Martes

En una clase leímos “Un poquito tarada”, divertida novela de Dani Umpi, quien después terminó yendo a la clase misma, y todo genial y todo excelente, y por momentos me recordó, por la voz, a “La princesa del Palacio de Hierro”, de Sainz, novela que leí en la adolescencia y que logró absorberme, digan lo que digan y opinen lo que opinen. Pero en realidad lo que quería era dejar fijada una frase que aparece en la novela de Umpi:

No quiero ser sarcástica ni hacerme la irónica como una treintona que escribe blogs.  

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Fantasmas de internet

**tengo esta entrada congelada desde hace días: ahí está el problema de no darle publicar de inmediato, si dejas que el tiempo pase cada vez tiene menos caso, pero tiene vigencia, creo que tiene vigencia con mis actuales sentimientos y pensamientos.**

El asunto es que hace mucho tiempo que internet no cambia. Hace mucho que internet es lo mismo. ¿Qué novedades hay en mi vida virtual? Nada. Twitter. Facebook. Instagram. Mi blog. YouTube, bastante, sobre todo desde que mi biblioteca iTunes quedó semivacía. No siempre conecto el iPod. Y cuando lo conecto todo se despelota. Y no pago Spotify. Y quitaron la estación que escuchaba en radio iTunes (aunque recientemente encontré otra, regiomontana). Mucho YouTube entonces, las mismas 75-100 canciones desde hace unos meses. O ruidos de lluvia. O nueve horas de música clásica variada. O un silencio sideral interrumpido por anuncios de desodorantes, candidatos electorales, coches, alimentos y servicios. Una creciente dependencia a Dropbox. Pero sin quejas: un gran sitio, un gran servicio. Y las páginas y las lecturas y los sitios de siempre, pero eso es contenido, lectura, etcétera, y no cuenta en esto, o es tema de una discusión muy diferente. Los espacios de convivencia: desgastados. Twitter: la charla al pie del garrafón virtual. Pero no más. El yo público, el yo privado. La disolución.  No hay novedades, no hay redes sociales nuevas. O si las hay producen mucha hueva. No se fortalecen redes o se fortalecen a medias. Los nuevos conocidos se vuelven decoración virtual. Cualquier proyecto de escritura es un grito al vacío. No hay orden, no hay dirección. Pero tenemos Netflix y tenemos Kickass Torrents y Eztv y sabemos colocar nuestros propios subtítulos, graciasadios. Incluso esto es anacrónico. Los mails no, por suerte. Los mensajes largos. El aspecto epistolar. Todo lo demás es lo mismo, sigue siendo lo mismo, no deja de ser lo mismo.

PERO DE PRONTO una foto tomada en 2005 ó 2006 llega a mis ojos, más bien a mi ventana, más bien a mi pestaña, más bien a una de mis pestañas, sin buscarla: salgo yo, por supuesto, porque todo esto se trata sobre una, sobre el yo, entonces salgo yo, tirada en la cama, dando la espalda a la cámara; Fanny está sentada en un extremo; un tercio de cuerpo de Vero en el otro; sobre la cama: una cajetilla de Marlboro (blancos), dos controles de la tele, lo que parece basurilla de Doritos y chocolates Hershey’s, una bolsa vacía de Farmacias del Ahorro, el empaque de un DVD pirata; en mi buró: dos considerables torres de libros (no se alcanza a reconocer ninguno), con mi celular Motorola de tapita en la cima, un paquete de Prismacolor de 48, dos discos sin envoltura, ¡un diskette 3.5! (debe ser broma, creo que no, que en la facultad todavía las computadoras los aceptaban), un folder rojo, un folder beige, un disco ¡trilladamente de Interpol! Después tenemos mi silla gris de rueditas, que me lastimaba la espalda. Después mi librero, con libros que sí reconozco pero invadido de objetos ajenos a lo libresco: una vela azul (semiderretida); una Lisa Simpson de peluche, del tamaño de un libro; una cajita de plástico azul semitransparente que simula un contenedor de basura y en el que yo ponía post-its y ¡diskettes 3.5!; un rodillo de hilo, color café; una taza de Halloween de la que sobresale un collar de plástico, corrientísimo, tipo Mardi Gras; un alhajero de plástico negro con flores rojas, horrible, de cuyos cajoncitos parecen salir papeles; una especie de pinza de ropa gigantesca, transparente, que funcionaba de pisapapeles; una engrapadora color vómito, directamente salida de una oficina de 1972. De un lado del librero cuelga una bolsa que tenía, de plástico azul, negro y blanco. Y encima de los libros de hasta arriba hay como un retrato sin vidrio, creo que tiene una hoja arrancada de revista con Bart Simpson bebé, encuerado, persiguiendo el billetito de la portada del Nevermind. Después, vergonzosamente, tenemos la esquina del cuarto: una torre inmensa de periódicos. Muchos periódicos. Muchos. Y el único que se alcanza a ver, hasta arriba, es El Corregidor, donde hice mis prácticas profesionales. La pila de periódicos da una nota deprimente al conjunto. También se alcanza a ver una mochila negra en el piso, que no es mía. La cama de barrotes blancos. La horrible colcha de flores verdes y rojas con fondo amarillo. Y, sobre todo, por la forma en la que estoy tirada ahí, como durmiendo (tal vez estaba durmiendo), aquel pantalón de mezclilla despintado de los muslos y las pompas, horrible, que yo usaba entonces contra mi buen juicio. Eso, en resumen. Un instante capturado, que me permite habitar nuevamente el momento y, de paso, recuperar objetos de “mi” propiedad. Salvo los libros que conservo, todo se lo ha tragado la corriente del desecho.

A veces recuerdo objetos que tenía pero luego de mucho no pensar en ellos. Y otros procuro mantenerlos presentes continuamente, como una bolsita para los lápices que tenía en primero de primaria, transparente, de cierre rosa y con el dibujo de unas palmeras. Los objetos de la foto estaban perdidos, aunque el alhajero feo apareció en mi mente esos días, no sé si antes o después de mirar la foto.

Un fantasmita de internet. Hay demasiadas pistas diseminadas, recordatorios y pruebas de yos anteriores, más jóvenes y tontos, o más candorosos y esperanzados, que si horrendamente están a la disposición de otros, más inquietantemente lo están para uno mismo.

(sigo pensando en Levrero y su saga contra la computadora: el servicio de Antel, el Netscape, los minutos de internet para calcular la cuenta, sus programitas en Visual Basic, los truquitos que se aprendía y practicaba e instalaba, la Encarta, el Windows 95 y el advenimiento del 98, el Word 2000, los thumbnails de las imágenes eróticas, la virtud e inteligencia de almacenar sus correos, los devaneos en Paint -las aventuras del ratón Mouse-, los marcos y los macros y los juegos monótonos. Con el Diario de la beca nos ha dejado una fotografía del internet rudimentario de los primeros dosmiles, de aquel vacío todavía cerrado, de una forma de relacionarse con la computadora que muchos recordamos: ese aparato con posibilidades para el ocio repetitivo, que siempre encarna un misterio y un enemigo a vencer. De alguna manera yo quiero recuperar mis internets pasados, mis sufrimientos cibernéticos pasados, reconstruir la pista de mis andanzas virtuales, pero no sé para qué).

Luego está la cuestión de las dobles, que se me ha aparecido últimamente con más fuerza (hasta una profesora creyó tener un encuentro conmigo en un evento) (o entro a un café y ahí, en la esquina, me miro sentada en el futuro) (o soy testigo de las vidas de dos primas hermanas, a las que me parezco mucho, a través de sus fotos de Facebook: sus vidas muy diferentes entre sí, en dos extremos, y también en un extremo de la mía), y que se duplica en mi vida virtual: como mi “handle” de Twitter es un “first name” (whaaa), resulto arrobada (en un sentido no feliz) diariamente. Uno reciente: “Amen amen amen amen amen amen @dios @lilian“. Soy increpada por media Venezuela, que siempre me hace llegar sus mensajes a Lilian Tintori. O por los televidentes de un noticiero de Kenia, que conduce Lilian Muli. O por los fans de Lilian García, ícono miemense. Y por los conocidos de otras Lilians en otros lados del mundo. Una señora de Islas Canarias: “la pequeña duende de @Lilian”.

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Ya no he pensado tanto en esto. Además hay muchos temas aparte que me gustaría “tocar” en el presente blog. Hay otro aspecto miserable, molesto, sobre internet, que acá no entra. Terminemos acá para tratar más cotidianidad y presente puro en la siguiente ocasión.

(quien lee blogs también es un fantasma).

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Domingo 31

Necesito tomar un autobús. Necesito una carretera. Necesito la sensación de traslado.

Yo nada más aparecí aquí. Dónde queda el sentido -el dolor, el sacrificio- del viaje. DÓNDE.

(he tenido un cierto deseo de ir a Rosario, pero el boleto de autobús a Rosario sale lo mismo que el buquebús a Colonia, Uruguay: mejor ir a Uruguay)

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Extraño las tortillas de maíz. Extraño el sabor -¡y la consistencia!- de los nopales. Extraño las salsas. Todas las salsas. La verde que es mi favorita (pero más la verde cruda, que allá también era una rareza), la tatemada, la de chile de árbol, la roja con cilantro, ideal para tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos de carnitas o barbacoa. Los tacos. De todo. Los dorados de mi mamá, con queso y crema de Polo. Los dorados rellenos de barbacoa en salsa verde. Con queso y crema de Polo. El queso y la crema de Polo. Las tortillas de harina gigantescas de Polo. La comida de mi mamá. Toda la comida de mi mamá. Pero sobre todo a mi mamá. Extraño los frijoles. No he encontrado frijoles. Encontré aluvias, las aluvias no son frijoles. Necesito frijoles, tampoco hay para cocinarlos, aunque me tarde un día entero. Refritos, enteros, negros. Negros con puerco, arroz blanco y pico de gallo: mi platillo favorito. Moros con cristianos. O colorados. Recién salidos de la olla: con caldito y queso de Polo. Refritos con longaniza. En una telera. De Polo. A Polo. Una torta de aguacate con queso de Polo. Ay, el terruño: lo que tenemos es nuestro queso, nuestros productos lácteos, no más. Extraño un champurrado, un tamal, una torta de tamal. Cualquier producto de maíz: gorditas, sopes, huaraches, tlacoyos. Una quesadilla de flor de calabaza. Extraño esos tacos chilangos campechanos -con cecina y longaniza, con chicharrón o bistec- con papitas fritas encima. Y una salsa poderosa. Con sal y limón. Al limón verde le llaman acá limón sutil. O lima. Y a la lima le llaman limón. Como los gringos. Extraño la comida de la fonda a la que íbamos religiosamente los de la oficina. Sus salsas, sublimes. Grasoso todo, sí: y qué. Su sopa de nopal. Su sopa de tortilla. Sus enfrijoladas con pico de gallo. Sus enchiladas verdes o rojas o de mole. Sus tortitas de huauzontle: trabajo artesanal desmenuzarlas. Sus albóndigas con un huevo cocido adentro. El plátano macho relleno de queso, frito. Los jueves de arrachera. ¡Ay! Extraño algo que hace mucho tiempo no comía ni siquiera allá: los quelites. En un taco. Con: sí, crema de Polo. Vaporoso. Las espinacas no le llegan. Pero los nabos no, demasiado amargos. Lentejas con plátano. Tamales de dulce. Ya sólo enumero, caigo en la nostalgia de alimentos de la infancia. Ay, no digamos unos chilaquiles con huevo estrellado (también causa gracia eso: el huevo estrellado). Una concha. Pero sin cajeta (los argentinos ríen). Una concha, sí, fantaseo con la costra dulce, arenosa, de vainilla. Y claro, más lugares comunes: el pozole de mi mamá, unos esquites con mayonesa y chile del que pica, unas papas de carrito con salsa Valentina. Se me antojan los mangos y las jícamas. Un coctel de camarón con aguacate y catsup. Una tostada de ceviche. Una tostada de atún con poro frito. Una michelada en un vaso grande con el borde escarchado. Un litro de agua de horchata de avena.

