Me aplasta. Escribo este largo, largo, desorganizado, neurótico post, que sale como tecleo y sin revisar (ejem), como un desahogo.
Hago mis trámites con cierta diligencia, amparada en la ignorancia, descubriendo que pude ser -tal vez, siempre se puede ser- más expedita, pero los pendientes, los trabajos pendientes, los freelances pendientes, los pendientes emocionales, familiares, personales. No: he sido expedita.
Tengo hasta fin de marzo para obtener la visa de estudiante, que sólo se puede tramitar en territorio argentino. Recibo notificación que amenaza con cancelar la beca cuya solicitud y tramitología, a mediados del año pasado, me dejó úlceras, insomnio, noches enteras en vela, logística que involucró una carrera contra el tiempo emprendida en Buenos Aires por Alén, firmas, papeles, hojas, una clase interrumpida para una firma, un sobre DHL urgente, y por acá, envíos desde mi facultad de Ciencias Políticas y Sociales en Querétaro, peregrinaje a la UNAM, escritura densísima de un protocolo largo, ojeras, dolores, angustias, una espera de meses en la que jamás dejó de dolerme la panza, esa tensión neurótica entre el sí y el no, el por qué sí y el por qué no, el verdadero principio de incertidumbre.
Después, otra vez, la angustia. ¿Dan la visa sí o no? ¿En cuánto tiempo entregan el documento? Nadie sabe nada, los mails no son respondidos, las llamadas indican que los informes sólo se responden por correo o en persona, un turno asignado hasta el 26 de marzo -podrían ser más meses-, un intento de cancelarlo, para pagar uno urgente, 1,500 pesos argentinos, sin éxito. Llamadas y mails infructuosos al consulado, a la sección de estudios, a la universidad, a la DNM. Conclusión: ni puta idea (tengo en claro que: la residencia precaria la dan al momento, el DNI tarda meses y la visa no sé si exista siquiera, ¿pero acaso los de acá entenderían esto? ¿Que allá todo funciona diferente, que su embajada no expide visas y que allá no tienen sentido de la urgencia y que ni ellos mismos conocen sus procedimientos o son reacios a explicarlos y que las cuadradas reglas de este lado, quizá, deberían abrir cancha, dar aire?).
Y, por acá, apostillar todo, en diferentes oficinas, en tres entidades (mi vida siempre está dividida, fragmentada, y ahora agregaré una división más), con diferentes precios y diferentes rangos de espera. El descubrimiento de requisitos que no puedo cumplir en el momento, porque mi familia no vive aquí, ¡porque estoy dividida! Más angustias, más sentimientos de ser lentamente engullida, devorada, por ese monstruo de la burocracia, con sus tentáculos invisibles, sus trasgos de corbata, sus requisitos, sus líneas de captura, sus números de registro, de turno, de asignación.
La carta de no antecedentes penales. Los diez días hábiles que, contados, tenían que resultar en hoy. La apostillada que tarda 85 minutos, pero hasta la una de la tarde. ¡Y resulta que no está! Mañana, quién sabe. Parto el lunes, con cita para el Instituto de Reincidencia argentino el martes, para obtener la carta de allá que no podré obtener sin la carta de acá. (Tras lo cual, idealmente, tendría que ir a una comisaría a solicitar que un policía verifique que vivo en la dirección que daré, pendiente que alegremente, Airbnb mediante, pude resolver ayer; después, esperar a este policía durante 48 horas -sin salir- para obtener un comprobante de domicilio argentino. Para, después, acudir al turno urgente (¿que lograré tramitar?) en la Dirección Nacional de Migraciones, en avenida Antártida, con mi inscripción a la universidad hecha, si logro hacerla el día anterior, en la sede Viamonte, a pesar de no contar -aún- con un seguro internacional de salud.). Ay, otra vez mis previsiones se derrumban, mi tinglado se desmonta, los consuelos que me cuento a mí misma, los pensamientos optimistas y tranquilizadores, la conmiseración que por momentos me hace exclamar: ¿por qué?, ¿qué tuve que hacer diferente?, ¿qué hice mal?, ¿en qué paso me equivoqué, en dónde fui irresponsable, dejada, voluntariamente lenta e insensata?
