Hoy hace un año empecé a escribir un cuentillo y me acuerdo cómo empezó todo. Conocí a un chileno en el hostal en el que me hospedaba en Buenos Aires, y el domingo 14 de febrero tomé mis cositas, hice check-out, me metí al metro, caminé unas cuadras y llegué a la casa de Esteban, el chico de Couch-Surfing que me hospedó durante casi un mes. Sin avisarle a mi nuevo amigo, claro. Luego de eso caminé entre la bruma espesa del calor bonaerense, aunque el cielo estuvo todo el día nublado y gris. Terminé en Puerto Madero, hacía mucho viento, y recorrí toda la orilla viendo los yates, las luces reflejadas en el agua, la gente sentada en las bancas, las parejas que pasaban tomadas de la mano, más discretas que las que acabo de ver en el metro, aplastadas entre su peso y el de los globos gigantescos. En algún momento me sentí inmensamente sola, así que entré a un café y me puse a escribir. Luego pedí la cuenta, salí, caminé por todo Lavalle hasta el número 477. Pregunté por él, no estaba. Di otra vuelta, sintiéndome cada vez más miserable. Durante mi robo de cartera, nadie me había apoyado tanto como ese tipo alto, barbón y de ojos bonitos, pero increíblemente insoportable. Regresé una hora después y esta vez me dejaron subir. Al verme no dijo nada, me ofreció pisco, nos sentamos a conversar, y al cabo de treinta minutos ya me había fastidiado de nuevo. Me acompañó hasta la casa de Esteban y quedamos de vernos de nuevo, cosa que pensé no prometer. Un mes después, me recibía en su departamento de Santiago.
No hubo nada romántico entre nosotros (él, claro, lo deseaba). De alguna manera, no pude dejar de recordar que hoy hace un año escribía con mis propias acciones una historia particular. Habría sido lindo tener algo más que contar al respecto, pero las cosas, si no se convierten en ficción, como decía Javier Marías en un artículo de cine que leí hace rato, es difícil que se recuerden.