“Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista.
Ya no lo pienso, lo soy”.
H. M.
¿Cómo es posible que un hombre sin dinero ni recursos ni esperanzas sea un auténtico artífice del amor? ¿Cómo es posible que un hombre arruinado, hundido en la miseria, invadido por un profundo desdén hacia la humanidad y además herético en todo cuanto dice y proclama sea el valuarte del amor a la literatura, a la vida, al arte, a la muerte, al sexo, a todo lo que hay de ruin y mezquino en el Hombre?. Henry Miller (1891-1980) logró el milagro.
Trópico de Cáncer, su primera novela a caballo entre la crónica autobiográfica y el relato erótico, es un canto prolongado en honor al amor. Enorme paradoja, si se le mira con detalle, pues la Historia (y la crítica y la censura y el moralismo anglosajón) no se ha guardado de tildarlo de misógino, antisemita, homofóbico y obsceno. No pocas características que lo definirían, con absoluta justicia, como una escoria de las letras. Y, sin embargo, Henry Miller es quizás uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo pasado: influencia innegable de la generación Beat (cuna de otros personajes no menos execrables como Bukowsky, Kerouac o Burroughs), adepto al surrealismo, a la escritura automática, a la prosa desenfadada y testimonial… Sobre todo, Miller es precursor de lo que algún tribunal estadounidense acusó de pornografía y que no es más que la incursión, en sus narraciones, de detalles explícitos en torno al acto sexual. ¿Pero cuál es el crimen si, imbuido en el ambiente bohemio de un París de principios de la década de los treinta, Miller tropieza con putas y gachís cada tanto y en todas ellas ve impreso el rostro del amor? ¿No es ése el verdadero ideal de quien recorre las callejuelas parisinas de principio a fin, duerme bajo los puentes, sobrevive sin un centavo en el bolsillo y jamás anhela su patria pero sí la suave compañía de una única mujer a la que amaría por siempre?
Sería injusto satanizar a Miller por lo que sus dedos compulsivos escribirían en los momentos de furia y desesperación, cuando acababa de llegar a París sin más posesiones que la resolución de convertirse en escritor. El matiz erótico de su obra no es gratuito, pues son evidentes en su espíritu la lealtad y la devoción que por siempre profesaría a las dos mujeres más importantes de su vida: su esposa June Mansfield y la escritora de origen franco-cubano Anaïs Nin. Esta última, doce años menor que él, quien marcaría indefectiblemente su vocación literaria y se convertiría también, a la larga, en su amante fervorosa.
Es, pues, el amor el único sentimiento que engendra las obras de Miller, desde los Trópicos (de Cáncer y Capricornio, respectivamente) y su Primavera Negra de 1934, hasta la Crucifixión Rosa compuesta por Sexus, Plexus y Nexus, además de abundantes novelas y estudios literarios. Las Reflexiones sobre la muerte de Mishima (1972), por ejemplo, son de una belleza lacerante. No podía esperarse menos: un Miller octogenario resume en pocas cuartillas la sabiduría, por fin templada y alejada de toda vorágine, que la lectura del escritor japonés le ha proveído. Pero no sólo eso: la sabiduría de Miller es la de un viajero que ha conocido cada rincón y esquina del planeta, que ha encarado la soledad y el escarnio, que ha conocido la pobreza y la miseria, la burla y el reconocimiento, el sexo y la ternura. En una palabra: un hombre apasionado por vivir.
Su amor, plagado de blasfemias (de Trópico de Cáncer decía que no era un libro sino “un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que les parezca”) y de ofensas, no es un amor en el sentido ordinario de la palabra. Hay en él desafío, franqueza, justificación. Dice odiar a los judíos, a las mujeres, a las sociedades que compara con virus. Y es natural en él despertar reacciones encontradas, pero es precisamente en esta contradicción donde Miller se reencuentra con el hombre hipersensible en su interior. Este odio, que a la luz de su vida y obra no es más que una provocación sin fundamentos, es lo que desencadena su pasión en cambio por lo que a él le importa. Al sentirse orgulloso de ser inhumano, su humanidad florece: bella paradoja del amor según Henry Miller.