1. Un texto, no cuento, sólo un texto, sobre un asesino escritor. O un escritor asesino. Se descubren sus fechorías, la comunidad literaria está indignada. Se crea un culto a su alrededor. Sus fanáticos más fieles son chicos gore, coleccionan sus libros como si fueran cuchillos y rosarios de plata. Se hacen lecturas de sus textos en salas lúgubres con cirios y cortinas de terciopelo. No sé de qué escribe, supongo que eso no importa. Al final, luego de su muerte, los críticos, los escritores laureados, los lectores cultos, deben aceptar que es bueno. Sus novelas tienen una fuerza oculta y evidente, no sólo exquisita sino avasalladora. Es la clase de talento que se impone pese a la moda y los géneros, el tiempo y los gustos. Talento irrefutable. ¿Pero cómo puede ser un buen escritor si era un asesino? ¿Puede un asesino tener la sensibilidad y la sabiduría de un escritor? Digamos, ese entendimiento sobre la condición humana que hizo inmortales a los griegos, a Shakespeare, a Flaubert, a Dostoievsky. El asesino se convierte entonces en el autor incómodo, en la mancha negra sobre la literatura. La oveja que es realmente negra. Un tipo ruin, un alma corrompida, que logró producir belleza pura.
2. Mientras estaba viendo Brasil se me ocurrió que el problema de las películas futuristas (no es su caso, porque es retrofuturista) es la idea de la evolución de un aparato. Por caso: una computadora o un automóvil. Su proceso de “mejoramiento” consiste en tomar el modelo actual y llevarlo al siguiente nivel. Ahí están las computadoras táctiles de Minority Report o las naves de Star Wars (cuya acción, en realidad, ocurrió hace mucho, mucho tiempo). Entonces pensé que la razón por la que Volver al futuro y anexas lucen tan obsoletas es porque la dirección de arte evoluciona los objetos de manera simple. En tiempo real, un aparato evoluciona por etapas (como la televisión); es decir, cada prototipo mejora al anterior. Así que la única solución, y sería titánica, es cierto, sería evolucionar el prototipo actual, luego evolucionar ese mismo prototipo, luego evolucionar éste, y así sucesivamente. Luego de cien modelos, podemos imaginar el automóvil en el año 2100, por ejemplo. El que quiera filmar una película futurista, tendrá que tener alma de inventor. ¿No es mejorar el aparato-entidad el objetivo de los nuevos prototipos? Piensen en las computadoras: de la Clamshell a la Macbook Pro, del primer iPhone al iPad. Estilizar, también: los automóviles. Facilitar el uso: las impresoras. Abreviar: las máquinas industriales.
3. Pero el alma del inventor que se requeriría equivaldría a escribir la historia en un par de horas. Lo cual, de alguna manera, me recuerda a Pierre Menard, autor del Quijote: escribir de nuevo el Quijote, palabra por palabra, supondría “convertirse” en Cervantes, vivir en su época, pensar como él, comportarse como un manco recién salido de la batalla, haber leído cientos de obras caballerescas y tomar la decisión de reinventarlas. No es imitación, no es plagio, no es copia. Es escribir el Quijote de nuevo.
No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.
Ah, cómo amo este párrafo:
”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
”(…) la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.
Queda luego, claro, la anécdota de que Borges leyó El Quijote primero en inglés y, cuando por fin lo leyó en español, sintió que era una mala traducción.
Es un cuento muy cómico. Y tan evidente. Podría haber sido escrito por cualquiera, pero no. A nadie se le ocurrió. Por eso ese cabrón ceguetas y pretencioso fue quien fue. Por eso.