabajar en el Sheraton que yo siempre miro durante mis estancias en la plaza San Martín, un personaje raro y pintoresco, de los que suelo ligar en hostales.
Salí al domingo: solitario, frío pero soleado. Caminé por los paseos de los tilos. Crucé la ciudad para llegar al Museo de La Plata, de ciencias naturales, pero en el camino, donde hay un laguito con botes y un paseo con puestos de dulces -toda esa parte me recordó a Chapultepec pero en pequeño, en laplatense, en colores apagados e invernales-, por equivocación entré al zoológico. Evito los zoológicos, en primer lugar por las serpientes y en segundo lugar porque es casi siempre, sin excepción, un espectáculo profundamente triste. No fue la excepción ¡en nada! Gatos monteses, changuitos y cóndores del cono sur en prisiones deprimentes, jaulas demasiado chaparras, cuartos demasiado estrechos, cisternas horrorosas. Y en algún momento, leleando, caí en el herpetario, del que emprendí la carrera de forma harto ridícula. Traía las emociones a flor de piel, por la pesadilla, por las hormonas (es un hecho dado, que las hormonas nos afectan a las mujeres, que nos hacen presas de sí, que nos producen engaños y confusiones respecto a nuestros propios sentimientos, obligándonos a discernir, tontamente, los que son verdaderos de los que son producto de los ciclos del cuerpo enemigo, el sinvergüenza), en fin, por los acontecimientos recientes de mi vida. Los ojos se me llenaban de lágrimas mirando lo mismo a los animales que a unos cristianos practicantes disfrazados de payasos que a los niños y a las familias de estos niños, con el pensamiento de la pobreza, de las cruzadas diarias a las que obliga, de la intención y la concreción de la intención de dar a los niños algún entretenimiento, una salida feliz, una ilusión, con poco o casi nada de dinero, lo que a su vez me hacía pensar en mis papás y en mis hermanos y en nuestras infancias, que ellos procuraron felices a pesar de los vaivenes económicos. EN FIN. Demasiada intimidad. El punto es que estas ideas se tornaron más abstractas e inquietantes en el museo, ante los huesos de animales prehistóricos, ante las monografías de las eras geológicas de la tierra, de Pangea, del sistema solar, de la galaxia, del universo (otra vez: Melancholia). Y todo en una agradable soledad, en un diálogo interior, en la autonomía de acción y, lo más extraño, con buena disponibilidad de tiempo.
Antes de irme comí un sobresaliente arroz chaufa y un buen tamal de pollo en la plaza Moreno, donde había un festival de productos peruanos (ay, la gastronomía salada es el ámbito en el que los argentinos exhiben menos imaginación que en ninguno). Llegué casi de rodillas a la estación de ómnibus, me formé junto a una chica goth, me concentré en mis dolores (el viernes emprendí clase doble de yoga), en mis pendientes, en lo cercano que era todo a lo de antes, esperar el autobús al D.F. los domingos, sólo que esta vez el trayecto fue más corto, me senté del lado de la llanura infinita pero no logré mantenerme despierta salvo por cortos tramos, el autobús entró a Buenos Aires y a la avenida 9 de Julio, me bajé a cuadras del departamento y la luz del crepúsculo era espectacular.
Qué semanas. Y apenas ayer volví a salir. A perderme en la multitud. La mujer de la multitud. La soledad no prevista. Extraño a J y a mi familia y a mis amigos. Lo único que nos acerca, durante la crisis, es un aparato. Y todo está mediado por este aparato, en chats, en video, en mensajes de voz, en mails, por teléfono (en una cabina de kiosco porteño, en la intimidad de la cabinita, mi cara descompuesta reflejada en un espejo intruso). Lo que falta es la presencia, el cuerpo, el consuelo de las miradas, el tacto, sobre todo el tacto. En fin. Después: el frío. Un julio invernal. Me hace pensar en el infierno blanco. El sitio perdido, vacío. Un invierno sin Navidad. Sin los vuelcos emocionales de Navidad, los prontos espontáneos, las determinaciones renuentes, que al menos a mí me dejan demasiado débil para afrontar el frío y triste enero. Sin eso, que no sé si prefiera pero es lo único que conozco, para instalarse -este invierno- en una franja de meses despojada de acontecimientos, un junio julio agosto sin incidentes, sin fechas significativas, sin el calor de la reunión, el alcohol y la comida, que al fin y al cabo para eso se inventó la Navidad. Un invierno, pues, a lo güey.