Pero yo cocino. Yo cocino e intento salir adelante.

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Tanto Darío, tanto Darío últimamente, que ya me dieron ganas, también, de torcerle el cuello al cisne.

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26 de mayo + 24 hrs.

Necesitaba llorar. Tenía las ganas, las ganas estaban ahí, pero como un estornudo malogrado, las lágrimas no brotaban. Recordé la catarsis de hace unos meses al ver Plata Quemada. Cristo santo, cómo lloré. Cómo lloré con ese final. Con ese amor. Todo aquello que empezaba a acumularse, que molestaba sin manifestarse, que yo sabía que tenía que ser expulsado pero me resistía a hacerlo, fue sublimado con ese llanto despiadado. Yo necesitaba llorar. Con una película, para más fácil. Pero no llorar como con Dancer in the dark sino más bien como con The English Patient. ¿Pero cuál? Qué difícil escoger para llorar. No pueden ser lágrimas baratas, no puede ser una historia de cáncer o de guerra o de pérdida de ser amado. Revisión concienzuda de Netflix. Nada. Hasta Google. Finalmente una sugerencia, que se concatenaba con las apariciones recientes de Oliver Sacks y sobre todo de esa novela, Awakenings. La bajé. No la terminé. Pero lloré. Lloré con aquellos despertares, tímidamente. Regresé a Levrero y a la Novela luminosa, la que me había despertado el cosquilleo del llanto, y entonces empecé a llorar, a llorar de a deveras, con suspiros prolongados y lágrimas gruesas que me empaparon la cara y me aguadaron la nariz. Yo no puedo. No dejo de pensar esto: a tres o cuatro años de morir, en la lucha constante consigo mismo, en la postergación de su mejor yo, en la esperanza de cambiar sus horarios de sueño y sus malos hábitos y no enajenarse en la computadora y en sus juegos de Golf y de Free Cell y en sus almacenamientos de imágenes eróticas y en la nostalgia por Chl, y con todo lo que falta: limpiar la computadora y el disco duro y los discos zip y la pila de trastes y sus muchas dolencias, ¿y para qué, si habría de morir tan pronto? Maldito Levrero. ¿Qué me has hecho? Pienso en ti como pienso en mi papá y en lo imposible que es para mí leer sus poemas -porque él escribe poemas, que cuelga religiosamente en Facebook- y en cómo suelo sufrir a la distancia y no encarar las cosas y admitir que quizás me he pasado en mi dosis autorrecetada de soledad y que empiezo a sentir eso que, después, él llama “periodo de centrifugación”, en que “algo intangible aleja a la gente de mí”, a diferencia de los periodos de “centripetación” en que ocurre lo opuesto, “se me pega todo el mundo  y no doy abasto para recibir gente”, que, ingenua y egoístamente, ya me tenían un poco fastidiada en México, ver a tantos y tan seguido, y ay, sentirme querida, y no, yo no, yo quería lo otro, yo quería estar conmigo misma, a solas, y lo he logrado, y me ha gustado demasiado, y me he instalado en esta mismidad, y me ha costado o no he querido salir de aquí para encontrarme con el otro, menos con los que más quiero, con quienes sueño todas, absolutamente todas las noches. Por eso necesitaba llorar. Después de aquel llanto, en medio de un insomnio atroz producto de un café que me tomé muy tarde, escribí con letras que se arrastraban sobre el papel, en mi cuaderno “oficial”, en el que he escrito poco y más bien relatos de sueño, pues las entradas diarísticas están repartidas en otros cuadernos, con otros fines, porque así suelo hacer, diseminar la escritura, no dejarla atada a un espacio, y entonces escribí, pues, con letra fea y arrastrada, y emergieron aquellas cosas, otra vez, que yo sabía pero que me negaba a mí misma y que al mismo tiempo no me servían de nada, saberlas no me sirve de nada. ¡Cuánta gente me desagrada, cuántos sentimientos odiosos albergo! Y la infancia, las heridas de la infancia, las neurosis del abandono o de una peculiar forma de exclusión. Pero la semana pasada entré a un café en Suipacha y Corrientes, un café angosto, como un chorizo, con espejos en ambas paredes, de modo que daba la sensación incómoda del infinito; yo me puse frente a la puerta, para no tener que verme ni sentirme multiplicada hasta el infinito, y empecé a leer, mientras tomaba mi café y comía mi medialuna, esa novela de Luisa Valenzuela que tanto trabajo me costó encontrar, El gato eficaz, y el segundo párrafo que pasó por mis ojos decía: “Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes aunque todo suceda y la Argentina arda”. Yo creo en el misterio y en la magia. Pienso a menudo en el espíritu afín, y en aquella cosa sobre la literatura que siempre me digo, que permite hacer más vivible lo invivible, y en aquella frase tan bella que la sabia Gaby Damián dijo en una lectura hace un año, hace un año justamente, en mayo (lo escribí en mi cuaderno de los tulipanes): “Me gusta mucho la idea de tender puentes con personas que ya no están. El libro es un médium y nos trae las voces de los muertos”. ¿Pero por qué? ¿Por qué tiene que ser la voz de alguien que ya no puedo abrazar, porque eso me inspira, ganas de abrazarlo? ¿Por qué no hay forma de decirle: sí, dos personas como tú y como Chl se encontrarán en un boliche del mundo, aquí mismo en Buenos Aires, y hablarán de ti de esa forma? (“Ojalá después de que yo me muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma”). Ahora no he podido dejar de llorar. Sobre todo cada que pienso, y releo, porque la releo como si fuera algo que, más que memorizarse, ameritara releerse, esa frase: “De todos modos hoy tengo la clara impresión de que ya nadie me ama”.

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El Sur del Sur es América Latina

(reseña en blog Simpatías y Diferencias de Letras Libres)

Luisa Valenzuela, Entrecruzamientos. Alfaguara 2014, 258 pp.

 

Ubicación

“Al argentino lo conocí en México, al mexicano en París, lindo entrecruzamiento”, dice la voz, inconfundible, de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). Pero, celebrada en Estados Unidos y Europa, en Latinoamérica quizá todavía debe ser presentada (ese breve recordatorio que ofrecía Diamela Eltit al atender la internacionalización del Boom: un mapa literario marcado por la ausencia de sus escritoras). Así pues, la obra de Luisa Valenzuela inicia en 1966 con Hay que sonreír, pasa por El gato eficaz, su novela emblemática, publicada por Joaquín Mortiz en 1972 y, entre novelas, colecciones de cuento, antologías y memorias, sigue ensanchándose hasta hoy.

Pero el Boom, ¿otra vez? El pretexto es tentador: Entrecruzamientos (o también: EntrecruXamientos) hila una serie de correspondencias entre Carlos Fuentes y Julio Cortázar que van de lo literario a lo político, de lo biográfico a lo misterioso. Pero es más. Es una memoria en la que Luisa aparece como una lectora dedicada pero también como protagonista de encuentros y conversaciones con ambos autores, dispersos a lo largo de su prolífica carrera literaria y periodística. También, pese a su reticencia por emplazarlo desde lo académico (“no será un trabajo crítico sino uno de espeleología”), se trata de un trabajo de interpretación y de literatura comparada, que vincula a dos escritores a los que no se les suele estudiar juntos. Es, por último, un juego literario, un hipertexto o laberinto espiralado, como le hubiera gustado a Julio, que por medio de fichas con títulos como Fronteras, Deseo, Cristales, Buñuel, etcétera., penetra en los temas de Fuentes (el Tiempo y el Doble) y Cortázar (el borde de lo indecible, el fondo indeterminado de las cosas). En el mejor de los casos, es un libro infinito, un poco como Rayuela, con falsas entradas y salidas, que a todo momento se cuestiona el acto de escribir: “Más que escritura, se está en situación de lectura constante. Toda escritura es un intento de lectura”.

Agua y aceite

Cortázar y Fuentes: uno centrípeto, “volcado al interior”. Otro centrífugo, “lanzado hacia fuera”. Catorce años de diferencia: el mayor, un niño pobre, de padre ausente, nacido en Bruselas y criado en la localidad de Banfield, en el conurbano bonaerense; el otro, de papá diplomático, nació en Panamá y creció en Washington, Chile, Ecuador, Argentina y Brasil. Las infancias de ambos estuvieron rodeadas de mujeres: el argentino, de su madre, su abuela, su hermana y su tía; el mexicano, de sus abuelas, ambas llamadas Emilia (Boettiger de Fuentes y Rivas de Macías). A ambos les sobrevivió una hermana menor: Ofelia Cortázar, de personalidad más bien fama, según Emilio Fernández Ciccio, y Berta Emilia Fuentes, autora de las novelas Cúcuta (2004) y Claveles de abril (2008). Ambos pasaron sus adolescencias en Buenos Aires y a esta ciudad, cada uno poco antes de morir, haría su último viaje. Uno, precoz: a los 29 años publicó una novela monumental, totalizante. El otro, aunque había escrito y publicado, con seudónimo, otros trabajos, ve impresa su primera colección de cuentos a los 37 años.

Ambos con distintos posicionamientos frente a la creación literaria, reconoce Luisa. Carlos, como ciudadano y escritor influyente, hacía públicas sus opiniones. Julio lo hacía en voz baja: Jorge Boccanera lo llamaba “El epistolero” (sus Cartas, editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriaga, se nos recuerda, constan de 3,037 páginas en cinco volúmenes).

