“Nueva York, 1973”, letras blancas sobre fondo negro, y Vinyl ya (da por sentado que) te raptó, porque la promesa de Scorsese ocupándose del Nueva York de 1973 es muy atractiva. Es como si Vinyl se aprovechara del prestigio (¿era un prestigio?) de aquella época, aquella atmósfera, el Nueva York pútrido de los años setenta, para indicar un ambiente y un sentido (ninguna historia situada en esas coordenadas puede ser banal, susurra a medias). Pero la evocación es menos que real, porque parte de otra conocida: la de los años setenta neoyorquinos, construida en parte gracias al cine de Scorsese, por ejemplo en su emblemática Taxi Driver. Y entonces la primera escena de Vinyl trae recuerdos cinematográficos de Travis Bickle en su taxi (a oscuras los jadeos de un hombre, después la cara y el gesto de ese hombre, que toma del pico de una botella mientras está sentado en su automóvil, de madrugada, en un barrio feo), y la satisfacción es incontestable, porque recupera al Scorsese de entonces y lo hilvana al aire al de ahora (Taxi Driver y The Wolf of Wall Street, su última obra mayor, son dos puntas lejanas en una trayectoria, que aquí se intersectan): sus abyecciones neoyorquinas persisten, y sus hombres con dinero, y la violencia y el humor que la acompaña, y sus meticulosos retratos de placeres sensuales logrados gracias a las drogas, el sexo y sobre todo, en esta serie, la música.
Pero es necesario apuntar que ésta es una serie de diez capítulos y que Scorsese sólo dirigió el primero de ellos. Y ese sólo es fundamental, porque anticipadamente mancha el resto de la serie. No profeticemos. Sin embargo, es tan vistosa, tan fundamental, la diferencia entre el primer capítulo y el segundo (entre la primera parte del primer capítulo y el resto de la serie, cuando no hay más prestidigitaciones que puedan raptar o enganchar, cuando lo debido es un interés sostenido, creciente, por lo menos inquietante), que un temprano veredicto es válido e incluso necesario: Vinyl no es Mad Men. Tal como ninguno más fue Joy Division, ninguno Robert Plant, ningún otro Bob Dylan. Aunque lo intentaron. Porque la lección fundamental de Vinyl es que como la música no hay otra cosa, que su placer y su rapto son extremos, que abandonarse a su hipnosis no es ajeno a la mayoría de nosotros, que es incuestionablemente un arte y sólo unos pocos pueden apreciarlo en todo su esplendor, pero que asimismo encontrar esa música, acceder a ella, descubrirla, consumirla, pagarla, es responsabilidad de unos cuantos: record men, dueños de la música (o de su valor en el mercado), que buscarán repetir éxitos, mantenerlos, “darle a las masas lo que quieren”. Y si éste es el principal interés del productor Richie Finestra –encontrar la próxima canción maravillosa, el siguiente éxito, la música que moldea la cultura, lo Nuevo como valor–, el de Vinyl no es muy disimulado: ser la próxima Mad Men. Para ello, elementos derivativos: Nueva York de época (el año en que dejamos de asistir al mundo de Mad Men, una época que quedó en suspenso); un hombre en crisis; una empresa que debe sobrevivir; jóvenes creativos, bajo el ala de Richie, entre los que destaca una secretaria decidida en busca del ascenso; socios idiotas (sin el talento o, en este caso, la sensibilidad musical de Richie); una esposa frustrada en los suburbios; sexo, drogas, sexo, drogas, pero mucha más música, lo cual la salva, y apariciones un tanto paródicas de Robert Plant y Alice Cooper, etc. Pero poco más.
Vinyl supone que describe la pérdida del lugar que ocupaba el rock y la llegada del pop, es decir la pérdida del arte y la llegada del consumo, y lo triste que es esto (vender y destruir artistas, olvidar que “lo importante es la música”). Si en Mad Men había alguna duda sobre el valor del trabajo de Don Draper (después de todo, sólo era publicidad), en Vinyl el sitio del arte, de la música que es “pura” y “real” (adjetivos que emplea Richie para describir a The Velvet Underground & Nico, mientras los mira en vivo), no se cuestiona. Pero aunque observa a los encargados de poner a circular las obras que, efectivamente, moldean la cultura, Vinyl se observa poco desde afuera, no medita en sí misma críticamente, no se reconoce producto televisivo tan pop como lo que hoy se conoce como pop: la entronización del Rock, de la Era del Rock, es un tema fácil, es un gancho fácil, es un tema kitsch por excelencia (ya que Eco volverá a leerse estos días). Tiene un ascendente y no lo logra, no sólo por su incapacidad de capturar, tan bien como lo hizo Mad Men, el discurso ambiguo de la literatura (el cual era uno de sus mayores aciertos), sino porque sencillamente no es una obra nueva, o siquiera un producto nuevo, sino un poco la banda que quiso ser Joy Division, el solista que vendieron como el siguiente Bob Dylan, la obra que estaremos consumiendo en nuestra cuenta de HBO durante varias semanas, quizá años más. Aunque tendrá su virtud: se llama Bobby Cannavale.
Una versión de este texto se publicó originalmente en Vocero.