Escribo desde un hostal en Cali, Colombia. Se llama Pelícan Larry. A mi lado está un japonés graciosísimo que toma un poco de cerveza mientras me mira escribir. El hostal está repleto de alemanes, a los que no le gusta encontrarse entre ellos mientras viajan por Sudamérica. Todo mundo está tirado en sillones con un libro en la mano, o leyendo su correo, y todos parecemos como muertos, sudando como “chanchos”.
Pero mi verdadera aventura empezó en Otavalo, cuando estaba tomando el autobús a Tulcán. Me hice amiga de un lugareño que me dijo que Cali era peligrosísima, y que no fuera. Me subí al bus con un poco de miedo, pensando en formas de llegar a Bogotá sin tener que pasar por Cali. Una vez en la frontera, un taxista me llevó a Rumichaca, donde hice todos los trámites necesarios en la aduana. Ahí mismo, un rubio bastante tímido estaba en cuclillas haciendo unos dibujos mientras esperaba. Me olvidé de él y crucé a Colombia.
Ipiales no es una ciudad muy linda, así que sólo pensaba en tomar el camión a Cali o Bogotá, y olvidarme. Pero he aquí que, como era un día feriado, no había lugar en ningún bus a ningún lado. Tampoco había aviones. Desesperada, traté de que un taxista me llevara a Bogotá, pero tenía que contactar a tres personas más. De pronto, vi a cuatro extranjeros formados en la fila para Pasto.
Zed, de Australia; Katrin y Valentin, de Alemania; y Matan (!) de Israel. En ese momento nos hicimos amigos y, al no encontrar bus a Pasto, nos quedamos a dormir en Ipiales, en el hostal Belmondo.
Todo el lunes estuvimos viajando: de Ipiales a Pasto, de Pasto a Popayán, y de Popayán a Cali. Unas doce horas en total. Durante todo el camino reímos cuando Matan se quedaba dormido sobre el chofer, o su preocupación por llegar a Bogotá antes del miércoles para tomar su avión a Tel Aviv, donde -oh, los estereotipos- llegará a un bar mitzvah.
Y durante esas seis o siete horas de Pasto a Popayán descubrí que Valentin era el rubio tímido dibujando en la aduana de Ecuador. Nos la pasamos platicando, y eso me distrajo del terror que me provocan las carreteras colombianas: muchas curvas, despeñaderos, y caminos muy estrechos. En Popayán, Matan encontró un boleto a Bogotá, y perdimos a un miembro del grupo.
Finalmente: Cali. Es una ciudad MUY calurosa, moderna, muy amigable con el turista. Esa noche cenamos (yo comí un perro italosuizo-mexicano, con chimichurri, y todos probamos el jugo de lulo). De vuelta al hostal nos encontramos con un montón de alemanes del Pelícan Larry que nos invitaron una cerveza. Al final, los diez resultamos estar hospedados en el mismo cuarto lleno de literas. Saldo: cero ronquidos y cero ruidos sospechosos.
Por la mañana desayunamos un típico desayuno colombiano (creo): huevos, arepas, arroz blanco, plátano frito, lentejas, coliflor y café. Después caminamos por las calles de Cali, donde cada dos cuadras -oh, los estereotipos- algún tipo nos gritaba -a ellos, que son todos rubios- “¡gringos!”, y luego nos ofrecía marihuana o coca.
Fuimos a tomar café colombiano a una cadena, Juan Valdez, que es como un Starbucks exótico. Ahí sólo nos relajamos, ahora con un nuevo integrante, Nicolai, berlinés de rizos alborotados que también viaja solo. Después volvimos al hostal y cada quién revisó sus asuntos en internet. Más tarde fuimos a un supermercado a comprar cosas de comer y una botella de ron que bebimos en la calle. Aparentemente, es legal beber en las calles de Colombia. Para entonces, el japonés ya estaba con nosotros, Masao, y es tan gracioso que creo que hace mucho no me reía tanto (siempre dice “duuuuuude” y canta canciones de los Backstreet Boys entre comentario y comentario).
En la noche fuimos a bailar salsa, pero en realidad nuestro objetivo era ponernos muy estúpidos, lo cual logramos con creces. También bailamos descalzos con poca gracia, y luego caminamos por la avenida sexta de Cali buscando a Valentin, que de pronto desapareció. Hicimos una pausa para comer empanadas, y luego seguimos por todos lados, preguntando por el tipo rubio de ojos azules con una playera amarilla.
Zed y Valentin hicieron una apuesta a ver si el segundo podía pasar todo el día sin fumar (jamás había conocido alguien tan adicto). Perdió, claro.
Nos dormimos a las 5 de la mañana charlando con un tipo de Nueva Órleans que venía de Bogotá. Hoy por la mañana no podría estar más cruda.
Este post fue escrito en dos tiempos. Hace unos minutos, Zed, Katrin y Nicolai se acaban de ir. Los primeros, a Medellín. El segundo, a la zona cafetera. Quedamos Masao, Valentin y yo. El japonés chistoso va a Popayán, y nosotros a Bogotá. Al pensar en las doce horas de camino en autobús, crudos, sólo me dan ganas de morirme.
Estos días con ellos han sido excelentes, y me han enseñado algo que nunca pude aprender en México: a relajarme. Cuando conocí a Zed primero en la estación de autobuses en Ipiales, yo estaba preocupadísima porque no había autobuses y no quería quedarme a dormir ahí. Pero él sólo me dijo que dejara de preocuparme y que me dejara ir. Estos tipos que pasan tantos meses de su vida viajando, sólo por el placer de hacerlo, ven las cosas con más calma de la que yo jamás he tenido. Quién diría que tenía que hacer un viaje tan difícil para aprender esta lección.
—