Antes de conocerse, se habían leído mutuamente. “El perseguidor” de Cortázar se publicó por primera vez en 1957 en la Revista Mexicana de Literatura, que Fuentes editaba con Emmanuel Carballo. Al mes de publicar La región más transparente (en 1958), Julio le escribió una carta larguísima a Carlos en la que confesaba su admiración y al mismo tiempo le señalaba que había cometido “el magnífico pecado del hombre talentoso que escribe su primera novela”: intentar incluirlo todo y exigir, con ello, una “cierta abnegación del lector”. Por fin el mexicano lo visitó en París en 1960, esperando encontrarse con un “señor viejo”. “El muchacho que salió a recibirme era el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur. (…) Una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y cejas sagaces”. Luisa agrega: “Imagino el abrazo que se habrán dado”.

Se llega o se parte de sus mentores: Vicente Fatone de Cortázar, su profesor de la Escuela Normal Mariano Acosta, filósofo oriental hoy olvidado (“nuestra memoria intelectual es mezquina”, admite Luisa), quien fue embajador argentino en la India en la misma época que Octavio Paz y cuyos “libros indios” Julio devoró. Fuentes, a los tres años, se sentaba en el regazo de Alfonso Reyes, entonces embajador de Brasil, y muchos años después él terminaría por convencerlo de estudiar Derecho.

Anécdotas

Dos de las mejores transcurren en 1983. En una, Luisa Valenzuela y Carlos Fuentes son invitados a leer su obra en un auditorio neoyorquino. Novecientas butacas vendidas a buen precio. Luisa leerá primero, telonera evidente de la estrella mexicana. Pero Carlos, semanas antes, le propone cambiar la jugada. Inicia así el “North-South dialogue”, un juego de nortes y sures, donde se pone en cuestión lo latinoamericano desde su norte y sur, el México de Carlos y la Argentina de Luisa, pero también se instituye aquel gran sur que empieza donde la Yoknapatawpha de Faulkner termina. El Sur del Sur es América Latina. Lo que se encuentra debajo: el sur es un agujero, es lo profundo: se interna en él. “México y Cusco: los nombres de las dos grandes capitales de la antigua América significaban lo mismo: Ombligo, Centro del Mundo”, diría Carlos. “América: cuando se la profiere en inglés dejamos de existir, y no por sustitución ni por reemplazo. Por aplazamiento”, agregaría Luisa.

También en Nueva York, en el mismo año, Luisa y Julio Cortázar se reunieron, sin saberlo, por última vez. Julio le confió su urgencia de escribir una novela que tenía ya armada en la cabeza, que no había logrado iniciar por falta de tiempo, pero que se le presentaba en sueños recurrentes como un libro impreso y terminado. Al hojearlo en el sueño comprobaba, con enorme alegría, que por fin había logrado decir aquello que había buscado “con cierta desesperación” a lo largo de su obra: el acceso a lo inefable. No le sorprendía en absoluto que, en lugar de letras, aquel libro estuviera compuesto sólo por figuras geométricas.

Hay otras anécdotas, morbosamente deliciosas, como la de la Feria del Libro de Frankfurt de 1976, con América Latina como invitada, en la que “Manuel Puig se alborotaba cuando llegaban las chicas, y las chicas eran Vargas Llosa, que él llamaba Esther Williams por lo disciplinada; Fuentes, Ava Gardner por el glamour; Rulfo, Greer Garson por la calidad; Cortázar, Hedy Lamarr: bella pero fría y remota” (Luisa aclara: Julio era “la calidez en persona”). O la carta donde Julio describe la “gran rejunta latinoamericana” en su casa de Saignon en 1970, donde recibió “a Carlos, a Mario Vargas, a García Márquez, a Pepe Donoso, a Goytisolo, rodeados de amiguitas y admiradoras (y ores)”. O la vez que se encontraron Julio y ella al azar en el Quartin Latin de París, y él: “justo nos venimos a encontrar…”

Sentido

Los libros esquivos en la obra de ambos autores no son, para Valenzuela, Rayuela o La región más transparente, sino la novela inacabada de Cortázar y la última de Fuentes, Federico en el balcón. Luisa escribe del “Águila Azteca” con admiración: el histrionismo cosmopolita de Fuentes, su habla sagaz recuperada por Luisa, parecen sublimarse a la luz de su reformulación de Nietzche: “Todo lo profundo procede enmascarado”.

Pero del “Gran Cronopio Epistolero” escribe con cariño: se incluyen dos cartas muy conmovedoras que Luisa le escribe (“el país es casa tomada”, dice una) y fragmentos del fantasmal Cuaderno de Zihuatanejo, un diario personal escrito por Cortázar en agosto de 1980, que Alfaguara sólo ha publicado en edición “no venal” para sus autores. En él, onironauta profesional, Julio habla de “los sueños de esta temporada” y alude al libro de la geometría.

Las coincidencias no terminan ni en la muerte: para estar cerca de su autonata de la cosmopista, Carol Dunlop, Cortázar se hizo enterrar en el cementerio de Montparnasse. Con César Vallejo, con Beckett, con Baudelaire, con Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, con Maupassant, con Tristan Tzara, con su amiga Susan Sontag, hasta con Porfirio Díaz, las cenizas de Fuentes reposan con las de sus hijos Carlos y Natasha en una esquina privilegiada de Montparnasse. Vecinos eternos, Luisa propone para ellos, en el instante antes de la muerte, el final que deseaban: el encuentro de lo inefable, la escritura del libro de la geometría imposible, para Cortázar; el Eterno Retorno, el diálogo en el balcón con Nietzche, su filósofo de cabecera, para Fuentes.

Escritora del poder, de osada experimentación formal y con una postura política ante el lenguaje, Luisa Valenzuela se asume, ante todo, lectora. Su lectura ilumina la obra de dos autores que no se han agotado, que formaron generaciones enteras de lectores en Latinoamérica y que compartían, como ella, “la consciencia de que sólo la ficción puede darle sentido a esto que llamamos realidad”.

 

Productos audiovisuales

Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:

Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.

Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).

Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.

(lapso de sequía fílmica)

Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.

Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).

¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.

Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.

Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.

Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?

Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.

A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.

Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:

Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.

Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.

Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.

Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.

Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.

A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.

Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.

En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.

En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.

Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.

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Mi problema del café II

Tengo café. Tengo café. Pero al principio no tenía café. Aún ahora, ¿tengo café? Tengo uso de una cafetera. Tengo unos cuantos gramos de café. ¿Pero tengo solucionado, de verdad, mi abastecimiento de café? No, claro que no. Eso nunca es posible. El café siempre faltará. El café disponible a todas horas es una entelequia. Digamos que, por ahora, tengo café. Estoy salvada (pero, ¿por cuánto tiempo?). Los primeros días fueron duros. Vivimos experiencias difíciles, algunos dirán: intolerables. Por ejemplo, café soluble. Café soluble que de entrada, desde el frasco, tenía azúcar. Luego, un saborcito raro en los cafés de los cafés. A veces. Culpo a una persona en específico por el desarrollo de esta idea: el café de mala calidad, por el agua y los granos. Luego: culturas del café distintas. Los tamaños discordantes. Americano en pocillo. Inexistencia de la leche deslactosada, a lo mucho: descremada. La omnipresencia del café con leche. La bomba gástrica del café con leche. La progresiva y definitiva elección del café doble en todo intercambio comercial. Café doble siempre. NEGRO. O está bien, con leche -descremada- apenas. Estas sutilezas tipográficas deben manifestarse en la voz, al pedirlo. Conocí el café en bolsita, en bolsita. Como un té que se hacía negro en la taza. Malo no. Extraño. Pero sólo por cómo se llegaba a él. No repetí. Tuve un Dolca después. No era el Dolca canela que protagonizó algunas anécdotas de mi carrera universitaria. Duró poco. Después me armé de valor y me hice de mi café y me aventuré a utilizar la cafetera que tengo disponible. Y entonces la luz, la felicidad ilusoria de una abastecimiento perpetuo de café. Pero luego, como escogí un tipo fuerte y también porque me complica repetir el asunto del filtro y el cálculo y el agua dos veces al día, pero sobre todo porque, a pesar de necesitarla, no deseo abusar de la cafeína, compré uno soluble. Para la taza segunda o la tercera. En apariencia, tengo café. Este pensamiento me guía y me ilumina y me da fuerzas.

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Semana 5

* Se me transparenta el vocabulario. Mi dialecto (la variación dialectal del español que yo hablo, con el que nací y crecí) se hace visible por su diferencia. En discursos amplios trata, a veces sin éxito, de neutralizarse, de adaptarse a un “español estándar”. Pero no. Se mantiene. Se aferra. O cede. Para no generar confusiones y que la comunicación se mantenga fluida, adopta los modos locales de nombrar las cosas. Por lo mismo, se ensancha. Se me transparentan: ahorita, mamón/mamar/mamada, híjole, chingada, variantes de madre, aventón/aventar, pinche, güey y, contra mi voluntad pero delatándose como parte integral de mi habla, órale, padre, chido y gacho. En el elevador sonríen cuando digo ‘elevador’ (los límites de mi lenguaje…). Con los mexicanos que he visto mi lengua cae en blandito, se regocija en el territorio conocido, se particulariza al extremo. Me gusta el: yyy… Me gustan algunas cosas. Extraño otras. Aquella idea, que justo formuló Luisa Valenzuela en una lectura, de la lengua materna como música de fondo.

(por cierto, nos quieren mercantilizar la lengua)

* Un territorio asignado, pequeño pero estratégico. La esquina desde la que la ciudad crece. La Plaza San Martín. Zona fronteriza: entre la estación de trenes de Retiro -un enclave marginal-, el barrio de Retiro que forma parte del famoso ‘Barrio Norte’ -residencial de clase media alta- y el microcentro -concentración de comercios, oficinas y trampas/servicios para turistas-. Tres “realidades” muy diferentes entre sí que van a parar a este parque que también, replicando su entorno, está compuesto por áreas bien diferenciadas: el monumento, la placita, las islas para niños y para mascotas, la pendiente de pastito. Es un parque clásico, muy conocido, pero no tan concurrido como otros, en parte porque es un sitio de tránsito para los que vienen del microcentro o van a la estación de ferrocarril, y en parte, es cierto, porque es un refugio para marginados. Recibe también a gente que vive cerca y saca a pasear a sus perros, a estudiantes y parejas, a personas haciendo ejercicio, claro. Pero no es un bosques de Palermo, no es un Plaza Francia. Es un lugar silencioso. Me interesa la zona del césped. La arboleda y las banquitas son muy bonitas y frescas, pero demasiado familiares para mí: la plaza es el concepto de espacio público preponderante en México. La banca, el cuadrado de césped intocable: me remiten a una espera, no sé por qué. En cambio el pasto bien recortado que invita al descanso y la distensión del cuerpo: gran novedad.