(pero yo sí tengo un día de reyes, una magia de Navidad, una ilusión próxima).
No lo he sufrido tanto, aunque soy muy friolenta, porque en espacios interiores siempre hay alguna calefacción. El problema es la barrera que puso entre la calle y yo. Las caminatas se acortan. Ya no me pierdo en la multitud.
Una tarde me armé una salida muy calculada: iría a la clase de yoga en la ONG, en Tribunales, y al salir caminaría rápidamente para llegar a la última función de Melancholia, que pusieron unos días en el BAMA cine durante un ciclo de Lars von Trier. Cuando estuvo en cartelera nunca la vi, después la fuimos evitando, un poco a instancias de J, y luego en soledad nunca me sentí con la “disposición mental”. Fui a la clase. Me ayudó para mis múltiples dolores lumbares, musculares, las muñecas inflamadas. Aunque en esa zona las calles son una perfecta cuadrícula, o quizás por ello, al salir tomé una derecha que tendría que haber sido izquierda y me perdí muy cabrón. Era ya de noche y las vueltas en círculo se hacían más desesperantes por lo cerca y sencillo de mi destino; recorrí desorientada calles repletas de negocios y negocitos, que aquí están atomizados, cosa que me encanta, me recuerda a Polo o al D.F. de hace muchos años: papelerías, sastrerías, confiterías, tiendas de ropa interior, tiendas de medias y calcetines, tiendas de abrigos y prendas de piel de chinchilla, tiendas de lámparas, librerías (varias) y heladerías (muchas). Finalmente pregunté en una verdulería la dirección del Obelisco y pude ubicarme. Ni siquiera vi mi reloj, daba por hecho que tendría ya unos veinte minutos de retraso. Dije ni modo. Si es por mi propia culpa no me pongo Alvy Singer. Pensé: le entenderé aunque me pierda los primeros veinte minutos, después los veré por internet. Llegué al cine, pagué el boleto, entré al baño, bajé al sótano, el chico me abrió la puerta de la sala, di un paso adentro, a una sala a la mitad de su capacidad, y la cortinilla del BAMA cine se iba desvaneciendo a negros. Llegué justo. Me metí a la última fila surfeando entre dos parejas con las piernas recogidas y llegué a la última butaca, contra la pared, con mi bufanda de cojín. Ah, satisfacción pura. No me perdí ni un segundo. Y, Alá, qué terrible habría sido. Melancholia es esa primera secuencia. Turbadora. Wagner (lo wagneriano, lo alemán, el rostro germánico, pomuloso, endurecido de Kirrrsten Dunst), Tristán e Isolda, escenas posteriores representadas alegóricamente; la Ofelia, la pesadilla del pasto acuoso, que traga; el inquietante cuadro con tres astros:
Un cuerpo tan oprimido por el dolor -un dolor que parece condensar el fin de la humanidad- que no puede ni levantar la pierna para entrar a la tina. La edénica escena de la limusina. El gris y lo oscuro graduales. Los valores de occidente. En fin. Qué gran obra. Cuánto para pensar. Pensar lo que es difícil pensar.
Por esos días leí Darkness visible: a memoir of madness de William Styron. Su descenso a la depresión. Al borde de otro cuadro. En el hoyo, por el accidente de mi papá, por lo que se desprende, por lo que obliga a meditar, por lo otro que pensaba y sentía, por el frío, por el infierno blanco, por el limitado contacto humano, por los dolores musculares… Consumí, para resistir, mucha cafeína y azúcares.