¿Ven ese tópico de la literatura rusa sobre la burocracia? En nuestra cultura latinoamericana está muy arraigada. Y es curiosa esta relación: viví cosas similares en mi estadía en Buenos Aires hace cinco años, cuando me robaron la cartera en el “subte”. No ese día, que tuvo tres horas perdida en un locutorio, llamando a mi casa, a Banamex, a Ixe, a Visa y Mastercard, cancelando tarjetas y solicitando repuestos para el extranjero, con dinero prestado por el chileno que conocí en el hostal y con el que paseaba ese día y sobre el que terminé escribiendo una historia que nunca le mostraré, por mala onda. No ese día sino los días siguientes, con mi número de folio, y mi expediente, y mi contraseña, y mi nombre completo, llamadas eternas a los bancos y a las marcas de tarjetas de crédito, con sede en Miami; esperando faxes, mails, un sobre DHL con una tarjeta de repuesto sin NIP que casi no me servía para nada, agotando los cien dólares de emergencia que llevaba, comiendo manzanas y empanadas y vasos baratos de vino, y a pesar de todo disfrutando la ciudad intensamente, caminando sin dinero, descubriendo que no importa allá que casi no tengas dinero, una de las razones por las que no guardé rencor sino al contrario.
Si he de atarme a esa ciudad, será siempre a través de un penoso proceso burocrático.
Pero además las despedidas. El peso emocional de la partida. El dolor inconmensurable de esto. Me repliego, tengo mis crisis, me quejo con todo mundo, la panza me duele, me duele, no hay momento en que no me duela, y empieza a dolerme la garganta, la presión se me baja hasta el inframundo, el cuerpo somatizado, traicionero, que ni aguanta nada.
Entonces: ayer. Una queja más, un pobrecita de mí más. Es que es extraño cómo todo en mi vida tiene una rara simetría, señales misteriosas y anuncios. El post anterior, recuperar (¿por qué, de dónde vino el impulso?) aquella entrada anodina en un diario que yo tenía, una Moleskine roja gordota que no logré llenar, sobre una tarde en que se me bajó la presión en un bazar y me arrastré a un restaurante para obtener una Coca y pensar que no, que no quería desmayarme, como la única vez que me he desmayado, que fue en el primer Corona, durante los Pixies. Y la semana pasada fui a Querétaro, a apostillar mi título y certificado de calificaciones. Y mientras me los entregaban y demás, paseé por el primer cuadro de la ciudad, una ciudad que yo amé muchísimo, que anhelé también muchísimo, en la que fui feliz, como en el principio de toda relación, y de la que luego quise separarme, cuando empecé a ser miserable en ella. Pero mientras caminaba recordaba sólo lo bueno, mis andanzas adolescentes y juveniles, pensaba en lo bonita que es esa ciudad, en lo bien que se deja caminar, y llegué entonces a una parte del jardín Corregidora, con sus mesas de restaurantes al aire libre, y tuve el recuerdo de la primera vez en la vida que se me bajó la presión. Como a los diecisiete años. Y es algo que comentaba ayer con J, quien también sufre de presión baja. Si recordaba la primera vez que se le bajó. Cómo es una sensación que no tiene precedentes, un exabrupto del cuerpo: el mareo, el dolor de cabeza, la náusea, la taquicardia, mucho sudor frío que te escurre por el cuello, desorientación total. Algo como un estado alterado de conciencia. Cuando me sucedió -era viernes, de noche, yo caminaba yendo a no sé dónde- no entendía qué me pasaba y la desesperación, la intuición del desvanecimiento cercano. Después, con el tiempo, empiezas a detectar cuando tienes la presión baja, tu cuerpo se cuadra, reconoces las alarmas, es cierto que la Coca Cola es milagrosa -pero por las sales, me dijo un doctor, no por el azúcar.
Así, desde el domingo yo reconocía que tenía la presión baja, pero ayer, diversos factores entre los que hay uno que me culpabiliza totalmente, confluyeron en un momento en el que me encontraba encerrada en un vagón de la línea verde, repleto, detenido por la lluvia, sin aire y caliente, incomodidad que yo estaba sorteando muy bien porque estaba embebida en un pasaje de “La pasión según G.H.”, de Clarice Lispector, sintiendo incluso que la atmósfera agónica que me rodeaba (los rostros exasperados de todos los que íbamos en el vagón) era la ideal para rozar la angustia y el vacío de la escritura de Lispector, cuando llegué a la parte donde la narradora describe a la cucaracha que la hará vivir una experiencia de disociación, de escisión de su ser, o quizá todo lo contrario, de reconocimiento propio, escrito todo con una densidad que me hizo cerrar el libro con asco y angustia:
Y he aquí que descubría que, pese a que era compacta, ella estaba conformada de capas y capas pardas, finas como las de una cebolla, como si cada una pudiera ser levantada con la uña y, pese a ello, aparecer una capa más, y una más. Tal vez las capas fuesen alas, ella debería entonces estar hecha de capas y capas finas de alas comprimidas hasta formar ese cuerpo compacto.