Área verde disponible igual a mejor calidad de vida, por supuesto. El parque permite disfrutar de la ciudad, del exterior, sin verse obligado a consumir: no es un café, un cine, una tienda. Estás afuera sin gastar (¿un espacio relativamente independiente del mercado, el espacio de apropiación del ciudadano por excelencia?). El parque sirve al ocio, al encuentro, al descanso o al intervalo (hay quien se mueve constantemente por muchas zonas de una misma ciudad, sin poder servirse de un sitio de pausa y recogimiento entre sus trayectos: un parque resuelve esta necesidad sin exigir propiedad o consumo alguno). Un parque es bueno lo mismo para solitarios que para grupos. Un parque es bueno. Un ser humano necesita los árboles, necesita la luz del sol, necesita el sonido de los pájaros. Un parque es la naturaleza domesticada. Yo nunca había vivido cerca de un parque. Nunca había poseído este oro puro. La barranca de la Plaza San Martín encara directamente el reloj de la Torre Monumental (antes Torre de los Ingleses), en la Plaza Fuerza Aérea Argentina (antes Plaza Británica). Una vista soñadora: EL TIEMPO MISMO. El límite de la ciudad, el río. Para mí allá está el Plata, aunque en realidad se encuentre a mi derecha, hacia el este. Pero en realidad sí está, en una visión más amplia.

* En el pasto:

Un pájaro chiquito y panzón, color arena, encuentra una mariposa y la martiriza con el pico hasta tragársela completa.

Un chavo de pelo punk/escoba. Una muchacha sentada detrás de él. Una muchacha comiendo un sándwich, un perro negro la acompaña.

Un grupito de adolescentes. Dos novios y los amigos de él. Después sólo quedan tres: la parejita y uno que no se va. Se besan, ignorándolo.

Dos amigas. Un labrador color miel se mete en medio de ambas. Una le avienta un juguete. Él lo devuelve.

Un chavo con rayitos en el pelo que seguramente es indigente, dormido.

Dos amigos: chico y chica. Él hace pasos de danza mientras ella lo mira.

Un grupo de personas en ropa deportiva corriendo en fila india detrás de su entrenador privado.

** Espantan. La puerta de mi cuarto se abre, hace un rechinido, pero a veces no lo escucho. Echo una mirada desde la cama o vuelvo la cabeza desde el escritorio y ya está abierta, y no revela nada del otro lado, siempre oscuridad, siempre negro. Mi cuarto está lleno de luz pero el resto del departamento es muy oscuro, siempre es de noche, un ambiente muy fuenteano/Auresco. Se medio abre la puerta y nunca sé quién me está mirando del otro lado. Yo en general miro hacia la ventana. Detrás de ella ocurre a todo momento la realidad, no se detiene. Siempre está el afuera. Las voces y los ruidos del afuera, de la calle. Por la madrugada el semáforo del paso peatonal sigue cambiando de luces y figuras: de blanco en movimiento a rojo en rigidez. Siempre, un anuncio que nadie ve, que sólo tiene sentido en presencia de los demás. Hay muchas ventanas frente a mi ventana, pero a ciertas horas sólo hay un par con las luces prendidas. Las demás, de cortinas o persianas corridas, no sé si me miran también, no sé si alguien me espía. La vida en departamentos, tan común en Buenos Aires. La vida vertical. Al caminar por la calle podrías tener, sin saberlo, muchos ojos encima.

*** Después de encontrarme a la multitud adolescente que esperaba al Youtuber Rubius afuera de un hotel en 9 de Julio (pregunté a uno y me dijo), me encuentro a una multitud que espera a Susana Giménez afuera de un teatro en Corrientes (lo sé porque gritan su nombre). En Santa Fe: mucha gente se congrega alrededor de una mesa donde está sentado un hombre negro muy alto, tal vez gringo, ¿tal vez futbolista o basquetbolista famoso? (no pregunto, nunca sabré). También me encuentro a un medio conocido en Corrientes. Me pregunta qué estoy haciendo. Vagando, le digo.

*** Voy caminando por la calle y me cruzo con una muchacha muy cool, una auténtica chica Tumblr, con medio pelo rapado y mucho estilo, que desde que me ve a lo lejos hace caras y exclama “noooo, me estás bromeando, guaaau”, como si me reconociera, pero ya desde antes yo sé que está sucediendo el fenómeno de MIS DOBLES y empiezo a aclarar que no, que eso siempre pasa, que la gente me confunde por otra, y ella: “guaaau, sos muy parecida a una actriz”. Para este momento ya nos cruzamos y empezamos a alejarnos y ay, quiero preguntar, claro, QUÉ ACTRIZ, pero en el fondo no quiero, porque así debe ser, nunca debo conocer el referente, las dobles deben permanecer enigmáticas y desconocidas.

**** Estoy desubicada siempre. Me pierdo siempre. No lucho contra la desubicación: la incorporo. Perderme es una forma de explorar. Perderme me ha hecho vagabunda.

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4:26 am

No aclaremos, una vez más, que todo lo escrito aquí se escribe al aventón. A vuelapluma. No es vanidad, es advertencia. No debería ser así, pero así es. Un espacio poco serio. Un sitio de desahogo (público, qué horror). Ahora, por la distancia, amenaza con volverse un refugio, un vertedero de cartitas al viento. Se genera el problema de la voz adoptada que, al final, deforma. Pero ya qué. Ahora me quema escribir lo siguiente.

Estaba por la madrugada trabajando concentradamente, por primera vez en mucho tiempo (no he dejado de callejonear, de mirar por la ventana con gesto estúpido, de dormir y tener unos sueños complicadísimos, saturados de significados evidentes). Traía los audífonos puestos, pero en los breves silencios distinguía, de pronto, voces, conversaciones a gritos, risas. Mi ventana, en un segundo piso, da a la calle, a un cruce de calles. Un barrio céntrico. Además aquí los colectivos pasan toda la noche, lo cual me parece encomiable. Por eso de madrugada es común ver a grupos de amigos o hasta a personas solas caminando, de regreso de la fiesta. Bueno, a veces escuchaba que pasaban. Normal, pues. Terminé o no terminé sino que le puse punto final al trabajo de ese día, pues ya era tarde, casi las cuatro, y tenía que levantarme temprano. Entonces me acosté, ya sin audífonos, abrí una novela (que terminé hoy, no me gustó) y me puse a leer. Y a medio párrafo escuché gritos, el clásico boludooooo y cosas así, que decidí ignorar porque es común que la gente se emocione cuando bebe y que los argentinos se digan boludoooo entre sí, etcétera. Pero los gritos subieron de tono, se escuchaba todo violento y yo, pensando que podía ser una pelea entre novios y que de ser así debía llamar a la policía (alguna vez nos pasó algo similar en la Narvarte) o tal vez sólo movida por el morbo, me asomé por la ventana. Entonces vi a un grupo de hombres que venían arrastrándose por la calle. Veamos. Pensemos. Ah, es tan difícil rebobinar la memoria. Había dos, jóvenes, altos, rubios, con las camisas desabrochadas, que de inmediato me remitieron a un par de mirreyes. Y un gordo en bermudas, moreno, sin camisa, con una panza enorme que se le desbordaba. En el justo momento en que me asomé vi a a uno de los mirreyes darle un puñetazo al gordo y vi, en primer plano, cómo éste cayó como tabla sobre una coladera. Como tabla. Como una puerta que derriban de una patada, rígida y cuan larga es. El knock-out definitivo.

El mirrey lo pateó en la cabeza. Le dio una patada con saña. Nunca había visto algo así, un acto de tal crueldad en vivo. Pero ahora, conforme le doy replay a la escena, o quizá mi mente la ha reajustado a mi conveniencia, veo que el mirrey estaba tan borracho que hasta su patada fue torpe y tibia. No sé. Pero después de eso aparece otro mirrey, otro gordo. Sobre el paso de cebra se pelean. De esas peleas donde se abrazan y se jalonean. Pero lo más terrible era el gordo de las bermudas. Seguía ahí tirado. Era una escena con muchos componentes, mis ojos iban del jaloneo al hombre tirado. Y una voz desde un ángulo que yo no podía ver gritando: lo matasteee, está muertooo.

Hay una comisaría a treinta metros, pero no parecían darse por enterados del alboroto y la tragedia. Entré en desesperación. Desperté a W. No escuchaba mis toquidos. Aún no tengo teléfono argentino y no sabía a qué número de emergencia llamar. Por fin apareció, medio dormido. No me expliqué bien. Pero repetía lo del muerto. Y ah, el impulso centrípeto: no quería que estuviera muerto. Rezaba porque no estuviera muerto. No quería haber sido testigo de cómo mataban a un hombre. No. Lo pedía en lo más hondo. Esos videos del policía que recibió la bala en metro Balderas, del hijo del Perro Aguayo: NUNCA LOS VEO. No deseo ver, voluntariamente, el momento en que un ser humano pierde la vida (y no entiendo y hasta desprecio un poco a los que sí). Mi interés egoísta era ese. Me maldije por haber estado despierta, por haber visto lo que no tenía que ver. Necesitaba desver. Pero antes, tenía que ver. Ya no había marcha atrás. A esas alturas ya habían llegado algunas patrullas. Adriano me dijo que me durmiera y yo dije: sí, sí, apaguemos las luces, que no sepan nada (mi ventanita delatora, el rectángulo amarillo en la negra llanura del edificio). Pero en la oscuridad me puse detrás de la cortina. Los mirreyes hablaban con los policías. El hombre de las bermudas seguía tirado. Yo lloraba o creo que lloraba, pero no salían lágrimas ni nada; había un impulso sucio y vergonzoso de seguir el drama hasta su último detalle, yo que siempre me he jactado de practicar el “anti-voyeurismo” a toda costa. Los policías daban vueltas, se decían cosas entre sí, miraban de cerca al hombre tirado y volvían con los mirreyes. Un chiste, un verdadero chiste. Por fin apareció otro gordo, creo que amigo del primero. Lo vi acercase a él con una camisa extendida. Imaginé lo que pasaría a continuación. Se la pondrían encima. La manta mortuoria. Eso sí no lo soportaría. Me senté en la cama y me quedé ahí unos momentos, durante los cuales me refugié en el teléfono.

Un par de minutos después volví a asomarme. ¡Oh! El hombre ya no estaba ahí tirado. No había manta mortuoria. ¿Era ese, sentado en el vano de una puerta? ¿Limpiándose con una camisa? ¿Abrazado del amigo? Lo peor de todo es que no sé. Esto podría ser un final relativamente feliz, si mi memoria y mis capacidades de observación no se encontraran tan menguadas. Yo creo que sí era. No puede ser que en el breve momento en que me alejé de la ventana lo hayan cargado -se notaba pesado- y llevado a otra parte. Pero entonces, ¿cómo revivió de pronto? Mientras tanto, los mirreyes seguían hablando con los policías y en algún momento se separaron, se dieron las manos y los mirreyes se alejaron por una calle, creo que hasta riendo. Al gordo que se limpiaba con la camisa lo ayudaron a caminar y él y su amigo se fueron siguiendo a los policías.