¿Sigue ese letrero de ≈ Warning: Missing argument 2 for wpdb::prepare(), called in /home/dh_834xrj/laotraisla.com/wp-content/themes/chateau-2.0/functions.php on line 91 and defined in /home/dh_834xrj/laotraisla.com/wp-includes/wp-db.php on line 1209 en la esquina superior derecha de los posts? Será que actualicé la plataforma del WordPress recientemente. Una madrugada de la semana intenté arreglarlo, actualicé todos los plugins, borré cacharros que ya no se usan, actualizar, actualizar, nada, me armé del valor levreresco y de mi antigua afición al HTML, porque acabo de descubrir que empecé a bloguear en 2005, con lo cual este año se cumplen diez de alimentar este terrible vicio, semi-interrumpidos por mi temporada de Tumblr en 2011 y 2012, donde también emprendí un poco de blogging, ¡qué años, qué cosas pasaron!, y decidí adentrarme en la junga de internet, pues además de mis incipientes conocimientos de diseño web, siempre he sabido que todo puede lograrse si uno googlea lo que quiere hacer y se pone a leer y a rebuscar en medio de los foros rebosantes de turbonerds, entonces llegué a lugares como éste y éste, y seguí los pasos, y hasta consideré buscar entre todo el código la línea incorrecta, pero era de madrugada y claro que no, pero después sí lo hice, copié y pegué en una hoja de texto, no encontré nada de lo que decían los chavos de los foros, probé agregando mamadas como ésta a la plantilla: <a href=’https://profiles.wordpress.org/ini_set’ class=’mention’>@ini_set</a>(‘display_errors’, 0); cero éxito, ya había pasado una hora y pico, y pues a la chingada, que se arregle solo. Por eso pregunto si sigue ahí.
(antes de todos estos posts fuera de la programación, tengo uno a medio cocinar que es un auténtico tl;dr, donde enumero las películas, programas de tevé y escasas tres obras de teatro que he visto las últimas semanas: otro balazo en el pie, aleluya)
No estás entendiendo. No estás entendiendo la gravedad del asunto. Todo esto es un mal sueño. Una pared de siete mil kilómetros. Te engañas, te pintas una realidad achatada, deforme, un huequito de luz. Después la habitación se ilumina de golpe y eres capaz de ver. La dimensión del asunto. Quisiera poner detalles pero no. Mi dolor no se compara al suyo pero mientras más lo sienta, más lo siento. Esto no tiene sentido. Cómo entender lo que no se puede entender. Y en todo hay símbolos pero quisiera que no o no lograr verlos o no insistir con que ahí están. Al infierno y de regreso. “Lo que no cesa de doler, sólo eso queda en la memoria – Lo que realmente subleva ante el sufrimiento no es el sufrimiento en sí sino su carácter absurdo”, copié en un cuaderno.
Otra vez el blog se me complica. Pero a la vez tira de mí, me atrae, porque debo recordarme que pasan cosas dignas de ser fijadas, que su valor es personal, que es un archivo, que sólo mi nombre queda arrastrado en sus fangos, que es un consuelo. No me ayuda verme obligada a pensar más seriamente en la exhibición de la intimidad en internet y en las narrativas del yo y en el diario éxtimo y, de paso, reconocer y renegar de mi narcisismo. Esta entrada es un sándwich, un emparedado con la carne en medio. Pero justamente acabo de leer a Augusto Mendoza alias Chidoguan ¡y qué bien! Además de recuperar el ejercicio del texto arbitrario y reinyectarle lo gracioso a “lo gay”, con el tema Katchadjian rinde homenaje al autor que ora sí, cual República de las Letras, con su doble posición en la tradición nacional y la internacional, es el -ah, ah, es terrible esto que escribiré- Borges mexicano: Juan Rulfo (cfr. “¡Diles que no me abduzcan!, reescritura en clave de ópera galáctica de “¡Diles que no me maten!”). Pero cuando llegué al texto de la muerte de su padre sentí mucho dolor. Y compañía. Y que los blogs viven, todavía. Me recuerdo, por no dejar, que lo personal es político