Y entonces, al cerrar el libro, al ver que faltaban dos estaciones, sentí de inmediato que la presión se me estaba bajando, de manera vertiginosa y fulminante. Empezó el mareo, la náusea, el dolor, el sudor helado (como cubetadas de agua fría), el corazón palpitando, la vista borrosa, la boca seca y después el miedo y lo que me obligo a pensar: no, no, no, aguanta, aguanta, dos estaciones más, dos más, como James Bond tras haber ingerido veneno, concentración y fuerza, y sed, una sed atroz, y nada dulce, ni un dulce en mi bolsa, y entonces plaf: a negros. Dejé de luchar. Mi cuerpo mansamente se desconectó, colapsó, hizo corto circuito y caí de pronto en una negrura que no era un negro absoluto, sino como café, ámbar, donde todavía pude sentir que mi cabeza estaba golpeando con el tubo. Un descanso. Después sentí que me levantaban, como si me despertaran de un sueño pesado. Eran unos señores. Me sentaron en un asiento (ah, si me lo hubieran cedido antes…) y me preguntaron cómo estaba y yo balbucía que necesitaba algo dulce. Después, cuando se hizo como un círculo, apareció la figura milagrosa de un estudiante de medicina, con su bata inmaculadamente blanca y su mochila, y empezó a hacerme sus preguntas idiotas, de rigor, de estudiante que no sabe lo que es una urgencia: ¿eres hiper-tensa, tienes diabetes, estás embarazada?, para demorarse en buscar una paleta -de pollo rostizado- en su mochila y todavía preguntarme si la quería, y yo sintiendo que sobrevenía un nuevo desmayo y extendiendo las manos para que me diera el maldito dulce ya.
Cuando logré salir en Miguel Ángel de Quevedo fue nuevamente una lucha subir las escaleras, además me dolía el estómago, tenía un cólico de origen incierto, sentía que iba a azotar otra vez. Llegar al puesto, buscar el dinero, pedir la Coca, hacer la operación de pagar, correr hasta las escaleras, tirarme en un escalón, dar un traguito, dos, sentir el aire frío sanador, sentir cómo poco a poco, con cada minuto, cada respiración y cada trago de agua negra del imperialismo, el malestar se disipaba, quedaba un mareo y un dolor de cabeza atroz, tenía fuerzas para cambiarme de lugar al otro escalón pegado a la pared, donde pude recargarme, y así fui recuperándome y observando lo que me rodeaba, a la muchacha del puesto de calcetines y al muchacho que vendía audífonos, que eran hermanos o novios, y a las personas de los otros puestos, y cómo hablaban, qué se decían, que iban a comprar un café, de qué tamaño lo quieres, compraron unos puerquitos de anís, le ofrecieron a un anciano que estaba en el otro escalón, con su sombrero abierto para las limosnas, ¡me ofrecieron un puerquito!, me volví parte de la escena, me mimeticé con el ambiente, volví a experimentar esa sensación rara de permanecer detenido en un sitio de tránsito, y cómo se observa y registra a los que pasan rápidamente, y ahí estuve, recuperando el color y esperando, hasta que J llegó por mí, entramos a la avenida y, unos metros adelante, ¡chocamos!
Pero no fue grave. Y, de todos modos, era adecuado: una ciudad desquiciada bajo la lluvia. Después fuimos a la reunión, a la amada reunión de todos los miércoles, y yo bebí un poco de vino -con precaución- y comí panecitos y otra vez fui aleccionada, debo dejar la angustia atrás, dejar mis preocupaciones y mi estrés, y yo dije sí, eso debo hacer, y me dormí temprano y no recuerdo ni qué soñé, y desperté con dolor de cabeza y me dispuse a acudir a la PGR, pero al llamar me informaron que no está mi carta y quién sabe si mañana esté y si no está entonces yo no sé qué va a pasar.
¡No sé nada!
*colapsa*
(toda esta angustia, todo este estrés, que si yo fuera una clase distinta de persona seguramente no me preocuparía, seguramente lo haría a un lado, para respirar una vez más, el lunes que lleguemos por la noche, una bocanada de aire porteño)
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