Puedo explicarme que el hombre cayó como cayó no por un knock-out fulminante sino de puro y llano borracho. Que el mirrey le dio esa patada en la cabeza con ganas pero estaba, también, tan borracho que apenas fue un golpe burdo. Que en algún momento él y su amigo le dieron dinero a los policías. Que los policías se llevaron a los gordos -unos raspas, unos quéimportan, unos ciudadanos de segunda o tercera clase- a la comisaría, para zanjar el asunto. Que había visto una obra entera en dos actos. Un día en que, por cierto, había leído este artículo: “Crime-Weary Argentina Sees More Mob Violence and Vigilante Killings”, en que había vuelto a pensar en las violencias semejantes en su estructura, pero discrepantes en sus manifestaciones, de Argentina y México.

Ay, Latinoamérica querida.

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Lo extraño de todo es que, tras una noche inquieta, poco reparadora, hoy fue un día magnífico, ordenado, lleno de novedades, de una caminata de horas y horas, de ver cómo las calles iban cambiando, los edificios y los estilos arquitectónicos, los olores y los comercios, y la luz y el cielo, y otra vez la quise mucho, la amé como nunca, a la rara Buenos Aires.

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Observaciones fallidamente antropológicas

Desde que estábamos esperando el avión a Buenos Aires, en Panamá, noté algo en común entre las pasajeras: más de cinco, por decir, estaban usando plataformas. En sandalia o en tennis. Esta observación me hizo conjeturar que seguramente dicho estilo de zapato estaría de moda aquí. Al otro día fuimos a hacer el primer trámite y en la breve caminata observé más plataformas. Después, a lo largo de ese día, en aparadores, en el transporte público y en la calle, y todavía más con el transcurrir de los días, ya no me quedaron dudas. Casi todas usan plataformas. El casi es clave, ninguna moda es uniforme o si lo es trasciende las temporadas y se afirma en su época. Pero a mí no dejaba de llamarme la atención este hecho, su persistencia. Las plataformas eran variadas: desde las simples y rectas tipo Spice Girls hasta unos verdaderos engendros que deforman la silueta, la dignidad y el temple. Además las veía lo mismo en el mall “cheto” de Recoleta que en el Bellagamba de Balvanera, en la marcha del 24 de marzo que en el “bondi” que me trajo desde Ezeiza y que hizo más de dos horas, deteniéndose en los sectores más populosos de la avenida Rivadavia. Vamos: por más que disfrute meterme a las áreas más feas de una ciudad tanto como caminar alegre y despreocupadamente por las más lindas, no poseo todavía un conocimiento integral de los barrios buenos y feos de Buenos Aires. Pero creo que me he hecho una idea (por supuesto sin haber conocido, todavía, una villa de emergencia) y puedo afirmar, a la ligera, que la moda de las plataformas es transversal, pues atraviesa diversas clases sociales.

Al principio no lograba decidir si Buenos Aires está adelantada en cuestión de moda o si esto es un reflejo de su aislamiento. ¿Están de moda las plataformas en los sitios que se han constituido como centros y productores de moda? No sé, creo que no. No a un nivel tan de calle. También observamos que hay una fuerte industria textil nacional. O sea, muchas marcas argentinas, desde calcetas estampadas hasta sustitutos de Bershka o Pull & Bear (que acá no existen, pero Zara sí: recordemos que estas tiendas, en México y en donde operan, juegan un papel importante en la vestimenta de la mujer de clase media).

Recordé también algo que había leído respecto al momento en que Soda Stereo y otros emergieron: en 1982, tras el conflicto de las Malvinas, la Junta Militar prohibió la radiodifusión de música anglosajona. Esto permitió el surgimiento y afianzamiento de un rock nacional. Ahora me entero, explicación de argentino y experto de por medio, que la crisis de 2001 inició el problema -que aún persiste, más o menos- de las aduanas y la exportación, lo que llevó a cierto sector moderno y creativo a volcarse en una industria nacional de la moda. De tal manera que hay una diferencia evidente entre la forma en que la gente se viste aquí y, por ejemplo, en México. El último gran fenómeno de ‘uniformidad’ o ‘masificación’ de una prenda, estilo u objeto de moda, que yo pueda recordar, es el de los tennis con tacón (moda importada de EEUU). Que aquí nadie usa.

Esto también me hace reflexionar sobre el carácter pasado de moda de todo en Buenos Aires: los ‘mozos’ de los cafés (y su servicio de café completo, lujoso, a la antigüita: la bandejita, el vasito de agua, la galletita), los restaurantes y sus menús afrancesados, los porteros (y el lobby) de los edificios, ¡los baños!, la tecnología en general (hay muy pocos objetos Apple) y hasta el hecho de que los cines son cines y sólo en muy raras ocasiones están dentro de un mall (al que llaman ‘shopping’). La última ciudad de América, marcada, para bien y para mal, por el aislamiento. Hay una especie de ingenio argentino, muy similar aunque menos radical (y quizá menos triste) que el ingenio cubano, para sortear los obstáculos del alejamiento, del ‘estar afuera’.

The dream of the 90s is alive in Buenos Aires.

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Una última observación muy a la ligera y que elaboré en un momento en el que quizá no estaba pensando con claridad: me he dado cuenta, también, de que acá es mucho más común que las mujeres den pecho en la calle, sin pudor. Lo cual, obviamente, me recordó la funesta campaña de “no le des la espalda a tu bebé”, que muy a las claras culpabiliza a la mujer, la acusa de egoísta, cuando no le da las condiciones -sociales, urbanas, políticas- favorables para amamantar al bebé. Tampoco es que haya visto MONTONES de mujeres. Pero he visto. En el subte, en Plaza Francia (una chica, diríamos, de aspecto “bohemia chic”), en cualquier calle. Se me dijo asimismo que este fenómeno apareció a raíz de la migración masiva de mujeres bolivianas, paraguayas y de las provincias a Buenos Aires, quienes no tenían empacho -y hasta demandaban el derecho, de alguna forma- en darle pecho a sus hijos. Entonces me pareció interesantísimo cómo la clase desprotegida había influenciado a una clase más dominante, en un tema que tendería al resultado contrario: que las mujeres migrantes se cubrieran. Pero no. Resulta que las argentinas -clase media, educadas, argentinas, pues, no migrantes- se habían sumado a la liberación propuesta por la clase inferior. ¡Genial!

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Más observaciones fallidamente antropológicas, cuando acabe con mis pendientes.

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Suipacha y Arenales

Tres de abril. ¿Es viernes, es sábado? Es viernes. Difícil saberlo mientras camino. Las calles están vacías o depende: la mía, las aledañas, la 9 de Julio y la Libertador están vacías; las peatonales del microcentro, no. Pero ahora, de madrugada, ya es sábado. Es que empecé esto hace rato y luego me detuve. Sí, postergo escribir, me da miedo y pereza, pero además es otra cosa. Entrar a una librería, a cualquier librería, y abrir un libro, cualquier libro -una portada bonita, un título interesante, un nombre vagamente conocido- y encontrar una frase muy buena, un trozo de prosa notable. Hace un rato me sentía como borracha, drogada, la mente trastornada, aunque el cuerpo -algo inusual- muy bien, un leve dolor de cabeza nada más. El estado alterado era psíquico. Había una coreografía, todo era una escenografía. Rima, pero sin intención. Algunos me miraban, algunos ojos reparaban en mí, me sentía como Leonardo DiCaprio en un sueño ajeno, las manifestaciones del inconsciente tornándose, si no agresivas, por lo menos pendientes de mi presencia. Vagué en busca de cafeína. Terminé donde ya sabía que iba a conseguirla: el Starbucks enfrente de la Plaza San Martín. Dos violencias subterráneas: dejé mi libro y mi café -grande, helado, lleno de azúcar- en el sillón y la mesa, respectivamente, en lo que iba al baño. Al volver no estaban. Me alarmé. Anoche, al despedirnos, Alén me dio algo más para seguir instalada en el efecto Levrero: Irrupciones. ¿Y me lo habían robado tan pronto? Pero después un empleado me hizo señas de que otro de ellos los tenía, mi café y mi libro, el primero en su bandeja de garrotero y el segundo en la mano. Me los dio entre disculpas y luego, cuando ya me había sentado y empezado a leer, prosiguió con sus disculpas. Seguí leyendo. Seguí leyendo. Maldito Jorge Mario adictivo. Otro empleado fue a recoger unos vasos y se puso a una distancia de mí y se inclinó y me revisó con la mirada: debió pensar que estaba dormida. Cruzamos miradas y él dio un saltito torpe hacia atrás y se fue de inmediato. Raro. Todo era raro. Salí y todo era raro y yo me sentía rara. Me eché en el pasto, con la mochilita puesta en los hombros pero haciéndola de almohada. Era tan fresco bajo la sombra. Algunos grupos pequeños sentados en el pasto, unos niños que corrían, otro que se enojaba e iba a sentarse con ostentosa indignación en el borde del parque y una adolescente que iba a buscarlo y lo cargaba y me enternecía: anoche soñé, otra vez, con mis hermanos, con mis sobrinos, con mis papás. Bajaba un avión de pronto, luego otro, luego otro, seguramente hacia el aeroparque. Yo pensaba que en la Narvarte los veía muy cerca. En el pasto había muchas aves, palomas en su mayoría pero también unos pajaritos redondos y grises con alas color verde limón. Llegó otro niño pequeño y empezó a corretear a las palomas y éstas volaban rápidas antes de que se acercara pero luego bajaban de nuevo, no muy lejos: al parecer había muchas migajas y otras sobras entre el pasto. Pensé otra vez en ellas, seguro es por la influencia Levrero; pensé en que deben tener buena vista, tal vez no como las águilas, pero al menos con un ángulo cercano a los trescientos sesenta, lo que les permite anticipar los movimientos del perseguidor. El perseguidor. Pasó un maleante. Ya les voy a decir siempre maleantes. Como el que intentó llevarse mi bolsa hace unos días, en esa misma plaza, mientras yo dormitaba o hacía como que dormitaba. Ganas de rodar. Como un niño que se metió los brazos dentro de la playera y estuvo a punto de rodar pero su mamá empezó a regañarlo por tantas pavadas. Después, al salir de la plaza por el otro lado, donde hay una galería fotográfica sobre personas con síndrome de Down, en la que se aclara que tienen síndrome de Down y no son Down, lo que me hizo recordar el breve documental que vi en Migraciones sobre una empleada que tiene síndrome de Down, a quien luego reconocí platicando con sus amigas en otro edificio de Migraciones, vi al niño botando su pelota. Qué luz. Qué tarde. Si tuviera una cámara en los ojos. Si otros pudieran ver… Si J hubiera podido ver… Otra vez la culpabilidad, más bien siempre, en el fondo de la mente, y a veces por oleadas. Me zambullí en el microcentro. Veía mi reloj cada tanto, no sé por qué, para qué. Se me está haciendo tarde para algo, ¿pero qué? ¿A dónde tengo que ir, dónde me esperan? Perder el tiempo de nuevo. Perderlo, derramarlo, lanzarlo lejos. Diluirlo. Pensé, con egoísmo, en la ventaja de vagar en soledad. Los paseos a dos cabezas son maravillosos en tanto intercambio de impresiones, de descubrimientos repentinos. Pero es una democracia. Exige acuerdos. Propósitos en común. La soledad es más modesta, menos eficiente. Pero este obedecer los deseos más improductivos puede volverse peligroso. Por ejemplo, caí en Galerías Pacífico. ¿Por qué, si ahora debo ir todas las semanas? No sé, no había observado sus murales bien. Descubrí otra área de comida rápida, con opciones que no tenía en cuenta. Hice anotaciones mentales. Subí las escaleras. Luego recordé que había querido entrar a husmear en la librería Cúspide. Bajé de nuevo. Husmeé. Subí otra vez. Salí a la calle. En la peatonal Florida iban a empezar a bailar tango, un señor de pantalones anchos y pelo totalmente blanco, y una señora con un vestido muy sensual y de brillitos. Dije: veré. No he visto nada de tango desde que llegué. La grabadora no cooperaba, la espera se extendía. Por fin empezaron, el viejito se equivocó muchas veces. El viejito. Qué palabra tan fea. Entonces dije: no, y me fui. Di otra vez muchas vueltas, ya fuera del microcentro, explorando las calles y esquinas aledañas, todo semivacío, aquella luz celestial que caía sobre las fachadas palaciegas, afrancesadas, manchadas de humedad. Recordé mi lugar común de la noche anterior, en relación a Buenos Aires: una señora vieja y decrépita que en su juventud fue muy hermosa, que te seduce muchísimo cuando no te hace mierda la vida. Como el personaje de Grandes esperanzas. Una cosa así. Un lugar común. Yo no me acostumbro todavía (a la libertad, a la facilidad). Hay pocos autores mexicanos en las librerías, esa es la verdad. Paz, claro. Rulfo, claro. Y poquito más: a veces Monsiváis, a veces Poniatowska, mucho Mastretta y Laura Esquivel, menos de cinco contemporáneos, ¿Fuentes?, Garro (y eso porque la edita Mardulce), Villoro. Y párale de contar. Ahora no recuerdo más, a lo mejor hay. Hace cinco años yo compré uno de García Ponce en El Rincón del Anticuario, justamente. No he ido a librerías de viejo. Puras de nuevo. Cúspide, Ateneo, Eterna Cadencia (por casualidades he terminado en esa zona de Palermo varias veces). Hace calor. Hay mosquitos. Me da comezón. Creí que el otoño había llegado, lo creí hace unos días, pero fue un espejismo. De todos modos sé que luego voy a extrañarlo. Vendrá el frío y se pondrá feo y voy a sufrir. Ya voy a ajustarme. Ya voy a terminar de escribir mis pendientes. Ya voy a establecerme. Todavía no logro acostumbrarme.