y que estoy acá lejos de todos mis lazos afectivos y que es más fácil contarlo por aquí que a cada uno. Dejaré el bloque de texto, el párrafo enorme. Pasa que el viernes atropellaron a mi papá. Y yo me enteré hasta el sábado, tarde, al despertarme y encontrar un mensaje largo de mi hermano, colmado de tranquilizaciones y consuelos, asegurándome que ya está fuera de peligro y todo va bien. No ahondemos. La impotencia de la distancia y la soledad. Y todo lo que hay detrás. El dolor de conocer los detalles e imaginar, una y otra vez, el dolor de mi papá, la escena, la trágica escena, la ambulancia, la pérdida de la conciencia, el sufrimiento físico, el miedo. Y además lo otro, lo indecible. Para cuando yo me enteré había ya oportunidad de hablar con él mismo por teléfono y hasta de escucharlo hacer sus bromas de siempre, que tras la cirugía reconstructiva quedará como Brad Pitt, que todo de lo mejor, calmando como siempre, con su grandeza de espíritu, mi propio dolor. Pero no puedo dejar de imaginarlo, aunque no me dejan verlo; pienso en su rostro golpeado, con fracturas, y esta idea es la que me está triturando el alma en este momento por más que me tranquilicen y ayuden a distancia. Y el gran cuadro. Y mis reproches de mala hija, todas mis mezquindades. Los hechos concretos. No es la primera vez que lo atropellan: ahora, además de la mala suerte del momento y de un pésimo conductor, su distracción supina y su tendencia a andar de pata de perro, de no estarse quieto, de ser un vago, se suman y me ennegrecen la vida. Hubo, extrañamente, un “lado bueno”. Además el reencuentro de la familia, que tanto lo alegra; la cercanía con mi mamá (su, paradójicamente, tiempo vacacional, también), me pintan un panorama aparentemente benigno. Pero mi mente insiste en lo otro. Y creo que necesito verterlo acá para entenderlo un poco más. Porque fue una semana tan horrible, tan llena de ansiedad, con horarios de sueño terribles, y muchas pesadillas que fui apuntando: en todas estaba mi familia. Tuve un presentimiento. Pero el viernes, cuando pasó, fue un día extrañamente luminoso y saludable y místico, una salida de mis malos hábitos (con muchas recaídas, como lo prueba mi compulsivo y superfluo tuiteo durante la mañana y la madrugada), con una curiosa experiencia tranquilizadora: por fin había reunido la energía para ir a un estudio de yoga que había encontrado en Facebook. No anunciaba la ubicación exacta pero estaba en la bella calle Tres Sargentos. Es una peatonal tan pequeña que el carecer de número pensé que no haría diferencia: el letrero aparecería. Pero no apareció. Comí en un café muy lindo de por ahí, llamado Florian, y decidí ir por mi tarjeta de Ecobici, asunto que también había postergado, a la sede gubernamental de la Comuna 1, por Tribunales. Fui. Había pasado por ahí la noche anterior, pensando justamente lo diferente que se vería con gente, a la luz del día. Al llegar, resulta que hacía una hora ya no las daban. Salí, derrotada, y en la esquina de la calle Uruguay vi el letrero grande, providencial (entonces pensé) de YOGA. Entré. Un edificio de esos afrancesados, viejos, con escaleras que crujen y amplios salones con duela y ventanas de doble hoja hacia la calle. Era un centro cultural, especie de ONG. Sólo estaba la maestra, una señora llamada María que no le cobra al centro a modo de retribución. Su hijo y nuera viven en México, ella ha ido varias veces, incluso a Acapulco (tema reciente), a donde siempre quiso ir pero cuyo estado actual la entristeció mucho. Nos entendimos, de manera plácida. La clase empezaría enseguida. Por el feriado reciente, nadie se apareció. Tomé la clase yo sola. Necesitaba el yoga, de manera terapéutica, por la tensión, el síndrome del túnel carpiano, el cuello, la espalda, la postura malograda de pasar los días encorvada en el escritorio. El