En 1932, elegido el centro del mundo (España), Dios regresa a la Tierra. La Humanidad, de súbito convertida en católica fervorosa, prepara para el Altísimo un banquete de posibilidades: las maravillas terrenales representadas en el arte, la arquitectura, la música, los deportes, las academias, los cabarets y los circos. Pero Dios, que todo lo encuentra inocentísimo y aburrido, se maravilla en cambio con un objeto sorprendente, ingenioso, útil y excelentemente ideado. Esto es:
La máquina Gillette para afeitar.
Todo lo cual nos habla de la condición humana sin rodeos, chapucerías ni pretensiones, y en cambio sí con la gracia –en el fondo corrosiva– de quien considera el humorismo como un acto de inteligencia. Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) fue quizás el madrileño más inteligente del siglo pasado y, sin embargo, su obra parece destinada a pulular los rincones polvorosos de las librerías de viejo. Un destino sin duda triste (e injusto) para quien sin problema alguno pudo ser clasificado como un auténtico genio.
En ese episodio de “La tournée de Dios” (1932), Jardiel Poncela pinta un paisaje lo suficientemente nítido de su propia filosofía personal: no es una novela antiderechista –lo que a muchos se les antojaría adecuado dada la entonces recién estrenada República– ni antirreligiosa –ya que representa a un Dios más bien sacrílego–. Es, a lo mucho, un retrato amargo de la Humanidad: la única cabra desbocada, que tantas lágrimas engendra. Quizás por eso el autor fue tan vilipendiado por la crítica de su tiempo, ya que ni se decidía por la maravillosa utopía leninista ni alababa a ciegas las democracias modernas. La autonomía de pensamiento, en todas las épocas, gana discordias y enemistades.
Medio siglo después, el mundo advierte su infinito talento. En 2001, dentro de la celebración del centenario de su nacimiento, el circuito madrileño de teatro puso en escena algunas de sus obras más importantes (“Eloísa está debajo de un almendro”, “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “Una noche de primavera sin sueño”, entre otras), que vistas a la luz de los años adquieren mayor profundidad y relieve. Este mes, en el que se cumplen cincuenta y cinco años de su muerte, el mito de Jardiel Poncela pervive a través de su vasta obra: artículos y cuentos publicados en revistas y periódicos, novelas (“Amor se escribe sin hache”, “¡Espérame en Siberia, vida mía!, “Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, “La tournée de Dios”), obras de teatro (“Los ladrones somos gente honrada”, “Un adulterio decente”, “Los habitantes de la casa deshabitada”, “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, por mencionar algunas de títulos peculiares) y textos de manufactura híbrida. Jardiel Poncela era un escritor prolífico y ello se debe principalmente a que, como él mismo lo dejó asentado, escribir no le reportaba el menor esfuerzo. De padre periodista y madre pintora, Enrique creció en un ambiente de intelectualidad que lo condujo a la literatura de manera precoz. A los veintisiete años publicó “Amor se escribe sin hache” y de inmediato se forjó un lugar dentro de la “otra generación del 27” y, en especial, entre los defensores del humorismo (cuya definición, según él, sería como “pretender clavar por el ala una mariposa, utilizando de aguijón un poste del telégrafo”).
El suyo es, claro, un humor gráfico (prefiere dibujar unos ojos hermosos que describirlos, o representar un crimen mediante diagramas), pero sobre todo es un humor ácido, inverosímil. Una rápida lectura concluiría que Jardiel Poncela era un hombre misógino, despechado, machista (en el prólogo de su primera novela escribió: “La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y les digo adiós con melancólica entereza”). Por lo demás, nunca se cansó de decir que el mayor mérito de una mujer era tener un par de piernas largas.
Sin embargo, en el fondo, Enrique Jardiel Poncela era un escritor sensible y profundamente marcado por sus tragedias personales. Padre soltero a los veintiséis, abandonado por la madre de su hija de tres meses, herido en el orgullo por las nulas recompensas de su incansable carrera dramatúrgica y literaria (cesó de escribir novelas para concentrarse en obras de teatro, que al final de sus días ya no reportaban éxito ni remuneración económica), enfermo de cáncer de laringe antes de los cincuenta años y, en fin, subyugado por la violencia del amor, del que decía que “a semejanza de los catarros, empieza poniéndonos febriles, sigue impidiéndonos salir de casa por las noches y acaba obligándonos a secar los ojos con un pañuelo”, Enrique fue uno de los más grandes humoristas del siglo XX. El hombre a quien le hacía reír ver llorar a las mujeres y llorar ver reír a su hija; el que sostenía que todo lo importante en la vida se escribía con hache (el honor, la hermandad, el heroísmo, la Historia, el Hombre, los hipódromos, la hemoglobina, el humorismo); para quien tener fe es “masticar sin dientes” y la Filosofía, la Física Recreativa del alma; quien jamás osó compararse con Cervantes (pues entre ellos mermaban diferencias notables, decía Jardiel Poncela, como que él nunca estuvo en la batalla de Lepanto); el escritor que no vacilaba en dedicar dos capítulos al acto de bajar una escalera… El hombre que hizo soñar al público. Parece que es él, y no su personaje Zambombo, quien al sentirse terriblemente solo, se pregunta: “¡El amor! ¿Qué es el amor?” y por toda respuesta se tropieza con un anuncio de “Amor: la mejor pasta para limpiar metales”.
Convencido de que habría de morir joven y que a su muerte le sucederían interminables biografías y reconocimientos, Jardiel Poncela escribió su propio epitafio: “si queréis mayores elogios, moríos”. Tuvo que esperar, es cierto, pero la justicia le pagó. Y aún hoy, para el legado de Jardiel Poncela, es menos cierto que el amor se escriba sin hache. Pues lo que se toma en serio, como en su caso, es tan honorable como un buen par de habanos.
*en La Mosca en la Pared, 2007