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Buenos Aires, 24 de marzo

Tengo miedo hasta de escribir y no sé. No sé qué depara hoy. Igual ya es tarde y es feriado, la ciudad medio vacía, ninguna posibilidad de avanzar con los trámites -que se han ralentizado, pero no hasta extremos ridículos, un recordatorio de los tiempos rioplatenses, pausados, con calmita-, algunos vagos deseos de buscar un sándwich de bondiola en la Costanera, ganas de sentarse en un café -o mejor, en un parque- y leer. También he postergado esta entrada, que he escrito en la cabeza con miedo, sin adelantarme a las frases, que después no salen o parecen metidas con calzador. Aunque es tarde es de mañana y J todavía duerme y por fin algo de paz y silencio en el departamento (Balvanera, vecinos ruidosos, el trajín de Rivadavia).

Otra vez dejarse ir y escribir como salga. Antes tenía pensado continuar enumerando mis desgracias burocráticas, mis aventuras entre ridículas y lamentables, que después suelo contar con algo de gracia y que siempre arrancan risas o por lo menos sonrisas. Creo que incluso lo haré, en desorden. Que la PGR no me dio la carta a tiempo, sospecho que a propósito -en ese momento estaba segura de que me torturaban por placer y sadismo-, que hubo feriado en México y fui ayudada (siempre soy ayudada) a apostillarla, pero hasta el martes; que tuvo que ser enviada en un sobre UPS hasta Buenos Aires, pasando por Kentucky y Miami y São Paulo, y llegó el viernes, con una breve estadía en el 2do. I, en lugar del 2do. L donde nos hospedamos, por un breve error de Benja, que trabaja en el edificio, retrasándome todo y produciendo otra más de mis características angustias. Aquel viernes chusco tras la humillación y la espera en la PGR, el intento en el Diario Oficial de la Federación de avanzar el trámite, el banco que no era el banco, intentar sacar dinero de un cajero, ¡mi tarjeta expiró en febrero!, una carrera al Ixe de la Torre Mayor, el consuelo de la eficiencia, vueltas y vueltas con zapatos que me hacían doler los pies, el turno h448 en un Bancomer donde iban por el 23, la espera en una silla, en estado catatónico; las fotos 4×4 (los ojos rojos y chiquitos, la boca chueca, el pelo lamentable), el metrobús en ventana; la oficina; después María y las charlas con María, una de las cosas que más voy a extrañar; la caminata por Coyoacán, un café y una tarta de plátano, ¿qué haré sin esas conversaciones y esa manera de pensar a dos cabezas y esa comprensión que descubrimos tan recientemente, a pesar de conocernos desde los quince años, pero sólo de vista, ella en el grupo 5 y yo en el grupo 6, sin sospechar el lazo que nos unía? Esa noche, en casa, vimos A most violent year (¡Muy buena! Soñé con ella). Después, la fiesta, la amenaza de lluvia, (antes) la búsqueda de un proveedor de lonas (la breve reflexión sobre la Sección Amarilla, el declive de la Sección Amarilla y la lenta desaparición de los oficios), la llegada de los sujetos de la lona a las 6:50 am (pensé que “bluffeaban” cuando dijeron que llegarían a las siete de la mañana), los preparativos, mi garganta ardiente, Fanny, Carla y Tania llegando de Querétaro, el principio flojo, los grupos que no se mezclaban, y yo sin angustia como sería lo usual, sin desplegar hasta la extenuación mis dotes de anfitriona, lo que me hizo sospechar lo que luego se volvió evidente, que no estaba dentro de mí del todo, y después las cosas fueron encajando, la fiesta dio un giro, hubo excelente música siempre, no paró de sonar aunque el acuerdo da hasta las tres de la mañana, a nadie le importó y creo que todos se divirtieron, yo tomé vino o derivados del vino, no me caí, no tropecé, bailé y bailé y reí y en alguna ocasión lloré, y dieron las siete a eme, un sueño ligero y alcohólico, aquella mañana con J, con Carla, con Tania, con Fanny, con María, hasta con Frost que había quedado medio desmayado en el sillón, y la Ceci que estaba divertida con nuestra plática, los tacos Manolito, las horas que se escurrían sin que nadie pudiera detenerlas, la llegada sorpresiva -y adorada- de mis papás, mis hermanas, Loló, Leo y Tita, más tarde Elsa y Rafa, las lágrimas contenidas, esa separación que me envolvía, que me hacía actuar en consecuencia y ser yo aunque por dentro no me reconociera, y me buscara, y pensara que todo le estaba pasando a alguien que no era yo y, por lo tanto, decidiera retrasar o postergar los sentimientos.

Un día de viaje. El cansancio y el temor. El calor asfixiante de Buenos Aires. El reencuentro con una Buenos Aires que reconocía (de manera neuróticamente precisa: hasta los kioscos y las fachadas de los edificios) y que a la vez me mantenía afuera, pero tal vez no era la ciudad sino yo misma, la enfermedad que al fin se había instalado en mi cuerpo, lo que ponía una pared invisible entre el mundo exterior y el interior. Sí que idealicé esta ciudad, claro que lo hice, y al caminarla otra vez y reconocer sus inevitables hostilidades (las de toda ciudad) y pasar por lugares recorridos antes, recordé cosas que yo había mantenido más o menos ocultas de mí misma y que era necesario sacar a la superficie. El primer día habremos caminado más de veinte kilómetros, bajo un sol que calcinaba. Pero entre los trámites y los pendientes, que iba sorteando o redistribuyendo para días venideros, entramos en algún momento a la famosa Eterna Cadencia, y entre todos los títulos que anhelaba encontrar tan a la mano, hubo uno que pareció llamarme, un cliché o un lugar común, dirán algunos, porque es un autor que “todo mundo está leyendo” o “todo mundo quiere leer”, y porque sus libros son difíciles de conseguir en México. Lo pagué, leí un poco en un café, leí un poco en la noche, y al día siguiente amanecí con fiebre. Más tarde se nos fue la luz, no había aire acondicionado, nos metimos a un cine de Corrientes (al que yo ya había ido, hace cinco años), vimos Relatos Salvajes, reímos y nos desesperamos, ¿qué más hicimos ese día? Llegamos tarde y seguíamos sin luz, y a la luz de las velas leí más, y al día siguiente todavía sin luz y ahora sin agua, ¡sin agua a más de treinta grados!, la piel pegajosa, el malestar, la incomodidad; una noche caminamos por Rivadavia y luego Avenida de Mayo hacia San Telmo; San Telmo no era como yo recordaba, estaba más sórdido y solitario que antes, cenamos en un café notable, un bife sin mucha emoción, y otra vez la fiebre, la presión baja, mi carta que no llegaba, la angustia del trámite migratorio, la angustia monetaria, una tira de pastillas (fuerte, con seudoefedrina) que nos recetó una excelente empleada del Farmacity, cuyo entusiasmo y seriedad agradó mucho a J; el entresueño, otra excursión a Migraciones, a través de Retiro, otra zona igualmente sórdida, una avenida incruzable, los claxonazos y los gritos de los camioneros y los informes informales (cacofonía) a la entrada del edificio y una pelea en un estacionamiento del Buquebus y advertir el choque de un trailer que se le fue encima a varios automóviles, y entre todo, en medio de este quilombo, leer en la novela que pareció llamarme en mi primer día en Buenos Aires:

 

De modo que, valiéndome de la imagen del perro para rellenar el discurso vacío, o aparentemente vacío, he podido descubrir que tras ese aparente vacío se ocultaba un contenido doloroso: un dolor que preferí no sentir en el momento en que debí sentirlo, pues estaba seguro de no poder soportarlo, o por lo menos de no tener tiempo para irlo soltando lentamente de un modo tolerable. Porque el 5 de marzo de 1985, a primera hora de la tarde, subí a ese coche que me llevaría “definitivamente” a Buenos Aires, y el 6 de marzo de 1985, a las 10 de la mañana, debería comenzar a trabajar en una oficina en Buenos Aires. Y debería comenzar a adaptarme a la vida en otra ciudad, en otro país. No había tiempo para sentir dolor y opté por anestesiarme.