descubrimiento de este lugar, más barato que el otro, en una zona de la ciudad que me gusta, con esta misteriosa maestra de yoga llamada María, como María, me pusieron bien. Luego, trabajé. La ansiedad cedió. Pero el sábado desperté a esto. La materialización fantasmal de mi máximo temor en la vida. El temor que me hacía dudar de venir a Buenos Aires. La verdad de las cosas. De nuevo la situación de ser informada por mis hermanos, tardía o suavemente, de las cosas que pasan, de las tragedias y las cosas cabronas, como un reflejo de nuestra dinámica familiar de antaño: yo era la más chica, entre grandes. Creo que tomaron la decisión correcta, no avisar de inmediato al que está lejos y angustiarlo de más, pero de todos modos no dejo de lamentar haber pasado todo el viernes en la pendeja, no cooperar de modo alguno. Y el fin de semana volcada aquí, la comunicación con los míos por medio de aparatos, sin verlos, sin abrazarlos, sin volver al nido y a las bromas, que seguro ya las hay. Mi papá, indestructible. Hace un par de décadas casi se muere, de una infección extraña. He intentado regresar a lo que sentía, ¿qué pensaba, de unos ocho años, ante la posibilidad de su muerte? Es extraño no llegar al fondo del sentimiento, aunque quizá entonces hice una “operación psíquica consciente” de negación y autoengaño. Ahora todo es diferente. Las tragedias unen a las familias y eso es bueno pero es triste. Por la noche hablé con mi primo Bef, alguien que lo quiere y lee como yo, que vino a recordarme anécdotas y momentos aquí mismo, durante su visita a la feria del libro de Buenos Aires, como si mi papá, que no puede venir, hubiera viajado con él; además yo había querido hablar con él recientemente, los temas que quedaron en el tintero, una porción de la historia familiar que yo no conocía y que me relató, y otros asuntos y afectos compartidos. Aceptar, terminar de ver, que los nuestros envejecen. Lo intolerable. Después: la necesidad de volver al origen, de entender el sitio del que se proviene. La historia de la familia de mi papá está poblada de situaciones y personajes peculiares, y entre esa galería él no desluce como figura igualmente insólita. Como en tantas familias. ¿Y qué debo pensar de todo esto? ¿Cómo se lee un hecho así? Pudo ser peor (parecía peor, me confesó Bef) y sin embargo se salvó. Qué lo salvó, qué lo arrastró allí. ¿Cuál es el dibujo que busco ahora, el relato que intento contarme?
Salto de párrafo, total. Lo del Chapo. La estupefacción (no es asombro, no es indignación, no es ira, no es nada salvo estupefacción). Lo macro y lo micro. Las vidas privadas importan más que la trama histórica, pero se imbrican en ella. Entonces los chateos, las llamadas en Skype, los telefonazos a once pesos argentinos el minuto se vuelven insuficientes y requiero otra voz, cercana pero de otra manera. Había querido leer a Hebe Uhart desde que leí un perfil de ella en Anfibia y al llegar a Buenos Aires me encontré un libro suyo de cuentos, cuya compra pospuse. Este fin de semana se me apareció un par de veces y entendí que tenía que ir a buscarla. Como las montañas y una carretera, tenía la necesidad vital de leer cuentos. Y ahora que ya estoy leyendo uno de sus libros de cuentos (no debería, montañas de trabajo y de lecturas pendientes), y los maravillosos, extraños, felisbertescos y no, encantadores cuentos que se mencionan en su perfil y que se encuentran en línea (“El budín esponjoso”, “En la peluquería” y sobre todo, qué miedo, por el tema, por las plantas, por la visita en sueños de los que ya no están, “Guiando la hiedra”), me consuelo con esa luz. Por momentos. Después las lágrimas, otra vez. Y un frío de la chingada y la calefacción rota y mi papá, a quien operan hoy, y que pude perderlo aunque en realidad lo que permanece es el fantasma del temor y no sé muy bien cómo domarlo.
“Ni una mujer menos, ni una muerta más” es un verso atribuido a Susana Chávez, poeta mexicana y activista contra los feminicidios, asesinada en Ciudad Juárez en enero de 2011.
Cuatro años después de su asesinato, ni una menos devino consigna y, en Argentina, se convirtió en el centro de un movimiento inesperado. El colectivo #NiUnaMenos, integrado por periodistas, escritoras, intelectuales, artistas y activistas por los derechos de las mujeres, se formó en marzo de este año para convocar, desde redes sociales, actos en repudio del feminicidio. Uno de los primeros, ese mes, consistió en una maratón de lectura, danza y performance en una pequeña plaza del barrio de Recoleta, Buenos Aires. Pero el 12 de mayo, tras darse a conocer el asesinato de Chiara Páez, una adolescente de 14 años matada a golpes por su novio de 16, en la provincia de Santa Fe, #NiUnaMenos convocó a una manifestación masiva para el 3 de junio.
A lo largo de mayo –mes en que, según un artículo de Constanza Tabbush en Latin American Bureau, los feminicidios fueron tema principal de talk shows, radio, redes sociales y conversaciones privadas– la invitación circuló por internet, prensa y televisión argentina. Cada día, en sus cuentas de Twitter y Facebook, #NiUnaMenos publicaba imágenes de quienes hacían suya la consigna: escuelas, oficinas, grupos scout de provincia; académicas, políticos, actores y conductores de televisión; las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, Lionel Messi y, desde su cuenta de Twitter, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
La tarde del 3 de junio, más de doscientas mil personas acudieron a la Plaza del Congreso de Buenos Aires. La manifestación tuvo réplicas en 110 ciudades de Argentina y, con menor concurrencia, enUruguay, Chile y México.
Una marcha de muchas caras, que atrajo a colectivos de diversos feminismos (algunos, por ejemplo, aprovecharon para exigir, nuevamente, la despenalización del aborto), a personas de distinto signo político, a madres y familiares de mujeres asesinadas, a familias, niñas y jóvenes, que se manifestaron con objetos, con el cuerpo y con palabras.
¿Por qué la marcha #NiUnaMenos tuvo tanto éxito en Argentina?¿Qué galvanizó a la sociedad para unirse, de manera masiva, a una manifestación contra la violencia de género? Una tercera pregunta, más incómoda: ¿Por qué en México no ha sucedido algo similar?
2.
Florencia Minici, editora de la revista Mancilla y una de las integrantes del colectivo #NiUnaMenos, cree que el poder de convocatoria de la marcha se debió, en parte, a que “existía ya un clima, una serie de condiciones que la convocatoria interpretó y por eso se hizo realmente masiva. El que aproximadamente cada 30 horas ocurra un feminicidio, los problemas que las mujeres enfrentan a la hora de ser amparadas por el poder judicial: son hechos indudables de una situación dramática que busca revertirse”.
Para comprender ese clima al que se refiere Minici, Cecilia Palmeiro, académica y experta en teoría queer y su vinculación con lo político, me sugiere mirar hacia los medios, los que usualmente ponen untema en el radar colectivo.
Cada día, al intentar avanzar sobre este texto, la presencia mediática de los feminicidios se impone.
“Una mujer con miedo – su ex pareja la golpeó y quiso prenderla fuego, en La Pampa”.
“Lo acusan de abusar y matar a una nena de dos años en Derqui, Pilar – El padrastro, detenido, fue encontrado mientras intentaba fugarse con un bolso.”
En los canales de televisión pública se habla de violencia de género y de feminicidios. En paneles de expertos y en largas notas, con reporteros en el “lugar del crimen”, se exhiben fotos de la vida cotidiana de las víctimas (casi todas salidas de sus redes sociales) y se editorializa, implícitamente, sobre su propia culpa: “una fanática de los boliches, que abandonó la secundaria”. Quizá, aunque con propósitos distintos, los medios han hecho visible el problema.
3.