Ese acto de anestesia fue una operación psíquica consciente, a la que en ese momento llamé “bajar la cortina metálica” y un poco más tarde llamé “psicosis controlada”: una operación de negación de la realidad, que básicamente consistía en decirme repetidas veces: “No me importa dejar todo esto”. 

(Mario Levrero, “El discurso vacío”)

 

Esa idea de la postergación de sí mismo es la que me había acercado o interesado sobre Levrero, cuando apareció en mi radar. Tenía que ser así para alguien como yo que suele postergar hasta lo más ridículo, como leer un correo, por manía, por temor y por cobardía. Frecuentemente decido “no pensar” en las cosas, guardarme para después el momento de afrontarlas, de sentirlas con su intensidad debida, y luego pasa que nunca las saco, se quedan enterradas, incómodas, un pendiente abstracto de mi lista interminable de pendientes.

Las cosas con Buenos Aires mejoraron. Salimos con Vainilla, a un ‘boliche’/fiesta gay cerca del Planetario: vislumbré brevemente las posibilidades de la vida nocturna porteña. La luz y el agua volvieron. Empecé a leer un libro de Puig que estaba en el departamento, adecuado, al menos por el título, “The Buenos Aires affair”. Vimos a Jordy y a María, el acento y las palabras y las anécdotas de casa. Conocí a más gente por ellos, fui viendo que no estaré sola (y además nunca estoy sola, siempre me las arreglo al respecto), me reconcilié aunque por momentos, caminando por la noche, me volvía una sensación puramente infantil: alguna vez, de menos de seis años, pataleé para que me dejaran dormir en casa de unas primas y cuando mis papás se fueron me entró una angustia muy honda y lloré y lloré y quise que me llevaran a mi casa; afortunadamente mis tíos no me hicieron caso y aprendí a economizar el sentimiento.

Sentí que tenía que seguir leyendo a Levrero. Había sido un consuelo. Quería leer, sobre todo, otra cosa que fuera como un diario, un tipo de escritura al que no dejo de regresar últimamente, y me enteré que tenía un escrito similar de su tiempo en Buenos Aires. También, juro por Dios, soñé con Burdeos, una ciudad que conocí no sé si por casualidad, en 2013, en uno de los viajes fabulosos de la revista, aunque para mí en ese entonces era Bordeaux, no podía dejar de imaginarla y verla así, nadie me dejaba pensarla como Burdeos. Estuve poco pero después me dio por decir que era una ciudad tan bonita como París, pero mejor: sin turistas, sin ríos de gente, sin basura, sin precios exorbitantes. Eso, por supuesto, es una mentira grande que ni yo misma creía, pero que igual abonaba al deber que nadie me impuso de volverla turística y deseable. Burdeos, entonces, volvió. Y un domingo que por fin concedimos entrar en esa otra famosa librería porteña, El Ateneo Grand Splendid, adquirí esa edición doble de “Diario de un canalla” y “Burdeos, 1972”, que Levrero escribió en diferentes momentos, movido por “dos aventuras vitales”, explica su editor Marcial Souto en el prólogo, “una por amor y otra por necesidad”.

Terminé ambos antes de dormir. En el primero Levrero intenta autoconstruirse de nuevo, después de haberse vuelto un canalla, de claudicar de la vida de artista, viviendo con las comodidades que le da -por primera vez- un trabajo de oficina y un “nido de lujo” (con bienes antes impensables como una ‘heladera eléctrica’), en la corrupta Buenos Aires de los años ochenta. Registra el periplo de un gorrioncito (Pajarito) que aparece en su departamento de Balvanera (ah, Balvanera) y que debe aprender a volar, a huir, a integrarse a los miles de gorriones que sobrevuelan la plaza de Congreso (ah, Congreso) aunque “íntimamente, será un ser distinto; el padecimiento de su infancia lo dejará marcado para siempre”. El otro son los recuerdos que le llegan a Levrero en las largas noches insomnes de 2003, un año antes de morir, sobre los tres meses que pasó en Burdeos viviendo con una francesa que conoció en Montevideo, Antoinette, y su pequeña hija Pascale. Un Burdeos que se recupera, en la mente de Levrero, recortado e impreciso, un Burdeos que imagino más aburrido que el que yo conocí, y más peligroso, por lo que dice del puerto y de los márgenes del Garonne, ahora transformados en un paseo peatonal en el que los bordeleses patinan, pasean a sus bebés y toman vino durante los raros días soleados. “¿Tendría que no haberla amado para serle útil? Pero ¿cómo se hace para no amar a Antoinette?”, escribe en una parte que me conmovió mucho.

Creo haber leído por ahí que él escribía para recordar. La larga tradición de escribir para recordar.

Sentía, hasta este momento, que la última noticia que tuve de mí fue durante la última llamada a la PGR, cuando se me quebró la voz (una.vez.más.). Sigo recuperándome. Sigo buscándome. Y es en el diario público (que me da pudor y a la vez no, evidentemente) que encuentro algo de lo que soy y que permanece agazapado, aprisionado en un cuerpo que camina, camina, suda, se afiebra, tose, come y bebe. Pero falta todavía mucho más.

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Burocracia / Angustia / El cuerpo descompuesto

Me aplasta. Escribo este largo, largo, desorganizado, neurótico post, que sale como tecleo y sin revisar (ejem), como un desahogo.

Hago mis trámites con cierta diligencia, amparada en la ignorancia, descubriendo que pude ser -tal vez, siempre se puede ser- más expedita, pero los pendientes, los trabajos pendientes, los freelances pendientes, los pendientes emocionales, familiares, personales. No: he sido expedita.

Tengo hasta fin de marzo para obtener la visa de estudiante, que sólo se puede tramitar en territorio argentino. Recibo notificación que amenaza con cancelar la beca cuya solicitud y tramitología, a mediados del año pasado, me dejó úlceras, insomnio, noches enteras en vela, logística que involucró una carrera contra el tiempo emprendida en Buenos Aires por Alén, firmas, papeles, hojas, una clase interrumpida para una firma, un sobre DHL urgente, y por acá, envíos desde mi facultad de Ciencias Políticas y Sociales en Querétaro, peregrinaje a la UNAM, escritura densísima de un protocolo largo, ojeras, dolores, angustias, una espera de meses en la que jamás dejó de dolerme la panza, esa tensión neurótica entre el sí y el no, el por qué sí y el por qué no, el verdadero principio de incertidumbre.

Después, otra vez, la angustia. ¿Dan la visa sí o no? ¿En cuánto tiempo entregan el documento? Nadie sabe nada, los mails no son respondidos, las llamadas indican que los informes sólo se responden por correo o en persona, un turno asignado hasta el 26 de marzo -podrían ser más meses-, un intento de cancelarlo, para pagar uno urgente, 1,500 pesos argentinos, sin éxito. Llamadas y mails infructuosos al consulado, a la sección de estudios, a la universidad, a la DNM. Conclusión: ni puta idea (tengo en claro que: la residencia precaria la dan al momento, el DNI tarda meses y la visa no sé si exista siquiera, ¿pero acaso los de acá entenderían esto? ¿Que allá todo funciona diferente, que su embajada no expide visas y que allá no tienen sentido de la urgencia y que ni ellos mismos conocen sus procedimientos o son reacios a explicarlos y que las cuadradas reglas de este lado, quizá, deberían abrir cancha, dar aire?).

Y, por acá, apostillar todo, en diferentes oficinas, en tres entidades (mi vida siempre está dividida, fragmentada, y ahora agregaré una división más), con diferentes precios y diferentes rangos de espera. El descubrimiento de requisitos que no puedo cumplir en el momento, porque mi familia no vive aquí, ¡porque estoy dividida! Más angustias, más sentimientos de ser lentamente engullida, devorada, por ese monstruo de la burocracia, con sus tentáculos invisibles, sus trasgos de corbata, sus requisitos, sus líneas de captura, sus números de registro, de turno, de asignación.

La carta de no antecedentes penales. Los diez días hábiles que, contados, tenían que resultar en hoy. La apostillada que tarda 85 minutos, pero hasta la una de la tarde. ¡Y resulta que no está! Mañana, quién sabe. Parto el lunes, con cita para el Instituto de Reincidencia argentino el martes, para obtener la carta de allá que no podré obtener sin la carta de acá. (Tras lo cual, idealmente, tendría que ir a una comisaría a solicitar que un policía verifique que vivo en la dirección que daré, pendiente que alegremente, Airbnb mediante, pude resolver ayer; después, esperar a este policía durante 48 horas -sin salir- para obtener un comprobante de domicilio argentino. Para, después, acudir al turno urgente (¿que lograré tramitar?) en la Dirección Nacional de Migraciones, en avenida Antártida, con mi inscripción a la universidad hecha, si logro hacerla el día anterior, en la sede Viamonte, a pesar de no contar -aún- con un seguro internacional de salud.). Ay, otra vez mis previsiones se derrumban, mi tinglado se desmonta, los consuelos que me cuento a mí misma, los pensamientos optimistas y tranquilizadores, la conmiseración que por momentos me hace exclamar: ¿por qué?, ¿qué tuve que hacer diferente?, ¿qué hice mal?, ¿en qué paso me equivoqué, en dónde fui irresponsable, dejada, voluntariamente lenta e insensata?