El feminicidio se considera crimen de odio porque se dirige a una categoría (mujeres) y no a un sujeto específico, aunque,según Rita Laura Segato, el odio o el machismo –este último sin duda presente en el contexto– no son factores que lo expliquen por completo: se trata de un proceso en que la víctima es, más bien, desecho, pieza descartable. Gabriela Cabezón Cámara, integrante del colectivo #NiUnaMenos, lo ha resumido así:
Tiradas a la basura en la bolsa de consorcio: igual que se tira un forro, la cáscara del zapallo, los papeles que no sirven y los huesos del asado entre tantas otras cosas. Tiradas como si nada, como objetos de consumo que ya fueron consumidos. Agarrarlas, asustarlas, verlas rogar, desnudarlas, humillarlas, violarlas, después matarlas, meterlas en una bolsa, tirarlas a la montaña de restos de la ciudad. Ya terminó el predador. Seguirán la policía, los abogados, los jueces y las cámaras de TV: sigue la carnicería en una especie de show que explica los femicidios.
A falta de un registro oficial*, la marcha del 3 de junio se apoyó en las cifras de la organización civil La Casa del Encuentro, que contabilizó 1.808 feminicidios desde 2008. Solo durante 2014 fueron asesinadas 277 mujeres.
En México, el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, en su último estudio sobre la implementación del delito de feminicidio en México, contabilizó 3892 asesinatos de mujeres entre 2012 y 2013. El grupo Pan y Rosas, vertiente mexicana de Ni Una Menos, maneja la cifra de la ONU Mujeres: 6.4 feminicidios cada 24 horas. Casi siete veces más que en Argentina.
Lucía Melgar, académica y crítica cultural, elabora una instantánea del panorama mexicano en un reporte para Nexos, que revela el aumento de la tolerancia social al feminicidio y niega la percepción común de que se encuentra focalizado: no ocurre solamente en Ciudad Juárez y Estado de México; sucede en Tlaxcala, Guerrero, Guanajuato, Morelos, Chiapas, Oaxaca, Veracruz. No es una cuestión del ámbito doméstico: la barbarie de los cuerpos abandonados en la vía pública, la persistencia de los asesinatos perpetrados por desconocidos, implica al Estado y lo liga a la definición misma de feminicidio.
La discusión de las marchas pasa por sus “logros institucionales” y, plantea Melgar, por su desgaste como medio de protesta. “¿Qué hace falta no solo para visibilizar la violencia del feminicidio sino para indignar?”. “Si las mujeres asesinadas y tiradas en calles o baldíos fueran de clase media, ¿la indiferencia de las clases medias, las que en la ciudad de México se movilizarían más fácilmente, sería la misma?
4.
¿Por qué unas víctimas cimbran y otras permanecen invisibles? ¿Qué detona las grandes movilizaciones políticas? Josefina Ludmer, en Aquí América Latina, dice que, en nuestra región, “la memoria es siempre política, un grito de justicia”. Cada país tiene una tragedia que graba su impronta en la memoria histórica. En México: los 43 estudiantes asesinados. En Argentina: la lucha de las madres y abuelas de los desaparecidos.
5.
Elisa Godínez, antropóloga e investigadora mexicana, me dice: “En Argentina las madres y abuelas de la Plaza de Mayo son íconos. Aquí la lucha de las mujeres no se ve: no es que no exista, es que no se le percibe. Hay que analizar por qué el sistema y el discurso las invisibiliza e ignora, a ellas y al feminicidio, y por qué las principales demandas sí son utilizadas políticamente, pero como logros progre, de los hombres: Ebrard y la despenalización del aborto, por ejemplo. Las mujeres, en México, están fracturadas y aisladas en lo político”.
*Uno de los puntos de su pliego petitorio (que exigía al Estado garantías jurídicas, subsidios y capacitaciones en dependencias oficiales con perspectiva de género) solicitaba, precisamente, la recopilación de estadísticas oficiales. Dos días después de la marcha, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación respondió con el anuncio de la creación de una unidad de registro, sistematización de feminicidios y homicidios agravados por el género.