¿Ven ese tópico de la literatura rusa sobre la burocracia? En nuestra cultura latinoamericana está muy arraigada. Y es curiosa esta relación: viví cosas similares en mi estadía en Buenos Aires hace cinco años, cuando me robaron la cartera en el “subte”. No ese día, que tuvo tres horas perdida en un locutorio, llamando a mi casa, a Banamex, a Ixe, a Visa y Mastercard, cancelando tarjetas y solicitando repuestos para el extranjero, con dinero prestado por el chileno que conocí en el hostal y con el que paseaba ese día y sobre el que terminé escribiendo una  historia que nunca le mostraré, por mala onda. No ese día sino los días siguientes, con mi número de folio, y mi expediente, y mi contraseña, y mi nombre completo, llamadas eternas a los bancos y a las marcas de tarjetas de crédito, con sede en Miami; esperando faxes, mails, un sobre DHL con una tarjeta de repuesto sin NIP que casi no me servía para nada, agotando los cien dólares de emergencia que llevaba, comiendo manzanas y empanadas y vasos baratos de vino, y a pesar de todo disfrutando la ciudad intensamente, caminando sin dinero, descubriendo que no importa allá que casi no tengas dinero, una de las razones por las que no guardé rencor sino al contrario.

Si he de atarme a esa ciudad, será siempre a través de un penoso proceso burocrático.

Pero además las despedidas. El peso emocional de la partida. El dolor inconmensurable de esto. Me repliego, tengo mis crisis, me quejo con todo mundo, la panza me duele, me duele, no hay momento en que no me duela, y empieza a dolerme la garganta, la presión se me baja hasta el inframundo, el cuerpo somatizado, traicionero, que ni aguanta nada.

Entonces: ayer. Una queja más, un pobrecita de mí más. Es que es extraño cómo todo en mi vida tiene una rara simetría, señales misteriosas y anuncios. El post anterior, recuperar (¿por qué, de dónde vino el impulso?) aquella entrada anodina en un diario que yo tenía, una Moleskine roja gordota que no logré llenar, sobre una tarde en que se me bajó la presión en un bazar y me arrastré a un restaurante para obtener una Coca y pensar que no, que no quería desmayarme, como la única vez que me he desmayado, que fue en el primer Corona, durante los Pixies. Y la semana pasada fui a Querétaro, a apostillar mi título y certificado de calificaciones. Y mientras me los entregaban y demás, paseé por el primer cuadro de la ciudad, una ciudad que yo amé muchísimo, que anhelé también muchísimo, en la que fui feliz, como en el principio de toda relación, y de la que luego quise separarme, cuando empecé a ser miserable en ella. Pero mientras caminaba recordaba sólo lo bueno, mis andanzas adolescentes y juveniles, pensaba en lo bonita que es esa ciudad, en lo bien que se deja caminar, y llegué entonces a una parte del jardín Corregidora, con sus mesas de restaurantes al aire libre, y tuve el recuerdo de la primera vez en la vida que se me bajó la presión. Como a los diecisiete años. Y es algo que comentaba ayer con J, quien también sufre de presión baja. Si recordaba la primera vez que se le bajó. Cómo es una sensación que no tiene precedentes, un exabrupto del cuerpo: el mareo, el dolor de cabeza, la náusea, la taquicardia, mucho sudor frío que te escurre por el cuello, desorientación total. Algo como un estado alterado de conciencia. Cuando me sucedió -era viernes, de noche, yo caminaba yendo a no sé dónde- no entendía qué me pasaba y la desesperación, la intuición del desvanecimiento cercano. Después, con el tiempo, empiezas a detectar cuando tienes la presión baja, tu cuerpo se cuadra, reconoces las alarmas, es cierto que la Coca Cola es milagrosa -pero por las sales, me dijo un doctor, no por el azúcar.

Así, desde el domingo yo reconocía que tenía la presión baja, pero ayer, diversos factores entre los que hay uno que me culpabiliza totalmente, confluyeron en un momento en el que me encontraba encerrada en un vagón de la línea verde, repleto, detenido por la lluvia, sin aire y caliente, incomodidad que yo estaba sorteando muy bien porque estaba embebida en un pasaje de “La pasión según G.H.”, de Clarice Lispector, sintiendo incluso que la atmósfera agónica que me rodeaba (los rostros exasperados de todos los que íbamos en el vagón) era la ideal para rozar la angustia y el vacío de la escritura de Lispector, cuando llegué a la parte donde la narradora describe a la cucaracha que la hará vivir una experiencia de disociación, de escisión de su ser, o quizá todo lo contrario, de reconocimiento propio, escrito todo con una densidad que me hizo cerrar el libro con asco y angustia:

Y he aquí que descubría que, pese a que era compacta, ella estaba conformada de capas y capas pardas, finas como las de una cebolla, como si cada una pudiera ser levantada con la uña y, pese a ello, aparecer una capa más, y una más. Tal vez las capas fuesen alas, ella debería entonces estar hecha de capas y capas finas de alas comprimidas hasta formar ese cuerpo compacto.

Y entonces, al cerrar el libro, al ver que faltaban dos estaciones, sentí de inmediato que la presión se me estaba bajando, de manera vertiginosa y fulminante. Empezó el mareo, la náusea, el dolor, el sudor helado (como cubetadas de agua fría), el corazón palpitando, la vista borrosa, la boca seca y después el miedo y lo que me obligo a pensar: no, no, no, aguanta, aguanta, dos estaciones más, dos más, como James Bond tras haber ingerido veneno, concentración y fuerza, y sed, una sed atroz, y nada dulce, ni un dulce en mi bolsa, y entonces plaf: a negros. Dejé de luchar. Mi cuerpo mansamente se desconectó, colapsó, hizo corto circuito y caí de pronto en una negrura que no era un negro absoluto, sino como café, ámbar, donde todavía pude sentir que mi cabeza estaba golpeando con el tubo. Un descanso. Después sentí que me levantaban, como si me despertaran de un sueño pesado. Eran unos señores. Me sentaron en un asiento (ah, si me lo hubieran cedido antes…) y me preguntaron cómo estaba y yo balbucía que necesitaba algo dulce. Después, cuando se hizo como un círculo, apareció la figura milagrosa de un estudiante de medicina, con su bata inmaculadamente blanca y su mochila, y empezó a hacerme sus preguntas idiotas, de rigor, de estudiante que no sabe lo que es una urgencia: ¿eres hiper-tensa, tienes diabetes, estás embarazada?, para demorarse en buscar una paleta -de pollo rostizado- en su mochila y todavía preguntarme si la quería, y yo sintiendo que sobrevenía un nuevo desmayo y extendiendo las manos para que me diera el maldito dulce ya.

Cuando logré salir en Miguel Ángel de Quevedo fue nuevamente una lucha subir las escaleras, además me dolía el estómago, tenía un cólico de origen incierto, sentía que iba a azotar otra vez. Llegar al puesto, buscar el dinero, pedir la Coca, hacer la operación de pagar, correr hasta las escaleras, tirarme en un escalón, dar un traguito, dos, sentir el aire frío sanador, sentir cómo poco a poco, con cada minuto, cada respiración y cada trago de agua negra del imperialismo, el malestar se disipaba, quedaba un mareo y un dolor de cabeza atroz, tenía fuerzas para cambiarme de lugar al otro escalón pegado a la pared, donde pude recargarme, y así fui recuperándome y observando lo que me rodeaba, a la muchacha del puesto de calcetines y al muchacho que vendía audífonos, que eran hermanos o novios, y a las personas de los otros puestos, y cómo hablaban, qué se decían, que iban a comprar un café, de qué tamaño lo quieres, compraron unos puerquitos de anís, le ofrecieron a un anciano que estaba en el otro escalón, con su sombrero abierto para las limosnas, ¡me ofrecieron un puerquito!, me volví parte de la escena, me mimeticé con el ambiente, volví a experimentar esa sensación rara de permanecer detenido en un sitio de tránsito, y cómo se observa y registra a los que pasan rápidamente, y ahí estuve, recuperando el color y esperando, hasta que J llegó por mí, entramos a la avenida y, unos metros adelante, ¡chocamos!

Pero no fue grave. Y, de todos modos, era adecuado: una ciudad desquiciada bajo la lluvia. Después fuimos a la reunión, a la amada reunión de todos los miércoles, y yo bebí un poco de vino -con precaución- y comí panecitos y otra vez fui aleccionada, debo dejar la angustia atrás, dejar mis preocupaciones y mi estrés, y yo dije sí, eso debo hacer, y me dormí temprano y no recuerdo ni qué soñé, y desperté con dolor de cabeza y me dispuse a acudir a la PGR, pero al llamar me informaron que no está mi carta y quién sabe si mañana esté y si no está entonces yo no sé qué va a pasar.

¡No sé nada!

*colapsa*

(toda esta angustia, todo este estrés, que si yo fuera una clase distinta de persona seguramente no me preocuparía, seguramente lo haría a un lado, para respirar una vez más, el lunes que lleguemos por la noche, una bocanada de aire porteño)

 

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“Algo que pasó hoy” (hace cinco años)

Arreglo mis diarios, los dejo acomodados y en relativo orden, pero no son diarios sino otra cosa, cuadernos con entradas de diario pero también listas de pendientes, anotaciones de entrevistas y apuntes de otras cosas.

Una entrada de 2010:

Algo que pasó hoy.

Venía caminando por Londres (ojalá fuera Londres, Inglaterra, pero era Londres, colonia Juárez), cuando encontré un bazar de antigüedades. Como me gustan mucho, me metí a curiosear. Encontré un mueble redondo, un cilindro en realidad, que apenas me enteré es una cantinita. Era idéntico a uno que teníamos y que mi mamá cubría con un horrible mantel de terciopelo verde con flecos dorados. No sé qué se hizo de él, seguro mi mamá lo tiró a la basura en uno de sus ataques de limpieza.

Verlo me trajo muchos recuerdos. A veces lo usaba como casa de Barbies, una de esas casas extrañas de los setenta, futuristas entonces y obsoletas ahora, con muros redondos y ángulos raros.

La parte de arriba, que funcionaba como tapanco, era el dormitorio de Barbie. Tenía una funda de Nenuco que yo siempre vi como colcha/sleeping bag de Barbie, era rosa, con lunas y estrellitas que brillaban en la oscuridad. Abajo estaba el área de estar, donde Ken y sus amigas la visitaban. No lo recuerdo. Tal vez la usé poco para Barbie y más como espacio habitado por los muebles miniatura de Polly Pocket, que me encantaban. Jamás tuve una Polly Pocket. Sus habitantes eran los monos de plástico que salían en las cajas de Sonrics, de Balú a la familia Simpson completa.

Luego se me bajó la presión. Lo sentí enseguida. Suele pasarme en bazares, será porque son sitios cerrados y sofocantes, llenos de vejez y olor a húmedo y a decrepitud.

Empecé a sudar copiosamente, a pesar de que antes de entrar tenía frío. Pregunté cuánto costaba el mueble y luego salí dando tumbos. No quería desmayarme, como en los Pixies. Es preocupante. Debo ir al doctor.

Tenía que conseguir una Coca-Cola. Llegué hasta Dinamarca, donde está la glorieta. Me metí al que parecía un café. Era un restaurante.

Pedí una Coca light. En el baño tenían la “Hola”.

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